«Luz que penetra las almas»
Espíritu de Dios y seguimiento lúcido de Jesús


Jon SOBRINO
Jesuita
Profesor de Teología en la UCA
San Salvador 


En este artículo queremos reflexionar sobre la capacidad de 
«iluminar» que tiene el Espíritu de Dios. Para ello lo vamos a dividir 
en dos grandes partes. En la primera, un poco más larga, 
trataremos un tema, previo al que se nos ha pedido, pero que nos 
parece fundamental, pues en él se decide la relevancia histórica del 
Espíritu de Dios: determinar el lugar de su manifestación. Veremos 
que ese lugar es el seguimiento de Jesús, con lo cual remitimos al 
Espíritu desde el principio a una realidad histórica, no etérea, 
intemporal, invisible. En la segunda parte trataremos de explicitar lo 
que hoy se necesita de espíritu —iluminación en nuestro caso—en 
ese seguimiento. El desarrollo del tema lo haremos alrededor de 
breves proposiciones1. 

1. El espíritu de Dios y el seguimiento de Jesús
Hoy se ha vuelto un lugar común afirmar que «el Espíritu es el 
gran ausente en la Iglesia», que «hay grave déficit de 
pneumatología en la teología», que hay que «volver al Espíritu». 
Compartimos en lo sustancial esta idea, pero hay que precisarla; y 
lo primero por lo que queremos preguntarnos es dónde se 
manifiesta ese Espíritu. La respuesta es que, ante todo, se 
manifiesta en Jesús2. 

1.1. La vida de Jesús, transida del Espíritu de Dios

PRIMERA PROPOSICIÓN: La historia de Jesús, su praxis, sus 
actitudes, su destino, están transidos de espiritu de forma histórica 
y palpable. Son el lugar de manifestación el Espíritu de Dios. 

Para abordar con realismo esta primera proposición 
comencemos recogiendo una observación crítica que suele hacerse 
a la cristología. Se dice a veces que hay que introducir en ella el 
Espíritu para superar un cristocentrismo exagerado, el cual, en 
síntesis, puede tener dos peligros: Uno, que va en la línea de 
«empequeñecer a Dios», de reducirlo —en la idea y en la fe— a lo 
que de él se muestra en Jesucristo, siendo así que Dios es mayor 
que Jesús, humano y limitado. Esto se repite hoy en el contexto del 
diálogo con las religiones3. Otro va en la línea del «fanatismo 
antropológico» que puede generar el seguimiento de Jesús, con sus 
concomitantes de cerrazón, intransigencia y hasta violencia. A eso 
podría llevar el concebir a Jesús como la norma normans non 
normata. En otras palabras, sin el Espíritu de Dios, incluso el 
seguimiento de Jesús puede ser peligroso —y en ello puede haber 
bastante de verdad, si no en la teoría, sí en la práctica4. 
Ante esto, es lógica la insistencia de introducir el Espíritu en el 
seguimiento de Jesús. Pero ello puede hacerse de dos maneras. 
Una consiste en «añadir» simplemente el Espíritu a Jesús (la 
pneumatología a la cristología), como a veces parece ocurrir con 
cierto peligro de nominalismo. Otra consiste en «hacer converger» 
ambas realidades adecuadamente. El problema entonces es el «y» 
que relaciona a Jesús y al Espíritu. Veamos cómo convergen 
históricamente Espíritu y vida de Jesús. 
Si volvemos a la historia de Jesús de Nazaret, nos encontramos 
con que Jesús habla poco del Espíritu, y nada de su personalidad. 
El mismo Jesús es descrito como poseído por el espíritu en el 
bautismo, en las tentaciones y en la misión inaugural en la sinagoga 
de Nazaret. La tradición sinóptica incluso reifica ese Espíritu de 
alguna manera al considerarlo como una «fuerza» —exousía, 
dynamis—: «la fuerza que salía de él» (Mc 5,30; Lc 8,46). Sin 
embargo, con anterioridad a la interpretación reificante (y 
personalizante) de la fuerza que salía de Jesús, los sinópticos 
muestran que su vida está transida de una fuerza especial, que es 
una «vida transida del Espíritu de Dios». Veamos las 
manifestaciones de ese Espíritu en la vida de Jesús. 

