54 HOMILÍAS PARA EL JUEVES SANTO
39-54

39. CLARETIANOS 2002

No puedo meditar sobre el misterio de este día sin evocar a los cristianos que viven en Tierra Santa. De ellos apenas se habla cuando nos referimos a la sempiterna crisis de Oriente Medio y, sin embargo, están sufriendo sus consecuencias. De hecho, los que pueden siguen emigrando a algunos países americanos porque no resisten más. ¿Cómo es posible que en la tierra donde se produjeron los hechos más graves de la historia humana apenas haya un puñado de testigos?

Lo que sucede hoy en Tierra Santa es una metáfora de lo que puede sucedernos a cada uno de nosotros y a la humanidad en su conjunto: no hemos acogido el testamento de Jesús. No hemos aprendido a dar la vida sino a quitarla.

Hoy, Jueves Santo, nos preguntamos: ¿Qué es lo que Jesús nos pidió antes de morir? ¿En qué consistió su mensaje postrero a sus amigos y, en ellos, a toda la humanidad? No conozco ningún testamento más sencillo. Todas sus cláusulas se resumen en una sola palabra: "Amaos".

Nosotros entendemos el vocablo. Es un imperativo el verbo "amar". Este verbo existe en todas nuestras lenguas. Lo usamos continuamente, pero no estamos seguros de comprender su significado. Jesús no pierde el tiempo en explicarnos la diferencia que hay entre el amor-eros, el amor-filía y el amor-agápe, por seguir una división clásica.

Se quita el manto, se ciñe una toalla y se pone a lavar los pies a sus discípulos. Así que, en todas las lenguas del mundo, ayer, hoy y mañana, amar significa "lavar los pies", apearse de la propia condición y ponerse a la altura de los pies, que es la altura más baja imaginable. ¡Lastima que la liturgia del Jueves Santo considere este gesto como opcional! ¿No os parece que es una suprema lección para nosotros y que sin ella, no entenderíamos bien qué significa la eucaristía? De hecho, como sabemos bien, el cuarto evangelio no tiene una narración eucarística al estilo de los sinópticos. En su lugar, introduce este relato que es precisamente el que leemos en el evangelio de hoy.

Lavar los pies es imposible para quien cuenta sólo con su buena voluntad o sus impulsos altruistas. Jesús lo sabe. Por eso quiere incorporarnos a su propia dinámica de entrega.

Se hace eucaristía y se nos da hecho pan y vino. Entrando en comunión con él, participamos de su vocación de "lavador de pies". Sin eucaristía no hay entrega duradera. Y para que haya eucaristía se necesitan algunos sirvientes que acepten el encargo de repartirla "en el nombre de Jesús". He aquí la estrecha relación entre el testamento de amor, el sacramento de la eucaristía y el sentido del ministerio eclesial.

Que la lengua humana cante este misterio,
la preciosa sangre y el precioso cuerpo.

Gonzalo Fernández (gonzalo@claret.org)


40. CLARETIANOS 2003

Compartir el pan y beber de la misma copa eran gestos muy elocuentes en tiempos de Jesús. A través de ellos se establecía una profunda comunión con los demás y con la naturaleza. El pan y el vino, frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, se convierten en alimento después de un proceso de transformación. Tienen que morir los granos de trigo y las uvas del racimo para que nazca el pan blanco y el vino rojo. Cuando Jesús entrega a sus discípulos estos dones, les está anticipando su final y, al mismo tiempo, les está ofreciendo un programa de vida: “Vosotros podéis ser alimento para los demás si aceptáis ser molidos (como los granos) o triturados (como las espigas)”. En esto consiste la eucaristía. Por eso, como nos recuerda la carta a los Corintios, cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor hasta que él vuelva, reproducimos el sentido de su vida entregada.

¿Entendemos esto cuando celebramos la eucaristía? Si lo entendiéramos, ¿cómo podemos preguntar, una y otra vez, “para qué sirve la eucaristía”? ¡Sirve para vivir! Es el símbolo y la fuente de la vida. Sin entrar en comunión con el Cristo que se da somos incapaces de dejarnos triturar en el lagar de la vida, nos resistimos a todas las muertes y no encontramos sentido a nada de lo que hacemos. Sin eucaristía, nuestra existencia se reduce a una exhibición estéril.

Como hoy no estamos muy adiestrados en descifrar símbolos, el evangelio de Juan nos ofrece una traducción eucarística apta para todos los públicos. Vive la eucaristía quien reproduce la vida de Jesús, que no ha venido a ser servido sino a servir. Por eso, en el Jueves Santo, se coloca ante nuestros ojos el icono del Jesús que lava los pies a sus discípulos. El Señor se convierte en siervo y los siervos en señores. La conclusión es clara: También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.

Os propongo una parábola compuesta por un hermano mío:

En un encuentro comunitario, el Abad confesó con sencillez a los monjes:

Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.

Pronto descubrí que esta ambición me quitaba la vida, pero no sabía qué hacer, porque veía que no es posible renunciar al ideal sin traicionarse y me parecía que ser el primero era, sin duda, el ideal.

Tardé mucho en comprender que el ideal está en ocupar el último puesto, que es el puesto del servicio y, por lo mismo, del amor. Esto dio un sentido nuevo a mi vida.
Ahora caigo en la cuenta de que pretender el último puesto es demasiado para mí, porque ese sitio se lo ha reservado el Señor, y él no lo cede, aunque sí lo comparte con quien se lo pide. Yo se lo pido, muy consciente de que no lo merezco, y me siento feliz. ¡Ahora, vivo!

Gonzalo (gonzalo@claret.org)


41. 2001

COMENTARIO 1

"Antes de la fiesta de Pascua, consciente Jesús de que había llegado su hora, la de pasar del mundo este al Padre, él, que había amado a los suyos que estaban en medio del mundo, les demostró su amor hasta el fin" Esta frase inicial introduce, no sólo el discurso de la cena, sino toda la narración de la entrega y muerte de Jesús, hasta sus pala­bras en la cruz (19,30).

Se omite toda mención de lugar; ya no se nombra a Jerusalén, pues esta Pascua será la de Jesús, la que permitirá el éxodo de las tinieblas a la luz, "pasar de este mundo al Padre", el éxodo personal de Jesús, la llegada a la tierra prometida. Jesús no va a la muerte (su "hora") arrastrado por las circunstancias; va a dar su vida voluntariamente (consciente). "Los suyos (Israel) no lo acogieron» (1,11); Jesús tiene ahora otros a quienes llama los suyos, los que le han dado su adhesión. Su amor hasta el fin será la nueva Escritura (cf. Dt 31,24); amor y fidelidad (1,14) la característica de la nueva comunidad.

"Mientras cenaban (el Enemigo había ya inducido a Judas de Simón Iscariote a entregarlo" (v. 2)... Se trata de una cena ordinaria; la cena cristiana no es una continuación de la judía. El Enemigo/diablo, el dinero-poder, es el principio de homicidio y mentira que inspira al círculo dirigente (8,44); engendra hombres que son «enemigos/diablos» (6,70). La ambición y la codicia (12,6: «ladrón») inducen a Judas a la traición.

Jesús tiene plena conciencia (v. 3) de su misión (3,35), de su origen y de su itinerario y meta: el don total de sí, en el que Dios está plenamente presente como vida absoluta.

"Consciente de que el Padre lo había puesto todo en sus manos y que de Dios procedía y con Dios se marchaba, se levantó de la mesa, dejó el manto y, tomando un paño, se lo ató a la cintura. Echó luego agua en el barreño y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con el paño que llevaba ceñido." (vv. 3-5).

Dejó el manto (v. 4) y tomó el manto (v.12) están en paralelo con 10,17s: «en­tregar la vida / recobrarla». Un paño es símbolo del servicio; va a enseñar a los suyos qué significa el amor leal. Lavar los pies es signo de acogida y deferencia (v. 5). Jesús les muestra su amor, que es el del Padre, que se ejerce en el servicio al hombre desde abajo. Ni el deseo de hacer bien puede justificar ponerse por encima del hombre; esto equivaldría a ponerse por encima de Dios, que sirve al hombre y lo eleva hasta sí. Jesús, el Señor, se hace servidor para dar a los suyos categoría de señores. Su servicio, por tanto, se propone dar libertad y crear así la igual­dad, eliminando todo rango. Todos han de ser libres y, con su servicio, seguir creando libertad e igualdad.

"A1 acercarse a Simón Pedro, éste le dijo: -Señor, ¿tú a mí lavarme los pies?" (v. 6). Pedro se extraña y protesta. Llama a Jesús "Señor", título de superioridad, en contraste con «lavar», servicio de un inferior. Ha com­prendido que la acción de Jesús invierte el orden de valores admitido. Para él, Jesús debe ocupar el trono de Israel: él es súbdito, no admite la igualdad. Jesús no se extraña de la protesta de Pedro (v. 8), pero éste in­siste con una negativa rotunda: mantiene aún los principios de la sociedad injusta, donde cada uno mantiene el propio rango.

"Le repuso Jesús: -Si no dejas que te lave, no tienes nada que ver conmigo". Si Pedro no admite el amor que crea la igualdad, no puede es­tar con Jesús, no puede participar de su Espíritu; quien rechaza el servicio como rasgo distintivo del grupo queda excluido de la unión con él.

"Simón Pedro le dijo: -Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza" (v. 9). La reacción de Pedro muestra su adhesión personal a Jesús, pero también que no entiende su manera de obrar. Está dispuesto a hacer lo que mande, pero por ser voluntad del jefe, no por convicción. Piensa que el lavado es purificatorio, que elimina algún obstáculo para estar con Jesús. No aceptaba la acción como servicio, la acepta como rito religioso.

