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HOMILÍAS QUE SIRVEN INDISTINTAMENTE PARA LOS TRES CICLOS DEL II DOMINGO DE
PASCUA
20-30
20. SIN HABER VISTO
Dichosos los que crean sin haber visto.
Las experiencias de Pascua terminaron un día. Ninguno de nosotros se ha vuelto a encontrar con el resucitado. Al parecer, ya no tenemos, hoy día, experiencias semejantes. Pero, si las experiencias que se esconden tras esos relatos no son ya accesibles a nosotros, y si no pueden ser revividas, de alguna manera, en nuestra propia experiencia, ¿no quedarán todos estos relatos maravillosos en algo muerto que ni la mejor de las exégesis logrará devolver a la vida?
Sin duda, ha habido a lo largo de la historia, hombres que han vivido experiencias extraordinarias. No se puede leer sin emoción el fragmento que encontraron en una prenda de vestir de Blas Pascal.
Con toda exactitud nos indica el gran científico y pensador francés el momento preciso en que vivió una experiencia estremecedora que dejó huella imborrable en su alma. No parece tener palabras adecuadas para describirla: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría, alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de El; he huido de El; le he negado y crucificado. Que no me aparte de El jamás. El está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el Evangelio».
No se trata de vivir experiencias tan profundas y singulares como la vivida por Pascal. Mucho menos, todavía, pretender encontrarnos con el resucitado de manera idéntica a como se encontraron con él los primeros discípulos sobre cuyo testimonio único descansan todas nuestras experiencias de fe.
Pero, ¿hemos de renunciar a toda experiencia personal de encuentro con el que está Vivo? Obsesionados sólo por la razón, ¿no nos estamos convirtiendo en seres insensibles, incapaces de escapar de una red de razonamientos y raciocinios que nos impiden captar llamadas importantes de la vida?
¿No tenemos ya nadie esas experiencias de encuentro reconciliador con Cristo en donde uno encuentra esa paz que le recompone a uno el alma, le reorganiza de nuevo la vida y le introduce en una existencia más clara y transparente?
¿No hemos tenido nunca la «certeza creyente» de que el que murió en la cruz vive y está próximo a nosotros? ¿No hemos experimentado nunca que Cristo resucita hoy en las raíces mismas de nuestra propia vida?
¿No hemos experimentado nunca que algo se conmovía interiormente en nosotros ante Cristo, que se despertaba en nosotros la alegría, la seducción y la ternura y que algo se ponía en nosotros en seguimiento de ese Jesús vivo?
El hombre crítico, atento sólo a la voz de la razón y sordo a cualquier otra llamada, objetará que todo esto es especulación irreal a la que no responde realidad objetiva alguna.
Pero el creyente comprobará humildemente la verdad de las palabras de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto».
JOSE ANTONIO
PAGOLA
BUENAS NOTICIAS
NAVARRA 1985.Pág. 285 s.
21. TOMAS/APOSTOL
El mellizo del Señor
"Figuras de la pasión de1 Señor" es una de las obras más conocidas del escritor alicantino Gabriel Miró fallecido en 193O. Dado que a lo largo de las lecturas de estos domingos de pascua van a ir apareciendo ante nosotros una serie de personajes evangélicos, los podemos ir contemplando en su conjunto, como «figuras de la resurrección del Señor». El domingo pasado, la figura central era María Magdalena y hoy lo es uno de los apóstoles, Tomás, el llamado «Dídimo», al que la tradición cristiana, apoyándose en el texto de hoy, ha calificado como «el incrédulo Tomás».
La figura de Tomás es secundaria en los evangelios sinópticos. Su presencia se limita a que su nombre aparece siempre citado en la lista de los doce que fueron llamados por Jesús. Sin embargo, en el evangelio de Juan, con anterioridad al relato de hoy, había aparecido ya en dos momentos importantes de la vida de Jesús. Cuando los discípulos no se atreven a ir a Judea por miedo a los judíos, después de la muerte de Lázaro será Tomás el que diga con valentía: «Vamos también nosotros a morir con él». El sobrenombre de «Dídimo», mellizo, que se cita aquí, parece aludir a que compartía esa condición con un hermano desconocido aunque algún comentador alude a un posible sentido simbólico: su disponibilidad a correr la misma suerte de Jesús le convierte en «el doble (mellizo) de Jesús» (J. Mateos).
Tomás vuelve a reaparecer en la última Cena. Será Tomás el que pregunte a Jesús: «Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?», recibiendo la conocida respuesta de Jesús: "Yo soy el camino, la verdad y la vida".
Otro comentarista subraya que la figura de Tomás aparece en el evangelio de Juan «en relación con los grandes misterios de la glorificación de Jesús».
Finalmente es importante subrayar que Tomás es uno de los discípulos que es testigo del Resucitado en la pesca milagrosa en el lago de Tiberíades y que aparece, por última vez en el Nuevo Testamento, dentro del grupo de los once, a la espera de Pentecostés, al inicio de los Hechos de los apóstoles.
