SOBRE LAS TINIEBLAS DE LOS CORAZONES
BRILLA SU LUZ

Meditaciones para la noche del sábado santo

JOSEPH RATZINGER

LA afirmación de la muerte de Dios resuena, cada vez con más  fuerza, a lo largo de nuestra época. En primer lugar aparece en Jean Paul 1, como una simple pesadilla. Jesús muerto proclama  desde el techo del mundo que en su marcha al más allá no ha  encontrado nada: ningún cielo, ningún dios remunerador, sino sólo  la nada infinita, el silencio de un vacío bostezante. Pero se trata  simplemente de un sueño molesto, que alejamos suspirando al  despertarnos, aunque la angustia sufrida sigue preocupándonos en  el fondo del alma, sin deseos de retirarse. Cien años más tarde es  ·Nietzsche-F quien, con seriedad mortal, anuncia con un estridente  grito de espanto: «¡Dios ha muerto! ¡Sigue muerto! ¡Y nosotros lo  hemos asesinados. Cincuenta años después se habla ya del asunto  con una serenidad casi académica y se comienza a construir una  «teología después de la muerte de Dios», que progresa y anima al  hombre a ocupar el puesto abandonado por él.

SABADO-STO/MISTERIO: El impresionante misterio del sábado  santo, su abismo de silencio, ha adquirido, pues, en nuestra época  un tremendo realismo. Porque esto es el sábado santo: el día del  ocultamiento de Dios, el día de esa inmensa paradoja que  expresamos en el credo con las palabras «descendió a los  infiernos», descendió al misterio de la muerte. El viernes santo  podíamos contemplar aún al traspasado; el sábado santo está  vacío, la pesada piedra de la tumba oculta al muerto, todo ha  terminado, la fe parece haberse revelado a última hora como un  fanatismo. Ningún Dios ha salvado a este Jesús que se llamaba su  hijo. Podemos estar tranquilos; los hombres sensatos, que al  principio estaban un poco preocupados por lo que pudiese suceder,  llevaban razón.

Sábado santo, día de la sepultura de Dios: ¿No es éste, de forma  especialmente trágica, nuestro día? ¿No comienza a convertirse  nuestro siglo en un gran sábado santo, en un día de la ausencia de  Dios, en el que incluso a los discípulos se les produce un gélido  vacío en el corazón y se disponen a volver a su casa avergonzados  y angustiados, sumidos en la tristeza y la apatía por la falta de  esperanza mientras marchan a Emaús, sin advertir que aquél a  quien creen muerto se halla entre ellos?

Dios ha muerto y nosotros lo hemos asesinado. ¿Nos hemos  dado realmente cuenta de que esta frase está tomada casi  literalmente de la tradición cristiana, de que hemos rezado con  frecuencia algo parecido en el vía-crucis, sin penetrar en la terrible  seriedad y en la trágica realidad de lo que decíamos? Lo hemos  asesinado cuando lo encerrábamos en el edificio de ideologías y  costumbres anticuadas, cuando lo desterrábamos a una piedad  irreal y a frases de devocionarios, convirtiéndolo en una pieza de  museo arqueológico; lo hemos asesinado con la duplicidad de  nuestra vida, que lo oscurece a él mismo; porque, ¿qué puede  hacer más discutible en este mundo la idea de Dios que la fe y la  caridad tan discutibles de sus creyentes?

La tiniebla divina de este día, de este siglo, que se convierte  cada vez más en un sábado santo, habla a nuestras conciencias. Se  refiere también a nosotros. Pero, a pesar de todo, tiene en sí algo  consolador Porque la muerte de Dios en Jesucristo es, al mismo  tiempo, expresión de su radical solidaridad con nosotros. El misterio  más oscuro de la fe es, simultáneamente, la señal más brillante de  una esperanza sin fronteras. Todavía más: a través del naufragio  del viernes santo, a través del silencio mortal del sábado santo,  pudieron comprender los discípulos quién era Jesús realmente y  qué significaba verdaderamente su mensaje. Dios debió morir por  ellos para poder vivir de verdad en ellos. La imagen que se habían  formado de él, en la que intentaban introducirlo, debía ser  destrozada para que a través de las ruinas de la casa deshecha  pudiesen contemplar el cielo y verlo a él mismo, que sigue siendo la  infinita grandeza. Necesitamos las tinieblas de Dios, necesitamos el  silencio de Dios para experimentar de nuevo el abismo de su  grandeza, el abismo de nuestra nada, que se abriría ante nosotros  si él no existiese.