Por eso Jesús corrige la interpretación de Pedro: "El que ya se ha bañado no necesita que le laven más que los pies. Está enteramente limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos" (v. 10). No se trata de un rito pu­rificatorio, sino de servicio (v. 4.5: el paño ceñido). Es hacer propio el mensaje lo que purifica al hombre (15,3). El único motivo que puede separarlo de Dios es la negativa a hacer caso al Hijo (3,36). Jesús co­noce la actitud del traidor (vv. 10-11).

"Cuando les lavó los pies, tomó su manto y se recostó de nuevo a la mesa. Entonces les dijo: -¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? (v. 12)

Tomar el manto equivale a recobrar la vida -(10,17s). Jesús no se quita el paño, señal de su servicio, que continuará para siempre. Vuelve a la posición de hombre libre (se recostó a la mesa) con el paño puesto: el ser­vicio no disminuye la libertad ni la dignidad del hombre.

Lo que hace Jesús, el Maestro y el Señor (v. 13), es válido para todos y para todo tiempo (14-l5). Jesús no es Señor por imposición alguna; su segui­miento es una asimilación a él (6,53s: «comer su carne»), no una obediencia. Con su acción, les ha dado la experiencia de ser amados y les ha enseñado a amar como él (Maestro). El servicio no nace del sentido del deber, sino de la espontaneidad del amor.



42. COMENTARIO 2

Cuando los discípulos lleguen a recordar al Maestro, después de la resurrección, van a traer a la memoria sus gestos ordinarios como los gestos de un Dios hecho hombre. Y se van a sentir anonadados, por lo que Dios les enseñó a través de la humanidad de su Hijo. La noche de la cena pascual Jesús se portó con sus discípulos como lo hacía el jefe de una casa con sus invitados. Era natural que un jefe de familia les lavara los pies a los huéspedes. Pero este acto natural del Maestro, leído desde la resurrección que revela la divinidad de Cristo, impresionará de tal manera a los discípulos, que verán en él un acto de revelación de la misma esencia de Dios.

Cuando los discípulos recuerden a Jesús, inclinado ante ellos y lavándoles los pies, lo recordarán como el Dios-hombre cercano, que se igualó a su condición humana de pecadores y que les enseñó que la característica del cristianismo no es el poder, sino el servicio. Así Jesús destruía la imagen del dios de poder que todos tenían introyectada. Quien no sirviera al hermano, poniéndose a la altura de su opresión, no podía tener parte en su Reino. Recordar a Jesús arrodillado frente a sus discípulos era darse cuenta de que él los trataba como hermanos, porque vivía en serio la paternidad universal de Dios que hace hermanos a todos los seres humanos.

Una comunidad cristiana verdadera se define por su capacidad de servicio y no por la grandeza de sus estructuras. Sentirse hermano del otro lleva a sentir la alegría del servicio que nunca es humillación, si a través del mismo intentamos parecernos a Jesús. La humillación sólo se siente cuando interiormente nos creemos más grandes que el hermano a quien servimos. El servicio, vivido desde la fraternidad, convierte al cristiano en otro Jesús.

1. Juan Mateos, Nuevo Testamento, Ediciones Cristiandad 2ª Ed., Madrid, 1987 (Adaptado por Jesús Peláez)

2. Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


43. 2002

Durante la cena, Jesús lo que hace es un gesto de humilde y rendido servicio a sus discípulos: les lava los pies para que estén bien dispuestos para la cele­bración del banquete.

Él mismo interpreta su gesto: han sido servidos humildemente por quien ellos consideran "el Maes­tro" y "el Señor". ¿Cómo no van a servirse mutua­mente, con humildad y fervor? Este servicio fraterno, a imitación del Señor, es la forma eficaz del amor en la Iglesia.

No se trata de puros sentimientos sin proyección concreta y dinámica. La fe y la caridad son, deben ser, operantes. Deben traducirse en actos reales de servicio, como el que prestó Jesús a sus discípulos. Así se hará real el mandamiento que con tanta solem­nidad hoy celebramos: "ámense unos a otros como yo los he amado", Un amor capaz de llegar hasta la muerte como el de Cristo y como el de los mártires de Cristo. El amor que debe identificar a la Iglesia. El amor que es Dios, en el que habita Dios. Por eso hoy canta la Iglesia el antiguo himno: "Donde hay caridad y amor allí está Dios", Pascua, Eucaristía, Amor, Servicio, Sacerdocio... los más grandes temas se dan cita en este Jueves sagrado.

 Diario Bíblico. Cicla (Confederación Internacional Claretiana de Latinoamérica)


44. DOMINICOS 2004

 

En la liturgia y vida de la Iglesia, este día se nos convoca a los creyentes a doble acto de comunión y fe, de hermandad y solidaridad, de unión con Cristo y con los hombres: el acto de la Misa Crimal y el de la Misa en la Cena del Señor.

Liturgia Matutina : Iglesia de Comunión y Misa Crismal

La celebración matutina de la Misa Crismal  en este día -en la Iglesia Catedral- está llena de simbolismos.

Es un acto de comunión profunda. Participan en él muchos miembros vivos del Cuerpo de Cristo: obispo, presbíteros, laicos comprometidos.

Preside el Obispo, como Pastor de la diócesis, animador de la fe y unidad, maestro espiritual.

Le acompañan en el presbiterio numerosos sacerdotes provenientes de parroquias y comunidades, en comunión con su obispo.

Participan muchos fieles que saben apreciar el valor de la unidad y comunión eclesial, y el valor de los sacramentos que son cauces de amor, perdón y gracia.

En esta Misa el Obispo ejerce su ministerio pastoral como gran sacerdote responsable de sus comunidades, y consagra el óleo sagrado con el que han de ser ungidos los nuevos bautizados en las parroquias de la diócesis, los catecúmenos que pidan ser confirmados en su fe, los miembros elegidos para el sacerdocio, y  los enfermos que busquen alivio en su dolor y viático en su camino hacia el Padre.

Los Presbíteros concelebrantes, en unidad de fe, sacerdocio y misión con el Obispo, llevarán a sus comunidades tanto el mensaje de la Palabra de Dios como el Óleo consagrado que han de utilizar en las unciones sacramentales.

Y todos los fieles, oferentes con los sacerdotes, miembros del Cuerpo de Cristo, reafirman su comunión de fe, su compromiso de misión, su solidaridad, su sacerdocio y realeza cristiana, y se sienten acogidos en el hogar eclesial.

Y todos juntos, obispo, sacerdotes y laicos, unidos en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía, meditan en silencio el texto profético-mesiánico de Isaías, que Jesús hizo suyo:

El Espíritu del Señor está sobre nosotros, porque el Señor nos ha ungido. Nos ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones destrozados, para proclamar la amnistía a los cautivos y la libertad a los prisioneros; para proclamar el año de gracia del Señor...’

Nosotros, hermanos en la fe y el amor, sintámonos también unidos con ellos en la celebración Iglesia en comunión; oremos  con ellos por todos los redimidos; deseemos que la unidad no se rompa, y fomentemos actitudes personales que nos hagan mutuamente comprensivos, exigentes, fieles a la verdad y abierto de mente y corazón.

¡Que seamos, Padre nuestro, ungidos por el Espíritu que es tuyo y de Cristo!

 

Liturgia verpertina:  Misa en la Cena del Señor

En la celebración vespertina, Cena del Señor, la liturgia eclesial rememora el momento sublime en que Jesús, consciente de que iba a ser condenado, hizo la ofrenda de sí mismo anticipando ‘sacramentalmente’ la muerte cruel y sangrienta que se le avecinaba en el Calvario, fuera de la ciudad, como a un marginado indigno. Y lo hace presencializando tres rasgos, tres mensajes, tres gestos de Jesús a favor nuestro: el Amor de presencia, el Sacerdocio ministerial, la Caridad fraterna.

Cena del Señor: Cristo-Amor-Cordero-Eucaristía.

Tanto nos amó y enseñó Jesús que en la última Cena, al recordar la Cena Pascual de los israelitas que comían un cordero para celebrar su ‘liberación de Egipto’ y su constitución como ‘pueblo’, se hizo a sí mismo Cordero de salvación, cordero de liberación, pan y vino de amor, se instituyó el sacramento de la Eucaristía para continuar presente entre nosotros, después de su muerte.

En la primera lectura, la Iglesia nos recuerda que donde hubo un cordero, sacrificio, mesa, hermandad del pueblo judío, Cristo lo transfiguró todo haciéndose él mismo Cordero, Amor, Liberación, Mesa, Manjar de vida de toda la humanidad.

Celebrémoslo releyendo el libro del Éxodo, 12, 1-8:

“En aquellos días dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto: Este mes será para vosotros el principal de los meses, el primer mes del año...Di a toda la asamblea de Israel: el día diez de este mes cada uno se procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa..., y cada uno comerá su parte...El animal será  sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Lo guardarèis hasta el día catorce del mes y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer, y con su sangre rociaréis las jambas y el dintel de la casa... Este será un día memorable, y lo celebraréis como fiesta en honor del Señor, de generación en generación”.

Sacerdotes de Cristo al servicio del pueblo.

Jesús en la última Cena, además de rememorar la Cena Pascual del pueblo judío, con corderos inmolados, haciéndose él mismo Cordero, Pan y Vino, quiso que el pueblo elegido, Iglesia, contara con ministros que celebraran su misterio de amor, predicaran su palabra y crearan o mantuvieran la unidad, convocando a los creyentes y celebrando la Eucaristía.

