28 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO VI DE PASCUA
17-28


17. DOMINICOS 2004

En medio de las distintas situaciones de violencia que vivimos, resuenan con fuerza las palabras de Jesús: “La paz os dejo mi paz os doy”.

El conflicto es una realidad inherente a las relaciones humanas y sociales. La primera lectura se hace eco de las disputas y controversias en el seno de las primeras comunidades cristianas.

La paz es siempre una tarea difícil, de las más difíciles. Requiere un empeño por buscarla y un compromiso por mantenerla. Jesús nos brinda su paz. Él es para nosotros el modelo de persona pacífica, porque sólo puede ofrecer paz aquél que la lleva dentro.

Comentario Bíblico
El don ilimitado de la gracia de Dios


Iª Lectura (Hechos 15,1-1.22-29): El "espíritu" del "Concilio" de Jerusalén
I.1. Hoy leemos uno de los episodios más conocidos y de los más importantes del libro de los Hechos de los Apóstoles: el Concilio de Jerusalén, que viene provocado por la libertad con que actuó en la misión evangelizadora la comunidad de Antioquía de Siria, donde trabajaban apostólicamente Pablo y Bernabé. Rompiendo los tabúes de un judeo-cristianismo todavía demasiado judío y menos cristiano –el de Jerusalén-, en cuanto a su identidad, se admitían a los paganos sin necesidad de que antes tuvieran que circuncidarse. Eso escandalizaba, porque se pensaba que para ser cristiano, primeramente se debía ser judío, admitir la ley de Moisés y otras muchas más tradiciones inherentes a ese modo de vida. ¿Dónde quedaba, pues, lo que Jesucristo había hecho por los hombres? ¿De qué valdría la muerte y la resurrección de Jesús? En definitiva, la cuestión era dónde estaba la posibilidad de la salvación, en la ley, o en Cristo.

I.2. Pablo, desde el principio (cf Gal 1-2), se va a oponer a esta distinción tan incoherente y no menos injusta desde todos los puntos de vista, deshaciendo con su teología de la gracia y de la fe en Cristo toda ventaja fundamental respecto de la salvación y la reconciliación del hombre con Dios. Pablo quiere decir que todos partimos de cero, que no cuenta ya ser de origen judío o ser pagano; es decir, de ser "justo" según la ley, o lo que es lo mismo, por herencia, por tradición; y ser pagano, por consiguiente pecador, expuesto a la ira de Dios, porque lo diga una “dogmática” inmemorial. Ante Dios, ante Cristo, estamos todos en igualdad de condiciones. Lo único que existe es una diferencia cultural, pero eso no es ninguna ventaja ante el Dios de la misericordia y de la gracia; eso no es una prerrogativa de salvación. En realidad, Pablo, en este texto de Hch 15, no habla, lo hace Pedro en su lugar inspirado (no olvidemos que es Lucas su autor) en el texto de Gal 2,15-21. Lucas, en la famosa decisión de no imponer “cargas” a los paganos, le apoya en el papel del Espíritu.

I.3. No obstante, la decisión estaba tomada: no es necesaria la Ley para la salvación. No hay que obligar a los paganos a someterse a la circuncisión, sino a abrirse a la gracia de Dios. Esta es la gran lucha por la libertad cristiana que comienza ya en los primeros años de la Iglesia. De esta manera, Pablo está rompiendo seguridades, fronteras, ilusiones elitistas de un pueblo que considera que la salvación les pertenece a ellos y a los que ellos den acceso a la "situación de ley". El texto de hoy solamente es un resumen y nos da la conclusión más importante. Y desde luego, nadie debe ser acusado de “antisemitismo” por este motivo. Es verdad que los que prefieran estar con la Ley… lo hacen desde su libertad y desde su fidelidad. Pero no se debe olvidar que Jesús y Pablo estuvieron sometidos a la Ley y decidieron abandonar ese camino. El cristianismo encontró su identidad abandonando la Ley (la Torah judía) por un Cristo crucificado y resucitado. Eso es irrenunciable, no es antisemitismo. ¡Y no debe existir antisemitismo nunca!



IIª Lectura: Apocalipsis (21,10-23): Lo nuevo en las manos de Dios
II.1. Se continúa la esplendorosa visión del domingo anterior sobre la nueva Jerusalén. Es una nueva Jerusalén, sin templo, porque el templo es el mismo Señor, presencia viva de amor y fidelidad. Es la utopía de la felicidad que todos los hombres buscan, pero presentada desde la visión cristiana del mundo y de la historia. Es una afirmación con todos los ingredientes simbólicos necesarios, pero eso no quiere decir que no será una realidad absoluta; porque Dios, el Dios de Jesucristo, es el futuro del hombre.

II.2. Hablar del futuro, sin recurrir al pasado y al presente, sería perder el sentido de la historia. Y la humanidad tiene historia, pero será transformada. Incluso Dios, en cuanto vivido y experimentado, está encarnado en esa historia humana. Aunque lo importante de esta visión es poner de manifiesto que todo será como Dios ha previsto, y no como sucedía en la historia donde, por respetar la libertad humana, los hombres han querido manipular hasta lo más santo y sagrado. La nueva Jerusalén es una forma simbólica de hablar de un futuro que estará plenamente en las manos de Dios.



III. Evangelio: Juan (14,23-29): El amor debe transformar el mundo
III.1. Estamos, de nuevo, en el discurso de despedida de la última cena del Señor con los suyos. Se profundiza en que la palabra de Jesús es la palabra del Padre. Pero se quiere poner de manifiesto que cuando él no esté entre los suyos, esa palabra no se agotará, sino que el Espíritu Santo completará todo aquello que sea necesario para la vida de la comunidad. Según Juan, Jesús se despide en el tono de la fidelidad y con el don de la paz. En todo caso, es patente que esta lectura nos va preparando a la fiesta de Pentecostés.

III.2. Esta parte del discurso de despedida está provocada por una pregunta “retórica” de Judas (no el Iscariote) de por qué se revela Jesús a los suyos y no al mundo. El círculo joánico es muy particular en la teología del NT. Esa oposición entre los de Jesús y el mundo viene a ser, a veces, demasiado radical. En realidad, Jesús nunca estableció esa separación tan determinante. No obstante es significativa la fuerza del amor a su palabra, a su mensaje. El mundo, en Juan, es el mundo que no ama. Puede que algunos no estén de acuerdo con esta manera de plantear las cosas. Pero sí es verdad que amar el mensaje, la palabra de Jesús, no queda solamente en una cuestión ideológica.

III.3. Sin embargo, debemos hoy hacer una interpretación que debe ir más allá del círculo joánico en que nació este discurso. La propuesta es sencilla: quien ama está cumpliendo la voluntad de Dios, del Padre. Por tanto, quien ama en el mundo, sin ser del “círculo” de Jesús, también estaría integrado en este proceso de transformación “trinitaria” que se nos propone en el discurso joánico. Esta es una de las ventajas de que el Espíritu esté por encima de los círculos, de las instituciones, de las iglesias y de las teologías oficiales. El mundo, es verdad, necesita el amor que Jesús propone para que Dios “haga morada” en él. Y donde hay amor verdadero, allí está Dios, como podrá inferirse de la reflexión que el mismo círculo joánico ofrecerá en 1Jn 4.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


"La paz os dejo"

El evangelio de este domingo habla de paz. Recoge las palabras que en la eucaristía decimos en el momento de la paz: “la paz os dejo mi paz os doy”. Pero con la paz ocurre como con otras muchas palabras como amor, solidaridad, que a fuerza repetirlas y aplicarlas a situaciones muy diferentes pierden la fuerza del sentido original y sobre todo pierden la carga de experiencia humana y humanizadora que pretenden expresar.

A la hora de hablar de paz se da un abuso cuando lo que realmente sucede es que los cañones y los fusiles han callado, aunque sigan manteniéndose situaciones de injusticia y opresión. Lo mismo ocurre a nivel familiar, de vecindad o de comunidad cristiana. Y así, por ejemplo, cuando hay un enfrentamiento o una discusión fuerte solemos decir, “haya paz hermanos” para calmar los ánimos; y eso está bien y tiene un significado muy profundo. El problema es que todo se quede en eso, en que se calmen los ánimos, pero no se produzca entendimiento, ni comprensión del otro, ni reconciliación. Y puede haber paz pero, continúan los rencores y las rencillas.



"Mi paz os doy"

Para el lenguaje bíblico, la palabra paz tiene que ver con la salvación. Y así, la paz que Jesús nos deja es la salvación que Jesús ofrece de parte de Dios. El mensaje de paz de Jesús es mensaje de salvación porque nos habla de reconciliación con nosotros mismos, con Dios y con los demás. Todos somos conscientes de nuestros propios conflictos interiores. Ya decía San Pablo que hacemos el mal que no queremos y dejamos de hacer el bien que queremos. Pues ante esta ruptura interior, Jesús nos manifiesta un amor incondicional por parte de Dios que acoge nuestra realidad herida y nos da una nueva oportunidad.

Nosotros celebramos la paz de Jesús en el marco de la eucaristía, de la comunión. Por eso, antes de la comunión está el símbolo de la paz. Es decir, si vivimos en comunión y en paz con los demás, vivimos en comunión con Dios. Un signo de las primeras comunidades cristianas es la comunión de vida de los hermanos. Y éste es el encargo que Jesús deja a sus discípulos: transmitir la buena noticia de la paz en medio de un mundo de tribulaciones. Porque la paz que Jesús nos deja no es como la paz que da o quiere el mundo. La paz del mundo se basa en el poder, en el dominio de los más fuertes y en el sometimiento de los débiles.

Sin embargo, la paz de Jesús implica un compromiso exigente a los discípulos. Nace del amor y por ello busca la defensa de unas condiciones de vida digna para los más desfavorecidos. En ese sentido es una paz que no rehuye el conflicto cuando la dignidad de las personas está en juego. Por eso, el mensaje de paz del evangelio no sienta bien a este mundo cuando denuncia la injusticia, la marginación y el poder que hace que unos vivan a costa de otros. Los mensajeros de la paz viven en medio del conflicto, como en la primera lectura, buscando los caminos del Espíritu, los caminos del entendimiento.

Fr. Carlos Colmenarejo, OP
carloscolme@dominicos.org


18.

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

En la primera lectura, la comunidad cristiana primitiva se da cuenta de los resultados de discutir acerca de la justificación sin haber consultado con los apóstoles. El Salmo 66 presenta el carácter universal de la alabanza que le debemos a Dios. En la segunda lectura se describe la grandeza de la nueva Jerusalén, fundada sobre doce columnas con los nombres de los doce apóstoles del Cordero. En el Evangelio, Jesús asegura a sus discípulos que les enviará un maestro en el Espíritu Santo y los anima a prepararse para su partida.


