Ni esclavos de la ley ni flotando en la anarquía
«Libre en el Espíritu»
Josep VIVES
«Vosotros habéis sido llamados a la libertad; sólo que la libertad
no ha de ser trampolín de vuestro egoísmo. Al contrario, se trata de
serviros unos a otros por amor.... porque, si andáis mordiéndoos y
devorándoos, haced cuenta que vais a la destrucción»
(/Ga/05/13).
«La libertad no es algo que el hombre posea para sí, sino algo
que tiene para los demás. Ningún hombre es libre "en sí", o sea,
por así decirlo, en un espacio vacío... La libertad no es algo
existente, objetivo, ni es tampoco una forma que se infunda en algo
existente, sino que es pura relación... Ser libre significa
"ser-libre-para-el-otro"...» (D. Bonhoeffer, Creación y Caída).
Libertad para el servicio del amor
De los tres miembros del slogan de la revolución -«libertad,
igualdad, fraternidad»- parece como si el hombre moderno sólo
hubiera querido comprometerse a fondo y sin restricciones con el
primero, y aun éste entendido, generalmente, de una manera
individualista y subjetiva. Los otros dos, que en su misma
formulación llevan una exigencia de apertura al otro y de
corresponsabilidad con el otro, quedan casi siempre como en
sordina, excepto cuando el ego siente que puede recibir menos que
otros. Sólo entonces hay apelaciones a la igualdad o a la
fraternidad. Casi nadie se acuerda de esas palabras cuando -por
rapiña o por pura suerte- se está en posición de sacar mejor tajada
que los demás.
LBT/EGOISMOS: Sobre esto dio muestras de gran sabiduría
-hace ya casi dos mil años- el iluminado San Pablo. Desde luego, él
lo decía con otras palabras, pero su experiencia era la misma. Los
hombres sólo hablan de libertad como pretexto o trampolín para sus
egoísmos (para «la carne», dice él literalmente). Pero él tenía bien
claro -porque era lo más básico que le había enseñado su maestro,
Jesús- lo que Bonhoeffer -otro iluminado discípulo- habría de decir
en términos más de nuestro tiempo: que no hay libertad sino «para
el otro», para descubrir y construir el sentido de nuestra vida
humana en la relación esencial con los otros, lo que equivale a
decir que no hay libertad auténtica sino desde y para la igualdad y
la fraternidad. Pablo lo dice de manera bien gráfica: una libertad
que sólo es codicia de «morderse y devorarse unos a otros» no
puede tener otro fin que la autodestrucción humana. Pero Pablo
aporta aquí otro matiz absolutamente esencial: la libertad sólo es
auténtica cuando es libertad para el servicio del amor.
El Apóstol no hace esfuerzo alguno por suavizar la literal
contradicción que se halla en sus palabras: proclama a los Gálatas
-puntillosos en la observancia de la ley judía- que han sido
liberados de la esclavitud de la ley y llamados a la libertad; pero no
tiene reparo alguno en añadir que, precisamente por ello, han de
someterse a la esclavitud del amor. ¿Les anuncia la liberación de
una esclavitud para meterles al punto en otra? Así parece. Pero va
mucho de una esclavitud a otra: la de la mera ley anula al hombre
como hombre, creado libre a imagen de Dios; la del amor es la
única posibilidad que tiene el hombre de realizarse asumiendo libre
y amorosamente su relación con Dios y con los demás hombres, de
quienes depende esencial y constitutivamente.
El campo de la libertad no es el de una inauténtico supuesta
independencia -la del anarco que grita: «¡hago lo que me viene en
gana!»-, sino el del amoroso y agradecido reconocimiento de una
interdependencia radical, que es a la vez don y propuesta del amor
creador de Dios, gracia y tarea de realizar las posibilidades que se
me ofrecen con aquel don. La libertad en la solidaridad es el único
terreno en el que el hombre puede realizarse como hombre, es
decir, como ser que se ha de realizar en el amor.
La aportación de Cristo: el Espíritu que libera
de la doble esclavitud de la ley y de la anarquía egoísta
J/ES: Pablo nos ofrece una versión lúcida de lo que es la
salvación cristiana, de lo que Cristo aporta al mundo. Cristo no es
sólo una cifra del impensable amor de Dios al hombre haciéndose,
por el misterio de su encarnación, Dios-con-nosotros. Ni es sólo el
«gran maestro de moralidad» de los ilustrados, que nos habría
dejado su incomparable ejemplo y la insuperable ética del sermón
del monte. Cristo es, ante todo, el portador del Espíritu que habría
de «renovar la faz de la tierra». Su misión es inaugurar la era del
Espíritu que, a partir de su resurrección y como expresión de su
misma glorificación, sería infundido en los corazones de los
hombres para liberarlos de sus esclavitudes. Su vida terrena es
como un ponerse delante de la interminable columna humana que,
siguiéndole a él, ha de empezar a vivir según el Espíritu, con el que
los hombres podrán clamar sin temor a Dios: «¡Abba, Padre!' (Rm
8,15; Gal 4,6), y podrán efectivamente, superando sus inveterados
egoísmos, reconocerse como hermanos.