Sacerdocio, Eucaristía, Compasión, Perdón, Servicio.., son palabras que hieren y llenan el corazón de los sacerdotes, llamados a presencializar ‘misteriosamente’ a Cristo glorioso entre nosotro, según nos narra san Pablo en su primera Carta a los Corintios 11, 23-26:

“Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido:

 que el Señor Jesús, en la  noche en que iban a entregarlo, tomó pan, y pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Y lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: “Este caliz es la nueva alianza sellada con mi sangre: haced esto cada vez que bebáis, en memoria mía”.

Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva”.

Lavatorio de los pies, caridad fraterna.

Un tercer valor a apreciar en la Cena del Señor es la caridad fraterna, y podemos considerarlo en doble vertiente: actitud de amor, solicitud, solidaridad de todos los hombres entre sí, y especialmente en quienes hemos asumido por el Bautismo y por el Sacerdocio el sello y carisma de servidores de los demás.

La estampa evangélica del lavatorio de los pies –que se realizó en el Cenáculo antes de iniciar la Cena- es la mejor lección viva que se nos podía dar. Quien no sabe servir no sabe amar, y quien no sabe amar no es de Cristo. Quien se cree que el mundo es suyo y que los demás debemos servirle, por ser quien es, no ha leído el Evangelio ni se ha enterado de que mañana será examinado en el amor-servicio prestado.

Del Papa al mendigo, nadie puede vivir en Dios sin cumplir el mandamiento del amor, y todos seremos juzgados por no haber amado.

Meditémoslo al leer el texto evangélico, según san Juan 13, 1-15:

“Mientras estaban cenando, Jesús se levantó, se quitó el manto y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego echó agua en la jofaina y se puso a lavarles los pies a los discípulos,y se los secaba con la toalla que se había ceñido...

Pedro le dijo: No me lavarás los pies jamás.

Pero Jesús le respondió: Si no te lavo, no tendrás nada que ver conmigo.

Entonces Pedro añadió: Si es así, Señor, lávame no sólo los pies sino incluso las manos y la cabeza...

Concluido el acto, Jesús volvió a ponerse el manto y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?... Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pìes unos a otros. Os he dado ejemplo, para que lo que yo he hecho con vosotros vosotros también lo hagáis”.


45.

Nexo entre las lecturas

En este jueves santo nuestra atención quiere centrarse en la pregunta que Jesús dirige a sus discípulos después del lavatorio de los pies: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?. Esta pregunta se refiere, desde luego, a la acción que Jesús acababa de ejecutar al ceñirse la toalla y ponerse de rodillas ante sus apóstoles para lavarles los pies. Sin embargo, esta pregunta va más allá y atraviesa toda la economía de la salvación: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros y por vosotros? Es decir, ¿comprendéis que Dios amó a los hombres y envió a su Hijo en propiciación por sus pecados (1 Jn 4,10)? ¿Comprendéis que el Padre me ha envidado para que vosotros tengáis vida? Nos encontramos a punto de iniciar “la hora de Jesús”, el momento de su testimonio definitivo de amor por el Padre y los hombres. ¡De qué manera tan profunda cobran significado los ritos de la cena de pascua que nos narra el libro del Éxodo en la primera lectura: la familia judía se reunía para celebrar la alianza del Señor, para recordar de generación en generación que el amor de Dios es eterno. Pablo en la carta a los corintios recoge el relato más antiguo de la Eucaristía: ¡con qué veneración lo considera y lo transmite: aquello que yo he recibido, que procede del Señor, os lo transmito. Hoy, por tanto, todo nos invita a una reflexión profunda sobre el amor eterno que Dios nos ha tenido en su Hijo Jesucristo.


Mensaje doctrinal

1. El amor de Cristo. La liturgia de la cena pascual, que se describe detalladamente la primera lectura, es prefiguración del sacrificio del sacrificio de Cristo que se ofrece en rescate “por muchos”, es decir, por todos, como nos explica san Pablo en la primera carta a los corintios. Por eso, el evangelio de hoy más que narrar los hechos de la última cena, se concentra en describir el amor de Cristo, en describir los sentimientos de su corazón: El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Meditar en los acontecimientos del jueves santo es introducirse en el amor de Cristo, en el amor del Padre de las misericordias que nos envía a su Hijo para rescatar a los que nos habíamos perdido. El amor de Cristo es lo que se percibe esta tarde con tanta intensidad, que apenas hay lugar para algún otro sentimiento. Pablo que había hecho experiencia viva del amor del Señor llega a exclamar: 35 ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, 36 como dice la Escritura: Por tu causa somos muertos todo el día; tratados como ovejas destinadas al matadero. 37 Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó. 38 Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades 39 ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro. Rm 8,35-39.

Si, en ocasiones, somos presa del desaliento, de la tentación, de la angustia es porque nos olvidamos del amor de Cristo. Es porque nos olvidamos que hemos sido eternamente amados por Dios en su Hijo. La primera carta de san Pedro nos amonesta a vivir sabiendo que hemos sido rescatados del pecado, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, la del cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo. (Cfr. 1 Ped 1,18-19).

Santa Teresa de Jesús, que tenía un gran amor por la humanidad de Jesucristo, exclamaba de forma muy singular: “¡Oh qué buen amigo eres, Señor! Cómo sabes esperar a que alguien se adapte a tu modo de ser, mientras tanto Tú toleras el suyo. Tomas en cuenta los ratos que te demuestra amor, y por una pizca de arrepentimiento olvidas que te ha ofendido. No comprendo por qué el mundo no procura llegar a Ti por esta amistad tan especial. Los malos hemos de llegarnos a Ti para nos hagas buenos, pues por el poco tiempo que aceptamos estar en tu compañía, aunque sea con mil deficiencias y distracciones, Tú nos das fuerzas para triunfar de todos nuestros enemigos. La verdad es que Tú, Señor, que das la vida a todo, no la quitas a ninguno de los que se fían de Ti.” (Santa Teresa de Jesús, El libro de la vida Cap. 8, 9).

Así pues, vuelve a nuestra mente la pregunta de Jesús: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros (por vosotros)? ¡Quién nos diera comprender lo que Dios en Cristo ha hecho por nosotros! ¡Quién nos diera comprender el misterio de la encarnación del Verbo! ¡Quién nos diera comprender lo que está sucediendo en esta última cena cuando Jesús toma el pan y el vino y pronuncia unas palabras solemnes! Que esta Misa vespertina, que esta procesión con el santísimo, que esta adoración nocturna nos ayuden a dar un paso en la comprensión de este amor.


2. El amor a Cristo. El amor lleva al amor. Quien experimenta el amor de Cristo no queda igual, no puede quedar igual. Los apóstoles en la última cena son testigos del amor de Cristo y de la inmensa responsabilidad que queda en sus manos. De ahora en adelante son más conscientes, por una parte, de su propia miseria, como hombres y pecadores, pero, por otra parte, son más conscientes de los tesoros infinitos que Dios ha depositado en su alma. Ellos reciben el cuerpo y la sangre de Cristo, y reciben, además, el poder de consagrar y el mandato de “hacerlo en memoria del Señor”. El sacerdote ha nacido allí, en el cenáculo, en la Eucaristía. El Papa Juan Pablo II se dirigía a los sacerdotes el jueves santo de 1982 en estos términos:

«El jueves santo es el día del nacimiento de nuestro sacerdocio. Es en este día en el que todos nosotros sacerdotes hemos nacido. Como un hijo nace del seno de su madre, así hemos nacido nosotros, Oh Cristo, de tu único y eterno sacerdocio. Hemos nacido en la gracia y en la fuerza de la nueva y eterna alianza del Cuerpo y de la Sangre de tu sacrificio redentor: del “Cuerpo que es entregado por nosotros” (cf. Lc 22,19), y de la Sangre, que “por todos nosotros se ha derramado” )cfr. Mt 26,28).
Hemos nacido en la última cena y, al mismo tiempo, a los pies de la cruz sobre el calvario; allí, donde se encuentra la fuente de la nueva vida y de todos los sacramentos de la Iglesia, allí está también el inicio de nuestro sacerdocio».

Pero no sólo los sacerdotes experimentan hoy el amor de Cristo. Cualquier fiel contemplando los misteriosos acontecimientos de esta noche, escuchando las palabras de Jesús y viendo sus gestos al lavar sus pies y distribuir la comunión, puede repetir con san Pablo: Dilexit me et tradidit semetipsum pro me (Gal 2,20). “Me amó y se entregó a sí mismo por mí”.

Salgamos de este cenáculo dispuestos a amar más y mejor; a amar en lo grande y en lo pequeño; a amar en la prosperidad y en la adversidad; porque nosotros hemos sido amados e invitados a participar del amor de Dios.


Sugerencias pastorales

1. La comunión frecuente. Quizá nunca se insistirá lo suficiente sobre el valor de la vida eucarística en la vida cristiana. En realidad, el camino es superior a nuestras fuerzas; tenemos necesidad de la gracia de Dios, tenemos necesidad de su perdón en el sacramento de la penitencia y de su fuerza en el sacramento de la Eucaristía. Invitemos a nuestros fieles a acercarse, con las debidas disposiciones, a la mesa eucarística. Sabemos que uno de los problemas pastorales que debemos afrontar es el de algunas personas que se acercan a la Eucaristía sin una debida preparación en el sacramento de la Penitencia. Esto puede obedecer a que sinceramente no encuentran en su conciencia nada que les impida acercarse al sacramento. Pero también puede ser síntoma de una menor sensibilidad en la conciencia de los fieles. ¡Este es un gran desafío para la acción pastoral! (Cfr. Carta Domicae Cenae del Papa Juan Pablo II a todos los obispos sobre el misterio y culto de la Eucaristía 1980 No. 11). Ayudemos a todos a tener una gran veneración por la Eucaristía, ayudarlos a prepararse debidamente y a recibir frecuentemente el sacramento.

