Meditación para la Iglesia en tiempos de cambio

En tiempos de opiniones diversas, de cambios abundantes, de formas de pensar tan distintas y a veces distantes, parece oportuno acercarse a Jesucristo para ver qué nos dice. Se trata de ver de qué forma quiere que los discípulos nos comportemos en momentos como éstos, ya que en toda ocasión debemos hacer de nuestra vida entera una acción de gracias y de todos los latidos de nuestro corazón una alabanza a su nombre.

En momentos como los que estamos viviendo, tenemos que anunciar a Jesucristo. Como todos, son momentos con horas felices y horas de miedo en las que es preciso seguir pensando que El está a la orilla del lago de Genesaret, que nunca abandona a nadie, que está atento a las necesidades de cada hombre que viene a este mundo, que nunca se aparta de nadie, que mantiene la fidelidad a base de un amor que nunca disminuye, sino que, por el contrario, cuanto más atento está el hombre, más se percibe la cercanía, la atención y el cuidado del Señor.

 

Estaba a la orilla

Cuando los hombres nos empeñamos en negar que tenemos límites, nos creemos absolutos y nos olvidamos de Dios y precisamente por este olvido utilizamos a los demás según nuestro gusto y parecer; entonces se oscurece nuestra vida y sentimos la necesidad y la sed de Dios. Si estamos atentos, descubrimos al Señor presente en la orilla de nuestra vida que sale a nuestro encuentro para indicarnos el camino. En esos momentos viene a nuestra memoria el salmo 8 que tantas veces hemos repetido y que tanto olvidamos: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que de él cuides?» (Sal 8,5). Entonces ves la vida de un modo nuevo, diferente, distinto, y adviertes la grandeza de sentirte amado y querido por Dios. Apuestas una vez más por vivir la vida junto a El y desde El ya que la vida a su lado se parece al calor del sol que baña cada día, sin cansarse, la faz de nuestro mundo y da a la tierra un color alegre, nuevo, capaz de irradiar calor a todo lo que se posa en ella. Así es el hombre que pone su vida junto al Señor: se siente amado y querido por El en toda circunstancia y ocasión, observa cómo todo ha sido realizado para él.

Muchos encuentros de Jesús descritos en el Evangelio, nos ayudan a entender esto; por ejemplo, la curación del leproso. El leproso se siente impotente por sí solo, despreciado por los demás. No puede hacer una vida como la que hacen los hombres de su tiempo: ha tenido que marginarse, siente el abandono, la muerte. Vive horas de tristeza y soledad. Ahí es donde el Señor aparece en la orilla de su vida. Este encuentro con el Señor, le sana, le posibilita poder volver a la vida con la alegría del encuentro con los demás y sintiendo aquello del salmo: «¡Qué glorioso tu nombre por toda la tierra!» (Sal 8,10). Para el leproso la vida aparece con unas dimensiones nuevas que le ha dado el encuentro con Jesucristo. Se trata de que los hombres de nuestro tiempo nos demos cuenta de que el Señor está a la orilla, esperando cualquier momento o circunstancia para que nos encontremos con El. En ese encuentro se dan horizontes nuevos a nuestras vidas, donde tanto el gozo como el dolor cambia, donde el dolor, cuando existe, más que convertirse en causa desesperante de la vida, se convierte en motivo de encuentro más profundo con Cristo.

Estar a la orilla significa que uno está dispuesto a no guardar nada para sí, que lo da todo, que se pone al servicio permanente de los demás. Cristo en la orilla del camino, significa que no se ha hecho su casa, sino que quiere entrar en cada una de las casas que es cada hombre que viene a este mundo y pasa por esa orilla.

Jesús está en la orilla, pero solamente se encontrará con El, quien hace realidad aquellas palabras del Salmo: «¿Quién subirá al monte de Yahveh? ¿Quién podrá estar en su recinto santo? El de manos limpias y puro corazón, el que a la vanidad no lleva su alma, ni con engaño jura» (Sal 24,3-4). Es decir, el que se abandona en Dios y sitúa su vida sabiéndola salvada junto a Dios, el que no se hace ídolos de ningún tipo y cree que todo depende del Señor y que no hay otro como El, que en medio de la duda e incertidumbre nacida de la búsqueda de nuestros sentidos, es capaz de encontrar y dar sentido a todo en última instancia, desde ese saberse, sentirse y querer ser hijo de Dios.

