COMENTARIOS AL SALMO 21 (22)
DIOS MÍO, DIOS MÍO,
¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?;
a pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza.
Dios mío de día te grito y no respondes;
de noche, y no me haces caso:
aunque tú habitas en el santuario esperanza de Israel.
(... )
Pero yo soy un gusano no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio deI pueblo;
al verme se burlan de mi,
hacen visajes, menean la cabeza:
"Acudió al Señor, que Io ponga a salvo;
que lo Iibre si tanto lo quiere".
(... )
Me acorrala un tropel de novillos,
me cercan toros de Basán;
abren contra mí las fauces
leones que descuartizan y rugen.
Estoy como agua derramada,
tengo los huesos desconyuntados;
mi corazón, como cera,
se derrite en mis entrañas;
(.. )
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.
Ellos me miran triunfantes,
se reparten mi ropa,
echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mia, ven corriendo a ayudarme.
(...)
Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
temedlo, linaje de Israel.
Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia
hacia el pobre desgraciado;
no le ha escondido su rostro:
cuando pidió auxilio lo escuchó
El es mi alabanza en la gran asamblea,
cumpliré mis votos delante de sus fieles.
( ...)
Me hará vivir para él,
mi descendencia le servirá,
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
todo lo que hizo el Señor.
Viernes de la 3ª semana: hora intermedia
Viernes Santo: oficio de lecturas
1.
Un hombre... millones de hombres...
y aún un hombre
Un hombre está en las últimas
Este salmo es una historia. La historia de un hombre que está en las últimas. Y en su desesperación brotan frases que pueden sonar a blasfemias.
Está muy enfermo (quizá se trata de una disentería grave, v. 15). La fiebre es altísima:
Mi garganta está seca como una teja,
la lengua se me pega al paladar (v. 16).
Su delgadez es espantosa: «puedo contar mis huesos» (v. 18).
Nosotros, hambres modernos, podemos imaginarnos fácilmente este estado. Basta que pensemos en ciertas imágenes de los campos de concentración.
Los enemigos le rodean amenazadores, tratándole como si fuese un cadáver
Ni siquiera falta el «público». Indiferente o burlón. No duda en replicarle por su fe:
Acudió al Señor, que lo ponga a salvo;
que lo libre si tanto lo quiere (v. 9).
El siente la infamia de su propia condición:
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo (v. 7).
Y explota en grito de angustiosa protesta: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (v. 2).
En su desahogo recuerda al Señor las intervenciones milagrosas del pasado, pero para echarle en cara su actual ausencia insoportable:
En ti confiaban nuestros padres,
confiaban, y los ponías a salvo;
a ti gritaban, y quedaban libres,
en ti confiaban, y no los defraudaste (v. 5~6).
Para mí, en cambio, un silencio obstinado y cruel:
Dios mío, de día te grito, y no me respondes,
de noche y no me haces caso (v. 3).
Podemos fácilmente individuar la estructura de esta oración angustiada. Hay tres partes casi iguales (v. 2-11, v. 12-22, v. 23-32). Las dos primeras sirven para describir realista y crudamente la propia situación desesperada. Se abren con un lamento («¿Por qué me has abandonado?... te grito y no me respondes» v. 2, 3) y con una oración («no te quedes lejos»: v. 12). La tercera parte se abre con un grito de triunfo. Ha llegado la liberación esperada: «Contaré tu fama a mis hermanos» (v. 23).
Al llegar aquí el salmista siente necesidad de contar en medio de la asamblea la salvación que le ha sido regalada por el Señor. El «público» que poco antes le despreciaba, ahora le escucha alabar al Señor. Son «hermanos» invitados a celebrar esta «acción de gracias». Y nos encontramos con la visión de un banquete en el que participan pobres y ricos. Se han roto todos los confines y son convocados todos los pueblos de la tierra a este banquete en el que «los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan» (v. 27).
Esta última parte del salmo 22 contiene los elementos esenciales de nuestra liturgia, especialmente de la eucaristía. Un banquete en el que participan todos sin distinciones y donde existe una única mesa para todos los hermanos.
Es memorial, es decir, conmemoración de los acontecimientos que tienen como protagonista al Señor, que toma partido por la gente humillada, indefensa, pisoteada. Que interviene para salvar y liberar.
Es acción de gracias, que es mucho más que un simple agradecer. Es el tomar conciencia de la gracia en acción aquí y ahora. Los acontecimientos que son rememorados, contados, no hacen referencia sólo al pasado. También afectan al hombre de hoy. Su conmemoración les hace actuales, no sólo en la memoria, sino sobre todo en su acción real, en sus efectos. Es un recuerdo «eficaz». Por eso podemos decir que la liturgia actualiza la historia de la salvación.
LITURGIA/HOY: La liturgia, por tanto, traspasa el tiempo. Gracias a ella las acciones que pertenecen al pasado me afectan hoy —de este modo me convierto en testigo, actor y beneficiario de las «maravillas» de Dios— y prefiguran lo que llegará mañana, en la plenitud de los tiempos. Por tanto es una conmemoración, actualmente eficaz y signo del futuro.
El protagonista es siempre él, el Dios que «actúa», no es un Dios lejano ni ausente.
El que recita ininterrumpidamente este salmo Un hombre está en las últimas y ha gritado la profundidad de su angustia. Millones de hombres están en las últimas, a punto de desesperarse y de su boca salen las mismas expresiones del salmista.
El salmo es siempre actual. Como es actual el sufrimiento de los hombres. Como es actual el grito de quien está roto de cuerpo y espíritu. Por eso el salmo 22 es recitado continuamente en la tierra. No hay que esforzarse mucho para encontrar personas que recitan este salmo con un timbre de dolorosa autenticidad.
Basta pensar en un torturado.
En un enfermo después de una operación.
En una familia donde todo se ha derrumbado.
En quien se tortura con la soledad más fría.
En el preso con la cabeza apoyada entre los barrotes de la celda, pulidos por años de remordimientos.
Todavía tengo en los oídos el grito lacerante que una chica de 20 años, recluida en un manicomio, lanzaba en su «lúcida» locura, como una obsesionante letanía: «¿Por qué el Señor me has hecho esto?».
Incluso para quien se ve atormentado por el insomnio hay un versículo que parece hecho aposta para él: «...de noche y no me haces caso» (v. 3).
En la boca de todos estos millones de hombres que están en las últimas está la misma expresión: «a pesar de mis gritos mi oración no te alcanza» (v. 2); y también la misma desolación: «nadie me socorre» (v. 12).
Para millones de criaturas el salmo 22 se termina bruscamente en la segunda parte, sin ningún grito de liberación venturosa. Todos se parecen al encarcelado, encerrado en la celda de una espera inútil.
El que ha cargado sobre sí la paga de nuestras miserias «Al llegar la hora sexta, se hizo una tiniebla sobre todo el país hasta la hora novena. Y a la hora novena, Jesús gritó con una gran voz: Eloí Eloí, lamá sabakhtaní, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,
Encontramos las palabras iniciales del salmo en la boca de Cristo crucificado. Entonces se concluye la historia. Hubo un hombre que pronunció esas frases candentes mientras estaba en las últimas de sus propias desgracias. Después de él miles de hombres han tomado esas expresiones. Finalmente llegó un hombre, llamado Jesús, que poco antes de morir lanzó ese grito.
Pero tengamos cuidado de no confundir las cosas. No se trata de que Jesús haya hecho propia la expresión del salmista. Lo principal es que ha cargado sobre sí la angustia mortal de un hombre, de millones de hombres. Las palabras vienen después y lo único que hacen es expresar una situación real. La situación de un hombre traicionado, vendido por un amigo. Abandonado por los demás amigos. «Y todos le abandonaron y huyeron» (Mc 14, 50). Arrestado como un criminal. «Ellos le echaron mano y le detuvieron» (Mc 14, 46). Su rostro es golpeado por un guardia. «¿Así contestas al sumo sacerdote?» (Jn 18, 22). Y después a la merced de miserables marionetas que descargan sobre él todo el veneno que encierran dentro. «Entonces le escupieron a la cara y le abofetearon; otros le golpearon...» (Mt 26, 67). Acusado injustamente. Víctima de mentiras y de falsos testigos. Tratado como un loco. Sometido a una dura lección. Desnudo, las manos atadas a un palo clavado en el suelo y el flagelo —cuerdas de cuero rematadas con trozos de metal— que se abate sobre su cuerpo.
Hazmereír de los soldados. Un rey de risa, objeto de escarnio, con el que se puede hacer lo que se quiera. «Los soldados del gobernador... le quitaron sus ropas, le vistieron de un manto de color púrpura, y, trenzándole una corona de espinas, se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y doblando la rodilla delante de él, se le burlaban diciendo: 'Salve, rey de los judíos'. Luego le escupieron, le quitaron la caña, y le golpearon en la cabeza» (Mt 27, 27-30).
Se le hace espectáculo de la multitud. «Entonces salió Jesús, llevando la corona de espinas y el manto de púrpura. Y él les dijo: Mirad al hombre» (Jn 19, 5). Objeto de burla durante la más desgarradora agonía. «Los que andaban por allí, le insultaban moviendo la cabeza y diciendo: tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz'. Igualmente los sumos sacerdotes.se burlaban, con los sabios y los doctores, diciendo: 'Ha salvado a otros, y no se puede salvar él mismo. Es rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él. Ha contado con Dios: que Dios le libre ahora si le quiere. Porque dijo: soy Hijo de Dios'» (Mt 27, 39-44).
Cristo ha experimentado en su propia carne la situación de millones de hombres que han estado en las últimas. Incluso se ha sentido abandonado por su propio Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y esta frase debe haberla repetido varias veces antes de llegar al monte de la calavera. Por ejemplo, en el momento en que Pilato «le entregó a la voluntad de ellos» (Lc 23, 25). Se puede decir —según la estupenda expresión de Paul Claudel— que realmente Cristo ha cargado sobre si la paga de nuestras miserias.
Dios mío, de día te grito, y no me respondes (v. 3).
En el calvario resuenan sólo las chanzas de los soldados y las burlas del público. Dios guarda silencio absoluto (notemos que el silencio de Dios ante una invocación solamente se registra ante los enemigos e impíos: Sal 18, 42). Habrá que esperar hasta la mañana del tercer día para oír el grito de liberación: «¡No está aquí, porque ha resucitado!» (Mt 28, 6). Y esta noticia nos interesa a todos. Deberá ser comunicada a todos.
Contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
todo lo que hizo el Señor (v. 32).
ALESSANDRO
PRONZATO
FUERZA PARA GRITAR
Edic. SÍGUEME.SALAMANCA-198O.Págs. 258-261
2.
PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL
* Las últimas palabras de este salmo son las que le dan su sentido esencial: aunque parezca paradójico, se trata de un salmo de acción de gracias. El salmista canta la acción de gracias de Israel resucitado a la vuelta del exilio. Lo que más llama la atención, es que este poeta describe la liberaci6n de su pueblo, bajo el «ropaje» de un «crucificado vuelto a la vida».
SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS
** Sí, en Jesús se dan hasta los más mínimos detalles sugeridos por el salmista: la agonía, el carácter infamante del suplicio, la sed causada por la deshidratación, los miembros dislocados, la sangre que mana de pies y manos, el golpe de gracia con la lanza, las vestiduras dadas a los verdugos según la costumbre, los insultos de los acusadores... En esta primera parte del género «lamentación«, se expresa un punzante sufrimiento, casi insoportable en su realismo, y en el cual podemos admirar la belleza de este «hombre de dolores«: a diferencia de las lamentaciones de Jeremías, no tiene rabia ni lanza maldiciones contra sus verdugos... gime, sí... expresa su dolor en medio de una paz profunda en que mezcla acentos de esperanza «Tú, sin embargo, eres santo... en Ti esperaron nuestros padres... Tú me acogiste desde mi nacimiento... Tú eres mi Dios...» Tampoco aparece ninguna preocupación filosófica sobre el problema del mal: sufre, y ora con mayor intensidad.
El ritmo de este salmo nos permite llegar a lo profundo del alma de Jesús: «Tú estás lejos... no permanezcas alejado... me has respondido...» La Resurrección, la gloria, la alabanza, estaban en su corazón aun mientras permanecía en la cruz. Lee una vez más la tercera parte de este salmo, poniéndola en labios de Jesús en la cruz: es una explosión de acción de gracias (Eucaristía en griego). Ia víspera de su muerte, Jesús «mimó» su sacrificio en la «acción de Gracias» de la comida Pascual. Era consciente de la enorme fecundidad de su muerte; convidó a todos sus hermanos a tomar parte en la «comida de los pobres» para asociarlos a la alabanza del Padre: «¡Esta es la obra del Señor!» Cada Misa realiza este deseo.
TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO
*** «Por qué me has abandonado...» Esta oración la podemos hacer nuestra. Pero vayamos hasta el final y digamos: «¡los que buscan al Señor le alabarán... a vosotros, vida y felicidad... Yo vivo para El... He ahí la obra de Dios!».
NOEL
QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo I
PAULINAS, 2ª Edición
BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs. 46-47
3.