La liturgia de san Juan Crisóstomo reza así: “Hazme comulgar hoy en tu cena mística, oh Hijo de Dios. Porque no diré el secreto a tus enemigos ni te daré el beso de Judas. Sino que, como el buen ladrón, te digo: Acuérdate de mí, Señor, en tu Reino.”.


2. Los frutos de la comunión frecuente. Mucho nos ayudará poner a la vista de los fieles los frutos de una comunión frecuente. Convendría resaltar los siguientes:

• Se acrecienta nuestra unión con Cristo, pues lo tenemos sacramentalmente en nuestro pecho en nuestro corazón:

"La verdad es que esta presencia de Jesús no es representación de nuestra imaginación como cuando estamos orando. Él está allí, con toda verdad en nuestro interior, de suerte que no hay que ir a buscar más lejos. Ahora bien, si cuando andaba en el mundo el simple contacto con su ropa sanaba a los enfermos, ¿qué duda cabe de que hará milagros estando tan dentro de nosotros _ si tenemos fe _ y nos dará lo que le pidamos, puesto que viene a nuestra casa? Por cierto que no suele pagar mal la posada si se le da buen hospedaje". (Santa Teresa de Jesús, Camino de Perfección Cap. 34, 4).

• La comunión nos separa del pecado. El Cuerpo de Cristo que recibimos en la comunión es "entregado por nosotros", y la Sangre que bebemos es "derramada por muchos para el perdón de los pecados". Por eso la Eucaristía no puede unirnos a Cristo sin purificarnos al mismo tiempo de los pecados cometidos y preservarnos de futuros pecados. La Eucaristía borra los pecados veniales y nos preserva de futuros pecados mortales. (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 1394-1395).

P. Octavio Ortíz


46. Jn. 13,1-15.23-28;14,21-31.

Autor: P. Cipriano Sánchez

El día de hoy vamos a ponernos el cristal de la caridad, y bajo esta óptica contemplaremos la Última Cena.

¿Qué es la caridad? Si alguien quisiese definir la caridad, podría escribir libros enteros. Si alguien quisiese definir la caridad, podría llenar bibliotecas, o simplemente tomar una fuente con agua y lavar los pies a sus discípulos durante la cena: “[...] cuando ya el diablo había puesto en el corazón a Judas Iscariote, hijo de Simón, el propósito de entregarle, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía, se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó. Luego hecha agua en un lebrillo y se pone a lavar los pies de los discípulos y a secárselos con la toalla con que estaba ceñido”.

La caridad es ser capaz de servir hasta que ya no haya nada más que uno pueda hacer; la caridad es servir hasta la último. “No hay amor más grande que aquél del que da la vida por quien ama”. Cristo, constantemente, va a unir su caridad con su muerte. Tanto es así, que la cruz va a ser la mayor expresión de caridad de Cristo.

Nos impresiona cuando vemos a Cristo rebajarse como un esclavo a lavar los pies, quizá no nos impresiona tanto el hecho de que Cristo no solamente lava como esclavo los pies a sus discípulos, sino que muere esclavo en la cruz por sus discípulos. La caridad, la verificación, el amor, la muerte de Cristo están inseparablemente unidos. La caridad de Cristo es una caridad que se ofrece en la separación de aquellos que ama. “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis y a donde yo voy vosotros no podéis venir”.

El amor de Cristo es un amor totalmente desinteresado, no es un amor que se busque a sí mismo. El amor de Cristo no busca la propia felicidad sino la felicidad de aquellos que ama. Cristo incluso va a aceptar la separación de aquellos que ama por amor; pero, al mismo tiempo, como todo auténtico amor, el amor de Cristo va a buscar en todo momento compartir, y por eso Jesucristo les dice a sus discípulos: “Como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros”.

Cristo busca encarnar su amor en los que ama. Cristo busca que aquellos que Él ama también amen como Él: “En esto conocerán que sois mis discípulos: en que os tengáis amor unos a otros como yo os he amado”. La caridad que no se transmite, la caridad que no se manifiesta, la caridad que no se encarna en aquellos que amamos no puede ser una caridad auténtica.

No hay que olvidar que el Maestro se nos presenta como modelo de caridad, como dirá San Juan, “en la glorificación”, es decir, en la muerte, en el don absoluto de sí mismo por amor a los suyos. Éste es el don más grande que un hombre puede dar: el don de sí mismo. ¿Qué otra cosa podemos dar más que nosotros? Aun cuando hubiéramos terminado de dar mucho, todavía quedaríamos nosotros por darnos. ¿Qué más puede ofrecer un soldado a su señor, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puede ofrecer Cristo, cuando ya lo ha dado todo? ¿Qué más puedo ofrecer yo, como discípulo, cuando ya lo haya dado todo?

La caridad de Cristo tiene, además, una muy especial característica. En el Evangelio de San Mateo se dice: “aquél que me negare delante de los hombres yo le negaré delante de mi Padre celestial”. Justamente en este contexto de caridad se introduce el misterio de la negación de Pedro. Sin embargo, Pedro no contaba con la última de las delicadezas de la caridad de Cristo. Dice el Evangelio: “Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: Adonde yo voy no puedes seguirme ahora; me seguirás más tarde. Pedro le dice: ¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Le responde Jesús: ¿Que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: no cantará el gallo antes que tú me hayas negado tres veces.”

La caridad ama aun cuando el amado nos niega. Así ama Cristo. Cristo no solamente ama cuando nosotros somos grandes apóstoles que entendemos perfectamente los planes del Señor sobre nosotros —¡qué fácil sería amar así!— Cristo ama incluso cuando nosotros nos atrevemos a negarlo. Y nos ama con un amor redentor, nos ama con un amor transformador, nos ama con un amor purificador, nos ama con un amor que es capaz de sacarnos del pozo donde nosotros podríamos vernos encerrados.

El amor de Cristo no es un amor que arrasa; es un amor que reconstruye, cuando el alma se deja reconstruir. Es un amor que hace que aquél que lo ha negado pueda amarlo a Él, como Cristo lo ama. ¿Cómo nos ha amado Cristo? Hasta dar su vida por nosotros. ¿Cómo tenemos que amar nosotros a Cristo? Hasta dar nuestra vida por Él.

San Juan va a unir la caridad con la obediencia y con el sacrificio en la obscuridad: “Si alguno ama, guardará mi palabra y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él”.

Cristo une caridad, obediencia y presencia de Dios. La esencia de toda santidad y de toda virtud cristiana está en la caridad. No hay presencia de Dios donde no hay caridad, no hay presencia de Dios donde no hay obediencia; y donde no hay obediencia, no hay caridad ni presencia de Dios; y donde no hay caridad no hay obediencia ni presencia de Dios.

Tendríamos que darnos cuenta que esta especie de trinidad es el corazón del cristiano. Presencia de Dios es obediencia y es caridad. Quien diga que tiene a Dios y odia a su hermano, es un mentiroso. Y quien quiera obedecer, primero tiene que amar. Y quien regatea con el egoísmo, no obedece ni tiene a Dios en su corazón. La caridad se hace obediencia y se hace presencia. Si no es así, la obediencia es vacía y la presencia ausencia. Solamente cuando hay esta presencia, esta caridad y esta obediencia, el hombre posee luminosidad para poder guiar su vida en la autenticidad.

“El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo cuanto os he dicho”. La presencia amorosa de Dios en nosotros es la garantía de la luminosidad interior. No puedes guiar tu vida si estás cegado por el egoísmo. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe luminosidad y la disposición de vivir en la obediencia. No puedes guiar tu vida si en tu interior no existe la verdadera presencia de Dios. La caridad, como obediencia que se hace presencia, es la clave que Jesús mismo nos deja.

Después de hablar del amor, Cristo empieza hablando del Príncipe de este mundo. No hay que olvidar que la auténtica caridad se hace testimonio precisamente ante las persecuciones del Príncipe de este mundo. Y así como la luz expulsa la noche, y la obscuridad se ve alejada por la aurora, la caridad expulsa de nuestra vida al Príncipe de este mundo.

¿Quién no le tiene miedo al contagio del mundo del demonio y de la carne en su propia vida? ¿Alguien puede sentirse inmune a esto? ¿Alguien puede decir que tiene las manos limpias? Y, sin embargo, ¿cómo podemos resistir al Príncipe de este mundo? Sólo quien vive en la caridad tendrá la capacidad suficiente para desencadenarse una y otra vez del Príncipe de este mundo. Sólo el que tenga caridad como ley auténtica de su vida podrá estar liberándose de las ataduras que el Príncipe de este mundo le ponga a su corazón. Solamente quien no es capaz de vivir la caridad acabará por vivir con el demonio dentro del corazón.

La caridad es el testimonio del cristiano. Ante las asechanzas del demonio, que muchas veces podrá buscar encimarse, apoderarse de la vida del hombre, más aún, que muchas veces hará fracasar las obras buenas del hombre, sólo la caridad continuará siendo la coraza con la cual el hombre vence, con la cual el hombre es capaz—a pesar de los errores, a pesar de los fallos propios o de los demás—, de volver a amar y de entregarse.