¿Novedad? Entre el comienzo y el final de la vida de Jesús hay 
un cambio radical que conduce a una novedad impensada. Dios, 
reino, llamada al seguimiento, poder de curaciones... son cosas 
bien distintas en los comienzos de Galilea, en el huerto y en la cruz. 
Jesús está, pues, abierto a la novedad, y esa novedad es también 
teologal y, por ello, radical: Jesús se abre a la novedad de un 
Dios-Padre cercano que sigue siendo Dios-misterio. En apertura a 
esa novedad muere Jesús y se dirige al futuro definitivo. Jesús no 
fue, pues, un revolucionario-religioso fanático que no habría 
cambiado un ápice de lo que —si se nos permite la ironía— habría 
aprendido en «manuales sobre cómo construir el reino». La vida de 
Jesús está transida de espíritu de novedad y de futuro5. 

¿Libertad? Es sabido que la ley, el templo, el culto, las 
tradiciones religiosas... fueron relativizadas, denunciadas o 
abolidas, según los casos, por Jesús. Lo importante es recordar 
—para no caer en un libertarismo egocéntrico, que es 
antijesuánico—que esa libertad suya no fue para defender un mero 
ideal de libertad (lo cual es el punto fuerte y débil de la tradición 
moderna occidental), sino para defender el amor, la justicia, la 
misericordia sobre todo para con los pobres, los marginados y las 
víctimas: según Jesús, hay libertad —bajo cualquier presupuesto 
religioso— para hacer el bien, siempre y en todas partes. 
Comparadas con la de Jesús, palidecen otras libertades que hoy se 
pregonan. La vida de Jesús está transida de espíritu de libertad. 

¿Discernimiento? Aparece también como algo central en la vida 
de Jesús. Baste recordar la escena de las tentaciones, editada 
precisamente para decir que Jesús se puso ante Dios para discernir 
la voluntad de Dios sobre lo central de su vida: cómo ser mesías. En 
la tentación, sólo en apariencia dialoga Jesús con el diablo; su 
verdadero interlocutor es Dios. No se trata, pues, de conversión del 
mal al bien, sino de discernimiento, de qué bien hay que hacer y 
cómo hacerlo. La vida de Jesús está transida de espíritu de 
discernimiento. 
¿Oración? Pablo dice bellamente que el Espíritu es el que nos 
hace llamar a Dios «Abba, Padre». Jesús le llama siempre así con 
toda naturalidad, con la sola excepción de su grito en la cruz: «Dios 
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» La vida de Jesús 
está transida de espíritu de oración. 

¿Gracia? Quizá no es fácil encontrar textos que muestren la vida 
de Jesús como vida agraciada. Pero baste decir, negativamente, 
que en su misión no aparece por ninguna parte la hybris o una 
visión prometeica, sino que en todo existe el sabor de la iniciativa de 
Dios. Al reino hay que servirlo; pero éste crece aun cuando los 
humanos ni siquiera estemos velando. El reino hay que hacerlo; 
pero hay que pedir que se haga realidad: «venga tu reino». No hay 
hybris ni fanatismo. Hay, más bien, alegría y agradecimiento cuando 
los pequeños entienden. La vida de Jesús está transida de espíritu 
de gratuidad. 

En este breve recorrido por la vida de Jesús, nos hemos fijado en 
las dimensiones de la existencia cristiana (novedad, libertad, 
discernimiento, oración, gracia) que más suelen remitirse hoy al 
Espiritu, y las que, en su concreta realidad histórica, pudieran 
quedar sofocadas de alguna manera en un seguimiento llevado a 
cabo con fanatismos. Por eso es importante constatar en Jesús 
estas manifestaciones del Espiritu, que muestran que su vida fue, 
en verdad, «vida con espíritu». 
Pero, además, en la vida de Jesús aparecen otras 
manifestaciones del Espiritu de Dios (las que más se recalcan en 
situaciones de opresión y liberación, de conflicto y martirio), que 
son, por cierto, las que se mencionan en el credo: «Creo en el 
Espíritu Santo, Señor y dador de vida.., y que habló por los 
profetas». Pues bien, vida y profecía son realidades esenciales en 
Jesús de Nazaret. 