Podemos decir que la figura de Tomás es contradictoria. Como indicábamos antes, se le ha calificado de «incrédulo» y se ha hablado de este pasaje como de las «dudas de Tomás». Tomás vendría a ser el símbolo del hombre cerrado al misterio; que sólo es capaz de aceptar la realidad física que puede ver con los ojos y tocar con sus dedos y con sus manos. Es lo que expresaría con gran contundencia su negativa a creer el testimonio de los otros discípulos: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». No se conforma ni siquiera con ver al Resucitado: exige meter sus dedos y sus manos en las llagas del Crucificado.
R. Mª Rilke escribía que «las cosas no son tan comprensibles y decibles como se nos quiere hacer creer ordinariamente. La mayoría de los acontecimientos son indecibles, acontecen en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra». Sin embargo, ¡con cuánta frecuencia el hombre de hoy siente una gran dificultad para aceptar la realidad que no se puede aprehender y comprender, que no se puede fotografiar o filmar! Y, no obstante, sigue siendo verdad lo que escribía el poeta checo: la mayoría de los acontecimientos -esos acontecimientos que de verdad marcan nuestra vida y dejan un poso en nuestro ser- tenemos que reconocer que suceden en un espacio en el que nunca ha entrado una palabra; donde las palabras se nos hacen demasiado pobres y torpes para expresar la grandeza de la vivencia que estamos experimentando. ¿Acaso no experimentamos, en contra de nuestra tendencia a un craso materialismo que quiere tocar y mensurar todo, lo que expresaba maravillosamente el zorro al Principito: «Lo esencial es invisible a los ojos; sólo se ve bien con el corazón»?
Es a ese Tomás incrédulo, al de ayer y al de hoy, que sigue anidando en el corazón de cada uno de nosotros, al que Jesús le sigue diciendo hoy: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto». Dichosas esas generaciones de veinte siglos de cristianismo, dichosos esos millones de hombres y de mujeres, que han creído y creen en Jesús resucitado aunque no lo han visto con los ojos ni han metido los dedos en sus llagas... Dichosos aquellos que tienen los ojos limpios, que ven con los ojos iluminados del corazón a Jesús resucitado. Dichosos los que han tenido la gracia de descubrir en ese espacio en que no han entrado nuestras palabras, al que es la Palabra que estaba junto a Dios y se ha hecho uno de nosotros.
Pero, por otra parte, hay un aspecto positivo, generalmente poco subrayado en la figura de Tomás. Porque no sólo es el «incrédulo», también puede ser entendido hoy como «el hombre de fe adulta»; el que no se deja arrastrar por entusiasmos fáciles, las corrientes en boga, las afirmaciones y opiniones de los otros... Pocas veces se ha subrayado algo muy positivo en el comportamiento de Tomás: no se aleja de los demás, a pesar de no compartir sus vivencias, sino que sigue en actitud de esperanza unido a ellos. Aquel Tomás que había dicho, demasiado fácilmente, «vayamos y muramos con él», quizá experimentaba tras su fracaso cobarde en la cruz que hay que madurar y sopesar las respuestas, que el camino de Jesús exige vivencias profundas y son insuficientes los entusiasmos superficiales y sensibles.
Su frase: «Señor mío y Dios mío», es un espléndido acto de fe. No sabemos cómo explicar la vivencia del Resucitado que tuvieron los testigos y el mismo Tomás. El relato del evangelio no nos dice que metiese sus dedos en las llagas del Resucitado. Uno se lo imagina cayendo de rodillas y formulando esa magnífica síntesis de su fe en Jesús como su Señor y Dios. Su experiencia fue distinta de la de aquellos que son dichosos por creer sin haber visto.
Aquí podemos citar el fragmento de papel que se encontraron en una prenda de vestir de Blas ·Pascal-B. Refleja una emocionada experiencia de Jesús, una de esas vivencias que acontecen en ese espacio en el que no entran las palabras o son demasiado torpes para expresarlas: «Seguridad plena, seguridad plena... Alegría, alegría alegría, lágrimas de alegría... Jesucristo. Yo me he separado de él: he huido de él, le he negado y crucificado. Que no me aparte de él jamás. Él está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el evangelio». Esta vivencia, como la de tantos otros a lo largo de los siglos, es más bella e intensa que la que pudo haber tenido Tomás, metiendo sus dedos y sus manos en las heridas del Resucitado. Es la vivencia que lleva a repetir la frase de Jesús: «Dichosos los que creen sin haber visto». Dichosos los que experimentan lo que expresaba Pascal: que Cristo resucitado «está únicamente en los caminos que se nos enseñan en el evangelio»; dichosos los que han tenido la experiencia del que se llamó a sí mismo «camino, verdad y vida», respondiendo a una pregunta de Tomás; dichosos los que pueden afirmar, desde la verdad de su corazón: «Señor mío y Dios mío».
