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HOMILÍAS PARA EL III DOMINGO DE PASCUA
32-38
32. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentario general
HECHOS 2, 14. 22-28:
En este primer Discurso público de Pedro, del cual Lucas nos conserva este
esquema, se insiste en demostrar cómo la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo
estaban preanunciadas en las Escrituras. El Mesías Glorificado nos envía el
Espíritu Santa y así consuma su Obra Salvífica:
— Ante todo, Pedro les recuerda las profecías de Joel que anunciaban una nueva
era; era de Espíritu, era de paz, gracia y vida divina; era de Salvación para
todos. Esta era la ha traído Jesús y de modo sensible y maravilloso se está
iniciando aquella mañana de Pentecostés (14-22).
— Esta era de gracia y de Espíritu Santo sólo podemos gozarla tras la liberación
y redención de la esclavitud del pecado que arrastramos todos los hijos de Adán.
De ahí la necesidad de un Redentor y de una Redención. El Redentor ha sido
Jesús, y la Redención, su Cruz. Más que la malicia de los judíos, ha sido un
plan del Amor Salvífico de Dios (23) el que ha puesto a Jesús en la Cruz. La
Cruz es la expiación que exigían nuestros pecados. El Mesías-Redentor, al precio
de su sangre y de su vida, nos ha redimido a todos: judíos y gentiles.
— Pero las cadenas de la muerte no podían señorear al Redentor. Si le hubieran
señoreado se vena claro que era un vencido como nosotros y no nuestro Redentor.
Mas la Resurrección gloriosa a Vida inmortal a la diestra del Padre muestra
claramente que Jesús-Mesías ha vencido al pecado y a la muerte. Y también esta
victoria estaba profetizada. Pedro cita el Salmo 16, 8-11. El salmista David
dice tales cosas que en modo alguno pueden aplicarse a su persona: «No
abandonarás mi alma en el Hades; no consentirás que tu Santo vea la corrupción;
me darás a conocer las sendas de la vida.» David murió y su alma descendió al
Hades y su sepulcro testifica su corrupción; David no conoce las sendas de la
vida. Estas ricas Promesas las decía con visión profética del Mesías de quien
sabía debía ser hijo suyo. El Mesías-Jesús, sí, es el ««Santo» de Dios; el
Mesías-Jesús, sí, salió incorrupto del Sepulcro. El Mesías-Jesús, sí, conoce los
caminos de la vida; el Mesías-Jesús, sí, ve el rostro del Padre (25-28). Ahora,
en la victoria de Cristo vencemos también nosotros a la muerte. Abierto por Él
el camino de la Vida, vamos también nosotros a la Vida siguiendo sus pasos. Como
El y por El seremos resucitados. La Redención no es un mero recuerdo. La
Eucaristía es a la vez «Memorial» y «Acción Salvífica».
I PEDRO I, 17-21:
Los exegetas consideran esta exhortación un recuerdo de la Liturgia Bautismal. A
los que iba a recibir el Bautismo se les hacían estas llamadas urgentes a una
vida santa:
— El cristiano es un peregrino camino de la Patria (7). Este destino
trascendente de la vida orienta los pasos del caminante y le da acierto en la
valorización de personas, cosas y acontecimientos. Sabemos asimismo que al
término de la peregrinación Dios-Juez dará a cada uno según sus obras (17).
— El cristiano es un redimido. Y un redimido no a precio de oro o plata. Es
Cristo, Cordero que ha cargado sobre Sí todos los pecados del mundo, quien, al
precio de su propia sangre inmaculada y de su vida inocente, nos ha rescatado a
todos (18). Nuestra configuración con Cristo no sería perfecta si nos faltara el
sufrimiento. Debemos compartir su pasión y su gloria, su cruz y su reino, su
muerte y su Vida. Y debemos con nuestro dolor completar en nosotros la Pasión de
Cristo a favor de su Iglesia. «El cristiano que sufre no es un miembro inerte o
un peso negativo; es un miembro activo. Es uno que, como Cristo, padece por
nosotros; es un bienhechor de los hermanos; es uno que ayuda a la salvación»
(Paulo VI: 30-VIII-1967).
Participar en la Eucaristía es incorporarnos al Crucificado. Y según esta medida
somos ahora santificados y seremos luego glorificados.
— El cristiano es un predestinado a la gloria. Cristo-Redentor goza ya la gloria
del Padre. La que el Padre ab aeterno preparó para el Hijo Encarnado Redentor.
En la misma predestinación gloriosa entramos nosotros en Cristo y por Cristo.
Vivamos, pues, cual nos exige nuestra fe y nuestra esperanza: Fe y esperanza en
Aquel: Qui pro nobis off erre non desinit, nosque apud Te perenni advocatione
defendit: Qui immolatus jam non moritur, sed semper vivit occisus. (Praef.)
LUCAS 24, 13-15:
Es riquísima y emocionante esta aparición del Resucitado a los dos Discípulos de
Emaús:
— Emaús dista unos 160 estadios (= 29 Km.) de Jerusalén. Jesús se hace
encontradizo con aquellos peregrinos. Va Jesús con ellos y ellos le ignoran. Es
una lección para cuantos vivimos la etapa de peregrinos de la fe. Aunque no lo
veamos, nunca debemos olvidar que no andamos solos. Desde que Jesús está
glorificado no queda ya sujeto a las leyes físicas del espacio y del tiempo. Las
trasciende con su virtud divina. Al estar en el cielo no deja de estar con
nosotros.
— En Lucas como en Juan, Jesús Resucitado que se aparece, no es conocido sino
por sus palabras o signos. Es que el Cuerpo glorificado, bien que idéntico al
que bajó al Sepulcro, tiene otro estado que modifica su forma externa y le libra
de las leyes de los cuerpos mortales. Y sólo unos ojos glorificados pueden ver
en su estado a un Cuerpo glorificado. De ahí que la humanidad gloriosa de Cristo
no es conocida de pronto. Los de Emaús no advierten que tienen ante sí al
Maestro hasta que Este ejecuta un «signo» peculiar para revelarse: « ¡La
Fracción del Pan!»
— Jesús en la larga conversación del viaje ha explicado a los desorientados
discípulos el mesianismo de las Escrituras. El viaje ha sido, pues, una
conquista. El Maestro sigue Ley, Profetas y Salmos (= Escritura) y les explica y
expone cómo cuanto El ha sufrido y cuanto en El se ha realizado es plan previsto
y preanunciado por los Profetas. Ellos van comprendiendo a medida que del plano
de un Mesianismo terreno-político se eleven al de un Mesianismo espiritual y
Redentor. Tras la Pasión el Mesías está ya en su Gloria (26). Y con esto, el
Resucitado desaparece. Y ellos le ven ya a la luz de la fe.
— Retengamos como lecciones de este pasaje evangélico:
a) Cristo glorioso nos acompaña a los que aún peregrinamos camino de la Patria.
b) Debemos purificar nuestro «Mesianismo» de adherencias terrenales. Cristo nos
redime del pecado con su cruz.
c) En el Sacramento de la «Fracción del Pan» se iluminan nuestros ojos y se
vigoriza nuestro corazón. Es el Sacramento «viático» de los peregrinos.
(José Ma. Solé Roma,O. M. F., Ministro de la palabra, ciclo A, Ed. Herder,
Barcelona1979, pags 113-116)
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San Ambrosio
Pero dirá alguno: ¿Cómo es que Tomás tocó a Cristo cuando todavía no creía? A la
verdad, parece que su duda no se refería a la resurrección del Señor, sino que
afectaba sólo al modo de realizarse esa resurrección, y, quizás, me quiso
enseñar el tocarlo exactamente lo mismo que me mostró Pablo, es decir, que es
preciso que este cuerpo corruptible se revista de incorrupción y que este ser
mortal se revista de inmortalidad. (1 cor 15,53), con objeto de que crea el
incrédulo y que el que duda no pueda ya dudar más, ya que nos es más fácil creer
lo que vemos. A Tomás no le faltó motivo de admiración al ver que un cuerpo
había entrado a través de las paredes impenetrables a la materia, estando todo
cerrado y sin sufrir daño en su estructura, y por eso le resultó maravilloso que
una naturaleza corpórea hubiera atravesado un cuerpo impenetrable, haciéndose,
por medio de una llegada invisible, presente, fácil de tocar, aunque difícil de
reconocer.