Cristo no vino simplemente a confirmar la ley antigua. Ni siquiera
vino a promulgar una nueva ley más elevada o más perfecta. Si
acaso, vino a promulgar la ley del Espíritu, que es la ley de la
libertad. El Apóstol, después de expresar la desesperación y la
impotencia del hombre que quiere cumplir la ley de Dios, pero
sucumbe siempre a la ley del pecado que atenaza sus miembros
(Rm 7,15ss), proclama que sólo alcanzamos auténtica libertad
interior cuando somos movidos por la fuerza del Espíritu de Dios
infundido en nosotros.
«Cuantos son llevados por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos
de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer
en el temor, sino que recibisteis el Espíritu capaz de haceros hijos
adoptivos, con el que podemos clamar ¡Abba, Padre! Porque el
Espíritu testifica, a una con nosotros, que somos hijos de Dios»
(Rrn 8,14-17).
Que la salvación que Cristo ofrece al mundo está en la fuerza
que aporta el Espíritu puede decirse que es el tema central de la
teología paulina, y en particular de sus dos grandes cartas
dogmáticas a los Romanos y a los Gálatas. Esta es la auténtica
«buena nueva», la novedad gozosa que él anuncia. Una novedad
en la que tiene una confianza absoluta, frente a la impotencia y
frustración en las que Pablo veía a la humanidad con respecto a la
posibilidad de cumplir la ley o de liberarse del egoísmo degradante
y fratricida de «la carne». Lo afirma convencido en el mismo pórtico
de la carta a los Romanos: «no tengo miedo de quedar
avergonzado al predicar esta buena nueva, porque es fuerza de
Dios capaz de salvar a todo el que se confía a ella» (Rm 1, 16). La
fuerza de Dios -su Espíritu- no falla, no deja en la estacada al que
se confía a ella. Y es Jesús quien garantiza a los suyos esta fuerza
de Dios mismo al prometerles que les enviará nada menos que el
mismo Espíritu de Dios.
La tradición de Cristo como portador del Espíritu
Pablo no es ningún innovador al sintetizar así, como obra del
Espíritu, la salvación que Cristo traía al mundo. En realidad, no
hace sino interpretar la vida y la obra de Jesús según la tradición
que él mismo había recibido y de la que quedan indicios claros en
los mismos evangelios sinópticos.
En los relatos de la infancia, Lucas deja claro que Jesús viene
por obra del Espíritu y es portador del Espíritu. Ya Juan, el
precursor, es anunciado como «lleno del Espíritu Santo» (1, 15); a
María, «llena de gracia», se le anuncia: «el Espíritu Santo
descenderá sobre ti, y el Poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra» (1,35); Isabel, «llena del Espíritu Santo», proclama la
gloria de «la Madre de su Señor»; y será también bajo el influjo del
Espíritu como Zacarias y Simeón entonarán sus respectivos
cánticos, en los que expresan cómo con Jesús llega, al fin, la
salvación tanto tiempo esperada.
El episodio del bautismo de Jesús representa el tema inaugural
de la primitiva catequesis cristiana sobre Jesús. En él se nos quiere
decir de una manera intuitiva -como en un cuadro escénico o
audiovisual- quién es ese Jesús del que se va a hablar. Y lo que se
nos dice visiblemente es que Jesús, «el hijo amado en quien Dios
se ha complacido», es aquel sobre el que se posa el mismo Espíritu
Santo en forma de paloma. Se trataba de dar, desde el comienzo
de la catequesis, indicadores inequívocos para los conocedores de
la antigua tradición profética: Jesús era el Mesías de quien había
dicho el oráculo de Yahvé: «He aquí a mi siervo, mi escogido, en
quien me he complacido. Sobre él derramaré mi Espíritu» (ls 42,11;
11,2). Desde el primer episodio de su vida pública, Jesús es
anunciado -después de un largo tiempo en que el Espíritu del
Señor parecía haberse retirado de la tierra- como el portador del
Espíritu. El mismo Bautista lo confirmará: «Yo sólo bautizo en agua
para penitencia, pero el que viene detrás de mí es más fuerte que
yo; él os bautizará -es decir, os sumergirá, os empapará- en
Espíritu Santo y fuego» (Mt 3,11). Esto es lo que caracteriza a
Jesús.
