32 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO V DE PASCUA
21-32

 

21.

Los seguidores de Jesús fueron asimilando poco a poco que él verdaderamente estaba vivo. Lo que antes les parecía una irrealidad y era motivo de dudas y de temor, con el correr del tiempo se les fue aclarando y se fueron convenciendo desde dentro, de que Jesús vivía en medio de ellos porque eran capaces de comprometerse a trabajar por la gente de su tiempo y porque habían cambiado sus vidas hasta el punto de ser personas nuevas y llenas de entusiasmo y de vida capaces de entregarse completamente aquellos a quienes se dirigía su predicación.

La predicación de los Apóstoles apuntaba a animar a los discípulos que habían abrazado la fe en el resucitado y recordarles que el Reino de Dios es una exigencia constante y seria, y que así como es una realidad traída por Dios e inaugurada con la vida de Jesús, también exige compromiso de radicalidad y de transformación por parte de los que lo reciben como proyecto real de vida. Con Jesucristo llega el Reino de Dios, pero llegará a su consumación en la Parusía. Por eso los cristianos, desde el tiempo del primer anuncio, pedían al Padre, como lo hace la Iglesia hoy, con la misma oración que Jesús enseñó: "venga tu Reino a nosotros" (Mt 6, 9ss).

La idea que nos presenta el libro del Apocalipsis es la recreación de la obra de Dios. Dios según las páginas del Génesis creó un mundo bueno, una tierra posible de ser habitada y un cielo bajo el que todos los seres eran iguales en dignidad, en derechos y deberes. Pero poco a poco el ser humano que se dejó carcomer el corazón por el odio, y por egoísmo acaparó los recursos naturales. Unos sometieron a otros hasta empobrecer a muchos y generar el caos sobre la tierra. Por eso desde el anuncio de los profetas se proclamaba la creación de "un cielo nuevo y de una tierra nueva" (Is 65, 17), ya que la obra de Dios había sido degenerada por los mismos hombres y mujeres que dañaron su interior y comenzaron a ser causa de muerte y de desigualdad.

El vidente del libro del Apocalipsis ve consumada la palabra que en el pasado pronunciara el profeta Isaías: ve cómo Dios recrea el cielo y la tierra y hace posible que los hombres y las mujeres lo acepten en esa realidad mesiánica llamada Reino de Dios. Este Reino que Jesús anunció durante su vida y que sus primeros seguidores asumieron no es exclusividad de los circuncidados: es para todo aquel que está a favor de Dios, del Dios de la vida, de la justicia y de la paz.

El Mundo Nuevo instaurado por Jesús resucitado para siempre, tendrá como base fundamental el amor, amor que supera todas las fronteras y que posibilita la armonía y la verdadera convivencia en torno a Dios, que es su fundamento.

El amor entonces será la señal máxima de la vida en la nueva tierra y en el nuevo cielo, y así cumpliremos el encargo dado por Jesús de amarnos unos a otros». Por ese amor conocerán a sus seguidores en todo el mundo.

Cuantas veces amemos de verdad, sin interés y sin limitaciones, estamos dando muestras mínima de como será la realidad de vida en el Reino de Dios. Entonces que también a nosotros nos reconozcan como verdaderos Cristianos en la capacidad de amar.

Para la reunión de la comunidad o del círculo bíblico

-La ciudad Santa, la nueva Jerusalén, descendía del cielo, en la visión de Juan que hoy leemos como segunda lectura. El cielo nuevo y la tierra nueva, ¿son un don gratuito e inmerecido de Dios, un fruto de nuestra responsabilidad, o las dos cosas a la vez? ¿Cómo relacionar correctamente ambas dimensiones [escatología e historia]?

Para la conversión personal

-Este es mi mandamiento: ¿He puesto en el centro de mi vida el Amor?

-Como Yo les he amado: ¿Tengo a Jesús como modelo y medida a alcanzar en mi progreso en el amor?

Para la oración de los fieles

-Para que el mandamiento del amor sea efectivamente la ley universal en la Iglesia, por encima de todos los cánones, reglamentaciones o tradiciones, roguemos al Señor...

-Para que el amor fraterno, la acogida, la tolerancia, y muchas otras formas del amor sean hoy "la señal por la que conocerán que somos discípulos" de Jesús...

-Para que "el cielo nuevo y la tierra nueva" sigan siendo el ideal y la utopía de nuestro compromiso cristiano...

-Para que no deje de haber mística y utopía en nuestra sociedad, y para que los cristianos aporten lo mejor de su mística, la utopía del Reino que anunció Jesús...

-Para que se extienda en la Iglesia, cada vez más, una conciencia ecuménica y abierta a todos los pueblos, culturas y religiones, de forma que los cristianos colaboremos humildemente

Oración comunitaria

Dios Padre nuestro que, por medio de Jesús, has dado por ley a tu pueblo santo el nuevo mandato de amar como Cristo nos amó a nosotros; haznos a todos los cristianos testimonios vivos de ese mismo amor, para que lo difundamos a todo el universo. Por el mismo J.N.S.

SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO


22.

EL MANDAMIENTO NUEVO

1. Cumplido el primer viaje apostólico de San Pablo con Bernabé, llegan a Antioquía, en donde habían recibido la misión del Espíritu, mediante la oración, el ayuno y el envío de la comunidad. En las familias recientes han ido dejando el mensaje de "que hay que pasar mucho para entrar en el reino de los cielos". Aparte de las luchas interiores para mantener la relación con el Señor, convertido ya en Señor de sus vidas, comunes a todos los fieles, ellos, como miembros y comunidades nuevas sin arraigo todavía, serán más zarandeados. Pero la fuerza del Espíritu también será mayor. El niño recién nacido, precisa más cuidados de la madre, y los tiene. Han orado en las comunidades, y han ayunado juntos y les han dejado una elemental organización.

2. Pablo y Bernabé se presentan a los ojos de los nuevos retoños de la Iglesia, primicia de la gentilidad, como modelos de la magnanimidad, paciencia y valentía cristianas, por su arriesgado vivir y entusiasmo emprendedor, tan alejado, a veces, de la pusilanimidad de los cristianos instalados confortablemente, puntillosos y susceptibles, incapaces de emprender cualquier actividad o destino que les suponga tener que renunciar a sus manías de perder la salud, o temerosos de acortar su vida, que les empequeñece las capacidades creativas y de iniciativa. La intrepidez de la fe de aquellos, debe ser un acicate para la enfermiza fe de los actuales, que parece ignorar que nuestras vidas están en las manos de Dios.

3. Reunida la comunidad de Antioquía, recibe a los misioneros, que cuentan sus experiencias y cómo han palpado la acción del Espíritu Santo con su providencia en aquella primera misión extramuros del judaísmo Hechos 14, 20.

4. Pablo y Bernabé, llenos del gozo del Espíritu, contaron a los fieles de Antioquía "las hazañas de Dios y la gloria y majestad de su reinado", que se había manifestado bendiciendo los trabajos que ellos, por obediencia a la comunidad, habían comenzado y desarrollado Salmo 144.

5. Pero, ¿cuál fue el principio vital y dinamizador que puso en marcha a estos evangelizadores, y que les sostuvo en medio de pruebas tan diversas y de persecuciones tan encarnizadas? La tarde del Jueves Santo, durante la cena, después de lavar los pies a sus discípulos, hubo un momento en que Jesús se sintió profundamente conmovido, y anunció que uno de ellos le iba a traicionar. Cuando Judas hubo salido, a pesar de la tristeza que había penetrado en el corazón de todos por la predicción de Jesús, quedó aliviada la tensión, y se intensificó el clima de intimidad, que Jesús acrecienta, al dirigirse a sus amigos llamándoles: "hijitos míos". Quizá no lo había hecho nunca.

6. La intensidad del momento es máxima, e inmensa su densidad. Está hablando un hombre condenado a muerte, horas antes de ser ajusticiado. Las palabras que está diciendo deben de ser muy importantes y trascendentales: "Ahora es glorificado el Hijo del Hombre y Dios es también glorificado en él". Nosotros hubiéramos pensado: Ya está bien de ocultamiento, de espera, de méritos no reconocidos; se le va a hacer justicia reconociendo su valía y colmándolo de honores.

7. Jesús piensa de otra manera: La glorificación coincide con el último acto de rechazo de los suyos, con la humillación máxima, la traición de Judas. Porque la crucifixión y muerte constituyen el primer acto de todo lo que viene después: Crucifixión, muerte, resurrección, Iglesia penetrada del Espíritu, todo forma una unidad para que el hombre llegue a Dios. La gloria de Jesús es la gloria del Padre: Están unidos los dos con un lazo eterno y su voluntad humana está vitalmente identificada con la del Padre. Dentro de unos momentos en la oración del huerto, le dirá: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).

8. Pero ¿cuál es la voluntad del Padre? La voluntad del Padre es que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). ¿Por qué? Porque los ama infinitamente y no quiere que ni uno solo se pierda. La salvación de los hombres es la voluntad del Padre. Esa es también su gloria. Por eso, en aquel momento en que Judas ha salido para hacer lo que tenía que hacer, "hazlo cuanto antes" (Jn 13,21), es glorificado Dios y el Hijo del Hombre. Lucas manifiesta también la premura de celebrar la pascua que acucia el corazón de Cristo: "Vivamente he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir" (Lc 22,14). Y en la misma atmósfera de ternura, el mandato del amor, su testamento: "Os doy un mandamiento nuevo: amaos unos a otros como yo os he amado" Juan 13, 31. Ese es el secreto que urgió a entregarse a los Apóstoles.

9. ¿Dónde está la novedad de ese amor? Todo israelita sabía que el amor a Dios y al prójimo eran el primero y el segundo mandamiento de la ley, por lo tanto no es éste el amor nuevo. La novedad de este amor es la identidad con el amor de Jesús, que va entregar su vida por amor al Padre y a los hermanos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). "Nadie me quita la vida, sino que la doy yo por mí mismo... Ese es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10,18). "Como el Padre me ha amado así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor" (Jn 15,9). Ya no es el "amarás como a ti mismo", sino "como yo os he amado". Ahí radica la novedad del mandamiento "nuevo". A veces lo vemos tan nuevo que parece sin estrenar.

10. Ese amor nuevo inaugura una comunicación de amor del hombre con Dios, como la que se da entre el Hijo y el Padre y es sacramento que presencializa el amor existente entre el Padre y el Hijo. Y este amor nuevo engendra el mundo nuevo, de gracia, de santidad y de vida. El mundo de Dios, cuya ley es la ley del amor: "Ví un cielo nuevo y una tierra nueva. El primer mundo ha pasado. Ahora hago el universo nuevo" Apocalipsis 21, 1. Para un mundo nuevo, un mandamiento nuevo. Un mundo nuevo, no con edificaciones nuevas, casas nuevas, palacios nuevos, sino un mundo nuevo, cuya ley es el amor, dice el Concilio. Pero como las edificaciones del mundo viejo estaban construidas en el egoismo, hay que derribar eso viejo para que lo nuevo, el amor, pueda levantarse y brillar y actuar. San Pablo canta las excelencias de ese amor: "Es paciente", y para serlo, es necesario vencer la impaciencia, que nace del orgullo. "No es envidioso, no se jacta, no se engríe, no ofende, no busca el interés propio, no se irrita, no lleva cuentas del mal. Todo lo comprende, y perdona, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera" (1 Cor 13,4). Es necesario ser educados para el amor, que no brota de nuestro natural. El amor se nos infunde. Dios es amor y nos ama y nos deja la semilla del amor, que hemos de cuidar y hacerla crecer y fomentarla siguiendo los ejemplos de Cristo: "Amaos como yo os he amado". Entregaos unos a otros como yo me entrego por vosotros.

Amor nuevo, que inaugura la era de Jesús, la civilización del amor en que "las tinieblas han dado paso a la luz verdadera" (1 Jn 2,8). Y tal es la novedad y la categoría de este amor que él será el carnet de identidad de los discípulos: "La señal por la que conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros".