Al presentar los salmos de la «creación lejana» decíamos que la distinción de los elementos tiene por único fin hacer que se aprecie la riqueza de sus convergencias. El salmo 22 puede servirnos como ilustración de este principio. Si lo hemos citado ya numerosas veces, es porque en él se igualan la amplitud de la alabanza y la amplitud de la súplica. Pero también realiza otras síntesis, sobre todo entre los niveles individual y colectivo, entre la dimensión lírica en que resuena la voz de un solo individuo y la dimensión épica, la que corresponde a la ciudad o incluso a la humanidad entera. A estos rasgos de la «serie A» y de la «serie B» podría añadirse un rasgo de la «serie C»: según el salmo 22, Dios será reconocido rey por todos los pueblos en ese futuro que se anuncia en forma hímnica.
A causa de su universalidad, que abarca a todas las naciones, este salmo se aproxima a los salmos de creación, pero no se cuenta entre ellos, ya que no aparecen en él los temas de la presencia del cosmos, de su origen, de su fin.
Lo que hallamos aquí es algo insustituible: jamás un salmista describió tan de cerca la lucha contra la muerte ni se acercó tanto a la victoria. Y precisamente a partir de ese punto se promete un futuro tan inmenso. Para que ese punto se revele con absoluta nitidez como «punto de creación», será preciso aducir otros textos del Antiguo Testamento hacia los que el salmo 22 nos lleva directamente. Aparecerán en nuestro comentario, que comprenderá dos partes: una «lectura», que mostrará la coherencia del texto, y una «interpretación», que lo situará por referencia a la historia y a nosotros mismos.
Si bien no pertenece a los salmos de creación, el salmo 22 nos abre un buen camino hacia el ámbito en que la unidad de la alabanza y la súplica, de la noche y del día es conferida a la «nueva criatura»:
Aquel día no se dividirá en lumbre, frío y hielo; será un día único, elegido por el Señor, sin distinción de noche y día, porque al atardecer seguirá habiendo luz. Aquel día brotará un manantial en Jerusalén: la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno. El Señor será rey de todo el mundo (Zac 14,6-9).
LECTURA COMENTADA
Sal 22,2
Dios
mío, Dios mío,
¿Por qué me abandonas?
No te alcanzan mis clamores
ni el rugido de mis palabras.
El comentario judío de los salmos (Midrash Tehillim) se pregunta por qué el suplicante invoca dos veces a Dios. Y responde: porque el primer día exclamó: «Dios mío», luego, al siguiente día, volvió a invocar: «Dios mío», sin que Dios le respondiera, pues ello era necesario para que al tercer día pudiera decir: «¿Por qué me abandonas?». Cuando se habla de abandono es que, en efecto, la memoria se vuelve hacia el pasado. El pasado del salmista es ante todo su larga plegaria no escuchada. La salvación queda lejos, no sólo hacia adelante, sino también hacia atrás.
El comentario judío añade también que el primer Eli («Dios mío» en el v. 2) significa «Dios mío, tú nos salvaste junto al Mar Rojo», y que el segundo Eli quiere decir: «Dios mío, tú nos hablaste en el Sinaí», pero hoy permaneces callado. El contraste entre los beneficios de Dios ayer y su silencio en nuestras desdichas de hoy es lo que constituye nuestro abandono.
3
Dios mío, de día te grito y no respondes;
de noche, y no me haces caso,
4 aunque tú habitas en el santuario
donde te alaba Israel.
Hablar de los beneficios de ayer significa, al menos por lo que concierne a las palabras empleadas, pronunciar un himno. Por lo que concierne a la sustancia, es como entrar en la unión secreta del himno y de la súplica. En efecto, es como decir a Dios: estoy reconocido, y mi reconocimiento mismo te suplica, del mismo modo que mi confianza te alaba. Llamar «Santo» a Dios es alabarle, y también lo es recordar sus himnos e incluso suplicarle.
5-6
En ti confiaban nuestros padres,
confiaban y los ponías a salvo,
a ti gritaban y quedaban libres,
en ti confiaban y no los defraudaste.
Este salmo muestra una característica verdaderamente singular: el abandono que abruma al salmista no se limita a interrumpir los beneficios de que individualmente gozaba. Sufre como individuo su desgracia, pero ésta interrumpe también, al parecer, la serie de beneficios que narra la historia de Israel, serie más abundante y más dilatada que la biografía del suplicante. El contenido de los «himnos de Israel» es, en efecto, la historia de Israel, y no se equivoca el midrash al evocar el Mar Rojo y el Sinaí pues dice el salmista: «nuestros padres» esperaron, gritaron, tú los libraste y su confianza no quedó defraudada.
No resulta, ciertamente, difícil de entender que se alude a las pruebas individuales en que los antiguos, conocidos, pero aislados, lanzaron unos gritos que fueron escuchados por Dios: nuestro suplicante los pondría únicamente como ejemplo para porfiar con Dios y para darse ánimos él mismo. Pero sus palabras contienen algo más. Todos los esquemas que recogen, para enseñarlos a los hijos de Israel, las grandes lecciones de la alianza retienen el momento de la plegaria escuchada: «Gritamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz» (Dt 26,7). Dios dijo a Moisés: «Yo también, al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados por los egipcios, me acordé de la alianza» (Ex 6,5). Josué dice al pueblo: «Vuestros padres gritaron al Señor» (Jos 24,6-7). Samuel se dirige a todo Israel con estas palabras: «Vuestros padres gritaron al Señor» (1 Sm 12,8); una vez liberados, volvieron a pecar y fueron castigados hasta que gritaron de nuevo: «Líbranos... y os libró» (ibid. v. 12-13). Teniendo en cuenta el carácter hasta cierto punto normativo de estas fórmulas, bastará compararlas con el salmo 22 para comprender que este texto pretende aludir a las plegarias de todo el pueblo en el marco de la alianza. También es posible verificar que ése es además el contenido de los himnos de Israel; así, el salmo 99 recuerda a «Moisés y Aarón con sus. sacerdotes, Samuel con los que invocaban su nombre, invocaban al Señor y él respondía» (v. 6). El ritmo de la historia de Israel es el ritmo de sus plegarias.
La súplica del salmo 22, por consiguiente, recurre a las palabras de unos himnos cuyo contenido es que Dios escuchó a los suplicantes. El himno celebra la historia de Israel como la historia de las súplicas escuchadas, y la súplica reanuda el himno, de modo que una misma sustancia vuelve sobre sí misma para permitirnos penetrar en ella. La vida viene sólo de Dios. Ahí tenemos como un centro inmóvil del que deriva todo movimiento.
7
Pero yo soy un gusano, no un hombre,
vergüenza de la gente, desprecio del pueblo.
Tú eres Dios y yo ni siquiera soy un hombre. Tú eres santo y yo soy un gusano. Tú eres ensalzado con himno y yo soy objeto de burla. Pero son los himnos de Israel, porque Israel tiene un espejo en sus himnos. Al burlarse de mí, Israel me excluye esos himnos en que se reconoce: «Dios, nuestros oídos lo oyeron, nuestros padres nos lo han contado: la obra que realizaste en sus días, antaño, con tus propias manos» (Sal 44,2). Puede decirse incluso que los himnos de Israel se transmiten de padres a hijos, se transmite como la vida, pues la transmisión de los himnos de Israel es lo que hace ser a Israel: «Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros padres nos contaron, no lo ocultaremos a sus hijos» (Sal 78,3-4). Israel se reconoce en sus himnos y en sus padres. Israel y el suplicante tienen los mismos padres: el suplicante los llama «nuestros padres» (y no «mis» o «vuestros»). Pero Israel no se reconoce en el suplicante «rechazado por el pueblo», hombre desconocido y cuya vista disgusta.
8-9
Al verme se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
«Acudió al Señor, que lo ponga a salvo,
que lo libre si tanto lo quiere».
El suplicante es lo contrario de los himnos de Israel. Pero, ¿cómo decir eso que está en contra de los himnos, sino recurriendo también ahora a las palabras de los himnos, tomadas al revés para que resulten una burla? «Nuestros padres esperaron y tú los libraste», dicen los himnos. La burla dice hoy: «Acudió al Señor, que lo ponga a salvo». ¿Para qué cambiar de palabras? Un salmista feliz decía en el salmo 18: «Me libró porque me amaba» (v. 20). ¡La burla de Sal 22,9 es casi una cita de esa acción de gracias! De cara a Dios, las palabras se agotan (v. 2) y, por lo que hace a los hombres, se vacían y caen inertes. La muerte de las palabras anuncia la muerte del hombre. Las palabras que acabamos de comentar están llenas de amenazas. La negativa a creer desencadena inmediatamente un proceso de aceleración, que es el de la muerte. Quien no cree en la vida exige pruebas y por ello mismo se ve rápidamente abocado a aportar él mismo las pruebas de lo contrario. Quien no cree en la vida trabaja afanosamente a favor de la muerte. ¡Cuántas veces declaran los labios que un bien es imposible de verificar y a la vez se vuelca el corazón en destruirlo! Por ese lado siente el salmista que se le aproxima su muerte.
10
Fuiste tú quien me sacó del vientre,
me tenías confiado en los pechos de mi madre.
Nueva propiedad sorprendente de este salmo: este suplicante que tan espontáneamente se insertaba en la totalidad de Israel, no borra en absoluto la marca de su propia vida individual. Evoca a «nuestros padres» con los grandes textos bíblicos. Pero dice «mi madre», con lo que se distingue del resto del pueblo. Experimenta, por tanto, los peligros y las angustias que le son estrictamente particulares, pues la angustia de nacer no se comparte con nadie. Recuerda que Dios le sacó de ella, y esta acción de gracias no se confunde con los himnos de Israel. Este salmo, por consiguiente, se resiste a la clasificación que separa las quejas colectivas de las quejas individuales. Pero no se trata precisamente de borrar esa frontera. Más bien se confirma por la manera de expresarla con tanta franqueza y sin mezclar los dos colores opuestos. Este salmo es individual y colectivo. Une la creación cercana y la salvación lejana.
Los colores son muy netos y permanecen muy netos cuando se oponen. Ello es cierto en muchos campos. La muerte del salmista está cercana, pero habla de su nacimiento, como si lo reviviera. Y puede revivirlo, puesto que todo su ser estuvo en peligro en el primer momento, igual que lo está en el último. Si toda súplica apela al recuerdo de un beneficio, el grito lanzado ante la muerte hace que retorne el momento de nacer como una salvación, en que el suplicante fue «sacado del vientre» y «confiado» a los pechos de su madre. Paso del atractivo ciego de la vida a la primera exigencia de alimento, fundada en la confianza. Primera de todas las salvaciones, la salvación que consiste en nacer da a Dios la iniciativa. Por ser el nacimiento del hombre anterior a toda plegaria, no ha podido recibir este beneficio sino por gracia. Y es precisamente en esa anterioridad radical donde reconoce a Dios como Dios: Eli attah, «Tú eres mi Dios». La misma forma para invocar a Dios (Eli) hace que termine en alabanza lo que había empezado en lamento, nuevo indicio de la convergencia que funde lo uno en lo otro.
11
Desde el seno pasé a tus manos,
desde el vientre materno tú eres mi Dios.
Entre «nuestros padres» y «mi madre» es un hecho que falta un personaje, el que sería llamado «mi padre». Sin sacar conclusiones precipitadas, situaremos esta ausencia en una red muy tupida de coherencia verbal que se extiende por la totalidad del texto. Pero la ausencia no es efectiva sino a nivel de lo visible, pues el niño «es confiado» posiblemente a un padre adoptivo, a ese Dios que, «desde el vientre», ya era su Dios.
12
No te quedes lejos,
que el peligro está cerca y nadie me socorre.
El Dios de la salvación (v. 2), el Dios del nacimiento (v. 11), está lejos. Lo que está cercano es la angustia. Nadie más hay cerca, pues «nadie me socorre». En efecto, abandonado de Dios y del hombre, éste que «ya no es un hombre» no se halla rodeado de hombres, sino que aparece repentinamente cercado de animales que estrechan el cerco sobre él. El reparto de las palabras entre los vv. 13 y 20 corresponde a la estrategia de este ataque.
13
Me acorrala un tropel de novillos
me cercan toros de Basán,
14 abren contra mí las fauces
leones que descuartizan y rugen.
15
Estoy como agua derramada,
tengo los huesos descoyuntados,
mí corazón, como cera, se derrite en mis entrañas;
16 mi garganta está seca como una teja,
la lengua se me pega al paladar;
me aprietas contra el polvo de la muerte.
17
Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores,
me taladran las manos y los pies,
18 y puedo contar mis huesos.
Ellos
me miran triunfantes,
19 se reparten mi ropa,
se sortean mi túnica.
Es el momento de la inminencia. La irrupción de los animales significa que ha pasado la hora de la palabra. Se abren las fauces para atemorizar y devorar. Es la hora del miedo, pues la víctima es la presa de una cacería a la inversa, en que las grandes fieras utilizan a los perros contra el hombre, cuando lo habitual es que el hombre se sirva de los perros contra las fieras. Pero no es eso todo: los «perros» son en realidad los agentes humanos del mal. Son hombres, como lo demuestra el paralelismo mastines/malhechores en el v. 17 (cf. más adelante, en el v. 21, espada/saña). Los perros son hombres que empuñan espadas. El poema esboza una especie de parábola: los perros son azuzados por los cazadores, pero los malhechores son hombres mandados por fieras, es decir por las fuerzas bestiales del odio y del mutismo destructores del hombre. La «fiera» azuza al hombre contra el hombre.