Dios ha querido hacer al hombre muy grande; tan grande que quiere identificarle con El. Pero no lo desea hacer a la fuerza sino desde la libertad del hombre mismo. Por eso, se pone a la orilla del camino en la misma vida e historia del hombre. El Señor quiere hacerse comprender desde la vida. Ahí es donde se nos presenta el Señor y donde quiere encontrarse con el hombre.

La libertad del hombre es grande, es total. Dios le hace ofertas de acompañamiento. Le dice y le da su Palabra que es de vida. No es como otras muchas palabras que parecen llenar de momento pero a la larga desecan y hacen infeliz al hombre. La Palabra de Dios llena al hombre, le compromete y sobre todo, le hace situarse a la orilla, para que dé luz a otro, para que le dé la mano y aliente a quien se encuentre pasando a su lado. Dar la mano, la luz o el aliento no es posible sin el encuentro con el Señor. El es quien da la capacidad y la hondura para la ayuda.

 

La gente se agolpaba junto a El 
para oír la Palabra de Dios

Los hombres quieren escuchar y buscar sentido a sus vidas, por eso escuchan y se paran delante de quienes hablan o traen alguna noticia. Así ha sucedido con los hombres de todos los tiempos. Todos tienen necesidad de vivir de la noticia. Pero Cristo, a diferencia de los otros, trae la gran noticia jamás oída; una noticia distinta a las demás. En ella se habla de ser y no de tener. No solamente se dice, sino que quien lo dice, hace. Por eso se presenta como una noticia de una novedad inigualable.

Hoy estamos cansados de oír noticias aunque en su mayoría son noticias en las que se experimenta engaño, abandono o infelicidad; no llenan el corazón. Hoy como ayer tenemos necesidad de agolparnos alrededor de Jesucristo, y en su cercanía, como las de aquellas gentes del Evangelio, escuchar al Señor. Juan Pablo II definía la situación del hombre en el mundo contemporáneo así; «Si nos atrevemos a definir la situación del hombre en el mundo contemporáneo como distante de las exigencias objetivas del orden moral, distante de las exigencias de justicia y, más aún, del amor social, es porque esto está confirmado por hechos bien conocidos y confrontaciones que más de una vez han hallado eco en las páginas de las formulaciones pontificias, conciliares y sinodales. La situación del hombre en nuestra época no es ciertamente uniforme, sino diferenciada de múltiples modos. Estas diferencias tienen sus causas históricas, pero tienen también una resonancia ética propia.

En efecto, es bien conocido el cuadro de la civilización consumista. Asimismo se da entre algunos un cierto abuso de la libertad» («Redemptor Hominis», nº. 16). Esta situación proviene de no tener en el corazón la noticia que es Jesucristo ya que cuando se recibe esta noticia provoca en quien la acoge, ansias de amar, de dar y darse, de quitar todo tipo de egoísmos, de hacer que todo hombre llegue a la plenitud que tiene que llegar, de hacer posible y viable que el hombre descubra que es hijo de Dios y que, como tal, tiene que habitar esta tierra en la que Dios nos puso a todos.

¿Qué verían en Cristo las gentes para que se agolpasen junto a El? Siempre que he querido dar respuesta a este interrogante, he tenido que observar por qué la gente se agolpa alrededor de los hombres; los hombres nos agolpamos junto a otros cuando nos dan algo pero en la línea del tener. Nos ponemos alrededor de otro, cuando nos presentan unos proyectos de vida que nos atraen, pero que casi siempre va en la línea del hacer, no importa cómo sea el ser. Nos agolpamos cuando nos dan la razón. Nos juntamos a otro, cuando estamos en búsqueda, en la desesperanza, cuando necesitamos la felicidad, cuando queremos encontrar una seguridad; en general este juntarnos va en la línea de que el otro me ayude a tener, a hacer, a decir. Sin embargo, Jesucristo es muy distinto. Cristo me hace ser, me hace olvidarme de mi. Y lo hace porque con su vida no explica cómo se logra plenamente un hombre. Hay algo extraordinario en Jesucristo: que no hace diferencias con nadie; se puede agolpar junto a El quien quiera. Quien se junta a El, descubre lo que es la plenitud en la línea del ser. Los hombres de nuestro tiempo necesitan acercarse a Cristo y en esa cercanía descubrir quién es Jesucristo y, sobre todo, escuchar su palabra, que no engaña, sino que da vida y aliento, y que nos hace caminar siempre hacia adelante.

