48
HOMILÍAS PARA EL VIERNES SANTO
19-25
19.
Conviene leer hoy la Pasión.
-"¿A quién buscáis?" "A Jesús el Nazareno"--"Soy Yo" Así que Jesús les dijo: "Yo soy", retrocedieron y cayeron en tierra El evangelista subraya este detalle simbólico.
A lo largo del evangelio, te ha sido hecha está pregunta ¿Quién es Jesús? La respuesta surge luminosa ahora: ¡Jesús es Dios! La Pasión, según san Juan está marcada de una majestad divina resplandeciente. Es Jesús quien conduce los acontecimientos de su propia pasión. Aquí, cuando dice "Soy Yo" sus adversarios "caen en tierra".
-Jesús dijo a Pedro: "Mete la espada en la vaina. El cáliz que me dio mi Padre, ¿no he de beberlo? Libertad soberana y lucidez. Señor, ayúdanos a tomar por la cintura nuestras cruces, como Tú.
-Yo públicamente he hablado al mundo... ¿Qué me preguntas a mí? Lo que Yo he enseñado, pregúntalo a los que me han oído. No, no es un condenado corriente. No baja la cabeza ante sus jueces: es él quien les juzga.
-"Si hablé mal, muéstrame en qué, y si bien, ¿por qué me pegas? Es El quien pregunta a sus interrogadores.
-¿Por tu cuenta dices esto o te lo han dicho otros de mí? ¡Que seguridad! Es bueno pensar, Señor, que Tú no eras un hombre abatido sino "un hombre que está en pie." Danos esta valentía, esta solidez personal ante la prueba.
-Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, claro está que mis gentes me habrían defendido para que no cayese en manos de los judíos, mas mi reino no es de acá. Yo no soy "de acá", sino "de otra parte", de "lo alto"... Misterio de su persona. Adoro, Señor, tu realeza escondida invisible.
-"No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto." Siempre la misma autoridad soberana.
¡La gloria de la resurrección está "ya" presente en ese condenado! Incluso en lo más hondo de la humillación, la exaltación divina está presente, subyacente. Y las ceremonias del "viernes santo" no son ritos fúnebres: es ya la celebración de la "Gloria de la Cruz".
-Mujer, ahí tienes a tu Hijo... Ahí tienes a tu Madre... Y por lo tanto "la humanidad" exquisita de Jesús está también siempre presente.
-"Todo está cumplido." No es un "final. Es un "cumplimiento": una obra terminada, llevada a la perfección. Señor, ayúdanos a "cumplir" nuestra vida hasta el final.
-Uno de los soldados le atravesó con su lanza el costado: y al instante salió sangre y agua... Es el símbolo de los "sacramentos", de la "vida nueva" que surge. No es un "final" es un inmenso comienzo, una cascada de vida: millares de salvados, múltiples eucaristías, múltiples bautizos...
NOEL
QUESSON
PALABRA DE DIOS PARA CADA DIA 1
EVANG. DE ADVIENTO A PENTECOSTES
EDIT. CLARET/BARCELONA 1984.Pág.
174 s.
20.
O CRUX, MORITURI TE SALUTANT
--«Hoy se celebra la gloriosa pasión de Jesús, su muerte victoriosa. Como símbolo de la salvación, destaca la cruz del Señor. En la liturgia el leño del calvario no es sólo un suplicio, sino la cruz exaltada. Ella nos muestra el amor del Padre entregando al Hijo y la victoria de Jesús sobre la muerte. La cruz es la revelación de nuestro destino: el triunfo de Cristo es la victoria de todos».
Son palabras tomadas del Misal. Sirven de ambientación para la celebración del Viernes Santo. Sería bueno tenerlas muy en cuenta. Porque, de otro modo, al leer los textos de hoy, se podría pensar que Dios es un sádico al mandar a su hijo a la cruz y Jesús un masoquista.
Pero alejemos pronto el disparatado pensamiento. Porque, aunque Jesús fue anunciando reiteradamente que «Se dirigía a Jerusalén para ser crucificado», bien clara manifestó su repugnancia a este hecho: «Pase de mí este cáliz». Ir a la violenta pasión y a la muerte, por tanto, es, y será, una realidad muy negativa en sí misma. Sólo podrá entenderse y aceptarse si nos damos cuenta que el móvil de tal acción es el amor al hombre: «propter nos, homines, et propter nostram salutem». Sólo entonces podremos hablar de «la gloria de la cruz».
