COMENTARIOS AL SALMO 4

 

1.

PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL

* Este salmo es la oración de un "fiel", un hombre religioso de Israel consciente de ser amado por Dios. Tal es el sentido de la palabra "Hassid": el fiel, objeto de la Alianza Divina. Ahora bien, este hombre lleno de fe, no está preservado: su oración al comienzo es jadeante...

Para decir que ora, se atreve a decir que "grita" hacia Dios. Su gran angustia, es estar literalmente sofocado por los paganos que lo rodean: este paganismo, este ambiente materialista, diríamos hoy, es atrayente, aun para un fiel. Recurre entonces a una antiquísima costumbre religiosa usada en muchas de las religiones antiguas: "pasará una noche en el Templo", haciéndose el "huésped de Dios", esperando el favor de un "sueño profético" en que Dios le hablará.

De hecho, en el fondo de sí mismo, en su fe, escucha decir a Dios que la vida "sin Dios" es "nada", una "carrera hacia la mentira", una vida engañosa. La verdadera felicidad no está en la abundancia de bienes materiales, sino en "la intimidad con Dios": "alza sobre nosotros la lumbrc de tu rostro... Diste a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y d vino".

SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS

** Leyendo este salmo, pensamos necesariamente en la parábola en que Jesús pone en escena un rico campesino cuyas "cosechas y vendimias" fueron de tal magnitud, que pensó en ampliar sus graneros. Jesús, igual que el salmo, denuncia con fuerza la ilusión de los hombres que se apoyan únicamente en sus bienes materiales. "Buscad primero el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás os vendrá por añadidura" (Lucas 12,18- 12,31).

Jesús afirmó a menudo que la verdadera felicidad, "lo único necesario", era la vida íntima con Dios. A Marta, que se atormentaba con los quehaceres del hogar, Jesús dio como ejemplo a María, "que lo escuchaba" tranquilamente sentada junto a El (Lucas 10,42). Más que ningún fiel, Jesús vivió la felicidad de sentir sobre El "la iluminación del rostro del Padre". "El Padre no me abandona jamás", decía (Juan 8,16).

Jesús vivió esta paz y esta confianza total en el Padre, hasta en su reposo en el sepulcro, esperando "en paz" la resurrección. "En paz me acuesto y me duermo, porque Tú me haces reposar confiadamente, Señor".

Jesús hablaba de la muerte como una especie de "sueño". "Nuestro amigo Lázaro duerme, voy a despertarlo" (Juan 11, 11). Finalmente la absoluta confianza en la oración, que testimonia este salmo ("El Señor me oye cuando lo invoco"), era igualmente la certeza de Jesús: "pedid y recibiréis... Golpead y se os abrirá" (Mateo 7,7).

Las numerosas correspondencias entre el salmo 4 y el evangelio, no son fortuitas; Jesús estaba realmente impregnado de esta oración. Los salmos, este salmo, era "su" oración. La oración de Jesús se prolonga en nosotros, cuando recitamos este salmo.

TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO

*** La búsqueda de la felicidad. El hombre moderno, igual que el hombre de todos los tiempos, está ávido de felicidad. Hay algo profundamente melancólico en este problema: "¿Quién nos dará la felicidad?".

Esta especie de pesimismo cunde en nuestras civilizaciones occidentales, pese a apariencias contrarias. La "sociedad de consumo" produce una especie de desencanto. Bien pagado, bien alimentado, bien instruido, bien abrigado, bien alojado... El hombre sigue preguntando: "¿Quién nos dará la felicidad?". ¡Qué valiosa es la profesión de fe del salmista, que se atreve simplemente a afirmar que él es feliz, que es más feliz que todos aquellos que superabundan en bienes materiales! "¡Diste a mi corazón más alegría que cuando abundan el trigo y el vino!".