Al punto los discípulos, aturdidos, creían que era un espíritu, y por eso el
Señor, para mostrarnos el carácter de su resurrección, dijo: Tocad y ver que un
espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo. Y no fue que El
penetró las paredes de por sí impenetrables con una naturaleza incorpórea, sino
con el estado de su cuerpo resucitado. Pues lo que se puede tocar y palpar es
corpóreo, pues se siembra un cuerpo animal y surge un cuerpo espiritual (1 Cor
15,44); el uno es ágil, el otro pesado, puesto que está todavía bajo la acción
de la condición de su enfermedad terrena.
Porque ¿cómo, en verdad, no iba a ser un cuerpo, si tenía todas las señales de
sus heridas, la marca de las cicatrices, las cuales se las mostró el Señor para
que palpara? Con ese detalle, no sólo los robustece en la fe, sino que también
les excita a la devoción, puesto que las heridas que recibió por nosotros
prefirió, sin suprimirlas llevárselas el cielo, para presentárselas a Dios Padre
como rescate de nuestra libertad. Por lo cual, el Padre le asignó como trono su
derecha, abrazando los trofeos de nuestra salvación, la diadema de sus
cicatrices pasó a ser el testimonio que adujo allí a favor nuestro.
(Tratado sobre el Evangelio de San Lucas (sobre las apariciones del Señor, Lc
24,33-45)
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P. Juan de Maldonado S. J.
Y sucedió que, estando a la mesa con ellos, tomó el pan y lo bendijo y partió, y
se lo daba. —Es ya vulgar la cuestión acerca de si al tomar Cristo el pan,
bendecirlo y partirlo, consagró o no el mismo, convirtiéndolo en su cuerpo
eucarístico, o más bien ofreció sólo pan bendecido a los discípulos.
Por mi parte, ciertamente no dudo (y me admira de ver que algunos lo duden) que
se trata aquí del Santísimo Sacramento de la Eucaristía. Y me sirve de gran
prueba la vehemencia con que lo niegan los herejes, los cuales ojalá los
hubieran leído cautamente algunos católicos, por otra parte no malos autores, y
seguramente se habrían guardado mejor de coincidir con su modo de sentir y
hablar.
Me mueve a admitir esta opinión todo el modo de obrar aquí Cristo, en el cual no
creo haya ningún cristiano que no reconozca la Sagrada Eucaristía. ¿Que otra
manera de hablar hubiera usado el evangelista si hubiera querido describir la
Eucaristía? Cuando en los Hechos de los Apóstoles (2, 42) leemos la fracción del
pan hecha por los apóstoles, nadie entiende otra cosa que la Eucaristía. En este
lugar no sólo leemos la fracción del pan, sino hecha por Cristo, que fue su
autor; leemos que fue bendecido el pan, que fue distribuido; leemos, además, el
milagro que originó, como probaremos en seguida, ¿y no vamos a reconocer aquí la
Eucaristía?
Por otra parte, aun concediendo que siempre que tomaba Cristo alimento usaba la
bendición, sin embargo (como dijimos en el comentario de San Mateo, 26, 23), no
declaran esto nunca los evangelistas sino cuando se trata de la Eucaristía o de
algún milagro con ella relacionado. Cuanto a San Lucas, declara aquí los
pormenores de tomar Cristo el pan en sus manos, bendecirlo, partirlo y
distribuirlo, con la misma exactitud con que lo hizo al hablar de la institución
de la Sagrada Eucaristía. Además, cuando bendecía Cristo el alimento ordinario,
no lo hacía al fin ni a la mitad de la comida, sino al principio, antes de que
ninguno tomase bocado ; mas ahora no bendijo al comienzo, sino al fin, como da a
entender el evangelista, pues esto significa la frase griega "habiéndose
recostado", esto es, habiendo cenado. Lo mismo leemos cuando instituyó la
Sagrada Eucaristía: no bendijo el pan al principio, sino al fin de la cena, como
probamos en el citado lugar de San Mateo. Y aunque no lo hubiese indicado el
evangelista, con todo, habría de creerse que lo había hecho así; pues parece
verosímil que, para no aparecer como fantasma, tomaría la cena ordinaria con los
discípulos. No la tomó después de la fracción del pan, pues fue conocido en esta
acción precisamente y al punto desapareció de la vista de los discípulos, como
dice el evangelista; luego la tomó antes, como decimos. No fue, por tanto,
aquella una bendición Ordinaria.
Añádase a estas razones el milagro, ya que fue conocido por ellos en la fracción
del pan, a pesar de no haberlo conocido antes con tan larga conversación. Lo
cual no parece que se explique sino por efecto de la Sagrada Eucaristía. Porque
lo que dicen los herejes, que debería tener Cristo su modo peculiar de bendecir
el alimento, por el que fuese conocido de los discípulos, es cosa que no prueban
ellos y se puede refutar de varios modos. Primero, ¿cómo vamos a creer que
tuviera Cristo su modo peculiar de bendecir el alimento, pues hasta cuando quiso
instituir la Eucaristía, como cosa nueva y peculiar, se atuvo en lo posible
(como probamos en el lugar citado de San Mateo) al ritual común de los judíos,
como admiten los mismos herejes? En efecto: el tomar el pan como cabeza de
familia, bendecirlo, partirlo y distribuirlo entre los comensales, consta por
los autores talmúdicos que eran ceremonias comunes de los judíos. Además, de
tener alguna ceremonia propia, no la hubiera disimulado el evangelista ni la
hubieran tolerado en silencio los fariseos, los cuales en cosas más menudas,
como los lavatorios rituales de las manos antes de comer, lo habían acusado
varias veces. Finalmente, de tener algo especial que lo diese a conocer,
ciertamente tenía otros rasgos más característicos, por los que fuera conocido:
más propio y característico eran el tono de su voz, los rasgos de su semblante,
su doctrina y modo de enseñar, y mucho más personal su modo de explicar la
Sagrada Escritura; y, a pesar de todos estos rasgos, no lo habían conocido los
discípulos.
Leo en algunos autores (por otra parte no tenidos como malos) que fue conocido
Cristo en la fracción del pan, porque lo partiría no como si lo rompiese con las
manos, sino como si lo cortase con un cuchillo. Tan imaginario parece esto, que
es más bien para reír que para ser refutado. Y me admiro que hombres tan agudos,
que, por no parecer menos ingeniosos, no admiten que trate aquí el evangelista
de la Eucaristía, no sólo admitan semejante ocurrencia, sino que inventen lo que
jamás pensó el mismo evangelista (como es evidente) y tiene en sí todo el
aspecto de una fábula. No echan de ver (cosa que cualquiera entiende fácilmente)
que cuando se dice que fue conocido en la fracción del pan, quiere significar no
la mera acción de partirlo, sino toda aquel rito de disponer y distribuir la
Eucaristía, lo mismo que se dice luego de los apóstoles que perseveraban en la
oración: y comunicación de la fracción del pan, con oraciones (Act. 2, 42).
Parece, por tanto, manifiesto que fue conocido Cristo al ofrecer a los
discípulos su cuerpo; lo cual, no pudiendo explicarse ni casualmente ni por la
ceremonia de partir el pan, síguese que sucedió por milagro. No pudo suceder por
mera casualidad, pues al referir tan por menudo el evangelista aquí, como luego
los discípulos, que lo habían conocido en la fracción del pan, dan a entender
ciertamente que no fue esto por acaso, sino por efecto de aquella misma
fracción. Difícilmente pudo ser aquella misma ceremonia, pues no habían visto
antes a Cristo, ofreciéndoles la Eucaristía, pues en la última cena estuvieron
sólo los doce apóstoles, como se dice en aquel lugar, y ellos no eran del grupo
de los doce, como consta por el v. 33. Sólo resta, pues, que fuera conocido por
virtud admirable y divina de su propio cuerpo. Así lo refiere el evangelista y
poco después los discípulos; y así lo entendieron muchos y graves autores. A la
verdad, San Jerónimo, diciendo que Cristo consagró como Iglesia la casa de
Cleofás, no quiere significar otra cosa sino que celebró allí la Sagrada
Eucaristía, la cual convierte en iglesia cualquier lugar donde esté. Y no de
otra manera siente San Agustín: "A los ojos de los discípulos había ocurrido una
cosa, la cual por cierto misterio se había permitido que durase hasta la
fracción del pan, esto es, que apareciese en otra figura y así no lo conociesen
sino, en la misma fracción del pan, como refiere San Lucas. Porque con razón
sufrieron los ojos de los discípulos algo semejante a lo que ocurría en sus
ánimos, que todavía ignoraban convenir que muriese Cristo y resucitase. No
porque los engañase el que es la verdad, sino por no estar ellos dispuestos a
percibir la verdad, antes pensar que era otro del que realmente era; para que no
piense nadie que ha conocido a Cristo. Si no es miembro de su cuerpo, esto es,
de su Iglesia, cuya unidad proclama el Apóstol en el misterio del pan, cuando
escribe (1 Cor. 10, 17): Un solo pan y un solo cuerpo formamos los que somos
muchos; y de tal modo les diese aquel pan que se abriesen sus ojos y lo
conociesen".