La cercanía de Cristo al hombre para darle su palabra, hay que leerla desde el misterio mismo de Dios. Este misterio de quien es origen de todo lo que existe y que tuvo a bien acercarse al hombre. Y lo quiso hacer identificándose con el hombre. «Mediante la encarnación el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a todo hombre» («Gaudium et Spes», nº. 22). Y quiere estar con todo hombre. A todo hombre quiere comunicarle sus palabras, que son verdad y vida.

Muchas de las palabras que recibimos en nuestra vida son destructoras de la vida del hombre porque le indican caminos de opresión, de mentira, de injusticia o porque le deshumanizan desde las bases más originales de su ser. Es aquí donde nosotros tenemos que agolparnos alrededor de Jesús para poder escuchar en el silencio de nuestro corazón: «Yo soy la luz del mundo» (Jn 8,12). Hay muchos hombres en nuestro mundo que están esperando estas palabras de Cristo. Les pasa como a los leprosos del Evangelio (cfr. Lc 17,11-19), que quieren y tienen necesidad de quitar la lepra y por eso van al encuentro del Señor. También en nuestro mundo hay lepras: el paro, la injusticia, la falta de paz, la libertad mal entendida que se convierte en esclavitud cada día más honda para el hombre, la droga, etc. También las gentes que la padecen están deseando como los leprosos encontrar a alguien que los escuche, por lo menos, y pueda decirles una palabra de integración en la vida como las que dijo Cristo: «Id y presentaos a los sacerdotes». Cuanto más lepras padecen los hombres más necesitados están de palabras. Por ello, a veces se aprovechan esas necesidades y situaciones para hablar: hay muchas ofertas en momentos de enfermedad que los hombres atienden para salir de ella. Por eso es necesario que Cristo aparezca en las vidas de todos los hombres no como una oferta más, sino como la única que ofrece palabras de vida eterna; de esa vida que cuando el hombre la tiene, vive desde una anchura y hondura oxigenadora que nada ni nadie le puede quitar.

Tenemos necesidad de oír palabras que oxigenen la vida. Los hombres tienen necesidad de oír, de escuchar la Palabra de Dios que es la única palabra que hace al hombre más hombre, que le capacita para ayudar a los otros, que le abre plenamente a la acción misericordiosa de Dios y, por ello, al experimentar en su propia vida la misericordia, ver que esa misma misericordia tiene que darla y manifestarla a los demás.

 

Cuando vio dos barcas... 
los pescadores habían bajado de ellas

Cristo se acerca al hombre en el lugar concreto donde está, en su historia concreta Las barcas son todo lo que acompaña al hombre y deja de hacerlo abstracto, para convertirlo en tal hombre que vive en un lugar, que tiene y hace una historia muy concreta.

Los hombres llegamos a este mundo con unos padres concretos, que tienen una historia muy definida. No nacemos en todo el universo, sino en un lugar muy concreto donde nuestra vida se desarrolla y adquiere validez. Y desde ahí, vivimos una serie de experiencias; muchas veces las que la historia concreta de cada uno nos posibilita Con todo esto tenemos que encontrarnos con Jesucristo.

Existe la tentación en momentos de cambio de querer olvidar la historia que pertenece a nuestro mundo personal, que me hace ser a mí mismo y que no me confunde con otro. Por eso es importante no «bajarse de las barcas» que somos nosotros y todo lo que acompaña y define nuestra vida. Cristo no solamente no quiere dejar las barcas, sino que las utiliza para hablar a las gentes.

Cuando dejamos las barcas en la orilla y olvidamos lo nuestro, estamos como perdidos en medio de este mundo. El hombre para vivir necesita de la tierra de los demás que viven junto a él, necesita crecer y vivir sin descuidar su geografía y la historia de esa geografía. Cuando los hombres no recordamos que nuestro origen está en Dios, estamos olvidando algo que es necesario para construir nuestra vida de una manera o de otra. Dejar las barcas en la orilla supone querer vivir desde uno mismo y olvidarse de algo que es esencial: «Y dijo Dios: hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra» (Gn 1,26). No podemos olvidar que Dios nos hizo y no debemos olvidar que quiso hacernos a semejanza suya. Cuando dejamos las barcas en la orilla, echamos en olvido que Dios quiso hacerse presente entre los hombres con el porte de un hombre, desde la historia de un pueblo, con unos padres concretos: «Y sucedió que, mientras estaban allí se le cumplieron los días del alumbramiento y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento» (Lc 2,6-7).