Al leer hoy, pues, la Pasión del Señor y a la luz de sus personajes, analicemos --desde el «negativo» hasta el «positivo», desde lo más pagano hasta lo más cristiano--, las diferentes posturas que suelen darse ante la cruz.
IGNORARLA.--Eso hacen los que piensan que «la vida es breve y hay que disfrutarla a tope». Por ahí va, a velocidad de vértigo, el mundo del consumismo, del materialismo y de la diversión sin freno.
DESPRECIARLA.--¿Cómo?. Con burlas y con un amargado cinismo. Así procedían aquellos judíos que, en tono de mofa, decían al pie de la cruz: «¡A ver si viene Elías a liberarle!» Así proceden también quienes se van metiendo peligrosamente en los «vicios del día», contestando frívolamente a los que les aconsejan: «¡De algo hay que morir, ¿no?»
RECHAZARLA.--Pedro quiso interponerse entre la cruz y Jesús: «¡Lejos de Ti tal cosa!» Pero Jesús, que «pidió al Padre que pasara de él aquel cáliz», le apartó de su lado y le llamó «Satanás». Para que empezara a vislumbrar el lado luminoso de la cruz.
ASOMBRARSE.--¿Por qué el dolor? Efectivamente, una serie de interrogantes se enroscan en el hombre pensante: «¿Por qué sufren los inocentes, mientras que triunfan muchos malos?» ¿Sólo mirando al cordero inmolado podremos acercarnos al misterio de la cruz!
LUCHAR.--Sí, amigos, luchar. No hay contradicción con lo dicho más arriba y con lo que diremos a continuación. Cristo luchó por aliviar los dolores de los hombres. Y nosotros debemos hacer lo mismo con toda nuestra capacidad de entrega y con todos los adelantos que aporte la ciencia. Pero, ¡ojo!, llegando a la raíz, es decir, tratando de suprimir «el pecado» que es donde nacen todas las cruces.
ACEPTARLA.--Nuestra lucha, sin embargo, no conseguirá eliminar el dolor. Le cerraremos la puerta y entrará por la ventana. Cerraremos la ventana y surgirá, como un musgo, en el corazón. Las luces del progreso acarrean sus grandes sombras. Parodiando a Jesús podríamos decir «los dolores siempre estarán con vosotros». Es entonces cuando ha de entrar en juego la resignación cristiana:
«¡Bendito
seas, Señor,
por
tu infinita bondad.
Porque
pones con amor,
sobre
espinas de dolor,
rosas
de conformidad!»
TRASFORMARLA.--Es lo que hizo Jesús. «Por la cruz a la luz». Por la muerte a la resurrección. Todos nuestros dolores vertidos en el alambique del amor y unidos a la cruz de Cristo son garantía de vida. Vida total y Mayúscula. Por eso, escribía el mismo poeta: «El que no sabe morir mientras vive, es vano loco.
Morir
cada hora su poco
es
el modo de vivir...
Igual
que el sol hay que ser,
que
con su llama encendida
va
acabando y renaciendo,
de
muchas muertes tejiendo
la
corona de su vida».
ELVIRA-1.Págs. 31 ss.
21.
Frase evangélica: «Fue al lugar donde lo crucificaron»
Tema de predicación: LA CRUZ DE CRISTO
1. En tiempos de Jesús, la cruz era un método vergonzoso de ejecutar la pena capital. «Maldito --era entonces-- todo aquel colgado de un palo» (Gal 3,13). Jesús murió crucificado. Según los usos romanos, antes fue flagelado. El tribunal romano lo condenó por agitador, y el judío por blasfemo. Para los cristianos, la cruz es un símbolo cristiano radical que se ha empleado indebidamente con demasiada frecuencia: la cruz ha servido de pretexto para emprender persecuciones y se la ha convertido en una joya o en un emblema de honor por méritos militares o civiles. Constantemente hay que recuperar su sentido. El pueblo cristiano pobre y sufriente, que posee una profunda intuición del valor redentor de la cruz, entiende con facilidad que el Jesús histórico fue crucificado por su tenor de vida. Al optar por los pobres, marginados y miserables, atrajo sobre sí el odio, se granjeó la persecución y se ganó a pulso la condena. Pero Dios estaba totalmente con él y lo resucitó.