No hay que tenerle miedo al demonio si en nosotros hay caridad, si en nosotros hay amor verdadero. No hay que tenerle miedo al demonio de las tentaciones y de las dificultades, en el seguimiento de Cristo, si en nosotros verdaderamente existe un corazón lleno de amor a Dios.

Aun cuando el corazón pueda estar en la soledad, en el abandono, en la dificultad y en la prueba, tenemos que saber que la caridad de Cristo se convierte en paz en nuestra alma, consuelo de nuestra soledad. “Os dejo la paz; mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Habéis oído que os he dicho: ‘Me voy y volveré a vosotros.’ Si me amarais, os alegrarías[...]”.

Éste es el rostro de la caridad que Cristo nos presenta. Una caridad que se ofrece, una caridad que se comparte, una caridad que se hace testimonio, una caridad que ama incluso en la negación del amor. Y al mismo tiempo, es una caridad que se convierte en presencia por la obediencia, es una caridad que no se contamina a pesar de las asechanzas del demonio o de la soledad en la que nosotros podamos vivir.

Este amor —lo vemos en Cristo—, no es simplemente un bonito sentimiento interior. Este amor tiene obras que efectivamente manifiestan el amor, obras que realmente realizan el amor, obras que demuestran que estamos auténticamente entregados a Cristo. Porque si no prestamos más que a aquellos de quienes esperamos recibir, ¿qué mérito tendremos que no tengan también los pecadores? Si no saludamos más que a los que nos saludan, ¿en qué nos diferenciamos de los gentiles? Y si no amamos más que a los que nos aman, ¿qué hacemos que no hagan también los publicanos?

También a nosotros se nos exige una caridad que se hace celo apostólico, como el mejor servicio hecho a los hombres. ¿Qué más les puedes dar a los hombres sino la presencia de Dios en sus corazones? No existe la caridad sin celo apostólico, no existe la caridad sin esfuerzo por conquistar a los hombres para Cristo. Y la podremos disfrazar de lo que queramos, pero sin celo apostólico que influya verdaderamente en las sociedades en las que vivimos, en los ambientes en los que nos movemos, no hay caridad. Sin un corazón que arda por sus hermanos los hombres, no hay caridad, porque Cristo, por amor a nosotros, busca introducir la presencia de Dios en nosotros. “En el que me ama moraremos”.

¿Realmente mi amor a los hombres es un amor que busca hacer que la presencia de Dios esté dentro de mis hermanos? ¿O es un amor platónico, o es un amor romántico? ¿O es un amor que arde, y porque arde quema, y porque quema transforma, y transforma en celo apostólico?

Cuando revisemos la caridad, veamos el amor de Cristo por nosotros, veamos nuestro amor por Cristo, veamos nuestro corazón, y veamos si verdaderamente hay caridad que es obediencia y es presencia. Pero nunca olvidemos la tercera dimensión de la caridad: el celo apostólico.

Recordemos que se nos va a exigir. “Tuve hambre y no me diste de comer; tuve sed y no me diste de beber; estuve desnudo y no me vestiste, en la cárcel, enfermo y no me fuiste a ver”. Si a ésos, Cristo los manda lejos de sí, lejos del amor, lejos de la vida eterna, ¿qué será de aquellos que le negaron a sus hermanos los hombres, por falta de caridad, la presencia de Dios en su corazón? ¿Qué será de aquellos que, llevados por la pereza o por la soledad, o por el Príncipe de este mundo, o por el orgullo, se permitieron el lujo de no llenar el corazón de sus hermanos los hombres con la presencia del Señor?


47.

        Jesús, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”

Este atardecer del jueves santo, es el atardecer de la amistad. La amistad es un amor desinteresado, un amor gratuito, a fondo perdido. No se espera nada en retorno. Te amo, porque te amo. Me doy sin esperar nada del otro. Los filósofos griegos, cuatro siglos antes de Jesucristo, consideraban el amor de amistad más perfecto, más amor, que el amor del matrimonio.

         Este es el  atardecer de la amistad, en que Jesús muestra su amor de buen amigo  por ti, por todos nosotros, por toda la humanidad: “Jesús, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”, sin esperar nada en compensación. En compensación, Judas le traicionará. En compensación, Pedro le negará. En compensación, los discípulos le dejarán solo, huyendo ante el peligro. Jesús los amó sin ningún interés, los amó hasta el extremo de dar su vida en la cruz. Es así como yo tengo necesidad siempre de ser amado, por encima de mis faltas, por encima de mis traiciones.

DIOS ME QUIERE, DIOS ME PERDONA, DIOS ME SALVA,

 NO PORQUE YO SOY BUENO,

SINO PORQUE EL BUENO ES ÉL

        

La única explicación posible de este contraste trágico entre amor y odio, entre vida y muerte, se encuentra en las palabras con que el evangelista siente el ambiente de aquella tarde, de aquella cena y lo expresa con esta frase, que me atrevo a repetir para que suene como eco en vuestros corazones: Jesús, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Necesitamos ser amados así: hasta el extremo, por encima de mis faltas y de mis debilidades. Ser amado como soy, que muchos no me aceptan, en casa y fuera de casa. Ser amado como estoy en este momento: con traiciones, infidelidades, injusticias y también con servicios, ayudas y amores.

         Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre...”. La cena de este atardecer... la jornada dolorosa de mañana con la muerte del Señor... y la mañana gozosa de Pascua son las tres fases de un mismo misterio: la Resurrección de Jesús, la hora de Jesús. En su conciencia, todo se resume en esta realidad: Él pasa de este mundo a su Padre. Un paso, a la vez doloroso y gozoso, como un alumbramiento. Cuando llegue mi hora, Señor, que me acuerde de ti para no tener miedo y llenarme de esperanzas, de triunfo, de resurrección.

         La Pascua judía, será una débil sombra, anunciando la verdadera Pascua, la Pascua de Jesús, nuestra Pascua. Pascua es una palabra hebrea, que significa paso de una situación a otra. La Pascua judía era la memoria y conmemoración de la salida o paso de la esclavitud del pueblo judío por los egipcios, a la libertad del desierto, para llegar en el ejercicio y aprendizaje de la libertad a la tierra prometida por Dios.

         El libro del Éxodo nos relata que el pueblo judío caminó durante cuarenta años por el desierto para aprender a ser libres, para saber elegir. Para aprender a usar y emplear la libertad, necesitaron cuarenta años. Es un lenguaje metafórico para decirnos a nosotros hoy, que necesitamos toda nuestra vida para llegar a ser libres, para saber elegir de modo correcto, justo, racional. El buen ejercicio y uso de la libertad es una condición indispensable para vivir la Pascua cristiana, anunciada por la Pascua judía. Compromete mucho a nuestras pasiones,  nuestros caprichos, a nuestras veleidades. Por eso tenemos ”miedo a la libertad”.

         La Pascua cristiana es el paso, que hace Jesús con toda la humanidad, del fracaso, de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna o desastre cósmico, al triunfo, a la libertad de los hijos de Dios y a la nueva vida y vida para siempre, sin muerte, que llamamos: Resurrección. La Pascua que celebra Jesús por primera vez en esta última cena con los apóstoles, es el paso de la muerte a la vida y él es como el cordero sacrificado por los judíos en su Pascua.

          La noche misma en que Jesús iba a ser hecho prisionero, cuando llegó la hora, el Señor Jesús se puso a la mesa con los apóstoles, tomó pan y después de dar gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: Este es mi cuerpo, que va a ser entregado por vosotros:  haced esto en memoria mía. Después de la cena, hizo igualmente con el cáliz, diciendo: este es el cáliz de mi sangre; sangre de la nueva y eterna Alianza, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para la remisión de los pecados, cada vez  que bebáis. Haced esto en memoria mía”.  Así, pues, cada vez que nosotros comemos este pan y que bebemos este cáliz, proclamamos la muerte del Señor, hasta que vuelva.

 

         Esto es lo que vamos a realizar ahora, diciendo las palabras de Jesús y haciendo los gestos y empleando los signos, que él hizo, para proclamar la muerte  del Señor: mi cuerpo entregado por vosotros, mi sangre derramada para la remisión de los pecados, todos. Su muerte nos libra de la muerte eterna y nos prepara a su venida gloriosa para pasar con él a la vida eterna, sin muerte, y a la Resurrección.

         “Vosotros haréis esto en mi memoria”. Y cada vez que celebramos la Cena o Eucaristía, nosotros cumplimos con su testamento y hacemos su voluntad, dando un paso delante de la muerte del pecado, a la nueva vida y eterna, para siempre.

         Pero para participar en la celebración de la Eucaristía, hace falta, en primer lugar, ponerse al servicio de la comunidad, donde cada uno nos debemos poner al servicio de todos. Esta comida eucarística supone en el que participa amor y servicio hacia los hermanos, siguiendo el ejemplo de Jesús, que siendo Señor, se hizo siervo y servidor de todos.

Para recibir la salvación, que genera la Eucaristía es necesario estar limpio por completo por el baño del bautismo del que no hemos renegado y ni negado a Jesús, como lo hizo Pedro. En ese estado me encuentro, pues, por las faltas graves. Pero limpio también de las faltas leves, significadas en el relato de San Juan por el lavado de pies: “¿Lavarme tú a mí los pies, Señor?, dijo Pedro. Jesús le replicó: Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.- No me lavarás los pies jamás.- Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.- Entonces Pedro le dijo: no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza”. Jesús entonces se lo aclaró: “Cuando uno se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio.