Una leyenda dice que Tomás acabó compartiendo realmente el destino de Jesús. Según el Martirologio, entregó su vida en Calamina, en la India, después de haber predicado allí en Persia el evangelio. San Francisco Javier contará en sus cartas cómo se encontró en el Malabar con cristianos viejos, que se llaman a sí mismos «cristianos de santo Tomás» en recuerdo del que fue primer evangelizador de aquella cristiandad.
Probablemente es un poco forzada la interpretación que considera que Juan utiliza el calificativo de Dídimo para afirmar que Tomás, por su decisión de compartir el destino de Jesús, se había convertido en "el doble (mellizo) de Jesús". Pero esta figura de la resurrección puede ser hoy símbolo de nuestra fe acompañada siempre de dificultades pero que nos lleva a afirmar que Jesús es nuestro Señor y nuestro Dios, al que ojalá intentemos imitar como «mellizos», como Dídimos.
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 147 ss.
22.
-La duda de Tomás.
Tomás era uno de los Doce. Como ellos fue testigo de cuanto Jesús hizo y dijo. Lo había seguido a todas partes, hasta Jerusalén. Cenó con Jesús antes de la pasión y, posiblemente, lo vio morir colgado de la cruz. Tomás quería a Jesús. En una ocasión resolvió con intrepidez y entusiasmo: vayamos y muramos con Él. Pero la realidad de la muerte de Jesús acabó con su entusiasmo. Y, aunque estaba escrito, y por más que lo había advertido Jesús con antelación, ni Tomás, ni los demás, habían entendido nada. Tomás no esperaba que Jesús resucitase. ¿Resucitar? Así que cuando aquel domingo por la tarde, se incorporó al grupo y éstos le contaron alborozados la gran noticia de que habían visto a Jesús, resucitado, Tomás creyó que alucinaban. ¿Queréis que me crea que lo habéis visto.. ? Mientras no meta mis dedos en sus llagas, ¡ni hablar!
-Nuestros temores.
Nuestra situación, como creyentes, se parece mucho a la de Tomás. Sus temores y duda tienen mucho que ver con nuestras dudas y temores. ¿Estamos convencidos de la resurrección de Jesús? ¿Creemos en la vida eterna? Sí, ya sé que lo sabemos de memoria, que lo repetimos maquinalmente al recitar el credo, que los escuchamos, tal vez como quien oye llover, cien veces de boca de los predicadores, pero aquí viene nuestra duda, nuestros temores. Se nos hace muy cuesta arriba creer en la resurrección, sobre todo cuando nos acercamos a ella, porque nos acercamos inexorablemente a la muerte. Sabemos que estamos en lista de espera, ¡y sin esperanza! La esperanza en la vida eterna no deja huella en nuestra vida. No se nos nota demasiado. No hay alegría, ni ilusión, ni estímulo en nuestra vida rutinaria, pues vivimos como si no tuviéramos esperanza.
-Creer para ver.
Jesús disipó los temores de Tomás, apareciéndosele, haciéndose presente e invitándole a meter la mano en la llaga del costado. Y en presencia de Jesús, los temores desaparecieron. No fue necesario cumplir sus exigencias. Tampoco hizo falta, pues su corazón le convenció: Señor mío y Dios mío. Juan, el autor de este hermoso fragmento del evangelio, lo ha escrito por nosotros, para nosotros, nos ha conservado estas hermosas palabras de Jesús: dichosos los que crean sin haber visto. Porque lo definitivo, tanto en el caso de Tomás como en el nuestro, no es ver, sino amar. Sólo el amor puede hacer que veamos y creamos.
-La audacia de creer.
La fe no es un puro saber, sino un saber experiencial. Lo sucedido entre Jesús y Tomás, la aparición, se parece a lo que ocurre entre amigos. No podemos ver al amigo, como amigo, mientras no creamos que es amigo, o sea, mientras no lo queramos como amigo. Es el amor, la amistad, lo que nos hace descubrir al amigo. Por eso la fe no es una respuesta calculada y calculadora, sino una apuesta. No hay ninguna seguridad para creer o antes de creer, como no la hay en las apuestas. Lo que sí hay es certeza en la fe. El creyente no vive atormentado por la duda, sino que se va cerciorando y descubriendo el sentido de su opción, conforme va creyendo y viviendo la fe en la praxis. Y la praxis de la fe en Jesús resucitado es emprender su camino y seguirle hasta la muerte. Entonces se comprende que el que da la vida, la gana resucitando con él.
-¿Hemos visto al Señor?
Los evangelistas nos relatan los encuentros de Jesús con sus discípulos, como apariciones de Jesús. De modo que Jesús es quien toma la iniciativa. El es quien decide la ocasión y elige los medios, los signos. Los discípulos, los creyentes, vemos a Jesús, porque se nos aparece, porque se nos da a conocer, porque quiere, porque nos ama. Y así también acontece en nuestros días, hoy. Aquí está Jesús, en nuestra asamblea. Hemos escuchado su palabra. Ha elegido el pan y el vino como signos de su presencia y encuentro en la intimidad con nosotros, la comunión. Pero no sólo aquí. Jesús se nos aparece también en el otro, en el prójimo, en el pobre, en el que nos necesita. Se nos aparece, es decir, se nos hace presente. Otra cosa es que queramos reconocerlo. Y sólo podremos reconocerlo si lo amamos, si amamos al prójimo, si practicamos el mandamiento del amor. Porque el amor es el fundamento de nuestra fe cristiana. El que no ama, decía san Juan, está muerto.