2. La tradición cristiana ha entendido la muerte de Jesús como sacrificio expiatorio por nuestros pecados; también ha interpretado que el mundo es reconciliado por la muerte de Cristo. Esta afirmación es difícilmente inteligible sin la fe. Recordemos que fue «un escándalo para los judíos y una locura para los paganos» (1 Cor 1,23) el hecho de que la salvación del mundo viniera de un ajusticiado maldito. Los discípulos de Jesús aprendieron pronto que la cruz no es algo pasado, sino presente: el bautismo se da en la muerte de Cristo, y la eucaristía es memorial de la Pasión del Señor. Discípulo de Jesús es el que carga con la cruz, el que sólo se gloría en la cruz del Señor y el que da testimonio de la cruz de Cristo, como lo dieron María y Juan. Eso sí, la cruz no tiene sentido sin la resurrección.
3. En su conversión, Pablo vio el significado victorioso de un crucificado-resucitado. La cruz es el centro del evangelio paulino. Ahí reside la verdadera sabiduría: a través de la debilidad humana se hace transparente la fuerza de Dios. El árbol del pecado ha dado paso al madero glorioso de la cruz; la carne corrompida ha sido santificada con el cuerpo destrozado; la sangre nueva ha dado nueva vida; la persona descendida ha sido elevada con la cruz; la humanidad sin vida recibe el agua y la sangre salvíficas. Naturalmente, el misterio de la cruz --de la crucifixión del Señor y de la crucifixión del pueblo-- sólo puede ser entendido a la luz de la fe, con las palabras de la Escritura.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué es la cruz, en el fondo, para nosotros?
¿Qué significa adorar la cruz en el Viernes Santo?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág.
115 s.
22.
Frase evangélica: «He venido al mundo para ser testigo de la verdad»
Tema de predicación: EL VIA CRUCIS DE JESÚS
1. El Viernes Santo se centra en el misterio de la cruz, instrumento de suplicio y de muerte (madero) y sinónimo de redención (árbol). En el hecho de la cruz se refleja, por una parte, el sufrimiento de Cristo como amor que se anonada y, por otra, el juicio de Dios, presente, junto al pecado de la humanidad, en ese anonadamiento de Jesús por el propio Dios. La celebración del Viernes Santo es austera y gira en torno a la inmolación del Señor. La primera lectura, denominada «pasión según Isaías», es el cuarto canto del siervo de Yahvé, aplicado proféticamente a Jesús. En la segunda lectura, el siervo es el sumo sacerdote que se entrega por los demás. El evangelio es el relato juánico de la Pasión, donde la cruz es la suprema revelación del amor de Dios.
2. La lectura e interpretación de los relatos de la Pasión nos revela que la vida es camino de cruz -via crucis- a partir de una entrega al servicio a los hermanos, que coincide con el servicio a Dios. En la actual sociedad secular, crítica con las tradiciones religiosas mágicas o demasiado identificada con ciertas éticas de poder, el Viernes Santo ha perdido ese aura de misterio tremendo e inefable de que le había rodeado la cristiandad. En cambio, crece en comunidades y grupos de creyentes la fuerza del Evangelio de Jesús, revelador de la justicia del reino y del perdón de Dios.
3. El pueblo se ha identificado y se identifica, a su modo, más con el Crucificado que con el Resucitado, porque su historia es una historia de sufrimientos. Acepta más una teología de la cruz que una teología de la resurrección, y ha aceptado pacientemente la interpretación teológica de la resignación o de la oblación de Cristo como víctima inocente que paga el rescate por todos los pecados. El pueblo venera a Cristo como «varón de dolores» sufriente y moribundo, con el que se identifican, a través del llanto, los oprimidos y desheredados. Por esta razón es el Viernes Santo, no la Pascua, la fiesta cristiana popular por antonomasia. La muerte de Cristo es símbolo de todo sufrimiento, tanto del natural como del injustamente infligido. Muy en segundo plano queda la cruz como imagen del «Rey de la gloria» o del Cristo resucitado. En ese Dios desamparado, no en el Todopoderoso distante, encuentra alivio el pueblo al buscar la cura de sus sufrimientos por medio de otro sufrimiento. Naturalmente, una cosa es el uso y abuso de la cruz como apaciguamiento de esclavos, y otra muy distinta la aceptación popular del dolor y la muerte de Cristo, expoliado y crucificado por hacerse hermano y amigo de publicanos deshonestos, mujeres de mala vida, leprosos y extranjeros que no respetaban las leyes judías.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué significado tiene la cruz de Cristo para nuestro pueblo?
