DIOS SALVADOR REVELADO EN LA EFUSIÓN DE SU ESPÍRITU


La culminación de la Pascua PENT/PAS PENT/MUCHOS:
La revelación de Dios no concluye con el envío y entrega de su 
propio Hijo como prenda de su incondicional amor de solidaridad 
con la humanidad que sufría las consecuencias del pecado. Ni 
siquiera se acaba con el triunfo de Dios, que, cuando los hombres 
pecadores hacen morir a su Hijo, muestra que su amor es más 
poderoso que la malicia humana y lo resucita. La revelación de Dios 
prosigue con la efusión de su Espíritu en el mundo, que continúa y 
actualiza permanentemente la obra de Jesús; que es capaz de 
transformarnos, de pecadores y enemigos de Dios, en hijos 
semejantes al Hijo; capaz de hacernos vivir «con los mismos 
sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2,5), que son los sentimientos de 
plena y rendida filiación para con Dios-Padre y de comprometida 
fraternidad para con los hombres. 
ES/C: Por eso en los escritos del Nuevo Testamento se da una 
importancia tan capital a la acción del Espíritu de Dios entre 
nosotros. El relato que encontramos al comienzo de los Hechos de 
los Apóstoles sobre la efusión del Espíritu a la primera comunidad 
tiene como el valor de presentación inaugural y paradigmática de lo 
que había de ser en adelante la vida de los cristianos. Una vida de 
hombres transformados por la fuerza del Espíritu de Dios, los 
cuales, aunque vienen de distintas procedencias y hablan lenguas 
distintas, se entienden y entran en una nueva forma de comunión 
con Dios y entre sí capaz de superar las divisiones y diferencias 
introducidas por el pecado. Se ha dicho que el episodio de 
Pentecostés es de alguna manera el reverso del episodio de la 
torre de Babel y de la «confusión de lenguas». Allí quedaba 
indicado, a partir de un antiguo mito, que el alejamiento de Dios y la 
soberbia son las causas de la división de los hombres, hasta 
hacerlos incapaces de entenderse, perdidos en rivalidades y 
guerras. El relato de Pentecostés viene a mostrar, por el contrario, 
cómo la acogida de la presencia y de la acción de Dios por su 
Espíritu puede restablecer la unidad y comunión humanas y puede 
ser principio de una forma nueva de vida. 
Sin embargo, el episodio de Pentecostés, que nos narra el autor 
de los Hechos, no hay que tomarlo como un hecho singular, aislado 
y único. El autor ha querido presentar, a partir de un acontecimiento 
particularmente impresionante e incluso vistoso -narrado con 
soberbia maestría literaria-, lo que constituía la experiencia 
fundamental de los seguidores de Jesús después de la muerte y la 
resurrección del maestro. Esta experiencia era que no sólo el 
maestro, a pesar de haber muerto ignominiosamente, seguía 
viviendo «sentado a la derecha del Padre», sino también que la 
fuerza de Dios que en El se había manifestado seguía operante en 
el mundo. La manifestación de la fuerza de Dios no se había 
terminado con la desaparición de Jesús del escenario terrestre; 
ahora se manifestaba como «Espíritu», es decir, no a través de una 
concreta persona humana que convivía con ellos y a la que podían 
ver y tocar, sino por una acción divina completamente interior que 
les transformaba desde dentro. Era como una nueva forma de 
presencia de Dios, en continuidad con la presencia divina que 
habían descubierto en Jesús. 
Que Pentecostés no representa un hecho puntual y único lo 
constatamos viendo cómo el Nuevo Testamento nos habla en otros 
diversos momentos de la efusión o donación del Espíritu a la 
comunidad. Hay como diversos «Pentecostés». Subrayemos cómo 
el Evangelista Juan sitúa la efusión del Espíritu el mismo día de 
Pascua: en la primera manifestación de Jesús resucitado a los 
discípulos, les dice: 

«Paz a vosotros. Tal como me ha enviado el Padre, así os envío 
yo a vosotros. Dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: 
Recibid el Espíritu Santo: a quienes perdonareis, los pecados, les 
serán perdonados: a los que se los retuviereis, les serán retenidos» 
(/Jn/20/21-23). 