EUCARISTÍA 1995, 20
23.
TOMAS, EL CREYENTE
Te confesaré, Tomás, que, al pensar en el título de mi glosa de hoy, como tú, he dudado. Un buen título resume el contenido de un escrito. Pues, verás, mis dudas saltaban entre estas cuatro posibilidades:
EL SOLITARIO.--El evangelio resalta que tú «no estabas con ellos cuando llegó Jesús». Pienso que esta frase es una implícita acusación. Es como si dijera que te habías ido a vivir tu fe en «solitario», por libre. Y eso no está bien, Tomás. Es verdad que nuestro seguimiento de Cristo es una opción personal y que también El nos ama en nuestra propia identidad. Pero, claro, sin caer en el individualismo. Por eso hoy la Iglesia trata de superar épocas en las que cada cual buscaba su santificación «en solitario»: «mi» misa, «mis» pobres, «mi» director espiritual. Hoy se nos dice que somos «pueblo de Dios» y que, atendiendo por supuesto a nuestra perfección personal, tenemos que poner el acento en lo «comunitario». Y así, nunca como en nuestros días, se nos ha hecho ver esta vertiente comunitaria de toda la obra del Dios Salvador.
EL PESIMISTA.--También podía haber puesto este título. Dime, Tomas: ¿Por qué te fuiste? Tengo para mí que fue tu desilusión, tu pesimismo, el que te apartó de los demás. Habías puesto tantas esperanzas en aquel líder, por él lo dejasteis todo, que ahora, al comprobar el fracaso de la cruz, se te derrumbaron los castillos. Tú, como los de Emaús, «esperabas que reconstruyera el reino de Israel». Y, en vez de eso, viste que «lo llevaban a la cruz sin que abriera la boca, como un manso cordero». ¡Se te oscureció el sol! Y, como todos los pesimistas, pensaste: «Aquí no hay nada que hacer. Hemos perdido el tiempo». Y te envolvió una nube.
EL INCRÉDULO RACIONALISTA.--Más o menos, así te hemos bautizado todos. Hemos convenido en que tú fuiste, y serás, el prototipo de los empiristas, de los racionalistas. Aunque Pablo, más adelante, dirá que «la fe proviene del oído», a ti no te bastó «oír», de tus compañeros, su testimonio de la resurrección. Ni siquiera te fiabas de tu «vista», ya que también la vista puede sufrir espejismos. Tu exigías «palpar con tus manos», experimentar en tu propio laboratorio: «Si no meto mis manos». En una palabra, tú eras de aquéllos de los que un día dijo Jesús: «Esta generación me pide una señal; pero no se le dará otra que la de Jonás».
EL CREYENTE.--Y aquí, ¡chapeau ante ti, Tomás! Porque, cuando Jesús se acercó a ti y te dijo: «Mete tus dedos en las llagas... y tu mano en mi costado...», te estaba brindando esa señal. Es como si te dijera: «He estado tres días en el vientre de la ballena y aquí me tienes, Tomás».
Y fue entonces cuando tú, empirista empedernido, te entregaste. Y aunque fuiste el último en creer, las palabras tan breves y bellas que entonces pronunciaste --«Señor mío y Dios mío»-- vienen a recoger todas las dudas e incredulidades de una Humanidad abatida, dentro de la cual camino yo, caminamos todos.
Es verdad, como te dijo Jesús, que merecen una singular admiración los «que, sin ver, han creído». Como Noé. Como Abraham... Son almas privilegiadas que nos dan ejemplo. Pero, qué quieres, yo, con mis dudas a cuestas, siento mucho consuelo pensando en ti. Y, a cada paso, en los momentos más aciagos, repito tu bella oración: «Señor mío y Dios mío».
Por eso, jugando a «las cuatro esquinas» con los cuatro títulos que en esta glosa he reseñado, he elegido, al fin, el de «Tomás el creyente».
ELVIRA-1.Págs. 35 s.
24. ME CAES MUY BIEN, TOMAS
A mí, qué quieres que te diga, me caes muy bien Tomás. Quizá sea por la cuenta que me trae, ya que me siento muy retratado en ti. O simplemente porque comprendo las sucesivas etapas de tu actitud.
Ya lo sé desde siempre, y basándonos en las mismas palabras de Jesús, te hemos llamado «el incrédulo». Y nos hemos quedados tan anchos. Pero estoy seguro que el «tono» que empleó Jesús -«no seas incrédulo»-, fue un tono afectuoso, de exquisita amistad, con una gota de ironía. Como si te dijera: «¡Vaya Tomás, te ha tocado sufrir! ¡Lo siento! ¡Ya pasó todo! ¡Ven a mis brazos, incrédulo!» Por eso, me caes bien. Y, lo repito, comprendo todos tus pasos.
