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HOMILÍAS PARA EL V DOMINGO DE PASCUA
25-27
25. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentario general
HECHOS 6, 1-7:
Esta página de los Hechos nos guarda el recuerdo de la institución de los
«Diáconos»:
— Los «Helenistas» (v 1) eran los judíos o prosélitos (= paganos convertidos al
judaísmo) nacidos fuera de Palestina. Hablaban griego. Tenían en Jerusalén sus
Sinagogas particulares. Estos helenistas representan el anillo que enlazó el
Evangelio con los gentiles, el puente para establecer relación con ellos. En la
Comunidad, hasta entonces modelo de unión, paz y amor, aparecen unos brotes de
malestar y discordia. Sin duda los cristianos palestinenses convertidos se
consideran con derecho a ciertos privilegios. Esto provoca quejas entre los
cristianos helenistas. Quejas y disensiones que los Apóstoles deben aten-der. En
la Iglesia toda función y todo carisma es ministerio y servicio de amor. El amor
unifica.
— Los Apóstoles, con el rito de la oración e imposición de manos (5-7), ordenan
a siete diáconos. Los siete son helenistas. Serán «ministros» de los Apóstoles.
En nombre de los Apóstoles atenderán a ministerios en los que no conviene se
distraigan quienes tienen la función de «consagrarse a la plegaria y al
ministerio de la predicación» (4).
— El Concilio ha considerado muy útil que «en adelante se pueda restablecer el
Diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía» (L. G. 29). Y acerca
de su carácter y de su ministerio nos dice el Concilio: Reciben la imposición de
manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Es oficio de ellos
propio: la administración del Bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía,
el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el viático
a los moribundos, leer la Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo,
presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacra-mentales,
presidir los ritos de funerales y sepelios» (L. G. 29). El protomártir Esteban
era diácono. Prestó a la Iglesia un servicio valiosísimo. Sobre todo, donde
escaseen los sacerdotes tienen campo de labor muy amplio y provechoso los
diáconos.
1 PEDRO 2, 4-9:
Quienes con la fe y el amor nos adherimos al Resucitado somos herederos de todos
los privilegios de Israel. Y con la ventaja suma; pues el antiguo Israel sólo
los poseía en figura, sombra y esbozo. Nosotros los gozamos en realidad y
plenitud. San Pedro nos recuerda los siguientes:
— En Cristo somos: «Templo Santo de Dios» (4. 5). En San Pablo leemos a menudo y
mejor desarrollada esta metáfora o alegoría: «Sois edificio que estriba sobre el
fundamento de los Apóstoles y Profetas y del cual es piedra angular el mismo
Cristo. En El, toda la construcción ajustadamente trabada se alza para ser
Templo en el Señor; en El también vosotros, los gentiles, sois incorporados al
edificio para ser Templo de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 20). Metáfora muy
expresiva. Debemos estribar en Cristo. Con esto tenemos firmeza. Y al estribar
todos en El quedamos todos trabados fraternalmente. Y formamos con Cristo el
único Templo consagrado por el Espíritu a gloria del Padre. La Eucaristía
asegura la unidad eclesial: Todos aglutinados en Cristo.
— En Cristo somos: «Sacerdocio Santo» (9). Somos un Reino Sacerdotal y santo:
consagrados a Dios, a su amor, a su culto. De este Sacerdocio en Cristo que a
todos nos compete por el Bautismo nos dice el Concilio: «Cristo a su nuevo
Pueblo le hizo Reino Sacerdotal para su Padre. Los bautizados son consagrados
Templo espiritual y Sacerdocio Santo por la regeneración y por la unción del
Espíritu; en virtud de su sacerdocio real los fieles asisten a la oblación de la
Eucaristía; lo ejercen también en la recepción de los sacramentos, en la oración
y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y
caridad operante» (L. G. 10). Sacerdotes, por tanto, en Cristo y con Cristo,
ejercemos un culto santo a gloria del Padre: Qui oblatione corporis sui, antiqua
sacrificia in crucis veritate perfecit, et, seipsum tibi pro nostra salute
commendans, idem sacerdos, altare et agnus exhibuit. (Praef.)
— En Cristo somos: «Hostia Santa» (5). Cristo es: Sacerdote-Hostia. Nuestra
condición de bautizados nos hace en Cristo y con Cristo: hostias santas a gloria
del Padre. Nos lo recuerda también el Concilio: «Todas las obras (del
bautizado), preces, proyectos de apostolado, la vida conyugal y familiar, el
trabajo cotidiano, si se realizan en el Espíritu, y más aún las penas de la vida
pacientemente soportadas, se convierten en hostias espirituales, gratas a Dios
por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del
Cuerpo del Señor, ofrecen al Padre» (L. G. 34). Ofrezco mis obras y mis penas;
ofrezco mi persona; y formo con Cristo una única hostia.
JUAN 14, 1-12:
Recojamos las ricas promesas que nos hace Jesús en su Discurso de despedida:
— La separación ni es definitiva ni larga (3). El va delante. Nosotros iremos en
pos de El. Va para de allí volver místicamente. El Resucitado estará siempre con
nosotros.
