27 HOMILÍAS PARA EL V DOMINGO DE PASCUA
25-27


25. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

HECHOS 6, 1-7:

Esta página de los Hechos nos guarda el recuerdo de la institución de los «Diáconos»:

— Los «Helenistas» (v 1) eran los judíos o prosélitos (= paganos convertidos al judaísmo) nacidos fuera de Palestina. Hablaban griego. Tenían en Jerusalén sus Sinagogas particulares. Estos helenistas representan el anillo que enlazó el Evangelio con los gentiles, el puente para establecer relación con ellos. En la Comunidad, hasta entonces modelo de unión, paz y amor, aparecen unos brotes de malestar y discordia. Sin duda los cristianos palestinenses convertidos se consideran con derecho a ciertos privilegios. Esto provoca quejas entre los cristianos helenistas. Quejas y disensiones que los Apóstoles deben aten-der. En la Iglesia toda función y todo carisma es ministerio y servicio de amor. El amor unifica.

— Los Apóstoles, con el rito de la oración e imposición de manos (5-7), ordenan a siete diáconos. Los siete son helenistas. Serán «ministros» de los Apóstoles. En nombre de los Apóstoles atenderán a ministerios en los que no conviene se distraigan quienes tienen la función de «consagrarse a la plegaria y al ministerio de la predicación» (4).

— El Concilio ha considerado muy útil que «en adelante se pueda restablecer el Diaconado como grado propio y permanente en la jerarquía» (L. G. 29). Y acerca de su carácter y de su ministerio nos dice el Concilio: Reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio. Es oficio de ellos propio: la administración del Bautismo, el conservar y distribuir la Eucaristía, el asistir en nombre de la Iglesia y bendecir los matrimonios, llevar el viático a los moribundos, leer la Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacra-mentales, presidir los ritos de funerales y sepelios» (L. G. 29). El protomártir Esteban era diácono. Prestó a la Iglesia un servicio valiosísimo. Sobre todo, donde escaseen los sacerdotes tienen campo de labor muy amplio y provechoso los diáconos.

1 PEDRO 2, 4-9:

Quienes con la fe y el amor nos adherimos al Resucitado somos herederos de todos los privilegios de Israel. Y con la ventaja suma; pues el antiguo Israel sólo los poseía en figura, sombra y esbozo. Nosotros los gozamos en realidad y plenitud. San Pedro nos recuerda los siguientes:

— En Cristo somos: «Templo Santo de Dios» (4. 5). En San Pablo leemos a menudo y mejor desarrollada esta metáfora o alegoría: «Sois edificio que estriba sobre el fundamento de los Apóstoles y Profetas y del cual es piedra angular el mismo Cristo. En El, toda la construcción ajustadamente trabada se alza para ser Templo en el Señor; en El también vosotros, los gentiles, sois incorporados al edificio para ser Templo de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 20). Metáfora muy expresiva. Debemos estribar en Cristo. Con esto tenemos firmeza. Y al estribar todos en El quedamos todos trabados fraternalmente. Y formamos con Cristo el único Templo consagrado por el Espíritu a gloria del Padre. La Eucaristía asegura la unidad eclesial: Todos aglutinados en Cristo.

— En Cristo somos: «Sacerdocio Santo» (9). Somos un Reino Sacerdotal y santo: consagrados a Dios, a su amor, a su culto. De este Sacerdocio en Cristo que a todos nos compete por el Bautismo nos dice el Concilio: «Cristo a su nuevo Pueblo le hizo Reino Sacerdotal para su Padre. Los bautizados son consagrados Templo espiritual y Sacerdocio Santo por la regeneración y por la unción del Espíritu; en virtud de su sacerdocio real los fieles asisten a la oblación de la Eucaristía; lo ejercen también en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante» (L. G. 10). Sacerdotes, por tanto, en Cristo y con Cristo, ejercemos un culto santo a gloria del Padre: Qui oblatione corporis sui, antiqua sacrificia in crucis veritate perfecit, et, seipsum tibi pro nostra salute commendans, idem sacerdos, altare et agnus exhibuit. (Praef.)

— En Cristo somos: «Hostia Santa» (5). Cristo es: Sacerdote-Hostia. Nuestra condición de bautizados nos hace en Cristo y con Cristo: hostias santas a gloria del Padre. Nos lo recuerda también el Concilio: «Todas las obras (del bautizado), preces, proyectos de apostolado, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, si se realizan en el Espíritu, y más aún las penas de la vida pacientemente soportadas, se convierten en hostias espirituales, gratas a Dios por Jesucristo, que en la celebración de la Eucaristía, con la oblación del Cuerpo del Señor, ofrecen al Padre» (L. G. 34). Ofrezco mis obras y mis penas; ofrezco mi persona; y formo con Cristo una única hostia.

JUAN 14, 1-12:

Recojamos las ricas promesas que nos hace Jesús en su Discurso de despedida:

— La separación ni es definitiva ni larga (3). El va delante. Nosotros iremos en pos de El. Va para de allí volver místicamente. El Resucitado estará siempre con nosotros.

— «Creed en Mí» (1). Lo esencial es la fe en Jesús-Mesías-Hijo de Dios. El es «Camino-Verdad-Vida» (6). Es el Camino que nos conduce a la Verdad y a la Vida. La fe en Jesús nos entra de lleno en la luz y en la vida de Dios. Hallar a Cristo es hallar la Verdadera Vida; es hallar al Padre.