Primero.-Tu huida.-El evangelio dice sin explicaciones: «Tomás... no estaba con ellos». ¿Habías huido? ¡Qué va, por Dios, que va! Tú, simplemente, no podías soportar la cháchara de tus compañeros que repetían y repetían: «Y ahora, ¿qué hacemos?» Empezaba a invadirte una agobiante claustrofobia entre aquellas paredes. Y abriste la puerta y... saliste. Sin más. Para llorar a solas. Para seguir dando vueltas en tu cabeza a los recuerdos. Para tratar de reconstruir, sobre el propio terreno, los pasos de Jesús. Para tratar de entender cómo lo pudisteis dejar tan sólo. No. Tú no huiste.
Segundo.-Tu rabia.-Lo tuyo no era falta de fe. Lo tuyo era «rabia». (Y perdona que interprete así tus famosas palabras: «Si no meto mis dedos en las llagas... no creo».) Eso era rabia. Una rabia infinita y terrible. Una gran contrariedad. Y tus palabras fueron como esas pataletas que hacemos todos, cuando todo nos sale mal. ¡Sales un momento a rumiar las cosas con más sosiego, con más intensidad, y ¡zas!, en ese momento aparece Jesús. Y. encima, tus compañeros, como chicos con zapatos nuevos, te pasan la miel por los labios: «¡Hemos visto al maestro! ¡Hemos visto al maestro!» Te descentraste, eso fue todo. Y soltaste todos los disparates que se te ocurrieron. Eso es lo que solemos hacer todos cuando aquello que más queremos presenciar, al fin ocurre, y nosotros... ¡de infantería!
Tercero.-«Señor mío y Dios mío».-Pero lo que de verdad me entusiasma de ti, y me enternece, y me llena de envidia, son las palabras que tú, «estando con ellos», pronunciaste, «a los ocho días»: «Señor mío y Dios mío». Son las palabras de un verdadero creyente. Son la llegada y entrega de alguien que ha recorrido un difícil itinerario de fe. La rendición incondicional de un luchador que se humilla sin condiciones. Son palabras que tienen el mismo carisma que el «Qué quieres, Señor, que haga» de San Pablo o aquellas de San Agustín: «¡Qué tarde te conocí, hermosura siempre antigua y siempre nueva!» Son la oración-síntesis de un alma orante. Porque contienen sobre todo, el reconocimiento de que, sin Jesús, no podemos nada de nada.
«¡SEÑOR MÍO Y DIOS MÍO!» ¡Qué hermoso ejercicio repetirlas cuando nos hemos pasado de rosca y deseamos volver al buen camino! ¡Qué bello decirlas esas noches que nos sentimos muy cansados y no tenemos ganas de hacer una oración larga! ¡Qué oportuno acudir a ellas cuando necesitamos que se nos eche una mano! ¡O cuando la soledad nos sube por los entresijos del alma envolviendo nuestro corazón en la niebla! ¡Qué gratificante, en fin, pronunciarlas cuando queremos reafirmar nuestra fe en Cristo resucitado!
ELVIRA-1.Págs. 134 s.
25. TOMAS DE CARNE Y HUESO
Estando los discípulos encerrados en una casa, sin abrir puertas ni ventanas, apareció Jesús en medio de ellos y les dijo: «Paz a vosotros». Como Tomás no estaba con ellos, en cuanto llegó, le espetaron entusiasmados: «Hemos visto al Maestro». No quiero ocultar, amigos, que, por lo que tiene de humano, siempre he sido admirador de Tomás y he tratado de comprenderlo. Por eso, aquí presento su pliego de descargo.
1. Hay que ponerse en el lugar de las dos partes. Primeramente, en la de los alborozados apóstoles. ¿Cómo iban a ser capaces de medir sus palabras con una noticia de tal calibre? Con noticias mucho más pequeñas solemos salir por ahí, sacando pecho. Pues, eso: a Tomás le pasaron la miel por los labios con verdadero regodeo. Por eso, es comprensible la actitud de Tomás: «Si no meto mis dedos en las llagas de sus manos, si no meto mis manos en su costado... no lo creo». No era un alarde de incredulidad. Era la pataleta de alguien que renegaba contra su «mala suerte». Como si dijera: «¡Vaya, hombre, cinco minutos que salgo fuera y... entonces tenía que venir!» Sí, era una comprensible rabieta.
2. Lo que sucedió a Tomás nos enseña una cosa. Que la vida suele ser así. Unas veces, «noche oscura del alma». Y otras -«quedéme y olvidéme», como cantaba Juan de la Cruz- «abrazo de abandono en el Amado». Tomás vivió las dos experiencias sucesivamente: la profunda soledad de quien pierde al Señor a quien amaba, y el contacto sensible de la presencia del Resucitado: «Mete tus manos en mi costado, etc...». Es decir, las mayores consolaciones, incluidas las de los sentidos. Nunca debe olvidarlo el cristiano. Porque todas las «pruebas» de nuestro peregrinaje suelen terminar en luminosos amaneceres: «Dentro de un poco no me veréis, pero dentro de otro poco volveréis a verme».