Este texto tiene una clara intención teológica. La efusión del 
Espíritu es parte del acontecimiento pascual: es como el 
complemento necesario y natural de la resurrección de Jesús. Jesús 
continúa su obra salvadora enviando a los apóstoles con el mismo 
encargo que a él le había confiado el Padre. Como Dios había 
actuado en la historia humana a través de Jesús de Nazaret, ahora 
Dios sigue actuando en la historia por la fuerza del Espíritu 
otorgado a los seguidores de Jesús. La manifestación más 
inmediata de esta acción del Espíritu es el perdón de los pecados: 
es así como el Espíritu hace efectiva la salvación anunciada por 
Jesús. 
El autor de los Hechos de los Apóstoles, atento siempre a 
presentar su teología en forma narrativa, que contrasta con la 
manera sintética de Juan, ofrece una perspectiva teológica en el 
fondo idéntica. En el escenario de la despedida del Señor, antes de 
su ascensión definitiva, hace que los discípulos pregunten: «Señor, 
¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?». Y Jesús 
les contesta: «No es cosa vuestra conocer el tiempo fijado por el 
Padre... Pero con la venida del Espíritu Santo sobre vosotros 
recibiréis fuerza y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y 
Samaría y de un extremo al otro de la tierra» (/Hch/01/06-08). El 
Reino viene por la fuerza del Espíritu que los discípulos han de 
esperar como «promesa del Padre» (Hech 1,4) y por el testimonio 
de Jesús que han de dar confortados con aquella fuerza. Jesús se 
va, pero queda con nosotros su Espíritu, que hace realidad el Reino 
que los discípulos habían esperado, aunque, eso sí, de una manera 
completamente distinta de como habían imaginado. El Espíritu 
continúa y lleva a término la obra comenzada por Jesús: hacernos 
hijos del Padre y hermanos unos de otros. De esta manera el 
Espíritu «da testimonio» de Jesús. 
Podríamos hablar de los muchos otros lugares en que los Hechos 
de los Apóstoles hacen referencia a momentos de efusión y de 
manifestación de la fuerza del Espíritu, hasta el punto de que ha 
podido decirse de este libro que es como un quinto «Evangelio del 
Espíritu» y de su acción, que completa los cuatro evangelios que 
narran la acción de Jesús. Sólo me referiré a un denso pasaje que 
puede considerarse como «el Pentecostés de los paganos», 
paralelo al primer Pentecostés. Se trata del momento en que Pedro, 
después de ciertas vacilaciones y por indicación divina, decide 
entrar en la casa del pagano Cornelio -cosa prohibida a los fieles 
del judaísmo- para anunciarle la salvación de Jesús, a quien «Dios 
había ungido con el Espíritu Santo». Mientras Pedro hablaba a los 
allí reunidos, 

«el Espíritu Santo descendió sobre todos los que escuchaban su 
predicación. Y los creyentes circuncidados que habían venido con 
Pedro se maravillaban de que incluso sobre los paganos fuera 
derramado con profusión el don del Espíritu Santo, porque les oían 
hablar en lenguas y glorificar a Dios» (Hech 10,44-46). 

El Espíritu no sólo continúa la obra de Jesús en el ámbito cerrado 
del judaísmo, del que los discípulos no se atrevían a salir, sino que 
muestra el alcance universal de la salvación que Jesús ofrecía. Con 
esto quedaba patente que el cristianismo no venía a ser sólo una 
confirmación de la religiosidad legal y de los privilegios nacionales 
del antiguo Israel, sino la apertura hacia allí adonde las promesas 
apuntaban: el amor gratuito salvador de Dios para con todos los 
hombres, sin distinción de pueblos, de razas o de méritos legales o 
morales. El Espíritu es enviado a testimoniar que «Dios no hace 
acepción de personas y que Jesucristo es señor de todos» (Hech 
10, 34 y 36). 

Las raíces del Antiguo Testamento 
Después de la efusión del Espíritu el día de Pentecostés, «Pedro, 
de pie con los once», se ve obligado a explicar a los judíos lo que 
estaba sucediendo, que desde fuera parecía como una exaltación 
de embriaguez. El tema central de su discurso en aquel momento 
es: «Esto es lo que estaba anunciado ya por los profetas»; y lo 
confirma con espléndidos textos del Antiguo Testamento (Hech 
2,16ss). 
Si Pedro puede explicar así lo que estaba sucediendo, es porque 
había toda una larga tradición en la Biblia hebrea sobre lo que era 
la acción salvadora de Dios a través de su Espíritu. La palabra 
«espíritu» -en hebreo, ruach, traducido habitualmente al griego por 
pneuma- significaba en el lenguaje corriente «aire» o «viento», y 
también «soplo» o «aliento» del hombre. 

«Soplo de la naturaleza y soplo del hombre son conceptos 
relacionados desde el principio como símbolos de vida que, en la 
perspectiva teocéntrica y creacionista de la Biblia, han sido 
inmediatamente atribuidos a Dios. Desde los primeros versículos del 
Génesis se habla del "Espíritu de Dios": al hombre le es 
comunicado de manera particular "el aliento divino". Hay como una 
correspondencia entre el tema de "la imagen de Dios", propio del 
primer relato de la creación, y el tema del "aliento de Dios", propio 
del segundo relato. Cuando Dios retira su espíritu o aliento, retira la 
vida. El aliento de Dios es la vida del hombre (Gen 6,3)» (1). 

