HE AQUÍ EL MADERO DE LA CRUZ
Meditaciones para el viernes santo
J. RATZINGER
1.
MIRARÁN al que traspasaron» (/Jn/19/37).
Con estas palabras cierra el evangelista Juan su exposición de la
pasión del Señor; con estas palabras abre la visión de Cristo en el
último libro del Nuevo Testamento, el Apocalipsis, que deberíamos
llamar «revelación secreta». Entre esta doble cita de la palabra
profética veterotestamentaria se halla distendida toda la historia:
entre la crucifixión y la vuelta del Señor En estas palabras se habla,
simultáneamente, del anonadamiento del que murió en el Gólgota
como un ladrón, y de la fuerza del que vendrá a juzgar al mundo y a
nosotros mismos.
«Mirarán al que traspasaron». En el fondo, todo el evangelio de
Juan no es sino la realización de esta palabra, el esfuerzo por
orientar nuestras miradas y nuestros corazones hacia él. Y la liturgia
de la Iglesia no es otra cosa que la contemplación del traspasado,
cuyo desfigurado rostro descubre el sacerdote a los ojos del mundo
y de la Iglesia en el punto culminante del año litúrgico, la festividad
del viernes santo. «Ved el madero de la cruz, del que cuelga la
salvación del mundo». «Mirarán al que traspasaron».
Señor, concédenos que te contemplemos en esta hora de tu
ocultamiento y tu anonadamiento, a través de un mundo que desea
suprimir la cruz como una desgracia molesta, que se oculta a tu
vista y considera una pérdida inútil de tiempo el fijarse en ti, sin
saber que llegará un momento en que nadie podrá esconderse a tu
mirada.
CULTO/SENTIDO: Juan da testimonio de la lanzada al crucificado
con una especial solemnidad que deja entrever la importancia que
concede a este hecho. En la narración, que cierra con una fórmula
casi juramental, incluye dos citas del Antiguo Testamento que
iluminan el sentido de este acontecimiento. «No le quebrarán hueso
alguno», dice Juan, y cita una frase del ritual de la pascua judía,
una de las prescripciones acerca del cordero pascual. Con esto da
a conocer que Jesús, cuyo costado fue traspasado a la misma hora
en que tenía lugar el sacrificio ritual de los corderos pascuales en el
templo, es el verdadero cordero pascual, inmaculado, en quien por
fin se realiza el sentido de todo culto y de todo ritual, y en quien se
hace visible lo que en realidad significa el culto.
Todo culto precristiano descansaba, en el fondo, en la idea de la
sustitución: el hombre sabe que para honrar a Dios de forma
conveniente debe entregarse a él por completo, pero experimenta la
imposibilidad de hacerlo y entonces introduce un sustitutivo: cientos
de holocaustos arden sobre los altares de los antiguos,
constituyendo un culto impresionante. Pero todo resulta inútil
porque no hay nada que pueda sustituir en realidad al hombre: por
mucho que éste ofrezca, siempre es poco. Así lo indican las críticas
de los profetas al culto, imbuido de un excesivo ritualismo: Dios, al
que pertenece todo el mundo, no necesita vuestros machos cabríos
y vuestros toros; la pomposa fachada del rito sólo sirve para ocultar
el olvido de lo esencial, del llamamiento de Dios, que nos quiere a
nosotros mismos y desea que le adoremos con la actitud de un
amor sin reservas.
Mientras los corderos pascuales sangran en el templo, muere un
hombre fuera de la ciudad, muere el Hijo de Dios, asesinado por los
que creen honrar a Dios en el templo. Dios muere como hombre; se
entrega a sí mismo a los hombres, que no pueden dársele,
sustituyendo así los cultos infructuosos con la realidad de su
inmenso amor. La carta a los hebreos (/Hb/09/11-14) explana más a
fondo esta breve cita del evangelio de Juan, e interpreta la liturgia
judía del día de la reconciliación como un prólogo plástico para la
auténtica liturgia de la vida y muerte de Jesucristo. Lo que sucedió a
los ojos del mundo como un hecho exclusivamente profano, como el
juicio de un hombre condenado por seductor político, fue en
realidad la única liturgia auténtica de la historia humana; la liturgia
cósmica por la que Jesús, no en el limitado círculo de la actividad
litúrgica —el templo—, sino ante todo el mundo, se presenta ante el
Padre, a través de su muerte en el verdadero templo, sin necesitar
la sangre de las víctimas, porque se entrega a sí mismo como
corresponde al verdadero amor. La realidad del amor que se
entrega a sí mismo termina con todos los sustitutivos. El velo del
templo se ha rasgado y, probablemente, ya no queda más culto que
la participación en el amor de Jesucristo, que es el día eterno de la
reconciliación cósmica. Naturalmente, la idea del sustituto, de la
sustitución, ha recibido con Cristo un nuevo sentido inimaginable. A
través de Jesucristo, Dios se ha puesto en nuestro lugar y ahora
vivimos sólo de este misterio de la sustitución.