Y 3. A Tomás hay que agradecerle muchas cosas. Porque, a sus dudas y objeciones debemos las más espléndidas aclaraciones de Jesús. Así, cuando Jesús afirmó que sus apóstoles le seguirían a donde él iba, Tomás preguntó ingenuamente: «¿Cómo te seguiremos si no sabemos el camino»? Y es entonces cuando Jesús manifestó: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Del mismo modo, cuando Jesús, ya resucitado, le invitó a «meter sus manos en su costado», Tomás hizo el más bello acto de fe, la más amplia oración de adoración: «¡Señor mío y Dios mío!» Lo dijo quizá confuso y avergonzado. Pero lo dijo. Tuvo, además, detalles de verdadera voluntad comprometida. Recordad: cuando Jesús anunció que iba a Jerusalén a morir, Tomás se adelantó en un gesto que le honra: «Vayamos también nosotros y muramos con El».
Con que, no me condenéis a Tomas, por favor, amigos. Tratádmelo siempre bien. El era simplemente un hombre de «carne y hueso». Y como no quería ni pensar que el Jesús que habían visto los apóstoles fuera un fantasma, es decir, alguien «que no tiene carne ni huesos», por eso precisamente exigía «meter los dedos en las llagas de las manos y la mano en el costado de Jesús». Era como si hubiera dicho: «Dentro de tus llagas, escóndeme y mándame ir a ti».
Y mirad el detalle. Mientras a la Magdalena Jesús le dijo: «No quieras tocarme, porque aún no he subido a mi Padre», a Tomás, sí. A Tomás le dijo: «Mete tus manos, Tomás, en mi costado». Y, seguramente, tirándole suavemente de las orejas, le añadió: «Y no seas incrédulo, sino creyente».
ELVIRA-1.Págs. 216 s.
26.
Frase evangélica: «No seas incrédulo, sino creyente»
Tema de predicación: LAS DUDAS DE FE
1. El capítulo 20 de Juan describe la experiencia pascual de los discípulos el «primer día de la semana», tanto «por la mañana» (de la búsqueda al encuentro) como «ya anochecido» (de la obcecación al reconocimiento). Juan muestra dos figuras de creyentes que siguen procesos distintos: la Magdalena y Tomás. Una mujer y un hombre representan a quienes acceden con dificultad a la fe en el Resucitado a lo largo de un proceso. Ambos quieren tocar y ambos se basan en sentimientos, pero, en definitiva, quieren creer. María Magdalena llora, busca el cadáver, ve el sepulcro vacío..., pero al final reconoce la voz de Cristo, o la Palabra de Dios, y da testimonio; Tomás se ha aislado de la comunidad, duda, es obcecado, necesita palpar, no percibe los signos de la nueva vida que se manifiesta, busca a Jesús como reliquia de un pasado..., pero en última instancia reconoce en Jesús al Cristo pascual.
2. Los discípulos están «con las puertas cerradas», inseguros, llenos de «miedo». Todavía se encuentran de noche, en la esclavitud. No les ha llegado el día ni la fuerza para manifestarse. Jesús les infunde el Espíritu (nueva Creación) y les da el saludo de paz junto a la actitud de perdón. La nueva comunidad se cimienta con espíritu de Dios, paz y reconciliación. Cuando Jesús repite el saludo de paz, añade la invitación a la misión. Estamos en el «primer día», al anochecer, cuando la comunidad cristiana primitiva celebraba la eucaristía. Este relato muestra el proceso de transformación o de conversión de Tomás, que representa a los catecúmenos y candidatos a ser miembros de la comunidad. Son los nuevos cristianos que han creído «sin haber visto», que poseen la vida en el nombre de Jesús.
3. El proceso de la fe comienza por verificar la realidad humana o la realidad de Dios en la humanidad: las heridas corporales de los que sufren y las losas de los muertos. Resulta difícil creer, a causa de la indiferencia o la incredulidad que nos rodean. Ante lo cual, no nos resignamos, e intentamos pensar por nuestra cuenta o dialogar con alguien que tenga experiencia. En el fondo, hay siempre esperanza de vida, que se comprueba en ciertos signos de los tiempos. Jesucristo no es una reliquia del pasado, sino el que siempre está vivo, en presente y en futuro. Tres requisitos son indispensables para creer: escuchar la palabra de Dios (habla de muchas maneras), dar primacía al testimonio (hay militantes incansables) y formar parte de la comunidad (en su centro está el Señor). Frente a la vieja creación llena de muerte, está la nueva creación repleta de Espíritu y de vida.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Estamos en proceso de madurar nuestra fe?
¿Mostramos en nuestras vidas los signos de Jesús?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 266 s.
27.