Cuando los textos más antiguos de la Biblia hablan del espíritu de 
Dios, parece que quieren subrayar a la vez la presencia activa y la 
distancia trascendente de la divinidad. Dios no es una realidad de 
este mundo: permanece en su «más allá» celeste, pero actúa real y 
efectivamente en este mundo como principio creador y vivificador 
de todo. El salmo 104 dirá que, cuando Yahvé retira su aliento, los 
vivientes «expiran y vuelven al polvo de donde salieron». Pero con 
el aliento de Dios «renace la creación y se renueva la faz de la 
tierra» (v. 30). 
Si el Espíritu de Yahvé es el principio de la fuerza vital de los 
hombres, es natural que se considere que este Espíritu se halla de 
una manera particular en aquellos hombres destinados por Yahvé a 
una tarea especial. Es así como encontramos que el Espíritu de 
Yahvé actúa particularmente, primero en los Jueces y Reyes de 
Israel, después en los profetas, y finalmente, sobre todo, ha de 
actuar en el Mesías, de quien se espera la restauración de Israel y 
el cumplimiento de las promesas. En el libro de los Jueces se hace 
habitual decir que «el Espíritu de Yahvé vino sobre» cada uno de 
los caudillos de Israel -Otniel, Gedeón, Jefté, etc.-(cf. Jue 3,10; 
6,34; 11,29, etc.). La realeza de David queda establecida desde el 
momento en que el sacerdote Samuel «tomó el cuerno de aceite y 
le ungió en medio de sus hermanos. Desde entonces vino sobre 
David el Espíritu de Yahvé» (1 Sam 16,13). También sobre los 
grandes profetas, comenzando por Moisés, viene el Espíritu de 
Yahvé. En el libro de los Números (11,24), cuando Moisés reunió a 
setenta ancianos que le apoyaran, «Yahvé bajó dentro de una nube 
y le habló. Después tomó del mismo Espíritu que estaba sobre él y 
lo puso sobre los setenta ancianos; y cuando el Espíritu reposó 
sobre ellos, profetizaron». En otro pasaje enigmático, el profeta 
Elías siente que
«ante Yahvé venía un viento intenso e impetuoso que hendía las 
montañas... pero Yahvé no venía en el viento. Después vino un 
terremoto, pero Yahvé no venía en el terremoto. Después vino un 
fuego, pero Yahvé no venía en el fuego. Y después del fuego vino 
una brisa suave y tranquila. Elías, al notarla, se cubrió el rostro con 
el manto... » (/1R/19/11-13). 
PD/ES: El viento impetuoso y el fuego serán en otros momentos 
signos de la presencia de Yahvé (cf. Ex 19), pero aquí no son más 
que los signos precursores de su venida. La brisa suave expresa 
mejor la acción del mismo Dios, interior y espiritual, que no actúa 
con violencia extrínseca, pero que transforma los corazones. 
Después de la experiencia, Elías no puede por menos que 
exclamar: «Estoy absolutamente rebosante de celo de Yahvé». 
Los profetas saben que la palabra y la fuerza con que hablan no 
procede de ellos mismos, sino de Dios. A veces dicen que es «la 
mano de Dios» que está con ellos (Is 8,11; Jer 1,9; Ez 3,14), y 
seguramente esta expresión debería considerarse como paralela a 
la de «el Espíritu de Dios». (Podríamos recordar que San Ireneo 
hablaba también del Hijo y del Espíritu como de «las manos del 
Padre»). Otras veces dirán que el impulso profético les llega 
totalmente del Espíritu de Dios (Ez 3,12; 8,3; 11,1 y 5; Zac 7,12, 
etc.). Los profetas saben que lo que ellos proclaman no procede de 
sí mismos: es el Espíritu de Dios, que les empuja a hablar y a 
actuar. PD/TRANSFORMACION: Tenemos aquí ya una anticipación 
de lo que se manifestará con total plenitud en el Nuevo Testamento. 
Hay como dos aspectos de la revelación divina que se 
complementan mutuamente: Dios se revela en la Palabra y en el 
Espíritu. Por la Palabra, que el hombre oye y entiende, Dios da a 
conocer sus designios, sus sentimientos, su voluntad de salvación y 
de fidelidad a las promesas: es una palabra audible, sensible e 
incluso, hasta cierto punto, directamente comprensible. Pero, como 
Palabra de Dios, es una Palabra que dice más de lo que podría 
comprender el que la escucha; y, sobre todo, es una Palabra que 
no es sólo ilustrativa o nocional: es una Palabra efectiva, que hace 
lo que dice, que no solamente ilustra desde fuera, sino que penetra 
al que la escucha y le transforma interiormente. La Palabra de Dios, 
a pesar de ser palabra humana que se hace audible e inteligible 
para los hombres, es una Palabra que está totalmente cargada de 
la fuerza del mismo Espíritu de Dios, y por eso es capaz de arrastrar 
y levantar a los hombres y de transformarlos más allá de lo que por 
sí mismos serían capaces de concebir, de comprender y de hacer. 
Palabra y Espíritu expresan como los dos aspectos 
complementarios de la autorrevelación de Dios a los hombres: la 
Palabra implica la salida de Dios de sí mismo, que para llegar a los 
hombres accede a «abajarse», a hacerse sensible, audible y visible; 
la Palabra encarnada. Jesús de Nazaret, será el momento máximo 
de este proceso de abajamiento. Pero para que en este momento 
de abajamiento la Palabra siga siendo Palabra de Dios y comunique 
efectivamente la misma realidad divina, esta Palabra ha de ser 
iluminada y vigorizada con la fuerza del Espíritu de Dios, que hace 
que el hombre llegue a comprender y acoger al invisible más allá de 
lo que de sí misma daría la palabra sensible y audible. Ya en la 
predicación profética. pero mucho más en la autorrevelación de 
Dios en Jesucristo, la Palabra de Dios, «abajada» hasta revestir 
forma humana, necesita ir acompañada de la fuerza del Espíritu que 
levante a los hombres hasta comprender y acoger la sublimidad 
divina que en ella se esconde. Es lo que San Pablo dice 
lapidariamente cuando afirma: «Nadie puede decir "Jesús es Señor'' 
si no es por el Espíritu de Dios» (/1Co/12/03). 