A San Agustín sigue San Beda, y a este Estrabón, copiando sus palabras en sus
comentarios. Del mismo parecer es también San Crisóstomo (o quien sea el autor
de aquella homilía), y lo mismo Teofilacto en su comentario 5.
31. Y se les abrieron los ojos y lo conocieron. —No soy del parecer de algunos,
que suponen aludir aquí no a los ojos del cuerpo, sino a los del alma, aunque de
esta opinión sea San Crisóstomo, según Santo Tomás. Porque no hay aquí metáfora,
sino otra clase de metonimia, por la cual se dice por semejanza de efecto que
están cerrados los ojos cuando no ven, y cuando ven, abiertos. Lo cual no suele
decirse de los ojos del alma, sino de los del cuerpo.
Lo que dice poco antes: Sus ojos estaban impedidos para no conocerlo (v. 16), no
hay duda que se refiere a los ojos del cuerpo; de lo contrario desaparece toda
la fuerza y gracia de la frase, pues quería decir el evangelista que no habían
conocido a Cristo como si realmente hubiesen estado ciegos, y es evidente que se
trata aquí de los mismos ojos que había dicho antes. Los mismos ojos que había
dicho estar cerrados, dice ahora que fueron abiertos; y se abrieron, de igual
modo que antes habían estado cerrados. Antes estaban cerrados, no en realidad,
materialmente, sino porque no conocían al que estaban viendo, como si no viesen
a Cristo: era como si los tuviesen cerrados. Se dice ahora que fueron abiertos,
porque vieron y conocieron. Al modo como se dice de los primeros padres después
de su pecado que se les abrieron los ojos (Gen. 3, 7) y de Agar (Gen. 21, 19),
no porque antes los tuviesen cerrados, sino porque conocieron lo que antes o no
veían o no conocían, como explica Orígenes y San Agustín.
Y Él se desvaneció delante de sus ojos. —Según el griego, "y Él se hizo
invisible para ellos".
Es curioso ver la necedad de los intérpretes heréticos en este lugar, los
cuales, para no verse forzados a conceder la posibilidad de estar Cristo
presente en el Santísimo Sacramento, aunque no se vea con los ojos corporales,
niegan que pueda hacer invisible su cuerpo, diciendo que es esencial a la
naturaleza de los cuerpos el ser vistos. Conceden con esto a Cristo menos poder
que a los mismos demonios y nigromantes, los cuales pueden hacer invisibles los
cuerpos cuando quieren. Porque ¿que otra cosa es lo que dice el texto griego
sino "que se hizo invisible"? Lo conceden, pero dicen que se hizo invisible
porque se substrajo de su vista, no porque hiciese invisible su cuerpo. De
suerte que estos buenos intérpretes herejes traducen el griego ocultarse por se
substrajo! Lo cual no lo digo para rebatirlo (pues no es menester rebatir un
absurdo tan manifiesto), sino para poner en evidencia y en ridículo ante los que
algo saben a estos hombres, que piensan ser ellos los únicos sabios. ¡Como si le
faltaran palabras al evangelista para decir, si quisiera, que se había
substraído o retirado! Cuando no dice "se apartó de ellos", sino "se hizo
invisible a ellos", ¿quién que tenga sano juicio va a dudar que quiso significar
aquí un milagro, por el cual Cristo se les hizo invisible de repente, lo mismo
que antes en el camino se les había hecho visible? Esta fuerza tiene, como
dijimos, lo que dice en el v. 15: Y sucedió que, mientras iban hablando entre
sí, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos. Ni lo entendió jamás de otra
manera ningún autor fuera de los herejes.
Mas ¿por qué se hizo invisible de repente? ¿Por qué no más bien poco a poco,
quedándose más con ellos, con lo cual los hubiera confirmado mejor en su fe?
Sencillamente, porque había logrado lo que quería, siendo conocido, lo cual era
la única razón de aparecérseles. Había confirmado primero su fe en la
resurrección con la explicación de las Escrituras y luego con su misma presencia
durante todo el camino: ¿qué necesidad había de permanecer más tiempo? Añádase
que de esta manera fueron los discípulos mejor confirmados en su fe; pues por lo
mismo que de improviso vieron que había desaparecido ya, entendieron no poder
ser otro sino Cristo. Si hubiera permanecido con ellos más tiempo, hubieran
querido tocarlo y mirarlo de cerca, por la curiosidad que tienen los incrédulos.
Aparte de que no tenía ya un cuerpo al que conviniera permanecer largo tiempo
con los hombres, como dice Teofilacto, y además quería volver aquella misma
noche a Jerusalén (como añade Eutimio) para mostrarse a los once apóstoles y que
hiciesen lo mismo aquellos dos discípulos.
(Tomado de Comentario a los cuatro Evangelios II San Marcos y San Lucas, Ed.
B.A.C. (Pág. 810-814))
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P. Miguel Ángel Fuentes, IVE
Jesucristo y sus misterios
7a Estación: Jesús aparece a los discípulos de Emaús
El mismo día, dice san Lucas (cf. Lc 24), dos de los discípulos iban camino a
Emaús, hablando de todos estos acontecimientos. Y Jesús les sale al encuentro,
sin que lo reconociesen, acompañándolos a lo largo del camino. El Verbo puso su
tienda entre nosotros, dice Juan en su Prólogo (In 1,14); pero era la tienda de
un Nómade, de un Viador junto a los viadores. Cristo nos sale al encuentro y nos
acompaña en nuestro exilio con su bastón de Peregrino.
El les saca el tema — ¿De qué hablabais en el camino?— y los hace relatar los
acontecimientos pascuales desde su desilusionado punto de vista. Nosotros
esperábamos..., nos dejaron estupefactos ciertas mujeres... que... no
encontraron su cuerpo y vinieron diciendo... que vivía... Pero ellos no se
tomaron siquiera la molestia de ir a ver... ¡Esa es la realidad!
Este es el más inequívoco síntoma de la profunda depresión moral en que sumió a
todos los discípulos del Nazareno: el escándalo de la cruz. Ya no creen en nada,
ni quieren creer, ni quieren ilusionarse. No. Otra desilusión sería ya
aplastante. "Mejor volver a nuestras casas".
No era, pues, sólo cuestión de revelarles el misterio. Era necesario que
quisieran seguir esperando para que volviesen a creer. Y allí el Señor se hizo
maestro para abrirles las Escrituras: ¡Oh, hombres sin inteligencia y tardos de
corazón para creer todo lo que vaticinaron los profetas! Y allí, el Exegeta de
Sí mismo les fue declarando todo cuanto a El se refería comenzando por Moisés y
los Profetas (Lc 24,27).
Lo reconocieron al partir el pan, cuando Él dejó que se abrieran sus ojos
apesadumbrados por la tristeza... para que se diesen cuenta que habían estado
tanteándolo oscuramente a lo largo del camino, cuando les hacía arder el
corazón, cuando habían empezado a amarlo conociéndolo sólo a tientas, cuando
habían sentido necesidad de El: Quédate con nosotros, Señor, porque ya es tarde
y el día declina (Lc 24,29).
Es el mismo Señor que camina siempre a nuestro lado en las noches oscuras del
alma, sin que lo veamos, pero dejando que el corazón lo adivine a cada paso.
En el mismo instante, se levantaron y volvieron a Jerusalén (Lc 24,33).
(Tomado de I.N.R.I. Jesús Nazareno, Rey de los Judíos, Ed. Del Verbo Encarnado.
(Pág.147))
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GIOVANNI PAPINI
Emaús
Dos amigos de Jesús, de aquellos que estaban en casa con los discípulos, debían
dirigirse aquella mañana, para sus quehaceres, a Emaús, pueblito distante de
Jerusalén un par de horas de marcha. Se pusieron en camino apenas vueltos Simón
y Juan del sepulcro. Todas aquellas noticias asombrosas los habían atontado un
poco, pero sin llegar a persuadirlos de la verdad de un hecho tan portentoso e
inesperado. Gente práctica, no fácil de ser engañada, no podía convencerse de
que fuera verdad todo lo que habían oído contar: si el cuerpo del Maestro no
estaba más en el sepulcro, ¿acaso no habían podido llevárselo manos de hombres?