MENSAJE DOCTRINAL

1. El consuelo de la autoridad. Dios nos ha dado una palabra de autoridad en el mundo para hacer juicios objetivos y resolver disputas: Pedro, la roca sobre la que ha sido edificada la Iglesia contra la que no prevalecerán las puertas del infierno. Él y sus sucesores, los papas, tienen las llaves del Reino. Lo que atan en la tierra es atado en el cielo (Mt 16:18-19). Jesús oró por la Iglesia y especialmente por su jerarquía (ver Juan 17). ¿Podría Cristo orar en vano? Ruega especialmente por Pedro, en la Última Cena, para que una vez vuelto, confirmara a sus hermanos (lc 22, 32)


2. La palabra griega "sterison" significa "confirmar" en el sentido de "consolidación". En el Antiguo Testamento, "sterison" tiene un significado personal profundo: "enfréntate" o "fortalécete" (ver Ezequiel 29,2; o Jueces 19,5). Cada vez que se utiliza esta palabra en el Nuevo Testamento, esta asociada con las anterioriores. A menudo es Dios quien promete fortalecer a alguien. Así en el caso de la Carta de Santiago (5,8), donde está en plural, parece significar "fortalezcanse unos a otros" (cada uno a los demás). Santiago se dirige a los ricos (5,1-8). En el versículo 9, el autor comienza con "amados", significando un cambio de referencia. Es curioso como la palabra "fortalecer" tiene una connotación personal cuando es utilizado en el viejo convenio. El mismo término en el Nuevo Testamento adquiere un contexto verdaderamente cristiano: altruismo y caridad hacia otros.


3. El Señor, luz de la nueva Jerusalén. Jesús había dicho que él es la luz del mundo (Juan 8,12). La luz también simboliza verdad. Nuestra inteligencia percibe la verdad así como nuestros ojos perciben la luz. Dios es la Verdad en sí mismo. Cristo se expresa de sí mismo como "el camino, la verdad y la vida"; nadie va al Padre si no es a través de él (Juan 14,6). Jesús quiere que lo encontremos como la Verdad. "Conocereis la verdad y la verdad os hará libres" (Jn 8,32). Podríamos continuar un rato más evaluándolo. Pero por ahora, vamos a esforzarnos por eadentrarnos un poco en el reino del Magisterio y la verdad:

 

  • El hombre tiene un intelecto e intenta sobre todo saber. Adán y Eva quisieron ser sabios (GEN 3,6), así que comieron del árbol prohibido. Siendo inteligentes (supuestamente), somos capaces de reflexionar nuestras acciones. Aquí es donde interviene nuestra libertad. Sabemos lo que estamos haciendo, y podemos elegir seguir haciéndolo o parar. Sin embargo, no todo lo que podemos pensar es verdad (una parte de la realidad), y ésto ha hecho que algunos filósofos concluyan que no hay realmente verdad, sólo una serie de convenciones sobre las cosas que nos permiten vivir y trabajar en este mundo en una manera ordenada. Pero no, están equivocados. Hay una verdad y con ella también habrá una comprobación.

     

  • La Verdad revelada. Más allá de nuestra capacidad natural de saber, Dios ha venido en nuestra ayuda con la Revelación. Por medio de la fe podemos llegar a las verdades que caen más allá de nuestro poder de razonamiento. Pero la dificultad que implica adquirir muchas de estas verdades es tan grande que Dios también nos dio a la Iglesia -un sacramento de salvación para toda la humanidad. Pero la Iglesia está formada por seres humanos, y estaría en peligro del capricho y el error si nuestro Señor no hubiera enviado al Espíritu Santo para guiarnos hacia la plenitud de la verdad (Juan 16,13), si no nos hubiera prometido que Pedro sería la Roca. La Iglesia es un baluarte de la verdad, alentado por el contrafuerte del ministerio Petrino, e irradiando brillantemente certeza y claridad. Todo lo que necesitamos hacer es escuchar la voz del Vaticano. El Papa, como un centinela solitario al servicio de los derechos humanos y de la moralidad, está articulando continuamente lo que es correcto, llamando nuestra atención hacia lo bueno, lo noble, lo que es justo y santo.

     

  • ¡Qué aflicción si sentimos que no la necesitamos! ¿Esto no sería soberbia? ¿Pienso que puedo salvarme a mí mismo; rechazar al Salvador? La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo. Cuando somos miembros verdaderos, integrados interiormente con lo que ella dice y representa, estamos unidos con Dios mismo; la Palabra que se hizo carne, sufrió, murió y resucitó por nosotros; nuestra salvación


     

    SUGERENCIAS PASTORALES

    ¡Demos gracias a Dios por el regalo del Magisterio! La Iglesia nos enseña, nos amonesta y nos conduce en nuestra trayectoria hacia el Padre de las luces (Santiago 1,17). Debemos estudiar los documentos de la Iglesia, esforzarnos por vivirlos y transmitir así al mundo entero el regalo de una fe madura y segura. Como san Pedro nos dice, "estad siempre preparados para presentar defensa, con mansedumbre y reverencia, ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros" (1 Pedro 3,15).

    P. Antonio Izquierdo
     


  • 19.

       DOMINGO DE PASCUA-C   * IGLESIA *
         
    1ª- lectura:   Hechos 15, 1-2.22-29
               2ª-    “            Apocalipsis 21, 10-14. 22-23
               3ª-    “            Juan 14, 23-29

     

     

    En estos siete domingos de Pascua, estamos contemplando cuáles son las raíces y los pilares de la Comunidad Cristiana. Nuestras comunidades diocesana y parroquiales no son un invento de ayer, ni un invento del clero, como a veces se oyen de personas, que las pobres, tienen muy poco conocimiento y lo poco que tienen es  elemental, sobre la  Iglesia de Jesucristo.

    En la primera lectura, tomada de los Hechos o Actas de los apóstoles, ha quedado claro quién es el autor y artífice de estas comunidades cristianas primitivas, las de primera hora. Nos han dicho que dieron una carta a Judas Barsabá y a Silas, en la que se podía leer: Nos hemos enterado que algunos judíos de aquí, sin estar “ORDENADOS” por nosotros, ni habiéndoles enviado, se han atrevido a predicar sus ideas y no las de la Iglesia y os han alarmado e inquietado con sus palabras….”

    En vista de esto os mandamos a los que han recibido nuestra orden, Silas y Judas, para que os expliquen esta carta: “Hemos decidido, pues, el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más obligaciones que las necesarias de verdad para vuestra salvación:

    1º- no practiquéis la idolatría, que son falsos dioses.

    2º-no comáis animales estrangulados, ni la sangre para evitar   
    discusiones inútiles que debilitan la fraternidad.

    3º- no forniquéis. Haréis muy bien de apartaros de todo esto Salud”.

     

    La Iglesia no es pues, un capricho o invención de obispos o sacerdotes. Estas comunidades cristianas, en las que debemos participar, son obra del Espíritu Santo, son obra de Dios, que es también un ser comunitario: Padre, e Hijo y Santo Espíritu. Dios no es, pues, un ser solitario. Y como nosotros estamos creados a la imagen y semejanza de Dios, cuando buscamos una comunidad y vivimos en ella de forma fraternal, nos encontramos a nosotros mismos, tal como Dios nos creó. Somos lo que de verdad somos: Seres Comunitarios.

    Las raíces y los pilares de las comunidades cristianas diocesanas o parroquiales están en el Espíritu Santo, en Dios. Decir, por consiguiente, creo en Jesucristo, pero no creo en la Iglesia, comunidad cristiana, ni en su jerarquía, que ha sido dejada y ordenada por Jesús para la Comunidad, como un regalo y una guía, eso es salirse y apartarse de lo querido por Jesucristo y animado todo ello por el Espíritu Santo. Es estar, en una palabra, en otro mundo, en otra comunidad, la mía, pero no la de Jesús. Me voy de la Comunidad, de la Iglesia de Jesús.  No es, entonces la Iglesia de Jesús, que me excomulga, sino que soy yo que me voy de la comunión con la iglesia.

     

    Esto nos tiene que llenar hoy de alegría y esperanza, porque nuestras comunidades cristianas no son de ayer, ni invención humana de algún partido político o grupo de presión. Están inspiradas, animadas y sostenidas por el Espíritu Santo: “Hemos decidido el Espíritu santo y nosotros, es decir, Dios y su autoridad divina, Dios y su jerarquía. Pero qué atrevidos, ¿verdad?

     

    Y ¿qué hay que hacer y cuál debe ser nuestro talante para poder formar parte y vivir en esta comunidad cristiana, de Dios? Y en el evangelio Jesucristo nos lo revela. Si las relaciones en  la comunidad de Dios están regidas por el amor: el Padre, dándose al Hijo y el Hijo en reciprocidad, dándose al Padre y de este mutuo amor, los dos se encuentran en la plenitud del mayor amor de Dios, que llamamos Espíritu Santo, así también, debe ser el amor y solo el amor, quien rija, gobierne y regule las relaciones dentro de nuestra Comunidad parroquial o diocesana.

    Os doy un mandamiento nuevo”, decía, el domingo pasado, Jesús a sus discípulos: que os améis unos a otros, pero la originalidad y la novedad de ese amor, está en la medidacomo yo os he amado”, es decir, dando la vida por vosotros, como signo del mayor amor. Y es este amor mutuo, la señal por la que conocerán que sois mis discípulos, mis seguidores”.

    Y hoy Jesús nos revela los resultados de este amor. Empieza diciendo: el que me ama, guardará mi Palabra. Para saber si amo de verdad a Jesús, tengo que comprobar si guardo su Palabra, si realizo y ejecuto su voluntad. Y si esto hago y mi amor es entonces verdadero, sucederá un portento: Mi padre lo amará y no solo eso, sino que entonces: Y vendremos a él y haremos en él nuestra morada.  Y nos llenaremos de la paz de Dios, que es fraternidad, al aceptar al otro, en cuanto otro, es decir aceptando la diferencia.

    Todo esto nos lo enseñará a vivir el amor pleno de Dios, que llamamos Espíritu Santo y que en germen, ya lo recibimos en nuestro bautismo. Que  hagamos crecer y desarrollarse este misterio de la fraternidad comunitaria, como la de Dios, al celebrar esta Eucaristía.

    A  M  E  N

           Eduardo Martínez Abad, escolapio

               edumartabad@escolapios.es

     

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    6º DOMINGO DE PASCUA  -C        AMOR

                    1ª- lectura:   Hechos 15, 1-2.22-29
                       2ª-    “            Apocalipsis 21, 10-14. 22-23
                       3ª-    “            Juan 14, 23-29
     

     

    El texto del evangelio de hoy es un fragmento de la conversación íntima que tuvo Jesús con sus discípulos en una cena última e inolvidable que nos trasmite este relato del evangelio de San Juan.

    Todo el discurso de Jesús en la última cena giró en torno al amor. Por amor bajó a esta tierra el Verbo de Dios y se encarnó. Su vida sobre la tierra fue siempre amar: “ Como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, al final de su vida los amó con locura”

    Su doctrina fue la del amor: “Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. Y en esto conocerán que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros”.  Era, pues, lógico, que en la última cena que comía con ellos, sus amigos, del amor les hablara.