D/SILENCIO D/DORMIDO /Mc/04/35-41 /Mt/08/23-27  /Lc/08/22-25:

Hay en el evangelio una escena que prenuncia de forma  admirable el silencio del sábado santo y que, al mismo tiempo,  parece como un retrato de nuestro momento histórico. Cristo  duerme en un bote, que está a punto de zozobrar asaltado por la  tormenta. El profeta Elías había indicado en una ocasión a los  sacerdotes de Baal, que clamaban inútilmente a su dios pidiendo un  fuego que consumiese los sacrificios, que probablemente su dios  estaba dormido y era conveniente gritar con más fuerza para  despertarle. ¿Pero no duerme Dios en realidad? La voz del profeta  ¿no se refiere, en definitiva, a los creyentes del Dios de Israel que  navegan con él en un bote zozobrante? Dios duerme mientras sus  cosas están a punto de hundirse: ¿no es ésta la experiencia de  nuestra propia vida? ¿No se asemejan la Iglesia y la fe a un  pequeño bote que naufraga y que lucha inútilmente contra el viento  y las olas mientras Dios está ausente? Los discípulos,  desesperados, sacuden al Señor y le gritan que despierte; pero él  parece asombrarse y les reprocha su escasa fe. ¿No nos ocurre a  nosotros lo mismo? Cuando pase la tormenta reconoceremos qué  absurda era nuestra falta de fe.

Y, sin embargo, Señor, no podemos hacer otra cosa que  sacudirte a ti, el Dios silencioso y durmiente y gritarte: ¡despierta!  ¿no ves que nos hundimos? Despierta, haz que las tinieblas del  sábado santo no sean eternas, envía un rayo de tu luz pascual a  nuestros días, ven con nosotros cuando marchamos  desesperanzados hacia Emaús, que nuestro corazón arda con tu  cercanía. Tú que ocultamente preparaste los caminos de Israel para  hacerte al fin un hombre como nosotros, no nos abandones en la  oscuridad, no dejes que tu palabra se diluya en medio de la  charlatanería de nuestra época. Señor, ayúdanos, porque sin ti  pereceríamos.

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1. El autor se refiere a Jean Paul F. Richter (1763-1825), que después de  cursar sus estudios de teología en Leipzig se dedicó a la literatura, dándose a  conocer con el simple nombre de Jean Paul (N. T.). 

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2.

D/IMPOTENCIA: El ocultamiento de Dios en este mundo es el  auténtico misterio del sábado santo, expresado en las enigmáticas  palabras: Jesús «descendió a los infiernos». La experiencia de  nuestra época nos ayuda a profundizar en el sábado santo, ya que  el ocultamiento de Dios en su propio mundo —que debería alabarlo  con millares de voces—, la impotencia de Dios, a pesar de que es el  todopoderoso, constituye la experiencia y la preocupación de  nuestro tiempo.

INFIERNOS/DESCENDIO: Pero, aunque el sábado santo  expresa íntimamente nuestra situación, aunque comprendamos  mejor al Dios del sábado santo que al de las poderosas  manifestaciones en medio de tormentas y tempestades, como las  narradas por el Antiguo Testamento, seguimos preguntándonos qué  significa en realidad esa fórmula enigmática: Jesús «descendió a los  infiernos». Seamos sinceros: nadie puede explicar verdaderamente  esta frase, ni siquiera los que dicen que la palabra infierno es una  falsa traducción del término hebreo sheol, que significa simplemente  el reino de los muertos; según éstos, el sentido originario de la  fórmula sólo expresaría que Jesús descendió a las profundidades  de la muerte, que murió en realidad y participó en el abismo de  nuestro destino. Pero surge la pregunta: ¿qué es la muerte en  realidad y qué sucede cuando uno desciende a las profundidades  de la muerte? Tengamos en cuenta que la muerte no es la misma  desde que Jesús descendió a ella, la penetró y asumió; igual que la  vida, el ser humano no es el mismo desde que la naturaleza humana  se puso en contacto con el ser de Dios a través de Cristo. Antes, la  muerte era solamente muerte, separación del mundo de los vivos y  —aunque con distinta intensidad— algo parecido al «infierno», a la  zona nocturna de la existencia, a la oscuridad impenetrable. Pero  ahora la muerte es también vida, y cuando atravesamos la fría  soledad de las puertas de la muerte encontramos a aquél que es la  vida, al que quiso acompañarnos en nuestras últimas soledades y  participó de nuestro abandono en la soledad mortal del huerto y de  la cruz, clamando: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has  abandonado?»