¡Qué tentación más grande es la de querer olvidar nuestra historia! Además hasta parece que encontramos razones para hacerlo. Pero Dios nos lo recuerda constantemente. El primer olvido suele ser el de nuestro origen y el otro, el de no querer encontrarnos con Dios en nuestra propia historia, cuando esto ha sido lo que El ha querido: se hizo hombre para encontrarse con el hombre. Y no se hizo hombre en abstracto, sino muy en concreto, en una geografía, en una historia, en una raza etc.

Para no olvidar nuestras barcas, tenemos que recurrir constantemente a la Palabra del Señor, que nos recuerda de quién somos, las tentaciones que tenemos, las ayudas que poseemos. Ver a un Dios ya en el inicio de nuestra vida y observarlo a través de ella cuidándose de nosotros y mirándonos y llamándonos cuando nosotros decimos que no, es una contemplación que todos los hombres deberíamos hacer constantemente. Y ver a este Dios en su máxima cercanía al hombre, tomando su propia carne para enseñar al hombre cómo serlo de verdad, es la maravilla más grande que se puede dar en la historia de cada uno. Cuando abandonamos las barcas, estamos abandonando lo mejor que tenemos, la explicación más maravillosa que de nosotros se puede dar. Estamos quitando de nuestras vidas aquello que nos hace reconocernos como hombres y nos da seguridad en medio de las inseguridades que puedan surgir.

Un modo de destruir al hombre, es borrar su historia o por lo menos hacer que la olvide. Por eso, Dios lo primero que hace cuando se acerca al hombre, es construirle su historia. Tenemos la tentación de considerarnos insuficientes. El hombre que quiere vivir así y se empeña en hacerlo, no puede hacer historia. Hace una historia sin raíces, sin profundidad, que al primer viento cambia. Es importante subir a las barcas de cada uno, ya que solamente así será posible lo que nos describe el Papa Juan Pablo II: «Se hace, pues, necesario recuperar por parte de todos la conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido último de la vida y de sus valores fundamentales es el gran e importante cometido que se impone hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la conciencia de la primacía de éstos permite un uso de las inmensas posibilidades, puestas en manos del hombre por la ciencia; un uso verdaderamente orientado como fin a la promoción de la persona humana en toda la verdad, en su libertad y dignidad» («Familiaris Consortio», nº. 8). Entonces no dejamos las barcas, sino que las recogemos, subimos a ellas y no explicamos nuestra vida sino desde ellas.

Es preciso descubrir cómo el Señor ve las barcas y a quiénes las han dejado. El encuentro con el Señor hace subir de nuevo a las barcas a quienes las habían dejado. Cuando muchos hombres tienen la tentación de abandonar a Dios porque les han contado que es una liberación hacerlo, ver a Dios ayuda a entenderse a sí mismo, nos hace descubrir y palpar que la gran liberación consiste en poner nuestras vidas a disposición de Dios, en construir nuestras vidas desde su acción y desde su poder. Cuando hago memoria del Señor, no puedo por menos de caer rendido en bendición y agradecimiento ya que junto a El he descubierto que no hay nada bueno en mi vida ni en las vidas de los que conozco, que no tenga su origen en Dios. Y no hay nada malo en mi vida ni en las vidas de los demás que no encuentre su limite y su destrucción en el Señor. Cuando estamos junto a El y, por tanto, asumimos todo lo que nos ha dado, agudizamos nuestra mirada y sabemos descubrir la gracia y la profundidad infinitas que nos liberan de la superficialidad.

Querer vivir desde lo superficial es la tentación de querer bajar de las barcas, de querer dejar la historia más verídica que existe, que es la historia que Dios desde siempre y en su infinita bondad ha construido para el hombre.