    Hoy día se ha abusado tanto de esta palabra en todas las lenguas, que nos hemos quedado prácticamente sin contenido que darle. Nos resulta una palabra vacía y hueca. Al final, casi ya no sabemos lo que es amor humano. Cuánto menos lo que debe ser el amor de Dios y a Dios.

    Leemos en este fragmento del evangelio de hoy: “El que acepta mis mandamientos”; aquí está haciendo referencia a mi entendimiento: aceptarlos con mi razón, entenderlos. “Y los guarda”; y aquí está haciendo referencia a mi voluntad: guardar o cumplirlos. Es todo el ser humano que está implicado: su entendimiento y su voluntad. El que los acepta y los cumple, ese es el que verdaderamente me ama. Y como consecuencia de nuestro amor, Jesús añade: “Y quien me ama, será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él”

    Esto se nos ha afirmado en el versículo 21. y se nos vuelve a repetir en el versículo 23, para que no lo olvidemos y para que comprendamos la importancia del amor a Dios: “Si alguno me ama, guardará mi palabra”. Y se nos afirma la misma consecuencia que nos trae tal amor: Y mi Padre lo amará, vendremos a él y en él haremos nuestra morada”

    Amar, entonces, parece ser que es abrir mi mente y hacer que en el mundo de mis ideas y convicciones entren otras ideas, otras palabras, incluso corriendo el riesgo que se desbarate toda mi estructura de mi pensamiento y esto no solo a los 15, 20 ó 30años, sino también a los 50, 60 u 80 años.

    “El que ama, no solo acepta mis mandamientos, sino que guarda mi palabra”. No basta quedarse a ese nivel de ideas, de pensamiento, sino que ese nuevo pensamiento, esas nuevas ideas tienen que provocar  en mi un cambio de vida, si es preciso: “El que acepta mis mandamientos y los guarda”, es decir, los cumple, los realiza. No basta solo abrir la mente, se tiene que abrir también la puerta de mi corazón, de mi vida.
    Sabemos muchas cosas de Dios, pero hacemos poco lo que sabemos que Dios quiere que hagamos. .

    Amar es, pues, abrirse, salir de sí, de nuestra fortaleza, vaciarse de nuestros puntos de vista personales, para conformarse al máximo, a la voluntad, deseos e ideas del otro. Se llega a una simbiosis mutua: tu deseo es mi deseo, tu voluntad es mi voluntad, tu pensamiento ha llegado a ser mi pensamiento. Nuestras dos vidas no son más que una. Amar supone, pues, un fracaso, una derrota para nuestra voluntad de poder. Amar, como dice el canto, es entregarse, olvidándose de sí, buscando lo que  al otro puede hacer feliz.

    ¿Cuál es la consecuencia de nuestro amor? Y Jesús nos declara: “quien me ama, será amado de mi Padre y yo le amaré y me manifestaré a él”. “Será amado de mi Padre”. Dios Padre vaciándose de sí, saliendo de sí y entregándose  al hombre. El hombre lleno, pues, de Dios. El hombre divinizado. Es todo un misterio. Pensarlo, casi nos da miedo. Nos parece sentir la locura de aquel filósofo alemán, llamado Nietzche, que decía, que matando a Dios en nuestra conciencia, hacía del hombre un Dios.

    Nosotros, los cristianos no necesitamos matarle. Nos lo encontramos al amar a Jesucristo, porque se manifiesta a los corazones que le aman, que son los que aceptan (Entendimiento) y guardan (Voluntad) su Palabra. La casa de Dios, su residencia ya no es un templo de piedras. En la ciudad futura, - nos ha dicho el Apocalipsis, - ya no habrá templo”, sino que soy yo mismo morada de Dios, si soy fiel, si cumplo la palabra de Jesús. Dios volcado en mí.

    ¿Revelo yo a Dios a los demás por la calidad de mi amor? O ¿soy más bien opacidad y barrera que impide manifestarse y llegar a los demás? ¿Soy morada de Dios o soy cárcel?

    Si soy cárcel, que esta Eucaristía que nos disponemos a celebrar, rompa hoy los barrotes

                                                            AMEN

                                                   Eduardo Martínez Abad, escolapio
    edumartabad@escolapios.es


    20.

    El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre

    Jn 14, 23-29

     

    VEN, ESPÍRITU SANTO
     


    «El Espíritu Santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho». Esta es la promesa de Jesús.

    Del Espíritu no habría que hablar mucho. Es mejor desearlo, esperarlo en oración anhelante, invocarlo y dejarnos penetrar, reanimar y conducir por El.

    Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestra lucha por la vida termina sembrando muerte, nuestros esfuerzos por encontrar felicidad acaban en egoísmo amargo e insatisfecho.

    Ven Espíritu Santo. Sin Ti, nuestro «progreso» no nos conduce hacia una vida más digna, noble y gozosa. Sin Ti, no habrá nunca un «pueblo unido» sino un pueblo constantemente vencido por divisiones, rupturas y enfrentamientos.

    Sin Ti, seguiremos dividiendo y separándolo todo: Norte y Sur, bloque occidental y oriental, primer mundo y tercer mundo, izquierdas y derechas, creyentes y ateos, hombres y mujeres.

    Recuérdanos que todos venimos de las entrañas de un mismo Padre y todos estamos llamados a la comunión gozosa y feliz en El. Renueva nuestro amor al mundo y a las cosas. Enséñanos a cuidar esta tierra que nos has regalado como casa común entrañable donde pueda crecer la familia humana. Sin Ti, nos la seguiremos disputando agresivamente, buscaremos cada uno nuestra «propiedad privada» y la iremos haciendo cada vez más inhóspita e inhabitable.

    Ven Espíritu Santo. Enséñanos a entendernos aunque hablemos lenguajes diferentes. Si tu Ley interior de Amor no nos habita, seguiremos la escalada de la violencia absurda y sin salida.

    Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer. Sin tu aliento, nuestra fe se convierte en ideología de derechas o de izquierdas, nuestra religión en triste «seguro de vida eterna». Recuérdanos todo lo que nos ha dicho Jesús. Condúcenos al evangelio.

    Ven Espíritu Santo y enséñanos a orar. Sin tu calor y tu fuerza, nuestra liturgia se pierde en rutina, nuestro culto en rito legalista, nuestra plegaria en palabrería.

    Ven a mantener dentro de la Iglesia el esfuerzo de conversión. Sin tu impulso, toda renovación termina en anarquía, involución, cansancio o desilusión.

    Ven a alegrar nuestro mundo tan sombrío. Ayúdanos a imaginarlo mejor y más humano. Ábrenos á un futuro más fraterno, limpio y solidario. Enséñanos a pensar lo todavía no pensado y construir lo todavía no trabajado.

    Entra hasta el fondo de nuestras almas. Mira el vacío del hombre si Tú le faltas por dentro. Mira el poder del pecado cuando Tú no envías tu aliento.

    Ven Señor y dador de vida. Pon en los hombres gozo, fuerza y consuelo, en sus grandes y pequeñas decisiones, en sus miedos, luchas, esperanzas y temores.

    Ven Espíritu Santo y enséñanos a creer en Ti como ternura y proximidad personal de Dios a los hombres, como fuerza y poder de gracia que puede conquistar nuestro interior y dar vida a nuestra vida.

     

    HOMBRES EMPOBRECIDOS

    Vendremos a él y haremos morada en él.



    Toda persona vive condicionada por la realidad sociológica e histórica en la que se encuentra inserta. Sin que podamos evitarlo, somos parte integrante de un mundo complejo que incide poderosamente en nuestra manera de ser, actuar y vivir.

    El marco sociocultural y psico-social en el que vivimos marca decisivamente nuestra conducta, nuestra actitud existencial y nuestro ser entero.

    Por eso deberíamos estar más atentos a aquellos fenómenos sociológicos que están modelando el ser de la persona contemporánea. Fenómenos tales como el cambio cultural, la tecnología, el consumo, la movilidad, el anonimato social, la incomunicación, el pluralismo...

    No son pocos los observadores que, al estudiar las posibilidades y los riesgos de la sociedad contemporánea, señalan con tono alarmante el empobrecimiento interior y el vacío que parece amenazar al hombre contemporáneo.

    Un ser humano que ha avanzado técnicamente de manera insospechada, pero que vive en dependencia cada vez mayor de aquello que él mismo produce y fabrica.

    Un ser humano que, en la mayoría de los casos, se ve obligado a vivir encadenado para siempre a un oficio especializado, sin poder desarrollar adecuadamente más que una parte mínima de su ser.

    Un ser humano que vive de manera acelerada, sometido a un ritmo de vida agotador, sin posibilidad de detenerse serenamente ante su propia vida.

    Un ser humano abrumado por una información múltiple y variada de noticias y datos, pero sin medios para discernir, reflexionar y formarse su propio juicio con responsabilidad y lucidez.

    Un ser humano seducido por los mil engañosos atractivos de la sociedad de consumo, pero «infra-alimentado» espiritualmente.

    Un ser humano alienado por diversos eslóganes y distraído por innumerables modas o consignas, pero sin capacidad para enfrentarse a su propia verdad.

    Los creyentes entendemos que la fe puede ser la gran fuerza interior que nos ayude a liberarnos de la alienación, la superficialidad, la desintegración y el vacío interior.

    Para vivir de una manera más humana y liberada necesitamos una energía interior capaz de animar y dinamizar toda nuestra existencia. Por eso escuchamos hoy con gozo las palabras de Jesús: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».


    PAZ

    La paz os dejo, mi paz os doy


    Todos hablamos de paz pero no es fácil decir en qué consiste. Todos decimos desearla y buscarla pero no se sabe bien cómo alcanzarla. Intuimos que es un bien precioso, no sólo para la vida personal de cada uno, sino para la convivencia de la Humanidad entera. Debería ser lo primero para asegurar una vida digna y dichosa para todos. Pero casi siempre es lo primero que estropeamos.

    ¿Por qué es tan difícil la paz? ¿Por qué fracasa una y otra vez el diálogo? ¿Por qué se vuelve una y otra vez al enfrentamiento y la agresión mutua? ¿Por qué se ponen tantos obstáculos a la concordia? Hay una primera respuesta tan elemental y sencilla que nadie la toma en serio: sólo las personas que poseen paz pueden ponerla en la sociedad.

    Cualquiera no puede sembrar paz. Con el corazón lleno de resentimiento, intolerancia y dogmatismo se puede movilizar a algunos sectores; desde actitudes de prepotencia, hostilidad y agresión se puede hacer política y propaganda electoral, pero no se puede aportar verdadera paz a la convivencia de las gentes.

    Las fuentes cristianas hablan de la paz de una manera original y desconcertante. Hay una paz que no proviene de los planteamientos y estrategias que ponemos en marcha los humanos. Esta paz, antes que nada, es un regalo que hay que acoger y sólo después contagiar y comunicar. Así dice Jesús: «Os dejo la paz, os doy mi paz; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27).