El Mesías y el Espíritu 
Es muy natural que la manifestación definitiva del poder de Dios a 
través de su «Ungido» o escogido -Mesías- implique una presencia 
especial del Espíritu actuando en su pueblo. Una vez más, con esta 
concepción quedan subrayadas a la vez la distancia o 
trascendencia de Yahvé y la presencia efectiva y directa de su 
acción. El Espíritu es la fuerza de Dios mismo renovando y 
transformando el mundo. Sobre el Mesías «reposará el Espíritu de 
Yahvé» (Is 11,2; 42,1), que le ungirá «para anunciar una buena 
nueva a los pobres, para curar los corazones quebrantados, para 
proclamar a los cautivos la liberación... para pregonar un tiempo de 
gracia de Yahvé, el día del juicio de nuestro Dios» (/Is/61/01-02). 
La presencia activa del Espíritu de Dios será como una lluvia que 
fecunda el desierto de la malicia humana (Is 32,4; 44,3). Será el día 
en que Yahvé «derramará su Espíritu sobre toda carne» (Jl 3,1; Zac 
12,10) y dará a los hombres «un corazón nuevo y un Espíritu 
nuevo... que hará que caminen según sus preceptos» (Ez 
36,26-27). Será como una «nueva creación» que recreará la vida 
donde no había más que un montón de huesos secos (Ez 37; Ps 
51,17). Por la acción del Espíritu, el pueblo vuelve a reconocer a 
Yahvé, y Yahvé vuelve a encontrarse con su pueblo: «Ya no les 
esconderé más mi rostro, porque habré derramado mi Espíritu 
sobre la casa de Israel» (Ez 39,29). 

Jesús y el don definitivo del Espíritu (los Sinópticos) 
ES/SINOPTICOS
Esta larga tradición profética, que veía la era mesiánica como la 
era de la presencia activa del Espíritu de Dios entre los hombres, 
nos permite comprender en todo su alcance la peculiar 
presentación que los evangelistas sinópticos hacen de Jesús y de 
los inicios de la predicación. En los relatos del bautismo, Jesús 
aparece como el hombre escogido por Dios y sobre quien «reposa 
el Espíritu», incluso visiblemente, en forma de paloma (Mt 3,13, 
par.). Lucas, el evangelista que más subraya la acción del Espíritu a 
través de Jesús, indicará que, después del bautismo, Jesús «fue 
llevado al desierto por el Espíritu» (Lc 4,1); después de las 
tentaciones en el desierto, «volvió a Galilea por la fuerza del 
Espíritu» (Lc 4,14). En el discurso inaugural en la sinagoga de 
Nazaret, Jesús se aplicará a sí mismo las palabras de Isaías -«el 
Espíritu del Señor sobre mí»-, y esto provocará el escándalo de sus 
conciudadanos (Lc 4,16ss). Cuando Jesús haga obras maravillosas 
contra los espíritus del mal, y sus adversarios las atribuyan a 
connivencia con el mismo Satanás, Mateo hará decir al maestro 
que, al contrario, «es por el Espíritu de Dios que yo expulso a los 
demonios», y que eso es señal de que «ha llegado el Reino de 
Dios» (Mt 1 2,28) . 
No es raro, pues, que, al reflexionar sobre los orígenes de Jesús 
en las narraciones de la infancia, Lucas atribuya constantemente 
estos orígenes a la acción del Espíritu. La concepción de Jesús en 
el vientre de María es obra del Espíritu, que la «cubrirá con su 
sombra» (Lc 1,35). Todos los personajes que intervienen reciben el 
influjo del Espíritu: de Juan Bautista se dice que «estará lleno del 
Espíritu Santo» (Lc 1,15); cuando María visita a Isabel, el niño que 
lleva en las entrañas salta de gozo y ella queda «llena del Espíritu 
Santo» (Lc 1,41). Zacarías entonará el Benedictus también «lleno 
del Espíritu Santo» (Lc 1,67); y el anciano Simeón reconocerá en el 
templo que ha llegado la consolación de Israel «movido por el 
Espíritu Santo» (Lc 2,25-27). Con todo este entretejido de 
referencias al Espíritu, el tercer evangelista quiere hacer patente a 
sus lectores que en Jesús se cumple lo que ha de caracterizar a la 
era mesiánica: la presencia activa del Espíritu de Dios en el mundo 
para la salvación de los hombres. 
De manera muy coherente, el mismo Lucas, cuando pasa a 
escribir los Hechos de los Apóstoles, subraya que la obra definitiva 
de Jesús será la efusión permanente del Espíritu sobre los suyos: 
ésta es «la promesa del Padre que habéis oído de mí: Juan 
bautizaba con agua, pero vosotros seréis inmersos en el Espíritu 
Santo dentro de pocos días» (Hech 1,4-5). Jesús había sido sólo 
como una primera entrega, condicionada históricamente, del gran 
don del Espíritu: este don se ha de hacer ahora permanente y 
universal. Por eso Lucas tiene tanto cuidado en presentar los 
momentos más solemnes y esplendorosos de la efusión de este 
don, de los que ya hemos hecho mención: la venida del Espíritu 
sobre los primeros discípulos, el día de Pentecostés, y la venida 
semejante sobre los paganos en casa de Cornelio. En sendos 
discursos en boca de Pedro se explica bien el sentido de estos 
acontecimientos: por medio de su Espíritu dado a los hombres, Dios 
quiere finalmente cumplir las antiguas promesas y hacerse un 
nuevo pueblo, no bajo las antiguas estructuras políticas y legales, 
sino a partir de la conversión interior, que hará que los seguidores 
de Jesús vivan como hermanos, hijos de un mismo Padre. De esta 
manera, a juicio de Lucas, el Espíritu congrega a la Iglesia como 
una nueva comunidad de las promesas, como nueva y definitiva 
alianza de Dios con los hombres, como permanente fuerza de 
realización del Reino que Jesús había anunciado. 