Al igual que en una cacería, los daños físicos no tienen lugar sino al final de una persecución. De ahí que la víctima «acorralada», «cercada», amenazada por el estrépito (vv. 13-14) tenga tiempo sobrado para sentir miedo, para que se le seque la garganta y se derramen como agua sus fuerzas. Se describen más detenidamente los efectos del miedo que las heridas. La que sufre ante todo es el alma; el cuerpo se duele en consecuencia y se deshace «como» agua, «como» cera derretida. Las emociones internas se describen sólo a través de sus efectos físicos. Lo que estaba seco se licúa, la lengua húmeda se seca, y de ahí esas imágenes contrarias del agua (v. 15) y del polvo (v. 16). Es la muerte. La palabra es pronunciada no como sería de esperar al final, sino en medio de la descripción del peligro (vv. 12-22), porque indica el momento en que finaliza la persecución (v. 16). Una vez alcanzada la presa, todo queda decidido. La inminencia pasa a ser certeza, y el horror, para la víctima que lee su suerte en la voluntad del otro, está precisamente en que la muerte ni siquiera es ya un peligro cuando avanza sin obstáculos: la muerte ha pasado a ser la situación existencial de la víctima. El condenado llevado al patíbulo muere antes de morir.
El hombre ya no es otra cosa que su cuerpo. Está inmovilizado: es el efecto de las heridas (sean las que fueren; el verbo del texto hebreo no es seguro) que afectan a las manos y a los pies. Se hace imposible cualquier desplazamiento del cuerpo. El primero y, por otra parte, el único daño físico mencionado en el salmo alcanza a «las manos y los pies». Es comprensible, pues su causa son las dentelladas de los perros enseñados a detener a la presa sin causarle la muerte, ya que ha de ser entregada intacta al cazador para que éste la ejecute. Los bajorrelieves procedentes del palacio de los reyes de Asiria, en Khorsabad, cerca de Nínive, nos muestran a los molosos que los sucesores de Nemrod (Gn 10,9) lanzaban contra los leones en el curso de sus famosas cacerías. Se comprende perfectamente que Israel viera en los poderosos reyes asirios o babilónicos los leones que lanzaban sus perros contra el hombre. También sabemos a qué clase de juicios eran capaces de someter a los vasallos que les habían traicionado (2 Re 25,6).
El condenado queda reducido a su cuerpo, cuyos huesos puede contar. Pero este cuerpo no es ya más que una cosa para los que lo han perseguido y dado alcance. Una cosa para mirarla: cuerpo visto, mirado (v. 18), desnudo; cuerpo tratado ya como muerto, pues se reparten sus vestidos ante su mirada. Se ha rebasado el momento de la inminencia y de ahí brota el grito:
20
Pues tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a auxiliarme;
21 líbrame a mí de la espada,
mi única vida, de la saña del mastín;
22 sálvame de las fauces del león;
a este pobre, de los cuernos del búfalo.
«¡Rápido! ». Se lanza el grito hacia «mi Dios». En efecto, alcanzado por la jauría, cercado por las fieras que le persiguen, no es a éstas, sino a Dios a quien dice: «Me aprietas contra el polvo de la muerte». Acusación, lenguaje de Job o del salmo 88. Pero también, y en el mismo instante, esperanza. ¿Quién librará, sino el que hundió? ¿Quién sanará, sino el que hirió? Cazadores bestia]es y perros humanos se abalanzan sobre el hombre para darle muerte, y Dios llega hasta el hombre en el mismo momento: «Me aprietas». Dios domina la muerte porque no puede, de ningún modo, absolutamente, ser implicado en ninguna de sus causas. Dios no puede llevar a nadie a la muerte sino en su condición de salvador. Desde el momento en que la muerte está ahí, Dios demuestra hasta qué punto le es ajena la muerte al no intervenir sino después de ella. Si Dios interviniera antes, durante el acoso, habría más cosas que contar y las secuelas serían más visibles, menos prolongados los lamentos. Pero todo quedaría en la esfera de lo que llamamos las «figuras» de la salvación o, dicho de otro modo, de las sombras mezcladas con la luz. Lo que sitúa a nuestro salmo un tanto aparte es el hecho de que Dios permita que las cosas lleguen tan lejos, tanto como el momento en que sombras y luz han de separarse. Pero cuanto más cerca se llega de ese momento, menos hay que contar acerca de la intervención divina, que se oculta en el secreto de la noche. El momento de la respuesta es en este salmo casi el umbral de la muerte. Por ello se produce la respuesta sin la mínima transición. El paso de las lágrimas a la alegría resulta abrupto y sin causa aparente. De pronto se abre un ámbito para la respuesta divina:
23
¡Tú me respondiste!
Y yo proclamo tu nombre ante mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabo.
Al igual que la muerte significaba abandono, soledad, separación, la vida aparece como comunión, y el que ha sido salvado se vuelve hacia los demás. Tan rápido como el recién nacido se vuelve hacia su madre, el que ha sido salvado se vuelve hacia sus hermanos para «proclamar» el nombre de su salvador. El suplicante hablaba a Dios de sus enemigos. El hombre que canta un himno habla de Dios a sus hermanos. La verdadera acción de gracias es este anuncio hímnico, que pasa de los «hermanos» a las naciones lejanas (v. 28) y luego al futuro Israel representado por los niños (vv. 31-32).
El salmista se encontraba hasta ahora solitario; nadie había visto a los hermanos. Apenas salvado, entona su canto dirigido a ellos y se convierte en el centro de una asamblea convocada para entonar una alabanza. El que no era reconocido por el grupo es el que convoca al grupo. El que era todo lo contrario de un himno, entona ahora el himno. Situación que conocen muy bien los salmos: «La piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular» (Sal 118,22).
24
Fieles del Señor, alabadlo;
linaje de Jacob, glorificadlo;
respetadlo, linaje de Israel;
25 porque no ha sentido desprecio ni repugnancia
hacia el pobre desgraciado,
no le ha escondido su rostro;
cuando pidió auxilio, lo escuchó.
26
Tú inspiras mi alabanza en la gran asamblea,
cumpliré mis votos delante de sus fieles.
27 Los desvalidos comerán hasta saciarse,
y alabarán al Señor los que lo buscan:
¡no perdáis nunca el ánimo!
La palabra que reúne a los grupos es un himno en toda regla. Pero el himno tiene una forma que hace pensar en el Evangelio: el pueblo es invitado («alabad», «glorificad», «respetad» ) a escuchar una buena noticia. Pero esta buena noticia, bien conocida por nosotros, es que Dios se acerca al pobre y escucha su queja. ¿Por qué cambiar de palabras? Mirado en otro tiempo como una «vergüenza» (v. 7) ante la que se esconde el rostro, el salmista anuncia a todos que Dios, por su parte, no ha sentido ese horror, que no se ha «velado el rostro». El Evangelio de los salmos es que Dios escucha a los pobres, a los desdichados.
El salmista se designa a sí mismo como uno de esos desdichados. Este término genérico da a entender que el salmista no está solo. El desdichado y los desdichados, el pobre y los pobres pueden entenderse. Aquellos a los que llamaba en el v. 24 eran descendientes de Jacob, de Israel, ya que pueden decir, como el salmista, «nuestros padres» y son, en consecuencia, «sus hermanos». Pero los padres gritaron en su pobreza, y eso quiere decir que los pobres son su verdadera descendencia, los hermanos más auténticos. De ahí que le sigan en su cántico. El salmista decía hace un momento: «En medio de la asamblea te alabaré» (betokh qabal ahalelekhah, v. 23: pronunciar kh como el Ach! alemán). Asonancia poética y didáctica para expresar el parentesco entre qabal (asamblea) y halal (alabar). Hablando de los pobres más en particular, dice ahora: me'itekha tehillati beqahal (v. 26: «Tú inspiras mi alabanza en la gran asamblea»), como si esta asonancia y este parentesco de la alabanza con la asamblea y de la asamblea con los pobres le hiciera reír de gozo. En el tiempo de su desdicha hizo una promesa: compartir un himno y un banquete: «Los desvalidos comerán hasta saciarse». Alabarán con el suplicante escuchado y pronunciarán la palabra con que se inicia un banquete. Literalmente: «Que viva vuestro corazón para siempre» (v. 27). También el espíritu de Jacob, al saber que su hijo José no había muerto, «volvió a la vida» (Gn 45,27). «Que se alegre tu corazón», se dice en otros lugares como invitación a comer (1 Re 27,7; cf. Sal 69,33).
28
Lo recordarán y volverán al Señor
desde los confines del orbe,
en su presencia se postrarán
las familias de los pueblos.
En medio de los pobres se encuentra el salmista como entre los suyos. Pero aún es más sorprendente y hasta nos llena de estupor el ver a toda la tierra y a todas las naciones ponerse de pronto en movimiento para entonar juntas una fórmula hímnica que en hebreo comienza por «sí», igual que la fórmula del v. 29. Podríamos dar a propósito de ello unas explicaciones insignificantes: hábito literario o esperanza generalizada para un tiempo indeterminado, sin relación directa con el acontecimiento de salvación aquí mencionado y celebrado. Ello significaría casi renunciar a entender, cosa que sólo está permitida en caso de necesidad. Aquí, por el contrario, la coherencia es perfectamente firme, pues sabemos que el salmista habla desde dos puntos de vista distintos. Desde su punto de vista individual, que es el conflicto en que se encuentra con su comunidad y su pueblo: lo normal, por consiguiente, es que su salvación sea celebrada ante todo con sus hermanos, en su pueblo. Pero a la vez suplica en cuanto que su suerte pone en juego la continuidad de los «descendientes de Israel» con el Israel de «nuestros padres». Su suerte es también un momento de la historia, porque el poema, a la vez que individual, es colectivo. Y del mismo modo que cuanto concierne al individuo es celebrado por la comunidad, lo que afecta a Israel, una nación, es celebrado por la colectividad de las naciones. En efecto, hemos encontrado, en los salmos del Señor Rey, la llamada a las naciones para que digan que el Señor es Rey de toda la tierra, pues la creó. Las naciones le atribuyen aquí el mismo título:
29
Porque el Señor es rey,
él gobierna a los pueblos.
Es frecuente, en efecto, que las naciones reconozcan al Señor en aquello que sucede al pueblo de Dios y lo alaben por tal motivo (Sal 117: Alabad al Señor todas las naciones: firme es su lealtad con nosotros... dice Israel a las naciones). Y es que, en los planes de Dios, cuanto sucede a Israel, le sucede por el mundo.
30
Ante él se postrarán
las cenizas de la tumba,
ante él se inclinarán
los que bajan al polvo;
a mí me dará vida.
Después de Israel, pueblo de pobres, y de las naciones (dos categorías que han entonado cada cual su himno: vv. 25 y 29), ¿qué es lo que queda aún? No es posible responder sin matizaciones, ya que una cierta oscuridad impide lamentablemente entender bien los versículos 30 y 31 hasta «descendencia» (en el v. 31). Es seguro, sin embargo, que se trata del hombre en cuanto que le acecha la muerte. Los pobres comerán y vivirán. Los que no sólo comen, sino que además hacen fiesta (como podría interpretarse el término peyorativo que emplea el hebreo) morirán: un contraste que no se desarrolla, pero no por ello menos expresivo. Son los ricos los que, cenizas de la tumba, se inclinarán ante el Señor, pero sin pronunciar alabanza alguna. Su silencio no nos sorprende: están en el sheol, morada subterránea de las sombras mudas.
«A mí me dará vida»: aquí se encuentra la única dificultad realmente seria del texto hebreo. Nuestra traducción es, por consiguiente, conjetural. Es posible una traducción distinta: No les ha hecho vivir o, equivalentemente, No le (singular colectivo) ha dado la vida. De ahí se seguiría que la muerte se entiende como el castigo sin remisión de los hombres cebados de bienes que luchan contra los pobres. El sentido no es evidente, y la tradición, tanto griega como latina, ha entendido estas palabras en otro sentido. Retengamos que, en cualquier caso, son los más alejados de Dios los que mueren, mientras que la promesa hecha a los que Dios salva es un nacimiento.
31
Mi descendencia le servirá y hablará del Señor
a la generación venidera le anunciará la rectitud,
al pueblo que ha de nacer, lo que él hizo.
La promesa se hace a una descendencia (literalmente, «semilla» o «raza») que, según la tradición griega y latina, es la del salmista (el hebreo no precisa y da a entender que Israel se prolongará en su descendencia). De todos modos, el poema se vuelve hacia el futuro antes de concluir.
Mientras que el anuncio al pueblo se refería a lo cercano (vv. 24-27), el himno de las naciones viene de lo que está lejos en el espacio (vv. 28-29). Lo que afecta a los muertos ocurre en las profundidades (v. 30), mientras que el final del salmo concierne a la prolongación en el tiempo, la salvación futura. El inventario completo de las dimensiones en torno al individuo y al pueblo se diferencia perfectamente en los dos casos, y ello hace pensar en lo que ciertas cartas paulinas llaman el pléroma (altura, profundidad, anchura del cosmos entero). Este poema inscribe un acto de salvación en el marco de la creación cercana, de la creación lejana, de la creación futura.