MU/MIEDO: Cuando un niño ha de ir en una noche oscura a  través de un bosque, siente miedo, aunque le demuestren cien  veces que no hay en él nada peligroso. No teme por nada  determinado a lo que pueda referirse, sino que experimenta  oscuramente el riesgo, la dificultad, el aspecto trágico de la  existencia. Sólo una voz humana podría consolarle, sólo la mano de  un hombre cariñoso podría alejar esa angustia que le asalta como  una pesadilla. Existe un miedo —el miedo auténtico, que radica en  lo más íntimo de nuestra soledad— que no puede ser superado por  el entendimiento, sino exclusivamente por la presencia de un  amante, porque dicho miedo no se refiere a nada concreto, sino que  es la tragedia de nuestra soledad última. ¿Quién no ha  experimentado alguna vez el temor de sentirse abandonado?  ¿Quién no ha experimentado en algún momento el milagro  consolador que supone una palabra cariñosa en dicha  circunstancia? Pero cuando nos sumergimos en una soledad en la  que resulta imposible escuchar una palabra de cariño estamos en  contacto con el infierno. Y sabemos que no pocos hombres de  nuestro mundo, aparentemente tan optimista, opinan que todo  contacto humano se queda en lo superficial, que ningún hombre  puede tener acceso a la intimidad del otro y que, en consecuencia,  el sustrato último de nuestra existencia lo constituye la  desesperación, el infierno.

SEOL/QUÉ-ES: Jean Paul Sartre lo ha expresado literariamente  en uno de sus dramas, proponiendo, simultáneamente, el núcleo de  su teoría sobre el hombre. Y de hecho, una cosa es cierta: existe  una noche en cuyo tenebroso abandono no resuena ninguna voz  consoladora; hay una puerta que debemos cruzar completamente  solos: la puerta de la muerte. Todo el miedo de este mundo es, en  definitiva, el miedo a esta soledad. Por eso en el Antiguo  Testamento una misma palabra designaba el reino de la muerte y el  infierno: sheol. Porque la muerte es la soledad absoluta. Pero  aquella soledad que no puede iluminar el amor, tan profunda que el  amor no tiene acceso a ella, es el infierno.

«Descendió a los infiernos»: esta confesión del sábado santo  significa que Cristo cruzó la puerta de la soledad, que descendió al  abismo inalcanzable e insuperable de nuestro abandono. Significa  también que, en la última noche, en la que no se escucha ninguna  palabra, en la que todos nosotros somos como niños que lloran,  resuena una palabra que nos llama, se nos tiende una mano que  nos coge y guía. La soledad insuperable del hombre ha sido  superada desde que él se encuentra en ella. El infierno ha sido  superado desde que el amor se introdujo en las regiones de la  muerte, habitando en la tierra de nadie de la soledad. En definitiva,  el hombre no vive de pan, sino que en lo más profundo de sí mismo  vive de la capacidad de amar y de ser amado. Desde que el amor  está presente en el ámbito de la muerte, existe la vida en medio de  la muerte. «A tus fieles, Señor, no se les quita la vida, se les  cambia», reza la Iglesia en la misa de difuntos.

Nadie puede decir lo que significa en el fondo la frase:  «descendió a los infiernos». Pero cuando nos llegue la hora de  nuestra última soledad captaremos algo del gran resplandor de este  oscuro misterio. Con la certeza esperanzadora de que en aquel  instante de profundo abandono no estaremos solos, podemos  imaginar ya algo de lo que esto significa. Y mientras protestamos  contra las tinieblas de la muerte de Dios comenzamos a agradecer  esa luz que, desde las tinieblas, viene hacia nosotros.

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3.