El segundo texto del Antiguo Testamento, incluido en la escena
de la lanzada, deja más claro aún lo que hemos dicho, aunque es
difícil de entender en sí mismo. Juan dice que un soldado abrió el
costado de Jesús con una lanza (/Jn/19/34). Para ello utiliza la
misma palabra que emplea el Antiguo Testamento en el relato de la
creación de Eva a partir de la costilla de Adán, mientras éste
dormía. Prescindiendo de lo que signifique exactamente esta cita,
resulta bastante claro que el misterio creador de la unión y el
contacto entre el hombre y la mujer se repite en la relación entre
Cristo y la humanidad creyente. La Iglesia nació del costado abierto
de Cristo muerto; dicho de otra forma menos simbólica: la muerte
del Señor, la radicalidad de su amor, que alcanza hasta la entrega
definitiva, es precisamente la que fundamenta sus frutos. Al no
quererse encerrar en el egoísmo del que sólo vive para sí y se sitúa
por encima de todos los otros, se abrió y salió de sí mismo a fin de
existir para los demás, con lo que sus méritos se extienden a todas
las épocas. El costado abierto es, pues, el símbolo de una nueva
imagen del hombre, de un nuevo Adán; define a Cristo como al
hombre que existe para los demás. Es posible que sólo a partir de
aquí se comprendan las profundas afirmaciones de la fe sobre
Jesucristo, igual que a partir de aquí resulta clara la misión
inmediata del crucificado en nuestras vidas
J/H-AUTENTICO: La fe dice sobre Jesucristo que él es una sola
persona en dos naturalezas; el primitivo texto griego del dogma
afirma, con más exactitud, que es una sola «hipóstasis». Al correr
de la historia se ha interpretado esto frecuentemente mal, como si a
Jesucristo le faltase algo en su ser humano, como si para ser Dios le
fuese preciso ser menos hombre en algún aspecto. Pero ocurre lo
contrario: Jesús es el hombre verdadero, perfecto, al que debemos
asemejarnos todos nosotros para llegar a ser realmente hombres. Y
esto radica en que él no es «hipóstasis», estar-en-sí-mismo. Porque
por encima del poder estar en sí mismo se encuentra el no poder ni
querer estar en sí mismo, el salir de sí para caminar hacia los otros,
partiendo de Dios Padre. Jesús no es otra cosa que el movimiento
hacia el Padre y hacia los demás hombres. Y precisamente porque
ha roto radicalmente el círculo que le rodeaba es, al mismo tiempo,
Hijo de Dios e Hijo del Hombre. Precisamente porque existe para los
demás es, totalmente, él mismo, meta de la verdadera esencia
humana. Hacerse cristiano significa hacerse hombre, existir para los
otros y existir a partir de Dios. El costado abierto del crucificado, la
herida mortal del nuevo Adán, es el punto de partida del verdadero
ser hombre del hombre. «Mirarán al que traspasaron».
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2.
Miremos de nuevo el costado abierto de Cristo crucificado, ya
que esta mirada es el sentido intimo del viernes santo, que desea
apartar nuestra vista de los atractivos del mundo, de la Fata
Morgana de sus ofrecimientos y promesas, y dirigirla hacia el
verdadero punto que puede mantenernos orientados a través del
laberinto de callejuelas que sólo sirven para hacernos dar vueltas.