    Nos falta paz porque nos faltan hombres y mujeres de paz. Personas que poseen la paz en su corazón, la llevan consigo, la comunican y la difunden. Estos construyen paz porque ayudan a acercar posturas y crean un clima amistoso de entendimiento, mutua aceptación y diálogo.

    No es difícil señalar algunos rasgos de la «persona de paz». Busca siempre el bien de todos, no excluye a nadie, respeta las diferencias, no alimenta la agresión, fomenta lo que une, nunca lo que nos enfrenta. Sencillamente ama a todo ser humano.

    J. A. Pagola


     

    DIOS HACE COMUNIDAD CON EL HOMBRE

    B. Caballero


    1. Comunión de Dios con el hombre. El evangelio de hoy nos señala tres puntos de referencia para la comunión que Dios establece con el creyente como su morada: el amor a Cristo, el Espíritu, y la paz del Señor resucitado. El Espíritu que el Padre envía a los discípulos en nombre de Jesús fundamenta la comunión de Dios con el hombre, transformándolo en morada suya (evang.), y aparece actuando ya en el concilio apostólico de Jerusalén, que firma la carta apostólica de la libertad como primer ejemplo de inculturación de la fe; así la comunidad cristiana se configura como Iglesia abierta y universal (1ª lect.).

    El amor a Cristo y la obediencia de la fe son dos condiciones que favorecen el clima relacional con Jesús y propician la comunicación de Dios: "El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él". El conocimiento mutuo, la fe, el amor y la fidelidad obsequiosa de una vida acorde con las actitudes y la palabra de Jesús, que es también la del Padre, liberan una corriente de afecto y un círculo de presencia, inhabitación y morada que, a través del Espíritu, va del Padre y del Hijo al creyente. Así nunca estamos perdidos en nuestra soledad; en el santuario más inviolable de nuestra intimidad tenemos la compañía del Dios uno y trino.

    El Espíritu y la paz de Cristo resucitado son otros dos puntos de comunión de Dios con el hombre, según el evangelio de hoy. El Espíritu que el Padre envía a los amigos de Jesús en su nombre, viene en su ayuda durante la ausencia física del Señor. El Espíritu será el maestro que les enseñará y recordará todo lo que él les dijo. Al don del Espíritu añade Jesús el de su paz, que es el conjunto de todas las bendiciones mesiánicas de la nueva alianza. Esta paz de Dios alienta en el creyente la alegre seguridad de la permanente presencia de Cristo por su Espíritu: "No tiemble vuestro corazón ni se acobarde... Me voy y vuelvo a vosotros".

    2. "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros". Ya desde el principio se evidenció su presencia mediante la acción del Espíritu en la Iglesia naciente. Así lo demuestra la primera lectura de hoy en un caso temprano de conflicto respecto de la inculturación de la fe. Sabido es que la inmensa mayoría de los cristianos de algunas comunidades apostólicas, como la de Jerusalén, provenían del judaísmo. Pasado un primer momento, al abrirse el evangelio al mundo greco-romano, sobre todo por la predicación del recién converso Pablo de Tarso, se adhirieron a la fe en Cristo muchos gentiles que nada sabían de las normas de la ley mosaica, como por ejemplo la circuncisión.

    Pues bien, el sector más judaizante e integrista de Jerusalén sostenía que los neo-cristianos provenientes del paganismo debían someterse a la normativa judía; es decir, para convertirse al cristianismo primero debían hacerse judíos, según ellos. "Como los falsos hermanos espiaban la libertad que tenemos en Cristo con el fin de reducirnos de nuevo a la esclavitud", escribe Pablo a los Gálatas, él mismo fue a Jerusalén con Bernabé para entrevistarse con los apóstoles. Y Santiago, Pedro y Juan, que eran tenidos como columnas de la naciente Iglesia, le confirmaron en su línea de anuncio a los incircuncisos, a los no judíos.

    No obstante, ya había surgido la tensión en el interior de la comunidad cristiana y se planteó con fuerza este dilema: el caduco legalismo mosaico o la nueva ley de libertad en Cristo, la vieja Sinagoga del antiguo testamento o la nueva Iglesia de Jesús, cerrar o abrir el evangelio al mundo y a la cultura grecoromana, anquilosar la comunidad cristiana en el estrecho círculo de una secta racial o convertirla en Iglesia universal.

    El concilio apostólico de Jerusalén (hacia el año 49) dio la respuesta conjunta del Espíritu, de los apóstoles, de los presbíteros y de todos los miembros de la. "iglesia madre" a los hermanos convertidos de la gentilidad. Fue la carta apostólica de la libertad en Cristo, página esplendorosa de la historia de la Iglesia: "Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables".

    3. La morada de Dios. Hay en logo terapia una sesión clásica que consiste en liberar el subconsciente, partiendo de una palabra clave que sugiere ideas y relaciones. Si hiciéramos la experiencia con la expresión "morada de Dios", la respuesta obvia sería: templo, iglesia, santuario... Pero la respuesta del evangelio de hoy es diferente. La morada de Dios es el propio hombre, el discípulo de Cristo que lo ama guardando su palabra. Y su consigna resumen, su mandamiento nuevo, es abrirse a los hermanos y amarlos como él nos amó, porque son el lugar de la presencia de Dios aquí y ahora, encarnación y prolongación de Cristo mismo. Él inauguró un nuevo estilo de religión en espíritu y en verdad, sin mediaciones que anulen al hombre en su relación personal con Dios, con el mundo y con los demás hombres.

    Las religiones naturales inventaron las mediaciones sacras para salvar la distancia abismal entre la divinidad y los mortales. Incluso la religión revelada del Antiguo Testamento estableció la mediación básica de la ley mosaica y del culto del templo de Jerusalén que concretaban la alianza de Dios con su pueblo. En cambio, la religión que funda Jesucristo no necesita sacralizar mediaciones externas, pues la presencia de Dios en la comunidad creyente y en cada uno de sus miembros es un contacto tan directo como el amor personal. Jesús, el Padre y el Espíritu moran en el que ama a Cristo mediante la guarda de su palabra.

    Esta inhabitación personal, al mismo tiempo que desacraliza y deroga toda mediación externa, "sacraliza" al hombre como lugar de la presencia de Dios. Por eso, en la nueva religión y culto en espíritu y verdad lo único "sacro" en este bajo mundo es el hombre mismo, objeto del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, que es Dios humanado en comunión solidaria con el hombre.
     


    En la Iglesia está prohibida la nostalgia

    Alessandro Pronzato


    Nos hemos enterado de que, algunos de aquí sin encargo nuestro, os han alarmado e inquietado con sus palabras... (Hech 15,1-2.22-29).
    ... La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero (Ap 21,10-14?22-23).
    ...Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde... (Jn 14,23-29).

    En el interior de la Iglesia, no todos aceptan la novedad.

    Está siempre al acecho la nostalgia de las «cosas de antes», ya superadas. Prueba de esto es el debate que se ha abierto en la Iglesia de Antioquía (primera lectura).

    Han llegado de Judea ciertos individuos que contestan el método misionero de Pablo y Bernabé y pretenden imponer también a los neoconversos del paganismo la observancia de la ley antigua, comenzando por el rito de la «iniciación»: la circuncisión.

    Esta posición, que hoy se definiría como integrista, es extremadamente peligrosa, porque tiende a minimizar la novedad de Cristo y a recuperar el papel determinante del pueblo de la antigua alianza. Por tanto serían insuficientes el bautismo y la fe en Jesús. Necesitarían estar incorporados (a través de la circuncisión) al pueblo judío, y aceptar todas las prescripciones que se derivan de esta pertenencia.

    Pablo advierte que aquí no está en juego simplemente su método misionero, sino la esencia misma de la novedad cristiana. Por eso lucha con todas sus fuerzas, y ciertamente no por motivos personalistas.

    La cuestión es llevada a la iglesia madre de Jerusalén. Y aquí se desarrolla una amplia discusión en presencia de los apóstoles y de los presbíteros. Y hay una intervención decisiva de Pedro (que recomienda no imponer un yugo insoportable), apoyado por Santiago («pienso que no hay que crear dificultades a los gentiles que se convierten»).

    También Pablo y Bernabé tienen la posibilidad de ilustrar su pensamiento.

    Al final, la asamblea ratifica el principio de la libertad y de la autonomía respecto a la ley judía.

    «El principio de la fe en Jesús, como condición única y suficiente para la salvación de todo hombre, afirmado teóricamente, se convierte en cualificante de la experiencia cristiana abriéndola así al universalismo histórico».

    Las conclusiones operativas del primer concilio de Jerusalén se exponen en una carta que algunos delegados, junto a Pablo y Bernabé, llevarán a Antioquía, donde así se restablecerá la paz.

    Es significativa la frase solemne contenida en el documento oficial: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros...». Se afirma de esta manera, no solamente el liderazgo de la iglesia de Jerusalén y de los apóstoles, sino sobre todo el papel del Espíritu como guía de la comunidad cristiana.

    Los contrastes y las tensiones se superan con un debate abierto, donde cada uno tiene posibilidad de exponer las propias razones, y con una escucha humilde de la voz del Espíritu por parte de todos.

    «Hemos decidido... no imponeros más cargas que las indispensables... ».

    La desgracia de los integrismos de todos los tiempos es la pretensión de imponer cargas opresoras e inútiles. De añadir, al yugo «liberador» de Cristo, un yugo suplementario y opresor, hecho de bagatelas varias.

    «Algunos individuos» sienten un gusto casi sádico exigiendo sacrificios absurdos. Con el resultado de producir grietas en el interior de la comunidad, no porque estén en juego valores esenciales, sino por minucias que no tienen nada que ver con la sustancia del mensaje evangélico. Estos nostálgicos enfermos de las «cosas de antes» son los especialistas de lo accesorio con menoscabo de lo necesario.

    Su pecado original es la incapacidad de estar respaldados por las iniciativas innovadoras del Espíritu. Están en retraso con relación a los acontecimientos, y consiguientemente a la acción de Dios en la historia.

    Frente a Cristo que exige cambiar y hacerse como niños, éstos defienden el deber de hacerse circuncidar. La diferencia es abismal. Cristo pide un cambio radical de mentalidad, de postura interior. Ellos quieren una mutilación (o una operación plástica) exterior. Jesús ordena quitar, perder, dejar. Ellos sólo piensan en añadir continuamente nuevas obligaciones. Y, a pesar de la apariencia de exigir más de lo necesario, se muestran menos exigentes que el Maestro.

    Mientras los compromisos propuestos por Cristo van en una línea de purificación y de aligeramiento, los propugnados animosamente por los «observantes» tienen todo el aire de ridículos y anacrónicos fardos que hacen pesado el camino y dan la impresión de sofocar todo tipo de impulso.