 

Los pescadores habían bajado... 
y lavaban las redes

Bajar y ponerse a hacer otra cosa distinta que nos entretenga y no nos deje pensar, es algo que hacemos todos los hombres. Mientras estamos distraídos no tenemos tiempo para pensar en lo que es importante, en lo fundamental. Cuando bajamos de las barcas y nos ponemos a lavar las redes, es como si con una mirada fría y analítica sólo fuéramos el aliento de una hierba que se marchita o una gota de rocío que se evapora con el sol del mediodía. Es decir, no tenemos fuerza transformadora de ningún tipo. Dejar la historia en la que hemos nacido, la que da explicación coherente a nuestras vidas y ponernos a vivir sin ella es lavar las redes.

El hombre que vive así lavando las redes, es sólo cifra y estadística y no pasa de ser un número de necesidades a saciar y de metas temporales a cubrir. Sin embargo, el hombre que se deja encontrar por Dios es el que está en la sabiduría que se comunica en el silencio y la contemplación; en esa sabiduría que es un latido de amor de Dios, de felicidad infinita que llena y sacia el corazón del hombre. Es ese hombre que se rebela a ser un disco de datos acumulados y desea ser una criatura de Dios, descubierta y dada a luz desde ese ser.

Es una gran tentación bajarse de las barcas y entretenerse en hacer otras cosas. Entonces perdemos nuestra originalidad, la que nos hace ser quienes somos, definirnos e identificarnos. En estos momentos históricos es importante estar atentos para no dejar nuestras barcas. Es conveniente tener tiempo para el encuentro con nosotros mismos y con los demás. Estos encuentros son los que posibilitan el encuentro con Dios ya que el hombre que no los tiene, pasa entretenido sus días y no tiene capacidad de pensar. Y por ello, baja de su barca y se pone a lavar las redes. Es decir, pierde su historia, su identidad.

He descubierto lo que significa bajar de la barca y ponerse a lavar las redes al leer el pasaje de /Lc/05/27-33 en que se describe la vocación de Levi. Descubrimos a un hombre lavando las redes, es decir, entretenido en cosas pasajeras como es estar sentado en el despacho de impuestos; ha perdido su originalidad; está lleno de dinero, pero vacío de sentido. En esa misma persona, encontramos a alguien con necesidad de sentido, ya que una sola palabra «Sígueme» le hace salir de sí mismo, subir otra vez a la barca y reconocerse: «Leví le ofreció un gran banquete en su casa». Ofrecer en su casa un banquete significa el reencuentro con su originalidad, significa la felicidad sentida de este reencuentro, la salida de si mismo para encontrarse con los demás y con Dios. Y todo se hace desde la vida y en la vida que este hombre estaba realizando.

Las tentaciones para lavar redes son enormes: Es más cómodo, se complica uno menos la vida, no hay que pensar mucho. Sin embargo, dar la vida, entregarla, vivirla desde el gozo que supone aceptar en mi historia a Dios, significa que ya no soy yo quien indica el camino, sino que acepto el que Dios me marca, que acepto las llaves de una existencia que solamente sabe abrir puertas y nunca cerrarlas, abrir caminos de adoración y de canto que son los que dan la felicidad y la grandeza al hombre.

 

Subiendo a una de las barcas 
que era de Simón

Es maravilloso pensar que Cristo eligiese a Simón y su barca, a Simón y su historia, para hablar a las gentes. Este gesto es de una profundidad muy grande y quisiera que a través de El, descubriéramos lo que el Señor nos quiere decir. Lo más grande que le puede ocurrir a un hombre, es que Dios le pida su vida entera, con todo lo que la constituye, para hacerse presente entre los hombres. Esta idea de prestar la vida nos hace recordar una vez más aquel gesto de María cuando Dios se acercó a su historia y le dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,27); y ella respondió entregando su vida: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (/Lc/01/38). María nos hace descubrir que Dios se acerca a todo hombre que viene a este mundo para pedirle la vida que es de él. Las respuestas son muy diferentes. El Señor se acercó a todos los que somos sus discípulos en un momento de nuestra vida; las respuestas que le hemos dado para hacerle presente en el mundo, para prestarle la vida, han sido muy distintas: unos le entregaron la vida desde la originalidad más radical, otros desde una vida común con otra persona intentando hacer realidad la comunión de Dios. A todos se nos exige y se nos pide que prestemos la vida al Señor.