Engañarse de felicidad: la "carrera hacia la mentira". Los bienes terrenos son necesarios. Pero quien va al extremo se engaña sobre la felicidad. Estamos seguros de una cosa: ¡que esos bienes son frágiles, fútiles, engañosos, decepcionantes! El autor de este salmo opone un rechazo total a la ambición que llevamos dentro hacia esos bienes engañosos. Estigmatiza esta búsqueda desenfrenada de la "carrera hacia la mentira, el amor de la nada": corréis hacia el "vacío" cuando os dejáis absorber por los negocios... Os equivocáis sobre la verdadera felicidad. "No sólo de pan vive el hombre" (Mateo 4,4). La invitación tanto de Jesús como del salmo, es no tanto de reducir nuestros deseos, cuanto de colocarlos más alto.

Para un verdadero sueño reparador. La fórmula del salmista es pintoresca y de una elocuencia nada banal. "En paz me acuesto y me duermo"... ¡Hace de este equilibrio un signo de su "fe"! No está turbado, no está tenso, aun en medio de sus cuidados... Su secreto, es poner su confianza en Dios. Confiesa que se duerme tranquilo y que se despierta bien dispuesto, la mañana siguiente, pasada una buena noche: "me acuesto, me duermo, luego me despierto; el Señor me protege, no temo a los muchos millares que en derredor mío acampan contra mí" (Salmo 3,6), cantaba el salmo anterior, casi con las mismas palabras. Jesús, era alguien que sabía dormir, aun en medio de las fuertes tempestades, y decía que Dios cuida del trigo que crece aun cuando el agricultor duerma (Marcos 4,27).

Oración de la tarde antes de acostarse. Este salmo es tradicionalmente utilizado como oración de Completas. Es una bella oración vespertina. Decir a Dios que El es nuestro "único necesario". Hacer "silencio" haciendo callar las preocupaciones. ("Yo os digo, no os inquietéis", decía Jesús a sus discípulos. Lucas 12,22). Promover en nosotros mismos los valores de "paz", de "tranquilidad", de "felicidad". Luego entregarnos al sueño confiando que la acción misteriosa de Dios continúa en nosotros mientras dormimos. Tener "confianza" en Dios (la palabra se repite dos veces en el salmo) y sepultarse en esta muerte aparente que es el sueño, con la certeza del "despertar".

Reflexionad en lo secreto, haced silencio, no pequéis más. Al caer la tarde, es hora del balance, de la "revisión de vida". Han ocurrido quizá cosas desagradables o malas en esta jornada. Es el momento de "reflexionar" en ellas, y de "convertirse". Señor, rectifica en mí lo que no corresponde a tu amor. Perdona mis pecados.

NOEL QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo II
PAULINAS, 2ª Edición
BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs. 14-17


2.

¡Vaya sermón!

Cuando no soy capaz de gritar...

Escúchame cuando te invoco (v. 2).

Respóndeme cuando no soy capaz de gritar. Porque hasta aquí puedo llegar. Recuerdo lo que leí en un periódico sobre un hombre que había sufrido una traqueotomía y respiraba por medio de una cánula. Se había acostumbrado y su vida estaba unida a aquella cánula. Una noche, mientras dormía, al hacer un movimiento brusco, la cánula se salió. El hombre se sentía asfixiar. Estaba solo en casa. Golpea en la pared con la esperanza de que alguien le oiga. Todo inútil. Entonces coge un lápiz y escribe: «Auxilio... no puedo respirar... llamad al mé ... ». A la mañana siguiente le encontraron muerto con el papel entre las manos.

Yo me parezco un poco a ese pobre hombre que no podía gritar. La costumbre, las apariencias, la hipocresía, el resignarse a una mediocridad mortificante, la aceptación de la respetabilidad exterior como valor supremo, el vivir superficialmente, sólo ocupado de aparentar. De este modo me he forrado con una corteza compacta, impenetrable. He logrado aislar completamente mi yo más auténtico. Y éste, viéndose asfixiar, golpea esa corteza implacable que no transmite la más mínima vibración. E incluso el grito desesperado del yo que se ve morir, traicionado por la caricatura, por la máscara, no encuentra una hendidura a través de aquella coraza.