¿Qué nos exige hoy el seguimiento de Cristo?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág.
262 s.
23.
1. El Reino sufre contradicción Muchísimos son los puntos de vista desde los que podemos considerar la muerte de Jesús, tanto históricos como teológicos, jurídicos, morales, ascéticos, etc. Hoy nos podemos concentrar en esta pregunta: ¿Por qué mataron a Jesús? ¿Cuál fue la causa de su condena a muerte? No podemos responder a esta pregunta sin partir del sentido de toda la misión de Jesús, tal como lo hemos considerado en liturgias anteriores. Jesús vino a implantar la Nueva Alianza, el nuevo proyecto de Dios para una humanidad todavía esperanzada en su liberación total.
Pues bien, esta nueva alianza suponía necesariamente el cambio radical no sólo de una manera de pensar y sentir interiormente, sino también de un cambio llevado a las mismas estructuras, tanto religiosas como político- sociales. Jesús no buscaba "hombres buenos y honestos".
Su proyecto abarcaba la conversión de la estructura humana, individual y social, personal y comunitaria. Era un proyecto, por lo tanto, totalizante en cuanto que no dejaba aspecto alguno del hombre sin considerar de nuevo, y universal porque iba más allá de este pueblo, esta cultura o este tiempo.
Entonces, ¿por qué lo mataron? Porque el mundo vivía precisamente bajo un poder, religioso y político, que contradecía totalmente el nuevo proyecto. Jesús entró en abierto conflicto con el régimen, con la autoridad, con las instituciones (ley, templo, culto, ética, etc.) bajo las cuales se regía la vida del pueblo.
En este sentido, no podemos decir que «Jesús murió» como si su muerte fuese un fenómeno natural y obvio; debemos afirmar que «a Jesús lo mataron». Su muerte no fue un «suicidio voluntario» para redimir a los hombres. El credo dice: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato.» Y nosotros podemos agregar: «y bajo el poder religioso».
El conflicto entre Jesús y el «status» llegó a tal extremo, que fue decretada su muerte por ambas autoridades, la religiosa primero y la política después, como la única manera de salvar «el orden establecido» y evitar toda peligrosa innovación que perjudicara a los que regían los destinos de la comunidad judía.
Así pagó Jesús con su martirio cruento su proyecto de llevar a cabo no una simple reforma religiosa al estilo de los profetas, sino un cambio total del orden institucional, lo que implicaba un cambio en la imagen de Dios, en las relaciones entre los hombres, en la esencia del mismo culto, en la supremacía del amor y de la sinceridad sobre la ley y las normas morales; una relativización de la autoridad como ente definitorio en las cuestiones humanas, etc. En síntesis: el cambio preconizado por Jesús exigía -como ya hemos reflexionado tantas veces- la supremacía absoluta del Reino de Dios como única norma absoluta de la conducta humana.
Por ese Reino que anunció durante los tres escasos años de vida pública, murió Jesús; Reino que proclamó ante el mismo Pilato, reino de verdad y de justicia, reino que «no es de este mundo» porque es precisamente «de Dios» y responde a los criterios de Dios. De esta primera reflexión podemos extraer una primera y clara conclusión: «El Reino sufre violencia.» La liberación del hombre supone la contradicción del «mundo tenebroso» que hará una guerra implacable para que el hombre siga siendo un eterno sometido a los intereses creados de una clase dominante, cualquiera que sea.
Es aquí donde el proyecto cristiano deja de ser utópico para pasar a ser un proyecto realista, encarnado en las coyunturas históricas; proyecto que supone lucha, contradicciones, persecuciones, traiciones, negaciones, torturas y..., en fin, la cárcel y la muerte.
Por tanto, ser cristiano es asumir este proyecto con todas sus consecuencias históricas. El proyecto del evangelio no cae en una «tierra desnuda», sino en una tierra dominada por el poder de las tinieblas; cae como un grano de trigo en medio del camino, de las piedras y de las espinas; grano que debe morir para dar mucho fruto...