Cristo «ha subido» a nuestras vidas. Lo hizo un día cualquiera tal y como estábamos, sin pedirnos nada, sin ponernos ninguna condición. Sólo quiere que hagamos verdad este prestar la vida, que tengamos una capacidad de respuesta desde nuestro ser. Como antes, también ahora recordamos a Leví; a él, simplemente se le dijo: «Sígueme». Esta palabra que significaba la petición de dejar que Cristo entrase en su vida, tuvo una respuesta inmediata de seguimiento y de aceptación del Señor. Leví prestó lo mejor que tenía, su vida, lo que era de Dios, e inmediatamente dejó el mostrador en que engañaba y robaba a los demás; esto no pertenecía a su originalidad, no era de Dios, pertenecía al mal. Cuando uno deja entrar en la barca, que es la propia persona con lo que es y tiene y vive, entonces conoce la gran bondad de Dios, porque descubre lo que El ha puesto en nosotros de original y bueno.

Dejar entrar a Cristo en nuestras vidas significa aprender y saber lo que es ser criatura de Dios, lo que ha puesto en nosotros, lo que es su bondad, lo que de imagen de Dios tenemos y lo que implica vivir con los demás desde esta imagen. Impresiona pensar que Cristo haya querido nuestra vida para hacerse presente en esta historia. Y maravilla porque una vez más comprobamos cómo el Señor quiere servirse de lo débil, de lo pequeño, de lo sencillo, de lo que no tiene valor, de lo insignificante, para mostrar que es El quien tiene fuerza y poder.

La fuerza de Dios se muestra incluso donde parece que ya ha desaparecido. Recordemos el texto de la viuda de Naín, Lc 7,11-17: una mujer que ha perdido lo que más quería, su hijo, y la muchedumbre que acompaña a esta pobre mujer; y el Señor que quiere hacerse presente en aquel muerto para que los que lo acompañan vean las maravillas de Dios. A las palabras de Jesús: «Joven, a ti te lo digo: levántate, el muerto se incorporó y se puso a hablar, y El se lo dio a su madre». Todos vieron tan patente la presencia de Dios que decían «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo». El poder de Dios aparece así incluso en un muerto, para demostrarnos lo que es su fuerza, indicarnos que el único que de la nada puede hacer algo es El, para decirnos que allí donde nosotros no podemos hacer más, donde no sirven ya nuestras fuerzas, está El para mostrarnos que su fuerza y su amor son las que sirven, las que hacen nacer y crecer.

Si vemos que Dios se hace presente incluso a través de un muerto, ¿cómo no vamos a creer y a esperar que quiera hacerlo a través de nuestras vidas que aunque pobres, el Señor las hace ricas en favor de los demás? El Señor eligió a Simón que había dejado su historia, que había renunciado a asumir todo lo que era; le invitó a entrar en la barca a asumir la historia con todas las consecuencias. Y además lo quiso para hacerse presente entre los hombres. Esto nos hace pensar en nuestra propia lección y vislumbrar la responsabilidad que tenemos: hacer presente a Dios entre los hombres, realizarlo en el mundo concreto que nos toca vivir.

 

Enseñaba desde la barca 
a la muchedumbre

Cristo enseña valiéndose de Simón. La barca de Simón es figura de la Iglesia, del grupo de discípulos de Jesús, de todos esos hombres que han decidido prestar sus vidas, con sus historias, para hacer presente al Señor. Cristo quiso enseñar desde la barca, desde la de Simón, Pablo, Andrés..., que juntas forman la Iglesia; una gran barca que no se mide por el número de quienes lo forman, sino por la calidad de quien la hace que es el Señor. Porque quien enseña desde la barca es Jesús, no Pedro o Pablo o Andrés, aunque se valga de ellos para hacerlo.

Esta es la gran paradoja y a veces el gran escándalo: que Dios se haga presente desde esta pobreza. Lo importante no es la manifestación externa, sino lo que se dice desde ella. Y lo que desde ella se indica, son las mismas palabras de Jesús, son los mismos gestos del Señor. Así nos lo recuerda el Papa Juan Pablo II: «La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y dispensadora» («Dives in misericordia», nº. 13). Los judíos no entendieron que Dios se hiciese hombre; por eso cuando Cristo afirmó que era Dios, dijeron que era un blasfemo. Dios en su cercanía al hombre, pasa desapercibido para él. La Iglesia es esa presencia querida y construida por el Señor, que pasa también desapercibida o no entendida por muchos hombres.