Frase evangélica: «Dichosos los que crean sin haber visto»
Tema de predicación: LA FE PERSONAL
1. En las Escrituras, «ver» significa advertir, percatarse, experimentar o conocer. En san Juan equivale a descubrir la revelación de Dios. Con visión de fe se contempla la gloria de Dios, el reino de Dios y la liberación del ser humano. Ver a Dios es una de las supremas aspiraciones de toda persona religiosa. En todo caso, ver es para todo ser vivo algo fundamental. Ver a Jesucristo es para el creyente encuentro existencial con el Señor. Más aún, Jesús espera que se crea sin haber visto.
2. Es evidente que Dios ve y que lo ve todo, pero el ser humano no puede ver a Dios, porque es pecador. Ciertamente, Dios se manifiesta en diversas epifanías y mediante signos, aunque es un «Dios escondido» al que sólo se puede contemplar con fe. Se le conoce escuchando sus palabras y poniéndolas en práctica. Solamente en la parusía se podrá contemplar a Dios «cara a cara» (1 Cor 13,12). Entonces «todos lo verán con sus ojos» (Ap 1,7). Los limpios de corazón verán a Dios (Mt 5,8).
3. Dios se ha hecho visible en Jesucristo por la encarnación. Pero, así como muchos lo vieron físicamente y no todos lo reconocieron, así también sucede hoy: muchos pueden imaginarlo revestido de humanidad, pero no llegan a reconocerlo, por ausencia de fe. Cristo resucitado y glorioso es invisible; se revela en los signos; se aparece, se deja ver. Los relatos pascuales muestran que el Resucitado es «reconocido» por su modo de actuar. Describen encuentros que llevan a la fe, al testimonio, al compromiso, a la misión.
REFLEXIÓN CRISTIANA:
¿Qué señales de Jesucristo vemos hoy?
¿Por qué nos resistimos a reconocer a Dios?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 119 s.
28.
-En el centro de la vida
Hoy se nos proclama la presencia de Jesús en medio de sus discípulos. «Se puso en medio.» Es una palabra significativa. Cristo no está en los laterales contemplando la vida como un espectador, desde fuera o desde arriba. Cristo está en el centro de nuestra vida y de nuestra historia. Está en el centro del corazón. Está en el centro de nuestro dolor, de nuestra alegría y nuestra esperanza. Está en el centro de la reunión y la comunidad. Cuando dos o tres se reúnen en su nombre, El está ahí, en medio. Cuando dos o tres trabajan en su nombre, o luchan en su nombre, o sufren en su nombre, El está ahí, en medio.
-Recibid el Espíritu Santo
La Pascua anticipa Pentecostés, es ya Pentecostés. También en la Pascua hay una efusión del Espíritu. También en la Pascua hay una transformación espiritual de los discípulos. Pasaron de la tristeza a la alegría, del miedo a la fortaleza, del individualismo a la comunidad, del pecado a la santidad, de la muerte a la vida. Son frutos del Espíritu Santo.
Pensando sacramentalmente, hoy diríamos que no hay que esperar a la confirmación para recibir el Espíritu Santo. En el bautismo, que se refiere directamente al misterio pascual, también se recibe el Espíritu.
-Exhaló su aliento
El gesto de Jesús es realmente impresionante. Al ver a los discípulos mortecinos, exhala su aliento sobre ellos y les dice: «Recibid el Espíritu Santo.» Este gesto recuerda el aliento de Dios Creador sobre el cuerpo del hombre. Es un gesto vivificante, un gesto pascual. El aliento de Jesús sobre los discípulos alude a una donación de la vida íntima de Jesús. Quiere decir que el Espíritu Santo es el Espíritu de Jesús, la fuerza de Jesús, la animación de Jesús, como el alma de Jesús. Al darles el Espíritu Santo, se está dando a sí mismo, les está dando lo mejor de sí mismo, es una autodonación. Jesús resucitado les hace partícipes de su vida nueva, a través de su Espíritu. Jesús resucitado les hace resucitar, les recrea y les enriquece en el Espíritu. No viváis ya vuestra vida, vivid la mía. «Cristo, vida nuestra.»
También Jesús hoy, en la Pascua, está aquí en medio de nosotros y exhala su aliento sobre nosotros. Nos parecemos a aquellos discípulos por las dudas y los miedos. Pero el Resucitado nos hace partícipes de su energía divina liberadora. De nuestra celebración hemos de salir resucitados, con la luz en las manos para comunicarla, convertidos en antorchas vivas de Pascua.
-La cultura del perdón
Al recibir el Espíritu se nos perdonan los pecados, porque El es santidad. Donde hay Espíritu no puede haber pecado, como no puede haber tinieblas donde hay luz. Donde hay Espíritu no puede haber esclavitud, porque El es libertad. Donde hay Espíritu no puede haber enemistad, porque El es amor.
La vida resucitada de Cristo, la del Espíritu, es vida nueva, porque lo viejo, el pecado, ya quedó en el sepulcro. Ya no necesitamos sacrificios por el pecado, porque Cristo es el Cordero que quita el pecado del mundo. Cristo es el perdón de los pecados, reconciliación viva, fuente permanente de perdón y purificación. Su Espíritu es el sello de gracia y fuego de este perdón y esta reconciliación. Por eso, si te sientes con pecado, invoca a Jesús resucitado, para que aliente su Espíritu sobre ti.