— «Creed en Mí» (1). Lo esencial es la fe en Jesús-Mesías-Hijo de Dios. El es
«Camino-Verdad-Vida» (6). Es el Camino que nos conduce a la Verdad y a la Vida.
La fe en Jesús nos entra de lleno en la luz y en la vida de Dios. Hallar a
Cristo es hallar la Verdadera Vida; es hallar al Padre.
— Felipe interpreta la promesa de Jesús a escala sensible (8). Jesús nos eleva a
la zona de la fe. El «ver» que El nos promete no ha de ser sensible, sino
espiritual. A esta luz espiritual, luz de la fe, Jesús es la revelación y
epifanía del Padre. Es su rostro pues es su Hijo. Es su presencia (7, 11). Ver
al Padre, por tanto, es creer que Jesús es su Hijo (10).
(José Ma. Solé Roma,O. M. F., Ministro de la palabra, ciclo A, Ed. Herder,
Barcelona1979, pags 117-120)
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San Agustín
“Yo soy el camino, la verdad, y la vida...” Jn. 14,6
Cuando se nos leía el evangelio, habéis, entre otras, oído estas palabras del
Señor Jesús:
“Yo soy el camino, la verdad y la vida...”
¿Quién no aspira a la verdad y a la vida?
Pero no todos hallan el camino. Aun filósofos profanos hubo que vieron en Dios
una cierta vida eterna e inmutable, inteligible e inteligente, sabio y principio
de toda sabiduría; y vieron también en él una verdad fija, estable,
indeficiente, donde están las matrices todas de la criaturas; mas viéronla de
lejos y en el seno del error, y así no acertaron el camino a la posesión de tan
magnífica, inefable y bienaventurada herencia.-
Prueba, en efecto, de que aun ellos, en la medida posible al hombre, vieron al
Creador por entre las criaturas, al Hacedor a través de su hechura, al artífice
del mundo por medio del mundo...
Pero Cristo es, en el seno de su Padre, la verdad y la vida; él es el Verbo de
Dios, y de él se dijo: “La vida era la luz de los hombres...”
Siendo, pues, en el Padre la verdad y la vida, y no sabiendo nosotros por dónde
ir a esta Verdad, él, Hijo de Dios, Verdad eterna y Vida en el Padre, hízose
hombre para sernos camino.
Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a la divinidad.
El te conduce a él mismo.
No andes buscando por dónde ir a él fuera de él.
Si él no hubiera tenido voluntad de ser camino, extraviados anduviéramos
siempre.
Hízose, pues, camino por donde ir.
No te diré ya: “Busca el camino”
El camino mismo es quien viene a ti.
¡Levántate y anda!
Anda con la conducta, no con los pies. Muchos andan bien con los pies y mal con
la conducta. Y aún los hay que andan bien, pero fuera de camino.
Hombres hallarás, en efecto, de vida regulada, y no son cristianos.
Corren bien, mas no por el Camino, y cuanto más andas, más se extravían, pues se
alejan más del Camino.
Si estos hombres entran en el Camino y lo siguen, ¡cuánta seguridad hay!. Porque
andan bien y no yerran.
Cuando, al revés, no siguen el Camino, ¡qué lástima dan, por bien que anden...!
Preferible, sin duda, es ir por el camino aun cojeando, a ir bravamente fuera
del camino....
Estas divinas lecciones nos levantan el corazón, para que la desesperanza no nos
deprima, y al mismo tiempo lo aterran, para que no nos lleve el viento de la
soberbia.-
Dificultoso, por demás, había de sernos seguir el camino medio, verdadero y
derecho, como si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la derecha
de la presunción, si Cristo no dijese: “Yo soy el camino, la verdad y la
vida....”
O en palabras semejantes:
“¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino.-
¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad.-
¿Dónde quieres detenerte? Yo soy la vida...”
Vayamos, pues, tranquilamente por este camino; mas ¡cuidado con las asechanzas a
la vera del camino!
No se atreve el enemigo a poner celada en el mismo camino, porque el camino es
Cristo; pero a la vera del camino es cierto que no se cansa de ponerlas.-
Por eso dice el salmo:
“Junto a las sendas me pusieron tropiezos...” (139,6)
Y en otro lugar dice la Escritura: “Entre lazos andas...·” (Eccli 9,20)
Estos lazos entre los que andamos no están en el camino, sino a la vera del
camino.-
¿De qué te asustas, qué temes por el camino?
Teme si te sales de él. Porque, si al enemigo se le deja poner lazos junto al
camino, es para que, con la alegría de la seguridad, no se abandone el camino
derecho y vaya el caminante a dar en las celadas...
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Reginald Garrigou-Lagrange
La unión hipostática, la unión más íntima después de la Trinidad
Tal como se ve, la unión personal o hipostática, es decir, unión de la divinidad
y de la humanidad en una sola persona o en un solo sujeto, no es sólo una unión
moral que nace de la conformidad de la voluntad humana con la voluntad divina
por la gracia y la caridad. Esa unión moral con Dios, unión que se da en todos
los santos, puede convertirse en una unión muy íntima; en el Antiguo Testamento
Abraham es llamado amigo de Dios, pero queda infinitamente distante de Dios; de
la misma manera, los Apóstoles y los más grandes santos.