         Si queréis, si queremos que la salvación de la Eucaristía se note en la Comunidad cada vez que la celebremos, llenándola de justicia, de paz, de amor y de alegría, es necesario que tú y yo y todos desarrollemos la actitud y el espíritu de servicio, como Jesús, lavando los pies y por otra parte, conseguir poco a poco un dominio de nosotros mismos hasta llegar a una pureza incluso de las faltas leves, como el polvo de los pies, que no es una condena a nuestras flaquezas y debilidades, sino  es todo un aviso de todo lo que  valemos y que capaces somos de tener el señorío de Jesús, si nos vamos dejando invadir y guiar año tras año por la fuerza del Espíritu.

Que hoy, en esta Eucaristía, sacramento del amor y de la amistad  y recordando, desde tu primera comunión, todo lo hermoso, bello y noble que Jesús ha despertado en ti, le digas en tu corazón enamorado, en este atardecer:  

 

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste,
Habiéndome herido;
Salí tras ti clamando, y eras ido.

¿Por qué, pues has llagado
aqueste corazón, no le sanaste?.
Y, pues me le has robado,
¿por qué así le dejaste,
y no tomas el robo que robaste?      

 

                                                        Eduardo Martínez Abad, escolapio

                                                                                    edumartabad@escolapios.es


48. CLARETIANOS 2004

Queridas amigos y amigas:

¿Por qué será que el amor ha sido y es uno de los mayores temas de inspiración de los cantantes y de los poetas? Intuyo que puede ser por ser algo muy fundamental, porque en ello nos jugamos mucho, porque se nos va la vida en ello...

Frente a toda ingenuidad, amar –en sus múltiples formas- no es sencillo. Porque con frecuencia confundimos amar con poseer, ser amados con hacer depender. Y no siempre somos capaces de armonizar las necesidades propias con la atención al otro. Y amor y egoísmo siguen su lucha por ganar la parcela más amplia de nuestra vida. Y sufrimos las consecuencias del desamor, de la infidelidad, de la soledad. La herida del amor...

Hoy es el día del amor fraterno, el que debe impregnar cualquier tipo de relación para hacerla digna de ser humana. Y para saber de ello, tenemos que mirar a Jesús. La última jornada de su vida muestra a las claras lo que fue escanciando en el resto de sus días. Porque nada se improvisa. En la Última Cena lava los pies y entrega su vida antes de que se la quiten. Es un amor generoso, libre, que no retiene para sí... “paciente, servicial, nada envidioso, ni jactancioso, ni engreído; es decoroso; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1 Corintios 13, 4-8). Es un amor que “no acaba nunca”.

Quizá nos sobran palabras, canciones, poemas sobre el amor... y nos falta amar más. Con autenticidad. Pide el Amor... y se te dará. En el día del amor fraterno, de la institución de la eucaristía y de la fundación del sacerdocio pide por los cercanos y por los lejanos. Por tu conversión al amor, al contacto con el Amor. Por la Iglesia, por los sacerdotes y por cada cristiano/a, para que sean fieles al amor primero. Al Amor de Dios: el más libre y, a la vez, el más vinculante. Al Amor de Jesús: el más gratuito, el más fiel, el que lleva las marcas de la pasión. Al Amor de los amores... “Haced esto en memoria mía”. En camino hacia el mundo nuevo que Dios sueña.
Vuestro hermano en la fe:
Luis Manuel Suárez, claretiano (luismacmf@yahoo.es)


49. HOMILÍA PARA EL JUEVES 08 DE ABRIL - MISA VESPERTINA DEL JUEVES SANTO

LECTURAS: EX 12, 1-8. 11-14; SAL 115; 1COR 11, 23-26; JN 13, 1-15

Ex. 12, 1-8. 11-14. Celebrar la Pascua no es una especie de talismán, que nos librara de influencias malignas o de desgracias. El Señor nos pide participar de su Pascua como peregrinos que dan testimonio de su libertad de hijos de Dios, y de que sus pasos se encaminan hacia la posesión de los bienes definitivos. Cuando entremos a la posesión de esos bienes, Dios habrá cumplido, para nosotros, sus promesas de salvación. Por eso, al entrar en comunión de vida con el Cordero Inmaculado, entramos en comunión también con su Misión, con su entrega, con su misericordia, con su capacidad de buscar y perdonar a los pecadores. Dios no quiere destruirnos, a pesar de que nuestros pecados sean demasiado graves. Él es nuestro Dios y Padre, lleno de misericordia para con nosotros, y siempre dispuesto a perdonarnos. Ojalá y el Memorial de su Pascua sea para nosotros la celebración de nuestra propia pascua, siendo hijos de Dios en camino, sin esclavitudes al pecado ni a lo pasajero, sino como aquellos que aman sirviendo y dando su vida por los demás con una conciencia limpia, que nos haga ser, también nosotros, una ofrenda grata al Señor.

Sal. 115. Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Acudamos al Señor, con gran confianza y amor, para que nos libre de la muerte merecida por nuestras culpas. Sabemos que su Hijo, Jesús, ha muerto por nosotros para perdonarnos nuestros pecados, librarnos de la muerte y hacernos hijos de Dios. Por eso no sólo ofrecemos el Sacrificio grato a Dios, sino que, junto con la ofrenda, que es su propio Hijo, nos ofrecemos también nosotros. Así, mediante la ofrenda de nuestra propia vida, que queda consagrada a Dios, manifestamos nuestra gratitud al Señor que nos ama y que nos salva. Pero no nos conformemos con la ofrenda de nuestro ser a Dios en la celebración litúrgica; procuremos que toda nuestra vida, aún en los momentos aparentemente más insignificantes, sean realizados para glorificar a Dios y para servir amorosamente a nuestro prójimo. Entonces Dios nos llevará consigo, pues nos contemplará como a sus hijos amados, herederos, junto con su Hijo, de la Gloria que le pertenece.

1Cor. 11, 23-26. Proclamar la muerte del Señor hasta que Él vuelva no es, para nosotros, motivo de vivir, desequilibradamente, haciéndonos daño a nosotros mismos. Es llevar una vida íntegra que manifieste, ante el mundo entero, que la Redención que Cristo nos dio a costa de su muerte en cruz, no ha sido vana en nosotros. Celebrar estos misterios santos, pero no dejar que sean parte de nuestra propia vida, nos convierte en sacos rotos, incapaces de retener la gracia de Dios. El Señor, además de hacer su morada en nosotros, espera que seamos capaces de entregar nuestra vida, incluso derramar nuestra sangre, si esto es necesario, para que los demás tengan vida. El mandato de amor de Cristo que nos dice: Ámense los unos a los otros como yo los he amado, nos lleva a aquella enseñanza del mismo Cristo: Nadie tiene mayor amor por sus amigos, que aquel que da la vida por ellos. Que la celebración del Memorial de la Pascua de Cristo nos involucre también a nosotros en el camino del amor hasta el extremo que el Señor tuvo para con nosotros.

Jn. 13, 1-15. El Señor, habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Sólo así el amor es verdadero. Cuando uno se reserva algo para sí, incluso la vida, y no es capaz de darlo todo por sus amigos, su amor es un amor falso, egoísta. El Señor se despojó de todo para enriquecernos a nosotros con su pobreza. Y Dios quiere que nosotros seamos conforme a la imagen de su propio Hijo. Él salió del Padre para borrar la imagen falsa de Dios y hacernos comprender que Dios nos ama, nos perdona, nos salva y nos hace hijos suyos, a pesar de que nuestros pecados sean demasiado graves; ahora el Señor vuelve al Padre, después de haberse puesto a nuestro servicio para purificarnos del polvo de maldad que se nos ha pegado en el camino de la vida, pues quiere que nuestros pies, firmemente puestos en la tierra, sean un signo del amor de Dios, en quien tenemos puesta nuestra mirada y esperanza, y no en el pecado ni en las cosas pasajeras. Aceptemos, con una fe sincera, la salvación que Dios nos ofrece en su propio Hijo, pues no tendremos ya otro camino que nos lleve al Padre. Quien lo acepte sabrá que Dios lo la limpiado del mal, de sus traiciones, y conocerá el amor de Dios, nuestro Padre lleno de ternura, de compasión y de misericordia para con sus hijos, aun para aquellos que están lejos de Él, pues Él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva.

El Memorial del Misterio Pascual de Cristo, que estamos celebrando, nos hace ser el objeto del amor de Dios. Él no nos rechaza, sino que se acerca a nosotros para ofrecernos su perdón y la participación, nuevamente, de su Vida y de su Espíritu. Para que esto se haga realidad entre nosotros, nos ha dejado un signo, tal vez muy frágil, pero no por eso menos verdadero, convertido en un sacramento de su presencia real entre nosotros: sus sacerdotes. Por medio de ellos el Señor continúa caminando con su pueblo, haciendo el bien a todos y convirtiéndose en signo de unidad para todos. La Eucaristía, que todos estamos celebrando, presidida por Cristo en la figura del sacerdote, nos hace vivir como nuestra la misma entrega de Cristo, que nos ama hasta el extremo. Él nos quiere purificar para que participemos, algún día, de su gloria eternamente. No cerremos nuestro corazón al amor de Dios; aprovechemos este tiempo especial de gracia del Señor para con nosotros.