Por eso Jesús inmediatamente va al desierto «lleno del Espíritu»
(Lc 4,1); y, una vez superada la tentación, inaugura su ministerio en
Galilea proclamando con palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor
sobre mí, él me ha ungido, para dar una buena nueva a los pobres
... » (ls 61,1; Lc 4,16). La misión de Jesús se realiza por la fuerza -la
«unción»- del Espíritu. Pedro lo recordará después de la
resurrección, cuando quiera explicar a los paganos quién era
Jesús: es aquel «a quien Dios ungió con el Espíritu» (Hch 10,38).
De aquí surgiría el título cristológico por antonomasia, «Cristo», que
quiere decir «ungido»: Jesús es «el ungido» por el Espíritu Santo y,
como tal, el que trae al mundo la fuerza del Espíritu.
Cuando, ante las críticas de los fariseos, Jesús ha de reivindicar
su actuación salvadora, dirá simplemente que, «si es por el Espíritu
de Dios como yo lanzo los demonios, es que ha llegado el Reino de
Dios» (Mt 12,28). Y cuando se trate de indicar el máximo don que
Dios otorga por la oración, dirá que, si un padre da cosas buenas a
sus hijos, «cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a
los que se lo pidieren» (Lc 1 1, 13). Por eso, cuando los discípulos,
justo antes de la ascensión, pregunten si finalmente va a establecer
el Reino de Dios en la tierra -imaginándolo, sin duda, con
esquemas terrenos-, Jesús les dice simplemente que vayan a
Jerusalén y que allí recibirán el Espíritu Santo (Hch 1,7): no hay
otro Reino de Dios que el que resulta de la acción del Espíritu entre
los suyos.
La «fuente viva» y la «verdad completa»
El evangelio de Juan representa una reflexión madura sobre el
Espíritu. Según él, ser cristiano implica «nacer de nuevo del agua y
del Espíritu Santo» (3,3), es decir, entrar en una nueva forma de
vida, cuyo símbolo es el bautismo y cuya fuerza e impulso es del
mismo Espíritu de Dios. Jesús lo proclamará programáticamente en
la fiesta de los Tabernáculos: «El que tenga sed, que venga a mí y
beba... De su seno surgirán fuentes de agua viva». Y comenta el
evangelista: «Se refería al Espíritu que habían de recibir, porque
todavía no había Espíritu, ya que el Señor no había sido
glorificado» (7,37ss). La glorificación de Jesús, de la que tanto
hablarán los textos joaneos de despedida, es, a la vez, la
resurrección y la misión del Espíritu. Por eso en Juan ya la primera
manifestación del resucitado, en el mismo día de Pascua, es a la
vez la efusión sobre los apóstoles del Espíritu, con el que han de
salvar al mundo del pecado (20,22).
Los conocidos textos sobre «el Paráclito» explican el sentido de
esta misión: el Espíritu -al contrario que Jesús, cuya misión
quedaba circunscrita a un tiempo y un lugar- «estará siempre con
vosotros» (14,17); «os enseñará y os recordará [es decir, os
actualizará] todo lo que yo os he dicho» (14,26); más aún, puesto
que «hay muchas cosas que ahora no podríais comprender», el
Espíritu irá llevando a los suyos «a la verdad completa... y me dará
gloria, pues recibirá de lo mío» (16,12). Que es como decir que,
aunque Jesús es ya la revelación total y completa, la plena
comprensión y realización de lo que esta revelación implica y exige
en cada momento histórico será obra de la acción continuada del
Espíritu. El Espíritu se manifiesta así, a la vez, como garantía de
continuidad y exigencia de novedad. Es decir, el Espíritu de Jesús
nos está urgiendo siempre a que no nos estanquemos en el
tradicionalismo de la repetición estéril, en la invocación meramente
material de Jesús, ni nos volatilicemos en la anarquía de lo nuevo
por lo nuevo, sin la necesaria referencia a la norma salvadora de
Jesús.
«Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad»
(/2Co/03/17)
La fuerza salvadora de Jesús resulta, pues, precisamente del
hecho de que, por él, el Espíritu de Dios mismo ha sido derramado
en los corazones de los hombres. Lo que Jesús aporta no es una
nueva norma extrínseca -una nueva Ley-, sino una nueva fuerza
intrínseca, una transformación interior del hombre, algo que actúa,
no como un principio impuesto desde fuera, sino como algo que
«habita en nosotros», en el fondo de nuestro ser, «en nuestros
corazones»:
«Vosotros ya no estáis en la carne [es decir, en el ámbito de las
apetencias desordenadas], sino en el Espíritu, si es que el Espíritu
de Dios habita en vosotros. Que si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, ese tal no es de él... Porque los que son llevados por el
Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (/Rm/08/09ss).