La unión personal o hipostática no es tampoco una unión natural y esencial, pues
no constituye una misma naturaleza o esencia. Las dos naturalezas quedan
perfectamente distintas, aunque íntimamente unidas. En efecto, la naturaleza
divina es absolutamente inmutable y no puede convertirse o cambiarse en una
naturaleza creada; además, si así fuese, Jesús ya no sería verdadero Dios. Por
otra parte, la naturaleza humana no puede convertirse o cambiarse en naturaleza
divina; si así fuese, Jesús no sería verdadero hombre. Tampoco pueden las dos
naturalezas entrar en composición de una tercera naturaleza, lo que supondría
una modificación o alteración de la naturaleza divina que es absolutamente
inmutable y que no podría ser la parte incompleta de un todo más perfecto que
ella misma.
La unión personal o hipostática no supone, pues, de ningún modo, la confusión de
las dos
naturalezas. Así, en nosotros, la unión del alma y del cuerpo no entraña en modo
alguno la confusión. Más o menos como nuestro cuerpo está dominado, vivificado
por nuestra alma y será reanimado por ella el día de la resurrección, así, en
Jesús, la naturaleza humana está bajo el dominio total de Dios, poseída por el
Verbo. Cristo no es un ser fabuloso, mitad dios y mitad hombre; es verdadero
Dios y verdadero hombre, sin confusión panteística de las dos naturalezas unidas
en su persona divina.
Así se realizan sobrenaturalmente, en este misterio sublime, la inclinación de
Dios de darse el máximo posible al hombre y la inclinación del hombre de unirse
al máximo posible con Dios.
Después de la unión de la Santísima Trinidad, es ésta la más fuerte, la más
íntima posible. En la Santísima Trinidad, las tres Personas son necesariamente
una sola y misma naturaleza divina; es un hecho el que, en Jesús, las dos
naturalezas pertenecen a la misma persona. La unión personal o hipostática, que
constituye al hombre-Dios, es incomparablemente más íntima que la de nuestra
alma con nuestro cuerpo. Mientras que el alma y el cuerpo se separan en la
muerte, el Verbo no se7 separa nunca del alma y del cuerpo asumidos por Él. La
unión es inmutable e indisoluble para toda la eternidad.
No contemplamos nosotros suficientemente este inefable misterio de Amor
misericordioso. Su sublimidad proviene precisamente del hecho de que dos
naturalezas infinitamente distantes, una suprema, otra ínfima, están tan
íntimamente unidas. Lo bello proviene de la unidad que resplandece en la
variedad; cuando los diversos elementos están íntimamente distantes y, sin
embargo, íntimamente unidos, ya no se da sólo lo bello, sino, realmente, lo
sublime. Sólo el Amor divino es lo suficientemente fuerte para asociar así la
suprema riqueza y la naturaleza humana con todos los sufrimientos que la pueden
abrumar.
Cuando hagamos el vía crucis y contemplemos a Jesús en la vía dolorosa doblegado
por el fardo de nuestras faltas, acordémonos de que Él es el Camino, la Verdad y
la Vida y que por Él iremos hacia ese océano de vida divina al que sólo Él puede
conducirnos dándonos la gracia de perseverar.
Nos gusta contemplar el mar o las montañas, dejar reposar la mirada largo rato
con admiración. ¿Por qué no contemplamos más a menudo el inmenso misterio de la
Encarnación, misterio que nos trae la salvación? Tal como a menudo nos ha sido
dado ver en los campos de Francia, de España y de Italia, las almas sencillas,
formadas por el Evangelio y la liturgia, llegan a esa contemplación.
Cuando entramos en una iglesia, muy frecuentemente, nos contentamos con pedir
una gracia particular para nosotros y para los demás; agradezcamos alguna vez a
Dios por habernos dado a Nuestro Señor. La Encarnación bien vale una acción de
gracias especial. Esta acción de gracias, que debe comenzar desde aquí abajo,
será la de los santos durante la eternidad, será el canto de los elegidos del
que habla el Apocalipsis: Al que está sentado en el trono y al Cordero,
bendición, honra, gloria y potestad por los siglos de los siglos.
Un alma que todos los días, en la intimidad de la oración, agradeciese a Dios
que nos haya dado a su Hijo, alcanzaría, ciertamente, un alto grado de unión
divina. Esto es posible para toda alma sencilla, privada incluso de cultura
humana: agradecer a Dios el infinito don que nos ha hecho.
Tomado de “El Salvador y su amor por nosotros”, ediciones Rialp, S. A. Madrid.
(Pág.153-156).
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Dr. Isidro Gomá y Tomás
La promesa del Cielo
Explicación. — Este capítulo 14 de Juan se ha llamado de los consuelos, y con
razón, pues en él ofrece Jesús a sus discípulos las perspectivas de la gloria
futura, en compañía de El y del Padre, les asegura un poder taumatúrgico
extraordinario, la eficacia de la oración, la venida del Espíritu Paráclito y su
perpetua asistencia. El fragmento que comentamos puede reducirse a estos tres
conceptos: el cielo, camino para lograrlo, y razón por que lo es. Por lo demás,
es oportunísima esta manera de empezar Jesús su último discurso, para animar a
sus discípulos después del anuncio de su próxima muerte.