11. Desde esta hora gloriosa y tremenda en que Jesús pronunció este mandamiento y por los siglos, el mundo ha sido penetrado por la inundación de este amor. A través de la historia, mártires como Esteban, como Maximiliano Kolbe, como Teresa de Calcuta, Teresa del Niño Jesús y tantos innominados, han testimoniado con su sangre o con sus vidas el amor nuevo, con que eran reconocidos los primeros cristianos, de los que los paganos decían: "Mirad cómo se aman". Amor que no es ni simpatía, ni altruísmo, ni filantropismo, sino amor teologal participado del amor con que el Hijo ama al Padre, y el Padre ama al Hijo, con el Espíritu Santo por medio. Con el amor con que se entrega cada Persona a la otra, estamos llamados a amarnos unos a otros, como Cristo nos ha amado. Es la tarea más revolucionaria que ningún hombre puede emprender. La única que es capaz de cambiar el mundo de raiz.

12. Ese es el amor cuyo manantial es la propia carne y sangre del Redentor, que participamos en el banquete eucarístico.

J. MARTI-BALLESTER


23. DOMINICOS 2004

Palabras corrompidas por el uso. Es una de las frases que recoge la letra de una canción de un grupo pop español. Y es verdad. Cuántas palabras tan usadas en nuestra vida, se quedan cortas, o reflejan ambigüedad al expresar una idea o sentimiento. Unas veces la causa es la moda, otras el descuido y a veces la intención de expresar con una misma palabra variedad de cosas que no llegan a colmar su sentido original.

Del evangelio de hoy, una palabra resalta como ninguna otra. Es la palabra amor. “Amaos unos a otros”, nos pone Juan en boca de Jesús.

Los sentimientos más puros se nos vienen a la mente cuando pensamos en el amor. El amor sin límite de la madre, el amor compartido entre los esposos, al amor consagrado en dar la vida a los demás, el amor simple y espontáneo vivido en la amistad,… Por el contrario, amor es también una palabra corrompida por el uso, o incluso por el abuso, de querer enmascarar en ella demasiadas cosas que, puestos a pensar, pueden no tener mucho que ver con su sentido original.

El domingo anterior nos planteábamos si, en verdad, Jesús era nuestro buen pastor. Hoy una pista nos sale al camino, un mandamiento nuevo… “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado”.

Este domingo, bien avanzado el tiempo de Pascua, podríamos dedicarnos a desvelar cual es la novedad de este mandamiento que Jesús nos hace.


Comentario Bíblico
Resurrección es amarse como hermanos


Iª Lectura: Hechos (14,21-27): La Iglesia, comunión de comunidades
I.1. Esta es la descripción del primer viaje apostólico en que Lucas ha resumido la actividad misionera de la comunidad de Antioquía, y de Pablo más concretamente. Durante este primer viaje apostólico se nos presenta a Pablo y a Bernabé trabajando denodadamente por hacer presente el Reino de Dios en ciudades importantes de Cilicia, y de la provincia romana de la Capadocia, al sur de Turquía. En realidad deberíamos tener muy presente los cc. 13-14 de los Hechos, que forman una unidad particular de esta misión tan concreta. Son dignos de destacar los elementos y perfiles de esta tarea, que implica a todos los cristianos, que por el hecho de serlo, están llamados a la misión evangelizadora. Resalta el coraje para anunciar la palabra de Dios y el exhortar a perseverar en la fe. Todo se ha preparado con cuidado, la comunidad ha participado en la elección y, por lo mismo, es la comunidad la que está implicada en esta evangelización en el mundo pagano. Está a punto de terminar el primer viaje apostólico con el que Lucas ha querido resumir una primera etapa de la comunidad primitiva.

I.2. Jerusalén, de alguna manera, había quedado a la espera de este primer ciclo en que ya los primeros paganos se adhieren a la nueva fe. Y es la comunidad de Antioquía, donde los discípulos reciben un nombre nuevo, el de cristianos, la que se ha empeñado, con acierto profético, en abrirse a todo el mundo, a todos los hombres, como Jesús les había pedido a los apóstoles (Hch 1,8). La iniciativa, pues, la lleva la comunidad de Antioquía de Siria, no la de Jerusalén. Pero en definitiva es la “comunidad cristiana” quien está en el tajo de la misión. Ya sabemos que algunos de Jerusalén, ni siquiera veían con buenos ojos estas iniciativas, porque parecían demasiado arriesgadas.

I.3. No obstante, no se debe olvidar el gran protagonista de todo esto: el Espíritu, que se encarga de abrir caminos. Por eso, si no es Jerusalén y los Doce, será Antioquía y los nuevos “apóstoles” quienes cumplirán las palabras del “resucitado”: ¿por qué? porque el mensaje no puede encadenarse al miedo de algunos. En esas ciudades evangelizadas, algunos judíos y sinagogas no aceptarán a éstos con su doctrina, porque todavía pensaban que eran judíos. Pero ni siquiera en la comunidad cristiana de Jerusalén, por parte de algunos, se aprobarán estas iniciativas. Es más, al final de este “viaje” habrá que “sentarse” a hablar y discernir qué es lo que Dios quiere de los suyos. La asamblea de Jerusalén está esperando (Hch 15).



IIª Lectura : Apocalipsis (21,1-5): En Dios, todo será nuevo
II.1. Esta es una lectura grandiosa, porque es una lectura típica de este género literario. Leemos, pues, un texto que tiene todas las connotaciones de la ideología apocalíptica. Supone toda la poesía de lo utópico y de lo maravilloso. En realidad es algo idílico, no puede ser de otra manera para el “vidente” de Patmos, como para todos los videntes del mundo. Jerusalén, lugar de la presencia de Dios para la religión judía alcanza aquí el cenit de lo que ni siquiera David había soñado cuando conquistó la ciudad a los jebuseos. Todo pasará, hasta lo más sagrado. Porque se anuncia una ciudad nueva, un tabernáculo nuevo, en definitiva una “presencia” nueva de Dios con la humanidad.

II.2. Un cielo nuevo y una tierra nueva, de la que desciende una nueva Jerusalén, que representa la ciudad de la paz y la justicia, de la felicidad, en la línea de muchos profetas del Antiguo Testamento. Se nos quiere presentar a la Iglesia como el nuevo pueblo de Dios, en la figura de la esposa amada, ya no amenazada por guerras y hambre. Es el idilio de lo que Pablo y Bernabé recomendaban: hay que pasar mucho para llegar al Reino de Dios. Dios hará nueva todas las cosas, pero sin que sea necesario dramatizar todos los momentos de nuestra vida. Es verdad que para ser felices es necesario renuncias y luchas. El evangelio nos dará la clave.



III. Evangelio: (13,31-35): La batalla del amor
III.1. Estamos, en el evangelio de Juan, en la última cena de Jesús. Ese es el marco de este discurso de despedida, testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús, no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se conocían las palabras eucarísticas en los otros evangelistas. Precisamente las del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los indicios de tragedia.

III.2. La salida de Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús joánico. ¡No!, no es tragedia todo lo que se va a desencadenar, sino el prodigio del amor consumado con que todo había comenzado (Jn 13,1). Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura “glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello, ensañarse en la pasión y la crueldad de su sufrimiento no hubiera llevado a ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre, Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.

III.3. Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar, tenía que preparar a los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es amarse los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


Los astros alineados.

Cualquier persona que lea un periódico -el de hoy, mismo, el de ayer, o, probablemente el de mañana- a poca sensibilidad que tenga, sentirá angustia ante el panorama que dibujan las noticias: guerras, terrorismos, violencia doméstica, hambrunas… Pobreza e injusticia hasta niveles que nos desbordan y que, a veces, nos hacen caer en el peor de los pesimismos y pensar que lo que le sucede a este mundo no tiene solución. La tentación de cerrar el periódico y no abrirlo más no es pequeña.

En la palabra de este domingo, el libro del Apocalipsis también nos habla del mundo, al igual que nos habla del cielo. Nos plantea dos mundos muy distintos: un mundo y un cielo primero que tiende a desaparecer y, un mundo y un cielo nuevo que están por llegar. Es fácil establecer paralelismos entre el primero y el mundo actual; y también es fácil desear ese nuevo mundo y cielo que están en camino. Es tan ilusionante esta nueva perspectiva del mundo que, ahora, la tentación es ponerse a esperar, aferrándose al deseo de que cuanto antes llegue mejor.

Este último verano, junto a otros cuatro amigos, tuvimos la posibilidad de viajar a un país lejano. Lejano en distancia; lejano en cultura; lejano en la situación política, económica y social; lejano en la perspectiva de tener la calidad y la dignidad en la vida a la que nosotros estamos acostumbrados. Vimos situaciones duras y difíciles de asimilar que nos han hecho sentir, en cierto modo, injustamente afortunados. Esa situación de dificultad, de pobreza y de injusticia es un caldo de cultivo para quien se aprovecha de ella, para quien la perpetúa y para el que –en definitiva- no hace nada por mejorarla, sino, por el contrario, la empeora.

Pero también hemos visto que esa misma situación ha sido fermento para otras personas que no se han conformado, que se han puesto en camino y que trabajan para que esa situación mejore. Tuvimos oportunidad de colaborar en proyectos desde lo que somos como personas y profesionales. Y al final nos queda la sensación de que existe un rayo de esperanza; débil, humilde,… pero real.

Trabajar con los dominicos y dominicas de allá, convivir con las gentes de aquel país y compartir su fe nos hizo participes, en primera persona, de su esperanza. Hablando de este tema allí, una de las chicas que formaba parte de nuestro grupo decía que sentir este rayo de esperanza “era como sentir que los astros se alineaban”.

A la hora de emprender el viaje de vuelta, pensamos que situaciones como la que vivimos allí, también se dan en cada una de nuestras comunidades cristianas. El trabajo en parroquias, colegios, hospitales, cárceles,… nos pasa a veces inadvertido porque estamos demasiado inmersos en estos proyectos, demasiado ocupados por seguir avanzando; porque el trabajo que queda por hacer es grande. Pero no debemos ser ajenos a que en nuestro entorno y cada día,… “los astros se alinean”.

No debemos dejar de abrir el periódico ni caer en el pesimismo de pensar que nuestro mundo no tiene solución. El nuevo mundo y el nuevo cielo, de los que nos habla el libro del Apocalipsis y que se manifestarán de una manera total en una vida futura, están llegando aquí y ahora en cada uno de nosotros y en cada una de nuestras acciones, pese a nuestros fallos y a nuestras limitaciones.



¿Qué nos hemos dejado por el camino?

Si miramos al pasado en nuestras propias vidas, seguro que todos reconocemos momentos en los que, de alguna manera, sentimos que nuestra vida estaba íntimamente ligada a nuestra fe: en algún voluntariado, en la parroquia, en el trabajo,… Sin quererlo, aquellas experiencias de fe fueron delimitando la línea de nuestra vida como creyentes e hicieron que ésta se transformara y que optáramos entre distintas cosas.

En ocasiones, estas vivencias han sido tan fuertes y tan plenas que no nos hemos dado cuenta de todo aquello que hemos dejado en el camino: pasar más tiempo con los amigos o la familia, disponer de más tiempo de ocio y de descanso, haber conseguido mejores notas o haber promocionado más rápido en nuestros trabajos… Sin embargo aquellas decisiones que -de manera más o menos conscientes- tomamos, nos han traído a lo que hoy somos.

Y aunque el refranero castellano nos dice: “Agua pasada no mueve molino”, no cabe la menor duda de que si algo bueno tiene el pasado es que nos sitúa en el presente, nos hace aprender de la experiencia y nos pone en disposición de afrontar el futuro

La experiencia de Pablo y Bernabé, que nos presenta el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, en confrontación con nuestra propia vida, no nos es ajena; pero nos recuerda que la opción por el Reino de Dios no es una opción fácil. Es una llamada en a perseverar en nuestra fe, a saber qué quiere Dios de nosotros, a estar dispuestos a implicarnos, a renunciar a determinadas cosas,... En la opción por el Reino de Dios no cabe el masoquismo; sino que es precisamente por ese reino que da respuesta a nuestras expectativas, por el que decidimos actuar de determinada manera, renunciar a determinadas cosas e implicarnos con los demás.

Ojalá que en el futuro podamos mirar hacia atrás y, como Pablo y Bernabé, celebrar en comunidad, que Dios ha hecho, por medio de nosotros, muchas cosas.