La dilatación en el tiempo resulta posiblemente más llamativa. Se trata, en efecto, de la transmisión de padres a hijos de una alabanza cuyo contenido se resume en dos palabras que suenan, al final del salmo, como el anuncio por excelencia: ki asah, «¡El ha actuado!» (Lo que él hizo). La dilatación máxima en el espacio y en el tiempo da esa impresión de saciedad que tantas veces celebra la Biblia. Cuanto más cierto resulta que Dios es vencedor de la muerte, tanto más cierto aparece que son afectados el tiempo y el espacio enteros. Hay que anunciarlo, por consiguiente: «Dios ha actuado: ha vencido a la muerte». ¿Quién podría guardar para sí esta noticia? Hay que proclamarla a los hermanos, a través del espacio, y a los hijos, a través del tiempo. Conocemos bien esta doble problemática y el salmo no nos la deja olvidar. En efecto, éste se inscribe en el cuadro de otros salmos: «Nuestros padres nos lo han contado», dice el salmo 44 (v. 2). «Lo que nuestros padres nos contaron —dice el salmo 78— no lo ocultaremos a sus hijos». Veremos cómo el salmo 22 modifica radicalmente estos datos iniciales, a la vez que forma con ellos la trama más cerrada de todo su texto
nuestros
padres
mi madre
mis hermanos
descendencia de Israel
familias de las naciones
descendencia (?)
generaciones futuras
pueblo que nacerá.
Esta cadena se sitúa ante todo en el tiempo. Su comienzo y su final la caracterizan como cadena de las sucesiones, de la tradición que va de los padres a los hijos, una línea a través de la cual se transmiten a la vez la palabra y la vida. Pero la palabra y la vida se transmiten además por otra vía, que atraviesa la primera y la corta. La palabra se transmite tanto en el espacio como en el tiempo. Viene del pasado, pero se intercambia con nuestros contemporáneos. La vida se transmite en el tiempo por la semilla del padre, pero además se transmite en el espacio y es compartida con nuestros hermanos y, finalmente, con todas las naciones, en forma de pan y de todo alimento. Estas dos formas de transición pueden entrar en conflicto.
Los mismos hombres se llaman Israel porque descienden de los mismos padres y se reconocen en los mismos himnos transmitidos de padres a hijos. Pero se separan cuando la alabanza de los himnos se convierte en burla contra un desdichado y cuando se le niega la vida, pues nadie acude en su socorro. Como dice el salmo 69, entonces se cambia el alimento en veneno y la bebida en vinagre. Hay una separación en el pueblo entre los enemigos del justo y los pobres con los que éste comparte su comida (v. 27), su pan. La vida compartida por el pan de acción de gracias es aquí una vida más auténtica que la vida comunicada por el padre al hijo. Los que se sirven del pan para celebrar fiesta ellos solos pueden pertenecer lo mismo a las naciones que a Israel (de hecho, el salmo no lo especifica): no vivirán. La posteridad que, en términos de la promesa, transmite la alabanza es sólo la posteridad de los pobres. El salmo no emplea este término de manera que haya de aplicarse rígidamente a una categoría económica, sino que se complementa con la mención de «los que buscan a Dios» (v. 27 ). Por lo demás, lo que sucede al salmista es el verdadero juicio que definirá y determinará quién es el pobre. Estamos, por consiguiente, lejos de las perspectivas del salmo 44 o del salmo 78, citados más arriba. Toda la novedad está en que ha sido alzado el patíbulo del justo, como un tribunal aislado en medio del pueblo. El carácter individual del salmo no reposa tan sólo en una distinción con respecto al elemento colectivo, sino en un conflicto. La ruptura en la cadena de las alabanzas es también un fallo del pueblo. ¿Podrá limitarse la acción de Dios a recomponer lo que se había disgregado? ¿Consistirá la acción de Dios en «hacer como si nada hubiera pasado? ¿Acaso termina el salmo con una nota de seguridad, banal en resumidas cuentas, en la «reanudación de las actividades» de alabanza? En tal caso, la salvación vendría a ser el equivalente de borrar las pruebas pasadas. Ahí no podríamos reconocer la marca de Dios.
Si se recorta el pasado en detrimento de la novedad de la salvación, ahí no está Dios. Pero si la salvación hace olvidar la brecha, la desgracia, la esperanza y la vida del pasado, ahí no hay de verdad salvación y tampoco está Dios. Las verdades divinas no son complicadas, pero ordinariamente aparecen «compuestas». ¿Cómo iba a dejarnos el paso de Dios otra cosa que la convergencia de la alegría, de la novedad y del recuerdo? Por nueva que sea la salvación, es preciso que sea también comunicada a los que no la habrán visto, que se vea expuesta a la alternativa del olvido y del recuerdo. Transmitimos a nuestros hermanos una generación y una fraternidad a nuestros hijos: tul es la marca de Dios. ¿Acaso no veíamos al leer el salmo 136 que, si el libro ha de ser comido, el pan debe ser leído? Leído, puesto que pasa a ser memorial de la salvación.
Todo esto puede decirse de otra manera. Lo que transmite la semilla del padre es individual, único y marcado por un nombre. Es el cuerpo, que ya no es verdaderamente cuerpo si se hace común. Lo que transmite la participación en el pan es igual para todos. Nuestra palabra lleva en sí una división entre la marca del cuerpo individual de que proviene y la multiplicación indefinida, llamada muchas veces «universal», cuando en realidad sólo está indiferenciada. Pero si la palabra se apoya en un pan que es cuerpo, en un cuerpo que es pan, reconoceremos la marca de Dios.
Antes de saber si podemos inscribir precisamente esta marca en este salmo, habremos de cambiar de nivel y pasar del comentario a la interpretación.
INTERPRETACIÓN
¿QUIÉN HABLA EN EL SALMO?
El texto del salmo 22 ofrece pocas indicaciones sobre su procedencia. Es muy distinto de las autobiografías que comienzan por «Yo, fulano de tal, nacido en tal ciudad, hijo de tales padres, etc.». Un exergo antepuesto al texto y, según opinión general, mucho más moderno que éste (que no se reproduce en las ediciones litúrgicas» lleva estas palabras: Al maestro de canto. Sobre (melodía de) la cierva de la aurora. De David. Pero nadie identifica el origen del salmo conforme a esta adición de uno o varios redactores tardíos.
Únicamente podemos decir que un hombre convencido de que el éxito o el fracaso de su propia vida es un dato o un giro capital en la historia de su pueblo no es un hombre ordinario. Cuando llega a esperar que «todas las familias de las naciones» confiesen al Dios único si este mismo Dios se libera, sólo hay un personaje en que pueden hacerse realidad estas posibilidades y que pueda llenar el vacío que el anonimato del salmista ha dejado, y ese personaje es el rey. En efecto, no sólo la muerte o la vida de un rey puede significar un giro en la historia de su pueblo, sino que además puede afectar a las naciones del mundo, pues todo rey mira, por una parte, hacia sus súbditos, pero, por otra, está pendiente de todos los demás reyes, que pertenecen a su mismo rango y que pueden ser sus enemigos o sus aliados. De hecho, únicamente como vencidos o poco menos tuvieron los reyes de Israel o de Judá el honor de pasar a los anales de los grandes reyes contemporáneos suyos, pero ello confirma que la suerte de un rey puede interesar a otros reyes. Añadamos otro indicio que no es en absoluto necesario, pero que tampoco resulta desdeñable: en Israel, sólo el rey tiene a Dios por padre adoptivo (cf. Sal 2,7; 89,27). Así podría explicarse nuestro v. 11.
Sin embargo, el elemento de solución que hemos hallado viene a aumentar nuestro desconcierto. ¿Qué rey de Israel fue arrastrado hasta una muerte infamante por sus enemigos y luego salvado por una liberación deslumbradora? Amenazado durante el asedio de su capital por Senaquerib, Ezequías no llegó tan lejos. Josías pereció en combate y su duelo se prolongó mucho tiempo mediante lamentaciones a fecha fija (2 Cr 35,25), pero la parte trágica de nuestro salmo no es una lamentación por un difunto. Es normal, por consiguiente, buscar una respuesta en el relato de los peores momentos de la historia antigua de Israel, al final del segundo Libro de los Reyes. Podríamos fijarnos en el nombre de Sedecías. Muy a comienzos del siglo VI antes de nuestra era, Sedecías fue elevado al trono en lugar de su sobrino por orden del rey de Babilonia. Este reinado, tan mal comenzado, no dejó buen recuerdo y el único mérito del rey fue la consideración mostrada hacia el profeta Jeremías, llegando hasta a ocultarse de sus propios ministros que habían encarcelado al profeta. Al término del asedio de Jerusalén, fue perseguido y alcanzado en su huida por las tropas de Nabucodonosor. Sometido a juicio, fue condenado a ver cómo eran degollados todos sus hijos antes de quedar ciego y encadenado en la cárcel. A punto estuvo aquel desdichado de sufrir la peor suerte. Pero no sabemos que anunciara su liberación a sus hermanos ni que compartiera con los pobres el pan de acción de gracias del hombre que se ha salvado. Su sobrino Jeconías fue algo mejor tratado, pues se le hizo salir de la cárcel para concederle un «trono más alto que los de los otros reyes que había con él en Babilonia» (2 Re 25,28). Pero todos aquellos reyes se encontraban en la misma situación: vencidos y sin libertad, perdonados únicamente para que sirvieran día tras día de recuerdo de la victoria alcanzada por sus enemigos. La situación final de Jeconías, si bien era un motivo de cierta esperanza para el redactor del Libro de los Reyes, no ofrecía a Israel razón suficiente para cantar un himno. Quedaría Zorobabel, candidato demasiado bien compuesto para cumplir diversas aspiraciones que la historia declara vacías, pues de él no conocemos otra cosa que su nombre (conservado en las genealogías de Cristo consignadas en Lucas y Mateo) y el hecho misterioso de que retornó del exilio con un título de personaje real a finales del siglo VI. ¿Qué pruebas pasó antes y cuáles le esperaban aún? Nadie puede decirlo.
La cuestión de que acabamos de ocuparnos se refiere al pasado. Pero la losa que ha caído sobre el pasado y su oscuridad resulta muchas veces pesadísima, imposible casi de alzar. Tal es aquí el caso, según la opinión general, desde el momento en que se intenta proponer nombres y precisar circunstancias.
Pero no ha sido inútil hacerse preguntas. En efecto, nosotros estamos menos dispuestos que nuestros antepasados a concluir que Dios concedió al salmista una visión anticipatoria directa de la pasión y la resurrección de Cristo. Más fecunda nos parece la idea de una profecía indirecta. Por «indirecta» entiendo la profecía que tiene ante todo por objeto unas reaIidades cercanas, la suerte de los contemporáneos, las experiencias por las que éstos participan por adelantado de la prueba de Cristo y de su salvación. A través de los ejemplos que antes hemos dado, llegamos a captar al menos en qué época pudo penetrar en los espíritus y animar la esperanza la imagen de un rey de Israel humillado y luego glorificado ante las naciones del mundo. Pero, si bien las noticias de que dispone la historia son demasiado débiles para llevarnos hasta una verificación, proponemos que este extraordinario cántico de lamentación y triunfo condujo efectivamente al Israel real a un giro de su historia y en una de sus crisis de supervivencia, un poco al estilo de la columna de nube que marchaba delante del pueblo del éxodo y lo ayudó a salir de las aguas. No resultan del todo imposibles de imaginar las condiciones en que surgió este salmo.
Sabemos que un salmo real no tuvo que ser necesariamente compuesto por un rey, pues las desgracias de la monarquía pudieron suscitar una plegaria que un inspirado del templo, profeta o salmista consagrado de entre los levitas, debía pronunciar en nombre del rey antes de recibir un oráculo que iba destinado a aquél. El salmo 22 sería en tal caso la plegaria de un intercesor, no la plegaria de la víctima en persona. Este intercesor podría haber formulado su oración, como tantos otros, lejos del templo o incluso en el exilio, a gran distancia, temporal y espacial, de su rey. Pero, ¿no habremos ido demasiado lejos? Sabemos también, y esta vez con mayor precisión, que hay una cadena de salmos emparentados por sus fórmulas y su estructura con el salmo 22, como los salmos 69, 71, 102 y quizá 42-43. Como el salmo 102 data con seguridad del exilio, de ahí puede deducirse una fecha muy semejante para el salmo 22.
Quedan abiertas aún otras posibilidades. Muchos piensan que las dimensiones excesivas de la ampliación final, a partir de la invitación a las naciones, se explicarían por la intervención de un redactor más moderno que el salmista. No vamos a discutir aquí las dificultades técnicas que plantea esta hipótesis. De ser cierta ésta, habría que admitir que el autor del complemento dio por su cuenta un sentido abiertamente mesiánico a una experiencia más particular y menos universal. Este autor de la segunda redacción sería por ello testigo de un momento importantísimo en la andadura de su pueblo.
Lo importante que hemos de retener es que, si se tratara incluso de un texto compuesto entera y directamente como una profecía, sería indispensable entender ésta a la luz de unas experiencias históricas vividas, antes de su enunciación, por el profeta y por el pueblo.