Pero el Señor oye el grito que no llega hasta fuera. Detrás de la costra hecha de satisfacciones aparentes y de seguridades, descubre la insatisfacción profunda, el disgusto, la protesta ante tanto envilecimiento, la nostalgia de cosas dignas de mí. E interviene, me responde cuando ya estoy agotado. Rompe la corteza de las apariencias, hace añicos mi refugio blindado y baja a las profundidades para liberar mi yo más auténtico que estaba entumecido.

Su intervención no consiste en palabras consoladoras, invitaciones a la paciencia. No. El es mi defensor. Me restituve a mí mismo. Me devuelve las medidas de grandeza que me son propias. Me lanza por el camino de la dignidad y de la libertad, Decididamente, me hace comenzar de nuevo a vivir.

Por una vereda entre dos precipicios Y después una experiencia maravillosa:

Tú que en el aprieto me diste anchura (v. 2).

La impresión de estar perdido. Caminar por una estrecha vereda entre dos precipicios. Por una parte están los demás que se encargan de excavarme un abismo bajo los pies., Mezquindad, incomprensión, orgullo. Un ambiente que me asfixia, me desilusiona, me desgasta, me oprime. Los intentos de hacerme entender, de elevarme sobre mares de miedo, de rebelarme contra la gigantesca comedia general, son anulados por la desconfianza y la indiferencia. Las fuerzas de los distintos fariseísmos, de la pereza, de los privilegios, de la defensa del statu quo, se alían para quitarme terreno, excavar abismos de sospechas y envenenar el aire de prejuicios.

Por otra parte me encuentro frente a mi vacío, mis cansancios y mis innumerables desilusiones. Voy por una vereda entre dos precipicios. De repente me empieza a doler la cabeza, siento vértigo, las piernas me tiemblan, el sendero se hace cada vez más estrecho, como un hilo, me falta tierra para pisar. Ante mi grito desesperado alguien me coge por la espalda, me empuja y me precipita... en la anchura. En una zona de serenidad, con vastos horizontes, abiertos a las más audaces exploraciones. Lejos de todas las pequeñeces e intentos de servilismo.

Dios es el que me da anchura. Puedo atrincherarme en espacios cada vez más reducidos, puedo construirme una prisión de egoísmo, puedo ocupar una barricada de vil neutralidad. Los demás pueden incluso meterme en sus cenagales en donde son tragados los ideales y solamente resisten los instintos, la vulgaridad y los condicionamientos biológicos. Pero si tengo fuerza para gritar, él me da anchura. Es decir, Dios es quien me regala espacio, terreno bajo los pies, aire para respirar, horizontes para explorar. Contra todas las restricciones y servilismos, él rompe las cerraduras oxidadas, descerraja las puertas y me lanza fuera, a la anchura. Vete y no te dejes encarcelar más. Camina y no te pares en la estacada de la mezquindad.

Dan ganas de subirse a la cátedra Después de este empuje hacia la anchura, nace espontáneo el deseo, casi la urgencia de contar a todos lo que me ha sucedido. Deben saberlo:

El Señor hizo milagros en mi favor (v. 4).

Es necesario informar:

El Señor me escuchará cuando le invoque (v. 4).

Cuando hemos salido de un peligro, cuando hemos sido librados, cuando nuestro grito ha tenido una respuesta, entonces sentimos necesidad de contar, de publicar. Nos dan ganas de subirnos a la cátedra y juzgar, condenar. No resulta difícil encontrar a los acusados. Veo el mundo lleno de gente que «ultraja su honor» 1. Presunción, sentido de autosuficiencia, complacencia e incluso exaltación de los propios límites. Rechazo de toda invitación a elevarse un palmo a ras de la tierra. Desprecio de toda invitación a superarse. ¿Lanzarse más allá de sí mismo? Ni lo pienso, está bien así, hay que ser realistas. El corazón que hace coincidir sus latidos con los de la cartera. Esto es sabiduría. Cuesta demasiado ser persona.