Un mandamiento, una novedad

Un mundo y un cielo nuevo, un primer mundo que está pasando; la morada de Dios con los hombres. No habrá muerte; no habrá luto, ni llanto, ni dolor. Una afirmación: “Todo lo hago nuevo”.

Una opción por el Reino de Dios. Ofertada en la vida de Jesús. El envío, con la gracia de Dios, a cumplir la misión. Orar, ayunar, encomendarse a Dios,… porque hay que pasar mucho para entrar en el Reino de Dios.

La palabra de hoy pasa desde la mística más elevada a la realidad más cotidiana; ésta, a su vez, nos devuelve a la primera. Confrontar la imagen del libro de Apocalipsis con la experiencia de los Hechos de los Apóstoles nos puede hacer sacar conclusiones para nuestra vida.

Al final, cuando la muerte de Jesús está cada vez más cerca,… un mandamiento nuevo: “que os améis los unos a los otros como yo os he amado”.

Un mandamiento, no en lo imperativo, sino en lo necesario; en lo que es, porque no podría ser de otra manera.

Una novedad. El Reino de Dios, lo que Dios quiere de y para nosotros, gira en torno a la capacidad que tengamos de amarnos. De amarnos, no de cualquier manera, sino como él nos ama.

Sentir el amor de Dios en nuestra vida para amar a los demás de igual manera, porque no concebimos ni nuestra vida ni nuestra fe desde otra posibilidad.

Da que pensar ¿verdad? Nosotros aquí lo dejamos


Lola Bueno López
lbl@dominicos.org

Nacho Peiro Alba
npa@dominicos.org

Movimiento Juvenil Dominicano


24.

NEXO ENTRE LAS LECTURAS

La Iglesia nace de la Pascua. En este domingo los textos litúrgicos pueden concentrarse en torno al tema de la Iglesia. Ante todo, en el Evangelio se nos ofrece la caridad como sustancia de la Iglesia: "En eso conocerán que sois mis discípulos". Esta Iglesia, amor y comunión, se realiza históricamente en las pequeñas comunidades de los orígenes cristianos, por ejemplo, en las comunidades fundadas por Pablo y Bernabé durante su primer viaje misionero (primera lectura). Esta Iglesia histórica es reflejo, a la vez que impulso, hacia la Iglesia eterna, morada definitiva y sin término de Dios entre los hombres (segunda lectura).


MENSAJE DOCTRINAL

1. La caridad, sustancia de la Iglesia. En esto conocerán que sois mis discípulos: "si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13,35). Al decir discípulos no se refiere a cada uno individualmente, sino en cuanto comunidad de los que siguen a Jesús y sus enseñanzas, es decir, en cuanto Iglesia. Jesús, en esta hora suprema en que nos deja Su Testamento antes de morir, no dice: "Conocerán que sois mis discípulos, si vivís pobres o si sois obedientes, si habéis aprendido bien todas mis enseñanzas o si sois capaces de predicar mi Evangelio". Son todas cosas necesarias, pero no coinciden con la sustancia, con la quintaesencia de la Iglesia. Ésta es solamente la caridad. Por eso, podría definirse a la Iglesia como "la comunidad de los que se aman, como Cristo los ha amado". Cristo nos ha amado hasta dar su vida para que nosotros tengamos vida. Cristo nos ha amado hasta hacernos partícipes del mismo amor que existe entre el Padre y el Hijo. Cristo nos ha amado hasta hacerse esclavo y lavar los pies a los suyos, para que conociésemos bien que el amor, la autoridad entre sus discípulos, es fundamentalmente servicio. Si por encima de la caridad, o peor todavía, al margen de ella, se ponen otros valores en la vida diaria de la Iglesia, habrá que concluir que no estamos tocando el corazón de la Iglesia.

2. Una Iglesia en la historia. Después de Pentecostés los discípulos comenzaron a fundar las primeras comunidades cristianas en Jerusalén, la Iglesia-Madre, en Samaria, en las ciudades de la costa mediterránea de Palestina, en Damasco, Antioquía...y con Pablo y Bernabé en la zona meridional de la provincia romana de Asia (actual Turquía). La Iglesia-Caridad comienza a encarnarse en pequeñas comunidades de hombres y mujeres, judíos y gentiles, de razas y costumbres diversas, pero unidos por la fe y el amor a Jesucristo. Esta encarnación histórica de la Iglesia-Caridad comporta ciertos requisitos, algunos de los cuales encontramos en la segunda lectura: la necesidad de la tribulación por el hecho mismo de vivir entre otros que no son cristianos; la necesidad de ser confortados y animados en la vivencia de la fe y de la vida cristiana; la designación de presbíteros para la buena marcha de la comunidad; la oración y el ayuno, como dos apoyos importantes de la caridad. Implica además la alegría de compartir con otras comunidades, en este caso, con la comunidad de Antioquía, las maravillas obradas por Dios a lo largo del viaje misionero de Pablo y Bernabé por el Sur de la provincia de Asia. Estos aspectos, entre otros, hablan de una Iglesia viva, presente y encarnada en las circunstancias históricas.

3. La Iglesia en su eterno destino. De esta Iglesia espléndida y luminosa, en plenitud de perfección divina y humana, nos habla la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. El autor imagina a la Iglesia como una ciudad, la nueva Jerusalén, la morada de Dios con los hombres (21,3). Una Iglesia, por ello, visitada y habitada por la felicidad más plena, una Iglesia siempre joven y llena de vida. Una Iglesia franca, sin fronteras, con los brazos abiertos acogiendo a todos. Esta Iglesia, tan hermosa y magnífica en su destino, tiene un reflejo, aunque pálido, en la Iglesia histórica, en las iglesias fundadas por los primeros apóstoles, en las iglesias en que hoy se encarna el amor y la fe de los cristianos.


SUGERENCIAS PASTORALES

1. El verdadero rostro de la Iglesia. ¿Qué es lo que hace brillar ante los hombres el verdadero rostro de la Iglesia, un rostro bello y atractivo? Indudablemente la caridad. La Iglesia docente es necesaria, insustituible, e inseparable de la Ecclesia amans, pero a los ojos de los hombres, incluso de los mismos cristianos, no es el rostro más atractivo. La Iglesia que celebra los sacramentos es importantísima, y un modo aptísimo de expresar el amor de la Iglesia a sus hijos en diversas situaciones y circunstancias de la vida, pero tampoco es el rostro que más seduce a los cristianos, menos todavía a los que no lo son (Se sabe la desafección que ha habido y continúa habiendo hacia los sacramentos). Tampoco el rostro más genuino de la Iglesia nos lo ofrecen sus instituciones, a veces tan criticadas -con frecuencia de modo injusto y desleal- por nuestros contemporáneos. El verdadero rostro de la Iglesia nos lo da la Iglesia-Caridad, comunión, la Iglesia que realmente ama y se dedica a comunicar amor mediante todos y cada uno de sus hijos. Todos conocemos el canto que dice: "Donde hay caridad y amor, ahí está Dios", frase que podría parafrasearse de otra manera: "Donde hay caridad y amor, ahí está la Iglesia". Esa caridad que en Dios tiene su manantial y en Dios termina su recorrido de amor por las vidas de los hombres. Dios, alfa y omega de la caridad, entre estos dos extremos del vocabulario griego, se hallan todas las demás consonantes y vocales con las cuales expresar de todo corazón nuestro amor al prójimo. No desliguemos jamás la caridad de la fe, del dogma, de la liturgia, de las instituciones, pero que el rostro más bello, genuino y verdadero, que cada uno de nosotros ofrezca a la Iglesia, sea el rostro de la caridad verdadera y del amor sincero. Recordemos lo que san Pablo dice en el himno a la caridad: "Si no tengo caridad, nada soy".

2. Mi parroquia es también la Iglesia. El fenómeno de la globalización puede ayudarnos a captar mejor la universalidad de la Iglesia y, por consiguiente, de la caridad cristiana. El campanilismo, es decir, ese encerrarse en la propia parroquia, en la propia diócesis, cortando a la mirada cualquier horizonte abierto hacia otras parroquias, otras diócesis, y toda la Iglesia en los diversos continentes, ha de ser rechazado por un corazón auténticamente cristiano. Ciertamente que he de amar y ejercitar la caridad sobre los miembros de mi familia, de mi barrio, de mi parroquia, etc. Pero, ¿no está siendo verdad que el mundo entero está comenzando a ser nuestra parroquia, y, por tanto, el lugar para la expresión de nuestra caridad? Un ejemplo concreto de la globalización del amor lo dieron muchas familias cristianas, y muchas parroquias, de toda Italia, pero especialmente de Roma, durante la Jornada mundial de la juventud, acogiendo a tantos jóvenes venidos de todas partes del mundo. ¿Qué puedo hacer para expresar, desde mi parroquia y en mi parroquia, el amor a toda la Iglesia?

P. Antonio Izquierdo


25.

La gracia de Espíritu Santo, desde los primeros tiempos, hizo fecunda y vital a la Iglesia o asamblea cristiana: conversiones y conversiones, abrazando el cristianismo que daba un sentido nuevo a sus vidas y los liberaba: a los unos de aquella sociedad judía, que se había quedado cerrada, fosilizada y anquilosada en sus leyes y tradiciones, como si el Pueblo fuera más que su mismo DIOS y a los otros los liberaba de aquella sociedad pagana, corrompida y asqueada de tanta perdición y suciedad.

Los dos polos, alrededor de los cuales giró la Sociedad: EL FANATISMO RELIGIOSO O POLÍTICO (que es como una religión, con sus dogmas y mandamientos) y LA CORRUPCIÓN DEL LIBERTINAJE, REVESTIDO DE LIBERTAD Y PROGRESO.

Esta gracia del Espíritu Santo sigue en nuestro tiempo trabajando, pero sin publicidad, en lo profundo, en el interior del ser humano. La Iglesia no deja de pedirle y de decirle: “Entra hasta el fondo del alma, / divina luz, y enriquécenos. / Mira el vacío del hombre / si tu le faltas por dentro; / mira el poder del pecado / cuando no envías tu aliento”.

Son millones de hermanos nuestros, que son santos, que son buenos y sin publicidad, sin darnos casi cuenta de los beneficios que recibimos de su bondad.  Y nos están rodeando. Quizá, hasta somos nosotros mismos, uno de ellos. ¿No?

Nosotros, cristianos, tenemos que evitar, como lo hace la gente del mundo, recordar y ver solo lo malo, cuando lo bueno supera a lo malo. No nos dejemos vencer por la perversidad o el pesimismo, en nuestro mirar, observar y ver.

También, en estos comienzos de la comunidad cristiana de los primeros siglos, esta gracia del Espíritu Santo hacía surgir en el seno de la Iglesia, nuevos ministerios o servicios en su actividad evangelizadora; y así el grupo inicial de los doce apóstoles y discípulos directos de Jesús, se vio incrementado por la asociación de los presbíteros (personas maduras, mayores, ancianos) y diáconos (servidores), que eran de cultura griega. Los llamados siete diáconos o servidores. 

Y también se vio incrementada por misioneros, como Bernabé y Pablo, que como hemos escuchado en la primera lectura, extendían la Buena Noticia del Evangelio por todo el Imperio y dejaban al frente de las pequeñas comunidades que se iban formando, a ancianos (que en griego se dice presbíteros) personas mayores, competentes por la madurez que les daba la vida vivida, y llenos del Espíritu Santo y los encomendaban el gobierno de la Comunidad Cristiana, ordenándoles a tal misión, mediante la oración y la imposición de manos. Este era el gesto, el signo de la orden o mandato, que recibían de su misión a realizar. Es el sacramento del sacerdocio.

Hoy, nos encontramos invadidos y avasallados en la vida civil y religiosa, en la vida de la sociedad,  por la cultura de lo externo y material. Se juega de esa manera con la gente joven, y la quemamos, porque sin la debida madurez de vida, se les confían misiones propias de la sabiduría de la vida, de la que ellos carecen, porque aun no la han cursado y esa asignatura de la sabiduría, no se puede hacer por libre. La vida hay que vivirla. Tienen más conocimientos, en su conjunto, afortunadamente, que las generaciones de ancianos. Tienen más energía, más fuerza y presencia más atractiva.