El Espíritu que nos transforma y nos hace hijos (San Pablo) 

Podríamos decir que Lucas se interesa principalmente por el 
aspecto público y social de la acción del Espíritu como fuerza 
congregadora del nuevo pueblo de Dios. Pablo, en cambio, 
considerará más bien la acción transformadora del mismo Espíritu 
en el interior de cada uno de los fieles: entrar en el nuevo pueblo 
de Dios implica una «conversión», una transformación interior y 
total del hombre, que sólo puede ser obra de la fuerza de Dios. Los 
que eran, a consecuencia del pecado, enemigos de Dios y 
enemigos entre sí han de ser transformados para que ya no sean 
objeto de la ira de Dios y para que sean capaces de amarse unos a 
otros; y esto sólo lo puede conseguir la fuerza de Dios, la «gracia» 
o don de Dios, la acción gratuita del mismo Dios actuando por su 
Espíritu en el corazón de los hombres: 

«El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por 
el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). 

«Si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu hacéis 
morir las obras del cuerpo, viviréis. Los que son llevados por el 
Espíritu de Dios, estos son efectivamente hijos de Dios» (Rom 
8,13-14). 

ES/MISION:Ya hemos comentado, al hablar de nuestra filiación, 
los textos en que el Apóstol insiste en que por la donación del 
Espíritu de Dios somos hijos y podemos decir a Dios: ¡Abba, Padre! 
Lo que ahora quisiera subrayar es que, según el Apóstol, el Espíritu 
no viene a prescribir una nueva «ley» -aunque fuera la más 
perfecta- que impusiera a los hombres como desde fuera lo que 
han de hacer; el Espíritu viene a curar y transformar a los hombres 
desde dentro: la fuerza y el amor de Dios se hacen realidad interior 
del hombre, convertido en «templo del Espíritu» (1 Cor 6,19; Ef 
2,22). Cuando un hombre es poseído de esta manera por el 
Espíritu de Dios, su querer y el querer de Dios coinciden: el querer 
de Dios ya no es una imposición extrínseca, sino una opción 
intrínseca en libertad; y por eso el Apóstol puede afirmar: «Donde 
hay el Espíritu del Señor, hay libertad» (/2Co/03/17). Es así como 
Dios, de esclavos que éramos de la Ley y de las concupiscencias, 
nos hace hijos libres y nos conduce desde el temor de la esclavitud 
a la confianza filial libre y rendida. La libertad ya no está a merced 
del capricho arbitrario o del egoísmo carnal, sino al servicio del 
amor filial: «Si vivimos según el Espíritu, actuamos también según el 
Espíritu». Y si «las obras de la carne son conocidas: fornicación, 
impureza, arbitrariedad, odios, discordias, envidias...», los frutos del 
Espíritu son «amor, gozo, paz, paciencia, bondad, fidelidad, 
no-violencia, templanza: en relación con todo esto no hay ley 
alguna», sino sólo la libre opción que viene del Espíritu (cf. Gal 5, 1 
9ss) . 
Es aquí donde se manifiesta la singularidad de la revelación 
cristiana, en la que Dios no se revela sólo como el Poder 
Trascendente que desde fuera dicta la ley a los hombres (y que por 
eso, en definitiva, sólo sería un Dios dominador y opresor); Dios no 
se revela como el que impone desde fuera lo que han de hacer, 
sino como el que ama tanto a los hombres que se hace solidario de 
ellos, entra dentro de ellos para ser el bien interior del hombre, con 
una solidaridad que históricamente se hizo visible en la encarnación 
del mismo Hijo de Dios, pero que continúa y se hace permanente en 
la acción real del Espíritu en todos y cada uno de los que aceptan 
vivir como hijos de Dios. Este es el alcance de la clásica teología 
cristiana de la «gracia», que quiere subrayar que Dios no se nos 
abre sólo con una «revelación» nocional que nos mostraría lo que 
él es y lo que nosotros hemos de hacer, sino en una autodonación 
y autocomunicación de sí mismo que es comunión en su misma 
vida. Se es cristiano no sólo porque se acepte una determinada 
doctrina propuesta por Cristo, ni porque se cumpla un sistema de 
preceptos morales, sino porque se acepta vivir en comunión filial 
con la misma vida divina que el Padre ha ofrecido gratuitamente 
enviando al corazón de sus hijos su Espíritu. 
Desde esta perspectiva se comprende mejor la tesis central de 
San Pablo, a saber, que la salvación viene de la fe y de la gracia, y 
no de nuestras obras o méritos morales. Se trata, ante todo, de 
acoger con fe -con confianza filial- el don gratuito del amor y la 
comunión de vida con Dios que él nos ofrece dándonos su Espíritu, 
su «gracia»; lo cual quiere decir, evidentemente, que esta acogida y 
esta comunión con la vida divina se han de manifestar 
concretamente en las «obras del Espíritu», en una conducta filial y 
fraterna con la que, por libre opción y convicción -y no sólo por 
imposición extrínseca-, nos realizamos en el gozo de la comunión.