El cielo (1-4).—Jesús había anunciado su partida inminente; ellos debían aún
quedar en el mundo (Cf., 13, 33): el anuncio de la separación de un Maestro a
quien querían tanto y habían seguido tan fielmente, que dejaba en su juicio sin
consumar la obra prometida de la fundación del reino mesiánico, que les dejaba
solos frente a sus enemigos terribles, les llenó de turbación y congoja: No se
turbe vuestro corazón, les dice Jesús. La razón de la serenidad que deben
guardar en aquellos momentos es la confianza en Dios y en El: Creéis en Dios,
creed también en mí: de la misma manera que tenéis fe en Dios, debéis tenerla en
mí, que soy su legado y su Cristo, que soy Dios como El, y, por lo mismo, aunque
os deje en la apariencia, estaré con vosotros perpetuamente, con mi auxilio
divino.
Empieza luego a indicarles los grandes bienes que les tiene preparados: el
primero de todos es el cielo. Quizá de lo dicho anteriormente (13, 33.36) han
podido creer que jamás podrán estar en compañía de Jesús, o que sólo Pedro podrá
lograrlo; Jesús rectifica este juicio: En la casa de mi Padre hay muchas
moradas: en el lugar adonde voy hay sitio para todos: para ellos y para muchos
otros, en lo que se indica la multitud de los que seguirán a Jesús. Para
asegurarles esto, añade, como solemos en el lenguaje ordinario para dar fuerza a
una afirmación: Si así no fuera, ya os lo hubiera dicho. Y precisamente la razón
de que los deje temporalmente es para prepararles un lugar: Pues voy a
prepararos el lugar.
La separación de Jesús es condición indispensable para disponer un lugar para
sus discípulos, para venir luego por ellos, tomarlos consigo y estar
perpetuamente juntos: Y si me fuere, y os preparare lugar, abriéndoos el cielo
por mi pasión, rogando en el cielo al Padre por vosotros, enviándoos el Espíritu
Santo, asistiéndoos desde allí en vuestros trabajos, vendré otra vez, a la hora
de la muerte, y os tomaré conmigo, en el reino de la gloria, para que en donde
yo estoy, estéis también vosotros.
Sentenciosamente termina Jesús estos conceptos diciéndoles: También sabéis
adónde yo voy, y sabéis el camino: Ya les había dicho antes adónde iba, al Padre
(1, 33), y a prepararles el lugar en la casa del mismo Padre (14, 2). A más
debían también saber el camino por donde iba a aquel término que era la fe y la
íntima unión con él (5, 40; 6, 35.39.40.47). Rudos como eran aún los Apóstoles,
no habían comprendido la altísima doctrina: la afirmación rotunda de que ellos
saben el camino va a causarles extrañeza, y determina la siguiente cuestión, que
le propone candorosamente Tomás.
EL CAMINO DEL CIELO (5-7). —Tomás le dice: Señor, no sabemos adónde vas: pues,
¿cómo podemos saber el camino? Hay en esta Pregunta el deseo de saber; pero
revela al propio tiempo el temor y la tristeza del apóstol: ha entendido
materialmente las palabras de Jesús, y quiere saber a qué parte se dirige. Jesús
le responde con una triple definición de sí mismo que, al par que centra la
cuestión propuesta en su eje sobrenatural y divino, revela clara Y
categóricamente las funciones de Cristo en orden a los eternos destinos del
hombre: Jesús le dice: Yo soy el camino y la verdad y la vida. No se trata ya,
pues, de un camino material para dirigirse a un punto geográfico: la metáfora es
llena y elevada. Jesús es el camino, porque sólo por El se pasa del estado del
pecado al de gracia, de la tierra al cielo; sólo El nos reconcilia con Dios y
nos enseña el camino de lograrlo con su doctrina y su ejemplo. Es al mismo
tiempo la verdad, antonomásticamente, por esencia; sus palabras tienen, por lo
mismo, la máxima garantía de verdad: es el autor de la fe y del conocimiento de
Dios, y sólo por El podemos ser iluminados en las cosas de Dios. Es la vida,
porque tiene la naturaleza divina, y por tanto es fuente de toda vida; .de la
plenitud de su vida divina todos hemos recibido la vida, cuantos hemos sido
hechos hijos de Dios. Por todo ello, sólo por Cristo se va al Padre; he aquí el
término y el camino de que habla Jesús: Nadie viene al Padre, sino por mí.
Reprende Jesús blandamente a los Apóstoles, porque, a pesar de sus enseñanzas,
ejemplos y milagros, todavía no le han conocido; ello es la causa de que tampoco
conozcan al Padre: Si me hubieseis conocido a mí, ciertamente hubierais conocido
también a mi Padre: los dos tienen la misma naturaleza, iguales propiedades y
atributos, tan claramente manifestados por Jesús. Pero toda vez que Jesús ha
hablado ahora tan claramente de sí, atribuyéndose la misma naturaleza del Padre,
en adelante, conociéndole a El, también conocerán al Padre: Y desde ahora lo
conoceréis, y lo habéis visto, durante el tiempo que habéis convivido conmigo.