¿Vida? Para Jesús, vivir él mismo significó propiciar vida; lo cual 
—sin muchas palabras— lo muestra haciendo central la defensa de 
aquellos a quienes les han arrebatado la vida: pobres y 
marginados; y todo ello como algo que es obvio. «El Espiritu del 
Señor sobre mi. Me ha enviado a anunciar la buena nueva a los 
pobres, a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los 
ciegos, a liberar a los oprimidos..» (Lc 4,18ss). Según J. Jeremías, 
«el reino de Dios es únicamente para los pobres»6. Y estos pobres 
son los sin vida. Entre los antiguos, en efecto, aun lingüisticamente, 
este tipo de personas —ciegos, cojos, leprosos..— son comparados 
con los muertos. «A la situación de tales personas, y según el 
pensamiento de aquella época, ya no se la puede llamar vida.. 
Están prácticamente muertos.. Ahora los que se parecían a los 
muertos son suscitados a la vida»7. Al propiciar la vida de los 
pobres, el mismo Jesús vive. La vida de Jesús está transida del 
espíritu de vida. 

¿Verdad? De Jesús decia la gente que «habla con autoridad», 
convencido de lo que decia, no como los fanáticos irracionales o los 
funcionarios a sueldo. Jesús, además, no fue ingenuo sobre la 
verdad, ni daba por supuesto que abundase en este mundo. Y ello 
no tanto por la ignorancia existente, sino por la mentira y el 
encubrimiento estructural de la realidad. De ahí sus controversias 
sobre la verdad, empezando por la verdad de Dios, su 
desenmascaramiento de lo que se quiere hacer pasar por Dios y no 
lo es, sus denuncias de los ídolos como activos rivales de Dios, que 
no son inanes, sino que actúan contra Dios. La vida de Jesús está 
transida del espíritu de verdad. 

¿Amor? No hace falta extenderse mucho. Es el mandamiento 
nuevo el que guía la actividad de Jesús. Además, la misericordia es 
lo que define al ser humano cabal (el buen samaritano), al mismo 
Jesús (que actúa tras la petición: «ten misericordia de mi») y al 
Padre celestial («movido a misericordia, salió al encuentro del 
hijo»). La vida de Jesús está transida del espíritu de amor y 
misericordia. 

Sea cual fuere la fortuna de este análisis, queremos sacar tres 
conclusiones que nos parecen importantes: 
La primera es que la vida de Jesús está transida de espíritu, y 
ello con independencia de las palabras que pudo pronunciar sobre 
él. Y es que para Jesús, como para todos, el «ser espiritual» se 
decide no en el hablar acerca del Espíritu, sino en ser y hablar en el 
Espíritu, con espíritu —y sería funesto no verlo así. 
La segunda es que, ciertamente, hay que remitirse a Jesús de 
Nazaret cuando el problema son los pobres, la liberación, la 
profecía, el martirio..; pero también —lo cual puede ser más pasado 
por alto— cuando el problema es la libertad, la novedad, la gracia, y 
no hacer como si lo primero fuese más lo suyo, mientras que lo 
segundo no aparecería en él con suficiente claridad, para lo cual 
habría que recurrir a Pablo o a Juan8. 
Y la tercera es que la vida y la praxis de Jesús, en las que se 
manifiesta el Espíritu de Dios, son realidades históricas, nada 
esotéricas ni intimistas. Y eso es muy importante recordarlo hoy. 

1.2. El pro-seguimiento de Jesús, lugar del Espíritu 

SEGUNDA PROPOSICIÓN: El lugar primario de la manifestación 
actual del Espíritu es el pro-seguimiento de Jesús, que nos asemeja 
a él. El Espíritu es la fuerza para hacer real ese asemejamiento 
actualizadamente en la historia y, por eso, abierto a lo nuevo. 