El Espíritu de novedad en la continuidad (Juan) 
ES/PARACLITO Con las maneras propias de su forma de pensar, el 
cuarto evangelista nos propone también una doctrina en el fondo 
coincidente con la de San Pablo. Nos dice, efectivamente, que para 
entrar en el Reino de Dios es preciso «renacer del agua y del 
Espíritu», porque «el que ha nacido de la carne es (sólo) carne, 
pero el que ha nacido del Espíritu es espíritu» (Jn 3,5).
Esta es la misión de Jesús: inaugurar la donación del Espíritu: 

«El que ha sido enviado por Dios habla las palabras de Dios. que 
no da el Espíritu con limitación. El Padre ama al Hijo, y todo lo ha 
puesto en sus manos. Quien cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Jn 
3,34-35). 

En la fiesta de los Tabernáculos, Jesús se puso en pie ante la 
multitud y exclamó: 

«Si alguien tiene sed, que venga, y que beba el que cree en mí. 
Como ha dicho la Escritura, brotarán de su interior ríos de agua 
viva. Decía esto del Espíritu que habían de recibir los que creerían 
en El» (/Jn/07/37-39). 

Lo que Jesús viene a ofrecer es la interior «agua viva», la vida 
divina que se haría efectiva con la donación del Espíritu. Jesús no 
viene sólo a «enseñar» lo que hemos de hacer, cosa que le haría 
autor de una nueva ley; Jesús viene a hacernos hijos, a 
transformarnos interiormente por obra de su Espíritu. En esto Juan 
y Pablo tienen una doctrina muy coincidente, aunque expresada en 
imágenes y lenguaje diversos . 
Pero el Evangelio de Juan parece sugerir, además, nuevos 
aspectos referentes a la función del Espíritu en la comunidad 
creyente. Es bien sabido que el cuarto evangelio fue redactado en 
época tardía. La figura histórica de Jesús, con los años, iba 
quedando desdibujada. Las comunidades tenían que afrontar 
nuevas situaciones y nuevos problemas. Los testigos directos de la 
vida y de la enseñanza de Jesús habían prácticamente 
desaparecido. Surgían hombres que pretendían saber lo que Jesús 
habría dicho o hecho en las nuevas situaciones, e incluso 
afirmaban ser herederos de tradiciones secretas que Jesús habría 
dado sólo a sus más íntimos, o bien haber recibido revelaciones 
especiales del Espíritu para afrontar las nuevas cuestiones. Las 
comunidades juánicas comenzaban a sentir un problema que se 
hará permanente en la Iglesia: el de la necesidad de adaptación y 
de dar nuevas respuestas a nuevas necesidades conservando, sin 
embargo, la fidelidad a la revelación originaria única; se trata de la 
necesaria continuidad en la real novedad (2). 
El evangelista presenta toda una teología del Espíritu como 
solución a este problema. Por una parte, la revelación de Jesús es 
completa y perfecta: no necesita adiciones o nuevas revelaciones. 
Jesús ha manifestado todo lo que hay en el seno del Padre (Jn 
1,18; 7,16; 12,44; 14,24; 15,15, etc.). Por otra parte, no basta con 
recordar los hechos de la vida de Jesús o con repetir sus palabras: 
el sentido de Jesús y de su enseñanza ha de ser interpretado y 
aplicado a cada situación presente; por eso se requiere la 
asistencia del «Paráclito», que es como decir el «Ayudador» o el 
«Confortador». 