POR QUÉ JESÚS ES EL CAMINO DEL CIELO (8-11). - A Felipe, tan ansioso de saber
como tardo en comprender las cosas divinas (Cf. 6, 5-7), le extraña que Jesús
diga que han visto al Padre; en-tiende las palabras del Señor en el sentido de
una visión corporal; no comprende que Jesús habla de la inteligencia por la fe ;
como sabe que Moisés y algunos profetas recibieron la merced de las teofanías o
manifestaciones visibles de Dios, en Horeb, el Sinaí, Isaías, etc., ahora le
pide a Jesús una exhibición, aunque sea momentánea, pero brillante y aparatosa
del Padre: Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta, ya nada más
queremos para deponer todo temor y tristeza.
Reprende Jesús lo tardío de aquella inteligencia y repite con alguna acritud la
misma enseñanza: Jesús le dice: ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros,
contigo, dice el griego, y no me habéis conocido? Tres años que me tratas
asiduamente: ya deberías haber conocido que tengo la misma naturaleza del Padre;
y por lo mismo, Felipe, el que me ve a mí, ve también al Padre. Indica aquí
Jesús su consubstancialidad con el Padre y su distinción personal. Si el Padre y
yo somos una misma cosa, ¿cómo es posible no ver en mí al Padre? ¿Cómo, pues, tú
dices: Muéstranos al Padre?
Y aclara Jesús su pensamiento, sustituyendo al verbo «ver» que antes había usado
y que había dado lugar a la incomprensión de Felipe, por el verbo «creer»: ¿No
creéis (no crees) que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Estamos uno en el
otro, unidos inseparablemente por la misma substancia divina, a pesar de la
distinción de personas; creyendo esto, se ve al Padre con los ojos de la fe,
porque me veis a mí con los del cuerpo. De esta unión inefable de Jesús con el
Padre, da una demostración rápida apelando al testimonio de sus enseñanzas y de
sus milagros: Las palabras que yo os hablo, no las hablo de mí mismo: yo no soy
más que un instrumento del Padre, su portavoz (Cf. 7, 16; 12, 49). Igualmente es
el Padre quien hace por mí las obras estupendas que yo he obrado: Mas el Padre,
que está en mí, El hace las obras.
Después de unas manifestaciones tan claras y terminantes y de una demostración
tan definitiva, se dirige a todos los Apóstoles, ya no sólo a Felipe, y les dice
como en conclusión triunfante: ¿No creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre
en mí?
Lecciones morales. — A) v. 1. —No se turbe vuestro corazón. — A fin de que los
Apóstoles, como hombres que eran, dice San Agustín, no temiesen la muerte de
Cristo, les consuela afirmando que también es Dios; como si les dijera: ¿Teméis
mi muerte según mi forma de siervo? No se turbe vuestro corazón, porque la
resucitará mi forma de Dios. He aquí, en estas palabras de San Agustín,
expresado el doble elemento que hay en cada uno de nosotros: el elemento
meramente humano, sujeto a todas las vicisitudes de la humana vida,
enfermedades, errores, debilidad de la voluntad, persecuciones, miserias de todo
género, coronadas por la mayor de todas, que es la muerte; y el elemento divino,
la vida sobrenatural, la gracia de Dios, la inhabitación de Dios mismo en
nosotros, si estamos en su gracia. Cuando se levanten furiosas las tormentas en
el elemento humano, no se turbe nuestro corazón mientras ten-gamos a Dios con
nosotros. De aquí el conocidísimo estribillo de nuestra Santa Teresa: «Nada te
turbe, — Nada te espante. — Quien a Dios tiene — Nada le falta... — Sólo Dios
basta.»
B) v. 2.— En la casa de mi Padre hay muchas moradas. — Con estas palabras, dice
San Agustín, quítales Jesús a sus Apóstoles la turbación, con la certeza de que,
después de los peligros y de las Pruebas, habitarán con él en el cielo ante
Dios. Porque aunque uno es más fuerte que otro, más sabio, más justo, más santo,
nadie será excluido de aquella casa, donde cada cual tendrá su mansión, según
sus méritos. Cierto que es igual para todos aquel denario que el padre de
familias manda dar a los trabajadores de su viña; con el cual se significa la
vida aquella en la cual nadie vive más que el otro, porque una misma eternidad
los excluye a todos de medida. Pero la multiplicidad de mansiones indica la
diferencia de dignidades según los méritos de cada uno de los que gocen la misma
vida.
c) v. 6.— Yo soy el camino y la verdad y la vida. — Bendigamos la bondad de Dios
y de su Cristo, que de tal manera se ha manifestado a los hombres. Porque, como
dice San Hilario, ya no anda-remos errantes por caminos extraviados siguiendo a
Aquel que es el camino de Dios, porque es el mismo Dios; ni nos llevará por los
caminos del error o de la falsedad Aquel que es la Verdad por esencia; ni
deberemos temer la muerte uniéndonos a Aquel que es la misma Vida y la fuente de
toda vida. ¡Oh, camino, fuera del cual no hay camino, sino sólo sendas de
perdición y precipicios! ¡Oh, verdad, comprensiva de toda verdad y exclusiva de
todo error, fuera de la cual no hay sino espesas tinieblas de error! ¡Oh, vida,
en la que tiene plantadas sus raíces toda vida, sin la que no hay vida, sino
muerte, en el cuerpo y en el alma, en el tiempo y en la eternidad! Haz que te
sigamos, que te creamos, que de ti y en ti vivamos, para que podamos llegar a la
visión del Padre, que es el término de nuestra vida.