Si la vida de Jesús está transida de Espíritu, entonces el 
seguimiento en la historia puede y debe ser lugar del Espíritu o, al 
menos, su lugar privilegiado. Otros lugares, como la oración 
escondida, la experiencia litúrgica y estética, la contemplación de la 
naturaleza, etc., en nuestra opinión no tienen total autonomía como 
lugares del Espíritu, pero sí pueden serlo dentro del seguimiento. 
La razón para hacer esta afirmación es el designio de Dios de que 
lleguemos a ser «hijos en el Hijo», lo cual implica reproducir en la 
historia la vida de Jesús. El asunto está en ver cómo se relacionan 
ambas cosas: seguimiento y Espíritu. 
Seguimiento de Jesús y Espíritu de Dios no son realidades que 
coexisten simplemente de forma yuxtapuesta —ni son realidades, 
por supuesto, que pudieran generar dinamismos contrarios—, sino 
que son realidades que responden a distintos ámbitos de realidad. 
En lenguaje metafórico, podríamos decir que el seguimiento es el 
cauce marcado por Jesús para caminar, y el espíritu es la fuerza 
que nos capacita para caminar real y actualizadamente por ese 
cauce a lo largo de la historia. De ahí que no hablemos simplemente 
de seguimiento, sino de proseguimiento: caminar hacia adelante y 
ante la novedad que trae al futuro. Según esto, la totalidad de la 
vida cristiana puede ser descrita como «pro-seguimiento de Jesús 
con espíritu». El «seguimiento» remite al cauce de la vida real, 
configurado por la vida de Jesús. El «con espíritu» remite a la fuerza 
para el caminar real. Y el «pro» remite a la actualización en el 
presente y a la apertura a la novedad del futuro. 
El Espíritu, por lo tanto, no inventa, por así decirlo, la estructura 
de la realidad del seguimiento. Eso ya está dado en Jesús. Para ser 
real hay que «hacerse cargo» de la realidad (el estar activamente 
en la realidad: la encarnación). Hay que «encargarse de la 
realidad» (anunciar el reino y combatir el antirreino: la misión). Hay 
que «cargar con la realidad» (con lo oneroso de la realidad: 
conflictos, persecución.. la cruz). Y hay que «dejarse cargar por la 
realidad» (la gracia utopizante: la resurrección). 
A lo que acabamos de decir queremos añadir tres reflexiones 
para comprender mejor la relación entre seguimiento y Espíritu: 
La primera es que el seguimiento no tiene por qué sofocar el 
Espíritu, sino que, por el contrario, lo propicia. Esto es claro en la 
teología paulina del Espíritu, que siempre tiene en cuenta la cruz de 
Jesús, mientras que los primeros capítulos de hechos son más 
dados a presentar al Espíritu en relación con prodigios 
extraordinarios. En el mundo actual, en el que proliferan 
movimientos que se remiten al Espíritu más como expresión de lo 
extraordinario y esotérico que como la realidad de la que está 
transido el seguimiento de Jesús, nos parece importante recordar la 
tesis: el lugar del Espíritu es el seguimiento. 
La segunda es que la tesis que hemos expuesto se confirma en 
la historia (según un más y un menos, por supuesto). Insignes 
seguidores de Jesús han estado abiertos al Espíritu y su novedad y 
se han dejado configurar por ello. Francisco de Asís quiso ser sólo 
«repetitor Christi» y practicar el evangelio «sin glosa» (lo cual, 
conceptualmente, parecería alejar de lo nuevo); sin embargo, 
introdujo una gran novedad en la historia (hoy los ecologistas se 
remiten a él). D. Bonhoeffer, fue insigne teólogo del seguimiento, 
pero aportó insospechadas novedades teóricas («vivir etsi Deus 
non daretur»; llamar a Jesús «el hombre para los demás»), y en lo 
personal participó en un complot contra Hitler, lo cual le costó la 
vida (la insospechada y poco frecuente relación entre teólogo y 
novedad del martirio). Monseñor Romero protagonizó una 
revolución eclesial (mayor que la que originan normalmente quienes 
se dedican explícitamente al cultivo del Espíritu), pero todo ello 
desde el rehacer la vida de Jesús: encarnación en la realidad de los 
pobres, misión al servicio del reino y en contra del antirreino, tomar 
la cruz.. Ignacio Ellacuría, cuya vida y obra no suelen ser analizadas 
desde esta perspectiva espiritual, hizo central la realidad del 
seguimiento, y éste estuvo transido de novedad, de creatividad, de 
libertad9. 
Por último, ofrecemos una posible formulación teórica sobre la fe 
en el Dios trinitario que pone en relación a Jesús y al Espíritu. Así lo 
escribimos hace años: 

«Creer en el Padre significa la entrega confiada y obediente a lo 
que en Dios hay de misterio absoluto, origen gratuito y futuro 
bienaventurado. Creer en el Hijo significa que en Jesús se ha 
acercado y dicho el Padre; que el misterio del Padre es realmente 
amor, en la escandalosa dialéctica de amor resucitante y amor 
crucificado; que en el seguimiento de Jesús —y no fuera de él— se 
da la estructura del acceso al Padre. Creer en el Espíritu significa la 
realización in actu de la entrega al Padre y del proseguimiento de 
Jesús»10. 