    Una visión completamente distinta es la presentada por el Apocalipsis (segunda lectura), donde aparece una Iglesia transfigurada. La Jerusalén celeste ofrece «una impresión indescriptible de plenitud y de luz».

    La gloria de Dios es el centro de irradiación de su luminosidad. La ciudad es santa, porque está penetrada, «habitada» por la santidad divina.

    «Templo no vi ninguno, porque es su templo el Señor Dios todopoderoso y el Cordero».

    El templo, en el Antiguo Testamento, «mediaba» la presencia de Dios en medio de su pueblo. Ahora Dios mora allí directamente a través del Cordero. El nuevo «santuario» es el cuerpo resucitado de Cristo. Dios está presente en él, y en él los hombres pueden comunicarse con Dios.

    «Cristo resucitado, viviente, será al mismo tiempo punto de conjunción de la humanidad con Dios y punto de unión de la humanidad entera».

    «La ciudad no necesita sol ni luna que la alumbre, porque la gloria de Dios la ilumina y su lámpara es el Cordero».

    Así queda superada la vieja creación.

    Dios ilumina directamente la ciudad, desde dentro, con su presencia, y con la lámpara que es Cristo.

    No estará mal ahora referirnos a la Iglesia peregrina en la tierra, hecha de hombres y que, por tanto, acumula necesariamente miserias y fango. Sería absurdo exigir que sea perfecta.

    Sin embargo la Iglesia no puede descuidar algunas cosas. Cuando pretende exhibir la propia luz y la propia gloria, termina inevitablemente oscureciendo la Fuente de la luz.

    No puede vender como «esplendor» celeste las luces cegadoras del éxito y del prestigio humano, y tampoco como «piedra preciosa, como jaspe traslúcido» los ambiguos y discutibles tesoros terrenos.

    Se sabe que los incidentes de un viaje son inevitables. Pero una cosa es caer en una desagradable desgracia, y otra esconderla e incluso defender las culpas con menoscabo de la verdad.

    Una cierta opacidad es el producto inevitable de la presencia de los hombres. Pero al menos tengamos el coraje de invitar a mirar «más allá» de aquella espesura humana, para descubrir la Presencia que interesa, y no consagrar la opacidad. Dios tiene todas las de ganar cuando sus representantes tienen... algo que perder.

    El vence las causas que le conciernen, sobre todo cuando alguien no se obstina en defenderlo, mejor, se obstina en defender los propios defectos, bajo el pretexto de que anda de por medio su honor.

    Pequeño hombre de Iglesia, hermano de fe, de debilidad y de miseria, culpable y perdonado como yo, no pretendas hacer las veces de Dios. Nadie te lo pide. Conténtate con no estorbar demasiado.

    Resumiendo, las características o virtudes de la Iglesia, tal como aparecen en las lecturas de hoy, se pueden sintetizar así:

    «La dinamicidad que impide a la Iglesia ser nostálgica, la fidelidad que impide a la Iglesia desviarse, la paciencia que impide a la Iglesia las prisas, la profecía que hace comprender a la Iglesia los signos de los tiempos, la tolerancia y el diálogo que impiden a la Iglesia la enfermedad del integrismo, la esperanza que hace superar a la Iglesia dudas e incertidumbres.

    Pero sobre todo debe prevalecer la fe en el Espíritu, guía último y vivo de la Iglesia». Yo añadiría aún la humildad, como capacidad para desaparecer y como transparencia de Otro.

    En el discurso de despedida (evangelio), Jesús asegura su presencia a través de la palabra.

    «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él».

    O sea, la observancia de la palabra, como respuesta a su amor, determina la presencia de Jesús y del Padre en el creyente.

    La imagen usada (la «morada») hace referencia a un contexto familiar, y acentúa el aspecto de comunión de vida.

    De todos modos, existe un movimiento en dos sentidos. El hombre se acerca a Jesús. Pero Jesús, anteriormente, se ha hecho cercano al hombre.

    Y estará bien no olvidar que la observancia de la Palabra significa, ante todo, la práctica del mandamiento del amor fraterno.

    Pero se hace necesaria la intervención de un tercer Personaje: «El Paráclito, el Espíritu santo que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».

    Sólo el Espíritu permite comprender totalmente, profundizar y asimilar el mensaje de Jesús. Sin su ayuda, cada creyente y la comunidad no podrán jamás penetrar la palabra de Jesús. El verdadero Maestro de la Iglesia es el Espíritu santo.

    La acción del Espíritu hace posible la plenitud de vida en el amor. Así pues, y según este texto, la existencia del creyente es participación en la vida misma de Dios. En la vida de la Trinidad. Es comunión, en el amor, con cada una de las personas divinas.

    Jesús se despide de los suyos con las protecciones típicas de los israelitas: «La paz os dejo, mi paz os doy».

    Pero precisa: «No os la doy como la da el mundo». Su paz es distinta.

    También su partida es distinta. Se va. Y, sin embargo, no estará ausente.

    Los discípulos, pues, no tienen motivo alguno de inquietud y turbación.

    PARROQUIA DE SAN VICENTE MÁRTIR DE ABANDO


    21. Comentario...

    «El Espíritu Santo os hará recordar todo lo que os he dicho»

    Ante la novedad de la conversión de muchos gentiles a la fe en Jesucristo, los apóstoles se enfrentaron con un problema que entonces parecía tener difícil solución: ¿Era preciso la conversión previa de los paganos al judaísmo para poder llegar a ser cristianos? Reunidos en concilio en Jerusalén, los apóstoles y otros cristianos de primera hora, se dieron cuenta de que el Espíritu Santo les decía que la única base del cristianismo es la persona de Jesucristo y la fidelidad a su palabra. La noche antes de entregar su vida, Jesús mismo ya lo expresó: «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él». Así, pues, la observancia estricta del Antiguo Testamento ya ha pasado, y ahora lo que importa es la relación profunda con Jesús, la comunión con Él. Ciertamente, para los cristianos, el Antiguo Testamento es una referencia necesaria, pero lo es en cuanto apunta hacia Jesucristo, en quien se han realizado todas las profecías y las promesas hechas por Dios al pueblo de Israel.

    En la intimidad de la Última Cena, Jesús explicaba a los discípulos cómo el Padre lo había enviado; cómo el Padre y Él vendrán a hacer morada en aquel que guarde sus mandamientos -¿Recordáis como Jesús nos dejó el mandamiento nuevo: «Amaos unos a otros como yo os he amado»?-; cómo el Espíritu Santo, que Padre enviará en su nombre, se lo enseñaría todo y les haría recordar todas las cosas que Él les había dicho. Fundamentados en estas palabras de Jesús, podemos creer que Padre, el Hijo y el Espíritu Santo habitan en nuestro interior si somos fieles discípulos de Jesucristo, y que somos templos de la Santísima Trinidad. De este modo, ya tenemos el cielo en nosotros. Aquello que vio Juan y que nos lo refirió en el libro del Apocalipsis, el descenso de la Jerusalén celestial, tiene lugar en nuestros corazones y en nuestras almas cuando nos abrimos al Evangelio de Jesucristo y nos dejemos iluminar y transformar por su Espíritu.

    Con sus palabras, Jesús daba la paz a sus discípulos y les hablaba serenamente de su muerte tan próxima. Les pedía que se alegraran, porque no estaba destinado a quedar atrapado por la muerte, sino que iba hacia el Padre, que es el bien supremo de la humanidad: «Me voy y vuelvo a vuestro lado. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre». De esta manera les comunicaba que pronto volvería por medio de la resurrección. Y de hecho así fue: «Resucitó el tercer día de entre los muertos», cumpliendo las Escrituras. Y ahora, por el Espíritu Santo, Jesucristo está presente, de un modo misterioso, pero real, entre nosotros y nos guía hacia el cielo que nos ha ganado, manifestándolo también en la liturgia que ahora nos reúne y que celebramos con alegría. pues es la anticipación de la Jerusalén celestial, de la visión de la paz, aquí en la tierra.


    22. FLUVIUM 2004

    La vida futura

    Podemos amar a Dios. He aquí la gran verdad que dignifica la vida del hombre por encima de cualquier otra circunstancia que pudiera ennoblecerla. Podemos amar a Dios, y Jesucristo nos ha revelado cómo hacerlo a partir de su venida: los Evangelios vienen a ser una larga aclaración de lo que somos y estamos destinados a ser por voluntad de Dios, nuestro Creador y Señor.

    Amar a Dios es, según las palabras de san Juan que hoy consideramos, una posibilidad para cada uno. Llega a ser efectivo sólo si queremos, si nos decidimos por Dios: si alguno me ama... La expresión de Jesús, que nos ama entrañablemente entregándose por el mundo, nos conmueve. No quiere imponerse. Debe ser una decisión de cada uno, un querer nuestro el amarle. El ama hasta el fin, había dicho a sus discípulos poco antes de pronunciar las palabras que hoy consideramos, y les explica ahora lo que supondrá el amor de Dios para quien le acoja: mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él. No cabe pensar en mayor intimidad ni en mayor donación. No es posible correspondencia más generosa: a nuestro amor –siempre pobre, por grande y rendido que sea– Dios responde enriqueciéndonos consigo mismo, tesoro del todo inapreciable.

    Pero consideremos hoy de modo expreso, que el amor nuestro a ese Dios, capaz de inundarnos de Sí mismo, no debemos presuponerlo fácilmente, ni es real en cada uno sólo con la intención de amarle. Si alguno me ama, guardará mi palabra (...). El que no me ama, no guarda mis palabras, dijo a los discípulos, y nos ha dicho a los cristianos de todos los tiempos. "Obras son amores", se suele decir. Para que no nos engañemos pensando que realmente amamos con sentimentalismos ineficaces, estériles; que podrían conmovernos, sí, y hasta consolarnos, pero aportarían poco a quien pretendemos querer, si no se acompañan de la entrega generosa de nosotros mismos.

    Es necesario que hoy y siempre nos preguntemos si nuestras disposiciones y obras, finalmente manifiestan que guardamos la palabra del Señor. Miremos lo que hemos hecho y cómo lo hicimos. Enseguida, sin querer, nos vendrá la respuesta al por qué de esa actuación precisamente así. Si no queremos otra cosa que agradar a Dios en cada instante, querremos rectificar, con ayuda de la Gracia, cada detalle de nuestra conducta si, desde el fondo del corazón, sinceramente, reconocemos que no cumple la voluntad de Dios.

    Jesús se remite al Padre. Invoca para sus discípulos la autoridad de su Padre, aunque sea igual a Él en dignidad y poder. Y al Espíritu Santo, el Paráclito que el Padre enviará en su nombre: Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho. Por su acción tendremos ocasión de ver a los Apóstoles audaces, entusiasmados, hasta padecer, si era preciso, por Cristo y por su doctrina. Es la acción misteriosa pero notoria de Dios en su criatura, a la que ama paternalmente: a nosotros; mientras nos debatimos, dialogando tal vez con la comodidad, la vanidad, la sensualidad...; y también con el deseo contrario –sincero, por otra parte– de agradar a Dios, amándole, con nuestra vida.