Máscara y figura: Ester
Por otra parte, el carácter misterioso de la realidad mentada por el salmo no proviene únicamente de los siglos que nos separan de él. La forma misma en que está escrito lo mantiene distante de cualquier acontecimiento demasiado particular. Este salmo no existiría sin un cierto distanciamiento de la salvación esperada o de la desdicha conmemorada, lo que supone a la vez, en cualquiera de los dos casos, una distancia con respecto al acontecimiento. Esta situación, su carácter de generalidad, hacen que el salmo resulte adecuado para ser repetido en circunstancias variadas y por personas diferentes, y así ocurrió desde el período bíblico, una vez que los salmos fueron recogidos en uno o más cuerpos. Desde el comienzo de este libro (capítulo 2) he venido comparando los salmos con un vestido. Pero hay textos que cubren incluso aquello que expresa la intimidad mayor de nuestra alma, es decir nuestro rostro. Por ello me atrevería a comparar ahora los salmos con máscaras, sobre todo por el hecho de que una misma máscara puede ser portada sucesivamente por distintos actores.
La máscara más representativa de todo el Salterio sería aquella sobre la que ha sido pintado un doble rostro. Habría que trazar en este caso una barra, una línea vertical sobre su mitad, reservando uno de los lados para un medio rostro lloroso y el otro para un medio rostro riente y alegre. Ello correspondería a otro aspecto de la naturaleza de toda máscara: sin constituir una mentira, toda máscara oculta la verdad. Del mismo modo, la alternancia de nuestras risas y nuestras lágrimas mantiene oculto el verdadero rostro de la unidad inexpresable hacia la que nos guía Dios. La máscara es provisional. Llegará la verdad. Así lo esperamos.
/Est: El salmo 22 fue atribuido por tanto y ya en la tradición y el uso más antiguos del pueblo de Israel a unos «actores» sucesivos. Entre las reposiciones interpretativas de nuestro poema, la que goza del favor del Midrash Tehillim podrá parecer sorprendente. Según este comentario, las palabras del salmo podrían aplicarse sobre todo al personaje y a la historia de Ester. Desarrolla esta aplicación, versículo por versículo, más extensamente que cualquier otra. Esta preferencia, naturalmente, ha de situarse en las convenciones de un comentario que prescinde de cualquier preocupación histórica. Merece, sin embargo, nuestra atención. Hace justicia, en efecto, al doble carácter individual y colectivo de nuestro texto. Ester es ciertamente un personaje real, por ser la esposa del gran Asuero, cuyo imperio se extiende «desde la India hasta Etiopía». De la reina depende la suerte del pueblo entero, pues el libro no parece contar con la posibilidad de que haya judíos residentes fuera de tan inmenso territorio. Y contra todo este pueblo acaba de dictarse una sentencia de muerte cuya fecha de ejecución colectiva ya ha sido fijada. El pueblo vive ya su propia muerte por anticipado. Ester pone su vida en peligro para salvar a su pueblo; luego se salva ella misma y salva a todo Israel, haciendo que a las lágrimas y al ayuno suceda la exultación. Vienen a continuación los días festivos, dedicados a hacer regalos y a dar a los pobres (Est 9,22), pasados los cuales, los judíos dan muerte a los que se habían confabulado contra ellos. Amán, en particular, que había tramado y organizado el exterminio de los judíos, será colgado de una horca, la misma que él había hecho levantar para el padre adoptivo de Ester, Mardoqueo, pero no sin antes haber paseado a Mardoqueo con vestiduras reales, sobre un caballo real, tratamiento honorífico que había dispuesto para sí mismo. Este relato violento y lleno de contrastes pretende explicar el origen de la fiesta judía de «las suertes» o Purim En su celebración popular, esta fiesta es comparable a nuestro carnaval. Ciertamente, en nuestro caso se realiza en sentido inverso el paso del ayuno al banquete. Pero en ambos casos es la fiesta de los disfraces. Todos se presentan vestidos de una manera que no corresponde a su verdadera condición. El día de los Purim, cualquiera puede encontrar a Mardoqueo donde esperaba ver a Amán, es decir sobre un caballo real y revestido de oro, del mismo modo que puede encontrarse con Amán colgado del patíbulo que se destinaba a Mardoqueo. Dicho de otro modo, el Libro de Ester es la leyenda de la fiesta de los Purim y la fiesta de los Purim es la fiesta de las máscaras.
Este comentario nos anima. Nos incita a volver sobre la comparación que nos hemos atrevido a hacer más arriba al comparar los salmos con una máscara, y sobre todo el salmo 22. No ha de exagerarse esta particularidad, pero los cristianos no negarán que el salmo 22 ha jugado un papel muy característico (no único) en la meditación de la suerte final de Cristo, desde los comienzos de su fe. Si se preguntan por qué fue elegido este salmo, descubrirán que este salmo existe por sí mismo, con su densidad propia, independientemente de que lo tomara luego el Evangelio. Entonces se les muestra que ningún otro salmo ha puesto en escena con tanta claridad no ya los detalles, sino ante todo los rasgos constitutivos de una situación, caracterizada por el avance progresivo de la muerte hacia su presa. Ningún otro texto posiblemente ha logrado, al describir tan netamente ese avance, hacer tan presente el término.
Pero la agudeza dramática del texto, al hacer tan sensible el límite, hace sensible al mismo tiempo lo que está más allá del límite. Si Dios es capaz de salvar al hombre que tan cerca ha llegado ya de la muerte, ¿qué hace por el hombre al que ya ha dado alcance la muerte? Está claro que el salmo 22, que tan cerca llega de ese límite, no acaba por tocarlo. Podemos decir, sin embargo, que cuanto más se acerca, tanto más aumenta nuestra impaciencia. A causa de una paradoja muy natural, cuanto más cercano está el término, más sentimos que aún no ha llegado. Así está lo que hace de nuestro salmo un exponente típico de la situación sálmica: indica en qué dirección se mueven los restantes salmos.
Los versículos 8 y 9 concurren a imprimir en nosotros esa sensación angustiosa del tiempo contado. Los burladores lanzan su reto y se concierta una cita. «Si Dios lo ama», habrá de actuar ahora. La víctima «contaba» con el Señor, pero «contando» el tiempo: cada segundo es una victoria para sus enemigos y el tiempo se acelera, pues el cuerpo es la medida del tiempo que huye y finalmente se para. El reto señala a Dios un tiempo para actuar. La historia bíblica nos ofrece numerosos ejemplos de esta situación. Pero la situación del salmo es aquí de una simplicidad radical. Lo que mide el tiempo no es un reloj de arena que se vacía: el tiempo es medido por un cuerpo humano que se agota. Los burladores pretenden que creerán en Dios si le ven actuar antes de que ese cuerpo llegue al final. Varias veces declara también el salmista que Dios no le seguirá más allá de la muerte. ¿Harás tú maravillas por los muertos? (Sal 88,11). Pero esta pregunta se hace desde la perspectiva de la fe. Por el contrario, los que se «burlan» diciendo: «¡Que lo salve!» dejan al descubierto su mentira: creerán, afirman, si Dios interviene ahora. Pero es una forma de afirmar brutalmente que Dios no puede hacer nada cuando la muerte ya está ahí. Se diría que este reto va a obligar a Dios a actuar de tal modo que su acción resulte invisible. Este salmo presenta como un último impulso hacia el umbral de la verdad, hacia el emplazamiento de la palabra no sonora (sin que resuene su voz; Sal 19), pero cuyo sonido atravesará toda la tierra.
Con respecto, sin embargo, a ese umbral, la situación del salmo se mantiene a una distancia, y ello en un doble sentido.
Situación de distancia: los textos no quedan exactamente en el punto que indican. Ese punto es el límite extremo, la muerte, del que no procede ningún sonido, ningún texto, porque la muerte hace hablar, pero no habla. Ese punto es también la salvación que libera de la muerte, pero de ese punto no proviene ningún texto, pues los que han sido salvados de la muerte no hablan. Pero si verdaderamente han sido salvados de ella, sucederá únicamente que los textos que hablaban de su salvación, aunque hayan hablado a distancia de la muerte, resultarán completamente verídicos. Hablarán de la muerte superada.
La distancia puede captarse también en el hecho de que el sujeto sometido a la prueba hasta el final ya no nos habla. Llega hasta nosotros únicamente por su escrito, que no es él mismo. Este elemento intermediario, el escrito, recibe su existencia de todas las condiciones que la sociedad impone a su comunicación. Ello resulta más especialmente notorio cuando el salmista escritor es un individuo distinto de la víctima, cuando se le ha «ordenado» comunicarnos su palabra, cuando actúa como intercesor. La sociedad queda entonces autorizada a percibir sus derechos sobre la palabra de la víctima, de forma que el salmo que sirvió para uno pueda ya servir para varios.
La distancia se mantiene, concretamente en el salmo 22 con respecto a dos límites: el que hace de la muerte un momento único y el que hace que el individuo viva una existencia única. Estos dos límites convergen con una precisión insuperable por el hecho de que el individuo muere solo. Y precisamente por referencia a estos dos límites puede justificarse la comparación del salmo con una máscara. Al describir, ante una desgracia que no es todavía la muerte, una salvación que no es todavía la victoria sobre la muerte, el texto enmascara el momento supremo. Pero a la vez, por el hecho de ser intercambiable entre varios individuos, el texto es máscara y no rostro.
Esta comparación podrá sorprender y hasta desconcertar. Pongamos más en claro su sentido cambiando el término de máscara por el de figura, más tradicional. Cuando la pérdida representada no es aún de verdad la pérdida, porque la muerte queda distante, la salvación representada tampoco es aún la salvación, y por ello es llamada «figura» de la salvación, pues la figura es (en la acepción que la tradición cristiana ha dado a este término) una realidad que aún no ha alcanzado su verdad terminal. La figura es más un papel que un rostro: se «hace figura» de héroe o de traidor, se «figura» en una lista de invitados o de sospechosos.
Al decir que nuestro salmo contiene una figura de la salvación, con ello designamos a la vez lo que lo separa de la victoria radical de Cristo y lo que, sin embargo, lo relaciona con ella, con la unicidad irreemplazable de su persona. Pero aún hemos de recoger, por la vía de otras palabras de procedencia diversa, otras promesas aún más completas. Para ello habremos de dar un rodeo a través de los libros de los profetas, semejantes al que acabamos de dar por el Libro de Ester.
Decir que los salmos se mantienen a distancia del límite en que el individuo se revela como absolutamente único y a distancia del límite en que se levanta el velo de la muerte no tendría mucho sentido si ese límite no hubiera sido alcanzado un día y formulado en el mensaje de Israel. Ni siquiera hablaríamos de distancia si no nos fuera conocido el término y pudiéramos creer que los salmos son la única palabra de la Biblia. Pero es largo el camino hacia la última palabra. Algo así como en la montaña: creemos estar cerca de la cumbre, pero durante la marcha se van descubriendo nuevos valles y nuevas alturas que nos separan de ella. Esta cumbre es la victoria de Cristo, pero de ella nos separan numerosos relieves.
Hay una de esas etapas que no podemos silenciar. Es la llamada profecía del siervo doliente (Is 52,13-53,12), texto introducido posteriormente en el libro del «segundo Isaías» (Is 40-55), que data del exilio. Vuelva el lector sobre ese texto tan conocido, sopese sus palabras y compare después su mensaje con el del salmo 22. Podrá verificar el cambio que se produce cuando se llega efectivamente al «límite». Nos son muy mal conocidas las diferencias, en cuanto a realidad histórica, que separan el salmo 22 de este texto, pero advertimos la novedad aportada por el texto más reciente, el texto profético. Desde un punto de vista externo y a la vez esencial, la novedad principal consiste en que, en esta profecía, ya no escuchamos a un hombre que habla de sí mismo. El inculpado, el condenado ha desaparecido por haber atravesado ya el «límite»:
Sin
defensa, sin justicia, se lo llevaron...
Lo arrancaron de la tierra de los vivos (Is 53,8).
El «siervo» habló en primera persona a lo largo de los poemas precedentes. Una vez que ha muerto, ya no oímos hablar de él sino en tercera persona. A partir de esta novedad se organizan las restantes novedades del texto profético. Podemos agruparlas conforme a cinco aspectos principales.
1. Una de las voces que hablan del siervo es la de Dios, que declara justa a la víctima enviada a la muerte y anuncia que este justo recibirá luz, poder, riqueza y posteridad. La otra voz es la de los hombres, pero es una voz polifónica, de modo que no siempre resulta fácil distinguir con seguridad las distintas partes del coro. La esencial, sin embargo, está fuera de dudas: Dios hace inocente a la víctima, mientras que los hombres se declaran culpables.