— Felipe interpreta la promesa de Jesús a escala sensible (8). Jesús nos eleva a la zona de la fe. El «ver» que El nos promete no ha de ser sensible, sino espiritual. A esta luz espiritual, luz de la fe, Jesús es la revelación y epifanía del Padre. Es su rostro pues es su Hijo. Es su presencia (7, 11). Ver al Padre, por tanto, es creer que Jesús es su Hijo (10).

(José Ma. Solé Roma,O. M. F., Ministro de la palabra, ciclo A, Ed. Herder, Barcelona1979, pags 117-120)


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San Agustín


“Yo soy el camino, la verdad, y la vida...” Jn. 14,6


Cuando se nos leía el evangelio, habéis, entre otras, oído estas palabras del Señor Jesús:

“Yo soy el camino, la verdad y la vida...”

¿Quién no aspira a la verdad y a la vida?

Pero no todos hallan el camino. Aun filósofos profanos hubo que vieron en Dios una cierta vida eterna e inmutable, inteligible e inteligente, sabio y principio de toda sabiduría; y vieron también en él una verdad fija, estable, indeficiente, donde están las matrices todas de la criaturas; mas viéronla de lejos y en el seno del error, y así no acertaron el camino a la posesión de tan magnífica, inefable y bienaventurada herencia.-

Prueba, en efecto, de que aun ellos, en la medida posible al hombre, vieron al Creador por entre las criaturas, al Hacedor a través de su hechura, al artífice del mundo por medio del mundo...

Pero Cristo es, en el seno de su Padre, la verdad y la vida; él es el Verbo de Dios, y de él se dijo: “La vida era la luz de los hombres...”

Siendo, pues, en el Padre la verdad y la vida, y no sabiendo nosotros por dónde ir a esta Verdad, él, Hijo de Dios, Verdad eterna y Vida en el Padre, hízose hombre para sernos camino.

Siguiendo el camino de su humanidad, llegarás a la divinidad.

El te conduce a él mismo.

No andes buscando por dónde ir a él fuera de él.

Si él no hubiera tenido voluntad de ser camino, extraviados anduviéramos siempre.

Hízose, pues, camino por donde ir.

No te diré ya: “Busca el camino”

El camino mismo es quien viene a ti.

¡Levántate y anda!

Anda con la conducta, no con los pies. Muchos andan bien con los pies y mal con la conducta. Y aún los hay que andan bien, pero fuera de camino.

Hombres hallarás, en efecto, de vida regulada, y no son cristianos.

Corren bien, mas no por el Camino, y cuanto más andas, más se extravían, pues se alejan más del Camino.

Si estos hombres entran en el Camino y lo siguen, ¡cuánta seguridad hay!. Porque andan bien y no yerran.

Cuando, al revés, no siguen el Camino, ¡qué lástima dan, por bien que anden...!

Preferible, sin duda, es ir por el camino aun cojeando, a ir bravamente fuera del camino....

Estas divinas lecciones nos levantan el corazón, para que la desesperanza no nos deprima, y al mismo tiempo lo aterran, para que no nos lleve el viento de la soberbia.-

Dificultoso, por demás, había de sernos seguir el camino medio, verdadero y derecho, como si dijésemos entre la izquierda de la desesperación y la derecha de la presunción, si Cristo no dijese: “Yo soy el camino, la verdad y la vida....”

O en palabras semejantes:

“¿Por dónde quieres ir? Yo soy el camino.-

¿A dónde quieres ir? Yo soy la verdad.-

¿Dónde quieres detenerte? Yo soy la vida...”

Vayamos, pues, tranquilamente por este camino; mas ¡cuidado con las asechanzas a la vera del camino!

No se atreve el enemigo a poner celada en el mismo camino, porque el camino es Cristo; pero a la vera del camino es cierto que no se cansa de ponerlas.-

Por eso dice el salmo:
“Junto a las sendas me pusieron tropiezos...” (139,6)

Y en otro lugar dice la Escritura: “Entre lazos andas...·” (Eccli 9,20)

Estos lazos entre los que andamos no están en el camino, sino a la vera del camino.-

¿De qué te asustas, qué temes por el camino?

Teme si te sales de él. Porque, si al enemigo se le deja poner lazos junto al camino, es para que, con la alegría de la seguridad, no se abandone el camino derecho y vaya el caminante a dar en las celadas...


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Reginald Garrigou-Lagrange

La unión hipostática, la unión más íntima después de la Trinidad

Tal como se ve, la unión personal o hipostática, es decir, unión de la divinidad y de la humanidad en una sola persona o en un solo sujeto, no es sólo una unión moral que nace de la conformidad de la voluntad humana con la voluntad divina por la gracia y la caridad. Esa unión moral con Dios, unión que se da en todos los santos, puede convertirse en una unión muy íntima; en el Antiguo Testamento Abraham es llamado amigo de Dios, pero queda infinitamente distante de Dios; de la misma manera, los Apóstoles y los más grandes santos.

La unión personal o hipostática no es tampoco una unión natural y esencial, pues no constituye una misma naturaleza o esencia. Las dos naturalezas quedan perfectamente distintas, aunque íntimamente unidas. En efecto, la naturaleza divina es absolutamente inmutable y no puede convertirse o cambiarse en una naturaleza creada; además, si así fuese, Jesús ya no sería verdadero Dios. Por otra parte, la naturaleza humana no puede convertirse o cambiarse en naturaleza divina; si así fuese, Jesús no sería verdadero hombre. Tampoco pueden las dos naturalezas entrar en composición de una tercera naturaleza, lo que supondría una modificación o alteración de la naturaleza divina que es absolutamente inmutable y que no podría ser la parte incompleta de un todo más perfecto que ella misma.