Es lo que pide esta sociedad, arrasada y dominada  por la modernidad: la apariencia, la imagen es lo que cuenta. Los castign. Pero si se hacen incluso, filas o conjunto de libros, con solo tapas o cubiertas para colocarlas en las librerías de las casas y aparentar así la cultura de sus habitantes y resulta que están vacías esas tapas o cubiertas. Así se está vaciando a la gente. Solo se es apariencia.

La Iglesia, pues, desde su nacimiento recibe este mandato y autoridad sagradas de los apóstoles, mediante el sacramento de la orden, que les daban, les ordenaban y confiaban una misión, un territorio. Porque los apóstoles, a su vez habían recibido de Jesús esa orden y esa misión de Evangelizar a todo el mundo: Id a todo el mundo a predicar el Evangelio, perdonando los pecados y bautizándoles”. Esa autoridad sagrada se dice en griego “jerarquía”.

Tenemos, pues, ese privilegio y gracia, esa seguridad los cristianos, de tener unos pastores, cuya autoridad para predicar, conducir y gobernar su comunidad, les viene de Dios y no de partidos políticos o grupos de  presión, ni les viene esa autoridad de la comunidad de científicos, que a tientas buscan la verdad.

Ni tampoco les  viene su autoridad, del voto de mayorías de la misma comunidad de cristianos. Se rige esta comunidad, no por leyes de democracia, cuyo fundamento es el ser humano, limitado en sus conocimientos, falible, en una palabra, y dejando a veces, mucho que desear ese pueblo o asamblea en sus comportamientos. La comunidad se rige y se gobierna por la misma autoridad de Dios, que no nos abandona, y que esa autoridad divina la ha confiado a los apóstoles. De Dios, divino, sagrado, se dice: Ierós.   Y autoridad se dice en griego: Arjia. Es decir la Iglesia se rige y gobierna por la autoridad divina. Iera- arjía, o jerarquía.

La jerarquía en la Iglesia no es, pues, una invención de los obispos o sacerdotes, sino que es un regalo de Dios a los seres humanos, para darles seguridad y garantía en su caminar hacia lo trascendente, hacia Dios.

 Nosotros cristianos y cuantos en su espíritu son cristianos, la verdad de lo fundamental, la verdad de lo que es la vida del ser humano, la tenemos enseñada por la jerarquía, con la garantía de la autoridad del mismo Dios, tal como él lo reveló y lo dijo: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. El enviado puede ser indigno, pero su mensaje es de Dios. Como el frasco o envase de un gran perfume, puede ser deleznable y sucio, pero lo que lleva en su interior es de tal calidad, que embriaga todo el universo con su buen olor.

Todos los miembros de este nuevo Pueblo de Dios tienen un carácter sagrado, porque por el bautismo real o del deseo, manifestado en sus vidas honestas, les hace ser miembros de Cristo, sacerdotes y profetas y reyes. No tienen leyes, porque se rigen por el amor activo y desinteresado, imitando y obedeciendo a Jesús, en quien hemos creído, que es camino y verdad  y vida.

Este pueblo de la Nueva Alianza, que somos hoy todos nosotros, cristianos en ........... ,y en todo el mundo, camina hacia su patria definitiva, donde está nuestras verdaderas raíces: un nuevo cielo, una nueva tierra, de los que simbólicamente nos han hablado hoy en la segunda lectura:

         “Yo, Juan, vi un cielo nuevo y una nueva tierra, porque el primer cielo y la primera tierra han pasado y el mar ya no existe”“Ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor. Porque el primer mundo ha pasado”.

En los relatos fantásticos antiguos y en las mitologías se nos habla y se creía que el mar era la guarida donde vivía el monstruo marino, maléfico, Satanás, que era y es el origen de todos los males para el hombre, que busca como los puede tragar.  Esos miedos tenían muchos marinos, que acompañaban a Colón hacia las Américas, sin saber con seguridad si existía tierra firme y temían ser engullidos con barcos y todo por esa bestia infernal, feroz y maléfica.

Esa bestia ha sido vencida y muerta, nos lo enseñaron con lenguaje simbólico, hace dos domingos, cuando Jesús esperaba en la orilla del lago a los apóstoles con su pesca prodigiosa de 157 peces grandes. “Al saltar a tierra, vieron unas brasas con un pescado grande puesto encima y pan” .  El monstruo marino, Satanás ha sido puesto sobre las brasas. Nosotros hemos quedado libres de todo miedo y temor, porque Jesús es más fuerte que Satanás. Esta enseñanza nos libera de todos esos miedos supersticiosos, de ver el diablo por todas partes, siendo el causante de todas nuestras desgracias. No puede hacernos nada, está desarmado, está sobre las brasas y ya no tiene ni guarida, porque “el mar ya no existe”.

Los cristianos tenemos esa seguridad y confianza por estas enseñanzas infalibles que recibimos de Dios a través de la Iglesia. Los no cristianos se debaten en miedos y espantos, rindiendo culto satánico con ritos que llegan a producir hasta sacrificios humanos a los malos espíritus. Nosotros, la paz. Ellos, el miedo y la guerra. Nosotros en la luz. Ellos en las tinieblas.

Nosotros, además con la promesa de que Dios nos quiere tanto, que se ha enamorado de nosotros, y que como la nueva Jerusalén desciende del cielo, arreglada como una novia que se adorna para su esposo”. Tú, Comunidad cristiana en ................... ¿te estás adornado como una esposa  para que Dios te encuentre hermosa y no tenga una decepción el día de tu encuentro, el día de tu muerte?

Para ataviarse y arreglarse como una novia, hay que estar unidos a Cristo en la oración y en la Eucaristía, como el sarmiento a la vid, para tener su savia, que es la sabia del amor sin medida. Los que no son cristianos se deben amar unos a otros como se aman a ellos mismos. Esa es su medida. Amar al prójimo, como a sí mismo.

Los que estamos unidos a Cristo, los que somos de la familia de Dios, hijos de Dios por adopción, desde nuestro bautismo recibido y vivido, se nos ha dado una capacidad desbordante de amor, la gracia de 157: amar como Dios ama, sin medida. La medida del amor de Dios es el amor sin medida.

Un mandamiento nuevo os doy, nos dijo Jesús en la última cena: que os améis unos a otros, como yo os he amado”. Y Jesús nos ha amado hasta dar la vida por nosotros. Esa es la medida. Porque no hay mayor signo de amor, que el de dar la vida por los amigos”. Y vosotros seréis mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Y esta es la señal por la cual conocerán que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros de esta manera prodigiosa.

En esta eucaristía que vamos a celebrar nos podemos encontrar con todo y lo podremos decir todo. Vamos, pues, a intentarlo.

AMEN.

Eduardo Martínez Abad, escolapio

edumartabad@escolapios.es


26. 2004

Comentario: Rev. D. Jordi Castellet i Sala (Sant Hipòlit de Voltregà-Barcelona, España)

«Que os améis unos a otros»

Hoy, Jesús nos invita a amarnos los unos a los otros. También en este mundo complejo que nos toca vivir, complejo en el bien y en el mal que se mezcla y amalgama. Frecuentemente tenemos la tentación de mirarlo como una fatalidad, una mala noticia y, en cambio, los cristianos somos los encargados de aportar, en un mundo violento e injusto, la Buena Nueva de Jesucristo.

En efecto, Jesús nos dice que «os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34). Y una buena manera de amarnos, un modo de poner en práctica la Palabra de Dios es anunciar, a toda hora, en todo lugar, la Buena Nueva, el Evangelio que no es otro que Jesucristo mismo.

«Llevamos este tesoro en recipientes de barro» (2Cor 4,7). ¿Cuál es este tesoro? El de la Palabra, el de Dios mismo, y nosotros somos los recipientes de barro. Pero este tesoro es una preciosidad que no podemos guardar para nosotros mismos, sino que lo hemos de difundir: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes (...) enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). De hecho —ha escrito el Santo Padre— «quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo sólo para sí, debe anunciarlo».

Con esta confianza, anunciamos el Evangelio; hagámoslo con todos los medios disponibles y en todos los lugares posibles: de palabra, de obra y de pensamiento, por el periódico, por Internet, en el trabajo y con los amigos... «Que vuestro buen trato sea conocido de todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4,5).

Por tanto, y como nos recalca el Papa Juan Pablo, hay que utilizar las nuevas tecnologías, sin miramientos, sin vergüenzas, para dar a conocer las Buenas Nuevas de la Iglesia hoy, sin olvidar que sólo siendo gente de buen trato, sólo cambiando nuestro corazón, conseguiremos que también cambie nuestro mundo.


27. FLUVIUM 2004

La sorprendente Gloria según Dios
La glorificación de Jesucristo por parte de Dios, de la que Jesús habla en la Ultima Cena, recuerda a aquella a la que se referirá san Pablo en su epístola a los de Filipo. Se trata de hecho de la única glorificación de Nuestro Señor, que, aunque pueda sorprendernos, no es una exaltación triunfal ante los hombres, ni tampoco la satisfacción máxima de sus apetitos; se lleva a cabo por su sufrimiento. Al día siguiente Jesús se ofrecería en la Cruz, obediente al Padre, en redención de todos los hombres de todos los tiempos. Se sometió a los agravios de la Pasión hasta morir por nosotros: no hizo alarde de su condición divina –dice el Apóstol–, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.

Jesús habla de su próxima glorificación cuando se acerca la hora de la Cruz: el momento de su humillación por parte de los judíos y de la autoridad romana ante todo el pueblo. Parece importante meditar sobre esta afirmación de Jesucristo, que puede resultar muy paradójica en este tiempo para la mentalidad de muchos. Nosotros, como siempre, reafirmemos nuestra fe en el Señor, Maestro de los hombres, con la ayuda de su Gracia. Asentiremos así confiadamente a sus palabras; que, incorporadas a nuestra vida, serán para cada uno criterios seguros de conducta.

Tenemos miedo al dolor. Posiblemente lo hemos sentido más intenso en alguna ocasión y querríamos no volver a padecerlo. Incluso nos aterroriza pensar que pueda venirnos un sufrimiento aún más intenso y apenas soportable. La imaginación puede presentarnos una amplia gama de dolores a partir de lo que hemos oído de otros o contemplado por nosotros mismos. Podríamos entonces estremecernos. Olvidaríamos en ese momento que Dios es Padre nuestro y nos quiere. Nos quiere aunque contemple nuestro dolor –como contempla el de Cristo, su Hijo amado– y, pudiendo apartarlo de nuestra vida, nos deje con él.

A veces sufrimos por el esfuerzo y el cansancio que acompañan al cumplimiento del deber. Es, no pocas veces, la pelea con nosotros mismos: contra el desorden, la pereza, la sensualidad, el afán de posesión o de quedar bien... Ese interés por cumplir bien es mayor –verdadero amor– cuando creemos que Dios nos espera en el deber de cada instante. Entonces aumentan el esfuerzo y el cansancio en la medida en que aumenta el amor. En ocasiones el dolor, por así decir, viene: con la enfermedad, propia o ajena, o por las mil circunstancias que pueden resultarnos dolorosas en la convivencia ordinaria. Tal vez ante este dolor, que se nos antoja más inútil, menos de nuestra responsabilidad, la protesta sale casi espontánea: no entendemos...

Para comprender, en cuanto es posible, el dolor humano es necesario mirar a la Cruz de Cristo, pues en Ella están contenidas todas las formas de nuestro sufrimiento. También se entiende contemplando la Cruz –claro está, con la ayuda de la Gracia– que el mejor hombre es el que más sufre. Pero ha de ser a la manera de Cristo. No, desde luego, el que más padece o el que se siente más atormentado a lo animal, sino el que acepta el sufrimiento porque ama. Se ama a Dios al vivir para su voluntad en el cumplimiento del deber. Se le ama también, y es necesario, aceptando esa divina voluntad en el acontecer cotidiano, independiente tantas veces de nuestra acción, pero sometido a su señorío, porque –por así decir– a Dios no se le va de las manos ni una sola de las circunstancias del mundo.

Jesús es glorificado en la Cruz. Muriendo en el Calvario recibe de Dios toda la gloria: se cumple perfectamente en Él la voluntad de la Trinidad de proclamar su majestad sobre toda la Creación: lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre.