D) v. 9.— ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis conocido? —
Con estas palabras, dice San Hilario, reprende Jesús al apóstol que le
desconocía o ignoraba. Porque, como era propio de Dios lo que hacía: andar sobre
las olas, mandar a los vientos, perdonar los pecados, resucitar a los muertos,
por ello se queja de que por la naturaleza humana no se remonte hasta el
conocimiento del Dios que la tomó. Más dignos de reprensión son aún aquellos que
han visto los milagros de Jesús, contados por las verídicas historias del
Evangelio, y los tal vez más estupendos de los siglos posteriores, obrados por
El y por los que han creído en El, y no ha sabido ver en El al enviado de Dios.
¡Cuántos ignoran a Cristo, y cuán grande es la ignorancia de muchos, que creen
conocer a Cristo, sobre la persona y la obra del mismo Cristo!
E) v. 10. — ¿No lo creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? — Está
Jesús en el Padre y el Padre está en Jesús, no por conjunción de dos naturalezas
distintas, dice San Hilario, ni por la fuerza de absorción de una capacidad
mayor, sino por el nacimiento de un viviente de una naturaleza viviente, por
cuanto de Dios no puede nacer más que Dios. Por lo mismo, Jesús es Dios de Dios,
con igual naturaleza que el Padre. El está en el Padre por-que tiene idéntica
naturaleza y está naciendo de Dios de toda la eternidad; y el Padre está en El
por igual razón, porque le engendra eternamente Dios. Cuánta sea la confianza
que debemos tener en Jesús, ya se ve de esta razón, una de las fundamentales de
nuestra doctrina cristiana. Pidiendo a Jesús, pedimos a Dios: en El no hay más
que una Persona, que es divina; y esta Persona es consubstancial con la Persona
del Padre, origen fontal de todo bien.
F) v. 10. — El Padre, que está en mí, El hace las obras. — Hacen las obras, los
milagros estupendos, El y el Padre, conjuntamente, porque lo que hace el Padre
lo hace El (Ioh. 5, 21). El aparece como obrador de los milagros, en cuanto es
su naturaleza humana el instrumento de que se sirve la divinidad para hacerlos;
pero más allá de la naturaleza humana está la Persona del Verbo, y con ella las
otras divinas personas, que conjuntamente hacen lo que sólo Dios puede hacer; y
lo que Dios hace, en orden al mundo externo, lo hacen las tres personas divinas.
(Dr. Isidoro Goma y Tomas, El Evangelio explicado Vol. II, Ediciones Acervo,
Barcelona, 1967, Págs. 504- 509).
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Juan Pablo II
I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14, 9)
1. Revelación de la misericordia
« Dios rico en misericordia » 1 es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre;
cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho
conocer.2 A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que Felipe, uno
de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: « Señor, muéstranos al
Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con
vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre ».3
Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de despedida, al final de la
cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días santos, en
que debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que « Dios, que
es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros
muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo ».4
Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las
necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la Encíclica
Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en
Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor
importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir
una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso y
Dios de todo consuelo ».5 Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes
leemos: « Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación »: y esto lo hace « en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor ».6 Las palabras citadas
son un claro testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad
de su naturaleza no puede tener lugar sin la referencia —no sólo conceptual,
sino también íntegramente existencial— a Dios. El hombre y su vocación suprema
se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su
amor.
Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo
están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre
contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos,
con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que
todo hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia —como dije en la encíclica
Redemptor Hominis—, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición nos están
indicando constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal
como Cristo la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.7 En
Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para
siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente
un caminar al encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha
confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.
Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto
más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y
realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús.
Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano
han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el
teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo,
trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este
es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del
Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia de la
Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina del gran
Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con fe, con mente
abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de
relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la
Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra
inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que la apertura
a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo « revela plenamente el hombre al
mismo hombre », no puede llevarse a efecto más que a través de una referencia
cada vez más madura al Padre y a su amor.
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1 Ef 2, 4.
2 Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s.
3 Jn 14, 8 s.
4 Ef 2, 4 s
5 2 Cor 1, 3.
6 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S.
58 (1966), p. 1042.
7 Cfr. ib.
(Tomado de la encíclica “Dives in misericordia”, (30-11-1980)
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Catecismo de la Iglesia Católica
Artículo 12 “Creo en la Vida Eterna”
II El cielo
1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente
purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios,
porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22,
4):
Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de
Dios, las almas de todos los santos ... y de todos los demás fieles muertos
después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar
cuando murieron;... o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una
vez que estén purificadas después de la muerte ... aun antes de la reasunción de
sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador,
Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino
de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los
ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y
ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de
ninguna criatura (Benedicto XII: DS 1000; cf. LG 49).
1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de
amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se
llama "el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones
más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.
1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts
4,17). Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran
allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):
Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí
está el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).
1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La
vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la
redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a
aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El
cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente
incorporados a El.
1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están
en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos
habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino,
casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman"
(1 Co 2, 9).