La consecuencia de esta interiorización del principio salvífico es
que actúa precisamente sobre lo más íntimo del hombre, sobre su
libertad. Lo que opera el Espíritu infundido en nuestros corazones
es realmente la «liberación de la libertad», que se hallaba como
cautiva, o al menos trabada e impedida, por el desorden que el
pecado había desencadenado en nosotros. La Ley ilustraba al
entendimiento sobre lo bueno y lo malo; pero la «gracia» -el don del
Espíritu- es una nueva fuerza interior que nos hace capaces de
desear y realizar el bien reconocido como bien propio, no como
imposición extrínseca.
Por eso lo más específico del vivir cristiano -la auténtica
«novedad cristiana»- no es vivir meramente conforme a un código
preestablecido de leyes morales o de prácticas rituales y culturales,
y menos aún vivir sometido a un sistema de tabúes tradicionales, a
la manera de las formas religiosas primitivas, sino asumir el ejercicio
responsable de la «libertad de hijos», en una relación amorosa y
libre con el Dios revelado por Jesús como Padre, atentos a lo que
pueda exigirnos el Espíritu, que, siendo Espíritu de Filiación, no nos
pedirá sino que, en cada circunstancia concreta, estemos
dispuestos a reconocer a Dios como Padre reconociéndonos unos
a otros como hermanos. El Espíritu de Jesús es el Espíritu que nos
asegura la filiación y nos impele a vivirla y realizarla en la
fraternidad. De ahí la centralidad que el amor fraterno -hecho
verdad en obras- tiene en el cristianismo. No es un mandamiento
entre otros: es «el mandamiento nuevo», lo más esencial,
específico y característico del vivir cristiano.
Ése es el sentido de las palabras de Jesús -nada menos que en
el sermón de la montaña- cuando explica que no ha venido a
suprimir la ley, pero sí a llevarla a su perfección (/Mt/05/17ss).
Como lo muestran los ejemplos que aduce, la perfección de la ley
está, no en el mero cumplimiento literal de lo que está mandado,
sino en la interiorización de los valores últimos que la ley quería
promover, más allá de todo lo que puede ser tipificado en fórmula
legal alguna. Frente a los fariseos celosos del cumplimiento
escrupuloso de la letra, Jesús proclama la urgencia de entregarse
sin limitaciones a las exigencias del Espíritu, que ciertamente no
anulan la letra ni son contrarias a ella, pero que van mucho más
allá de ella. No se trata de «cumplirlo todo», sino de «amar sin
medida».
El «esplendor de la verdad»
La reciente encíclica «Veritatis Splendor» ha sido un serio aviso
acerca de la improcedencia del llamado subjetivismo moral. Desde
una óptica cristiana no se puede admitir que el hombre pretenda
hacerse dueño absoluto de la determinación del bien y del mal, sin
ninguna clase de referencia a las exigencias objetivas de su propia
naturaleza individual y social y, en definitiva, del designio de su
creador. Rechazar todo principio de objetividad moral es resbalar
suicidamente hacia la anarquía destructora del hombre en sus
dimensiones individuales y sociales.
No se necesita ser muy perspicaz para constatar que esa
anarquía amenaza cada vez más con corroer los cimientos de
nuestra existencia; ni hay que ser especialmente catastrofista para
reconocer que la crisis de valores morales es la causa más grave y
radical de los males de nuestra sociedad. Ponerse a describir los
aspectos concretos de esta crisis puede resultar hasta tedioso.
¿Hemos de volver a hablar de la entronización del individualismo
más feroz, de la insolidaridad entre los pueblos y entre las clases
sociales, de la brutal lucha sin escrúpulos por el dinero, el mercado
o el poder político, del hedonismo bestial, de las múltiples formas de
explotación de los indefensos, de las prácticas corruptas en todos
los ámbitos de la actividad humana? Denuncias de tales actitudes y
de otras mil del mismo género podemos oírlas todos los días. Pero
¿dónde hallar la fuerza moral capaz de hacer que los hombres
dejen de andar por esos perversos caminos?