Toda rodilla se doble..., y toda lengua confiese. En los cielos, en la tierra y en los abismos, dice el Espíritu Santo por boca del Apóstol: cuanto existe proclama la grandeza y majestad de Jesús. El hombre adora agradecido a su Salvador. Todo en Dios y fuera de Él le glorifica. Porque Jesús cumplió hasta el extremo la voluntad del Padre, aceptando morir y vivir como hombre, sometido a los hombres que le llevaron a la muerte sin perder por ello la confianza: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, rezó con el salmo.

En María, como en Jesús, podemos decir que Dios se salió enteramente con la suya; asi es bendita entre todas las mujeres. Le pedimos a nuestra Madre, deseosos de la gloria, de la felicidad plena que Dios nos desea, que sepamos poner los medios para vivir y aceptar la voluntad de nuestro Creador.


28.

Comentario...

«Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado»

Toda nuestra vida debe estar guiada por el amor, ya que hemos venido al mundo por obra del amor de Dios, a través del amor de nuestros padres, y hemos crecido gracias al cariño de muchas personas que nos han dado confianza y calor. La falta de amor destruye a las personas. Hay quien no es capaz de amar porque no se siente amado. ¡Cuántos conflictos se resolverían si la gente se amara un poco más! ¿No estaría bien para todos que unos y otros nos valorásemos más, descubriendo las buenas cualidades de cada uno en vez de mirar y criticar únicamente los defectos? Si Dios nos ha creado para vivir con Él, ¿no tendríamos que prepararnos amándonos más ya en este mundo? Obra siempre bondadosamente; si tienes que pedir perdón a alguien, no lo retardes; si deseas hacer feliz a un ser querido, díselo ahora; si quieres regalar una flor, regálala hoy mismo y no esperes a que la gente se vaya lejos o se muera para manifestar tu afecto. Dios es Amor y está presente en el amor que damos a los demás o recibimos de ellos.

Jesús ha dicho: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». ¡Gran exhortación que Jesús convierte en el mandamiento de la Nueva Alianza! El amor verdadero manifiesta en este mundo la gloria de Dios, esta gloria de la que nos hace partícipes Cristo resucitado. Sin embargo, con frecuencia, nuestro amor no pasa de ser una simple correspondencia hacia aquellos que nos aman; en cambio, ¡pobre del que, voluntaria o involuntariamente, nos hace daño! Le cerramos las puertas de nuestro corazón, le guardamos rencor y acabamos sufriendo las consecuencias de este mal sentimiento. En el fondo de este hecho está la raíz de muchas enfermedades. Con el ejemplo de su vida, con su muerte y resurrección, Jesucristo nos muestra hasta qué punto llega a amarnos y redime así nuestra falta de amor. Gozando del amor de Jesucristo, llegamos también nosotros a ser capaces de amar, y Él se convierte en el modelo del amor humano.

El testimonio del amor se convertirá en testimonio de la fe. La señal para ser reconocidos como cristianos es el amor que mutuamente nos profesamos. Sin embargo, entre los cristianos se ha extendido también la sombra de la discordia y la división. Ahora bien, no podemos permitir que las heridas permanezcan abiertas: si somos los causantes, pidamos perdón; si somos receptores, no perdamos el tiempo en lamentaciones y en rascarnos hasta hacérnoslas más profundas, alimentando el odio y el rencor que hacen daño a los demás y a nosotros mismos. El amor de Cristo resucitado nos orienta hacia el perdón y la reconciliación, a interesarnos por cerrar y curar las llagas. El odio y el rencor no benefician a nadie; sólo el amor posibilita la felicidad del género humano y el avance hacia el Reino de Dios.


29.

La novedad de este mandamiento

Fuente: Catholic.net
Autor: P . Sergio Córdova

Reflexión

Muchas veces he escuchado decir que el mandamiento que Cristo nos dejó en la Última Cena es “nuevo” porque está todavía sin estrenar, y que si los cristianos y la gente de buena voluntad realmente lo viviéramos, el mundo sería mucho mejor, más humano y feliz.

Es verdad. Pero tampoco seamos tan pesimistas y digamos que “está todavía sin estrenar”. Gracias a Dios, hay muchos buenos cristianos que viven el mandamiento de la caridad y, gracias a ellos, el mundo no es más cínico y cruel de lo que ya es. Gracias a los santos y al testimonio de tantos hombres y mujeres, todavía podemos vivir en este mundo con alegría y esperanza: ¡porque aún existe el amor!

Y tenemos tantísimos ejemplos de esta gran verdad. Lo que pasa es que la gente buena no hace noticia. Sólo los escándalos, las guerras, las injusticias y el mal encuentran eco en la prensa y en los medios masivos de comunicación, salvo muy raras excepciones. Nos gusta leer chismes y noticias “amarillistas”. Pero no olvidemos que existen legiones enteras de cristianos que se dedican a sembrar el bien y a repartir amor por doquier sin esperar ninguna recompensa. ¡Gracias al cielo! Pensemos, por ejemplo, en el Santo Padre Juan Pablo II, ese gran heraldo de paz y mensajero de amor y de esperanza.

¿Qué sería del mundo sin la Madre Teresa de Calcuta y sus hijas de la caridad? ¿o sin tantas almas buenas que se pasan la vida entera sirviendo a los pobres, a los enfermos, a los huérfanos, a los marginados y a los moribundos en todos los rincones del planeta: en los hospitales, en las cárceles, en los asilos, en las barricadas, en los campos de refugiados, en las escuelas y en las parroquias, lo mismo de las grandes metrópolis de Occidente que de las tierras de misión y los suburbios del tercer mundo?

Recordemos hoy el maravilloso testimonio de tantos sacerdotes, misioneros, religiosos, religiosas y laicos del pueblo de Dios que se desviven por ayudar a aquellos que no son nada a los ojos del mundo y de la sociedad opulenta, egoísta y utilitarista del siglo XXI. ¡Tenemos muchos santos en nuestra Iglesia Católica, de todas las épocas de la historia, que han sido verdaderos mártires de la caridad cristiana! Por citar sólo algunos nombres conocidos, allí están Francisco y Clara de Asís, Juan de Dios, Vicente Ferrer, Francisco de Sales, Juana de Chantal, Vicente de Paúl, Camilo de Lelis, Isabel de Hungría, Don Bosco, Maximiliano María Kolbe, el Padre Damián, Charles de Foucald y tantísimos otros hombres y mujeres cuya lista sería interminable…

San Felipe Neri, fundador del Oratorio, se dedicaba a educar en la fe a niños y adolescentes pobres que recogía de la calle y los llevaba a su casa o a la parroquia para atenderlos en sus necesidades materiales. Pero tenía que hacer con frecuencia diversos recorridos por la ciudad para pedir limosna y poder proveer a sus muchachos del alimento necesario. En una ocasión, recibió una agria negativa de parte de un señor muy rico. Como el santo sabía que ese hombre poseía bastantes riquezas, insistió y volvió a tocar la puerta de la casa. El señor salió molesto y furioso, lo insultó y lo escupió en la cara. San Felipe, sin inmutarse, se limpió el rostro y le dijo: “Bien, eso ha sido para mí. Y qué me va a dar para mis muchachos?"

Aquí tenemos otro ejemplo de lo que es la auténtica caridad cristiana, que sabe servir, ayudar al necesitado, perdonar las ofensas y seguir amando, sin guardar odios ni resentimientos. Porque la caridad que Cristo nos enseñó es hacer el bien sin esperar recompensa. Así tendremos un gran premio en el cielo y seremos hijos de nuestro Padre celestial, que es bueno con todos, también con los malos y los ingratos.

Se cuenta una bella historia de san Hugo, obispo de Grenoble. Se retiraba de vez en cuando a la Cartuja Mayor para vivir, bajo la guía de san Bruno, como un religioso más. En cierta ocasión le tocó ser compañero de celda de un monje llamado Guillermo –es costumbre, como se sabe, que los cartujos vivan de dos en dos en cada habitación—. Pues fray Guillermo se quejó amargamente del obispo ante san Bruno. )Cuál fue su queja? Que, con gran pesar suyo, el santo obispo realizaba las faenas más humildes y penosas, y se portaba no como compañero, sino como criado, prestándole los servicios más bajos. Por ello, rogó instantemente a san Bruno que moderara aquella humildad y solicitud del santo obispo y diera orden de que las labores humildes de la celda fuesen compartidas igualmente por los dos. San Hugo, a su vez, suplicaba también con insistencia a san Bruno que le permitiera satisfacer su devoción y entregarse con solicitud al servicio de su hermano. Tales son las contiendas de los santos.

Nuestro Señor nos dijo que la caridad sería la señal con la que nos distinguirían que somos realmente sus discípulos. ¿A cuántos de nosotros se nos distingue, efectivamente, por la práctica de esta virtud?

Y es que la caridad es como el resumen y la culminación de muchísimas otras virtudes. No en vano nuestro Señor la llamó “su mandamiento nuevo”, la plenitud de la Ley, el primero y el más grande de todos los mandamientos, hasta el punto de equipararla con el amor a Dios, ya que, como nos recuerda san Juan: “Si uno dice amar a Dios, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve ” (I Jn 4, 20). Y Jesús nos dijo que lo que hiciéramos a uno de éstos, sus humildes hermanos, lo habríamos hecho a Él en persona (Mt 25, 40).

San Pablo, por su parte, nos recuerda que “la caridad es paciente, es benigna, no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no busca lo suyo, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera… Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (I Cor 13, 4-7.13).

La caridad es perdón, es comprensión, es bondad de corazón; es incapaz de negar nada y está siempre atenta para prestar un servicio a los demás. La caridad no piensa mal, no habla mal, no quiere mal a nadie, ni siquiera a nuestros enemigos o a los que nos ofenden y maltratan.

¡Qué hermosa virtud, pero cuánto heroísmo requiere en ocasiones, cuánta abnegación nos exige y cuánto olvido de nosotros mismos para ayudar a nuestros prójimos!

Pidamos al Señor la gracia de asemejarnos cada día más a Él, amando a los demás como Él nos amó a nosotros hasta el punto de entregar su vida y derramar toda su sangre por nosotros. Si somos cristianos, procuremos vivir como Él vivió. En esto conocerán que somos discípulos suyos.


30. 2004

LECTURAS: HECH 14, 21-27; SAL 144; APOC 21, 1-5; JN 13, 31-33. 34-35

ÁMENSE LOS UNOS A LOS OTROS COMO YO LOS HE AMADO.

Comentando la Palabra de Dios

Hech. 14, 21-27. En medio de las tribulaciones que se van viviendo por creer en Cristo Jesús, necesitamos ser confortados en nuestra fe y animados a perseverar firmes en ella. No son las palabras humanas las que nos afianzan en la fe; es Jesús y su ejemplo el que impulsa nuestro camino para no detenernos, pues como Él hemos de pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios. Por medio del ayuno y de la oración hemos de adquirir el suficiente discernimiento para buscar los colaboradores adecuados para que las diversas acciones pastorales continúen adelante. En este aspecto no podemos dejar sobre los Ministros ordenados toda la carga de la Iglesia. Todos debemos colaborar por el bien unos de otros, así como en el anuncio del Evangelio que el Señor nos ha confiado a todos. Los diversos ministerios en la Iglesia deben florecer a impulso del Espíritu Santo, que no puede ser apagado ni manipulado por nadie. Y al final reconozcamos que no estamos haciendo nuestra obra, sino la obra de Dios y de su Iglesia. Por eso siempre demos gloria al Señor por toda la obra de salvación que Él vaya realizando por medio nuestro. Sepamos también comunicar a la Iglesia lo que hacemos a nombre de ella, para que no perdamos el sentido de comunión y de responsabilidad eclesiales.