La fórmula puede ser retocada y mejorada, pero lo que 
queremos asegurar con este lenguaje algo sofisticado es que se 
comprenda al Espíritu en relación al Padre y a Jesús. Que sea, en 
verdad, Espíritu del Padre, Dios mayor —por lo cual su Espíritu es 
novedad, creatividad, futuro—, y que sea Espíritu del Hijo —por lo 
cual es fuerza para rehacernos según el Hijo. 
* * * * *
En 1968, el Patriarca Ignacio IV de Antioquía pronunció en 
Uppsala el siguiente texto: 

«Sin el Espíritu Santo, Dios está lejos, Cristo permanece en el 
pasado, el evangelio es letra muerta, la Iglesia es una pura 
organización, la autoridad es tiranía, la misión es propaganda, la 
liturgia es simple recuerdo, y la vida cristiana es una moral de 
esclavos. Pero en el Espíritu, y en una sinergia indisociable, el 
cosmos es liberado y gime en el alumbramiento del Reino, el 
hombre lucha contra la carne, Cristo resucitado está aquí, el 
evangelio es una fuerza vivificadora, la Iglesia significa la comunión 
trinitaria, la autoridad es un Pentecostés, la liturgia es memorial y 
anticipación, y la acción humana es divinizada». 

Estas palabras son bellas y certeras, pero con una condición: 
que invoquemos y busquemos al Espíritu allá donde está: en Jesús 
y su seguimiento. Si así no fuera, apelar al Espíritu podría sonar 
—dicho sea con todo respeto— a una invocación a algo extrínseco 
a nosotros que componga nuestro arruinado mundo y nuestra débil 
Iglesia. Pero si invocamos y buscamos al Espíritu allí donde está, 
entonces esas bellas palabras se pueden unir —en un contexto 
ampliado— a las de Pablo: «El Espíritu acude en auxilio de nuestra 
debilidad» (Rm 8,26). En nuestra opinión, todo depende de 
encontrar al Espíritu allí donde está. 

2. Un seguimiento «lúcido» 
Lo que acabamos de decir vale para cualquier manifestación del 
Espíritu, que puede ser tan variada como los ámbitos de realidad 
del ser humano. Pablo dice que el Espíritu otorga una multitud de 
carismas. La tradición habla de sus siete dones. El «Veni Creator» 
le otorga diversas funciones: ser luz, amor, fortaleza, fuerza contra 
el enemigo. Aquí nos concentramos en una: iluminar la realidad, dar 
luz para ver su verdad. Lo vamos a hacer en dos partes: en la 
primera, analizaremos la iluminación para captar la verdad siempre 
nueva y mayor, el «más» de la verdad; en la segunda, la iluminación 
necesaria para desenmascarar la mentira del mundo. 

2.1. Aprender a aprender: luz para ver el «más» de la verdad 

TERCERA PROPOSICIÓN: A lo largo de la historia, el Espíritu es 
la fuerza para captar la verdad nueva y mayor. 