Gente que llena los mercados de la futilidad, se agolpa en torno a los puestos de la vanidad, riñe por obtener su ración de ilusiones. Sensible a la sugestión de una publicidad que solicita uno de los instintos más trágicos del hombre: el amor al vacío.

Gente que enloquece hasta el paroxismo en una competición concurridísima: la carrera de la mentira. Las reglas están admitidas por todos. Tú me engañas, pero debes aceptar que yo también te engañe. Decía un revolucionario: «Vivimos en un mundo de mentiras y de convenciones, en el que a veces es más importante llevar corbata que decir la verdad». Por eso el salmista pone en boca de Dios esta dura requisitoria:

Y vosotros, ¿hasta cuando ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad, y buscaréis el engaño? (v. 3).

Yo también subo a la cátedra, junto con el salmista. Y después de haber juzgado, paso al sermón. Escuchadme bien. Tengo en mi poder la receta para libraros de vuestro mal. Os haré abrir vuestro corazón, os quitaré el gusto de hacer cola en la feria de la vanidad, os retiraréis gloriosamente de la carrera de la mentira. Esta es mi receta.

Un poco de temor de Dios, antes de nada. No se estropea nunca. Tened miedo de muchas cosas. Tened miedo del juicio de los demás, de la inseguridad, de ser puestos aparte, de no «contar». Probad a tener miedo del pecado. Y cambiarán muchas cosas. Y después «reflexionad en el silencio» (v. 5). Un ejercicio discretamente difícil en este tiempo en que estamos aturdidos por el ruido, devorados por mil compromisos, en que somos esclavos del mito de la eficiencia y del rendimiento. Y sin embargo, para encontrar un cierto equilibrio, es necesario callar y meditar.

¿Cómo se hace? Muy sencillo. El mismo verbo «meditar» se puede traducir con. otra expresión particularmente significativa: «Dejar hablar al corazón». ¿Lo intentamos? Finalmente, «ofrece sacrificios legítimos» (v. 6). ¡Atención!, no hasta con ir a la iglesia. Hay un modo de adorar a Dios -centrado sobre la forma, la exterioridad, la observancia- que es sólo un intento de defenderse de Dios. No basta ni siquiera la limosna a los pobres. El sacrificio legítimo, agradable a Dios, es el de un «corazón partido». Es muy fácil ofrecer cosas, cuando la vida en sus compromisos y elecciones, se sustrae a esta obligación de alabar a Dios. Leed, por favor, a Amós:

Detesto y rehúso vuestras fiestas,
no quiero oler vuestras ofrendas.
Aunque me ofrezcáis holocaustos y dones,
no me agradarán;
no aceptaré los terneros cebados
que sacrificáis en acción de gracias.
Retirad de mi presencia el estruendo del canto.
no quiero escuchar el son de la cítara;
fluya como el agua el juicio,
la justicia como arroyo perenne (Am 5, 21-24).

Los cantos de tantos «buenos cristianos» no son capaces de ahogar el lamento de quienes han sido «oprimidos» y pisoteados en sus derechos. El humo del incienso no le impide a Dios observar si nuestra existencia camina por «senderos de justicia».