Antes de morir, el justo es «oveja muda», y el gran silencioso después. No pronuncia ningún salmo. Pero Dios y los hombres hablan entre sí a propósito de él. Lo maravilloso de esta profecía es que Dios no acusa a los hombres. «Es justo», dice Dios señalando a la víctima. «Somos culpables», dicen los hombres, y hablan sin que Dios los acuse. Pero, ¿cómo se saben culpables? Porque Dios ha pronunciado una sentencia que les contradice, después de que acusaron al justo y lo declararon pecador. De no haberse dejado llevar hasta ahí, jamás hubieran descubierto su pecado. El mal que atribuyeron al justo les es revelado de pronto en su verdad, en virtud de un relámpago de luz que sólo podía venir de Dios y que los ilumina: el mal estaba en ellos. Así, aunque el siervo no pronuncia ningún salmo, escuchamos cómo hablan los mismos que en el Salterio son los oponentes perpetuos del salmista. No hemos salido del universo de los salmos. Primero, por el hecho de que la sentencia divina declarando inocente y glorificando al suplicante puede llenar el espacio que los salmos suelen dejar vacío, el de la respuesta. Luego, porque los hombres que acusaban mentirosamente al enfermo y agonizante reconocen que han sido salvados por la apariencia del mal, pues se habían perdido por la apariencia del bien. Ya no se vuelve a hablar de ellos, sino que son ellos los que hablan, pues reconocen su mal. Pero quien conoce su mal, a condición de que ello se produzca a la luz de Dios (que es el único que verdaderamente puede esclarecer la situación), ya está curado, justificado, pues, como expresa Pablo admirablemente, «todo lo que está al descubierto recibe el influjo de la luz» (Ef 5,14). Y lo cierto es que Dios justifica a los hombres mediante la muerte del justo: Lo que el Señor quiere prosperará por su mano (Is 53,10). El profeta dice incluso que el Señor, por elección, lo condujo a este dolor: este cuerpo doliente del siervo es el libro, escrito por el hombre y no por Dios, en que Dios, como un maestro que ha sabido esperar, muestra al hombre cuál es su pecado, para que, viéndolo, se corrija más radicalmente de lo que hubiera sabido hacer bajo el golpe de una acusación.
2. De ahí que Dios haga algo más que declarar a los hombres la justicia del inculpado. Les anuncia también que esa misma justicia los justifica ahora a ellos:
Mi
siervo justificará a muchos,
porque cargó con los crímenes de ellos (Is 53,11).
Dios da al inocente el pecado de los hombres haciendo que cargue con «la semejanza del pecado» y da a los hombres la justicia del inocente.
Este intercambio resulta más extraordinario aún que el celebrado por Israel al conmemorar a la reina Ester bajo el disfraz de los Purim. Había una horca, lugar de deshonor, y había un puesto de honor para el elegido del rey. Pero el que los paganos esperaban ver en la horca resulta que está en el puesto de honor, y a la inversa: Mardoqueo y Amán cambian de lugares, pues hay dos lugares, y eso es lo que celebra la alegría bulliciosa de la fiesta. La profecía del siervo ha avanzado un grado más hacia el límite. Ya sólo queda un lugar: el patíbulo que se cambia en trono y a la inversa. Sólo cuando el justo haya perecido en el patíbulo, en el que Dios ve un trono, dará Dios a los hombres su propia mirada.
3. ¿Cómo da Dios a los hombres su propia mirada, sino hablándoles? Momento decisivo en la historia de los hombres aquel en que de todas las naciones se alza una voz:
¿Quién
creyó nuestro anuncio?
¿A quién se reveló el brazo del Señor? (Is 53,1).
El oído que escucha la sentencia de Dios es el de la fe; el día en que se proclame que el justo y el pecador han cambiado de lugar, «¿quién creerá?», ¿quién tendrá esa fe? En efecto, se ha franqueado el límite, y de ahí que el anuncio sea el del Único. Momento único de la muerte, marca única del individuo:
Ante
él los reyes cerrarán la boca,
al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito (Is 52,15).
Sólo la voz que es más voz que ninguna y no simple sonido, la voz «aún no oída» puede transformar la mirada. Los reyes, destinatarios cuya presencia indica que la palabra de Dios ha atravesado numerosas naciones, ¿son los mismos que cuentan su conversión? ¿No se tratará más bien de un solo pueblo, cuya transformación es narrada a los reyes como un hecho inaudito, que los transformará a ellos también? En cualquier caso, unos hombres («nosotros») narran lo que han visto. La mirada que transforma la palabra es una mirada que nada tiene ya ante sí, una mirada fija en algo que ya no está allí. La desaparición hace que aparezca la verdad. La maravilla consiste en que unos hombres que narran multiplican los términos relacionados con el mirar, pero no tienen ninguna visión que contar, ninguna visión que justificara directamente su conversión: no han visto al siervo elevado junto a Dios en su justicia. Haber escuchado una voz de Dios que no es un sonido (silenciosa como la voz creadora) basta para que vean una cosa distinta en aquello mismo que ayer dejaba sorprendidos sus ojos: ahora «contemplan» (Is 52,15). El signo de que el acusado, ayer, era justo es que ellos, hoy, se libran de su pecado en la misma medida en que lo miran con ojos distintos. Su justicia está en ellos. Aún no ha partido y ya pueden oír cómo Dios dice que «dará una multitud» a su siervo (Is 53,12). Dejar de ser pecador es ser «dado», al justo, y todo ello ocurre en el mismo momento.
4. Mirar con ojos distintos supone ya cambiar de cuerpo. El «ver» ocupa en el relato del siervo un lugar extraordinario, como acabamos de decir, incluso una vez desaparecido el siervo mismo, cuando ya no hay nada que ver. Pero hemos de decir también que cuando estaba allí el siervo, su apariencia negaba a la vista cuanto ésta pueda apetecer. Su vista, en efecto, «ponía espanto», y su aspecto aparecía «desfigurado», hasta el punto de no mostrar ya «apariencia humana» (Is 52,14-15):
Lo
vimos sin aspecto atrayente,
despreciado y evitado de los hombres...
ante el cual se ocultan los rostros (Is 53,2-3).
No es que los espectadores de ayer vean unos rasgos distintos en el siervo, sino que lo miran con otros ojos. Habituados a mirar la figura, ven al «desfigurado». Ven el mismo cuerpo, pero tal como es. Lo ven como cuerpo de justicia, mientras que antes les parecía cuerpo de deshonor y vergüenza. Pero, ¿por qué lo ven así? ¡Que el Señor nos ayude a comprenderlo! Porque quien se niega a reconocerse pecador se ve en la necesidad absoluta de atribuir su pecado a otro y transformarse, como Satán en acusador. ¿Por qué se habría de negar un hombre a reconocerse pecador? Porque todo pecado es una mentira y el hombre se avergüenza de ser un mentiroso. ¿En qué consiste esta mentira? En creer en la muerte. Y como no podemos mirar de frente, porque es imposible a los ojos hechos para el bien, esa muerte en que ponemos nuestra fe, nos vemos obligados a mentir. Pecar es creer en el poder de la muerte. La Biblia no ha cesado nunca de enseñarlo. Porque creemos que la muerte nos roba a nosotros mismos, robamos a los demás su propio ser, de forma que el pecado causa siempre un daño a los demás. La muerte posee un poder cierto, el de acusarnos. Nosotros la creemos, ella toma lo que le damos, nos acusa a cambio y de ahí que nos resulte imposible no acusar a quienes queremos robar su propio ser. El soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron (Is 53,4-5).
La complicidad con nuestra muerte nos extraña de nosotros mismos, de forma que, perdidos para nosotros mismos, perdemos también a los demás. Llama la atención que los hombres que hablan en la profecía del siervo no se acusen de haberle dado muerte, sino únicamente de haberle acusado (como hacen tantos «adversarios» en los salmos) porque su cuerpo había sido herido. El ser cómplice de su propia muerte los aliena de tal modo que toman por pecador al justo por el mero hecho de verle morir. Esa es precisamente la alienación que impulsa a matar, pero han sido pocos los hombres que han tenido efectivamente la oportunidad de dar muerte al justo, mientras que todos llevan en sí aquello que es causa de su muerte. El drama infernal de la historia ha sido incluso organizado de tal forma que quienes no mataron al Justo con sus propias manos han pretendido construir su justicia acusando a los que juzgaban más cercanos a ese gesto, y esos acusadores terminaron por revelar de ese modo que en sus corazones anidaba la muerte.
5. La muerte nos despoja de nosotros mismos cuando la creemos. El Justo nos restituye a nosotros mismos para una vida que es la suya si le creemos. La profecía del siervo incluye el anuncio de una victoria del siervo sobre la muerte, pero la enuncia de una manera sumamente implícita, más bien indirecta, mientras que su muerte es enunciada sin ambigüedad alguna. Lo cierto es que no vemos cómo pueda beneficiarse de las distinta promesas, a menos que, habiendo muerto, esté vivo ahora. Sin embargo, el acento se carga en la nueva relación que se establece después de su muerte entre él y las multitudes, que no serán sanadas de su pecado a menos que se les transfiera la justicia del siervo. Pero la profecía no afirma que el siervo pertenezca a las multitudes. Así lo dicen, como sabemos, quienes piensan hoy que Cristo nos legó su herencia y todo lo mejor que poseía, y que nosotros no hemos de buscar tras la palabra «resurrección» otro sentido que éste: «Cristo nos pertenece». La profecía, por el contrario, dice que son las multitudes las que pertenecen al siervo. Es perfectamente cierto, sin duda, que todo nos pertenece, incluido Cristo, pero nosotros «pertenecemos a Cristo» porque Cristo vive y vive para Dios. De ello se deriva una consecuencia importante: nuestra fe en la resurrección del Justo quedará mutilada y en precario si al mismo tiempo no creemos que le pertenecemos, si no reconocemos el pecado como propiedad nuestra, esa propiedad de la que nos despoja al liberarnos de nuestro apego a la muerte. Creer a Jesús salvado de la muerte y convertirse del propio pecado son uno solo y el mismo acto.
«El mayor de una multitud de hermanos» (Rm 8,29)
Entre el salmo 22 y la profecía del siervo hemos dado un gran paso. Sabíamos ya que para entender los salmos en la fe cristiana era preciso ir mucho más allá de los mismos salmos. Jesús recorre toda la Biblia con los discípulos de Emaús, no sólo uno de sus libros aislado de los demás. Era preciso, por tanto, «abrir el Libro» de los salmos, como hemos hecho para empezar esta obra, pero también era preciso salir enseguida de los salmos, como acabamos de hacer. El camino sólo se conoce por su término, y el espacio sólo se mide desde sus límites. Puede decirse que la profecía del siervo (y algunos otros textos) acotan los salmos o los contienen. Una vez que Dios ha tornado al Justo en el límite mismo de la muerte, todos los demás límites de los salmos son franqueados. En particular, la confesión y el perdón se dan curso libre. En el salmo 22, el desprecio del pueblo hacia el condenado, la burla que deja vacía de sentido la alabanza habían de entenderse como pecados. Nada impedía, pero tampoco obligaba nada a entender que los «hermanos» del salmista habían sido sus enemigos antes de reconciliarse con él. Pero su transformación queda en la sombra. No se introduce en el drama el dolor del corazón quebrantado, tal como lo expresa el salmo 51. En la profecía, por el contrario, el pueblo confiesa y el siervo perdona.
Y a pesar de todo, esta diferencia de densidad entre los dos textos no impide que el salmo 22, distante del límite, quede para siempre asociado al momento del límite. Con ello llegamos quizá a la más hermosa de nuestras sorpresas: la paradoja más maravillosa está en que el Único, al tocar el momento único del límite, nada dice que pueda considerarse único. Dice algo que es de todos. Mateo y Marcos ponen en labios de Jesús las primeras palabras del salmo 22: Eli Eli lemah sabachtani como su última palabra. El Único entra en el modelo, cubre su rostro con la máscara que han llevado tantos suplicantes. Y es que él, que poseía la «forma de Dios», vino para llevar nuestra figura. Pero esta figura nuestra pasa a ser en él rostro único, pues quedará marcada a partir de ahora con su impronta. Al dar su vida a los hombres, el siervo, el Único, el Cristo da su verdad a sus palabras. No hay necesidad ya de cambiar de palabras, ya que a los «términos» del salmo sólo les faltaba haber llegado a su «término», su límite en que las palabras se hacen verdaderas. El texto queda definitivamente transformado en virtud de esta nueva marca por el hecho de que también la comunidad ha sido transformada, no se vería que ha sido ella la transformada de no ser por sus palabras, que se mantiene. La más cara de la comunidad pasa a ser su verdad, y esta verdad no es ya una verdad general, pues franqueó ya la doble distancia que la separaba del Único, la del momento y la del rostro. Pero lo único no se reduce a Jesucristo, pues Jesucristo murió para dilatarse hasta alcanzar a todos. Un grano podría haber permanecido solo, pero murió para convertirse en espiga numerosa. Sin embargo, al dilatarse no pierde esta cualidad de único, y es precisamente esa cualidad lo que comunica. ¿Cómo es posible comunicar algo que es único?, dirá alguien. Pero, ¿qué se pretende comunicar sino precisamente algo que es único? A causa precisamente del precio incomparable de esa comunicación estiman los hombres el amor más que cualquier otra cosa. En Dios corresponde al Espíritu comunicar aquello que Dios tiene de incomunicable y que llamamos santidad: lo propio de Dios. Pero también por ese motivo es llamado Espíritu de amor el Espíritu Santo. El momento único de Cristo, su término, su «hora» llega al fin y entonces es comunicado este Espíritu. Pertenece a Dios compartir lo que es único, y la fe nos enseña que ésa es la misión del Espíritu Santo: inscribir en el pueblo de Cristo el rostro no intercambiable de Cristo. Ni Mateo ni la Carta a los Hebreos se equivocan acerca del verdadero sentido del salmo 22 cuando lo utilizan para decir que Cristo se encontró aislado de los hermanos.