RV/PROGRESO: En el evangelio de Juan hay un texto 
desconcertante en el que se menciona al Espíritu: «Os conviene 
que yo me vaya» (/Jn/16/07), dice Jesús. Y la razón que da es que 
sólo cuando él esté ausente, podrá venir el Espíritu, y «cuando él 
venga, os guiará hasta la verdad completa» (16,13). La paradoja es 
notable: la verdad de Dios se ha hecho presente en este mundo en 
Jesús, y sin embargo tiene que ser completada, y es bueno que lo 
seas11. Esto significa que a la comunicación de la verdad de Dios le 
compete la historicidad. 
Dicho con mayor precisión: la revelación puede ser considerada 
como pedagogía para que los seres humanos vayamos 
reconociendo la verdad a lo largo de la historia. J.L. Segundo, quien 
insiste en esta tesis, cita en su favor la Dei Verbum, la cual, 
refiriéndose al Antiguo Testamento, afirma que la revelación, aun 
con cosas imperfectas y transitorias, muestra «la verdadera 
pedagogía divina» (n. 15). La revelación, en cuanto pedagogía, es 
el proceso que el mismo Dios pone en marcha y a través del cual 
nos enseña a aprender. Y vista desde nosotros, es una invitación a 
que aprendamos a aprender. J.L. Segundo lo ilustra con el 
magnifico texto de san Agustín en su comentario al evangelio de 
Juan: «El mismo Señor, en cuanto se dignó ser camino nuestro, no 
quiso retenernos, sino pasar»12. Pues bien, según eso, el Espíritu 
nos ata y nos desata. Nos ata a la estructura fundamental de la vida 
de Jesús para conocer a Dios; nos desata para descubrir a Dios en 
cada nueva situación histórica. 
Esta dialéctica entre pasado y presente de la revelación de Dios 
es lo que sacó a la luz el Vaticano II al analizar los «signos de los 
tiempos». Es sabido que en el n. 4 de la Gaudium et Spes se habla 
de «signos de los tiempos» como de acontecimientos y tendencias 
que caracterizan a una época —signos de los tiempos en sentido 
histórico-pastoral—. Pero no es ése el significado más profundo de 
la expresión (aunque la teología, normalmente, sólo parece usar en 
su quehacer los signos de los tiempos con esa connotación). En 
efecto, en el n. 11 de la misma Gaudium et Spes se habla de «los 
signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios» 
—signos de los tiempos en sentido que llamamos 
histórico-teologal—. Si se toma esto en serio, significa que Dios 
sigue manifestándose hoy novedosamente, como él quiere y donde 
él quiere. 
Un seguimiento «lúcido», en el que el Espíritu ilumina, implica, 
pues, memoria e imaginación. La memoria de la sarx de Jesús sigue 
siendo imprescindible, pues en ella se hace presente Dios (y, como 
lo muestra la historia, usamos toda suerte de artilugios para olvidar, 
domesticar y manipular a Jesús de Nazaret, sobre todo el hecho de 
que muriese ajusticiado en una cruz13). Por otra parte, la 
imaginación es imprescindible, aunque difícil. Barruntar «qué diría y 
haría hoy Jesús de Nazaret» ofrece la dificultad de cualquier 
extrapolación, pero además ofrece la práctica imposibilidad de 
integrar en la reflexión actual un quiebre histórico y teologal de gran 
magnitud; no llegó el reino de Dios que Jesús predicaba cercano, ni 
llegó la parusía que los primeros cristianos creían también cercana. 
No hay que trivializar esas diferencias, sino que hay que «aprender 
a aprender». Hacer eso posible es la tarea del Espíritu. 
En resumen, el Espíritu es el responsable de abrirnos siempre al 
«más» de la verdad; y así actúa. Cosas impensables hace algunas 
décadas, hoy son ya aceptadas como verdad. Otras se vislumbran. 
Otras, al menos, se discuten. Y no son cosas de poca monta. Junto 
a la verdad de los ministerios eclesiales y sus requisitos, hoy en 
plena discusión, se discute la verdad de las religiones y se 
vislumbra la verdad de un Dios mayor que todas ellas. El Espíritu de 
Dios está, pues, actuante. Sólo queremos recordar que la captación 
de la verdad, mayor y novedosa, aparece, paradójicamente, desde 
el cauce concreto del seguimiento de Jesús. 

2.2. Desenmascarar la mentira

CUARTA PROPOSICIÓN: El Espíritu es la fuerza para superar la 
mentira y sacar a la luz la realidad encubierta. 