He terminado el sermón. Creo que no ha estado mal. Una diagnosis precisa. Y a cada mal, el remedio correspondiente. Para el «ultraje al honor», conseguir de nuevo el sentido del pecado. En efecto, es el pecado lo que impide mi realización según el proyecto de Dios, lo que me empequeñece y estorba la apertura hacia mi auténtica dimensión. Para curarse de toda falsedad, la medicina infalible es la meditación. La «carrera de la mentira» es interrumpida por la búsqueda del derecho y de la justicia. Perfecto, ¿no? Todo apoyado en textos escriturísticos. No falta ni siquiera el ejemplo edificante, empapado en mi experiencia personal, Un sermón perfecto, sin lugar a dudas. Puedo estar satisfecho. Mientras tanto, afuera, hay alguien que me espera. Después de una clase o de un sermón, siempre hay alguien que te espera. Fuera de la iglesia hay gente que quiere «verificar». Y las verificaciones más comprometidas son efectuadas por quienes no te felicitan calurosamente. Quieren observar. Hay gente rara por el mundo. Sobre todo los que no se contentan con escuchar las cosas justas, sino que quieren que se hagan las cosas justas. ¡Qué pretensiones!

Ver algo. Bajo del púlpito acalorado pero satisfecho. Rodeado por el triste pelotón de los «nuestros» que me cumplimentan calurosamente: «Ha estado muy bien, ha dicho verdades como puños, indiscutibles. Tendrían que haberle escuchado algunos que nosotros conocemos ... ».

Salgo. Esta vez mi camino está lleno no ya del triste pelotón de los «nuestros», sino de una multitud que ni me elogia ni siquiera me plantea objeciones. Simplemente me lanza una pregunta brutal:

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?» (v. 7).

Esta exigencia ya no se puede eludir. Se trata de «ver algo». Las palabras deben dejar el puesto a los hechos. El cristianismo «de boca» debe dar paso a un cristianismo «de compromiso», de hechos. Después podremos continuar hablando. O quizá no será necesario ni hablar. Nos explicaremos perfectamente de este modo.

Nos hemos creído que bastaban las declaraciones precisas, las tomas de posición teóricas, los programas, las instancias, los «exámenes profundos» de la situación, los buenos sentimientos, la indignación, la comprensión. Pero la gente espera otra cosa. Espera la realización práctica de nuestras palabras.

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?».

Alguno ha observado que ciertos individuos toman la palabra como si tomasen la Bastilla. Pero me parece que se trata de dos cosas muy distintas.

A la vuelta de cada esquina nos encontramos con personas que hablan bien o hablan del bien. Y en cambio, necesitamos personas que "hagan ver» el bien. Hablamos de pobreza, y la gente espera vernos realmente pobres. Hablamos de disponibilidad, y la gente continúa esperando cinco minutos de nuestro tiempo. Hablamos de justicia, y la gente espera vernos comprometidos con la parte «justa», comprometidos sin paliativos con los pobres, los oprimidos, los marginados, los indefensos. No basta con hablar sobre la justicia. Es necesario decidirnos a hacerla realidad..

Las puertas atrancadas y la plaza vacía Según las esperanzas el posconcilio debería haber sido un «nuevo -pentecostés». Tengo la impresión de que ciertamente se han abierto las puertas del cenáculo. Fuera esperaba la multitud. Pero nada más salir nos hemos puesto a discutir entre nosotros. No estábamos de acuerdo sobre quién tenía que hablar primero. O sobre qué debía decir. O en qué modo. O quién tenía el derecho a las llaves de la casa. O a qué,hora teníamos que volver. O si alguien estaba autorizado a dormir fuera.

Mientras tanto la multitud esperaba pacientemente que nos diésemos cuenta de ella, que terminásemos de discutir sobre «nuestras cosas», recordando que «nuestras cosas» eran para alguien.

«¿Quién nos hará ver la dicha?».

Y nosotros continuábamos riñendo y polemizando sobre el significado de la «dicha». A medida que pasaba el tiempo algunos se cansaban. Muchos se impacientaban. Los más se marchaban. Otros decían: «Cuando os pongáis de acuerdo nos lo decís». Y la plaza se ha quedado vacía. Los únicos que no se han ido son los periodistas. Nuestros líos siempre son noticia. Y continuábamos discutiendo sobre el significado de aquella plaza semidesierta. Quizá pueda parecer un cuadro excesivamente pesimista, con trazos demasiado negros. No lo pongo en duda. Pero hemos de reconocer que muchas veces es bastante cercano a la realidad.