    Es tanto el desvelo de Dios por sus hijos que no tenemos derecho a estar tristes, cualquiera que sean las circunstancias por las que pasamos. Siempre, en todo momento, podremos vivir, "enseñados" y "recordados" por el Espíritu Santo, de la gran verdad que dignifica la vida humana por encima de cualquier otra. No queramos conformarnos con menos. Reaccionemos prontamente, si notamos que nos mueven otros estímulos ajenos al amor que Dios nos tiene. Reconozcamos, con un tozudo recuerdo, una y otra vez si es preciso, que tenemos a todo un Dios Padre a nuestro favor. Nos llenaremos de optimismo sobrenatural, porque nada de este mundo podrá vencernos, por poderoso y evidente que parezca, si es contrario a los planes divinos. Dios no pierde batallas, y tampoco el cristiano que vive de su Palabra por la acción del Espíritu Santo.

    ¡Qué lógicas nos parecen, por eso, las palabras que dirige Jesús a sus discípulos después de hablarles del amor de Dios, según relata san Juan! Les otorga su paz. Una paz de verdad. Una paz que podríamos calificar de incontestable. No la paz del compromiso, como es con tanta frecuencia la paz entre los hombres: consecuencia del equilibrio entre fuerzas enfrentadas. No os la doy como la da el mundo, les dice. Porque con el Señor estamos seguros para siempre. La verdad y el bien en Él son eternos, y no hay poder, ni en el mundo ni fuera de él, capaz de vencerle.

    Contemplemos si no a Santa María, nuestra Madre. Nada la aparta de Dios, siendo su esclava, deseando que en Ella se hiciera según su Palabra. Así es Reina del Cielo y de la tierra, de los ángeles y de los hombres, corredentora por su unión a la Pasión de su Hijo; omnipotencia suplicante ante el Creador.


    23.

    Comentario: Rev. D. Francesc Catarineu i Vilageliu (Sabadell-Barcelona, España)

    «Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él»

    Hoy, antes de celebrar la Ascensión y Pentecostés, releemos todavía las palabras del llamado sermón de la Última Cena, en las que debemos ver diversas maneras de presentar un único mensaje, ya que todo brota de la unión de Cristo con el Padre y de la voluntad de Dios de asociarnos a este misterio de amor.

    A Santa Teresita del Niño Jesús un día le ofrecieron diversos regalos para que eligiera, y ella —con una gran decisión aun a pesar de su corta edad— dijo: «Lo elijo todo». Ya de mayor entendió que este elegirlo todo se había de concretar en querer ser el amor en la Iglesia, pues un cuerpo sin amor no tendría sentido. Dios es este misterio de amor, un amor concreto, personal, hecho carne en el Hijo Jesús que llega a darlo todo: Él mismo, su vida y sus hechos son el máximo y más claro mensaje de Dios.

    Es de este amor que lo abarca todo de donde nace la “paz”. Ésta es hoy una palabra añorada: queremos paz y todo son alarmas y violencias. Sólo conseguiremos la paz si nos volvemos hacia Jesús, ya que es Él quien nos la da como fruto de su amor total. Pero no nos la da como el mundo lo hace (cf. Jn 14,27), pues la paz de Jesús no es la quietud y la despreocupación, sino todo lo contrario: la solidaridad que se hace fraternidad, la capacidad de mirarnos y de mirar a los otros con ojos nuevos como hace el Señor, y así perdonarnos. De ahí nace una gran serenidad que nos hace ver las cosas tal como son, y no como aparecen. Siguiendo por este camino llegaremos a ser felices.

    «El Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26). En estos últimos días de Pascua pidamos abrirnos al Espíritu: le hemos recibido al ser bautizados y confirmados, pero es necesario que —como ulterior don— rebrote en nosotros y nos haga llegar allá donde no osaríamos.


    24.La tristeza de una despedida

    Fuente: Catholic.net
    Autor: P . Sergio Córdova

    Reflexión

    Las despedidas son, por lo general, tristes y dolorosas. A todos nos hacen sufrir porque sentimos una honda y extraña división interior. Una parte de nuestro ser se queda allí, en esa tierra de la que partimos, con nuestros amigos y seres queridos; y la otra se viene con nosotros, pero con el corazón lleno de recuerdos, de las alegrías y bellos momentos que compartimos juntos, de nostalgias.. y tal vez también de dolor y de lágrimas.

    Santa Teresa de Jesús nos cuenta en el libro de su “Vida” que, el día en que dejó a su padre y la casa paterna para irse al convento, sintió que se le desconyuntaban los huesos y el alma se le partía en dos. ¡Y si eso les pasa a los santos!…

    Pero Teresa era una mujer de carne y hueso, y con un corazón muy sensible, igual o mucho más que el nuestro. Los santos no son bichos raros o extraterrestres, sino seres humanos como nosotros.

    El mismo Jesús, al hacerse hombre, quiso compartir con nosotros los mismos sentimientos, experiencias y flaquezas de nuestra condición humana. También Él gozó de la dulzura de la amistad, del consuelo del amor y del afecto familiar. También Él sintió el desgarrón de su corazón –sensibilísimo— cuando tuvo que despedirse de su Madre, y dejarla sola, para marcharse de casa a comenzar su vida pública.

    Y experimentó también el mismo dolor y pesar al despedirse de sus discípulos, sus amigos íntimos, antes de su pasión. En el capítulo 13 de su evangelio, nos refiere san Juan con incontenible emoción que “antes de la fiesta de la Pascua, viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1). El “fin” tomado en sentido temporal y en intensidad: “hasta el colmo, hasta el extremo”. Así comienza el evangelista la narración de la Última Cena, su despedida.

    ¿Qué sentimos nosotros cuando estamos en una comida “de despedida”? ¿Cuando, reunida toda la familia y los amigos, al final de la misma tendremos que decir adiós a las personas que nos son más entrañables para marchar lejos, por un tiempo indefinido, y quién sabe hasta cuándo volveremos a verlos, si los vemos? ¿Has tenido alguna experiencia como ésta? Y, ¿qué podríamos decir cuando este adiós es ya para siempre, sin retorno?....

    Escuchemos la confidencia íntima que Juan Ramón Jiménez nos ofrece en este poema: “…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros/ cantando;/ y se quedará mi huerto, con su verde árbol,/ y con su pozo blanco./ Todas las tardes el cielo será azul y plácido;/ y tocarán, como esta tarde están tocando,/ las campanas del campanario./ Se morirán aquellos que me amaron;/ y el pueblo se hará nuevo cada año;/ y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,/ mi espíritu errará, nostálgico.../ Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol/ verde, sin pozo blanco,/ sin cielo azul y plácido.../ Y se quedarán los pájaros cantando…”

    Tal vez nos suene muy nostálico. Pero también esto es una despedida. Al menos, también está compuesta por estos ingredientes, aunque no son los únicos.

    Pues bien, en este Evangelio de hoy también se nos habla de una despedida. Las palabras que hemos escuchado están tomadas del discurso de Jesús en la Última Cena. Es cierto que estamos celebrando ya la Pascua de la resurrección del Señor. Sí. Pero también es verdad que pronto se irá el Señor, de modo definitivo, de la vista de los apóstoles, para subir al cielo. Y tendrá que dejarlos, esta vez sí, ya para siempre. ¿Qué palabras tan entrañables, de cariño y de amistad sincera, tendría que decirles? ¿Cuáles serían sus últimos consejos y recomendaciones?...

    Nuestro Señor se va. Pero se quedará espiritualmente presente entre los suyos por medio de su amor y de su Eucaristía. No obstante, no le parece suficiente, y quiere darnos todavía más. Ya nos dejó el testamento de su amor divino y de su redención, nos dio toda su Sangre preciosa sobre el altar de la cruz, nos regaló a su Madre santísima en el Calvario, nos dejó su Evangelio, fundó su Iglesia y los sacramentos… ¿Qué más podía regalarnos?

    ¡Su Espíritu Santificador! El próximo domingo celebraremos la fiesta de la Ascensión. Y el domingo siguiente vendrá el Espíritu Santo el día de Pentecostés. Así nacerá la Iglesia. Será su solemne “inicio” en el tiempo, y durará hasta el fin del mundo. Por eso, nuestro Señor nos prometió el Espíritu Santo, el Espíritu “que procede del Padre y del Hijo” –como rezamos en el Credo— y que es el amor recíproco entre el Padre y el Hijo, el Amor que es persona divina, la tercera Persona de la Trinidad Santísima.

    Cristo se irá. Se tiene que ir. Es más, nos asegura que “nos conviene que Él se vaya”, porque sólo así podrá venir el Paráclito, el Consolador, “que el Padre enviará en Su nombre. Será Él quien nos lo enseñe todo y nos vaya recordando todo lo que Jesús nos ha dicho”. Gracias al Espíritu Santo existe la Iglesia y los sacramentos. Gracias al Santificador tenemos fe, amor y las demás virtudes, porque “la caridad de Dios ha sido derramada en nosotros por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5, 5).

    Cristo se irá. Sí. Pero se quedará para siempre con nosotros. No sólo en la Iglesia y en la Eucaristía. ¡También dentro de nosotros! Así nos lo prometió Él mismo: “El que me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada”. ¡Qué palabras tan profundamente consoladoras! ¿Existe en alguna parte del universo un amor más grande y más intenso que éste de Dios, que viene incluso a morar dentro de nuestro mismo ser? Tenemos a Dios dentro de nosotros. Entonces, todo está arreglado: ¡adiós soledad, adiós tristeza, adiós lágrimas! ¡Lo tenemos todo! Él está con nosotros, Él nos consuela, Él nos acompaña, Él nos sanará.

    Ojalá vivamos esta verdad fundamental y entrañable de nuestra fe cristiana. ¡Éste es el secreto de nuestra verdadera felicidad!


    25.Hacer morada
    RAUL HASBUN

    "El que me ama guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él". Esta promesa de Jesús comporta un desarrollo y un desenlace.

    La primera fase del desarrollo es amar a Jesús. Para amarlo hay que conocerlo. Y para conocerlo es preciso escucharlo. Él habla en la Iglesia, habla en la Sagrada Escritura, habla en quienes lo encarnan por su sabiduría, su caridad o su dolor, habla en los signos de los tiempos, habla desde el propio corazón, allí donde el Maestro ha instalado su cátedra. Uno que ama a Jesús vive explorando su rostro, buscando su regocijo santo en encontrarlo a Él, que es el tesoro, la perla escondida. Y de este conocimiento va brotando, por su propio peso, el amor a Él. Jesús es tan atractivo, responde de modo tan integral a las aspiraciones del alma humana, es tan Camino, Verdad y Vida, que una vez conocido, siquiera entre semisombras y titubeos, resulta difícil no amarlo. Él mismo dirá, en su oración sacerdotal: "Esta es la vida eterna, Padre, que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú has enviado, Jesucristo" (Juan 17,3).