La unión personal o hipostática no supone, pues, de ningún modo, la confusión de las dos

naturalezas. Así, en nosotros, la unión del alma y del cuerpo no entraña en modo alguno la confusión. Más o menos como nuestro cuerpo está dominado, vivificado por nuestra alma y será reanimado por ella el día de la resurrección, así, en Jesús, la naturaleza humana está bajo el dominio total de Dios, poseída por el Verbo. Cristo no es un ser fabuloso, mitad dios y mitad hombre; es verdadero Dios y verdadero hombre, sin confusión panteística de las dos naturalezas unidas en su persona divina.

Así se realizan sobrenaturalmente, en este misterio sublime, la inclinación de Dios de darse el máximo posible al hombre y la inclinación del hombre de unirse al máximo posible con Dios.

Después de la unión de la Santísima Trinidad, es ésta la más fuerte, la más íntima posible. En la Santísima Trinidad, las tres Personas son necesariamente una sola y misma naturaleza divina; es un hecho el que, en Jesús, las dos naturalezas pertenecen a la misma persona. La unión personal o hipostática, que constituye al hombre-Dios, es incomparablemente más íntima que la de nuestra alma con nuestro cuerpo. Mientras que el alma y el cuerpo se separan en la muerte, el Verbo no se7 separa nunca del alma y del cuerpo asumidos por Él. La unión es inmutable e indisoluble para toda la eternidad.

No contemplamos nosotros suficientemente este inefable misterio de Amor misericordioso. Su sublimidad proviene precisamente del hecho de que dos naturalezas infinitamente distantes, una suprema, otra ínfima, están tan íntimamente unidas. Lo bello proviene de la unidad que resplandece en la variedad; cuando los diversos elementos están íntimamente distantes y, sin embargo, íntimamente unidos, ya no se da sólo lo bello, sino, realmente, lo sublime. Sólo el Amor divino es lo suficientemente fuerte para asociar así la suprema riqueza y la naturaleza humana con todos los sufrimientos que la pueden abrumar.

Cuando hagamos el vía crucis y contemplemos a Jesús en la vía dolorosa doblegado por el fardo de nuestras faltas, acordémonos de que Él es el Camino, la Verdad y la Vida y que por Él iremos hacia ese océano de vida divina al que sólo Él puede conducirnos dándonos la gracia de perseverar.

Nos gusta contemplar el mar o las montañas, dejar reposar la mirada largo rato con admiración. ¿Por qué no contemplamos más a menudo el inmenso misterio de la Encarnación, misterio que nos trae la salvación? Tal como a menudo nos ha sido dado ver en los campos de Francia, de España y de Italia, las almas sencillas, formadas por el Evangelio y la liturgia, llegan a esa contemplación.

Cuando entramos en una iglesia, muy frecuentemente, nos contentamos con pedir una gracia particular para nosotros y para los demás; agradezcamos alguna vez a Dios por habernos dado a Nuestro Señor. La Encarnación bien vale una acción de gracias especial. Esta acción de gracias, que debe comenzar desde aquí abajo, será la de los santos durante la eternidad, será el canto de los elegidos del que habla el Apocalipsis: Al que está sentado en el trono y al Cordero, bendición, honra, gloria y potestad por los siglos de los siglos.

Un alma que todos los días, en la intimidad de la oración, agradeciese a Dios que nos haya dado a su Hijo, alcanzaría, ciertamente, un alto grado de unión divina. Esto es posible para toda alma sencilla, privada incluso de cultura humana: agradecer a Dios el infinito don que nos ha hecho.

Tomado de “El Salvador y su amor por nosotros”, ediciones Rialp, S. A. Madrid. (Pág.153-156).


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Dr. Isidro Gomá y Tomás

La promesa del Cielo

Explicación. — Este capítulo 14 de Juan se ha llamado de los consuelos, y con razón, pues en él ofrece Jesús a sus discípulos las perspectivas de la gloria futura, en compañía de El y del Padre, les asegura un poder taumatúrgico extraordinario, la eficacia de la oración, la venida del Espíritu Paráclito y su perpetua asistencia. El fragmento que comentamos puede reducirse a estos tres conceptos: el cielo, camino para lograrlo, y razón por que lo es. Por lo demás, es oportunísima esta manera de empezar Jesús su último discurso, para animar a sus discípulos después del anuncio de su próxima muerte.

El cielo (1-4).—Jesús había anunciado su partida inminente; ellos debían aún quedar en el mundo (Cf., 13, 33): el anuncio de la separación de un Maestro a quien querían tanto y habían seguido tan fielmente, que dejaba en su juicio sin consumar la obra prometida de la fundación del reino mesiánico, que les dejaba solos frente a sus enemigos terribles, les llenó de turbación y congoja: No se turbe vuestro corazón, les dice Jesús. La razón de la serenidad que deben guardar en aquellos momentos es la confianza en Dios y en El: Creéis en Dios, creed también en mí: de la misma manera que tenéis fe en Dios, debéis tenerla en mí, que soy su legado y su Cristo, que soy Dios como El, y, por lo mismo, aunque os deje en la apariencia, estaré con vosotros perpetuamente, con mi auxilio divino.