Lo importante es que contemplemos a la Iglesia enseñando en nombre de Cristo. Enseñar desde la barca significa precisamente esto: que la Iglesia está enseñando. Ver así a la Iglesia, supone que la vemos en la realidad honda de su misión, que es la misma de Jesucristo. La vemos no mirando para sí misma, sino para el Señor y haciendo lo que El hizo. No mira para si, sino las necesidades de todos los hombres y como el Señor, sale al encuentro de ellas. Mirando a los demás intenta ser fermento de vida allá donde los hombres quieren ser o implantar la muerte.

Dios no ha querido sustraerse a la historia y, por ello, asume su presencia desde la misma vida de los hombres. Pero lo que hace grande a la Iglesia es el hecho de ser realidad de Dios, impronta de su amor, fidelidad de amor a los hombres. Por ello, lo importante es ver cómo Dios está con nosotros en nuestras tareas, luchas y caminos; cómo nuestros pecados no nos hunden en el polvo o nuestros trabajos no quedan infecundos, porque la Iglesia es la pancarta de la gloria de Dios. Pancarta que constantemente tenemos que mirar para percibir si nuestro modo de llevarla hace que se reconozca la presencia de Dios entre los hombres. Tenemos que contemplarla para ver si la estamos viviendo tal y como la hizo el Señor o si la estamos haciendo a nuestra medida y estropeando la obra de Dios.

 

Boga mar adentro 
y echa las redes para pescar

La historia que estamos viviendo requiere hondura. Por ello, es conveniente que el Señor nos mande ir a la profundidad, más allá de lo visto, de lo conocido. Precisamente en esos lugares desconocidos por nosotros es donde nos encontramos con la realidad de Dios. Tenemos que ir mar adentro, es decir, tenemos que ser profundos e ir a la profundidad. Nuestra época lleva al hombre a vivir desde la superficie pero requiere hombres que vayan a lo profundo, hombres de Dios, contemplativos de la vida y de la historia desde Dios. Bogar mar adentro significa vivir desde quien es origen de todo lo que existe; significa que lo que sucede y acontece lo vivimos desde Dios. Si queremos alguna explicación la tenemos que buscar en la hondura. El Señor pidió a Simón que bogase mar adentro, que fuese a la profundidad a buscar explicaciones a lo que acontecía. Solamente así, se pueden echar las redes y coger algo.

Cuando el hombre de hoy y, por tanto, cuando cada uno de nosotros queremos explicarnos tantas cosas y no podemos, cuando los hombres de nuestro tiempo entran en la angustia o la desesperanza, sería conveniente oír la voz del Señor que nos dice: boga mar adentro y echa las redes, es decir, entra en la profundidad que tiene la vida y que la adquiere desde mi y verás entonces cómo encuentras explicación a lo que sucede a tu alrededor. Recordemos el encuentro del Señor con la Samaritana: cfr. Jn 4,5-42. Lo que le pide a la mujer es que vaya a la profundidad, que lea desde dentro, que no se quede simplemente en la superficie, en el agua que saca del pozo de Jacob o en la enemistad que tienen los judíos y los samaritanos. Cuando el Señor le ha deshecho sus posiciones personales y ya no puede agarrarse a posturas superficiales, la invita y la provoca a echar las redes, es decir, a ver y descubrir dónde está ese agua que quita la sed. Ella misma es la que responde: «Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla».

Una de las tareas más grandes de la Iglesia en estos momentos entre los hombres de nuestro tiempo quizás sea enseñarles a bogar mar adentro y desde ahí tirar las redes. Al hombre de hoy le cuesta vivir en profundidad. Por ello insiste la Iglesia en una vida profunda, contemplativa, serena, capaz de sacar incluso de los lugares más inhóspitos e inútiles, algo útil y con capacidad de ser alimento abundante para el hombre. Bogar mar adentro y echar redes, significa quitar trabas y obstáculos para que el hombre pueda encontrar a Dios a su lado; saber que Dios está en sus destinos y que en tiempos de hambre es El quien la quita. ¡Qué tarea más bonita para la Iglesia enseñar a los hombres a vivir desde la profundidad! ¡Y qué tarea para los que formamos parte de la Iglesia, sabernos viviendo y enseñando a vivir desde la profundidad! Tenemos que ser maestros de la hondura, buceadores del sentido último, de la última y más importante explicación. Para ir hacia adentro, a la profundidad, es necesario conversar con Cristo; es El quien te lleva. Lo vemos con Simón; tira mar adentro, porque se lo manda Jesús; se fía del Señor, está con el Señor. No se puede hacer profundidad, si no se vive en amistad continua con Cristo. El Señor nos da serenidad. Su amistad, la conversación con El, nos da hondura Esta amistad es la que nos da capacidad para buscar la última explicación, la más importante, la que no nos deja vacíos. Urge pasar tiempo y tiempo con el Señor para buscar la explicación oportuna, la que es profunda, la que llena a los hombres, la que hace sentir seguridad porque procede de Dios. El diálogo con el Señor, la conversación serena y amistosa con El, se impone como modo seguro de ir a la profundidad.

