SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA

1 Pe 2,4-9: Construid con amor espiritual la casa de la fe y de la esperanza

La fe que lleva en el corazón el ojo de la piedad ve cómo se depositan en los tesoros celestes las buenas obras de los fieles hechas con sus bienes temporales y terrenos. Razón por la cual, cuando ve con los ojos de la carne estos edificios que se levantan para reunir a la comunidad de hombres piadosos, alaba piadosamente lo que ve en el exterior, y la luz visible le otorga con qué gozarse de la verdad invisible. Pero la fe no se dedica a contemplar la hermosura de los elementos de este recinto, sino la gran hermosura del hombre interior, de la que proceden estas obras de amor. El Señor recompensará a sus fieles que hacen esto tan piadosa, tan alegre y tan devotamente, que hasta se sirve de ellos para levantar su propia construcción a la que corren las piedras vivas formadas en la fe, robustecidas con la esperanza y unidas por la caridad.

El Apóstol, aquel sabio arquitecto, puso en ella como cimiento a Jesucristo, suma piedra angular, rechazada por los hombres, pero elegida y honrada por Dios (1 Pe 2,4), como dice Pedro, apoyándose también en la Sagrada Escritura. Uniéndonos a ella encontramos la paz; reposando sobre ella, conseguimos firmeza. Ella es, al mismo tiempo, cimiento porque nos sostiene y piedra angular porque nos une. Ella es la piedra angular sobre la que el hombre prudente edifica su casa y se mantiene firme contra todas las tentaciones de este mundo; ni los torrentes de lluvia la hacen caer, ni los ríos desbordados la derrumban, ni la fuerza de los vientos la sacude. Ella es también nuestra paz, quien hizo de los dos uno solo; en ella, en efecto, nada vale ni la circuncisión ni el prepucio, sino la nueva criatura (Gál 6,15). Estos dos pueblos, cual paredes que traen distinta dirección, estaban muy lejos uno del otro hasta que fueron conducidos a ella, como al ángulo, y en ella unidos entre sí.

Así, pues, como este edificio visible ha sido construido para reunirnos corporalmente, de la misma manera construimos el edificio que somos nosotros mismos para Dios que ha de habitarlo espiritualmente. El templo de Dios es santo, -dice el Apóstol-, y ese templo sois vosotros (I Cor 13,17). Como éste lo construimos con piezas terrenas, de idéntica manera hemos de levantar el otro con costumbres bien arregladas. Éste se consagra ahora, con motivo de mi visita; el otro al final del mundo, cuando venga el Señor, cuando esto nuestro corruptible se vista de incorrupción y esto mortal se revista de inmortalidad (1 Cor 15,53), porque nuestro cuerpo humilde se modelará según el cuerpo de su gloria.

Ved, pues, lo que dice el salmo sobre la consagración: Tornaste mi llanto en gozo, rompiste mi saco y me ceñiste de alegría para que mi gloria te cante a ti y no sienta tristeza (Sal 29,12-13). Mientras dura nuestra edificación, gime ante él nuestra humildad; cuando seamos consagrados, le cantará a él nuestra gloria, porque la edificación requiere fatiga y la consagración pide alegría. Mientras se extraen las piedras de los montes y las vigas de los bosques, mientras se les da forma, se tallan y se ajustan, no falta la fatiga y la preocupación; mas cuando se celebre la consagración del edificio concluido, a las fatigas y preocupaciones les sucederán el gozo y la seguridad. De idéntica manera, la construcción espiritual que tendrá a Dios por morador, no será temporal, sino eterna; mientras los hombres son apartados de una vida de infidelidad y conducidos a la fe; mientras se corta y se destruye lo que hay en ellos de no bueno y extraviado, mientras se realizan en la forma adecuada los ensambles, en la paz y la caridad, ¡cuántas tentaciones no se temen, cuántas tribulaciones hay que soportar! 

Mas cuando llegue el día de la consagración de la casa eterna y se nos diga: Venid, benditos de mi Padre; recibid el reino preparado para vosotros desde el comienzo del mundo (Mt 25,34), ¡cuál no será el gozo y la seguridad! Cantará la gloria y no se sentirá triste la debilidad. Cuando se nos manifieste el que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros, y el que se apareció a los hombres nacido de madre se aparezca a ellos como el Dios creador que estaba en el Padre; cuando el morador eterno entre en su casa concluida y adornada, cimentada en la unidad y vestida de inmortalidad, él brillará en todos para que Dios sea todo en todos (1 Cor 15,28)...

¡Ea, pues, hermanos! Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba donde está Cristo sentado a la derecha del Padre; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra (Col 3,1-2). Ésta es la razón por la que Cristo, nuestro cimiento, fue puesto allí en lo alto: para ser edificados hacia arriba. En las construcciones terrestres, como los pesos tienden por su propio peso a los lugares más bajos, se ponen allí los cimientos; lo mismo sucede en nuestro caso, pero al revés: la piedra que sirve de cimiento, está colocada arriba, para elevarnos hacia arriba por el peso de la caridad. Alegremente, pues, obrad vuestra salvación con temor y temblor. Dios es quien obra en nosotros el querer y el obrar según la buena voluntad. Haced todo sin murmurar (Flp 2,12-14). Como piedras vivas, contribuís a la edificación del templo de Dios (1 Pe 2,5); como vigas incorruptibles, haced de vosotros mismos la casa de Dios. Ajustaos, tallaos en el trabajo, en la necesidad, en las vigilias, en las ocupaciones; estad dispuestos a toda obra buena, para que merezcáis descansar en la vida eterna, como en la trabazón de la sociedad de los ángeles.

Este lugar ha sido edificado en el tiempo y no durará por siempre, lo mismo que nuestros cuerpos por cuya necesidad fue construido mediante obras de misericordia, no son eternos, sino temporales y mortales. No obstante, tenemos una habitación de Dios; una casa no construida por mano humana, eterna en los cielos (2 Cor 5,1), donde han de estar también nuestros cuerpos, convertidos en celestes y eternos por la resurrección. También ahora, aunque no en la realidad que será el verle cara a cara, sino por la fe, habita Dios en nosotros. Mediante nuestras buenas obras le construimos una morada a él que así habita; esas obras no son eternas, pero conducen a la vida eterna. Entre ellas se cuenta también este esfuerzo, gracias al cual se construyó esta basílica; allí no tendremos que construir edificios como éste. Allí no se edifica nada que pueda convertirse en ruina ni entra nadie que pueda morir. Sin embargo, vuestras obras son ahora temporales para que la recompensa sea eterna.

Ahora, repito, construid con amor espiritual la casa de la fe y de la esperanza; construidla con las buenas obras que no existirán allí, porque no habrá indigencia alguna. Poned como cimientos en vuestros corazones los consejos de los profetas y apóstoles; echad delante vuestra humildad cual pavimento liso y llano; defended juntos en vuestros corazones la doctrina saludable con la oración y la palabra, cual firmes paredes; iluminadlos con los divinos testimonios cual si fueran lámparas; soportad a los débiles cual si fuerais columnas; proteged bajo los techos a los necesitados para que el Señor nuestro Dios os recompense los bienes temporales con los eternos y os posea por siempre una vez acabados y consagrados.

Sermón 337,1-5