Cleofás y el compañero eran dos buenos judíos, de los que dejaban un lugarcito a
lo ideal en su espíritu, ocupado por cuidados muy reales. Pero ese lugar no
podía ser muy grande y aquel ideal debía adaptarse a la naturaleza de lo
restante si no quería ser expulsado como un huésped molesto. También ellos, como
casi todos los Discípulos, esperaban la venida de su libertador, pero de un
hombre que, antes que nada, viniera a libertar a Israel. En una palabra, un
Mesías, que fuera hijo de David más bien que hijo de Dios, y guerrero a caballo
más bien que un pobre peatón, azote de los enemigos y no acariciador de enfermos
y de niños. Las palabras de Cristo habían ablandado, mal que bien, la vieja
corteza de su mesianismo carnal, pero la crucifixión los turbó. Amaban a Jesús y
sufrieron de sus sufrimientos; pero aquel fin imprevisto, infamante, sin gloria
y sin resistencia, era demasiado opuesto a lo que esperaban y particularmente a
lo mucho más que deseaban. Que fuera un Salvador humilde, jinete de asnos mansos
en vez de corceles de batalla, y un poco más espiritual y suave de lo que ellos
hubieran querido, llegaban a comprenderlo, aunque con trabajo, y hasta a
soportarlo, aunque con pena. Pero que el Libertador no hubiera sabido librar ni
a los otros ni a sí mismo, que el Salvador no hubiera hecho nada para salvarse,
que el Mesías de los Judíos hubiera terminado, por voluntad de tantos Judíos, en
el patíbulo de los bandidos y de los parricidas, era una desilusión demasiado
fuerte y un escándalo inexcusable. Compadecían, y muy de veras, al Crucificado,
pero, al mismo tiempo, estaban tentados de suponer que se había engañado acerca
de su propio ser. Aquella muerte — ¡y qué muerte!— tomaba en esas almas
estrechas de gente práctica todas las lúgubres tintas de un fracaso.
Iban hablando entre ellos de todo esto, en la tarde primaveral toda encendida de
sol, y por momentos se acaloraban, porque no siempre estaban de acuerdo. De
repente vieron, con el rabo del ojo, en el suelo, una sombra junto a ellos. Se
volvieron. La sombra era la de un hombre que los seguía, como si quisiera oír lo
que ellos iban diciendo. Se detuvieron, como es de costumbre, para saludarlo, y
el viajero se unió a ellos... No les parecía cara desconocida, pero por más que
lo miraran a hurtadillas, no podían recordar quién era. El recién llegado, en
vez de responder a sus preguntas mudas, preguntó:
— ¿Qué pláticas son esas que tenéis mientras camináis? Cleofás, que debía ser el
más viejo, con conmovida sorpresa contestó:
— ¿Tú eres el único forastero en Jerusalén que no sabe lo qué ha sucedido allí
en estos días?
— ¿Qué? —preguntó el desconocido.
—Lo de Jesús Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante
de Dios y de todo el pueblo; y como lo han entregado los sumos sacerdotes y
nuestros magistrados a sentencia de muerte y lo han crucificado. Y nosotros
estábamos creídos que El era quien iba a redimir a Israel; pero es el caso que
ya está pasando el tercer día que sucedió todo eso. Es verdad que unas mujeres
de entre los nuestros nos han espantado porque habiendo oído esta madrugada al
sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, han vuelto diciendo que también
han visto una visión de ángeles que afirmaban que El está vivo. Y algunos de los
nuestros han ido al sepulcro y lo han hallado todo como decían las mujeres. Mas
a El no lo han visto.
— ¡Oh, insensatos! — exclamó el forastero —. ¡Y qué tardos sois para creer todas
las cosas que han dicho los Profetas! ¿No era necesario que padeciese el Mesías
todo aquello, antes de entrar en su gloria? ¿No recordáis lo que fue anunciado
desde Moisés hasta nuestros tiempos? ¿No habéis leído a Ezequiel y a Daniel? ¿No
conocéis tampoco nuestros cantos al Señor y sus promesas?
Y con voz casi irritada repetía las antiguas palabras, explanaba las profecías y
recordaba los rasgos del Hombre de los Dolores descripto por Isaías. Y los dos
lo escuchaban, dóciles y atentos, sin replicar, porque hablaba éste todo
enardecido, y las viejas admoniciones tomaban en su boca un calor tan nuevo y un
significado tan claro que parecía casi imposible que antes no lo hubieran
advertido por sí mismos. Esos discursos les hacían la impresión de ser el eco de
otros discursos parecidos a éstos, oído en tiempos pasados, pero en confuso, así
como una voz detrás de una pared, antes de amanecer,
Entretanto habían llegado a las primeras casas de Emaús, y el peregrino hizo
como que se despedía, cual si quisiera ir más adelante. Pero ahora resultaba que
los dos amigos no sabían cómo desprenderse del misterioso compañero y le
suplicaron se quedara con ellos. El sol se estaba por ocultar y en compensación
daba una doradura más cálida a la campaña; pero las tres sombras eran mucho más
largas que antes en el polvo de la calle.
—Quédate con nosotros — decíanle —, porque se hace tarde y va cayendo el día. Y
tú también estarás cansado y es hora de comer algún bocado.
Y tomándolo por la mano lo forzaron suavemente a que entrara en la casa a la
cual ellos se dirigían.
Cuando estuvieron sentados a la mesa, el Huésped, que ocupaba el centro, tomó el
pan, lo partió y dio un poco a cada uno de los dos amigos. Al ver aquello, los
ojos de Cleofás y del otro se abrieron como cuando uno despierta repentinamente
y advierte que el sol ya está alto. Los dos dieron un brinco, pálidos y al fin
reconocieron al Muerto que no habían comprendido y habían calumniado. Pero no
tuvieron tiempo ni para besarlo siquiera, pues desapareció de su vista.
No habían sido capaces de reconocerlo por el rostro ni aun por las palabras de
cuando estaba vivo; no lo habían conocido tampoco en el fulgor de sus pupilas,
mientras hablaba, ni en el eco de su voz. Pero bastó que tomara en sus manos ese
pan, como un padre que lo reparte entre sus hijos, por la noche, después de una
jornada de fatiga o de viaje; y en aquella actitud amorosa, que tantas veces le
habían visto en las cenas improvisadas y familiares, al fin habían descubierto
sus manos, sus manos bendicientes y heridas. Y la calma se disipó, y se
encontraron cara a cara con el esplendor del Resucitado. Cuando en la primera
vida fue amigo, no lo habían comprendido; cuando a lo largo del camino fue
Maestro, no lo habían reconocido; más en el momento en que tuvo el gesto
afectuoso del que sirve a sus criados y brinda un trozo de pan que es vida y
esperanza de vida, entonces, por primera vez, lo vieron.
Y así, hambrientos y en ayunas como estaban, deshicieron el camino hecho y
llegaron, ya de noche, a Jerusalén.
Y mientras caminaban, casi avergonzados, decían:
—Por ventura, ¿no estaba ardiendo nuestro corazón en nuestro pecho, mientras nos
hablaba en el camino y nos explicaba los Profetas? ¿Por qué no lo supimos
reconocer entonces?
Los Discípulos vigilaban siempre. Los que acababan de llegar narraron, sin tomar
aliento, el encuentro que habían tenido y lo que les había dicho a lo largo del
camino, y cómo solamente lo reconocieron en el momento en que partió el pan. Y
como' respuesta a la nueva confirmación, tres o cuatro voces gritaban a la vez:
— ¡Si! ¡Realmente ha resucitado el Señor y se ha aparecido también a Simón!
Sin embargo esas cuatro apariciones, esos cuatro testimonios, no eran
suficientes para disipar todas las dudas en todos. A muchos, esa resurrección
tan pronta, tan fuera de lo ordinario, que se había realizado de noche, de una
manera escondida y sospechosa, parecía más bien una alucinación del dolor y del
deseo, que una verdad efectiva. ¿Quiénes eran los que decían que la habían
visto? Una mujer lunática, que en un tiempo fuera poseída por los demonios; un
febricitante, que no parecía más el de antes desde que había renegado del
Maestro; y dos simples que ni siquiera eran verdaderos discípulos y a los cuales
Jesús, ¡precisamente ahora, habría preferido, quién sabe por qué, a los amigos
más íntimos! A María podía haberla engañado un fantasma; Simón, para rehacerse
de su cobardía, no había querido ser menos; los otros podían ser impostores o, a
lo más, visionarios. Si Cristo hubiera resucitado de veras, ¿no se habría dejado
ver por todos, mientras estaban juntos? ¿Por qué estas preferencias? ¿Por qué
esa aparición a dos leguas de Jerusalén?