Cristo Jesús, nuestro Maestro, Hermano, Cabeza y Principio de la Iglesia formada por todos los que creemos y hemos sido bautizados en su Nombre, nos ha dado ejemplo, para que lo que Él ha hecho, también nosotros lo hagamos. Por eso, quienes continuamos haciéndolo presente en el mundo, debemos amar a nuestro prójimo como el Señor nos amó a nosotros. No podemos vivir destruyéndonos, como si no conociéramos a Dios. El Señor, por salvarnos, dio su vida por nosotros. Si queremos un mundo libre de malvados no es porque vayamos a acabar con ellos por medio de la violencia y de "guerras santas", sino porque seamos capaces, incluso, de dar nuestra propia vida para que la salvación y la vida de Dios se vaya engendrando en todos, día a día, con mayor perfección. El Señor vino a buscarnos y a salvar todo lo que se había perdido; así debemos actuar nosotros, salvando y no destruyendo a los pecadores. Mientras el amor fraterno no se haga realidad entre nosotros no tiene sentido decir que entramos en Comunión de Vida con Cristo. Consagremos el mundo a Dios; hagámoslo porque, con el Poder de lo Alto, el Espíritu Santo que habita en nosotros, vayamos haciéndolo cada día un signo más claro del Reino de Dios entre nosotros.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de abrir todo nuestro ser al amor de Dios, para que, desde ese amor, vivamos el amor fraterno en torno a Cristo, para gloria de nuestro Dios y Padre. Amén.


50. ARCHIMADRID 2004

AMAR PARA SIEMPRE

“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo.” ¿Qué es eso de amar hasta el extremo? ¿Existe algún limite para el amor? ¿Qué queremos decir con: “te amaré hasta la eternidad?…

Si hay alguna palabra con la que jugamos, y que manoseamos a nuestro antojo ésa es, precisamente, la palabra “amor”. Nadie en este mundo es capaz de alcanzar a entender la esencia de Dios y, sin embargo, lo más íntimo de la divinidad se nos ha dado, hasta el “extremo” de aceptarlo o rechazarlo: su Amor. Pero, a pesar de esto, seguimos empeñados en saber mucho acerca de amar y ser amados… ¿Será que, aunque exista tanta miseria en el corazón humano, éste atisba un resplandor de su Creador cuando, incluso en la lujuria, la vanagloria o la codicia, ansía “poseer”…?

Creo que, una de las claves, la encontramos en ese: “había llegado la hora…”. Sólo en Dios “ser poseído” y “poseer” se identifican hasta llegar a ser lo mismo: su única y verdadera esencia. Sólo la vida y muerte de Jesús se entienden desde la voluntad del Padre; y sólo la Creación del Todopoderoso se concibe desde el Verbo. Este misterio, incomprensible para el hombre, se va a realizar, “aquí” y “ahora”, en una manifestación extraordinaria de amor: que cualquier ser humano, comiendo el Cuerpo de Cristo, y bebiendo su Sangre, pueda asemejarse a esa plena comunión que se da en el Padre y el Hijo. Y sólo el Amor (el Espíritu Santo), es capaz de llevarnos a tal atrevimiento, ya que (¡pobres de nosotros!), con nuestras pocas entendederas, y nuestras largas torpezas, llegaríamos tan sólo a destrozar semejante tesoro. Pero, a pesar de todo, Dios lo sigue depositando en las pobres manos del sacerdote. Pobres… pero, consagradas (y aquí, de nuevo, interviene el Amor de Dios).

¡Sí!, el Amor (éste que se escribe con mayúsculas), es un misterio insondable para cualquiera de nosotros. Lo que tú yo llamamos amor, no es otra cosa, sino una mera caricatura de lo que significa en Dios. Por eso, ¿por qué no obedecer a Jesús, dejándonos que Él “haga” en nosotros lo que le plazca (“lavándonos”, por ejemplo, mediante el sacramento de la Reconciliación, esta alma nuestra que le pertenece): “Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde”. Sin embargo, en cuántas ocasiones queremos entender, sólo y exclusivamente, desde nuestra manera de ver las cosas: convertir a Dios en una marioneta de nuestros caprichos o frustraciones… Hemos olvidado, otra vez, lo esencial: “Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo”.

La Cena del Señor, antes que el banquete pascual prefigurado en las Escrituras, es la mayor obra de amor realizada en el mundo. Por tanto, amar hasta el extremo es darnos, a través del memorial de Cristo, su Cuerpo y su Sangre. Dios, por otra parte, nunca pondrá límites al Amor en cuanto éste se identifica con la entrega de su Hijo hasta la muerte. Y, respecto a las palabras que muchos osan decir: “te amaré hasta la eternidad”, sólo me viene a la memoria aquel Jueves Santo, en mi primera parroquia como sacerdote, cuando el párroco (él sabe a quién me refiero), al llegar el momento del “lavatorio” de los pies empezaba a sudar, llorando emocionado (situación ésta, que se repetía, año tras año). Cuando, por fin, le pregunté el motivo, me miró y respondió: “¡Cuánto amor he recibido de Jesús, y qué poco correspondo!”… Esas palabras, a pesar de que alguno no las entienda, sólo las puede decir alguien que sabe amar, y amar para siempre… ¡Qué grande es el sacerdocio! ¡Gracias, Dios mío!


51.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Octavio Ortíz

Nexo entre las lecturas

“La institución de la nueva alianza en la sangre de Cristo”. En estas palabras se nos ofrece un elemento unificador de la lecturas de esta hermosísima Celebración de la cena del Señor. La primera lectura del libro delÉxodo nos expone detalladamente los preparativos de la cena Pascual; cena en la que se sacrificaba y se comía el cordero con un ritual muy detallado. Se trata de un rito antiquísimo que se celebraba incluso antes de la estancia del pueblo en Egipto, pero que, en todo caso, estaba unido íntimamente a la alianza que Dios hacia con su pueblo. Israel celebra esta pascua como el paso de la esclavitud a la libertad (1L). El evangelio nos expone el amor sin medida del redentor que se ofrece en sacrificio: “habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo” Cristo está a punto de entregar su vida en la cruz y anticipa sacramentalmente su sacrificio. Así, Jesús instituye una nueva alianza en su sangre. El cordero pascual es ahora él mismo quien, en obediencia al Padre, se ofrece en resacate por todos los hombre. Él ha venido a servir, Él es el maestro y nos dice que el amor cristiano no puede tener límites (EV). La carta de Pablo a los Corintios expone la tradición más antigua de la Eucaristía. Jesús ordena a sus discípulos que respeten y repitan este gesto: “Haced esto en memoria mía” y, al mismo tiempo, vincula esta liturgia con “la muerte del Señor hasta que vuelva” (2L).


Mensaje doctrinal

1. El cordero pascual. En la cena se debía consumir el cordero pascual, un animal sin defecto, macho, de un año, cordero o cabrito. Su sangre se debía rociar en las jambas y en el dintel de la casa simbolizando la salvación que correspondía a los primogénitos de Israel. Los israelitas debían comer de pie, con la cintura ceñida, bastón en mano, de prisa. Era la Pascua del Señor. Esto lo debían celebrar de generación en generación.

En la pascua cristiana es Cristo mismo el cordero que se inmola por la salvación de los hombres. Aquí también se da un paso de la esclavitud a la libertad, pero los términos se profundizan: de la esclavitud del pecado a la libertad de la gracia de los hijos de Dios. Cristo derrama su sangre en la cruz para liberarnos de la muerte y del pecado. Se ofrece en holocausto para establecer una nueva y definitiva Alianza con los hombres. En muchas ocasiones y de muchas maneras Dios había hablado a los hombres por medio de los profetas, ahora lo hace por medio del Hijo amado. Jesús describía su propio corazón cuando decía: Nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos. Melitón de Sardes en una admirable página sobre la Pascua comenta: Él (Cristo) es aquel que nos rescató de la esclavitud para conducirnos a la libertad, nos llevó de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, de la tiranía al Reino eterno. Ha hecho de nosotros un sacerdocio nuevo y un pueblo elegido para siempre. Él es la Pascua de nuestra salvación. (Homilía sobre la Pascua).

2. El lavatorio de los pies. El gesto del lavatorio de los pies va más allá de un simple ejemplo. Se puede decir que es una especie de signo de la misión y obra redentora de Cristo. El Señor nos purifica de nuestros pecados, cancela nuestras culpas, lava en su sangre nuestros delitos y nos conduce al Reino de su Padre. Su misericordia se derrama eternamente sobre nuestra existencia pecadora. Al lavar los pies a sus discípulos, Jesús hace presente la necesidad de purificación que tiene el hombre, la necesidad de salvación y les anticipa que gracias a su misterio pascual (muerte-resurrección del Señor) ellos quedarán libres de sus pecados.


Sugerencias pastorales

1. El amor a la Eucaristía. Una de las ceremonias litúrgicas más amadas de los fieles es la procesión con el Santísimo hasta el monumento y la subsiguiente adoración eucarística. Lo mismo los niños que los jóvenes o la gente adulta, participa en esta liturgia con ánimo cordial, sensibilizada por la belleza y profundidad de la Celebración de la Cena del Señor. Se mezclan sentimientos de compasión, de agradecimiento, de amistad con Cristo, de anhelo de acompañarlo en sus momentos de dolor. Se trata de una ocasión muy a propósito para crecer en el amor a Jesucristo Eucaristía, quien ha querido quedarse con nosotros para aliviar nuestra soledad y nuestras luchas. Conviene, por ello, favorecer la participación de los fieles en la procesión preparándola detalladamente con cantos eucarísticos apropiados. Preparemos con esmero y detalle el monumento. Adornémoslo de flores con arte y buen gusto. Involucremos en esta preparación a los niños y jóvenes de nuestras parroquias, pues todo ello constituye la mejor catequesis eucarística. Será muy conveniente prolongar durante la noche la adoración eucarística. Sabemos por experiencia que muchos fieles vienen esta noche a visitar a Jesús. Quizá no lo han hecho en años, sin embargo, hoy se sienten invitados a hacerlo. Suelen hacer una especie de síntesis de su vida, vienen a exponer sus penas, sus alegrías, sus sufrimientos, todo lo vivido y lo realizado. Aprovechemos esta ocasión para preparar una sencilla y profunda hora eucarística que comente los momentos de Jesús en el huerto e invite a todos los presentes a descubrir al “amigo de su alma”. Como el Cura de Ars, al mirar al altar, digamos con conmoción a los fieles: “El está ahí”.