Sentirme yo dueño y señor de la Iglesia para buscar todo tipo de explicaciones, me hace por una parte no encontrar ninguna y por otra situarme en el vacío. Vivir así, nos hace exclamar: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada; pero en tu palabra echaré las redes». Cuando se va en nombre propio y se quieren hacer las cosas desde las fuerzas personales, no se encuentra ninguna explicación. Entre los muchos ejemplos que podríamos recoger, tenemos el de aquella mujer que padecía flujos de sangre. Sabía que no se bastaba a si misma y creyendo que podía ser curada por Jesús, tocó la orla de su manto y al punto fue curada. Necesitaba de alguien más grande que ella para curarse y por eso se acercó a Cristo. Tuvo que salir de sí misma e ir a Cristo para curarse.

Cuando los hombres estamos más seguros de nosotros mismos, cuando parece que nos bastamos con nuestras propias fuerzas, aparece Cristo en la historia para decirnos que la profundidad de la vida y de la historia no podemos alcanzarla por nosotros mismos; que es necesario bogar mar adentro y allí tirar las redes para encontrar explicaciones hondas; que los hombres necesitamos cada día más de esa hondura que procede de Dios y que, por ello, son necesarios maestros no teóricos, sino maestros que, desde una praxis vivida junto al Señor enseñen a sus compañeros de la historia a vivir tirando hacia adentro siempre, buscando la explicación desde quien es Creador y Señor de todo lo que existe.

 

Llenaron tanto las barcas 
que casi se hundían

Alguna vez nos hemos encontrado con hombres llenos de alegría y de gozo, plenos de sentido para todo, que ofrecían una única explicación a su manera de ser y servir: habían llenado su vida de Dios y desde ahí vivían los acontecimientos y la historia. Cuando queremos buscar alguna explicación al hecho de que Simón llenó la barca de peces, hay que decir que fue porque comenzó a vivir de la Palabra del Señor, comenzó a fiarse de El. Llenar las barcas supone llenar de sentido todas las cosas y estar desbordados de gozo por la posibilidad de tener explicación de todo desde la fuerza y la hondura que nos da el Señor.

Llenar las barcas que casi se hunden, significa que el hombre ha entrado por la senda de los pasos de Dios y que se rinde ante la evidencia de su presencia y de su amor. Significa que se toma conciencia de que sin la presencia del Señor andamos sin destino, errados.

Llenar las barcas supone que lo mismo da vivir desde la aurora que en el ocaso, ya que es el Señor quien hace que todo tiempo se torne en gozo. En tiempos de cambio es necesario vivir la profundidad nacida de Dios que nos hace sentir su caricia, que da forma y valor a los días, minutos y segundos del hombre. Una hondura que se adquiere viviendo la presencia siempre permanente y penetrante de quien es Señor de todo lo que existe.

En la profundidad que me da estar junto al Señor, reconozco mi verdad de criatura y descubro que solamente soy una nota en esa multitud que llena el universo. Al mismo tiempo percibo que solamente desde la profundidad del Señor, seré capaz de dar esa nota mía, original, distinta a todas las demás.

Llenar las barcas significa que viviendo desde la profundidad que da el Señor, somos capaces de eliminar cualquier negrura o tormenta, cualquier situación de angustia o desesperanza. La vida vivida desde la hondura quiebra los espacios que se llenan de confusión y abre pasos a una vida oxigenada por el aire que procede de Aquél que da capacidad para tener horizontes siempre nuevos.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 77-94