Creían en la Resurrección, pero se la imaginaban como una de las señales de la
última convulsión del mundo, cuando todo hubiera terminado. Mas ahora que se
encontraban frente a la resurrección de El solo, en ese día en que todo lo demás
seguía su curso como antes, advertían que el regreso de la vida a la carne —y a
una carne que no se había dormido plácida en el último sueño sino de la cual
había sido arrancada la vida con el hierro— esa idea de la resurrección,
retrocediendo de lo futuro lejano a lo presente inmediato, chocaba con todos los
otros conceptos que formaban el tejido de su espíritu y que existían antes, si
bien no se presentaban contrastando hasta que no se presentó esta brusca
aproximación de los dos órdenes superpuestos: el milagro remoto y el hecho
presente.
Si Jesús ha resucitado, quiere decir que es realmente Dios; pero un Dios, un
Hijo de Dios, ¿se hubiera sometido hasta dejarse matar en forma tan ignominiosa?
Si su poder era tal que podía vencer a la muerte, ¿por qué no había fulminado a
los jueces, confundido a Pilatos, petrificado los brazos de los que lo
crucificaban? ¿Por qué absurdo misterio el Todopoderoso se había dejado
arrastrar a la ignominia de los débiles?
Así razonaban en su interés algunos discípulos, que habían oído, mas no habían
comprendido. Cautos como todos los desconfiados, no se arriesgaban a negar
terminantemente la Resurrección en cara de los exaltados, pero se reservaban su
juicio, rumiaban en sus adentros las razones de lo posible y de lo imposible,
deseando una confirmación manifiesta, que no se atrevían a esperar.
(GIOVANNI PAPINI, Historia de Cristo, Ed. Mundo moderno, Bs. As., 1960, Págs.
571- 576).
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Juan Pablo II
Conclusión de “Ecclesia de eucaristía”
59. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine! ». Hace pocos años he celebrado
el cincuentenario de mi sacerdocio. Hoy experimento la gracia de ofrecer a la
Iglesia esta Encíclica sobre la Eucaristía, en el Jueves Santo de mí vigésimo
quinto año de ministerio petrino. Lo hago con el corazón henchido de gratitud.
Desde hace más de medio siglo, cada día, a partir de aquel 2 de noviembre de
1946 en que celebré mi primera Misa en la cripta de San Leonardo de la catedral
del Wawel en Cracovia, mis ojos se han fijado en la hostia y el cáliz en los
que, en cierto modo, el tiempo y el espacio se han « concentrado » y se ha
representado de manera viviente el drama del Gólgota, desvelando su misteriosa «
contemporaneidad ». Cada día, mi fe ha podido reconocer en el pan y en el vino
consagrados al divino Caminante que un día se puso al lado de los dos discípulos
de Emaús para abrirles los ojos a la luz y el corazón a la esperanza (cf. Lc 24,
3.35).
Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra
compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima
Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum,
in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo,
la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira.
Misterio grande, que ciertamente nos supera y pone a dura prueba la capacidad de
nuestra mente de ir más allá de las apariencias. Aquí fallan nuestros sentidos
–« visus, tactus, gustus in te fallitur », se dice en el himno Adoro te devote–,
pero nos basta sólo la fe, enraizada en las palabras de Cristo y que los
Apóstoles nos han transmitido. Dejadme que, como Pedro al final del discurso
eucarístico en el Evangelio de Juan, yo le repita a Cristo, en nombre de toda la
Iglesia y en nombre de todos vosotros: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú
tienes palabras de vida eterna » (Jn 6, 68).
60. En el alba de este tercer milenio todos nosotros, hijos de la Iglesia,
estamos llamados a caminar en la vida cristiana con un renovado impulso. Como he
escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte, no se trata de « inventar
un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el
Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que
hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y
transformar con él la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén
celeste ».103 La realización de este programa de un nuevo vigor de la vida
cristiana pasa por la Eucaristía.
Todo compromiso de santidad, toda acción orientada a realizar la misión de la
Iglesia, toda puesta en práctica de planes pastorales, ha de sacar del Misterio
eucarístico la fuerza necesaria y se ha de ordenar a él como a su culmen. En la
Eucaristía tenemos a Jesús, tenemos su sacrificio redentor, tenemos su
resurrección, tenemos el don del Espíritu Santo, tenemos la adoración, la
obediencia y el amor al Padre. Si descuidáramos la Eucaristía, ¿cómo podríamos
remediar nuestra indigencia?
61. El Misterio eucarístico –sacrificio, presencia, banquete –no consiente
reducciones ni instrumentalizaciones; debe ser vivido en su integridad, sea
durante la celebración, sea en el íntimo coloquio con Jesús apenas recibido en
la comunión, sea durante la adoración eucarística fuera de la Misa. Entonces es
cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una,
santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa
de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y
comunión jerárquicamente estructurada.
La vía que la Iglesia recorre en estos primeros años del tercer milenio es
también la de un renovado compromiso ecuménico. Los últimos decenios del segundo
milenio, culminados en el Gran Jubileo, nos han llevado en esa dirección,
llamando a todos los bautizados a corresponder a la oración de Jesús « ut unum
sint » (Jn 17, 11). Es un camino largo, plagado de obstáculos que superan la
capacidad humana; pero tenemos la Eucaristía y, ante ella, podemos sentir en lo
profundo del corazón, como dirigidas a nosotros, las mismas palabras que oyó el
profeta Elías: « Levántate y come, porque el camino es demasiado largo para ti »
(1 Re 19, 7). El tesoro eucarístico que el Señor ha puesto a nuestra disposición
nos alienta hacia la meta de compartirlo plenamente con todos los hermanos con
quienes nos une el mismo Bautismo. Sin embargo, para no desperdiciar dicho
tesoro se han de respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de
comunión en la fe y en la sucesión apostólica.
Al dar a la Eucaristía todo el relieve que merece, y poniendo todo esmero en no
infravalorar ninguna de sus dimensiones o exigencias, somos realmente
conscientes de la magnitud de este don. A ello nos invita una tradición
incesante que, desde los primeros siglos, ha sido testigo de una comunidad
cristiana celosa en custodiar este « tesoro ». Impulsada por el amor, la Iglesia
se preocupa de transmitir a las siguientes generaciones cristianas, sin perder
ni un solo detalle, la fe y la doctrina sobre el Misterio eucarístico. No hay
peligro de exagerar en la consideración de este Misterio, porque « en este
Sacramento se resume todo el misterio de nuestra salvación ».104
62. Sigamos, queridos hermanos y hermanas, la enseñanza de los Santos, grandes
intérpretes de la verdadera piedad eucarística. Con ellos la teología de la
Eucaristía adquiere todo el esplendor de la experiencia vivida, nos « contagia »
y, por así decir, nos « enciende ».Pongámonos, sobre todo, a la escucha de María
Santísima, en quien el Misterio eucarístico se muestra, más que en ningún otro,
como misterio de luz. Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que
tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor. Al
contemplarla asunta al cielo en alma y cuerpo vemos un resquicio del « cielo
nuevo » y de la « tierra nueva » que se abrirán ante nuestros ojos con la
segunda venida de Cristo. La Eucaristía es ya aquí, en la tierra, su prenda y,
en cierto modo, su anticipación: « Veni, Domine Iesu! » (Ap 22, 20).
En el humilde signo del pan y el vino, transformados en su cuerpo y en su
sangre, Cristo camina con nosotros como nuestra fuerza y nuestro viático y nos
convierte en testigos de esperanza para todos. Si ante este Misterio la razón
experimenta sus propios límites, el corazón, iluminado por la gracia del
Espíritu Santo, intuye bien cómo ha de comportarse, sumiéndose en la adoración y
en un amor sin límites.
Hagamos nuestros los sentimientos de santo Tomás de Aquino, teólogo eximio y, al
mismo tiempo, cantor apasionado de Cristo eucarístico, y dejemos que nuestro
ánimo se abra también en esperanza a la contemplación de la meta, a la cual
aspira el corazón, sediento como está de alegría y de paz:
« Bone pastor, panis vere,
Iesu, nostri miserere... ».
