J/PROFETA:
CR/PROFETA:
-EL
RETRATO DE UN PROFETA. Lo que es Cristo Jesús para nosotros, sobre todo en la
proclamación de los evangelios en las eucaristías dominicales, es el Profeta,
el Maestro enviado por Dios. Este parece el tema central de hoy.
Ya
Jeremías -elegido aquí entre los varios posibles del A.T.- aparece
caracterizado como un profeta auténtico. En tiempos difíciles se le encarga
que haga oír la voz de Dios en medio del pueblo y ante las autoridades. Mal
aceptado por muchos -sobre todo por las clases dirigentes- se le puede
considerar como el prototipo de un profeta fiel a su vocación y a su identidad,
aunque fracasara en su misión y no le hicieran mucho caso. Imagen de tantos
profetas, de entonces y de ahora, que reciben una difícil tarea en tiempos con
frecuencia críticos.
Pero,
junto a la misión, Dios les asegura su ayuda: "yo estoy contigo". Les
da su fuerza, su Espíritu, para que no desfallezcan en su empeño. Porque la
voz de un profeta es muchas veces voz contra corriente. Es la voz de uno que ha
experimentado la presencia de Dios y da testimonio ante el pueblo: a veces
anunciando la buena noticia; otras, denunciando los caminos equivocados del
pueblo. A menudo su voz resulta incómoda a una sociedad aletargada o
anestesiada por tantos valores secundarios.
Con
la ayuda de Dios el profeta sigue su vocación: "mi boca anunciará tu
salvación" (salmo).
-EL
PROFETA JESÚS DE NAZARET. Lo que se manifestó en el Bautismo y en la escena de
Caná, como leíamos los domingos anteriores, se sigue clarificando el domingo
pasado y éste: Jesús de Nazaret es el auténtico Profeta y Maestro de la
humanidad. El único cuya Palabra es salvadora de veras. En la sinagoga de
Nazaret y hoy y aquí para nosotros.
El
es el Ungido, el lleno de la fuerza del Espíritu de Dios, para cumplir la
misión más difícil, la de un Mesías que hace oír la voz de Dios y que salva
a la humanidad entregando con fidelidad radical su propia vida.
Es
interesante resaltar que tampoco Jesús -como antes Jeremías y después tantos
y tantos profetas también de nuestro tiempo- es acogido por los oyentes: tras
un entusiasmo pasajero, es rechazado y perseguido, una vez que han visto la
incomodidad de su mensaje. Jesús, signo de contradicción, entonces y ahora.
Sus
paisanos hubieran preferido que hiciera milagros, que curara a los enfermos, no
que les pusiera en evidencia denunciando su falta de fe. Es una reacción que
irá creciendo hasta acabar con la muerte de Jesús. Pero ni aún eso logró
acallar la voz del Profeta por excelencia: al cabo de veinte siglos seguimos
escuchándola, y nosotros, los aquí presentes, somos la prueba de que millones
de personas en todo el punto quieren escuchar, domingo tras domingo, o día tras
día, la luz y la fuerza salvadora de esta Palabra.
A
nosotros nos cuesta también reconocer la voz profética en los demás, desde el
Papa hasta el vecino de al lado. Siempre encontramos mil excusas para
"defendernos" de la incómoda voz que supone el testimonio de los
demás que nos invita a ser más consecuentes en nuestro camino (¿no es éste
el hijo de José? ¿no será porque es un Papa polaco? ¿no es un poco fanática
la Madre Teresa? ¿no será un poco anormal este vecino o vecina que se muestran
tan íntegros en medio de este mundo tan corrompido?...).
-NOSOTROS
TAMBIÉN PROFETAS. Además de esta actitud de seguimiento de Jesús -como
discípulos y oyentes atentos del Maestro- se podría concretar otra
aplicación: también nosotros, por nuestra condición de pueblo de bautizados,
somos profetas en medio del mundo.
Como
Jesús fue ungido por el Espíritu, así la Iglesia recibió esta fuerza de Dios
en Pentecostés, para empezar dinámicamente su misión evangelizadora. Y
también cada uno de nosotros, en el Bautismo y en el sacramento de la
Confirmación -el sacramento del don del Espíritu- hemos recibido la misma
misión y la misma fuerza de lo alto, para ser un pueblo de profetas, testigos,
anunciadores de la salvación de Dios en medio de nuestro mundo: la familia, el
trabajo, las amistades, la comunidad religiosa, la política...
Nos
cuesta a todos realizar con fidelidad este encargo. Y sentimos la tentación de
"dimitir": como hubieran hecho con gusto Jeremías o el mismo Jesús,
para no "complicarse" la vida. Pero, con la ayuda de Dios, tendríamos
que seguir fielmente el camino que Dios nos traza.
Nuestra
Eucaristía comporta los dos aspectos: nos hace sentarnos cada vez a la escuela
de Jesús, el Maestro, para ir asimilando su mentalidad y su escala de valores.
Y luego nos envía a la vida, a dar testimonio a los demás -no con palabras,
sino más bien con nuestra actuación cristiana- de lo que creemos y de lo que
hemos celebrado en la Eucaristía.
J.
ALDAZABAL
MISA DOMINICAL 1989, 3

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