«Hay muchas cosas que tendría que deciros todavía: pero ahora 
no podríais soportarlas. Cuando venga El, el Espíritu de la Verdad, 
os irá guiando hasta la verdad completa» (/Jn/16/13). «Yo rogaré al 
Padre y os dará otro Paráclito que permanezca con vosotros para 
siempre, el Espíritu de la Verdad... que se quedará con vosotros y 
estará con vosotros. No os dejaré huérfanos» (/Jn/14/16-18). 
«Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré desde el Padre, el 
Espíritu de la Verdad que procede del Padre, El dará testimonio de 
mí» (Jn 15,26). «El Paráclito que el Padre enviará en mi nombre os 
lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» 
(/Jn/14/26). 

La revelación de Jesús era en sí misma completa y definitiva pero 
los discípulos, de momento, no podían comprender todo su alcance, 
y menos aún todas las consecuencias que acarrearía su aplicación 
a la vida de los hombres en las diversas situaciones históricas 
concretas. Será preciso «recordar», es decir, actualizar 
constantemente el testimonio de Jesús bajo la guía del «Ayudador». 
La «verdad completa» de la revelación de Jesús se nos irá 
revelando por el Espíritu que «renueva la faz de la tierra» (Ps 
104,30). En este sentido, el Espíritu es «dador de vida»: por su 
acción permanente, Dios no es sólo una realidad lejana y extrínseca 
al mundo, ni Jesús es algo sólo del pasado, ni sus palabras son 
sólo letra muerta o condicionada a una situación histórica superada. 
El Espíritu es la acción de Dios siempre efectiva en el interior de los 
hombres: por él la revelación de Jesús se actualiza y se hace viva 
en cada uno de los creyentes, que participan así de una verdadera 
comunidad de vida. De esta manera, el Espíritu construye la Iglesia, 
nuevo pueblo de Dios, nueva Alianza, comunidad de salvación, 
presencia activa del amor salvador de Dios en el corazón de los 
hombres. 

* * * 

A manera de recapitulación 
La efusión permanente del Espíritu completa la autorrevelación y 
autodonación de Dios a los hombres en nuestra vida terrena y 
anticipa la plena y total comunión en lo que denominamos «vida de 
la gloria». Podríamos ahora intentar resumir los principales rasgos 
característicos de Dios tal como El se nos ha manifestado en la 
historia de su autorrevelación, ya que hemos de pensar que se nos 
manifiesta tal como es y es tal como se nos manifiesta. 
Dios se nos manifiesta como primer principio absoluto -creador, 
origen y fin de todo-; pero no como un absoluto de autoidentidad 
indiferenciada, sino como un absoluto de iniciativa, de libertad, de 
comunicación, de vida, de amor. Por eso es un absoluto que puede 
crear libremente y puede amar su creación y sentirse afectado por 
ella; lo cual implica que tiene en sí mismo, y como realidad propia y 
esencial, la Palabra comunicativa de sí mismo, en la que lo absoluto 
esencial y eterno se comunica y se expresa: una Palabra que, 
siendo Palabra de Dios mismo, puede convertirse en Palabra 
creadora por la libre decisión de poner algo fuera de sí, objeto de 
su libre amor. 
El misterio de la creación nos revela, pues, el misterio de la 
comunicación libre de Dios hacia afuera, actividad divina como 
derramándose de su autocomunicación amorosa interna, esencial y 
necesaria. Podríamos decir que ya en la creación comienza a 
manifestarse la estructura interna de Dios como principio 
comunicativo y amoroso. San Juan lo resumió insuperablemente: en 
el principio no hay el Absoluto incomunicado e incomunicable; «en 
el principio hay la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra 
era Dios, y por ella han venido a existir todas las cosas» (Jn 1,1-3). 