En el rostro de quien muere no hay ya una caricia. 
Un cura me escribía: «Desde hace 20 años soy capellán de un hospicio. Estoy encargado de la asistencia espiritual de los internados y de las monjas que lo rigen. Una tarde se me ocurrió participar en una mesa redonda organizada en un salón de la parroquia. «En la discusión participaban un cura con los pelos revueltos, tres muchachos con barba y con palabras incomprensibles y una muchacha vestida de un modo... digamos un tanto extraño (o quizá el término justo sea excéntrico).

«Los términos que más se barajaban eran: horizontalismo, verticalismo, alienación, espiritualidad de evasión, misticismo cómodo. La sustancia de los tratados era: la relación con Dios puede ser una coartada para no ocuparse de los hermanos. La mirada hacia el cielo nos distrae de nuestra tarea en la construcción del mundo. Menos misticismo y más disponibilidad ante los sufrimientos de los demás. Ciertamente ellos lo decían de un modo más técnico y matizado. Yo no estoy al día en el vocabulario y lo digo a mi modo. «Quiero decirle que he salido poco convencido de aquellas tesis, pero con una certeza: después de hablar tanto de horizontalismo, de disponibilidad, de apertura a la sufrimientos de los hermanos, desde mañana mi hospicio será la meta incesante de esas personas 'no alienadas', el cura de pelos revueltos y los muchachos que le rodeaban. «¡Ingenuo de mí! Todavía estoy esperando a aquel simpático grupo. El hospicio es el de siempre, lleno de sufrímientos y de soledad en muchos corazones. Las únicas personas 'disponibles' son siempre y sólo las pobres monjas, que no saben qué es eso de horizontalismo o verticalismo, más aún que están enfermas de 'espiritual¡dad de evasión', de hecho se levantan todas las mañanas a las cinco y a las siete menos cuarto, después de haber permanecido 'distraídas' de los compromisos terrestres a causa de la meditación y de la misa, puntualmente empiezan su servicio. Quisiera que viniese a ver las tareas 'alienadas' que cargan sobre la espaldas estas personas habituadas a un 'misticismo cómodo' y que tienen la maldita costumbre de mirar al cielo...

«¡Ah!, me olvidaba. Este verano he caído en la tentación de concederme una semana de vacaciones en la montaña, aprovechando también para hacer los ejercicios espirituales. He pedido al cura de los pelos revueltos -de regreso de un viaje de estudios a los países escandinavos- que me sustituyese. Me ha respondido que tenía demasiados compromisos, que tenía que ultimar los resultados del viaje de estudios y hacer una multicopia reservada a los amigos del 'grupo' de las impresiones y que tenía que organizar varias mesas redondas y que además la misa a las cinco y media de la mañana no tenía sentido, y si las monjas no se ponían al día acabarían mal, además no quería poner en peligro su salud por una docena de 'cabezas iluminadas'.

«-Mire, que yo no estoy en contra del estudio y de la renovación. Pero alguna mesa redonda menos y algún 'hecho' más servirían para restablecer el equilibrio ¿No le parece?».

Claro que me parece. Leyendo esta carta recordaba una denuncia análoga y dura por parte de un amigo: «Todos critícan de todo, desenvainando viejas espadas y puñales oxidados. Pero no hay una caricia para el rostro de quien muere. Palabras, palabras, palabras».

Aquí se encuentra la reprobación de tanta palabrería no hay una caricia para el rostro de quien muere. Y nosotros seguimos atascados en una problemática embrollada, de principiantes. Mientras tanto:

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?» . ¡Qué exigencias las de esta gente! No sabe qué hacer con nuestros libros, con nuestros artículos. No toma en serio nuestras mesas redondas. Tomad, más bien, algo muy concreto. Nosotros nos creemos que saciamos su hambre con nuestras palabras. Creemos que colmamos sus aspiraciones aparentando ser tan inteligentes. El equívoco está ya denunciado en el evangelio: «¿Qué hombre hay entre nosotros al que le pida pan su hijo y él le dé una piedra? ¿O también, que si le pide pescado, él le dé una serpiente?» (Mt 7, 9-10).