Empieza luego a indicarles los grandes bienes que les tiene preparados: el primero de todos es el cielo. Quizá de lo dicho anteriormente (13, 33.36) han podido creer que jamás podrán estar en compañía de Jesús, o que sólo Pedro podrá lograrlo; Jesús rectifica este juicio: En la casa de mi Padre hay muchas moradas: en el lugar adonde voy hay sitio para todos: para ellos y para muchos otros, en lo que se indica la multitud de los que seguirán a Jesús. Para asegurarles esto, añade, como solemos en el lenguaje ordinario para dar fuerza a una afirmación: Si así no fuera, ya os lo hubiera dicho. Y precisamente la razón de que los deje temporalmente es para prepararles un lugar: Pues voy a prepararos el lugar.

La separación de Jesús es condición indispensable para disponer un lugar para sus discípulos, para venir luego por ellos, tomarlos consigo y estar perpetuamente juntos: Y si me fuere, y os preparare lugar, abriéndoos el cielo por mi pasión, rogando en el cielo al Padre por vosotros, enviándoos el Espíritu Santo, asistiéndoos desde allí en vuestros trabajos, vendré otra vez, a la hora de la muerte, y os tomaré conmigo, en el reino de la gloria, para que en donde yo estoy, estéis también vosotros.

Sentenciosamente termina Jesús estos conceptos diciéndoles: También sabéis adónde yo voy, y sabéis el camino: Ya les había dicho antes adónde iba, al Padre (1, 33), y a prepararles el lugar en la casa del mismo Padre (14, 2). A más debían también saber el camino por donde iba a aquel término que era la fe y la íntima unión con él (5, 40; 6, 35.39.40.47). Rudos como eran aún los Apóstoles, no habían comprendido la altísima doctrina: la afirmación rotunda de que ellos saben el camino va a causarles extrañeza, y determina la siguiente cuestión, que le propone candorosamente Tomás.

EL CAMINO DEL CIELO (5-7). —Tomás le dice: Señor, no sabemos adónde vas: pues, ¿cómo podemos saber el camino? Hay en esta Pregunta el deseo de saber; pero revela al propio tiempo el temor y la tristeza del apóstol: ha entendido materialmente las palabras de Jesús, y quiere saber a qué parte se dirige. Jesús le responde con una triple definición de sí mismo que, al par que centra la cuestión propuesta en su eje sobrenatural y divino, revela clara Y categóricamente las funciones de Cristo en orden a los eternos destinos del hombre: Jesús le dice: Yo soy el camino y la verdad y la vida. No se trata ya, pues, de un camino material para dirigirse a un punto geográfico: la metáfora es llena y elevada. Jesús es el camino, porque sólo por El se pasa del estado del pecado al de gracia, de la tierra al cielo; sólo El nos reconcilia con Dios y nos enseña el camino de lograrlo con su doctrina y su ejemplo. Es al mismo tiempo la verdad, antonomásticamente, por esencia; sus palabras tienen, por lo mismo, la máxima garantía de verdad: es el autor de la fe y del conocimiento de Dios, y sólo por El podemos ser iluminados en las cosas de Dios. Es la vida, porque tiene la naturaleza divina, y por tanto es fuente de toda vida; .de la plenitud de su vida divina todos hemos recibido la vida, cuantos hemos sido hechos hijos de Dios. Por todo ello, sólo por Cristo se va al Padre; he aquí el término y el camino de que habla Jesús: Nadie viene al Padre, sino por mí.

Reprende Jesús blandamente a los Apóstoles, porque, a pesar de sus enseñanzas, ejemplos y milagros, todavía no le han conocido; ello es la causa de que tampoco conozcan al Padre: Si me hubieseis conocido a mí, ciertamente hubierais conocido también a mi Padre: los dos tienen la misma naturaleza, iguales propiedades y atributos, tan claramente manifestados por Jesús. Pero toda vez que Jesús ha hablado ahora tan claramente de sí, atribuyéndose la misma naturaleza del Padre, en adelante, conociéndole a El, también conocerán al Padre: Y desde ahora lo conoceréis, y lo habéis visto, durante el tiempo que habéis convivido conmigo.

POR QUÉ JESÚS ES EL CAMINO DEL CIELO (8-11). - A Felipe, tan ansioso de saber como tardo en comprender las cosas divinas (Cf. 6, 5-7), le extraña que Jesús diga que han visto al Padre; en-tiende las palabras del Señor en el sentido de una visión corporal; no comprende que Jesús habla de la inteligencia por la fe ; como sabe que Moisés y algunos profetas recibieron la merced de las teofanías o manifestaciones visibles de Dios, en Horeb, el Sinaí, Isaías, etc., ahora le pide a Jesús una exhibición, aunque sea momentánea, pero brillante y aparatosa del Padre: Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre, y nos basta, ya nada más queremos para deponer todo temor y tristeza.

Reprende Jesús lo tardío de aquella inteligencia y repite con alguna acritud la misma enseñanza: Jesús le dice: ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, contigo, dice el griego, y no me habéis conocido? Tres años que me tratas asiduamente: ya deberías haber conocido que tengo la misma naturaleza del Padre; y por lo mismo, Felipe, el que me ve a mí, ve también al Padre. Indica aquí Jesús su consubstancialidad con el Padre y su distinción personal. Si el Padre y yo somos una misma cosa, ¿cómo es posible no ver en mí al Padre? ¿Cómo, pues, tú dices: Muéstranos al Padre?