Juan piensa que la Iglesia, en el fondo, toma su origen del costado
traspasado de Cristo, incluso de otra forma distinta a como se ha
expresado hasta ahora. Indica que de la herida del costado brotaron
sangre y agua. (SANGRE-AGUA/BAU-EU) Sangre y agua
representan para él los dos sacramentos fundamentales, eucaristía
y bautismo, que, a su vez, significan el contenido auténtico de la
esencia de la Iglesia. Bautismo y eucaristía son las dos formas como
los hombres se introducen en el ámbito vital de Cristo. Porque el
bautismo significa que un hombre se hace cristiano, que se sitúa
bajo el nombre de Jesucristo. Y este situarse bajo un nombre
representa mucho más que un juego de palabras; podemos
comprender su sentido a través del hecho del matrimonio y de la
comunidad de nombres que se origina entre dos personas, como
expresión de la unión de sus seres. El bautismo, que como plenitud
sacramental nos liga al nombre de Cristo, significa, pues, un hecho
muy parecido al del matrimonio: penetración de nuestra existencia
por la suya, inmersión de mi vida en la suya, que se convierte así en
medida y ámbito de mi ser.
La eucaristía significa sentarse a la mesa con Cristo, uniéndonos
a todos los hombres, ya que al comer el mismo pan, el cuerpo del
Señor, no sólo lo recibimos, sino que nos saca de nosotros mismos
y nos introduce en él, con lo que forma realmente su Iglesia.
Juan relaciona ambos sacramentos con la cruz, los ve brotar del
costado abierto del Señor y encuentra que aquí se cumple lo dicho
por él en el discurso de despedida: me voy y vuelvo a vosotros
(/Jn/14/28). En cuanto que me voy, vuelvo; sí, mi ida —la muerte en
la cruz— es también mi vuelta. Mientras vivimos, el cuerpo es no
sólo el puente que nos une unos a otros, sino la frontera que nos
separa y nos relega al ámbito impenetrable de nuestro yo, de
nuestro ser espacio- temporal. El costado abierto se convierte de
nuevo en símbolo de la apertura que el Señor nos ha proporcionado
con su muerte: las fronteras del cuerpo ya no le ligan, el agua y la
sangre de su costado inundan la historia; por haber resucitado, es
el espacio abierto que a todos nos llama. Su vuelta no es un
acontecimiento lejano del final de los tiempos, sino que ha
comenzado en la hora de su muerte, cuando al irse se introdujo de
nuevo entre nosotros. De este modo, en la muerte del Señor se ha
realizado el destino del grano de trigo (/Jn/12/24). Si éste no cae a
tierra queda solo; pero si cae en la tierra y muere produce gran
fruto. Todavía nos alimentamos de este fruto del grano de trigo
muerto: el pan de la eucaristía es la comunicación inagotable del
amor de Jesucristo, suficientemente rico para saciar el hambre de
todos los siglos y que, naturalmente, exige también nuestra
cooperación en favor de esta multiplicación de los panes. El par de
panes de cebada de nuestra vida puede parecer inútil, pero el
Señor los necesita y los exige
Los sacramentos de la Iglesia son, como ella misma, frutos del
grano de trigo muerto. El recibirlos exige de nosotros que nos
introduzcamos en ese movimiento del que ellos proceden. Exige de
nosotros ese perderse a sí mismo, sin el que es imposible
encontrarse: «El que quiera guardar su vida la perderá; pero el que
quiera perderla por mí y por el evangelio, la encontrará». Estas
palabras del Señor son la fórmula fundamental de la vida cristiana.
En definitiva, creer no es otra cosa que decir sí a esta santa
aventura del perderse, lo que en su núcleo más íntimo se reduce al
amor verdadero. De esta forma, la vida cristiana adquiere todo su
esplendor a partir de la cruz de Jesucristo; y la apertura cristiana al
mundo, de la que tanto oímos hablar hoy día, sólo puede encontrar
su verdadera imagen en el costado abierto del Señor, expresión de
aquel amor radical que es el único que puede salvarnos.
Agua y sangre brotaron del cuerpo traspasado del crucificado.
Así, lo que es primordialmente señal de su muerte, de su caída en el
abismo, es, al mismo tiempo, un nuevo comienzo: el crucificado
resucitará y no volverá a morir. De las profundidades de la muerte
brota la promesa de la vida eterna. Sobre la cruz de Jesucristo brilla
ya el resplandor glorioso de la mañana de pascua. Vivir con él de la
cruz significa, pues, vivir bajo la promesa de la alegría pascual.
JOSEPH
RATZINGER
SER CRISTIANO
SIGUEME. SALAMANCA-1967. Págs. 99-106
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