    La segunda fase es guardar su Palabra. Es la prueba del amor. Esa Palabra suya quedó sintetizada en su gran mandamiento: "Ámense unos a otros tal como Yo los amé". Palabra y mandamiento para guardar en el corazón: como María. De la Virgen-Madre se dice que guardaba en su corazón toda palabra referida a su Hijo. Lo que se guarda en el corazón queda sustraído al poder corrosivo de la polilla y a la amenaza sustractiva del ladrón. El corazón es la caja fuerte del tesoro. Y el tesoro más grande de la tierra es el mismo del cielo: Jesús, Palabra eterna del Padre. El "Ámense unos a otros tal como Yo los amé" exige ser interiorizado, convertido en parte de la propia substancia espiritual. Guardar la Palabra de Jesús implica amar con todo el corazón, todo el tiempo, en toda circunstancia, a toda persona, empezando por uno mismo. Amar a Jesús es amarse a sí mismo, puesto que en Jesús se nos revela y se nos da la perfecta imagen del Hombre que estamos llamados a ser.

    "Mi Padre lo amará", promete Jesús a quien haya satisfecho las dos primeras fases: amarlo, y guardar su Palabra. El Padre que nos amará es Aquel de quien proviene todo ser, el Creador del cosmos, el Providente que hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman (Romanos 8,28), el Rey que en el ajuste de cuentas se mueve a compasión y da por cancelada la deuda de diez mil talentos (Mateo 18,23), el Padre que se ocupa de proveer a sus hijos el alimento y el vestuario, para que no se preocupen ni distraigan de lo único necesario: buscar el Reino de Dios (Mateo 6,25), y que, rico en misericordia, abraza y festeja sin reproche al hijo ingrato que retorna al hogar (Lucas 15,11), el Todopoderoso que, sentado en su trono, enjuga toda lágrima de nuestros ojos, cancela para siempre la muerte y el llanto y la fatiga y decreta: 'el mundo viejo pasó, he aquí que hago nuevas todas las cosas' (Apocalipsis 21,4). Con la creatividad propia del que ama, este Padre dispone para sus hijos un reino cuya belleza no ha sido vista por ojos humanos ni captada por sus oídos ni palpitada en sus corazones (1ra. Corintios 2,9). Tiene reservada una corona de vida para quienes conservan el amor primero y lo cultivan en fidelidad hasta la muerte (Apocalipsis 2, 4 y 10). Al que hace su voluntad, Él no lo deja solo (Juan 8, 29). Su gloria es que sus hijos den mucho fruto (Juan 15,8).

    Ese Padre, en compañía de su Hijo Jesucristo, vendrá a hacer morada en nosotros. Significa quedarse en el corazón. Más que huésped, Señor de la casa interior. Si le digo "estás en tu casa", Él me dice lo mismo: "estás en tu casa". Mi corazón se ha transformado en casa de Dios. Su lámpara es el Cordero. Sus puertas se abren a los cuatro puntos cardinales. De su seno corren torrentes de agua viva. Allí, en nuestro corazón transformado en Templo trinitario, crecerán árboles de la vida que dan fruto todos los meses del año. Y habrá empezado a cumplirse la suprema promesa: "sí, pronto vendré".


    26. CLARETIANOS 2004

     ¡La despedida!

    Cuando nos fue concedido entrar en la Iglesia, ya Jesús se había despedido. Queda -¡es verdad!- todavía, después de tanto tiempo, el aroma de su presencia, el eco y el rumor de sus palabras, la emoción de sus gestos. Pero, en realidad, Jesús hace tiempo que se ha despedido, que nos ha dicho adiós. No es visible en nuestras iglesias. No podemos escuchar su voz, ni sentir su cercanía. Todo nos habla de él, pero a Jesús ya no lo vemos, ni lo oímos, ni lo podemos palpar. ¡Se despidió de nosotros!

    Pero ¿qué significa para Jesús "despedirse"? Fijemos nuestra mirada y nuestra contemplación en la misma "despedida", de la que los evangelios de estos días nos hablan. En ella encontramos algunas claves, que nunca debiéramos olvidar.

    "Os conviene que yo me vaya": Jesús reconoció, en los últimos días de su vida, que "nos convenía" que Él se fuera. Apenas había pasado tres años de misión entre nosotros y ya siente prisas por marchar, por renunciar a su tarea. Hay personas, en cambio, que por fidelidad al encargo recibido "están al pie del cañón" todo el tiempo que sea necesario, que no ponen límites -como a veces se dice- "a la divina providencia".

    Jesús es un personaje extraño: ¡no repite mandato! Precipita su salida. Y habla de su sucesor. Insinúa, incluso, que su permanencia aquí hubiera bloqueado la venida del Espíritu: "os conviene que yo me vaya, si no, no vendrá a vosotros el Espíritu". Jesús es consciente de que sin su presencia los discípulos y discípulas se entristecerán, se acobardarán, tendrán miedo. Pero los anima. Les dice que no hay razones para tal desazón. El Jesús humilde y discreto tiene la convicción de que al irse no nos deja huérfanos: "el Padre es más grande que yo". Si Jesús desaparece, no desaparece el Padre, que seguirá cuidando a sus hijos.

    "Os deberíais alegrar": En su despedida Jesús argumenta desde la lógica del amor: "si me amárais, os alegraríais de que yo vaya al Padre". Quien ama desea a la persona amada "lo mejor". Y lo mejor, con mucho, para Jesús, es encontrarse definitivamente con Aquel que es la pasión de su vida, con el Abbá. Despedirse de Jesús es un acto de amor. Entregar a Jesús en brazos de su Padre, ofrecérselo al Abbá, como María en la presentación, es el mejor acto de amistad hacia Él. Ese es el amor mayor: renunciar a la presencia visible de Jesús para que Jesús se sumerja en el misterio de Dios, sea glorificado.

    "Me voy y vuelvo a vuestro lado": La distancia, que la despedida establece, se transforma paradójica y misteriosamente en nueva venida. El que se va, es, al mismo tiempo el que vuelve. Pedro lo dijo solemnemente en uno de sus primeros discursos pascuales: "El Padre lo ha resucitado y lo ha enviado para bendeciros" (Hech 3,26). Pero esta vuelta es comunitaria, es trinitaria. El Hijo no vuelve solo. Con Jesús viene, ante todo, el Abbá: "a quien me ama, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos morada en él". También el Abbá enviará en nombre de Jesús al Defensor de los suyos, al Espíritu Santo. El Espíritu se derrama abundantemente sobre la Iglesia. La despedida se convierte así en una ausencia de presencia y en una presencia de ausencia. Pablo lo llamará: "el Misterio de Cristo".

    "Jerusalén bajaba del cielo": La venida de Padre, del Espíritu y del Hijo resucitado a nosotros, es presentada en este domingo con otra imagen: la Jerusalén bellísima que baja del cielo. Nuestro Dios es Comunidad y genera una maravillosa comunidad con quienes ya nos precedieron, con todo el pueblo de Dios y sus patriarcas, con el nuevo pueblo de Dios y sus apóstoles, con "los Doce". La venida de Dios a nosotros nunca es un evento meramente privado. Puede ser descrita muy buen con las impactantes imágenes de la llegada a la tierra de una "nueva Jerusalén", engalanada como una novia. Nuestro Dios Trinidad no hace alianza únicamente con un pequeño grupito de personas "muy espirituales", sino que su inhabitación es en la tierra, en la humanidad amiga, en todos aquellos que no se cierran a la hospitalidad, a la acogida. La nueva Jerusalén se nos ofrece cada día. Baja cada día. Por eso, nuestro corazón debería vivir en paz. Es Jesús quien nos la da.

    El primer Concilio en la "vieja Jerusalén": La "ausencia del Señor" se nota. Por eso hay conflictos en la Iglesia. Por eso se hace necesario el discernimiento. La primera lectura, del libro de los Hechos, nos habla hoy de un gran altercado, de una fuerte discusión que tuvo lugar en la Iglesia de Antioquía. En una de las iglesias más abiertas a la misión, a la profecía, se hace presentes "celosos judeo-cristianos" procedentes de la iglesia madre. Quieren "judaizar" aquel cristianismo de frontera: "sin circuncisión no hay salvación", dicen. El Señor Jesús, al parecer calla. Hablará a través del Concilio, es decir, de la reunión de los Hermanos que se escuchan mutuamente y se re-concilian. En Jerusalén se produce este acto de conciliación. Los "hermanos conciliares" -¡observemos que en el texto no se habla de padres y de hijos, de superiores e inferiores!- se sienten unidos en el Espíritu Santo; dejan el protagonismo al Espíritu y unidos a Él deciden y escriben el documento brevísimo que la Iglesia de Antioquía ha de acoger. Ese documento va acompañado de una comisión que le da vida. Con esto se muestra cómo la Iglesia primitiva encontró el camino para acoger la "misteriosa" presencia de su Señor Jesús y suplir de ese modo su ausencia.

    La ausencia visible de Jesús resucitado no es una ausencia absoluta. El Señor se hace presente en el misterio de la santa Trinidad, que viene a nosotros, en el misterio de la nueva Jerusalén que baja a nosotros. Somos iglesia de la Trinidad, iglesia de la nueva Jerusalén. Pero ¡cuidado! Cuando el Señor está ausente algunos pueden intentar "suplantarlo". Otros pueden atentar contra la fraternidad o vivir como si no estuviera y sin contacto con él. Necesitamos reavivar la conciencia de su presencia misteriosa. Abrirnos al misterio y a la experiencia. No olvidemos la advertencia del juicio final: cuanto hicisteis con uno de estos, conmigo lo hicisteis... Pero, si alguien le abre la puerta, vendrá y cenará con Él. Pascua es el tiempo en que se fragua la amistad con el Señor resucitado.

    JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES


    27.

    LECTURAS: HECH. 15, 1-2. 22-29; SAL 66; APOC 21, 10-14. 22-23; JN 14, 23-29.

    EL PARÁCLITO, EL ESPÍRITU SANTO, QUE EL PADRE ENVIARÁ EN MI NOMBRE, LES ENSEÑARÁ TODAS LAS COSAS Y LES RECORDARÁ TODO LO QUE YO LES HE DICHO.