2. El misterio de la iniquidad
Considerada superficialmente la situación, pudiera parecer a primera vista que la muerte violenta de Jesús fue un simple asesinato. Sin embargo, no lo fue. Jesús no murió a manos de un grupo extremista que obró desde la clandestinidad; no murió a manos de un grupo particular o de un individuo fanático o psicópata. Jesús murió bajo el imperio de la ley, en forma pública y oficial, después de haber sido juzgado por dos tribunales, el religioso y el político.
Su condena a muerte no fue dictaminada como fruto del capricho de un hombre sino por motivaciones jurídicas y religiosas. Ambos poderes justificaron ante la historia la crucifixión de Jesús como una verdadera necesidad para salvar al pueblo de un proyecto corruptor. Como dijo públicamente el sumo pontífice Caifás: «Es necesario que muera un solo hombre para salvar a todo el pueblo», frase que, irónicamente, resultó teológicamente cierta desde la perspectiva del Espíritu Santo, ya que por la muerte de Jesús toda la humanidad fue liberada.
Y es aquí donde debe centrarse nuestra atención para comprender el alcance de la muerte de Jesús. La suya fue una muerte pública, un escarmiento oficial para que quedase bien en claro ante toda la comunidad bajo qué régimen e instituciones debería regirse. Se mató a Jesús como símbolo, cruel símbolo de que se quería sepultar su proyecto innovador, su predicación, su mensaje liberador a los pobres. Se lo mató por ser la cabeza del proyecto y de una pequeña comunidad que lo seguía. Así lo entendió él mismo cuando les dijo a los suyos: «Herido el pastor, se dispersarán las ovejas» (Mt 26,31).
Ni los sacerdotes y escribas, ni Pilato o los soldados pensaban, por cierto, que estaban cometiendo un «deicidio». Todo lo contrario, en nombre de Dios y del orden jurídico del Estado fue crucificado como blasfemo y subversivo. De ahí aquella frase de Jesús casi agonizante: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.» Es así como llegamos al fondo de lo incomprensible: en nombre de Dios, de la Ley divina, del templo sagrado, del culto y de las tradiciones religiosas, se crucificó a quien venía precisamente a sostener la absoluta primacía de Dios sobre quienes prostituían su nombre y usurpaban su poder a la sombra de la piedad religiosa.
Y fue otra ironía de aquel día que quien descubrió la inocencia del encausado fue el pagano Pilato. Por eso no quiso enviarlo a la muerte por motivos religiosos. Pero... también Pilato encontró al fin la justificación histórica de aquella muerte: «Si no lo condenas, no eres amigo del César.» Jesús es acusado como sedicioso y agitador contra el orden político; por tanto, como enemigo del Estado y del pueblo que estaba a su cuidado. Y así, aquella muerte de cruz fue el signo más claro de algo que a menudo aparece en el evangelio como un preludio: la instauración del proyecto de Dios creará en los corazones tal confusión que será «causa de contradicción» (Lc 2,34). Se entiende de este modo mejor aquella enigmática frase de Jesús: «No vine a traer la paz sino la espada» (Mt 10,34). La muerte de Jesús puso de relieve el misterio de la ceguera de los opresores, ese misterio que ha llevado a la humanidad a cruentas y terribles guerras, a incontables enfrentamientos de odios y pasiones, a la desinteligencia de los pueblos y de las clases sociales, en fin, a vivir a menudo la historia como una auténtica pesadilla.
Por todo esto, la muerte de Jesús que recordamos cada viernes santo sigue teniendo vigencia y actualidad a pesar de los veinte siglos que nos separan de ella. En la cruz se reveló el misterio de la iniquidad humana, de la corrupción política y religiosa, de la insidiosidad del poder absolutista, que mata al inocente para defender sus «derechos». Pero en la cruz no terminó aquel poder de las tinieblas; sólo se reveló para que las futuras generaciones pudiéramos abrir los ojos y no encandilarnos nunca más, aun cuando se nos diga: «En nombre de Dios haremos la guerra a nuestros enemigos.» La historia de estos últimos años, para no ir más lejos, tal como aparece cada día en la crónica de los periódicos y demás órganos de comunicación social, es el fiel testigo de que la lucha que inició Jesús contra la absurda violencia de los que quieren matar la verdad «en nombre de la verdad», aún no ha terminado.