1028 A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que
cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da
la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es
llamada por la Iglesia "la visión beatífica":
¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor
de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de
Cristo, el Señor tu Dios,...gozar en el Reino de los cielos en compañía de los
justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada (San
Cipriano, ep. 56, 10,1).
1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con
alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación
entera. Ya reinan con Cristo; con El “ellos reinarán por los siglos de los
siglos” (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).
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EJEMPLOS PREDICABLES
San Bernardo, hijo de noble familia dotado de claro ingenio, se hallaba en la
flor de la vida y, todo le sonreía. Mas se preguntó a sí mismo: ¿Cuánto podrán
durar estas cosas? ¿Y por ellas voy a exponerme para siempre a perder mi alma?,
Y resolvió entrar en la orden del Cister.
Trataron de disuadirle sus hermanos, mas él fue tan afortunado y elocuente, que
llevó consigo a cuatro de sus hermanos, a un tío suyo y a otros treinta
caballeros. Sucedió que el hermano mayor, al despedirse del menor de todos,
Navardo, le dijo:
—Quédate con Dios: nosotros nos vamos al monasterio y te dejamos heredero de
toda nuestra hacienda.
— ¿Cómo? — repuso Navardo — ¿vosotros escogéis el cielo y a mí me dejáis la
tierra? No es buena partición.
Y los siguió al claustro.
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San Juan Fischer, cardenal y obispo de Rochester (+1535), ya anciano y
decrépito, fue condenado a muerte por Enrique VIII por no haber firmado lo que
el rey, impía e injustamente, pretendía.
Al salir de la cárcel, escuálido y extenuado, tenía que esforzarse por andar:
pero cuando vio el patíbulo, donde había de dejar la cabeza, arrojó el bastón en
que se apoyaba, exclamando: ¡Andad, pies míos, que estamos muy poco distantes
del paraíso!: Ite, pedes: paulo a Paradiso distamos!
Tomados de” Vademécum de ejemplos predicables”, Mauricio Rufino, ed. Herder
1962.
26. FLUVIUM 2005
Nuestra vida en Cristo
Nos presenta la Iglesia en este domingo quinto de Pascua un pasaje evangélico
muy propio del tiempo litúrgico que celebramos, por cuanto nos hace considerar
la vida en Cristo a la que somos llamados. Esa concisa expresión del Señor: Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida, lo confirma. Asegura Jesucristo que para
nosotros, los hombres, Él es Camino único de nuestra existencia, Verdad
inequívoca para todo criterio y Vida plena de felicidad consumada.
Por sorprendente que nos parezca, Nuestro Dios nos otorga vivir su misma Vida,
no ya imitar humanamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, llevando así una
conducta intachable desde el punto de vista terreno, sino mucho más. Podemos
afirmar, incluso, que esta declaración de Jesucristo condensa todo su Evangelio:
siendo hombres, Dios nos ha destinado a su Vida. Esta vida divina en el hombre
puede ser ya una realidad en cada uno, si vivimos vida sacramental por la
Gracia.
Que Cristo es la Verdad podemos entenderlo de diversos modos. Entre ellos
consideramos ahora que el Señor nos muestra nuestra verdad; es decir, cual es en
verdad nuestra condición, lo que Dios ha establecido en el hombre por la
creación y la posterior elevación por Cristo al orden sobrenatural.
Jesucristo es el Camino puesto que a través de Él y sólo por Él alcanzamos la
salvación. No solamente con su ayuda. No sólo imitando su conducta. Es preciso,
de hecho, desarrollar personalmente en nosotos la misma vida de Cristo, siendo
otros cristos, según la expresión paulina.
La Redención, que celebramos de modo especial en Pascua, supone para el hombre,
siendo criatura, la posibilidad de vivir la vida misma de su Creador. Así queda
expresado, entre otras, por las palabras del Señor: Soy la Vida, Soy el Camino.
El Señor es Vida y Camino nuestro y además nuestra Verdad. Muestra en su ser, en
efecto, la realidad a la que somos llamados, lo que Dios espera: os llevaré
junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. El Señor mismo
manifiesta claramente, por otra parte, su unión con el Padre: Yo estoy en el
Padre y el Padre en mí. De ello que se deduce nuestra vida en Dios cuando
cumplimos su voluntad y, por tanto, que nuestras obras puedan ser
sobrenaturales: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las
hará mayores.
El Creador, en efecto, quiere a su criatura humana con tal amor que no podemos
comprenderlo. Lo reconocemos, sin embargo, y hacemos lo posible por agradecerlo
y corresponder, aunque somos conscientes de que siempre nos quedaremos cortos. Y
es que tanto amó Dios al mundo –al hombre–, que entregó a su Unigénito para que
pudiéramos vivir de su Vida. Pero deseemos entregar amor por Amor. Como niños,
hijos del mejor Padre, le manifestamos con sencillez que no sabemos..., que no
podemos sólo con nuestras fuerzas y le pedimos... Y recordamos, entonces, al
Apóstol de las gentes; que, reconociendo su debilidad, sin embargo, proclamaba
optimista: ¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!