Además de llevarnos del todavía-no-saber al saber, el Espíritu 
nos lleva de la mentira a la verdad. No sólo, pues, supera nuestra 
ignorancia, sino que desenmascara nuestra mentira, cosas ambas 
sumamente difíciles. 
El escándalo campea por doquier en nuestro mundo; y cuando 
hay escándalo, irremediablemente hay encubrimiento, pues 
escándalo y encubrimiento son correlativos. Pues bien, ese 
encubrimiento es la forma más aguda que adopta hoy la mentira: 
pretender simplemente que el mal y sus responsables no existan (o 
no se conozcan). Es cierto que siempre ha habido encubrimiento, 
pero en nuestro siglo ha tomado carta de ciudadanía, quizá porque 
ahora hay más medios para conocer la verdad de las cosas. Hace 
años, el caso Watergate popularizó la palabra cover up 
(encubrimiento); pero aquel caso, entonces sonado, no es nada en 
comparación con el gigantesco cover up sobre el mundo en que 
vivimos. El encubrimiento no es total, lo cual no es posible por los 
mismos medios. Pero, además de los silencios y mentiras por 
razones de seguridad o de estado, civiles y eclesiásticas, los medios 
generan un encubrimiento ambiental-cultural. Así el V Centenario 
(con sus olimpiadas, ferias y demás), Francia 98 (con sus 
Ronaldos), los discos de platino (con sus Jacksons) y, digámoslo 
con todo respeto, los funerales sonados de 1997 dejan pronto en la 
penumbra -es decir, encubren- lo que ocurre en los Grandes Lagos 
y la pobreza y la miseria cotidiana de la mitad de la humanidad. Y a 
esto último cooperan el lenguaje y las promesas de la economía: 
«vamos por buen camino», «hay crecimiento macroeconómico».. 
Todo esto es de sobra conocido, pero persiste sin pestañear. 
Los profetas que lo desenmascaran son cooptados, enterrando sus 
palabras en el océano de un silencio mayor; o, cuando de verdad 
estorban, son liquidados. Estamos, pues, en un mundo que «llama 
día a la noche y noche al día», contra lo que bramaba Isaías; que 
«oprime la verdad con la injusticia», como denunciaba Pablo; un 
mundo en el que el Maligno es «mentiroso» y asesino, como dice 
Juan. Dicho de otro modo, estamos en un mundo al que se pueden 
aplicar las conocidas y amenazantes palabras de Antonio 
Montesinos: «¿Cómo están en sueño tan letárgico dormidos?». 
Despertar del sueño, dejar de oprimir la verdad, desenmascarar 
la mentira, es tarea sumamente necesaria y urgente en nuestro 
mundo, pues detrás de la mentira está la muerte. Hoy existe 
capacidad para conocer la verdad, pero no hay voluntad de 
conocerla y darla a conocer. Superar esta situación de mentira 
estructural e institucionalizada es gran milagro del Espíritu. 
Los sinópticos hablan del pecado contra el Espíritu Santo, 
sobre lo cual hay diversas interpretaciones exegéticas. En el 
contexto de estas líneas, quizá podamos decir que pecamos contra 
el Espíritu cuando pecamos contra la luz, cuando vivimos con la 
voluntad de mentir y encubrir. Eso ocurre cuando no queremos ver 
el mal de nuestro mundo, pero quizá más hondamente cuando no 
queremos ver el bien, darlo a conocer, «hacerle la propaganda» y 
alegrarnos en él. Quizás más todavía que el mal —que en nuestra 
cultura muchas veces es noticia en los medios—, la bondad es la 
gran desconocida. El arsenal de bondad, en forma trágica muchas 
veces, que existe en los pueblos crucificados no es dado a conocer 
ni parece interesar, siendo así que esa bondad es la que puede 
traernos salvación. Eso es pecado contra el Espíritu, y no sé si el 
mayor. Digamos retóricamente que el Espíritu puede, si no 
perdonar, sí vencer sobre el pecado contra él. 
Un seguimiento de Jesús «lúcido» es, pues, el que está transido 
de luz para ver cada vez más verdad y para sacar a luz la mentira 
del mundo. Cuando esto ocurre, no podemos dudar de que ahí está 
el Espíritu de Dios. 

* * * * *

Este artículo es ya demasiado largo. Pero, ya que comenzamos 
1998, el año del Espíritu, permítaseme expresar dos deseos. 
Uno —que hemos tratado de explicar en este artículo—es que 
Espíritu y Jesús vayan a una en la vida cristiana (con sus 
equivalentes en toda vida humana). En otras palabras, que no se 
propicie un entusiasmo por el Espíritu Santo que, de hecho, pudiera 
prescindir de Jesús o de partes importantes de su mensaje; sino 
que, por el contrario, el Espíritu nos remita siempre a Jesús de 
Nazaret, y que su seguimiento nos abra al «más» del Espíritu. 
El otro es sobre nuestra realidad eclesial: que el Espíritu muestre 
su fuerza para superar males y propiciar bienes. Al menos, que 
supere el miedo que hoy existe en la Iglesia, que hace muy difícil, y 
a veces dolorosa, la convivencia en su interior, y que paraliza la 
búsqueda de la verdad. Y que propicie el gozo de sabernos —y 
serlo— hermanos y hermanas en la Iglesia (y en el mundo). Más en 
concreto, el gozo mayor de haber encontrado alguna vez la buena 
noticia en los pobres de este mundo y en los seguidores de Jesús, 
insignes muchos de ellos. Aunque oficialmente no se presente 
muchas veces a los pobres, sino a la institución, como portadores 
de la buena noticia, y aunque los mejores seguidores de Jesús 
estén con frecuencia bajo sospecha, que en ellos esté nuestro 
gozo. «Menos miedo y más gozo»: bien pudiera ser éste el gran don 
del Espíritu en su año. 

SAL TERRAE 1998/01. Págs. 3-15

........................