Y aclara Jesús su pensamiento, sustituyendo al verbo «ver» que antes había usado y que había dado lugar a la incomprensión de Felipe, por el verbo «creer»: ¿No creéis (no crees) que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Estamos uno en el otro, unidos inseparablemente por la misma substancia divina, a pesar de la distinción de personas; creyendo esto, se ve al Padre con los ojos de la fe, porque me veis a mí con los del cuerpo. De esta unión inefable de Jesús con el Padre, da una demostración rápida apelando al testimonio de sus enseñanzas y de sus milagros: Las palabras que yo os hablo, no las hablo de mí mismo: yo no soy más que un instrumento del Padre, su portavoz (Cf. 7, 16; 12, 49). Igualmente es el Padre quien hace por mí las obras estupendas que yo he obrado: Mas el Padre, que está en mí, El hace las obras.

Después de unas manifestaciones tan claras y terminantes y de una demostración tan definitiva, se dirige a todos los Apóstoles, ya no sólo a Felipe, y les dice como en conclusión triunfante: ¿No creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?

Lecciones morales. — A) v. 1. —No se turbe vuestro corazón. — A fin de que los Apóstoles, como hombres que eran, dice San Agustín, no temiesen la muerte de Cristo, les consuela afirmando que también es Dios; como si les dijera: ¿Teméis mi muerte según mi forma de siervo? No se turbe vuestro corazón, porque la resucitará mi forma de Dios. He aquí, en estas palabras de San Agustín, expresado el doble elemento que hay en cada uno de nosotros: el elemento meramente humano, sujeto a todas las vicisitudes de la humana vida, enfermedades, errores, debilidad de la voluntad, persecuciones, miserias de todo género, coronadas por la mayor de todas, que es la muerte; y el elemento divino, la vida sobrenatural, la gracia de Dios, la inhabitación de Dios mismo en nosotros, si estamos en su gracia. Cuando se levanten furiosas las tormentas en el elemento humano, no se turbe nuestro corazón mientras ten-gamos a Dios con nosotros. De aquí el conocidísimo estribillo de nuestra Santa Teresa: «Nada te turbe, — Nada te espante. — Quien a Dios tiene — Nada le falta... — Sólo Dios basta.»

B) v. 2.— En la casa de mi Padre hay muchas moradas. — Con estas palabras, dice San Agustín, quítales Jesús a sus Apóstoles la turbación, con la certeza de que, después de los peligros y de las Pruebas, habitarán con él en el cielo ante Dios. Porque aunque uno es más fuerte que otro, más sabio, más justo, más santo, nadie será excluido de aquella casa, donde cada cual tendrá su mansión, según sus méritos. Cierto que es igual para todos aquel denario que el padre de familias manda dar a los trabajadores de su viña; con el cual se significa la vida aquella en la cual nadie vive más que el otro, porque una misma eternidad los excluye a todos de medida. Pero la multiplicidad de mansiones indica la diferencia de dignidades según los méritos de cada uno de los que gocen la misma vida.

c) v. 6.— Yo soy el camino y la verdad y la vida. — Bendigamos la bondad de Dios y de su Cristo, que de tal manera se ha manifestado a los hombres. Porque, como dice San Hilario, ya no anda-remos errantes por caminos extraviados siguiendo a Aquel que es el camino de Dios, porque es el mismo Dios; ni nos llevará por los caminos del error o de la falsedad Aquel que es la Verdad por esencia; ni deberemos temer la muerte uniéndonos a Aquel que es la misma Vida y la fuente de toda vida. ¡Oh, camino, fuera del cual no hay camino, sino sólo sendas de perdición y precipicios! ¡Oh, verdad, comprensiva de toda verdad y exclusiva de todo error, fuera de la cual no hay sino espesas tinieblas de error! ¡Oh, vida, en la que tiene plantadas sus raíces toda vida, sin la que no hay vida, sino muerte, en el cuerpo y en el alma, en el tiempo y en la eternidad! Haz que te sigamos, que te creamos, que de ti y en ti vivamos, para que podamos llegar a la visión del Padre, que es el término de nuestra vida.

D) v. 9.— ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros, y no me habéis conocido? — Con estas palabras, dice San Hilario, reprende Jesús al apóstol que le desconocía o ignoraba. Porque, como era propio de Dios lo que hacía: andar sobre las olas, mandar a los vientos, perdonar los pecados, resucitar a los muertos, por ello se queja de que por la naturaleza humana no se remonte hasta el conocimiento del Dios que la tomó. Más dignos de reprensión son aún aquellos que han visto los milagros de Jesús, contados por las verídicas historias del Evangelio, y los tal vez más estupendos de los siglos posteriores, obrados por El y por los que han creído en El, y no ha sabido ver en El al enviado de Dios. ¡Cuántos ignoran a Cristo, y cuán grande es la ignorancia de muchos, que creen conocer a Cristo, sobre la persona y la obra del mismo Cristo!

E) v. 10. — ¿No lo creéis que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? — Está Jesús en el Padre y el Padre está en Jesús, no por conjunción de dos naturalezas distintas, dice San Hilario, ni por la fuerza de absorción de una capacidad mayor, sino por el nacimiento de un viviente de una naturaleza viviente, por cuanto de Dios no puede nacer más que Dios. Por lo mismo, Jesús es Dios de Dios, con igual naturaleza que el Padre. El está en el Padre por-que tiene idéntica naturaleza y está naciendo de Dios de toda la eternidad; y el Padre está en El por igual razón, porque le engendra eternamente Dios. Cuánta sea la confianza que debemos tener en Jesús, ya se ve de esta razón, una de las fundamentales de nuestra doctrina cristiana. Pidiendo a Jesús, pedimos a Dios: en El no hay más que una Persona, que es divina; y esta Persona es consubstancial con la Persona del Padre, origen fontal de todo bien.