¿Sentimos esa fortaleza? ¿Sentimos esa confianza y seguridad en Nuestro Padre
Dios? Porque podemos vivir más de acuerdo con esta condición nuestra, entre
otros modos, fomentando nuestra filiación divina. Si se consolida firmemente en
cada uno la verdad de que somos hijos de Dios por el bautismo, miraremos a los
demás quizá con otros hojos. A los buenos..., y a los que no lo son tanto los
contemplaremos desde la óptica de Nuestro Padre Dios; o, lo que es igual, con
los ojos del padre del hijo pródigo: ojos paternales y apostólicos, que quieren
el bien del otro y se gozan al conceder el perdón y al ver progresar todavía en
la perfección lograda.
Por eso el Papa Juan Pablo II, en la bula de convocación del Jubileo del año
2000, exhortaba: que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del
Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica,
que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cfr. Lc 15, 25-30). Que la
alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Que,
siendo hijos –podemos proclamar cada uno de palabra y con la vida–, queramos
sintonizar apasionadamente con el Padre de la parábola evangélica. Él desea
tanto la vuelta al hogar del menor como la fiesta y la alegría también gozosa
del que permaneció siempre a su lado.
Este Camino, esta Verdad y esta Vida, ha querido nuestro Dios que sean con su
Madre y que sea también Madre nuestra.
27. Fray Nelson Domingo 24 de Abril de 2005
Temas de las lecturas: Eligieron a siete llenos
del Espíritu Santo * Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real * Yo soy el
camino, la verdad y la vida.
1. La Vocación de los Apóstoles
1.1 El incidente narrado en la primera lectura de hoy, con aquellas dificultades
que llevaron a la elección de los primeros diáconos, sirve bien para mostrarnos
con realismo cómo se fue conformando esa realidad compleja y bella que llamamos
la Iglesia. No nació ya hecha sino que necesitó de tiempo, aciertos y
desaciertos, para ir encontrando su camino. Si bien el amor de Dios guía la
obra, ese amor no se salta los trechos en que padecemos oscuridad o en que nos
duelen las tensiones internas.
1.2 De un modo más profundo quizá esa lectura nos ayuda a ver en su esplendor la
vocación de los apóstoles: "No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para
ocuparnos de la administración... Nosotros nos dedicaremos a la oración y al
servicio de la palabra." Por una parte hay aquí un reconocimiento de la
necesidad de administrar y velar por cosas que pueden parecer secundarias pero
que interesan a la vida de los fieles, y en ese sentido, interesan también a la
obra del Evangelio en ello. Por otra parte, sin embargo, queda claro que la
tarea del apóstol no se queda en ese plano sino que tiene que ver con lo que es
fundante y sirve de fuente: la oración y la predicación.
1.3 Una consecuencia de esto es que cada vez que la Iglesia necesita renovarse
ha de mirar hacia esa doble fuente: la oración y la predicación. Orar más y
renovar el anuncio de la Buena Nueva: es lo que han hecho los fundadores de
comunidades y órdenes, y también los que han iniciado obras de misión o de
caridad. Es también nuestra tarea cada día y con mayor entusiasmo ahora, a
impulsos de la Pascua.
2. Arriba o Debajo de la Piedra
2.1 Arriba de la piedra estás seguro y salvado; debajo de ella, estás perdido
sin remedio. La piedra es Cristo y estar sobre la piedra es tomarla como
cimiento de tu vida; es el resultado de creer en Cristo y saber que nos podemos
fiar de su palabra. Estar bajo ella es recibir el peso de su juicio al final de
nuestros días, pues es una realidad que el mismo que hoy ofrece salvación al
final traerá juicio.
2.2 Esta idea es del apóstol Pedro en la segunda lectura de este domingo. Pero
la idea va más allá: también nosotros entramos "como piedras vivas." No
cambiamos el fundamento único y decisivo, que es Cristo, pero sí llegamos a
servir de apoyo para que otros, puestos sobre nosotros, puedan encontrar su
propio lugar. Es una imagen bella: las piedras más fuertes se reservan para la
base, y su función es humilde y casi oculta, pero indispensable para el resto
del edificio. Así también en la Iglesia nadie sobra y el más robusto está al
servicio del más pequeño.
3. Camino, Verdad y Vida
3.1 Las palabras de Cristo en el evangelio de hoy sin de las más conocidas y
justamente recordadas. Es posible que, si hubiera que dar una definición de
Cristo, muchos de nosotros tomáramos lo de hoy: Él es "el Camino, la Verdad y la
Vida."
3.2 Bueno es entonces preguntarnos si Cristo es nuestro Camino, es decir, si
tomamos nuestras decisiones y opciones siguiendo su modo de decidir y optar; si
sus palabras nos iluminan; si acogemos a los que se nos acercan con el corazón
que él lo hacía y si rechazamos las tentaciones y engaños como él lo hizo.
3.3 Y preguntemos también si Cristo es nuestra verdad. Si desde la certeza en él
fluyen las certezas que nos sirven de fundamento. Si somos capaces de presentar
su rostro sin vergüenza estéril y sin orgullo vano de nosotros mismos.
3.4 Y miremos si él es nuestra vida. Si de veras no tenemos vida cuando él no
está; si le buscamos cuando parece que se aleja o si corremos pronto hacia él
cuando acaso nos hemos alejado nosotros.