1. Por lo que toca al lenguaje, escribimos Espíritu o Espíritu de Dios (con 
mayúscula) para referirnos al Espíritu Santo (la tercera persona de la Trinidad). 
Y escribimos espíritu (con minúscula) para referimos a sus manifestaciones 
concretas en la historia. Por ejemplo, Jesús estaba lleno de espíritu de 
misericordia.
2. Esto no es evidente, aunque lo parezca. Los corintios disociaron Jesús y 
Espíritu. Más aún, podían decir en nombre de Jesús «maldito sea Jesús» (I 
Cor 12,3) o podían convertir sus carismas en palabrería barata, que en nada 
edifica (I Cor 14,275). Hacer converger Jesús y Espíritu sigue siendo tarea 
fundamental, que no hay que dar por supuesto. 
3. Lo acaba de recordar E. SCHILLEBEECKX en «Religión y cultura»: 
Concilium 272 (1997) 797-814. 
4. Ya lo dijimos hace años: «se peca contra el Hijo cuando.. se le 
exclusiviza y absolutiza. Entonces surge la imitación voluntarista, la ley sin 
espíritu, la secta cerrada en lugar de la fraternidad abierta; se ignora el gozo de 
la gratuidad del Padre y la inventiva imaginación del Espíritu», en (C. Floristán - 
J.J. Tamayo [eds.]) Conceptos fundamentales de Pastoral, Madrid 1993, p. 
257. 
5. Algunas novedades intraeclesiales que hoy causan serios problemas 
(ordenación de las mujeres, modo de elegir a obispos y papas, inculturación, 
diálogo interreligioso.. ) son pequeñas en comparación con la novedad 
teologal con que Jesús tuvo que habérselas en su vida.
6. Teología del Nuevo Testamento, Salamanca 1974, pp. 133, 180. El 
subrayado es del autor 
7. Ibid., 128. Este lenguaje puede parecer hoy exagerado, pero no lo es si 
comprendemos por los pobres a «aquellos que no dan la vida por supuesto»; 
«aquellos que tienen a (casi) todos lo poderes en contra: económicos, 
militares, políticos, con frecuencia los medios de comunicación, las 
instituciones culturales y esperemos que no las religiosas»; «aquellos que 
mueren la muerte rápida de la violencia o la muerte lenta de la pobreza». 
8. Desde un punto de vista histórico, es verosímil que en Pablo, por 
ejemplo, quede más explicitada y mejor analizada la gracia y la libertad, y que 
en Juan aparezca con mayor claridad la novedad de la verdad. Más aún, otras 
tradiciones religiosas no cristianas pueden poner de relieve, mejor que Jesús, 
la importancia de la naturaleza del cuerpo, de la gnosis, en la vida religiosa de 
los pueblos.
9. Esto se nota en la novedad permanente de su servicio a las mayorías 
populares. Trabajó —cambiando y dando pasos reales desde el horizonte de 
la utopia— en apoyo de la organización popular, la junta de gobierno de 1997, 
la solución político-militar, el diálogo, la negociación.. El espíritu de novedad 
estuvo insignemente presente en el proceso de su vida, pero desde el 
seguimiento de Jesús, que en su caso era interpretado desde una perspectiva 
ignaciana: meditación de la encarnación, el rey temporal, las dos banderas, el 
escondimiento de la divinidad en la cruz el in actione contemplativus. 
10. En (C. Floristán - J.J. Tamayo [eds.]) op. cit., «Dios», p. 257.
11. En otro pasaje sorprendente, que puede ser considerado como 
paralelo, Jesús dice a sus discí- pulos: «el que cree en mí, hará él también las 
obras que yo hago, y aun mayores» (Jn 14,12) 
12. Patrología Latina 34, 33, citado en ibid., p. 455. Siguiendo la metáfora de 
la pedagogía, hay un momento en que el buen pedagogo se retira, aunque 
permanezca siempre presente de otra forma. 
13. En la actualidad, postmoderna, globalizante, neoliberal, parecería que 
mencionar conflictos y cruces, re- cordar y hacer centrales los conflictos y la 
cruz de Jesús, casi se ha convertido en cosa de mal gusto. Y ello a pesar de 
que ambas cosas —conflicto y cruz por defender a los débiles y denunciar a 
los poderosos— son los datos históricos mejor asentados en el evangelio. La 
memoria peligrosa es en verdad peligrosa, y la manera más radical de 
neutralizar su peligrosidad es que deje de ser memoria. Funciona aquí un sutil 
mecanismo, análogo al del «perdón y olvido» tras aberraciones cometidas. 
Por eso hay que recordar a las víctimas, pero también a los verdugos. Véase el 
artículo de Xavier ALEGRE, «Los responsables de la muerte de Jesús»: 
Revista Latinoamericana de Teología 41 (1997) 139-172.