    Comentando la Palabra de Dios

    Hech. 15, 1-2. 22-29. El amor verdadero hacia el Pueblo de Dios nos ha de llevar a preocuparnos por él; a buscar una adecuada solución a sus problemas, de tal manera que jamás se generen divisiones, sino una auténtica convivencia fraterna, que lleve a todos a vivir la alegría cristiana, la cual nace del amor que Dios ha infundido en nuestros corazones. Todos participamos de un mismo Espíritu; Él mantiene la unidad de la Iglesia; a Él debemos escuchar para que nos ayude a entender el Camino de salvación, que Dios nos ha manifestado en Jesús, su Hijo, Salvador y Señor nuestro. Por eso nuestras decisiones pastorales, el anuncio del Evangelio, nuestro servicio a los más desprotegidos, son acciones que no se pueden realizar como si fueran meras iniciativas humanas. El Espíritu de Dios es quien debe impulsar la vida de la Iglesia para que dé solución a sus diversos problemas, para hacer que la salvación llegue a todos y para que nos preocupemos unos de otros como hermanos. Quien no posea al Espíritu de Dios o apague en él sus inspiraciones, lo único que hará será generar divisiones nacidas del anquilosamiento en el propio pensamiento, pensando que sólo uno mismo tiene la razón, mientras los demás están equivocados. Esto es demasiado peligroso, pues puede generar auténticos cismas en la Iglesia. Si tenemos con nosotros el Espíritu Santo, dejémonos conducir por Él.

    Sal. 67 (66). Bendito sea el Señor, Dios nuestro; pues, a pesar de que a Él no se le oculta nuestra propia realidad tiene piedad de nosotros y nos bendice. Él sabe que muchas veces, por desgracia, nos ha dominado la concupiscencia. Pero Dios mismo sabe que nosotros estamos inclinados al mal desde muy pequeños. Él mismo nos ha dicho que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para eso nos ha enviado a su propio Hijo, el cual no vino a juzgarnos ni a condenarnos, sino a buscar y a salvar todo lo que se había perdido. Él nos ha levantado de nuestros pecados, y nos ha destinado para que estemos sentados junto con Él, como coherederos de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre. Dios sea bendito, ahora y siempre, por su gran amor y misericordia para con nosotros. Por eso procuremos que no sólo nosotros, sino el mundo entero, se convierta por su fidelidad amorosa a Dios y por el amor al prójimo, en una continua alabanza del Nombre de nuestro Dios y Padre.

    Apoc. 21, 10-14. 22-23. La Ciudad Santa, la Nueva Jerusalén, la Esposa del Cordero inmaculado, la Iglesia con la que Él se ha desposado, participa de la Gloria del mismo Dios, con quien ha entrado en una verdadera alianza nupcial. Todos estamos llamados a participar de esa santidad, que Dios ofrece a todos, abriendo las puertas de su Iglesia hacia los cuatro puntos cardinales. Quienes ya pertenecemos a esa Comunidad, desposada con Cristo, debemos ya desde ahora ir manifestando con mayor claridad el Rostro resplandeciente de Cristo para todos los pueblos. Por eso, sabiendo que somos pecadores, no debemos dejarnos llenar cada día de mayores tinieblas nacidas de la maldad, sino que hemos de estar en una continua conversión, para poder dar ante el mundo testimonio de la Salvación que nos llega gracias al Misterio Pascual de Cristo. Seamos pues, conforme al mandato de Cristo, luz que ilumine a todas las naciones, pues la Iglesia es el regalo que Dios da al mundo para que, por medio de ella, unida a su Señor, el mundo encuentre el camino que le conduzca a la salvación y a su perfección en Cristo Jesús, el único mediante el cual podemos hacer nuestro el perdón que nos viene de Dios y la Vida eterna.

    Jn. 14, 23-29. Amar a Dios y dejarse amar por Él nos lleva a ser fieles a sus mandatos y enseñanzas, mediante los cuales Él nos quiere conservar en el camino de la vida, hasta que lleguemos a la perfección en Él. Dios, uno y trino, habita en el corazón del creyente y le convierte en un signo de su amor, de su salvación y de su poder creador, haciéndonos criaturas nuevas en Cristo Jesús. Quien tenga a Dios consigo mismo vivirá constantemente en paz, pues Dios estará siempre con Él, aún en los momentos más difíciles. El Señor nos pide no perder esa paz, lo cual equivale a pedirnos que conservemos en nosotros la presencia de Dios; que no cerremos las puertas de nuestra vida a su oferta de amor y de salvación, a su invitación a convertirnos en el lugar donde Él habite como en un templo (shekinah) para que desde nosotros Él continúe estando presente, con todo su amor y con todo su poder salvador, en el mundo. La Iglesia, por tanto, es la responsable de hacer que el Señor continúe amando, perdonando, salvando, santificando, sirviendo al hombre de todos los tiempos y lugares, pues es por medio nuestro como el Señor, mediante el signo concreto y sacramental de su Esposa, la Iglesia, continúa y continuará presente en el mundo hasta el final del tiempo.

    La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

    Mediante la Eucaristía, Memorial de la Pascua de Cristo, entramos en comunión de Vida con la Palabra, que se ha encarnado en el mundo para salvarlo. Por tanto, no sólo venimos a un momento de adoración, sino a hacer nuestra la misma Misión salvadora del Enviado del Padre. Él nos comunica su Espíritu Santo para que sea el que nos conduzca en el servicio de salvación que hemos de dar a todos los pueblos de la tierra. La Esposa del Cordero inmaculado debe reconocer su propia fragilidad mientras va de camino por este mundo; y debe saber que sólo en Cristo Jesús encuentra el camino de su propia purificación, no sólo para ser una digna esposa de Cristo, sino para ser un regalo digno, de amor y de salvación para el mundo. Abramos nuestra vida al Señor; que Él habite en nosotros y nos vaya transformando en un signo cada vez más claro de su amor salvador para todos. Sólo entonces tendrá sentido participar de la Eucaristía, mediante la cual unimos nuestra vida a Cristo y hacemos nuestro su compromiso de buscar y de salvar todo lo que se había perdido.

    La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

    Debemos estar abiertos a las inspiraciones del Espíritu Santo, que guía a la Iglesia. No podemos quedarnos en una Iglesia con tradiciones, a las que tal vez queramos darles una importancia que no tienen. La salvación nos viene de Cristo, y las manifestaciones de fe pueden ser muy distintas en cada tiempo, pueblo y cultura. Por eso no podemos propiciar un colonialismo religioso, queriendo imponer a los demás nuestra forma de dar culto al Señor. La inculturación del Evangelio nos debe llevar a abrir los ojos para conducir a todos los pueblos desde sus propias culturas para que, purificados de todos aquellos elementos que se oponen al Evangelio, al amor de Dios y al amor del prójimo, puedan encaminarse a la salvación que Dios nos ofrece a todos. El Espíritu Santo no puede cerrar las puertas de su Iglesia en ninguna dirección de los diversos puntos cardinales de nuestro mundo. Dios quiere hacer su morada en todo hombre de buena voluntad. Él quiere salvarnos a todos. No hagamos de nuestra Iglesia una comunidad cerrada, exclusiva para algún grupo; Dios nos quiere fraternalmente unidos. No nos convirtamos en motivo de odio ni de división para nadie. Busquemos más bien que todos vayan al encuentro de Dios desde su propia realidad, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a quien escuchamos desde aquellos que son el signo de unidad entre nosotros, los sucesores de los apóstoles: El Papa y los Obispos.

    Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser una digna morada de Dios para que, como Iglesia, podamos trabajar constantemente para que todos se unan a Cristo y, mediante Él, puedan lograr algún día disfrutar, junto con nosotros, de las Moradas eternas en la Gloria del Padre. Amén.

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    28.La paz total del corazón sólo es posible confiando en Dios, reconoce el predicador del Papa
    Comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap., al evangelio dominical

    ROMA, viernes, 11 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia de este domingo, VI de Pascua.

    * * *

    Mi paz os doy

    VI Domingo de Pascua
    Hechos 15, 1-2.22-29; Apocalipsis 21, 10-14.22-23; Juan 14, 23-29

    «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo os la doy a vosotros». ¿De qué paz habla Jesús en este pasaje del Evangelio? No de la paz externa que consiste en la ausencia de guerras y conflictos entre personas o naciones diversas. En otras ocasiones Él habla también de esta paz, por ejemplo cuando dice: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios». Aquí habla de otra paz, la interior, del corazón, de la persona consigo misma y con Dios. Se comprende por lo que añade inmediatamente: «No se turbe vuestro corazón ni tenga temor». Ésta es la paz fundamental sin la cual no existe ninguna otra paz. Miles de millones de gotas de agua sucia no forman un mar limpio, y miles de millones de corazones inquietos no componen una humanidad en paz.

    La palabra utilizada por Jesús es shalom. Con ella los judíos se saludaban, y todavía se saludan entre sí; con ella saludó Él mismo a los discípulos la tarde de Pascua y con ella ordena saludar a la gente: «En cualquier casa que entréis, decid antes: la Paz a esta casa» (Lc 10, 5-6).

    Debimos partir de la Biblia para entender el sentido de la paz que da Cristo. En la Biblia shalom dice más que la sencilla ausencia de guerras y desórdenes. Indica positivamente bienestar, reposo, seguridad, éxito, gloria. La Escritura habla incluso de la «paz de Dios» (Flp 4,7) y del «Dios de la paz» (Rm 15,32). Paz no indica, por lo tanto, sólo lo que Dios da , sino también lo que Dios es. En un himno suyo, la Iglesia llama a la Trinidad «océano de paz».

    Esto nos dice que esa paz del corazón que todos deseamos no se puede obtener nunca total y establemente sin Dios, fuera de Él. Dante Alighieri sintetizó todo esto en ese verso que algunos consideran el más bello de toda la Divina Comedia: «En su voluntad está nuestra paz».

    Jesús da a entender qué se opone a esta paz: la turbación, el ansia, el miedo: «No se turbe vuestro corazón». ¡Qué fácil es decirlo!, objetará alguno. ¿Cómo aplacar la ansiedad, la inquietud, el nerviosismo que nos devora a todos y nos impide disfrutar de un poco de paz? Hay quienes por temperamento están más expuestos a estas cosas. Si existe un peligro, lo agrandan; si hay una dificultad, la multiplican por cien. Todo se convierte en motivo de ansiedad.

    El Evangelio no promete una panacea para estos males; en cierta medida, forman parte de nuestra condición humana, expuestos como estamos a fuerzas y amenazas mucho mayores que nosotros. Pero indica un remedio. El capítulo del que procede el pasaje del evangelio dominical empieza así: «No se turbe vuestro corazón. Tened fe en Dios y tened fe también en mí» (Jn 14,1). El remedio es la confianza en Dios.

    Tras la última guerra, se publicó un libro titulado Las últimas catas de Estalingrado. Eran cartas de soldados alemanes prisioneros en la bolsa de Estalingrado, despachadas en el último envío antes del ataque final del ejército ruso en el que todos perecieron. En una de estas cartas, reencontradas acabada la guerra, un joven soldado escribía a sus padres: «No tengo miedo de la muerte. ¡Mi fe me da esta bella seguridad!».

    Ahora sabemos qué nos deseamos recíprocamente cuando, estrechándonos la mano, intercambiamos en la Misa el deseo de la paz. Nos deseamos el uno al otro bienestar, salud, buenas relaciones con Dios, con uno mismo y con los demás. En resumen, tener el corazón lleno de la «paz de Cristo que sobrepasa todo entendimiento».

    [Traducción del original italiano realizada por Zenit]