En la oración de la Iglesia, la liturgia de los tres días santos ha  sido estudiada con gran cuidado; la Iglesia quiere introducirnos con  su oración en la realidad de la pasión del señor y conducirnos a  través de las palabras al centro espiritual del acontecimiento. 

Cuando intentamos sintetizar las oraciones litúrgicas del sábado  santo nos impresiona, ante todo, la profunda paz que respiran.  Cristo se ha ocultado, pero a través de estas tinieblas impenetrables  se ha convertido también en nuestra salvación; ahora se realizan las  escuetas palabras del salmista: «aunque bajase hasta los infiernos,  allí estás tú». En esta liturgia ocurre que, cuanto más avanza,  comienzan a lucir en ella, como en la alborada, las primeras luces  de la mañana de pascua. Si el viernes santo nos ponía ante los ojos  la imagen desfigurada del traspasado, la liturgia del sábado santo  nos recuerda, más bien, a los crucifijos de la antigua Iglesia: la cruz  rodeada de rayos luminosos, que es una señal tanto de la muerte  como de la resurrección.

De este modo, el sábado santo puede mostrarnos un aspecto de  la piedad cristiana que, al correr de los siglos, quizá haya ido  perdiendo fuerza. Cuando oramos mirando al crucifijo, vemos en él  la mayoría de las veces una referencia a la pasión histórica del  Señor sobre el Gólgota. Pero el origen de la devoción a la cruz es  distinto: los cristianos oraban vueltos hacia oriente, indicando su  esperanza de que Cristo, sol verdadero, aparecería sobre la  historia; es decir, expresando su fe en la vuelta del Señor. La cruz  está estrechamente ligada, al principio, con esta orientación de la  oración, representa la insignia que será entregada al rey cuando  llegue; en el crucifijo alcanza su punto culminante la oración. Así,  pues, para la cristiandad primitiva la cruz era, ante todo, signo de  esperanza, no tanto vuelta al pasado cuanto proyección hacia el  Señor que viene. Con la evolución posterior se hizo bastante  necesario volver la mirada, cada vez con más fuerza, hacia el  hecho: ante todas las volatilizaciones de lo espiritual, ante el camino  extraño de la encarnación de Dios, había que defender la  prodigalidad impresionante de su amor, que por el bien de unas  pobres criaturas se había hecho hombre, y qué hombre. Había que  defender la santa locura del amor de Dios, que no pronunció una  palabra poderosa, sino que eligió el camino de la debilidad, a fin de  confundir nuestros sueños de grandeza y aniquilarlos desde  dentro.

CRMO/RL-DEL-FUTURO FE/ESPERANZA: ¿Pero no hemos  olvidado quizás demasiado la relación entre cruz y esperanza, la  unidad entre la orientación de la cruz y el oriente, entre el pasado y  el futuro? El espíritu de esperanza que respiran las oraciones del  sábado santo deberían penetrar de nuevo todo nuestro  cristianismo. El cristianismo no es una pura religión del pasado, sino  también del futuro; su fe es, al mismo tiempo, esperanza, porque  Cristo no es solamente el muerto y resucitado, sino también el que  ha de venir.

Señor, haz que este misterio de esperanza brille en nuestros  corazones, haznos conocer la luz que brota de tu cruz, haz que  como cristianos marchemos hacia el futuro, al encuentro del día en  que aparezcas.

Oración

Señor Jesucristo, has hecho brillar tu luz en las tinieblas de la  muerte, la fuerza protectora de tu amor habita en el abismo de la  más profunda soledad; en medio de tu ocultamiento podemos cantar  el aleluya de los redimidos.

Concédenos la humilde sencillez de la fe que no se desconcierta  cuando tú nos llamas a la hora de las tinieblas y del abandono,  cuando todo parece inconsistente. En esta época en que tus cosas  parecen estar librando una batalla mortal, concédenos luz suficiente  para no perderte; luz suficiente para poder iluminar a los otros que  también lo necesitan.

Haz que el misterio de tu alegría pascual resplandezca en  nuestros días como el alba, haz que seamos realmente hombres  pascuales en medio del sábado santo de la historia.

Haz que a través de los días luminosos y oscuros de nuestro  tiempo nos pongamos alegremente en camino hacia tu gloria  futura.

Amén.

SER CRISTIANO
SIGUEME.SALAMANCA-1967.
Págs. 87-97