“Buen pastor, pan verdadero,
o Jesús, piedad de nosotros:
nútrenos y defiéndenos,
llévanos a los bienes eternos
en la tierra de los vivos.
Tú que todo lo sabes y puedes,
que nos alimentas en la tierra,
conduce a tus hermanos
a la mesa del cielo
a la alegría de tus santos”.
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Catecismo de la Iglesia Católica
La Eucaristía, "Pignus futurae gloriae"
1402 En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: "O
sacrum convivium in quo Christus sumitur . Recolitur memoria passionis eius;
mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur" ("¡Oh sagrado
banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión;
el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!"). Si la
Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el
altar somos colmados "de toda bendición celestial y gracia" (MR, Canon Romano
96: "Supplices te rogamus"), la Eucaristía es también la anticipación de la
gloria celestial.
1403 En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos
hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: "Y os digo que desde
ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con
vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26,29; cf. Lc 22,18; Mc 14,25).
Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada
se dirige hacia "el que viene" (Ap 1,4). En su oración, implora su venida: "Maran
atha" (1 Co 16,22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20), "que tu gracia venga y que
este mundo pase" (Didaché 10,6).
1404 La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está
ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso
celebramos la Eucaristía "expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri
Jesu Christi" ("Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador
Jesucristo", Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt 2,13), pidiendo entrar
"en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu
gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte
como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos
eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro" (MR, Plegaria Eucarística
3, 128: oración por los difuntos).
1405 De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los
que habitará la justicia (cf 2 P 3,13), no tenemos prenda más segura, signo más
manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio,
"se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3) y "partimos un mismo pan que es
remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo
para siempre" (S. Ignacio de Antioquía, Eph 20,2).
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EJEMPLOS PREDICABLES
Los Corporales de Daroca
Durante la reconquista de España contra los musulmanes aconteció en el Reino de
Valencia, y hacia el año 1239, que un gran ejército de moros vino a la conquista
de un castillo defendido por huestes cristianas de Calatayud, Teruel y Daroca.
Sólo un milagro y el favor de Dios harían que los cristianos triunfaran del
numeroso ejército musulmán.
Los seis capitanes que mandaban el pequeño ejército cristiano determinaron pedir
ayuda a Dios, confesando y comulgando y asistiendo al santo Sacrificio de la
Misa. No podían hacerlo todos, pues había que vigilar la llegada del enemigo,
que estaba muy cerca, y además había muy pocos sacerdotes. Estando los
cristianos oyendo la santa Misa y consagradas seis formas, los moros atacaron al
ejército cristiano. No les dio tiempo de comulgar. El sacerdote, ante lo
inminente de la batalla, envolvió las seis sagradas formas en los corporales y
los escondió debajo de unas piedras.
Oyendo Dios las súplicas de los cristianos y viendo la confianza que habían
puesto en El, acudió en su socorro Y los cristianos derrotaron a los musulmanes.
Llenos de gratitud a Dios por el triunfo obtenido, quisieron comulgar. El
sacerdote se dirigió al lugar en donde había escondido los corporales. Al
desdoblarlos sobre el altar halló las sagradas formas teñidas de sangre y
pegadas a los corporales Todos quedaron sobrecogidos de emoción ante aquel
prodigio. En aquel instante volvieron los moros. El sacerdote, subido a un alto,
mostraba los corporales ensangrentados a la vista del ejército cristiano, con el
fin de animarlos. Grande fue otra vez la victoria de los cristianos.
Acabada la batalla, comenzaron a disputar sobre qué región se guardaría los
corporales. Varias ciudades de Aragón los reclamaban. Echaron tres veces a
suertes y las tres recayeron en Daroca. Pero no quedaron satisfechos y tomaron
otro acuerdo. Buscaron una mula que no había caminado nunca por tierras
cristianas, pusieron encima de ella un cofre que guardaba los santos corporales
y los dejaron ir por donde ella quisiera, y el lugar donde parase, aquel sería
el sitio escogido para su depósito.
La mula iba delante y detrás los sacerdotes con cirios encendidos y tras ellos
las gentes de guerra. De las villas y pueblos salían el clero acompañado del
pueblo, que ofrecían a la mula alimentos para que parase y fuera en aquel lugar
donde se guardaran los corporales. Mas la mula nunca se paró. Al llenar a Daroca
entró en la ciudad y se encaminó a la Iglesia. Y acaeció otra maravilla. Estando
dentro del templo la mula hincó las rodillas y expiró a la vista de todos. De
esta manera quedaron los corporales para siempre en la ciudad de Daroca.
Dios premió con este maravilloso milagro a aquellos capitanes cristianos y
valientes que quisieron comulgar antes de la batalla pidiendo favor y socorro a
Dios en trance tan apurado.
Siete siglos han transcurrido desde este maravilloso milagro y las seis formas,
que permanecen pegadas a los corporales, pueden verse aún en el altar gótico de
la colegiata de Daroca.
33. Fray Nelson Domingo 10 de Abril de 2005
Temas de las lecturas: No era posible que la
muerte lo retuviera bajo su dominio * Ustedes han sido rescatados con la sangre
preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha * Lo reconocieron al partir el pan.
1. El Tiempo Pascual
1.1 La Pascua que celebra nuestra fe cristiana no cabe en un solo día ni en una
semana: se prolonga litúrgicamente a todo el tiempo llamado "pascual," que va
hasta Pentecostés, y también a todos los domingos del año. De hecho, el día
domingo conserva su importancia todo el año porque cada domingo es un eco del
gran domingo de la Resurrección del Señor.
1.2 Los dos puntos de referencia, entonces, son la Resurrección y Pentecostés,
que marcan no sólo el comienzo y el final del tiempo pascual sino el sentido de
este mismo tiempo: porque Cristo ha resucitado el don del Espíritu Santo que lo
ungió a él hoy nos unge a nosotros.
1.3 "Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
vosotros, el mismo que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos, también
dará vida a vuestros cuerpos mortales," escribe san Pablo en Romanos 8,11.
Nosotros, pues, celebramos la Pascua de Cristo no sólo como algo que le pasó a
él sino como algo que acontece en nosotros, pues el nexo entre él y nosotros es
el Espíritu Santo que manó profusamente en Pentecostés.
2. Se murió la muerte
2.1 La primera lectura viene del discurso del apóstol Pedro en Pentecostés.
Después de lo que hemos comentado, ya entendemos el estrecho vínculo que une a
Pascua y Pentecostés y por tanto no nos extraña que Pedro levante su voz para
decir con vigor maravilloso: "Conforme al plan previsto y sancionado por Dios,
Jesús fue entregado, y ustedes por medio de los paganos lo clavaron en la cruz.
Pero Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte; no era posible que la
muerte lo retuviera bajo su dominio" (Hechos 2,23-24).
2.2 Varias cosas debemos destacar en esas palabras que fueron capaces de
traspasar como espadas los corazones de los oyentes. Lo primero es que la muerte
de Cristo no es un accidente ni es sólo el fruto de confabulaciones humanas: hay
un PLAN, hay una lógica, hay un propósito, en todo lo que le ha sucedido al
Profeta de Nazareth y ese plan tiene la sanción divina porque su desenlace no es
el que pretendían quienes se aliaron contra Jesús.
2.3 Lo segundo es que Pedro muestra la responsabilidad del pueblo. Si bien hay
un plan y Dios saca bienes de los males eso no quita que nuestros males son
auténticos males, y que precisamente por ello necesitábamos el bien auténtico de
una salvación que no merecíamos.
2.4 Y lo tercero es que la gran derrotada ha sido la muerte, que no podía
"retenerlo" bajo su dominio. Es maravilloso meditar en la indigestión que sufrió
la muerte al tragarse como bocado al Autor de la vida. Sobre esto los Padres de
la Iglesia nos han dejado páginas brillantes. Cristo derrotado es Cristo
victorioso, porque en su derrota ha penetrado las cavernas de la muerte y desde
el fondo de ella, como antes, como al principio desde las entrañas de la nada,
ahora hace brotar un mundo nuevo. ¡Es Pascua, Aleluya!
3. De camino a Emaús
3.1 Emaús es un tremendo símbolo, después de la escena que nos cuenta el
evangelio de hoy. Es el símbolo del fracaso, de la dispersión, de la desilusión.