Jesús purifica los salmos al pronunciarlos: no será preciso cambiarles la letra para que los penetre el Espíritu. Pero siempre ha podido ser utilizada la letra como máscara y la máscara no es la verdad. No hay máscara que no lleve consigo alguna mentira: las palabras comunes a todo el pueblo ocultan el retraso del pueblo con respecto a sus palabras. Si el hombre es pecador, ¿cómo no iban a abusar de la letra la mentira y la violencia, hasta buscar un refugio en las mismas Sagradas Escrituras? Jesús viene a expulsar el pecado de ese refugio. Y lo hace revistiéndose de las Escrituras. Mientras no es revelada la verdad, dolor y gozo se aferran cada cual por su lado a su propia verdad. La verdad y la justicia, por el contrario, al arrebatar el dolor y el gozo, los unifican de modo que ya no hay máscara alguna, pues en el hombre se borra la dualidad: la barra, el trazo que separaba, une ahora. En la cruz ya no hay distancia entre lo escrito y lo dicho: se ha cumplido la escritura. La muerte viene a ser únicamente la supresión de todo cuanto sirve para ocultar, final de la máscara y la figura. El momento de Ia pasión de Cristo arrebata a la visión todo lo que ésta creía captar: «Ya no tenía aspecto». Cristo ha llevado hasta la muerte las palabras de los salmos que habían sido pronunciadas de este lado de la muerte, y al vencer, primogénito de entre los muertos, nos devuelve esas mismas palabras que nos había tomado en préstamo. El nuevo nacimiento de Cristo lo convierte en autor de los salmos y hace verdadera la afirmación de que su letra había sido inspirada por el Espíritu. En adelante, los bienes corporales descritos por los salmos son los bienes de nuestro cuerpo de justicia y los males corporales son los de nuestro cuerpo de injusticia. Nosotros no deseamos ya una victoria sobre otros enemigos que no sean el mal. Lo reconocemos ante todo en nosotros mismos y pedimos justicia contra ese mal en nombre de Cristo justo. La letra opaca, en lugar de extraviarnos en la dualidad de la máscara, en la ambigüedad de la figura, nos hace entrar en la noche que es luz:
La noche es clara como el día (Sal 139,12).
El cristiano reviste en este caso el salmo de un pueblo y la vez el salmo de uno sólo, el salmo de Cristo. Puede recitarlo igual que un «Padre nuestro», y no sólo a causa de la bondad divina, sino también porque participar en el momento del límite, en la salvación sin figura, en la resurrección es renacer nuevamente de Dios y tenerlo por Padre. El cristiano sigue entonces la lección del Hijo, que nos ha enseñado magistralmente cómo unir alabanza y súplica al suplicar que el nombre de Dios sea alabado a través de nuestras vidas, de nuestras muertes: santificado sea tu nombre. Grita con el Espíritu por la creación futura: venga a nosotros tu reino, pero no por ello abandonan sus pies el camino de la tierra, ya que aspira a ver cumplida la voluntad de Dios en la tierra como en el cielo. La creación lejana no le hace olvidar ni su cuerpo ni la creación cercana, y se mantendrá en el instante si Dios le da cada vez el pan cotidiano. No siente rubor de proclamar ante Dios su justicia, pues se atreve a asegurarle que perdona. Pero en el mismo momento se declara pecador, pues pide ser perdonado. Aquí resultan indisolublemente ligadas la confianza de recibir la justicia de Dios y la acción que hace de la justicia mi gesto y mi decisión. No ha terminado la lucha, aún estamos en peligro de tentar a Dios en lugar de suplicarle, y el enemigo que nos tienta, cada vez que la historia humana se aproxima a su fin, es de todos modos más fuerte que nosotros. ¿Cómo no habríamos de orar? Pues lo que podríamos olvidarnos de ver detrás de nuestros males y también detrás de toda clase de bienes, el mal, es algo de lo que sólo Dios puede librarnos cuando haya vencido «al último enemigo que es la muerte» (1 Cor 15,26).
Los salmos, igual que el «Padre nuestro», son a la vez la plegaria del hombre vivo y del hombre moribundo. Pueden tomarse como una plegaria por los muertos y también como una plegaria por los vivos. Es muy hermoso pensar que estas dos plegarias pueden ser una misma.
No tendría ningún sentido la resurrección de Cristo si no pudiéramos verla como una puerta que hace posible la comunicación en los dos sentidos entre la vida divina y la nuestra. La muerte es un umbral que se puede franquear hacia Dios, pero éste es sólo un aspecto de la enseñanza cristiana. La vida hacia la que caminamos es también (y éste es su otro aspecto), la misma que viene hacia nosotros para darnos alcance en el «más acá», aquí mismo. La vida es un camino; lo fue ciertamente la vida del salmista, la vida de Cristo, y lo es la nuestra. Creer que Dios se manifiesta en el término, en el límite, pero que está ausente a lo largo de la ruta, es salirse de la fe cristiana. Si alguien dijera: «Cristo resucitó, pero los salmistas se ilusionaban al creer que Dios podía intervenir en los asuntos de su vida», ofendería no sólo a la fe de los salmistas, sino a la fe que cree en la resurrección. Cristo, al que Dios hizo «el mayor de una multitud de hermanos» (Rom. 8,29), está con nosotros ya a partir de nuestra vida mortal por el poder de su cuerpo resucitado. Dios espera finalmente hasta el término para darnos una respuesta definitiva. Pero al responder en el mismo término responde también de cuanto le precede. Al responder a su Cristo respondió Dios para siempre a los salmistas.
El salmista que, a partir de unas respuestas transitorias de Dios, deseaba a Dios y su respuesta definitiva, vivía en la fe, ya que su deseo apuntaba, a través de los signos provisionales, a lo que los supera. Nosotros mismos estamos muy cerca del salmista, ya que, si nuestro oído ha captado el mensaje último nuestra fe se ejerce aún a través de los signos cotidianos para alcanzar lo invisible y lo definitivo.
«Nacido antes que toda criatura» (Col 1,15)
La respuesta definitiva es dada una sola vez y de una vez por todas a través de toda la historia a aquel «a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello» (Jn 6,27). Las palabras del salmo 22, Eli, Eli, lemah sabachtani, expresaban ya el contraste entre la historia de las maravillas y un momento único. No es la misma diestra del Altísimo, decía ya el salmo 77 (v. 11; ver nuestro capítulo 1). Jesús recoge en su grito el recuerdo de todas las maravillas de Dios en el momento en que este mismo Dios deja que perezca de muerte injusta aquel al que eligió y amó entre todos. Toda la historia del Antiguo Testamento acompaña al Mesías de Dios hasta el Calvario, antes de que esa historia encuentre una novedad radical. un momento único.
Todos los hombres han gritado ante la muerte. Desde el jardín del Edén, Adán y Eva, inocentes aún de toda culpa, daban un sentido a la palabra «morir» (Gn 2,17; 3,3) y los hijos de Adán y Eva han introducido esta misma palabra en muchas de sus plegarias. Pero el hombre al que Dios había «marcado con su sello», como dice Juan, es el único al que ha sido dada una respuesta de Dios en condiciones tales que pudo ser anunciada a todos los hombres como un acontecimiento de victoria sobre la muerte.
Un cambio, una novedad que es pronto reemplazada por otro cambio y por otra novedad: este ritmo ya nos es conocido. Pero no es así como podemos decidir nosotros que una novedad es radical, pues hay una novedad que triunfa de la muerte y ya nunca será reemplazada por otra, una novedad que jamás parecerá antigua. Una novedad a la que nunca vendrá a reemplazar otra novedad introduce en el mundo un «ahora» permanente. Todo cuanto precede a la noticia de este ahora es antiguo. Este ahora es nuevo para siempre.
En todos los salmos se hallan los elementos de este anuncio. Sabemos ya que los temas de la creación están orientados siempre hacia los beneficios más precisos y más personales, en especial hacia el nacimiento. El salmo 22, ante la muerte, hace que resurjan todos los gritos de una traída al mundo, y el feliz desenlace, aunque vivido por un solo hombre, se transforma en mensaje para todas las naciones. Otros salmos establecen un nexo entre la creación del mundo y la salvación de un pueblo amenazado de muerte. Cantan la creación bajo la forma de un combate contra el caos y la oscuridad, contra tohu wabohu y tehom, contra el Leviatán y otros monstruos: la creación hecha figura de la salvación. Otros salmos, finalmente gritan en demanda de la salvación como una nueva creación, a la que llaman «Reino de Dios».
Cabría esperar y hasta esperamos casi encontrar un salmo que venga a constituir la suma de todos estos tipos de salmo. Un individuo al que la historia habría situado en el punto de mira de las multitudes suplicaría en él, desde el umbral de las puertas de la muerte, recordando la victoria de Dios que creó el universo con su poder, y esta victoria se habría visto cambiada en derrota, pues el suplicante al que Dios «marcó con su sello» perecería. Pero Dios terminaría por escucharle en ese momento y el suplicante anunciaría al mundo que su propia salvación inaugura para todos una nueva creación.
Pero no existe semejante salmo sintético. El salmo 22 carece de las grandes armonías de los salmos de la creación. A lo sumo podría proponerse la candidatura del salmo 89, pues reúne el tema de la creación cósmica y el de la desdicha individual de un rey. Sin embargo, los versículos que describen esa desdicha (vv. 39-46) apenas tienen relieve en comparación con el salmo 22. Aparte de que tampoco resuena en este poema la exultación del justo que ha sido salvado. Carecemos, por consiguiente, de esa composición que hemos imaginado.
Esta frustración, si tal podemos considerarla, es una experiencia familiar en el análisis de la tradición bíblica. El increíble rigor del lenguaje de las Escrituras parece trazar con la máxima precisión el lugar correspondiente a un texto posible que se obtendría al prolongar lógicamente las líneas de los textos reales, pero ese lugar permanece vacío. Al menos en la serie a partir de la cual podría ser construido. Nada hay tan rico en enseñanzas, nada es tan bíblico como ese freno impuesto al funcionamiento autónomo de la necesidad lógica, pero nunca para frustrarla, sino más bien para contenerla en su impulso.
Es cosa que viene impuesta por la experiencia y además constituye su signo. No había llegado aún el tiempo, por lo que se refiere a los salmos, de decir tal cosa con toda verdad, ni siquiera en forma de anuncio. Pero cuando llegue el tiempo, tampoco encontraremos ese salmo que nos hemos inventado. Se diría que, para tener derecho a anunciar, correlativamente a su propia salvación, la maravilla de una nueva creación, sería preciso que el suplicante hubiera podido ver cómo se cerraban sobre él las puertas de la muerte. Pero los salmos no dan la palabra a nadie que haya pasado por ese trance. Reconocemos el «salmo» esperado en la profecía del siervo doliente. Pero, como señal de que podemos equivocarnos a propósito de algo que es lógico, esta profecía respeta la reserva del Salterio, ya que una vez «excluido de la tierra de los vivos», el siervo ya no vuelve a tomar la palabra. A diferencia de Jonás, que ora después de salir del abismo, el siervo ya no habla, sino que otros hablan de él, en una palabra de fe. Este carácter de la profecía real hace que resalte aún más cuanto había de imaginario en nuestra proyección de un texto «lógico».
Al mismo tiempo, la profecía del segundo Isaías colma nuestra espera. Aquel de quien habla atravesó ya la muerte y su salvación se anuncia a todas las naciones en una proclama dirigida a la fe. ¿«Quién creerá» este anuncio? (Is 53,1). Pero el lugar que ocupa en la compilación profética, este evangelio anticipado es de la misma naturaleza que el mensaje de toda la creación, a la vez original y nuevo. La gran voz profética del exilio habla constantemente el lenguaje de los salmos de creación. Su convergencia se realiza, por consiguiente, no a nivel del Salterio mismo, sino en otro conjunto textual, y ahí es donde se lleva a cabo una conjunción perfecta entre el mensaje del origen del mundo, que concierne a todas las naciones, y el anuncio de una victoria sobre la muerte, acaecida en Israel para ser proclamada a los reyes y a los pueblos.
Desde el nivel de la profecía del exilio se va construyendo una armonía. Armonía entre el silencio del siervo, mudo ante la muerte, mudo en la muerte, y la fe que, ella sola, es capaz de entender. Armonía también entre el silencio y la palabra de la creación, pues aquí no se trata ya de un lenguaje positivo y cerrado que designaría a Dios como un ser particular. El segundo Isaías deja con razón que se desaten las grandes oleadas del silencio cósmico para hacer que callen todos los dioses que no son Dios. La palabra de la creación es palabra sin sonidos (Sal 19), noche luminosa (Sal 139), camino sin rastro en el mar (Sal 77). Eso es lo que surge del origen. Pero tampoco es la palabra de la creación un lenguaje negativo y cerrado: la palabra sin sonidos salta desde el Oriente y su órbita llega hasta el otro extremo (Sal 19,7), para que el origen aparezca en el término y la purgue de sus apariencias.
Entre el Oriente y el Poniente de la duración, la historia va acumulando todo lo que es único y lo dispone para que aparezca el absolutamente Único. De este modo, de horizonte a horizonte, de letra a letra, se cumplen las Escrituras.
PAUL
BEAUCHANp
LOS SALMOS NOCHE Y DÍA
Ediciones
CRISTIANDAD
MADRID-1981. Págs: 217-251
4.