No haría buen servicio a la causa cristiana quien pensara que,
frente a la patente crisis de anarquía moral, el cristianismo no
ofrece otra cosa que la reafirmación de siempre de la ley pura y
dura. Desgraciadamente, no faltan grupos de cristianos, más
celosos y angustiados que bien instruidos, cuyo señuelo parece ser
la simple vuelta a un legalismo simplista y autoritario. Parece como
si nunca hubieran leído cómo Pablo confesaba desesperado que,
por más que reconocía en su interior la ley de Dios, otra «ley de
pecado» le tenía cautivo y le impedía hacer el bien que se proponía
(Rm 7,15ss). La simple reafirmación de la ley puede tener como
efecto aumentar todavía más la desesperación y frustración, en vez
de promover la deseada conversión y liberación.
ES/KENOSIS: El cristiano bien imbuido del sentido más profundo
de su fe debiera ser suficientemente lúcido para saber que el mero
legalismo autoritario jamás salvará a nadie. La oferta que la
revelación cristiana hace a los hombres no es la del legalismo, sino
la de la apertura al Espíritu. Es una oferta, si se quiere, humilde,
discreta: la ortodoxia griega habla de la kénosis del Espíritu, de la
humildad y discreción del Espíritu que viene a anidar en el corazón
del hombre. El Espíritu viene sin violencia: como pidiendo permiso
para entrar, de la misma manera que pidió permiso a la joven María
para obrar el gran misterio en su seno. No le gusta violentar la
voluntad de los hombres. Como es Espíritu de amor, que viene a
instaurar una nueva relación de amor con Dios y entre los hombres,
requiere ser acogido amorosamente. Y a los que lo acogen los va
transformando también sin violencia, trabajándolos desde dentro,
dándoles el gozo del bien reconocido como lo más deseable y lo
más propio, no como imposición extraña. El Espíritu ha de ser
deseado, amado, escuchado, discernido...
«Qué sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,10)
Sólo en la voluntad de amorosa docilidad al Espíritu hallará el
cristiano el sólido anclaje objetivo de su conducta. Porque sólo el
Espíritu es capaz de remitirnos a la objetividad absoluta de Dios a
través de la referencia constante a Jesús, modelo absoluto del
hombre. Él nos recuerda constantemente todo lo que Jesús nos
dijo. Él nos lo actualiza en cada nueva circunstancia histórica,
iluminándonos acerca de cómo ha de realizarse en cada momento
nuestro «seguimiento» y nuestra «imitación» de Jesús. Que no se
trata, evidentemente, de imitar a la letra (otra vez el poder asfixiante
de la letra) sus gestos, su atuendo o sus actos, sino de constatar
hasta qué punto hay correspondencia o discrepancia entre las
formas de actuar de Jesús y nuestras formas de actuar, teniendo
en cuenta la diversidad del contexto histórico-social. Para el
cristiano, Jesús es la Nueva Ley, la única Ley; o, como él mismo
dijo, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Y es el Espíritu de
Jesús el que nos va iluminando, acompañando, confortando,
corrigiendo, amonestando en sus múltiples formas de actuación
entre nosotros -que van desde las indicaciones de nuestros
legítimos pastores hasta el clamor profético que puede surgir en las
comunidades ante las necesidades del mundo, así como las
inspiraciones que deja sentir en lo más íntimo de los corazones que
están atentos a su soplo.
Lo que se requiere es precisamente esto: estar atentos al
Espíritu, respetarlo, no ahogarlo (1 Tes 5,19) con nuestros miedos
y nuestra codicia de seguridades, con nuestras rutinas fáciles,
nuestros prejuicios o nuestras concupiscencias más o menos
inconfesadas. Lo que se requiere es que nos pongamos todos en
actitud de perenne «discernimiento» de lo que el Espíritu puede
querer de todos y de cada uno; y también de real «abnegación» de
todo lo que en nosotros sea contrario a lo que nos pide el Espíritu.
Está claro en qué dirección haya de llevarnos el Espíritu: en la de
«conformarnos con las actitudes de Cristo Jesús» (Flp 2,5), quien,
en obediencia al Padre, vino a hacer visible el amor de Dios hacia
todos los hombres, hasta la muerte de cruz. Sólo el Espíritu de
Jesús podrá salvamos tanto de la suicida anarquía egoísta como
del legalismo frustrante y estéril. Recordemos cómo Pablo nos dijo
ya que los frutos del Espíritu son: «caridad, gozo, paz, generosidad,
gratuidad, bondad, confianza, no-violencia, austeridad; y estas
cosas están más allá de la ley» (Gal 5,22). Como están,
evidentemente, mucho más acá de la anarquía. Afanémonos por
poseer tales frutos del Espíritu.
SAL TERRAE 1994/03. Págs. 171-180