Estos dos discípulos que se van de Jerusalén son una imagen de todos aquellos
que se habían ilusionado con Cristo y que ahora, perplejos por la Cruz, no ven
otro camino que la huida, la retirada, el largo duelo por haberse atrevido a
soñar con un mundo mejor.
3.2 Jesús los alcanzó. Se hizo "el encontradizo", salió al paso de ese duelo que
punzaba sus almas y ensombrecía sus rostros. ¡Dios, cuánta misericordia en ese
solo hecho! ¡Qué piedad la del Señor, que no abandona a los que le abandonan y
que busca mostrar su rostro a los que ya le daban la espalda!
3.3 Cristo les explica las Escrituras. Hace camino con ellos, no sólo en cuanto
une sus pies a los de estos entristecidos, sino sobre todo en cuanto recorre a
su lado la senda interior que lleva de la oscuridad a la luz y de la desolación
a la esperanza. Así también Cristo sigue haciendo camino con su pueblo y con
todos los pueblos y gentes. No nos desanimemos de ver desánimo incluso en
quienes han estado con nosotros oyendo al Maestro. Bien es posible que si ellos
huyen Cristo camine más rápido y en algún recodo del camino les alcance con el
poder de su gracia.
3.4 Lo reconocieron "al partir el pan". Es el gesto entrañable, el estilo único,
la manera caritativa y bella de Jesús. Tiene que ser él; nadie más parte así el
pan, nadie lo agradece como él, nadie lo bendice y nos bendice como él. ¡Qué
hermosura, qué dulzura, qué ternura! Iglesia de Dios: ¡alégrate en Cristo,
gózate en su Pascua, reconócelo en el Pan!
34.
Comentario: Rev. D. Jaume González i Padrós
(Barcelona, España)
«Aquel mismo día, el domingo»
Hoy comenzamos la proclamación del Evangelio con la expresión: «Aquel mismo día,
el domingo» (Lc 24,13). Sí, todavía domingo. Pascua —se ha dicho— es como un
gran domingo de cincuenta días. ¡Oh, si supiésemos la importancia que tiene este
día en la vida de los cristianos! «Hay motivos para decir, como sugiere la
homilía de un autor del siglo IV (el Pseudo Eusebio de Alejandría), que el ‘día
del Señor’ es el ‘señor de los días’ (…). Ésta es, efectivamente, para los
cristianos la “fiesta primordial”» (Juan Pablo II). El domingo, para nosotros,
es como el seno materno, cuna, celebración, hogar y también aliento misionero. ¡Oh,
si entreviéramos la luz y la poesía que lleva! Entonces afirmaríamos como
aquellos mártires de los primeros siglos: «No podemos vivir sin el domingo».
Pero, cuando el día del Señor pierde relieve en nuestra existencia, también se
eclipsa el “Señor del día”, y nos volvemos tan pragmáticos y “serios” que sólo
damos crédito a nuestros proyectos y previsiones, planes y estrategias;
entonces, incluso la misma libertad con la que Dios actúa, nos es motivo de
escándalo y de alejamiento. Ignorando el estupor nos cerramos a la manifestación
más luminosa de la gloria de Dios, y todo se convierte en un atardecer de
decepción, preludio de una noche interminable, donde la vida parece condenada a
un perenne insomnio.
Sin embargo, el Evangelio proclamado en medio de las asambleas dominicales es
siempre anuncio angélico de una claridad dirigida a entendimientos y corazones
tardos para creer (cf. Lc 24,25), i por esto es suave, no explosivo, ya que —de
otro modo— más que iluminar nos cegaría. Es la Vida del Resucitado que el
Espíritu nos comunica con la Palabra y el Pan partido, respetando nuestro
caminar hecho de pasos cortos y no siempre bien dirigidos.
Cada domingo recordemos que Jesús «entró a quedarse con ellos» (Lc 24,29), con
nosotros. ¿Lo has reconocido hoy, cristiano?
35.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Octavio Ortíz
Nexo entre las lecturas
No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. Así se expresa Pedro
en su primer discurso a los israelitas reunidos en Jerusalén el día de
Pentecostés (1L). Pedro proclama de modo solemne que Jesús de Nazareth, hombre
acreditado por Dios con prodigios y milagros, fue entregado según el plan
misterioso de Dios, fue clavado en una cruz, pero Dios lo resucitó de entre los
muertos, porque no era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio. Como
prueba de ello, cita el bellísimo Salmo 15 que canta la esperanza de que el
justo no quedará olvidado en el sepulcro, ni conocerá la corrupción. Esta
solemne proclamación de Pedro funda la fe de la Iglesia naciente y es también
hoy para todos los cristianos el fundamento de su fe en Cristo resucitado. El
Evangelio nos narra que los discípulos de Emaús comprendieron, después de que el
viandante les explicara las Escrituras, que era necesario que el Mesías sufriese
y así entrase en su gloria.(EV) En el fondo los dos de Emaús experimentaron con
fuerza que efectivamente no era posible que la muerte retuviera a Jesús bajo su
dominio. Comprendieron que la muerte de Cristo era precisamente la victoria
sobre el pecado y sobre la misma muerte. Así pues, la muerte de Jesús no era la
última palabra sobre Él, sino que esta última palabra sería su resurrección de
entre los muertos. Quien llega a comprender mejor el misterio del misterio
pascual de Jesús “toma en serio su proceder en la vida”, como nos amonesta la
primera carta de San Pedro (2L). Se da cuenta de que “ha sido liberado no con
oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo.
2. MENSAJE DOCTRINAL
1. El misterio desconcertante de la muerte de Jesús. El fin trágico que tuvo la
vida de Jesús, su pasión y muerte en manos de pecadores, era para los fariseos y
jefes del pueblo una clara muestra de que Dios no estaba con Él. Ellos nunca
habían creído en Jesús y ahora se burlaban de Él: Se ha confiado en Dios. Que
ahora Dios lo libre, si tanto lo quiere. “Si Dios hubiese estado de su parte, lo
habría liberado” -pensaban para sí mismos-. En verdad, da la impresión de que
Jesús se encuentra totalmente abandonado y dejado a las manos de sus verdugos en
los últimos momentos de su vida. Misterio no fácil de comprender. Pero la muerte
de Jesús es también desconcertante para los que creyeron en Él con amor sincero,
como es el caso de los dos discípulos de Emaús. Conversan por el camino, se
reproponen el tema del Maestro, hablan acerca de los milagros de Jesús, piensan
que era un hombre que Dios había acreditado con palabras y obras y, sin embargo,
su muerte ha lanzado por tierra todas sus esperanzas: “nosotros esperábamos,
pero ahora la realidad nos ha desengañado, ya no podemos esperar porque ha
muerto en una cruz”. Aquí se hace más intenso el misterio: ¿Cómo pudo Dios
abandonarlo de tal modo? ¿Acaso el Padre abandona a su Hijo a quien tanto ama?
¿Acaso la omnipotencia divina es vencida por la muerte? Sí, esta es la pregunta
crucial. Esta es la pregunta que todo cristiano debe afrontar y darle una
respuesta desde la propia experiencia de Cristo resucitado; porque la fe
proclama precisamente que Dios lo resucitó librándolo de las angustias de la
muerte, porque no era posible que la muerte lo retuviese bajo su dominio. El
cristiano es el hombre de esta fe robusta. El hombre que ha comprendido que Dios
no abandona jamás, que Dios ha sido fiel a su amor hasta el fin, hasta la muerte
y una muerte de cruz. Por eso, el cristiano debe ser un hombre de esperanza, de
esperanza viva; ningún dolor, ninguna circunstancia, por más desesperada que
parezca, tiene la última palabra en su vida, porque Cristo ha resucitado y es la
primicia de su propia resurrección. La muerte, el último enemigo, ha sido
vencido. La última palabra está siempre en el amor de Dios.
2. A Jesús le encontramos en la comprensión de las Escrituras. Es decir, a Jesús
lo encontramos al comprender el Plan de Dios, el amor de Dios que se nos ha
entregado en su Hijo, muerto y resucitado por nuestros pecados. ¡Qué necesidad
tenemos de ser, como los dos caminantes de Emaús, hombres y mujeres que escuchan
con atención y veneración la palabra de Dios. Personas que nutren su mente y
corazón con el Plan de Dios. En este sentido, qué importante es la lectura
diaria y profunda de la Sagrada Escritura, la reflexión, la repetición vocal de
los parágrafos más profundos. La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en
ella se nos revela Dios en su misterio y en su amor por nosotros.