No nos sorprende hoy que muera gente; es natural que el hombre muera tarde o temprano. Lo que nos sorprende es con qué superficialidad se justifica la muerte del adversario, político, social o religioso.
Es que ya ni siquiera mata el Estado (casi todos los países excluyen la pena de muerte); son los pequeños o grandes grupos (desde ciertas organizaciones multinacionales, de espionaje, etc., hasta minúsculos grupos que obran a la sombra) los que siembran de muerte nuestra historia actual en nombre de Dios, de la democracia, del anticomunismo, del proletariado, de la revolución, de la ortodoxia, de la filosofía nacional del Estado, de la salvación de la patria, de la defensa de la familia, o de la raza, etc., etc. No hay motivo ni justificación que no se haya invocado a lo largo de estos siglos para enviar a la muerte a quien se oponga a un modo de pensar y de actuar considerado como el único y absoluto. Con la misma superficialidad y alevosía se justificaron las guerras de religión en Europa, la conquista de países indígenas, la trata de esclavos, la opresión de los negros, el exterminio de los judíos, la venta de armas y las guerras de fronteras. Con la misma superficialidad se justifica el aborto, las torturas a los presos políticos, los sistemas dictatoriales, el boicot económico, la censura de prensa, la postergación de la mujer y..., triste es decirlo, con cuánta teología superficial se justifica un sistema eclesial donde los laicos no tienen casi derecho alguno de participación o muchos pensadores cristianos sufren el aislamiento y la persecución ideológica.
Por todo eso murió Jesús bajo el poder de los que «gobernaban como señores absolutos» (Lc 24,25). Murió, aceptando libremente el oprobio y la humillación, para que nunca más nadie, ni persona ni institución, usurpe el señorío de Dios; señorío de amor, de justicia y de paz.
Al mirar hoy a este Cristo crucificado, abramos bien los ojos. Abramos los ojos porque el misterio de la iniquidad todavía no se ha rendido. Abrámoslos, no sea que también nosotros «sin saber lo que hacemos», mientras predicamos el evangelio, estemos obrando en contradicción con el Reino de Dios.
SANTOS
BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978.Págs.
119 ss.
24.
Solidario hasta la muerte
Nuestros ojos están fijos hoy en esa Cruz donde muere Cristo Jesús. ¡Qué lección más elocuente la que él nos da: de entrega, de solidaridad! Pilato le mostró al pueblo diciendo: "Ecce Homo", "ahÍ tenéis al Hombre". Ahí está: perseguido, calumniado, torturado física y moralmente, muerto. No es de extrañar que el evangelio que acabamos de escuchar termine con la aplicación de la profecía de Zacarías: "Mirarán al que traspasaron". A ese Jesús a quien clavaron en la Cruz y a quien el soldado traspasó el costado con su lanza, le están mirando -hace ya dos mil años- miles y millones de personas que admiran su gesto de entrega y le aclaman como al Salvador. Hemos escuchado cómo el profeta Isaías, en el canto del Siervo, nos presentaba la figura impresionante del Justo que carga con los pecados de los demás, despreciado de todos, y que sin embargo confía en la justicia de Dios, que le enaltecerá para siempre.
En la carta a los Hebreos se nos ha dicho que ese Siervo es Jesús de Nazaret, que se entregó por todos, pero no le resultó fácil. Con gritos y lágrimas pidió ser liberado de la muerte. Le costó. Tuvo miedo a la muerte. Pero obedeció al plan salvador de Dios, que habÍa determinado vencer al pecado con su amor, superar con su propio dolor el castigo debido a nuestros pecados. Jesús aceptó hasta las últimas consecuencias la solidaridad con todos nosotros. Y ahí le vemos, muerto en la cruz.
Sobre todo hemos escuchado el relato de su pasión y muerte según san Juan, como hacemos cada año el Viernes Santo. Es una lectura que nos deja cada vez sobrecogidos. No necesita muchas explicaciones. Jesús ha bajado a donde ya no se puede bajar más. En él vemos concentrado todo el dolor de la historia, en él están representados todos los que han sufrido y siguen sufriendo, los oprimidos, los inocentes maltratados, los que no han tenido suerte, los que no han podido gozar de la vida, los crucificados de mil maneras. Cristo Jesús no nos ha salvado desde las alturas, sino que ha asumido hasta el fondo nuestro dolor.