Sal. 145 (144). Dios es nuestro Padre, lleno de misericordia para con todos. Él no nos guarda rencor, y su ira dura un sólo instante. Al contemplar todo lo que el Señor ha hecho por nosotros vemos a Dios como un Padre, siempre cercano a nosotros y pendiente de sus hijos. La obra más grande de su misericordia nos la ha manifestado en Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros, que por amor a nosotros ha dado su vida clavado en una cruz para el perdón de nuestros pecados, y ha resucitado para que nosotros tengamos vida nueva. Si en verdad nosotros unimos nuestra vida a Cristo y, en Él, hacemos nuestro su perdón, su vida y su Espíritu, entonces también nosotros debemos manifestar a los demás la misericordia divina desde una vida que sepa perdonar, que construya la paz, que impulse la vida y no la muerte. Por eso la Iglesia, unida a Cristo, debe continuar la obra salvadora y misericordiosa de Dios en el mundo. Ese es el compromiso que tenemos todos los fieles en Cristo.

Apoc. 21, 1-5. Cómo quisiéramos que esa ciudad santa en la que ya no habrá muerte ni duelo, ni penas ni llantos fuera ya una realidad entre nosotros. Pero levantemos la mirada: hacia ella se encaminan nuestros pasos mientras vamos trabajando a brazo partido por el Reino de Dios entre nosotros. En la medida en que el amor se haga realidad en nosotros estaremos manifestando que el Señor habita en su Iglesia, y en el corazón de cada uno de sus fieles, y los une por medio del amor fraterno como un pueblo nuevo nacido para alabar a nuestro Dios y Padre. Dios, en su amor y en su misericordia para con nosotros pecadores, envió a su propio hijo para que fuésemos perdonados y hechos morada de Dios. El Señor, que acompañó a los israelitas en el desierto permaneciendo con ellos en la Tienda de Campaña o Morada de Dios (Shekhinah) en medio de su pueblo, ahora acompaña a todos los hombres desde su Iglesia, en la que ha hecho su morada. Ojalá y no dejemos que el mal nos domine. No vamos a acabar con los pecadores, sino con el pecado que muchas veces ha anidado en nuestros corazones. Que no sea ya el mal, sino Cristo quien habite en nosotros como en un templo, para que desde el amor que Él nos infunda, vayamos construyendo un mundo más fraterno, más libre de duelos penas y llantos, pues el Señor quiere, desde nosotros, comenzar a hacer nuevas todas las cosas hasta que esa novedad del Reino llegue a su plenitud en la eternidad.

Jn. 13, 31-33. 34-35. La glorificación del Padre es el triunfo de Jesús sobre el pecado y la muerte; y el Padre glorificará a su Hijo resucitándolo de entre los muertos y sentándolo eternamente a su diestra como Señor de todo lo creado. Toda esta obra de mutua glorificación tiene como fundamento el Amor del Padre al Hijo, y el Amor del Hijo al Padre. Y el Señor nos pide que nos amemos los unos a los otros, como Él nos ha amado. Sólo a partir de ese amor su Iglesia se convertirá en una continua glorificación de nuestro Dios y Padre. Glorificación que le daremos por hacer nuestra la victoria de Cristo, que nos ha liberado de la esclavitud al pecado y a la muerte. Por eso, quienes creemos en Cristo y lo tenemos con nosotros debemos amarnos, buscando el bien unos de otros, sin permitir que el odio ni la división nos separen entre nosotros, ni nos separen de Dios. Si permanecemos unidos por el amor trabajemos juntos para que el pecado desaparezca del mundo, hasta que éste quede totalmente consagrado a Dios. Entonces el mundo reconocerá que en verdad somos discípulos de Cristo.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Al celebrar la Eucaristía venimos, no con las manos vacías, sino llenas de todas las obras buenas que Dios ha realizado en el mundo por medio nuestro. Venimos a consagrarle nuestra vida cada vez más libre de pecado; venimos a consagrarle nuestra familia más integrada por el amor y más comprometida con el Evangelio; venimos a consagrarle nuestro mundo en todo aquello que, gracias a que nos hemos dejado conducir por el Señor, hemos logrado de bueno, haciendo que la Victoria de Cristo sobre el pecado se vaya haciendo realidad en los diversos ambientes y estructuras de nuestra sociedad. Ya resucita, ya surge día a día un mundo cada vez más renovado en Cristo. Y nosotros colaboramos para que esto sea realidad en nuestros tiempos. Pongamos sobre el altar toda esa obra de salvación que la Iglesia de Cristo va realizando para el bien de todos los hombres, de todos los lugares y tiempos. Que esa sea nuestra alabanza y la forma como glorifiquemos a nuestro Dios y Padre.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

La Iglesia es la ciudad nueva, nacida del costado abierto de Cristo en la cruz. Desde ahí ha descendido como una comunidad de santos. Iglesia santa porque Aquel que es su Cabeza es el Santo de los santos. Pero cuyos miembros, mientras vamos como peregrinos por este mundo hacia la Patria eterna, somos pecadores en una continua conversión. A nosotros corresponde trabajar, impulsados por el Espíritu Santo, para que todo sea renovado en Cristo. A partir del amor fraterno hemos de hacer cercano a Cristo a todos los hombres. De un modo especial deben sentir su amor y su misericordia los pecadores y los pobres. Si no somos capaces, con la Fuerza que nos viene del Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones como en un templo, de hacer que desaparezcan las injusticias, de hacer que se respeten los derechos fundamentales del hombre, de que nos veamos y amemos como hermanos, de lograr que los que se alejaron de la casa paterna vuelvan a ella y a la comunión fraterna, debemos meditar acerca de la sinceridad de nuestra fe en Cristo y de la lealtad al amor que Él nos ha comunicado. Trabajemos constantemente para que el Padre Dios sea glorificado en nosotros por vivir libres de toda esclavitud al pecado y a los diversos signos de muerte. Entonces Él mismo, reconociéndonos como hijos suyos, nos glorificará, junto con su Hijo, en la vida eterna.

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de sabernos amar como Cristo nos amó a nosotros. Entonces podremos proclamar el Nombre de Dios como el Pueblo Nuevo, elegido por Dios y puesto al servicio de la salvación de todos los hombres, hasta que algún día podamos, unidos a Cristo, ser elevados a la gloria eterna del mismo Dios. Amén.

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31. ROMA, viernes, 4 mayo 2007 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa, ofmcap. -predicador de la Casa Pontificia- a la liturgia de este domingo, V de Pascua.

Un mandamiento nuevo

V Domingo de Pascua
Hechos 14,20b-26; Apocalipsis 21,1-5a; Juan 13, 31-33a


Hay una palabra que se repite varias veces en las lecturas de este domingo. Se habla de «un nuevo cielo y una nueva tierra», de la «nueva Jerusalén», de Dios, que hace «nuevas todas las cosas», y finalmente, en el Evangelio, del «mandamiento nuevo»: «Os soy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado»

«Nuevo», «novedad» pertenecen a ese restringido número de palabras «mágicas» que evocan siempre significados positivos. Nuevo flamante, ropa nueva, vida nueva, nuevo día, año nuevo. Lo nuevo es noticia. Son sinónimos. El Evangelio se llama «buena nueva» precisamente porque contiene la novedad por excelencia.

¿Por qué nos gusta tanto lo nuevo? No sólo porque lo que es nuevo, no usado (por ejemplo, un coche), en general funciona mejor. Si sólo fuera por esto, ¿por qué daríamos la bienvenida con tanta alegría al año nuevo, a un nuevo día? El motivo profundo es que la novedad, lo que no es aún conocido y no ha sido aún experimentado, deja más espacio a la expectativa, a la sorpresa, a la esperanza, al sueño. Y la felicidad es precisamente hija de estas cosas. Si estuviéramos seguros de que el año nuevo nos reserva exactamente las mismas cosas que el anterior, ni más ni menos, nos dejaría de gustar.

Nuevo no se opone a «antiguo», sino a «viejo». De hecho, también «antiguo» y «antigüedad» o «anticuario» son palabras positivas. ¿Cuál es la diferencia? Viejo es lo que, con el paso del tiempo, se deteriora y pierde valor; antiguo es aquello que, con el paso del tiempo, mejora y adquiere valor. Por eso se procura evitar la expresión «Viejo Testamento» y se prefiere hablar de «Antiguo Testamento».

Ahora, con estas premisas, acerquémonos a la palabra del Evangelio. Se plantea inmediatamente un interrogante: ¿cómo se define «nuevo» un mandamiento que era conocido ya desde el Antiguo Testamento (cfr. Lev 19, 18)? Aquí vuelve a ser útil la distinción entre viejo y antiguo. «Nuevo» no se opone, en este caso, a «antiguo», sino a «viejo». El propio evangelista Juan, en otro pasaje, escribe: «Queridos, no os escribo un mandamiento nuevo, sino el mandamiento antiguo, que tenéis desde el principio... Y sin embargo os escribo un mandamiento nuevo» (1 Jn 2, 7-8). En resumen, ¿un mandamiento nuevo o un mandamiento antiguo? Lo uno y lo otro. Antiguo según la letra, porque se había dado desde hace tiempo; nuevo según el Espíritu, porque sólo con Cristo se dio también la fuerza de ponerlo en práctica. Nuevo no se opone aquí, decía, a antiguo, sino a viejo. Lo de amar al prójimo «como a uno mismo» se había convertido en un mandamiento «viejo», esto es, débil y desgastado, a fuerza de ser trasgredido, porque la Ley imponía, sí, la obligación de amar, pero no daba la fuerza para hacerlo.

Se necesita por ello la gracia. Y de hecho, per se, no es cuando Jesús lo formula durante su vida que el mandamiento del amor se transforma en un mandamiento nuevo, sino cuando, muriendo en la cruz y dándonos el Espíritu Santo, nos hace de hecho capaces de amarnos los unos a los otros, infundiendo en nosotros el amor que Él mismo tiene por cada uno.

El mandamiento de Jesús es un mandamiento nuevo en sentido activo y dinámico: porque «renueva», hace nuevo, transforma todo. «Es este amor que nos renueva, haciéndonos hombres nuevos, herederos del Testamento nuevo, cantores del cántico nuevo» (San Agustín). Si el amor hablara, podría hacer suyas las palabras que Dios pronuncia en la segunda lectura de hoy: «He aquí que hago nuevas todas las cosas».

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios Generales

Hechos de los Apóstoles 14, 20-26:

Prosigue la narración de la primera misión o viaje apostólico a los gentiles. Pablo y Bernabé lo han proyecto de manera que el camino de retorno a Antioquía de Siria sea como una segunda visita, una segunda gracia ministerial (2 Cor 1, 15) a las comunidades que fundaron en su primera pasada:

Dedican esta segunda visita a “consolidar” en la fe a los neófitos: “Confortaban los corazones de los discípulos y les exhortaban a perseverar en la fe” (v 22); a la vez les iluminaban el misterio de la cruz. Los mensajeros del Evangelio en aquel viaje han sido muy duramente perseguidos. Esto no debe escandalizar a los neófitos. A semejanza de Cristo los cristianos entran en el Reino a través de muchas tribulaciones (v 22; Cf. Lc 24, 26).
Para el cuidado y régimen de las recién nacidas Comunidades dejan establecida la Jerarquía. con ello las Comunidades quedan sometidas a los ancianos, a la organización presbiterial (v 23).
Es oportuno que valoricemos esta primera misión de Pablo, la primera que la Iglesia hizo a los gentiles, impulsada por el Espíritu Santo. “Los Apóstoles, nos recuerda el Concilio, predicaron la verdad y engendraron las iglesias”. Y tienen conciencia de la urgente responsabilidad de seguir perennemente en misión de evangelización: “La Iglesia peregrinante es misionera por naturaleza. La iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser el sacramento de salvación, por exigencias íntimas de su catolicidad y obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza en anunciar el Evangelio a todos los hombres”. Este ministerio es “gracia de Dios” (v 26). El Apóstol o misionero es sólo un instrumento de la gracia Salvífica. Es hermoso constatar cómo en la iglesia naciente toda la Comunidad se siente solidaria con la obra de evangelización (v 27).
Apocalipsis 21, 1-5:

Con símbolos y metáforas nos quiere expresar Juan lo que es inefable: la iglesia eterna. En la mirada amplia y sintética de Juan se aúnan las profecías y promesas del A. T., las realidades aportadas ya por Cristo y las que sólo en la Iglesia Glorificada se cumplirán en plenitud.