F) v. 10. — El Padre, que está en mí, El hace las obras. — Hacen las obras, los milagros estupendos, El y el Padre, conjuntamente, porque lo que hace el Padre lo hace El (Ioh. 5, 21). El aparece como obrador de los milagros, en cuanto es su naturaleza humana el instrumento de que se sirve la divinidad para hacerlos; pero más allá de la naturaleza humana está la Persona del Verbo, y con ella las otras divinas personas, que conjuntamente hacen lo que sólo Dios puede hacer; y lo que Dios hace, en orden al mundo externo, lo hacen las tres personas divinas.

(Dr. Isidoro Goma y Tomas, El Evangelio explicado Vol. II, Ediciones Acervo, Barcelona, 1967, Págs. 504- 509).


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Juan Pablo II

I. QUIEN ME VE A MI, VE AL PADRE (cfr. Jn 14, 9)

1. Revelación de la misericordia

« Dios rico en misericordia » 1 es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre; cabalmente su Hijo, en sí mismo, nos lo ha manifestado y nos lo ha hecho conocer.2 A este respecto, es digno de recordar aquel momento en que Felipe, uno de los doce apóstoles, dirigiéndose a Cristo, le dijo: « Señor, muéstranos al Padre y nos basta »; Jesús le respondió: « ¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre ».3 Estas palabras fueron pronunciadas en el discurso de despedida, al final de la cena pascual, a la que siguieron los acontecimientos de aquellos días santos, en que debía quedar corroborado de una vez para siempre el hecho de que « Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo ».4

Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II y en correspondencia con las necesidades particulares de los tiempos en que vivimos, he dedicado la Encíclica Redemptor Hominis a la verdad sobre el hombre, verdad que nos es revelada en Cristo, en toda su plenitud y profundidad. Una exigencia de no menor importancia, en estos tiempos críticos y nada fáciles, me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre, que es « misericordioso y Dios de todo consuelo ».5 Efectivamente, en la Constitución Gaudium et Spes leemos: « Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación »: y esto lo hace « en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor ».6 Las palabras citadas son un claro testimonio de que la manifestación del hombre en la plena dignidad de su naturaleza no puede tener lugar sin la referencia —no sólo conceptual, sino también íntegramente existencial— a Dios. El hombre y su vocación suprema se desvelan en Cristo mediante la revelación del misterio del Padre y de su amor.

Por esto mismo, es conveniente ahora que volvamos la mirada a este misterio: lo están sugiriendo múltiples experiencias de la Iglesia y del hombre contemporáneo; lo exigen también las invocaciones de tantos corazones humanos, con sus sufrimientos y esperanzas, sus angustias y expectación. Si es verdad que todo hombre es en cierto sentido la vía de la Iglesia —como dije en la encíclica Redemptor Hominis—, al mismo tiempo el Evangelio y toda la Tradición nos están indicando constantemente que hemos de recorrer esta vía con todo hombre, tal como Cristo la ha trazado, revelando en sí mismo al Padre junto con su amor.7 En Cristo Jesús, toda vía hacia el hombre, cual le ha sido confiado de una vez para siempre a la Iglesia en el mutable contexto de los tiempos, es simultáneamente un caminar al encuentro con el Padre y su amor. El Concilio Vaticano II ha confirmado esta verdad según las exigencias de nuestros tiempos.

Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia; cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlas en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizás el más importante, del Magisterio del último Concilio. Si pues en la actual fase de la historia de la Iglesia nos proponemos como cometido preeminente actuar la doctrina del gran Concilio, debemos en consecuencia volver sobre este principio con fe, con mente abierta y con el corazón. Ya en mi citada encíclica he tratado de poner de relieve que el ahondar y enriquecer de múltiples formas la conciencia de la Iglesia, fruto del mismo Concilio, debe abrir más ampliamente nuestra inteligencia y nuestro corazón a Cristo mismo. Hoy quiero añadir que la apertura a Cristo, que en cuanto Redentor del mundo « revela plenamente el hombre al mismo hombre », no puede llevarse a efecto más que a través de una referencia cada vez más madura al Padre y a su amor.

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1 Ef 2, 4.

2 Cfr. Jn 1, 18; Heb 1, 1 s.

3 Jn 14, 8 s.

4 Ef 2, 4 s

5 2 Cor 1, 3.

6 Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes, 22: A.A.S. 58 (1966), p. 1042.

7 Cfr. ib.

(Tomado de la encíclica “Dives in misericordia”, (30-11-1980)


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Catecismo de la Iglesia Católica

Artículo 12 “Creo en la Vida Eterna”

II El cielo

1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1 Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1 Co 13, 12; Ap 22, 4):

Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos ... y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron;... o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte ... aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura (Benedicto XII: DS 1000; cf. LG 49).

1024 Esta vida perfecta con la Santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama "el cielo”. El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha.