Sentido de lo inútil Para responder a las esperanzas de la gente sólo existe un medio: hacerse inútiles. Poco antes de morir Thomas Merton escribía: «Nadie parece comprender qué útil es ser inútil». En un mundo trastornado por el ruido, excitado por la agitación más frenética, devorado por el mito de la eficiencia y del rendimiento, sólo nos queda a los cristianos una posibilidad para ser verdaderamente útiles: reafirmar los valores de la contemplación, es decir, reconquistar el sentido de lo inútil. Nos estamos convirtiendo en esclavos del tiempo y de las cosas. El contemplativo se rebela ante esta esclavitud. Reafirma su propia libertad ante el tiempo y ante las cosas. Sabe perder el tiempo. Y sobre todo sabe colocar a Dios, el único, en el puesto de las cosas. Y no se me diga que la contemplación es una «evasión», un evadirse de los compromisos temporales. Probablemente quien habla de este modo no ha sido capaz de estar media hora en silencio. En realidad no hay nadie tan realista como el contemplativo. COMPLA/REALISMO

Jamás una persona pisa con el pie tan firme sobre la tierra como en la contemplación; más aún llega hasta debajo de la tierra donde están las raíces del propio ser. Llega hasta donde llega el psicoanálisis, incluso a mayores profundidades. Pero la contemplación no deja las raíces al aire para que el sol las seque o se pudran, las ve dentro del humus del amor misericordioso de Dios hecho carne, es decir hecho comprensión, afinidad, perdón, misericordia (A. Paoli).

Una contemplación, por tanto, que es conocimiento propio y descubrimiento de un Dios que cura. Un Dios que cubre mi miseria con su misericordia, socorre mi pobreza con su riqueza y repara mis desperfectos con su armonía. Un Dios que después de haberme enriquecido y transformado, me lanza hacia los demás. Nada de huida, evasión o alienación.

Llegando a Dios, que es amor, no puedo hacer otra cosa que aprender a amar, descubrir su «plan» para los hombres y esforzarme en realizarlo. Respondiendo a las esperanzas de Dios, no traiciono las esperanzas de los hombres. Haciéndome inútil me convierto en indispensable. Perdiéndome, adquiero valor, «El valor de una vida se mide por el peso de adoración» (J. Monchanin). La luz del rostro de Dios no debe huir de nosotros. Esta puede ser una definición de contemplación. Dejarse envolver, curar, rehacer por la luz del rostro de Dios. Cuando caigan de nuestra cara los signos del miedo, del egoísmo, de la pereza, de la indiferencia, de la astucia maquiavélica, del interés, de la dureza, del orgullo, entonces podremos volver con el rostro transformado por esa luz a presentarnos a la gente que espera siempre alguien que le manifieste «la dicha».

Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?».

Para no desilusionarles sólo existe un medio: sumergirse en la luz del rostro de Dios,

Cosecha 
Este salmo termina bien, después de la aventura tremenda descrita al principio.

Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino (v. 8).

Alguien ha captado mi grito desesperado. «En el aprieto» alguien me ha dado «anchura». Incapaz de presentarme a la gente, de responder a sus esperanzas, alguien me ha «rehecho» mi rostro. Ahora mi gran vacío ha sido colmado de alegría. Ni siquiera puedo compararme con quien ha recogido una abundante cosecha en trigo y en vino. Mi cosecha es infinitamente más preciosa y menos precaria. Me he encontrado a mí mismo. El Señor me ha levantado cuando estaba a punto de caer en la angustia, me ha recuperado mientras me desperdigaba en la vanidad y en la búsqueda de ilusiones, me ha librado mientras me construía pesadas cadenas.