Preguntémonos, ¿lleno mi mente y mi corazón con la verdad de la Sagrada
Escritura? ¿La leo? ¿la medito? Ella es lámpara para mis pasos, luz en mi
sendero. Los padres del desierto veían en la lectura y repetición de la
Escritura un modo de alejar los malos pensamientos. La Sagrada Escritura es la
Palabra de Dios, es la revelación de Dios y toda ella nos habla del misterio de
Cristo, puesto que Cristo es el cumplimiento de las promesas, es la revelación
definitiva de Dios, es la salvación para los hombres.
3. SUGERENCIAS PASTORALES
1. Muchas veces aquellos que siguen más de cerca a Jesús pasan por momentos de
mayor prueba y dificultad. No se necesitan muchos argumentos para mostrar que
los hombres pasan por momentos muy duros en la vida. Es una realidad que salta a
los ojos. Más aún, parece que aquellos que están más cerca de Dios y que se han
confiado de modo más total y absoluto a Él, el Señor los prueba más duramente y
da la impresión que los abandona por momentos o temporadas. Pensemos en esos
grandes héroes de la fe del siglo pasado, como el carmelita Titus Brandsman que
sufre en el campo de concentración malos tratamientos que deterioran su salud y
lo conducen a la muerte. Pensemos en el Padre Pío que tenía experiencias tan
místicas de Dios y, al mismo tiempo, sufría físicamente por los estigmas y
moralmente por la incomprensión humana. En realidad ,ellos hacen la experiencia
de Jesús: se abandonan en las manos del Padre y saben que no quedaran
defraudados. Aceptan de Dios con gozo cuanto Él les quiere enviar, porque no se
detienen a considerar la dádiva, sino el autor de la misma. Siempre y en todo
miran a Dios que es amor y eso les hace superar cualquier obstáculo y
dificultad. Dios es amor y Dios es más fuerte que el mal y que el pecado. No nos
desalentemos, por tanto, cuando parezca que Dios nos tiene un poco abandonados.
En realidad, Él nunca nos abandona, en todo caso se oculta por momentos para
vernos luchar y para robustecer nuestra fe. Animémonos como los primeros
cristianos a vivir nuestra fe por encima de cualquier adversidad. Vivamos
nuestra fe, no como un “minimum” necesario, sino como el sentido que orienta y
dirige nuestra vida.
2. El amor a la Eucaristía. No podemos no citar aquí el admirable sermón 235,3
de San Agustín: ¿Cuándo se hizo conocer el Señor? Al partir el pan. He aquí
nuestra certeza: al compartir el pan conocemos al Señor. Él ha elegido ser
reconocido de este modo por nosotros que, sin haber visto su carne, comeríamos
su carne. Quienquiera que tú seas, tú que crees, que te reconforte la
condivisión del pan. La ausencia del Señor, no es una verdadera ausencia. Aquel
a quién tu no ves, está contigo. Cuando Jesús hablaba a ellos (a los discípulos
de Emaús), ellos no creían que estuviese resucitado. Ellos mismos no esperaban
el poder “revivir”: habían perdido la esperanza. Caminaban, muertos, junto a la
vida. Y tú, ¿quieres la vida? Haz como los discípulos (de Emaús) y reconocerás
al Señor. El Señor era como un viandante que debía ir muy lejos, sin embargo,
han sabido retenerlo junto a sí. En la condivisión del pan el Señor se ha hecho
presente. Aprende dónde buscarlo, aprende dónde encontrar al Señor: es el
momento en el que todos juntos lo coméis (lo recibís en la comunión).
A Jesús lo encontramos y lo experimentamos al recibirlo en la comunión. Se trata
de un momento íntimo y misterioso en el que el Señor se nos revela con todo su
amor y nos invita a transformarnos en Él.
36. DOS EXPERIENCIAS CLAVE
JOSÉ ANTONIO PAGOLA. SAN SEBASTIÁN (GUIPUZCOA).
ECLESALIA , 02/04/08.- Al pasar los años, en las comunidades cristianas se fue
planteando espontáneamente un problema muy real. Pedro, María Magdalena y los
demás discípulos habían vivido unas experiencias muy «especiales» de encuentro
con Jesús vivo después de su muerte. Unas experiencias que a ellos los llevaron
a «creer» en Jesús resucitado. Pero los que se acercaron más tarde al grupo de
seguidores, ¿cómo podían despertar y alimentar esa misma fe?
Éste es también hoy nuestro problema. Nosotros no hemos vivido el encuentro con
el resucitado que vivieron los primeros discípulos. ¿Con qué experiencias
podemos contar nosotros? Esto es lo que plantea el relato de los discípulos de
Emaús.
Los dos caminan hacia sus casas, tristes y desolados. Su fe en Jesús se ha
apagado. Ya no esperan nada de él. Todo ha sido una ilusión. Jesús que los sigue
sin hacerse notar, los alcanza y camina con ellos. Lucas expone así la
situación: «Jesús se puso a caminar con ellos, pero sus ojos no eran capaces de
reconocerlo». ¿Qué pueden hacer para poder reconocer su presencia viva junto a
ellos?
Lo importante es que estos discípulos no olvidan a Jesús; «conversan y discuten»
sobre él; recuerdan sus «palabras» y sus «hechos» de gran profeta; dejan que
aquel desconocido les vaya explicando todo lo ocurrido. Sus ojos no se abren
enseguida, pero «su corazón comienza a arder».
Es lo primero que necesitamos en nuestras comunidades: recordar a Jesús, ahondar
en su mensaje y en su actuación, meditar en su crucifixión… Si, en algún
momento, Jesús nos conmueve, sus palabras nos llegan muy dentro y nuestro
corazón comienza a arder, es señal de que nuestra fe se está despertando.
No basta. Según Lucas es necesaria la experiencia de la cena eucarística. Aunque
todavía no saben quién es, los dos caminantes sienten necesidad de Jesús. Les
hace bien su compañía. No quieren que los deje «Quédate con nosotros». Lucas lo
subraya con gozo: «Jesús entró para quedarse con ellos». En la cena se les abren
los ojos.
Estas son las dos experiencias clave: sentir que nuestro corazón arde al
actualizar su mensaje, su actuación y su vida entera; sentir que, al celebrar la
eucaristía, su persona nos alimenta, nos fortalece y nos consuela. Así crece en
la Iglesia la fe en el Resucitado. (Eclesalia Informativo autoriza y recomienda
la difusión de sus artículos, indicando su procedencia).
37.
Hoy también es posible "encuentro con Cristo resucitado", recuerda Papa Benedicto XVI
Roma, 7 (NE - eclesiales.org) Al dirigirse ayer a
los peregrinos congregados para el rezo del Regina Caeli, el Papa Benedicto XVI
reflexionó sobre el pasaje bíblico que narra la experiencia de los peregrinos de
Emaús. Emaús, señaló, "representa en realidad todos los lugares: el camino que
conduce a ella es el de cada cristiano, más aún el de cada ser humano. Jesús
resucitado se hace compañero de viaje para encender en nuestros corazones el
calor de la fe y de la esperanza y partir el pan de la vida eterna".
El Santo Padre se refirió después a la frase "Nosotros esperábamos", utilizada
por uno de los viandantes de Emaús y explicó que "este verbo, en pasado, dice
todo: Hemos creído, hemos seguido, hemos esperado... pero ahora se ha acabado
todo. Hasta Jesús de Nazaret, que era un profeta poderoso, (...) ha fracasado y
estamos desilusionados".
"Este drama de los discípulos de Emaús -dijo el Santo Padre- parece un espejo de
la situación de muchos cristianos de nuestra época. Parece que la esperanza de
la fe haya fracasado. La misma fe está en crisis por las experiencias negativas
que hacen que nos sintamos abandonados por el Señor. Pero este camino hacia
Emaús por el que vamos, puede convertirse en camino de purificación y de
maduración de nuestro creer en Dios".
"Hoy también podemos entablar un coloquio con Jesús escuchando su palabra. Hoy
sigue partiendo el pan para nosotros y se entrega como nuestro pan. Así el
encuentro con Cristo resucitado, que también hoy es posible, nos da una fe más
profunda y auténtica, templada, (...) pasando por el fuego de la Pascua: una fe
robusta porque se nutre no de ideas humanas, sino de la Palabra de Dios y de su
presencia real en la Eucaristía".
38. ¿Por
qué cuesta creer en la resurrección de Cristo?