EL SILENCIO DE DIOS
Cristo ora con el salmo
Uno de los momentos más impresionantes de la pasión de Cristo es cuando pronuncia aquellas palabras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Expresan todo el drama espiritual que sufre en medio de los tormentos de la cruz. San Marcos y san Mateo nos han transmitido estas palabras, incluso en la lengua original: "Eli, Eli, lama sabactani?" Si todos recuerdan fácilmente estas palabras que inspiran un hondo sentimiento de admiración hacia el crucificado agonizante, no todos sabrán seguramente que las palabras de Jesús son el inicio del salmo 21, y que él probablemente lo continuaría rezando, siendo consuelo para su alma y realización de una palabra profética sobre el Mesías. A la luz de este salmo, la cruz no era un fracaso, no era una derrota de uno que se había excedido en ilusiones mesiánicas: era el cumplimiento de un plan trazado por Dios y desde antiguo anunciado a su pueblo de Israel. "El misterio de la cruz, escándalo o locura, aparecía a la luz del salmo 21 como el misterio de la fuerza de Dios" (Scheifler). Cristo en la cruz ora con el salmo 21. Toda su vida ha orado, como buen israelita, con los salmos de la Biblia. El los ha constituido en alimento de su alma. Los ha hecho suyos, se ha identificado con ellos, les ha dado cumplimiento. Y así no es de extrañar que en el momento de su agonía vengan, diríamos espontáneamente, a su mente y a sus labios, las oraciones sálmicas más apropiadas. Concretamente el salmo 21, que es uno de los más conmovedores del salterio.
Con un vivo realismo describe este salmo la situación límite del justo doliente, cubierto de toda clase de males, físicos y morales, hundido en su espíritu no menos que maltratado en su cuerpo. Con voz profética ha ido anunciando los dolores indecibles que arrollarían a aquél que sería más tarde el Salvador de su pueblo.
El Siervo de Yahvé
Nuestro salmo tiene, en el Antiguo Testamento, un paralelo impresionante, también muy conocido del pueblo cristiano: el canto del Siervo de Yahvé, del profeta Isaías (52,13—53,12). Son dos textos muy afines.
El texto de Isaías es más bien una profecía mesiánica sobre lo que sufriría el Siervo de Yahvé para la redención de los hombres. El profeta contempla al Mesías en su aspecto doliente y redentor. El salmo 21, aun siendo también una profecía mesiánica, expresa la realidad de un hombre justo, el salmista, que ha vivido en carne propia las amargas experiencias que describe.
Leemos en Isaías: "No tenía apariencia ni presencia; le vimos y no tenía aspecto que pudiéramos estimar. Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y conocedor de todos los quebrantos, como uno ante quien se vuelve el rostro, menospreciado, no le tuvimos en cuenta. Y con todo eran nuestras dolencias las que él llevaba y nuestros dolores los que soportaba. Nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado. El ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas" (/Is/53/02-05). El salmo 21 se expresa en primera persona. Es el mismo hombre que sufre el que describe su dolor. Su descripción es algo vivencial, que sufre en carne viva. Algo existencial que afecta a todo su ser.
Y lo primero que manifiesta es el sentimiento de ser abandonado de Dios. El silencio de Dios: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes".
El salmista se siente desamparado, como olvidado de Dios. Y esto le hunde en un abismo de tristeza y de angustia:
"Mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas".
Experimenta la lejanía de Dios, el trauma de la separación de aquel Dios que tanto había amado, el desengaño de no ser escuchado por aquél que siempre lo había socorrido, como antes había ayudado a su pueblo. ¿Por qué él será distinto? ¿Por qué Dios no le atiende?
Juntamente con la angustia del corazón viene la aflicción moral, la humillación psicológica, los desprecios y las burlas de sus enemigos que le zahieren cínicamente con sarcasmos. El se considera tan humillado, se siente tan hundido que se tiene como un gusano despreciable, como nada.
Y por si fuera poco, el mal físico. Un mal intenso y extendido por todo su cuerpo consumido por la fiebre, abrasado de sed, con los huesos descoyuntados; se siente como ajusticiado, con las manos y los pies ligados (o taladrados). En una palabra, se siente perdido, anonadado. Se ve en las puertas de la muerte. El realismo más expresivo ha llenado esta descripción, fiel reflejo de un dolor total, abrumador. Así sufría el salmista. Así sufrió el Siervo de Yahvé, el Mesías.
El alma del salmista
Con todo, en esta situación dolorosa y angustiosa, el salmista no ha perdido la confianza en Dios. El Dios en el que él siempre había creído y en el que siempre había esperado, continúa siendo el Dios de su vida. A pesar de las tinieblas, espera la luz; a pesar de que todo parece perdido, él confía en Dios.
Este hombre sufre lo indecible, pero no pierde la paz interior. Su fe le ayuda a no desesperar. Es un hombre creyente y justo. En su oscuridad acude a Dios y le suplica con humildad y confianza. No se rebela, no recrimina, no prorrumpe en imprecaciones de ira o de rencor.
A pesar de su dolor vivísimo se mantiene sereno. No se desata en maldiciones contra sus enemigos o contra su destino. Ninguna venganza, ningún resquemor ofuscan la bondad de aquel corazón que no llega a considerar ni siquiera sus sufrimientos como consecuencia del pecado. "Ningún otro salmo nos presenta un alma tan bella, tan pura, tan cercana al Mesías, como la que aquí expresa sus desgracias" (A. Feuillet).
Por esto, no sólo por sus sufrimientos, por los detalles impresionantes de paralelismo con los dolores de Cristo en la cruz, sino también por la transparencia del alma de este justo que sufre, por su fe y su confianza, este salmo resume magníficamente la situación existencial de Jesús clavado en la cruz, y ha sido leído en la Iglesia a la luz de su pasión. Con la lectura cristiana se ha cambiado el proceso: si antes se leía el salmo pensando en el Mesías, Siervo doliente de Yahvé, ahora la historia de la pasión del Mesías es como profecía cumplida de este salmo incomparable.
Aspecto literario
Literariamente este salmo 21 es un poema perfecto. La belleza de sus imágenes, la profundidad de su pensamiento teológico, la emoción que vibra en toda la descripción de sus males hacen de él una obra maestra. Con alegorías fácilmente comprensibles (la mención de los animales) y con un lirismo acabado (descripción de su espíritu angustiado), el salmista nos va llevando a la comprensión perfecta del drama que desgarra su vida, que lo lleva a la muerte.
Así nos ha escrito la primera parte del poema, los versículos 1-22, mezcla de dolor, angustia, fe y confianza.
Pero después, fruto también de su experiencia, nos describe su salvación: cómo Dios, en realidad, no le ha abandonado, cómo le ha escuchado, cómo le ha mirado: "porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado". Su fe y su confianza han triunfado. La alegría vuelve a resplandecer en su rostro. Por esto siente ahora la necesidad de dar gracias, de alabar con todo su corazón a Dios. Es el tema de la segunda parte, versículos 23-32.
Invita a los fieles a alabar al Señor, a todo el pueblo de Israel a que glorifique a Dios que se ha mostrado el Salvador. El salmista puede ser un buen maestro en esta enseñanza de la confianza y en la respuesta que Dios da cuando se espera en él. Cumplirá sus votos, sus promesas, las que haría cuando se veía en la aflicción y en el dolor. La última parte (los vv. 28-32) son en realidad un añadido posterior al salmo ya acabado, pero están en línea con las ideas expresadas en la segunda parte. Invita a todos los pueblos de la tierra a que se conviertan y vuelvan a Dios, ya que él únicamente es el rey de las naciones, el rey del universo.
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Bella composición mesiánica. Especialmente llena de sentido en Semana Santa cuando más de cerca se vive y se celebra el gran drama de la pasión de Cristo. El salmo 21 refleja perfectamente la situación vivencial de Cristo en su postración y en su angustia, cuando él también se sintió abandonado de Dios, herido en su cuerpo y en su corazón, rodeado de burlas y desprecios.
Dios nunca falla. Siempre responde. A veces se hace esperar, pero jamás desoye la súplica de sus fieles. Dios prueba la fe de los suyos, como la de Abraham. Pero nunca defrauda y luego da una espléndida recompensa que supera en mucho el dolor o la aflicción de la prueba.
Cristo tendría también la sensación de ser desoído, cuando en Getsemaní pidió al Padre que alejara de él el cáliz. Y Cristo bebe el cáliz de la amargura. En la cruz se siente desamparado, solo. Pero no pierde la confianza. Reza. Y luego aparece la respuesta magnífica del Padre: la Resurrección, la gloria, la salvación de todo el mundo. Sorprendente salmo 21, profecía de Cristo crucificado, escuela de fe y de confianza, drama con un final feliz. Cristo lo ha vivido y lo ha hecho suyo. Oración de nuestra vida, de nuestras pruebas, de nuestras oscuridades. Refuerza nuestra fe y nuestra confianza, porque Dios nunca abandona. Cristo nos lo dice.
J.
M. VERNET
DOSSIERS-CPL/22
5. ORACIÓN SOBRE EL SALMO 21
CUANDO LLEGA LA DEPRESION
Comienzo este Salmo de rodillas. Es tu Salmo, Señor. Tú lo dijiste en la cruz, en la profundidad de tu agonía, cuando el sufrimiento de tu alma llevaba a su colmo al sufrimiento de tu cuerpo en último abandono. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Son tus palabras, Señor. ¿Cómo puedo hacerlas mías? ¿Cómo puedo equiparar mis sufrimientos a los tuyos? ¿Cómo puedo pretender subirme a tu cruz y dar tu grito, consagrado para siempre en la exclusividad de tu pasión? Este Salmo es tuyo, y a ti se te ha de dejar como reliquia de tu pasión, como expresión herida de tu propia angustia, como testigo dolorido de tu encuentro con la muerte en tu cuerpo y en tu alma. Estas palabras son palabras de Viernes Santo, palabras de pasión, palabras tuyas. No he de tocarlas yo.
Y, sin embargo, siento por otro lado que este Salmo también me pertenece a mí, que también hay momentos en mi vida en los que yo tengo la necesidad y el derecho de pronunciar esas palabras como eco humilde de las tuyas. También yo me encuentro con la muerte, una vez en mi cuerpo al final de la vida, y veces sin cuento en la desolación de mi alma al caminar por la vida en las sombras del dolor. No quiero compararme a ti, Señor, pero también yo sé lo que es la angustia y la desesperación, también yo sé lo que es la soledad y el abandono. También yo me he sentido abandonado por el Padre, y las palabras sin redención han salido de mis labios resecos: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».
Cuando llega la depresión, hace iguales a todos los hombres. La vida pierde el sentido, nada tiene explicación, todo sabor es amargo y todo color negro. No se ve razón para seguir viviendo. Los ojos no ven el camino, y los pies se atenazan en la inercia. ¿Para qué comer, para qué respirar, para qué vivir? El fondo de la fosa es el mismo para todos los hombres, y los que han llegado ahí lo saben. Sé lo que es una depresión, y sé que es muerte real en cuerpo vivo. Abandono total, límite de sufrimiento, frontera de desesperación. El sufrimiento iguala a todos los hombres, y el sufrimiento del alma es el peor sufrimiento. Conozco su negrura.
¿Dónde quedas tú, entonces? ¿Dónde estás tú cuando la noche negra se cierne sobre mí? «De día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso». De hecho, es tu ausencia la que causa el dolor. Si tú estuvieras a mi lado, podría soportar cualquier dolencia y enfrentarme a cualquier tormenta. Pero me has abandonado, y ésa es la prueba. La soledad de la cruz el Viernes Santo.
La gente me habla de ti en esos momentos; lo hacen con buena intención, pero no hacen más que agudizar mi agonía. Si tú estás ahí, ¿por qué no te muestras? ¿Por qué no me ayudas? Si tú rescataste a nuestros padres en el pasado, ¿por qué no me rescatas a mí ahora? «En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste. Pero yo...».
Yo no parezco contar para nada en tu presencia. « Yo soy un gusano, no un hombre», o al menos así me lo parece ahora. «Estoy como agua derramada, tengo todos los huesos descoyuntados; mi corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte».
Tenía que llegar yo al fin de mis fuerzas para caer en la cuenta de que la salvación me viene solamente de ti. Mi queja ante ti era en sí misma un acto secreto de fe en ti, Señor. Me quejaba a ti de que me habías abandonado, precisamente porque sabía que estabas allí. Muéstrate ahora, Señor. Extiende tu brazo y dispersa las tinieblas que me envuelven. Devuelve el vigor a mi cuerpo y la esperanza a mi alma. Acaba con esta depresión que me acosa, y haz que yo vuelva a sentirme hombre con fe en la vida y alegría en el corazón. Que vuelva yo a ser yo mismo y a sentir tu presencia y a cantar tus alabanzas. Eso es pasar de la muerte a la vida, y quiero poder dar testimonio de tu poder de rescatar a mi alma de la desesperación como prenda de tu poder de resucitar al hombre para la vida eterna. Me has dado nueva vida, Señor, y con gusto proclamaré tu grandeza ante mis hermanos.
«Me harás vivir para él, mi descendencia le servirá; hablarán del Señor a la generación futura, contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor».
«Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré».
«Lo recordarán y volverán al Señor hasta de los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos».
CARLOS G. VALLÉS
BUSCO TU ROSTRO
Orar los Salmos
Sal Terrae, Santander-1989, págs. 44ss.