1025 Vivir en el cielo es "estar con Cristo" (cf. Jn 14, 3; Flp 1, 23; 1 Ts 4,17). Los elegidos viven "en El", aún más, tienen allí, o mejor, encuentran allí su verdadera identidad, su propio nombre (cf. Ap 2, 17):

Pues la vida es estar con Cristo; donde está Cristo, allí está la vida, allí está el reino (San Ambrosio, Luc. 10,121).

1026 Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en El y que han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a El.

1027 Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La Escritura nos habla de ella en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso: "Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).

1028 A causa de su trascendencia, Dios no puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. Esta contemplación de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia "la visión beatífica":

¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios,...gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada (San Cipriano, ep. 56, 10,1).

1029 En la gloria del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios con relación a los demás hombres y a la creación entera. Ya reinan con Cristo; con El “ellos reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5; cf. Mt 25, 21.23).


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EJEMPLOS PREDICABLES

San Bernardo, hijo de noble familia dotado de claro ingenio, se hallaba en la flor de la vida y, todo le sonreía. Mas se preguntó a sí mismo: ¿Cuánto podrán durar estas cosas? ¿Y por ellas voy a exponerme para siempre a perder mi alma?, Y resolvió entrar en la orden del Cister.

Trataron de disuadirle sus hermanos, mas él fue tan afortunado y elocuente, que llevó consigo a cuatro de sus hermanos, a un tío suyo y a otros treinta caballeros. Sucedió que el hermano mayor, al despedirse del menor de todos, Navardo, le dijo:

—Quédate con Dios: nosotros nos vamos al monasterio y te dejamos heredero de toda nuestra hacienda.

— ¿Cómo? — repuso Navardo — ¿vosotros escogéis el cielo y a mí me dejáis la tierra? No es buena partición.

Y los siguió al claustro.


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San Juan Fischer, cardenal y obispo de Rochester (+1535), ya anciano y decrépito, fue condenado a muerte por Enrique VIII por no haber firmado lo que el rey, impía e injustamente, pretendía.

Al salir de la cárcel, escuálido y extenuado, tenía que esforzarse por andar: pero cuando vio el patíbulo, donde había de dejar la cabeza, arrojó el bastón en que se apoyaba, exclamando: ¡Andad, pies míos, que estamos muy poco distantes del paraíso!: Ite, pedes: paulo a Paradiso distamos!

Tomados de” Vademécum de ejemplos predicables”, Mauricio Rufino, ed. Herder 1962.


26. FLUVIUM 2005

Nuestra vida en Cristo

Nos presenta la Iglesia en este domingo quinto de Pascua un pasaje evangélico muy propio del tiempo litúrgico que celebramos, por cuanto nos hace considerar la vida en Cristo a la que somos llamados. Esa concisa expresión del Señor: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida, lo confirma. Asegura Jesucristo que para nosotros, los hombres, Él es Camino único de nuestra existencia, Verdad inequívoca para todo criterio y Vida plena de felicidad consumada.

Por sorprendente que nos parezca, Nuestro Dios nos otorga vivir su misma Vida, no ya imitar humanamente el comportamiento de Jesús de Nazaret, llevando así una conducta intachable desde el punto de vista terreno, sino mucho más. Podemos afirmar, incluso, que esta declaración de Jesucristo condensa todo su Evangelio: siendo hombres, Dios nos ha destinado a su Vida. Esta vida divina en el hombre puede ser ya una realidad en cada uno, si vivimos vida sacramental por la Gracia.

Que Cristo es la Verdad podemos entenderlo de diversos modos. Entre ellos consideramos ahora que el Señor nos muestra nuestra verdad; es decir, cual es en verdad nuestra condición, lo que Dios ha establecido en el hombre por la creación y la posterior elevación por Cristo al orden sobrenatural.

Jesucristo es el Camino puesto que a través de Él y sólo por Él alcanzamos la salvación. No solamente con su ayuda. No sólo imitando su conducta. Es preciso, de hecho, desarrollar personalmente en nosotos la misma vida de Cristo, siendo otros cristos, según la expresión paulina.

La Redención, que celebramos de modo especial en Pascua, supone para el hombre, siendo criatura, la posibilidad de vivir la vida misma de su Creador. Así queda expresado, entre otras, por las palabras del Señor: Soy la Vida, Soy el Camino. El Señor es Vida y Camino nuestro y además nuestra Verdad. Muestra en su ser, en efecto, la realidad a la que somos llamados, lo que Dios espera: os llevaré junto a mí, para que, donde yo estoy, estéis también vosotros. El Señor mismo manifiesta claramente, por otra parte, su unión con el Padre: Yo estoy en el Padre y el Padre en mí. De ello que se deduce nuestra vida en Dios cuando cumplimos su voluntad y, por tanto, que nuestras obras puedan ser sobrenaturales: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y las hará mayores.

El Creador, en efecto, quiere a su criatura humana con tal amor que no podemos comprenderlo. Lo reconocemos, sin embargo, y hacemos lo posible por agradecerlo y corresponder, aunque somos conscientes de que siempre nos quedaremos cortos. Y es que tanto amó Dios al mundo –al hombre–, que entregó a su Unigénito para que pudiéramos vivir de su Vida. Pero deseemos entregar amor por Amor. Como niños, hijos del mejor Padre, le manifestamos con sencillez que no sabemos..., que no podemos sólo con nuestras fuerzas y le pedimos... Y recordamos, entonces, al Apóstol de las gentes; que, reconociendo su debilidad, sin embargo, proclamaba optimista: ¡Todo lo puedo en Aquel que me conforta!