2. En esta noche el hombre está invitado a reconciliarse con Dios. Hoy experimentamos de una forma muy particular que Dios es amor y que Dios envía a su Hijo para darme la salvación. Por eso, la invitación que dio inicio a la cuaresma: “dejaos reconciliar con Dios” encuentra en esta noche su punto más alto. En esta noche hay dos apóstoles que tienen actitudes diversas: hoy Judas se desespera de su pecado, hoy Pedro se arrepiente de su pecado. El sacrificio que Cristo está por ofrecer nos reconcilia con el Padre, pero requiere nuestra condescendencia, nuestra aceptación.

“El amor sobreabundante de Cristo nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión” (Incarnationis Mysterium 10). Así, el hombre que vuelve a la amistad con Dios descubre un nuevo significado para su vida. Ya nada le es indiferente, empieza a comprender más afondo el sentido de su existencia. Se siente responsable por el mundo, por el hombre y su destino. Siente que, de alguna manera, el hombre, el ser humano, ha sido encomendado a sus cuidados. Aprecia cada día más y mejor el valor del tiempo de cara a la eternidad. Empieza a vislumbrar el sentido del dolor, de los sufrimientos y contratiempos de la vida y, sobre todo, de la muerte, encuentro definitivo con el Señor. Él, reconciliado con Dios y consigo mismo, se convierte en un don de Dios para los demás y en instrumento de reconciliación y salvación para sus semejantes.


52.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Cipriano Sánchez LC

Siempre que uno reflexiona sobre el misterio de la Eucaristía, podría dejar de lado que la Eucaristía es un misterio de presencia de Cristo, un misterio de entrega de Cristo. Una entrega que se hace presencia cada vez que el sacerdote pronuncia las palabras sacramentales sobre el pan; una presencia que se hace compañía cada vez que nosotros nos acercamos al sagrario.

Vamos a contemplar el misterio de la institución de la Eucaristía, pidiendo a Jesús entregarnos con Él, que se entrega; hacerme don con Él, que se da; dejar invadir mi corazón del corazón de Cristo entre los hombres. Un amor hecho entrega y presencia en su Cuerpo y su Sangre Eucarísticos.

“Cuando llegó la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros[...] Tomó luego pan, y, dando gracias, lo partió y se los dio diciendo: Éste es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. De igual modo, después de cenar, tomó la copa diciendo: Esta copa es la Nueva Alianza de mi sangre que es derramada por vosotros.”

Un pan y un cáliz que yo sé, por la fe, que son su cuerpo y su sangre. Se ha realizado un milagro, el milagro más grande. La pasión de Cristo se ha realizado de una forma incruenta. Efectivamente su cuerpo y su sangre son su sacrificio. Cristo ha realizado su sacrificio, incluso antes de morir. Como si su amor fuese tan grande que fuese capaz de anticipar el misterio de la redención para mí. Y este don, este sacrificio se me da a mí como cristiano; se da a todos los hombres.

¿Qué es lo que hace Cristo? ¿Cómo se entrega Cristo? El pan, que es partido, roto, por las manos de Cristo, ese pan ya no es una mezcla de harina con levadura, sino que es su cuerpo. Se rompe Él mismo, se da Él mismo; y, al mismo tiempo, ese pan roto y dado es el gesto del Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo como don a la humanidad.

Entre los judíos, la Pascua se celebraba en familia, y el que presidía la cena pascual representaba al padre de familia. En el misterio de la Eucaristía, Cristo —el Hijo— está al mismo tiempo siendo Padre que da al Hijo; el Padre —Dios—, que da al Hijo —Cristo— a los hombres, es el pan y el vino. El Padre que da al Hijo, que entrega al Hijo a la humanidad. La Eucaristía es así el pan roto y entregado, es el amor del Padre hasta el extremo de entregar al Hijo en sacrificio por los pecados.

El pan que Cristo me da es su cuerpo que se entrega por mí; la sangre que Cristo derrama es derramada por mí. En ese cáliz, que el sacerdote tiene entre sus manos, está la sangre de Cristo, la sangre del Cordero, para que se produzca la conclusión de una Alianza Nueva, de un nuevo pacto puesto en favor de los hombres.

Debemos contemplar todo esto y dejar que nuestro corazón discurra sobre los gestos de Cristo, sobre las palabras de Cristo; sobre todo lo que está contenido en este misterio. Misterio que nos da una Alianza ofrecida sobre una persona. Una persona que no es simplemente una persona humana, es la persona del Hijo de Dios. Dios de Dios, Luz de Luz, y al mismo tiempo cuerpo entregado y sangre derramada.

¿Qué hay en el corazón de Cristo? ¿Cuál es el corazón de Cristo ante el misterio de la Eucaristía? Intentemos contemplar el corazón y el alma de Cristo; veamos su corazón que busca darse sin barreras. Un corazón que anhela, que desea dar todo lo que Él es. Y para lograrlo no encuentra otro camino mejor que darse en el pan y en el vino, como cuerpo y sangre; alma y divinidad.

Cristo se da sin barreras de tiempo y espacio. Cada vez que comulgamos, cada vez que recibimos la Eucaristía, se rompen todas las barreras físicas de la eternidad en el tiempo, de una época con otra, y entramos en misteriosa comunicación con Cristo. Y se cumple ese don, cuando misteriosamente, sacramentalmente, Jesucristo penetra en mi persona y se me entrega sin ninguna barrera. Cristo busca, además, manifestarme su amor, como dirá San Juan: “nos amó hasta el extremo”. Él me manifiesta su amor queriendo y pudiendo entrar en mi persona. Si el amor es la comunión de aquellos que se aman, ¿qué mayor comunión que la del cuerpo y la sangre de Cristo con mi espíritu, con mi alma, con mi persona? Cristo, en su corazón, busca continuar cerca de mí.

Él sabe, Él es consciente de que vivimos muchas veces en soledad, aunque estemos acompañados por mucha gente, aunque haya muchas personas a nuestro alrededor. Una soledad que no solamente la sentimos nosotros, sino que es muchas veces patrimonio de todos los hombres. Cristo quiere quebrar esa soledad con la Eucaristía. Cristo no quiere que yo esté solo, y quiere darse Él como acompañante para transmitirme su vida. “Quien me come vivirá por mí; aquél que me come no morirá para siempre”.

El misterio de la Eucaristía es promesa de vida eterna. Cada vez que recibo a Cristo en la Eucaristía, se me está entregando la promesa de la vida que no acaba para siempre. Éste es el gesto supremo del amor que busca la identificación de voluntades y de existencia. “¡Con qué anhelo he deseado comer esta Pascua con vosotros!” Cristo me busca más a mí, de lo que yo lo busco a Él. Cristo quiere estar más cerca de mí, de lo que yo quisiera estar cerca de Él. En su interior está el deseo de vivir esta Pascua, que es la antesala de la realización del Reino de Dios entre los hombres. La Pascua con la que Él va a llevar a plenitud su obra, con la que va a realizar el anhelo que le trajo al mundo.

En el corazón del Cristo, en la Última Cena, brilla radiante un deseo: comer la Pascua, cumplir la Pascua en el Reino de Dios. El anhelo de realizar la voluntad del Padre, el deseo ardiente de cumplir con lo que el Padre le pide. Para Cristo, comer la Pascua, no es sólo repetir un rito que recordaba a los hebreos su liberación de Egipto. Para Cristo, comer la Pascua, es realizarla en su persona; es ofrecer su persona como precio de la liberación de su pueblo; es partir en dos el pan del pecado con la sangre de sus venas, con el último latido de su corazón.

¿Qué es lo que yo hago ante este Cristo de la Eucaristía? Cuando el Hijo de Dios se hace pan y se hace vino entregado por mí, derramado por mí, no puedo sino suscitar en mí sentimientos y determinaciones de comunión, de identificación con mi misión redentora. ¿Qué otra cosa puedo hacer? ¿Acaso puedo llegar a captar plenamente, con mi inteligencia pequeña, limitada, todo lo que sucede en la Eucaristía? ¿No tendré más bien que determinarme a decir: “Señor, quiero comulgar contigo, quiero empaparme de ese sentimiento, de ese anhelo de realizar la Pascua, de tenerte cerca de mí, de estar tú y yo en comunión, en identificación”? Al recibir a Cristo debo animarme a un compromiso total ante el suyo, sin mediocridades, sin tibiezas, sin dudas. Tengo que saberme fortalecido en todas mis soledades y acompañado en mis fracasos y triunfos.


53. Homilía de Juan Pablo II


54.- HOMILÍA Durante la misa "In Cena Domini", en la patriarcal basílica de San Pedro, 28 de marzo, por la tarde. El mandamiento del amor