Tan maravillosa es la obra realizada por Cristo -su Iglesia- que se puede y se debe llamar: “nueva creación”: Cielo nuevo y tierra nueva (v 1).
En el v 2 acentúa dos notas de la Iglesia de Cristo: Es Una y es Santa. Una porque es Esposa única para el Esposo único. Santa porque es la “Ciudad Santa, la Jerusalén Nueva, la Celeste, la que desciende de Dios, aparejada como esposa ornamentada para su esposo”. El ornamento de la Esposa, nos ha dicho en Ap 19, 8, son “las obras santas de los santos”.

Otro rasgo o nota de la Iglesia de Cristo es la Inhabitación Divina: “Este es el Tabernáculo de Dios con los hombres. Fijará desde ahora entre ellos su morada” (v 3). El A. T. conoció una Inhabitación de Dios en su pueblo: El Tabernáculo Mosaico, y luego el Sancta Sanctorum donde se custodiaba y veneraba el ARCA. Trono de Dios (Lv 26, 11). En el Nuevo Testamento esta inhabitación divina adquiere un sentido riquísimo cuando Cristo, Hijo de Dios, pone entre nosotros su tienda (Jn 1, 14). “El Emmanuel = Dios-con-ellos será su Dios. Y ellos serán su pueblo” (v 3). La presencia real y sacramental, por ser velada y en fe, nos hace suspirar por la presencia gloriosa y en visión. Esto queda reservado para la última etapa de la Iglesia, cuando “Dios enjugará toda lágrima. Ni habrá ya nunca más muerte, ni luto, ni gemido, ni dolor. Porque lo provisorio se acabó” (v 4). Este cuadro del Apocalipsis es una interesante tricomía que nos presenta a la vez la Iglesia en su preparación (trasfondo profético-A. T.), en su realización (Era Mesiánica militante) y en su consumación (etapa gloriosa).
Juan 13, 31-35:

El discurso de la Cena está cuajado de prenuncios y promesas, confidencias y revelaciones que sólo comprenderán plenamente los discípulos, a la luz de la Resurrección del Maestro y de la iluminación de Pentecostés: El pasaje evangélico de hoy lo escribe Juan a esta luz:

La Pasión de Cristo glorifica al Padre. El Padre premia al Hijo y lo glorifica en Sí mismo; es decir, Jesús resucita y es entronizado a la diestra del Padre. La Gloria Divina anega por siempre más la naturaleza humana de Cristo (v 33).

Con la partida deja Jesús su testamento: Deben amarse como ama Cristo. La “nueva” sociedad creada por Cristo se regirá por la “nueva” ley de la Caridad (v 34).

Como Cristo es el Sacramento del amor del Padre, los cristianos deben ser el sacramento del amor de Cristo: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tuviereis amor unos a otros” (v 35). Tanto en el apostolado como en la beneficencia, tanto en la vida individual como en la comunitaria debe ser la caridad el móvil y el signo: “Todo el ejercicio del apostolado debe proceder y recibir su fuerza de la caridad. La Caridad quiso Cristo Señor fuera prueba de su misión Mesiánica”. Una obra falta de caridad no puede ser cristiana.
(José Ma. Solé Roma O.M.F.,"Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder, Barcelona, 1979, p. 101-104)

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San Juan Crisóstomo

Excelencia de la Caridad

Y este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros como Yo os amé. ¿Ves la claridad de Dios entrelazada con la nuestra y como unificada y encadenada con ella? Por esta razón unas veces le llama dos mandamientos y otras veces uno: porque no es posible que quien tenga el uno, no tenga también el otro. En una ocasión dice: De aquí depende toda la ley y los Profetas (Mt. XXII, 40); y en otra: Lo que quisiereis que os hagan a vosotros los hombres, hacédselo a ellos vosotros. Porque esta es la ley y los Profetas (Mt. VII, 12). Y además: Plenitud de la ley es la caridad (Rom. XIII, 10); que es lo que también aquí dice. Porque si el permanecer depende de la caridad, y la caridad de la observancia de los mandamientos, y el mandamiento es que nos amemos los unos a los otros, el permanecer en Dios depende de la caridad mutua.

Y no sólo encarga el amor, sino que enseña también el modo: como Yo os amé. De nuevo hace ver que aquella su retirada (a la muerte) no procedía de odio, sino de amor: de suerte que por ella me debierais admirar más: pues por vosotros dejo mi vida (v. 13). Mas en ninguna parte les habla en estos términos, sino que arriba lo hace describiendo al buen pastor, y aquí exhortándolos y mostrándoles la grandeza del amor, y declarándoles quién era. ¿Y por qué siempre ensalza la caridad? Porque ella es el distintivo de los discípulos, ella la que da consistencia y enlace a la virtud. Por eso afirma esto mismo de ella San Pablo, a fuer de genuino discípulo de Cristo, y que la conocía por experiencia.

(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan, Ed. Apostolado Mariano, Sevilla, nº 28, 1991, Pág. 107)

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Cardenal Gomá

LA GLORIFICACION DE JESUS. EL PRECEPTO NUEVO Jn. 13, 31-35

Explicación. — La salida de Judas de la presencia de Jesús y del Cenáculo, marca un profundo cambio en las palabras del Señor. Como si la presencia del malvado hubiese represado los grandes afectos del Corazón de Cristo en aquella hora suprema, después que le ha dado el bocado y le ha visto partir a su invitación: «Lo que has de hacer, hazlo pronto», como si se viese libre de una pesadilla, rompe Jesús a hablar con un exordio ex abrupto, en que habla de su glorificación y de la del Padre y da a sus queridos el mandato nuevo.

LA GLORIFICACIÓN DE JESÚS (31-33). — Y como hubo salido (Judas), dijo Jesús... La salida de Judas es la causa determinante del discurso que va a pronunciar. Ahora es glorificado el Hijo del hombre: el momento de la salida del traidor es como el comienzo de la pasión; y la pasión es la glorificación de Jesús: primero, porque en la misma pasión vióse Jesús glorificado por el Padre con estupendos prodigios; luego, porque la pasión era condición indispensable para que entrara en su gloria; y en tercer lugar, porque el levantamiento de la humanidad, su redención, santificación y glorificación, que son la gloria de Jesús, porque son premio de su triunfo, arranca, como de su causa eficiente y meritoria, principalmente de la pasión de Cristo. Como un general aguerrido que cuenta con la seguridad del triunfo, entra Jesús en la batalla con estas palabras: «Hoy voy a cubrirme de gloria».

La gloria del Hijo lo es también del Padre: Y Dios es glorificado en él: porque la pasión del Hijo hará resplandecer la santidad, la justicia, la misericordia de Dios, el inmenso amor que profesó a los hombres. A más, la pasión de Cristo es el comienzo del reino que vino a establecer en el mundo, porque es el triunfo sobre el infierno; y en el reino de Cristo es glorificado el Padre, porque es el mismo Reino de Dios: «Venga a nos el tu reino.» A cambio de esta gloria que el Padre recibe de Jesús, Jesús será glorificado por el Padre: Si Dios es glorificado en él, Dios también lo glorificará a él en sí mismo, haciéndole partícipe de su misma gloria al sentarle a su diestra en el cielo. Esto será pronto; y luego le glorificará: en la misma pasión, por los milagros que en ella obrará Dios, en la resurrección y ascensión, y, sobre todo, en el cielo, donde entrará triunfalmente dentro de poco tiempo.

Hijitos, sigue Jesús, como si con este diminutivo lleno de ternura quisiese amenguar la pena que va a producirles su pronta separación: Aún estoy un poco con vosotros: sólo unas horas me separan de la muerte. Después de ella, los discípulos desearán con ansia su presencia: Me buscaréis. Pero, como les dijo un día a los judíos, que le buscarían y no le hallarían (Jn. 7, 34; 8, 21), así se lo dice ahora a sus queridos: Y así como dije a los judíos: Adonde yo voy, vosotros no podéis venir: lo mismo digo ahora a vosotros: con la diferencia que a aquéllos se lo decía en señal de reprobación, por su protervia, y de una manera definitiva; mientras que los Apóstoles estarán sólo temporalmente separados de él, por las exigencias del apostolado.

EL PRECEPTO NUEVO (34.35). — Si los discípulos no pueden ir todavía adonde va el Maestro, es que tienen que quedar aún en el mundo. Por ello necesitan una forma de vida. Jesús se la da con el precepto nuevo: Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis los unos a los otros. Ya en el antiguo Testamento se había prescrito la caridad fraterna (Lev. 19, 18); pero ahora se reitera el precepto en forma nueva, por cuanto los discípulos de Jesús deberán amarse según la medida con que El mismo nos amó: Así como yo os he amado; y deberán mutuamente profesarse el mismo amor desinteresado, eficaz y ordenado según Dios, que El nos tuvo: Para que vosotros os améis también recíprocamente.

Y añade la razón del precepto del amor fraterno: él debe ser como el signo y el símbolo que les distinga de todos los demás: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis caridad entre vosotros. Los soldados de un rey se distinguen por las insignias del rey: y la insignia de Cristo es la Caridad.

Lecciones morales
A) v. 31. — Ahora es glorificado el Hijo del hombre... — Llama Jesús a la pasión su glorificación, porque la cruz es el camino real de la gloria. Yerran de modo lamentable los que buscan la gloria eterna por otro camino que no sea el de la pasión. Como «convino que el Cristo padeciese para entrar en su gloria», según dijo él mismo a los discípulos de Emaús (Lc. 24, 26), así es preciso que padezcamos nosotros para entrar en la nuestra. Por ello es que los santos se gloriaban en las tribulaciones, como el Apóstol, y tenían ansias de sufrimientos, como Teresa de Jesús y Magdalena de Pazzis, porque sabían que ello, cuando se recibe y tolera por Cristo, es señal de predilección de Dios y prenda de gloria, tanto mayor cuanto más amargo sea el mar de tribulaciones con que Dios nos pruebe.

B) v. 31. — Y Dios es glorificado en él. — También, como los de Jesús, nuestros sufrimientos, tolerados por amor de Cristo, glorifican a Dios. ¿Qué es la bienaventuranza de tantos millones de hijos de Cristo, sino el fruto de sus sufrimientos? Y ¿qué es ello sino una glorificación inenarrable de Dios nuestro Señor? Porque más gloria dan a Dios los bienaventurados en el cielo que toda la inmensa máquina de la creación con su regulado concierto. El Apóstol veía en su Apocalipsis la gloria del cielo y oía como un rumor de muchas aguas (Ap. 14, 2 ss.; 19, 6 ss.): eran las voces de los elegidos que daban gloria y honor a Dios y a su Cordero. Ellos habían vencido en la sangre del mismo Cordero, es decir, incorporándose a la pasión de Cristo: de aquí su propia gloria; pero de aquí también la gloria de Dios, que la recibe mayor de un acto de sufrimiento por El, que de las gloriosas acciones de los hombres obradas sin pensar en El.

C) v. 33. — Hijitos, aún estoy un poco con vosotros. — Poco estará Jesús con los hombres en estado pasible y mortal. Después de su muerte, que será el día siguiente, ya no padecerá ni morirá más. Estará con los discípulos durante cuarenta días; pero en un estado ya sublimado, glorioso. Por esto, como si se gozara Jesús en aquellas pocas horas de vida mortal que le restan, deja que su Corazón se desborde en tiernísimas palabras y afectos a sus queridos. ¡Con qué vehemencia latiría el divino Corazón durante las últimas horas de su vida mortal! Obra de amor como era la de la redención del mundo, la entraña que es el símbolo y el refugio del amor, el corazón, se agitaría, avara del poco tiempo que le quedaba, para mejor consumar la obra que Dios le había confiado.

D) v. 34. — Que os améis los unos a los otros. — No como pudieran amarse unos hombres a otros, dice San Agustín, porque todo animal ama a su semejante; sino como deben amarse aquellos que son dioses e hijos del Altísimo: de manera que se consideren hermanos en su Hijo único, que es quien ha de llevarlos a su último fin. La razón del amor mutuo debe ser la caridad de Dios: esta caridad que ha derivado de Dios y que es como el aglutinante que debe reducirnos a todos a la unidad con él. Todo amor que se tenga a los hermanos fuera de este amor, ni es amor cristiano, ni tendrá eficacia para unirnos a todos en Dios.