¿Sentimos esa fortaleza? ¿Sentimos esa confianza y seguridad en Nuestro Padre Dios? Porque podemos vivir más de acuerdo con esta condición nuestra, entre otros modos, fomentando nuestra filiación divina. Si se consolida firmemente en cada uno la verdad de que somos hijos de Dios por el bautismo, miraremos a los demás quizá con otros hojos. A los buenos..., y a los que no lo son tanto los contemplaremos desde la óptica de Nuestro Padre Dios; o, lo que es igual, con los ojos del padre del hijo pródigo: ojos paternales y apostólicos, que quieren el bien del otro y se gozan al conceder el perdón y al ver progresar todavía en la perfección lograda.

Por eso el Papa Juan Pablo II, en la bula de convocación del Jubileo del año 2000, exhortaba: que en este año jubilar nadie quiera excluirse del abrazo del Padre. Que nadie se comporte como el hermano mayor de la parábola evangélica, que se niega a entrar en casa para hacer fiesta (cfr. Lc 15, 25-30). Que la alegría del perdón sea más grande y profunda que cualquier resentimiento. Que, siendo hijos –podemos proclamar cada uno de palabra y con la vida–, queramos sintonizar apasionadamente con el Padre de la parábola evangélica. Él desea tanto la vuelta al hogar del menor como la fiesta y la alegría también gozosa del que permaneció siempre a su lado.

Este Camino, esta Verdad y esta Vida, ha querido nuestro Dios que sean con su Madre y que sea también Madre nuestra.


27. Fray Nelson Domingo 24 de Abril de 2005

Temas de las lecturas: Eligieron a siete llenos del Espíritu Santo * Ustedes son estirpe elegida, sacerdocio real * Yo soy el camino, la verdad y la vida.

1. La Vocación de los Apóstoles
1.1 El incidente narrado en la primera lectura de hoy, con aquellas dificultades que llevaron a la elección de los primeros diáconos, sirve bien para mostrarnos con realismo cómo se fue conformando esa realidad compleja y bella que llamamos la Iglesia. No nació ya hecha sino que necesitó de tiempo, aciertos y desaciertos, para ir encontrando su camino. Si bien el amor de Dios guía la obra, ese amor no se salta los trechos en que padecemos oscuridad o en que nos duelen las tensiones internas.

1.2 De un modo más profundo quizá esa lectura nos ayuda a ver en su esplendor la vocación de los apóstoles: "No nos parece bien descuidar la palabra de Dios para ocuparnos de la administración... Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la palabra." Por una parte hay aquí un reconocimiento de la necesidad de administrar y velar por cosas que pueden parecer secundarias pero que interesan a la vida de los fieles, y en ese sentido, interesan también a la obra del Evangelio en ello. Por otra parte, sin embargo, queda claro que la tarea del apóstol no se queda en ese plano sino que tiene que ver con lo que es fundante y sirve de fuente: la oración y la predicación.

1.3 Una consecuencia de esto es que cada vez que la Iglesia necesita renovarse ha de mirar hacia esa doble fuente: la oración y la predicación. Orar más y renovar el anuncio de la Buena Nueva: es lo que han hecho los fundadores de comunidades y órdenes, y también los que han iniciado obras de misión o de caridad. Es también nuestra tarea cada día y con mayor entusiasmo ahora, a impulsos de la Pascua.

2. Arriba o Debajo de la Piedra
2.1 Arriba de la piedra estás seguro y salvado; debajo de ella, estás perdido sin remedio. La piedra es Cristo y estar sobre la piedra es tomarla como cimiento de tu vida; es el resultado de creer en Cristo y saber que nos podemos fiar de su palabra. Estar bajo ella es recibir el peso de su juicio al final de nuestros días, pues es una realidad que el mismo que hoy ofrece salvación al final traerá juicio.

2.2 Esta idea es del apóstol Pedro en la segunda lectura de este domingo. Pero la idea va más allá: también nosotros entramos "como piedras vivas." No cambiamos el fundamento único y decisivo, que es Cristo, pero sí llegamos a servir de apoyo para que otros, puestos sobre nosotros, puedan encontrar su propio lugar. Es una imagen bella: las piedras más fuertes se reservan para la base, y su función es humilde y casi oculta, pero indispensable para el resto del edificio. Así también en la Iglesia nadie sobra y el más robusto está al servicio del más pequeño.

3. Camino, Verdad y Vida
3.1 Las palabras de Cristo en el evangelio de hoy sin de las más conocidas y justamente recordadas. Es posible que, si hubiera que dar una definición de Cristo, muchos de nosotros tomáramos lo de hoy: Él es "el Camino, la Verdad y la Vida."

3.2 Bueno es entonces preguntarnos si Cristo es nuestro Camino, es decir, si tomamos nuestras decisiones y opciones siguiendo su modo de decidir y optar; si sus palabras nos iluminan; si acogemos a los que se nos acercan con el corazón que él lo hacía y si rechazamos las tentaciones y engaños como él lo hizo.

3.3 Y preguntemos también si Cristo es nuestra verdad. Si desde la certeza en él fluyen las certezas que nos sirven de fundamento. Si somos capaces de presentar su rostro sin vergüenza estéril y sin orgullo vano de nosotros mismos.

3.4 Y miremos si él es nuestra vida. Si de veras no tenemos vida cuando él no está; si le buscamos cuando parece que se aleja o si corremos pronto hacia él cuando acaso nos hemos alejado nosotros.