Es el salmo del encuentro. Me he encontrado a mí mismo porque me he dejado encontrar por Dios. Y después de un prolongado coloquio con mi salvador estaré a punto para encontrar también a la gente con la certeza de no desilusionarla.

En paz me acuesto y enseguida me duermo porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (v. 9).

Termina el día con todo su bullicio, su aburrimiento, los riesgos, las desilusiones, las pesadillas, las preocupaciones. He sido capaz de encontrar un sitio donde reposar mi cabeza. «En ti reposaré mi cabeza y dormiré» (P. Claudel). Soy huésped del Señor. No conoceré ya la inquietud ni la desesperación porque todas las demás cosas han perdido su poder de seducción sobre mí. Marcada con el sello de su rostro he encontrado la unidad de mi vida e incluso el sueño puede convertirse en un «sacrificio legítimo» (v. 6).

Porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (v. 9).

No se dice «me das un poco de seguridad», sino algo con mucha más fuerza: «me haces vivir tranquilo». Y nadie más me moverá. Incluso si perturbo la paz pública con mi grito.

ALESSANDRO PRONZATO
FUERZA PARA GRITAR
Edic. SÍGUEME.SALAMANCA-198O.Págs. 146-153
....................

1. Otras traducciones dicen que tiene el «corazón cerrado». Pero creo que a pesar de la expresión distinta, no cambia el sentido. El hombre que no vive la propia vocación de grandeza, que no se «diviniza», que no se realiza según sus auténticas dimensiones pisotea su honor.


3. 

ORACIÓN DE LA NOCHE

El día toca a su fin, un día de alegrías y trabajos, de ratos de intimidad y ratos de ansiedad, de momentos de impaciencia y momentos de satisfacción. Me quedo solo, dispuesto a volver a ser yo mismo por la noche, y una última oración sube a mis labios antes de cerrar los ojos.

«En paz me acuesto... y en seguida me duermo»

Esa es mi oración, la oración de mi cuerpo cansado después de un día de duro bregar. El sueño es tu bendición nocturna, Señor, porque la paz ha sido tu bendición durante el día, y el sueño desciende sobre el cuerpo cuando la paz anida en el corazón. Me has dado paz durante el día en medio de prisas y presiones, en medio de críticas y envidias, en medio de la responsabilidad del trabajo y el deber de tomar decisiones. «Tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y en vino», y el cuidado que has tenido de mí a lo largo del día me ha preparado tiernamente para el descanso de la noche.

Conozco los temores del hombre del desierto al echarse a dormir, el hombre que sacó estos Salmos de su experiencia y de su vida. El miedo del animal salvaje que ataca de noche, del rival sangriento que busca venganza en la oscuridad, de la tribu enemiga que asalta por sorpresa mientras los hombres duermen. Y conozco mis propios temores. El miedo de un nuevo día, el miedo de encontrarme de nuevo cara a cara con la vida, de enfrentarme conmigo mismo en la luz incierta de un nuevo amanecer. Miedo a la oposición, a la competencia, al fracaso; miedo a no poder aguantar el esfuerzo de ser otra vez como debo ser, como me obligan a ser, como otros quieren que yo sea; o, más adentro, miedo a que no sabré sustraerme a la esclavitud de ser lo que otros quieren que yo sea y portarme como quieren que me porte. Miedo a ser yo mismo y miedo a que no me dejen serlo.

Al acostarme tengo miedo a no volver a levantarme; y al levantarme siento pánico por tener que enfrentarme una vez más al triste negocio del vivir. Ese es el miedo visceral que pesa sobre mi vida. Su único remedio está en ti, Señor. Tú velas mi sueño y tú guías mis pasos. Tu presencia es mi refugio; tu compañía, mi fortaleza. Por eso puedo caminar con alegría, y ahora, llegada la noche, acostarme con el corazón en paz.

«En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo».

Carlos G. Vallés
Busco tu rostro
Orar los Salmos
Sal Terrae, Santander-1989, pág. 16s.