E) v. 35. — En esto conocerán todos que sois mis discípulos... — Por esta señal conocían en la primera generación cristiana a los discípulos de Cristo: «La multitud de los creyentes eran un corazón y un alma» (Hch. 4, 32); ello era lo que admiraba a los gentiles, según Tertuliano: « ¡Mirad cómo se aman, y cómo están dispuestos a morir unos por otros!» La historia de la Iglesia atestigua que cuanto mayor ha sido la caridad fraterna, más profundo ha sido el sentido cristiano, más férvida la piedad, más garantizada la paz cristiana de los pueblos. Porque la caridad fraterna, dice el Crisóstomo, es la floración de la santidad, el indicio de la virtud verdadera.

(Cardenal Gomá, El Evangelio Expilcado; Ed.Acervo; Barcelona 1967; p.497-500)
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Manuel de Tuya

Comienzo de los discursos de despedida. 13,31-35

Con estas palabras, sólo interrumpidas por la situación en que Jn pone la predicción de Pedro, comienza el gran discurso de despedida. Como Jn no relata la institución de la Eucaristía, no se puede saber el momento histórico a que corresponden estas palabras. La salida de Judas significa la «glorificación» de Cristo y del Padre.

Glorificación del Hijo, porque va a dar comienzo en seguida su prisión y muerte, lo que es paso para su resurrección triunfal. Así decía a los de Emaús: « ¿No era necesario que el Mesías padeciese tales cosas y así entrase en su gloria?» (Lc 24,26). Frente a «glorificaciones» parciales que tuvo en vida con sus milagros (Jn 2,11; 1,14, etc.), con esta obra entra en su glorificación definitiva (Fil 2,8- 11). El ponerse la glorificación como un hecho pasado en aoristo (edoxásthe) es que, al estilo de usarse un presente por un futuro inminente, se considera tan inminente esta glorificación—»en seguida» (v.33e)—, que se da ya por hecha. Si no es debido a la redacción de Jn, que lo ve a la hora de los sucesos ya pasados.

Esta «glorificación» del Hijo aquí va a ser «en seguida», por lo que es el gran milagro de su resurrección. Va a ser obra que el Padre hace «en él», ¿Cómo? Caben dos interpretaciones:

1) la gloria de su resurrección descorrerá el velo de lo que él es, oculto en la humanidad; con lo que aparecerá «glorificado» ante todos. Así San Cirilo de Alejandría «en sí» mismo se referiría al Padre. Sería, pues, la glorificación al Hijo por su exaltación a la diestra del Padre, la que se acusaría en los milagros. Es lo que él pide en la «oración sacerdotal» (Jn 17,5.24).

2) Pero, si el Padre glorifica al Hijo, el Padre, a su vez, es glorificado en el Hijo. Pues El enseñó a los hombres el «mensaje» del Padre (Jn 17,4-6), y le dio la suprema gloria con el homenaje de su muerte; que era también el mérito para que todos los hombres conociesen y amasen al Padre.

Y con ello les anuncia, algún tanto veladamente, tan del gusto oriental, su muerte. Les vuelca el cariño con la forma con que se dirige a ellos: «Hijitos» (teknía). En arameo no existe este diminutivo en una sola palabra. Pero Cristo debió de poner tal afecto en ella, que se lo vierte por esta forma griega diminutiva,

El va a la muerte. Por eso estará un «poco» aún con ellos. Pero ellos no pueden «ir» ahora, Las apariciones de Cristo resucitado a los apóstoles fueron transitorias y excepcionales. Si la forma literaria en que él se refiere a lo mismo que dijo a los judíos es literariamente igual, conceptualmente es distinta. Ya que aquéllos lo buscaban para matarle, por lo que morirán en sus pecados (Jn 8,21), mientras que a los apóstoles va a «prepararles» un lugar en la casa de su Padre (Jn 14,2).

Y Cristo les deja no un consejo, sino un «mandamiento» y «nuevo»: el amor al prójimo. Acaso surge aquí evocado por las ambiciones de los apóstoles por los primeros puestos en el reino, lo que hizo que, con la «parábola en acción» del lavatorio de los pies, les enseñase la caridad.

Y este mandato de Cristo es «nuevo», porque no es el amor al simple y exclusivo prójimo judío, como era el amor en Israel, sino que es amor universal y basado en Dios: amor a los hombres «como yo (Cristo) os he amado». Y será al mismo tiempo una señal para que todos conozcan que «sois mis discípulos». ¡Los discípulos del Hijo de Dios! Pues, siendo tan arraigado el egoísmo humano, la caridad al prójimo hace ver que viene del cielo: que es don de Cristo. Y así la caridad cobra, en este intento de Cristo, un valor apologético. Tal sucedía entre los primeros cristianos jerosolimitanos, que «tenían un solo corazón y una sola alma» (Act 4,32). Tertuliano refiere que los paganos, maravillados ante esta caridad, decían:

«¡Ved cómo se aman entre sí y cómo están dispuestos a morir unos por otros!» Y Minucio Félix dice en su «Octavius», reflejando este ambiente que la caridad causaba en los gentiles: «Se aman aun antes de conocerse».

(Profesores de Salamanca, Manuel de Tuya, Biblia Comentada, B.A.C., Madrid, 1964, p. 1220-1221)
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Juan Pablo II

JUAN PABLO II
"REGINA CAELI"
Domingo 9 de mayo de 2004

Durante el mes de mayo, el pueblo de Dios siente la necesidad de intensificar su devoción a María, cuya presencia materna es un apoyo para los cristianos y para el mundo entero.

Desde que la joven de Nazaret pronunció su fiat, su "corazón virginal y materno al mismo tiempo, bajo la acción particular del Espíritu Santo, sigue siempre la obra de su Hijo y va hacia todos aquellos que Cristo ha abrazado y abraza continuamente en su amor inagotable" (Redemptor hominis, 22). Por tanto, si la misericordia de Cristo es inagotable, también el corazón inmaculado de su Madre es "maternalmente inagotable" (cf. ib.).

2. En la cruz, Jesús quiso extender, de manera fácilmente accesible a todos, la maternidad espiritual de María, entregándole como hijo al discípulo amado (cf. Jn 19, 26). Desde entonces, generaciones y generaciones de creyentes la invocan y recurren a ella con amor y esperanza. Y la Virgen expresa su maternidad "en su singular proximidad al hombre y a todas sus vicisitudes" (Redemptor hominis, 22).

Si las personas valoraran este don extraordinario, ¡cuánto más fácilmente se sentirían hermanos, renunciando al odio y a la violencia, para abrir el corazón al perdón de las ofensas recibidas y al respeto sin reservas de la dignidad de toda persona!

3. Dentro de algunos días, el 13 de mayo, recordaremos la aparición de la Virgen en Fátima y su invitación a la conversión. Amadísimos hermanos y hermanas, oremos para que también los hombres de nuestra época acojan la invitación urgente de María, que vela con amor sobre la Iglesia y sobre el mundo.

(Texto extraído de: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/index_sp.htm)
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Fray Justo Pérez de Urbel

Os doy un mandamiento nuevo

El último discurso

Sólo en el Evangelio de San Juan falta el relato de la institución de la Eucaristía. Sin duda le pareció inútil repetir lo que había relatado ya San Pablo hacia el año 55, escribiendo a los de Corinto, y lo que habían contado los tres sinópticos con palabras casi estereotipadas. Él, en cambio, recoge en cinco largos capítulos el coloquio de Jesús con sus discípulos después de terminada la cena. El convite de la Pascua tuvo siempre entre los judíos un carácter religioso; pero eso no impedía que, una vez terminados los ritos tradicionales, se prolongase la conversación hasta muy avanzada la noche en una forma más libre y familiar. Eso es lo que sucedió en el convite del cenáculo. Fue aquello la efusión del amor, que tiene que despedirse y no se resigna a hacerlo. Una y otra vez se repite la misma frase; es continuo el flujo y reflujo de los sentimientos, y como, al fin, la separación se hace inevitable, se busca al menos el consuelo de la unión espiritual.

Así fue la despedida de Cristo. No ha habido otra tan enternecedora y en la cual se haya revelado un amor tan entrañable, un dolor tan profundo. Jesús se excede a Sí mismo. Su humanidad se transparenta en formas hasta entonces desconocidas; su divinidad aparece con radiosa claridad. Y, con la divinidad, descubrimos el misterio de la Trinidad beatísima: el del Padre, a quien se va por el Hijo; el del Paráclito, que el Hijo y el Padre enviarán a los corazones ensombrecidos por la separación. Vemos aquí el adiós de una madre a sus hijos pequeñuelos y mal preparados para comprender sus palabras: abandono en la charla, confianza mutua, interrupciones continuas, variaciones sobre el mismo tema, avidez, curiosidad y trabajo tan grande para pronunciar la última palabra, que el mismo Jesús tiene que acudir a su voluntad superior para poder cortar la conversación con esta consigna: “Basta.”

El mandamiento nuevo

Empieza con un grito de liberación y de triunfo: “Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado, y Dios en El.” Es la satisfacción por la salida de Judas, el goce de estar rodeado únicamente de leales. Es también el fruto del sacrificio que se acerca. La pasión va a ser causa de gloria: va a ser el homenaje supremo a Dios Padre y la condición de la salud del hombre. Pero el júbilo desaparece ante el pensamiento de tener que abandonar a los que se ama. Y con la voz temblando de ternura, añade el Señor: “Hijuelos míos, ya sólo estaré un poco con vosotros... Donde Yo voy, vosotros no podéis venir.” Al anuncio de la partida sigue la última recomendación; la voluntad postrera: “Un nuevo mandamiento os doy, amaos los unos a los otros; amaos como Yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos.” Tal era la última voluntad, lo que creaba la familia cristiana, lo que traía a la tierra la novedad de un amor por el cual se podrá decir de los discípulos de Cristo que son un solo corazón y una sola alma. Tan nuevo era esto, que los paganos no acertaban a comprenderlo: “Se aman aun sin conocerse”, dirá Minucio Félix, maravillado, y Luciano escribirá con un acento de escepticismo: “Su Maestro les ha hecho creer que todos son hermanos.”

(Fray Justo Pérez de Urbel, Vida de Cristo, Ed.Rialp 1987, p. 571-572)
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EJEMPLOS PREDICABLES


EL AMOR AL PRÓJIMO ESTÁ LIGADO ESTRECHAMENTE CON
EL AMOR DE DIOS

“¡Hijos míos, amaos los unos a los otros!

El evangelista San Juan, a quien Jesucristo había prometido una larga vida, alcanzó una edad provecta. Vivía aún como obispo en Efeso, alrededor del año 100. Ya muy cargado de años, sólo decía a sus fieles estas palabras: “¡Hijos míos, amaos los unos a los otros!” Preguntado por qué siempre repetía la misma sentencia, contestó: “Si os queréis los unos a los otros, cumplís ya la Ley por entero”. Quien ama al prójimo, ama también a Dios, y viceversa. Quien cumple el mandamiento del amor al prójimo, cumple todos los demás mandamientos, porque éstos van ya comprendidos en aquél.



LO QUE HACEMOS AL PRÓJIMO LO HACEMOS A JESUCRISTO

“San Martín de Tours partió su capa con un pobre”

San Martín de Tours fue primeramente militar. Una mañana de invierno extremadamente fría, salía al campo por la puerta de la ciudad de Amiens en Francia (333). Encontróse con un mendigo casi desnudo y tiritando. Nadie habíase compadecido del desgraciado. El Santo sintió lástima, tiró mano a la espada, partió su capa en dos trozos, y dió uno al pordiosero. La noche siguiente tuvo San Martín un sueño maravilloso: veía a Jesús rodeado de ángeles, y vestido con la mitad de la capa del Santo; y decía Jesús a los ángeles: “Mirad, con esta capa Martín me ha vestido”. Este sueño hizo que Martín se dejase bautizar y que fuese mucho más compasivo que antes. Más tarde llegó a ser obispo de Tours, y llevó vida de santidad (m. 402). Bien se ve en este ejemplo que lo que hacemos a nuestros semejantes, es como si lo hiciésemos a Dios mismo.

(Spirago, Catecismo en ejemplos, Ed. Políglota, 2ª Ed., Barcelona, 1931, pag 14-15, nº 613 y 614)