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H O M I L Í A

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DOMINGO VI DEL
TIEMPO ORDINARIO

CICLO A

 

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Hoy nos da Jesús una auténtica lección de lo que es la fe cristiana, porque nos da una auténtica lección de vida. Hemos dicho muchas veces que la fe cristiana, si no vale para la vida, no es nada. Esto es tan importante y de tanta trascendencia que no importa repetirlo una vez más.

Jesús vino al mundo para conseguir un hombre nuevo, un hombre que tuviera una jerarquía de valores distinta a la que existe entre los hombres de todas las épocas y de todos los países, un hombre cuyas categorías mentales estuvieran perfectamente de acuerdo con la voluntad de Dios.

Comparando lo que es el mundo, nuestro mundo y cualquier época del mundo, con el Evangelio debemos llegar a la conclusión de que el cristiano tiene que ser un hombre «distinto» porque Jesús fue, evidentemente, distinto a sus contemporáneos y a todos los hombres anteriores y posteriores a El.

«Tertium genus», decía Tertuliano. Él conocía dos clases de hombres: los judíos y los paganos, que eran todos los demás. Y decía: el cristiano es una tercera clase de hombre, no visto hasta ahora.

Y pregunto ¿es el cristiano de hoy una raza distinta de los hombres de cualquier religión y de los que no tienen religión?

El evangelio de hoy confirma esta afirmación de Tertuliano. No se trata, dice Jesús, de cumplir la ley, sino de superarla. Cumplir la ley ya sería un triunfo, porque en muchísimas ocasiones el hombre la quebranta. Basta una mirada a nuestro alrededor para encontrarnos con un panorama de muerte al hombre, provocada por el hombre, de extorsiones, de torturas, de sufrimientos impresionantes provocados al hombre por el hombre desafiando todas las leyes de la naturaleza en la que resulta dificilísimo que los de una misma especie intenten exterminarse entre sí de una manera fría, metódica y preconcebida.

Hoy está a la orden del día no sólo la infidelidad en las relaciones hombre-mujer, sino la constante propaganda que pone la satisfacción propia por encima de cualquier otro sentimiento. Lo importante, puesto que se vive sólo una vez, es gozar, poseer, mandar, triunfar cuanto más mejor.

Y viene Jesús dando un giro a esta actitud. El hombre del Reino de Dios, el cristiano, tiene que tener clarísimo que él es hijo de Dios y que el hombre que vive a su lado también lo es. Con esta verdad vivida (no sólo aprendida intelectualmente) el hombre no sólo no puede matar a su hermano, sino que no puede insultarlo, despreciarlo, maltratarlo ni ignorarlo. Para el cristiano, el hombre, cualquier hombre, no puede ser nunca plataforma para su provecho personal, sino ocasión para la atención y la entrega al otro.

Por eso, el cristiano cree que es posible el amor, ese amor «hasta que la muerte nos separe» y que para sí quisieran los más progresistas del mundo. Pero lo cree sabiendo que el amor es fundamentalmente entrega y no satisfacción propia.

No basta con no matar, hay que respetar la vida. Y no se respeta la vida cuando se consiente o no se hace lo suficiente para impedir que el prójimo muera de hambre. ¿Cómo es posible que con tantos recursos técnicos, con tanto progreso, con tanto como nos sobra, con tantas cosechas y frutas que quedan sin recoger, haya tantos millones de hombre, mujers y niños en la más absoluta miseria? Nuestro progreso no es un progreso humano. La jornada de Manos Unidas es una llamada importante para todos. «Si no sois mejores que lo escribas y fariseos...»

No sólo cuentan las obras, lo que hacemos, sino el cómo y por qué lo hacemos, es decir, las actitudes. Lo que importa es la idea que tenemos y proyectamos del otro. Si el otro es sólo un competidor, cualquier trampa nos parecerá justificada; si el otro es sólo un consumidor, cualquier abuso nos parecerá lícito; si el otro no es más que un ciudadano, cualquier pretexto será válido para cargarle de impuestos; si el otro es uno cualquiera, seguiremos marginando a los pobres, despreciando a los drogadictos, echando de la vecindad a las minorías étnicas, cerrándoles el paso y maltratando a los inmigrantes...Pero nosotros creemos que el prójimo es mi hermano, «el hermano por quien Jesús ha muerto», como dice san Pablo.

Esta manera de creer, este modo de pensar, es la sabiduría más alta, la sabiduría que no es de este mundo, como nos dice san Pablo. Porque en este mundo sólo cuenta y se tiene en cuenta el dinero, la categoría social, el pasaporte o el carnet de identidad. Pero, en este mundo y a pesar del mundo, nosotros, como cristianos, estamos llamados a compartir y difundir esta sabiduría divina, la del evangelio, la de que todos los hombres somos una sola familia en un solo mundo. Lo demás son pretextos, excusas, apariencias legales, pero inmorales.

Una fe para la vida, eso es lo que quiere el Señor para los suyos. Una fe que se refleje en las relaciones sociales, en las actitudes individuales y colectivas de los que se llaman cristianos. Una fe que se refleje en el trabajo, en el sentido de la justicia, en el compromiso con los débiles, en el respeto al hombre, en la capacidad de diálogo y de comprensión, en el destierro de la intolerancia, del insulto, de la agresividad, del dogmatismo, en la apertura al amor, un amor que porque está centrado en Dios, es capaz de resistir la erosión del tiempo y la carcoma de la desilusión. Una fe para la vida que sea capaz de iluminar al mundo dándole sentido y asegurándole que es posible que el hombre deje de ser enemigo del hombre para convertirse en hermano.


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