Admiración y agradecimiento al primer Mártir Los cristianos miramos hoy a esta Cruz con admiración. Con emoción. Con agradecimiento. Entendemos un poco más el misterio de Jesús. Vemos la seriedad de su amor y su solidaridad. Dios no está ajeno a nuestra historia, inaccesible, impasible. En Cristo Jesús se nos ha acercado y ha experimentado lo que es sufrir, llorar, morir. Es el amor total de Dios. Los vestidos de hoy no son del color del luto o de la tristeza. Son rojos. El rojo es el color de la sangre, del testimonio, del martirio, del amor apasionado. Es el color del sacrificio y del triunfo. Cruz de Cristo vencedor, el primer Mártir.
Hemos iniciado la Pascua
Hoy, Viernes, ya es Pascua. Hemos celebrado ya el "primer acto" de la Pascua, con la mirada puesta, eso sí, en el segundo, que será su resurrección. Ese Jesús muerto en la Cruz resucitará. Igual que hoy hemos escuchado el relato de su Pasión, mañana por la noche nos reuniremos otra vez para la Vigilia Pascual y escucharemos el evangelio más importante de todo el año: el de la resurrección.
Así completaremos la celebración de la Pascua, que es un doble movimiento: a través de la muerte, Jesús ha pasado -y nos quiere hacer pasar a nosotros- a la vida nueva de Resucitado.
Y al resucitar, Jesús dará sentido para siempre al sufrimiento humano. Pascua es muerte y victoria a la vez. Con su muerte ha destruido nuestra muerte: no porque no vayamos a morir, sino porque ha dado sentido al dolor y a la muerte, un sentido de salvación y de amor. También para nosotros el dolor y la muerte son un misterio, no entendemos del todo su sentido, pero la Pascua de Jesús nos indica que en los planes de Dios todo tiene un destino de victoria. La última palabra no es la muerte. Sino la vida.
Miremos, hermanos, a esta Cruz de Cristo. Meditemos en su sentido. Después de unos momentos de silencio, nos acercaremos uno por uno a esta Cruz para besarla y adorar a Cristo Jesús, agradeciéndole su sacrificio y su entrega. Y participaremos también, en la comunión, de su Cuerpo entregado, para que luego, en nuestra vida, vivamos en su misma actitud de amor y de entrega.
MISA DOMINICAL 1998, 5, 31
25.
Toda la cristología de Juan está impregnada del amor de quien confiesa y siente a Jesús hombre y Dios. Por eso, si desde un comienzo Jesús es para Juan la Palabra hecha carne, también es la Palabra eternamente ligada a Dios. Los dos pilares en que Juan cimenta su cristología son la Humanidad que está cercana al dolor del ser humano, limitado, explotado y oprimido, y la Divinidad que lo une al Padre y a su Espíritu, inmortales y gloriosos por siempre. Siempre que nos encontremos con Jesús, Juan nos hará sentir su humanidad cercana al sufrimiento humano y su divinidad que convierte el sufrimiento en expresión de gloria.
Recorramos con esta clave la Pasión. Si en Getsemaní aparece Jesús traicionado, también allí, con su palabra, echa por tierra a sus captores (18, 6). Si ante Caifás lo abofetean, también reclama con dignidad su derecho (18, 23). Si Pilato lo amenaza con su poder, Jesús lo pone en su sitio, recordándole cómo su autoridad es prestada (19, 11). Si lo crucifican desnudo, no deja de ser el Rey de los judíos (19, 19). Si exhala su último suspiro, éste se posa sobre el hombre y la mujer que están al pie de su cruz, remedando la creación del Paraíso (19, 26-27.30). Si traspasan su costado con una lanza, esto lo convierte en el personaje anunciado "al que todos mirarán" (19, 37). Si depositan a Jesús en un sepulcro, sobre él se sentarán dos ángeles para anunciar su resurrección (20, 12).
Recorrer la pasión de Jesús es palpar la gloria del Crucificado y sentir su pasión gloriosa. Esta teología y pedagogía de Juan nos llenará de esperanza, si al cotidiano dolor de nuestra tradicional opresión latinoamericana lo revestimos de dignidad, de protesta, de razón para la unidad con todos los que sufren, de punto de partida y de creatividad para convertir en paraíso de vida el calvario en que han convertido a Nuestra América.
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