SAN
AGUSTÍN COMENTA LA QUINTA LECTURA
Rom 8,22-27: Entonces no será una maldición vivir sin esperanza
Por la mañana dije que el amor tenía que ser activo, no perezoso... Hemos cantado: He esperado en la misericordia de Dios (Sal 51,10). Digamos algo acerca de nuestra esperanza. Las palabras de mi sermón se acomodarán a las exigencias del tiempo; en cambio, la esperanza de la que tratará el sermón debe perdurar y no acabar cuando concluya mi sermón. Yo he de hablar y luego callaré; ella clama siempre a Dios. Pero hasta la misma esperanza -quizá sea duro lo que voy a decir, pero no molestará si muestro por qué lo digo; yo así lo creo-, hasta la misma esperanza no será eterna.
Cuando llegue la realidad, no habrá ya esperanza; en efecto, se habla de esperanza mientras no se posee la realidad, según las palabras del Apóstol: Mas la esperanza que se ve no es esperanza; en efecto, lo que uno ve, ¿cómo lo espera? Si, pues, esperamos lo que no vemos, por la paciencia lo esperamos. Por tanto, si la esperanza que se ve no es esperanza, puesto que lo que uno ve ¿cómo lo espera? (Rom 8,24-25), y se llama esperanza precisamente porque esperamos lo que no vemos, cuando llegue el momento de la visión no habrá ya esperanza, porque estará presente la realidad. Entonces no será una maldición vivir sin esperanza; ahora, en cambio, el vivir sin ella es además de una maldición, un oprobio. Y ¡ay de aquel que ahora carece de esperanza! Dañoso es para él vivir sin ella, puesto que aún no posee la realidad; la esperanza dejará de existir cuando se esté en posesión de la realidad misma.
¿Cuál es esa realidad que se poseerá? ¿Qué vendrá después de la esperanza? Vemos, en efecto, a los hombres esperar ahora muchas cosas terrenas. Limitándonos a los aspectos mundanos, ningún hombre vive sin esperanza, y hasta el momento de la muerte no hay nadie que no la tenga. Los niños tienen esperanza de crecer, de instruirse, de saber algo; los jóvenes de casarse y tener hijos; los padres de alimentar a los hijos, de instruirlos, de ver crecidos a quienes acariciaban de niños, por referirme de manera particular al núcleo de la esperanza humana, que es como lo más natural, lo más excusable y lo más frecuente. Hay, en efecto, muchas esperanzas vulgares y del todo reprensibles; pero aferrémonos a esta que es común y natural. Todos nacen para esto: para crecer, para casarse, para procrear hijos, para educarlos y también para que le llamen padre de hijos.
¿Qué más pretende? Pero aún no se ha acabado la esperanza: desea casar a los hijos y aún espera. Cuando haya conseguido esto, desea tener nietos; y, cuando haya alcanzado este deseo, entra en la tercera generación, y el anciano se muestra perezoso para dejar su lugar a los niños. Todavía va tras algo que desear y que esperar, y parece benévolo. ¡Ojalá, dice, aquel niño pueda llamarme abuelo! ¡Cuando lo oiga de su propia boca, puedo morir! El niño crece, le llama abuelo, y él aún no se reconoce tal. En efecto, si ya es abuelo, si ya es anciano, ¿por qué no se da cuenta de que debe abandonar este mundo para que le sucedan quienes han nacido de él? Pero cuando escucha este nombre honorable en boca del niño, quiere educarlo él mismo. ¿No espera, acaso, también un bisnieto? Así muere, aún con esperanzas; espera una y otra cosa una vez que ha recibido lo que antes esperaba; no se sacia y suspira por otras cosas.
¿Para qué llegó lo que esperabas? Con toda certeza, para que pongas un limite a tu camino. Este límite no se extiende. ¡A cuántos engaña esta esperanza, esperanza trillada! Ante todo, no sacia cuando llega; pero ¡a cuántos no llega! ¡Cuántos estuvieron esperando una mujer, y no pudieron casarse! ¡Cuántos esperaban una con quien se llevasen bien, y se casaron con otra que les fue causa de tormento! ¡Cuántos esperaron tener hijos y no lo consiguieron! ¡Cuántos gimieron a causa de los males recibidos! Y así todo. Uno esperó riquezas; si no las consiguió, le atormentó la ambición; si las consiguió, le torturó el temor. Pero no hay nadie que deje de esperar; nadie se sacia. Aunque son tantos los defraudados, no se dan de baja en la esperanza mundana.
¡Qué al menos una vez nuestra esperanza no sea engañosa, sino que nos sacie, y con algo bueno, que no pueda serlo más! ¿Qué es, pues, esa cosa tan esperada que, llegada ella, cesa la esperanza, porque le sucederá su realidad? ¿Qué es? ¿La tierra? No. ¿Algo que se origina en la tierra, como el oro, la plata, el árbol, la mies, el agua? Ninguna de estas cosas. ¿Algo que vuela en el aire? Lo rehúsa el alma. ¿Acaso el cielo, tan hermoso y tan adornado con sus luminares? ¿Qué hay más deleitoso y más hermoso entre las cosas visibles? Tampoco él es. ¿Qué es entonces? Todas estas cosas causan deleite, son hermosas, son buenas. Busca quién las hizo: Él es tu esperanza. Él es ahora tu esperanza y será luego tu posesión. La esperanza es propia de quien cree; la posesión de quien ve. Dile: Tú eres mi esperanza. Con razón dices ahora: Tú eres mi esperanza: crees en él, aún no lo ves; se te promete, pero aún no lo posees. Mientras estás en el cuerpo, eres peregrino lejos del Señor; estás de camino, aún no en la patria. El mismo que gobierna y creó la patria, se ha hecho camino para llevarte a él. Dile, pues, ahora: Tú eres mi esperanza. ¿Y luego qué? Mi lote en la tierra de los vivos (Sal 141,6). Quien ahora es tu esperanza, luego será tu lote. Sea él tu esperanza en la tierra de los muertos y será tu lote en la tierra de los vivos.
Sermón 313 F