Pero el misterio de la comunicación de Dios se revela más 
plenamente en el acontecimiento de la encarnación: el Absoluto no 
sólo se puede comunicar amando y haciendo que exista algo fuera 
de sí, distinto de Dios mismo. El Absoluto puede hacer realidad 
suya propia lo que él había constituido como realidad distinta de sí 
mismo. El mismo, por su Palabra encarnada, puede entrar en las 
condiciones de finitud y temporalidad; el hombre finito y temporal, 
Jesús de Nazaret, puede ser presencia y comunicación histórica de 
Dios mismo: «el que era de condición divina» puede «anonadarse 
tomando forma de esclavo» (Flp 2,6-7). El que es esencialmente 
infinito, eterno, impasible, puede hacerse libre y amorosamente 
finito, temporal y pasible. Dios no está como circunscrito y cerrado 
en su infinitud y eternidad autosuficiente, sino que puede hacer 
suya una realidad humana, finita y temporal, de manera que la 
humanidad y la historia concreta de Jesús pueden decirse 
verdaderamente humanidad e historia del Dios infinito, intemporal y 
eterno. En Jesús de Nazaret se manifiesta, pues, la soberana 
libertad de Dios, que, siendo esencialmente absoluto, infinito y 
eterno, puede autodeterminarse y autocomunicarse a la finitud y a 
la temporalidad. Dios no es sólo el Infinito, el Eterno y el Impasible, 
sino el Infinito que puede libremente hacerse finito, el Impasible que 
puede libremente hacerse pasible, de manera que la finitud, la 
temporalidad y la pasibilidad pueden decirse también atributos 
propios de Dios, en los que se realiza en su libertad soberana (3). 
Pero la última profundidad del ser de Dios revelado en su 
actuación en este mundo no se descubre más que a partir de la 
efusión del Espíritu. El Espíritu es la donación libre a los hombres 
de la vida misma de Dios, que es una vida de comunicación total de 
ser consumada en el amor y como amor. Por eso Dios no sólo no 
aplasta al hombre con la infinitud de su potencia divina, sino que es 
quien sustenta y abre las posibilidades de libertad y de realización 
del ser humano, que por la fuerza del mismo Espíritu de Dios 
deviene verdaderamente «participante de la naturaleza divina» (2 
Pe 1,4), destinado, como hijo de Dios, a participar del gozo pleno y 
eterno de Dios. La donación del Espíritu sella y consuma así la 
alianza de Dios con el hombre, que era el proyecto inicial de Dios. 
La afirmación de Dios, lejos de disminuir el ser del hombre, revela, 
por el contrario, la máxima dignidad y las máximas posibilidades del 
hombre como ser amado de Dios, y por eso constituido, en libertad 
y responsabilidad, como hijo de Dios. Todo hombre resulta así 
como cargado de un valor absoluto que le hace digno de amor y de 
respeto, ya que es Dios mismo el que le ama y le respeta. «Lo que 
hagáis a uno de estos a mí me lo hacéis». Dios, identificado así con 
el hombre, dado al hombre en el Hijo y en el Espíritu, no sólo no 
resulta una realidad alienadora y aplastante, sino que constituye el 
fundamento de la dignidad absoluta del hombre -de todo hombre. 
En Jesús, Dios se ha querido identificar con todos y cada uno de los 
hombres: por el Santo Espíritu de amor, Dios les quiere hacer 
entrar en comunión con su vida. Por eso todo hombre ha de ser 
respetado con el respeto absoluto que merece el mismo Dios. Y por 
eso todo hombre tiene la exigencia y la esperanza de realizar su 
vida con la plenitud de sentido que tiene la misma vida de Dios que 
le ha sido libre y generosamente comunicada. 
Por otra parte, esta generosa autocomunicación de Dios a los 
hombres a través de su Hijo y de su Espíritu es lo que manifiesta las 
más hondas profundidades del mismo ser de Dios. Dios no es el 
Trascendente incomunicable, sino el Amor y la Vida que, aunque 
plenamente autosuficiente, es capaz de amar y dar vida incluso 
fuera de sí mismo y de entrar en total comunión y donación al 
objeto de su amor. La conciencia cristiana deberá meditar mucho 
todavía sobre todo lo que esto significa, y seguramente no acabará 
de captarlo jamás. Pero ya no podrá renunciar a la palabra de Juan 
como expresión suprema de la revelación divina: «Nosotros hemos 
conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído. Dios es amor, 
y el que está en el amor está en Dios» (I Jn 4,16). 
..................
1. G. BAGET-BOZZO, La trinità, Florencia 1980, p. 27. Sobre el Espíritu 
Santo en la Escritura, pueden verse los trabajos publicados en Dieu révélé 
dans l'Esprit («Les Quatre Fleuves», n° 9: ed. Beauchesne), París 1979;Y.M. 
CONGAR, El Espíritu Santo, Barcelona 1983. 
2. Este problema ha sido presentado de mil maneras a lo largo de la 
historia: necesidad de reforma moral o disciplinar, necesidad de reinterpretar 
la revelación en función de diversos contextos culturales, evolución dogmática, 
inculturación en nuevas culturas... Modernamente, J. MOLTMANN ha hablado 
del mismo en las páginas introductorias de su Teología de la Esperanza 
(Salamanca 1972) en la forma de dialéctica entre la «relevancia» y la 
«pertinencia» de las expresiones del mensaje cristiano. 
3. D/MUTABLE-INMUTABLE: Esto ya lo había expresado admirablemente 
·TERTULIANO, a finales del siglo Il, argumentando contra los que negaban que 
Dios pudiera ser a la vez finito e infinito: «Tú niegas que Dios se haya podido 
convertir realmente en hombre, de manera que naciera en la carne y se hiciera 
corporal, porque Dios es infinito, y el que es infinito ha de ser inmutable. 
Mudarse en otra cosa implicaría limitarse. Donde no hay límite, tampoco hay 
mutación posible. Te replicaré que esto es así en las cosas mutables, que, al 
cambiarse, pierden su estado previo... Pero en Dios no es así... ya que Dios 
se distingue de todo lo demás precisamente en el hecho de que es libre de 
hacerse algo distinto sin dejar de ser el que es. De otra forma, Dios sería 
como una más de las cosas. que, al mudarse, dejan de ser lo que eran...» (De 
Carne Christi, 3: PL 2.757). 

JOSEP VIVES, S.J.
SI OYERAIS SU VOZ... 
EXPLORACION CRISTIANA DEL MISTERIO DE DIOS 
Col. Presencia Teológica, 48 SANTANDER 1988
Sal Terra.Págs. 169-183