Los apóstoles recibieron no sólo el perdón de sus pecados, sino el poder de perdonar a los demás. Y, prescindiendo de la dimensión sacramental, todo el que es perdonado y recibe el Espíritu Santo se capacita para perdonar a los demás. Si te perdonan diez mil talentos, ¿no vas a ser capaz de perdonar cien denarios? Estamos necesitados de que nos miremos unos a otros con misericordia y comprensión. Necesitamos una cultura en la que prevalezca el perdón sobre la esperanza, el olvido sobre el rencor, la reconciliación sobre la división, la paz sobre la guerra, la compresión sobre la intolerancia, la acogida sobre el rechazo, el amor sobre el egoísmo. Necesitamos vivir y contagiar la cultura del perdón. Es flor de Pascua y fruto del Espíritu.
CARITAS
29.
Una historia siempre actual: "Hoy es el dia... "
A los ocho dias, y desde entonces cada ocho dias, el Señor se aparece en medio de la comunidad reunida en su nombre. Hoy también. Hoy, como en aquellos primeros domingos, él nos da la paz y el Espiritu Santo. Y nosotros nos alegramos. Y él nos envía. Pensemos un poco en este "hoy". ¿Realmente, vivimos también nosotros la experiencia de los apóstoles y de los primeros cristianos?
El Espíritu que el Señor nos da nos hace miembros de su Cuerpo
El Espiritu que el Señor nos da en su resurrección nos hace miembros de su Cuerpo. A pesar de que muchas veces para venir a misa hemos de hacer un esfuerzo para vencer otras llamadas que nos atraen, también es cierto que no estamos aquí porque queremos, sino porque el Espíritu Santo nos constituye en el Cuerpo de Cristo.
No somos un grupo de gente con buena voluntad que constituimos una asociación con finalidades benéficas. Nuestro compromiso, el esfuerzo que a veces hemos de hacer, es una respuesta a la convocatoria que él nos hace. Y es él mismo quien pone las bases de cómo ha de ser nuestro "grupo" y las "finalidades" que tiene. En la Palabra que hemos escuchado encontramos algunas pinceladas importantes de cómo es el grupo que él forma, la Iglesia, y de qué finalidades tiene: "hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo", "se reunían de común acuerdo", "estaban (reunidos) en una casa", "y todos (los enfermos) se curaban", "los pecados quedarán perdonados...". Sólo con estas pinceladas nos basta para revisar nuestra comunidad, percatándonos de que, en verdad, somos el cuerpo de Cristo porque nos mueve el Espíritu Santo; y para revisar y corregir aquellos aspectos en los que descubrimos que pretendemos anteponernos a él.
La presencia del Señor nos alegra
Afirma el evangelio que "los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor". Este fruto de la muerte y resurrección de Jesucristo, que consiste en su presencia en medio de nosotros, es la fuente de nuestra alegría. Así lo podemos afirmar, y puede ser motivo de revisión. Lo afirmamos porque tenemos el testimonio de muchos cristianos, también de nuestra comunidad, que reconocen la presencia del Señor y viven en su presencia. Son testimonios de ayuda mutua, de servicio, de compromiso con los pobres y los enfermos, de oración serena y sincera ... Podríamos citar entre todos muchos nombres. Y nos daríamos cuenta de que en estas personas que han "visto" al Señor hay una auténtica alegría.
Pero, al mismo tiempo que lo afirmamos, podemos preguntarnos si vivimos de la alegría de la Pascua del Señor. Demasiadas veces los cristianos no somos testigos de esa alegría. Por supuesto, no se trata de vivir "alegremente", con una ingenuidad falsa que nos obligue a decir que todo es maravilloso. Para muchos la vida es dura. Dureza que se manifiesta muy a menudo en el rostro de muchas personas. Y no puede ser de otra manera. Pero también es cierto que muchas veces ponemos caras largas entre nosotros mismos. Por ejemplo, antes de comulgar parece que nos demos la paz a la fuerza, y no como el Señor la dio a sus apóstoles reunidos, llenándolos de alegría. Y al hablar de la Iglesia ¡qué palabras salen de nuestra boca!
Dejemos que el Señor, hoy, como aquel primer domingo, nos llene de alegría también a nosotros. Acojamos a manos llenas su presencia. Pidámosle un poco de novedad, que nos haga participar de su Pascua, que, no lo olvidemos, es pasar de muerte a resurrección, paso de la muerte a la vida.
Confiándonos su paz y su Espíritu Santo, nos envía el Señor
Finalmente, el Espíritu Santo nos convierte en enviados. Jesús nos envía. Quizás con las manos vacías y sin bolsa. Pero con el corazón a rebosar de su paz y de su Espiritu Santo. Este, el Espíritu Santo, es quien nos convierte en enviados. Esto es, la condición de enviado es una manera de ser propia de aquella persona que ha recibido el Espíritu Santo por el bautismo y la confirmación. Somos enviados en el Enviado del Padre. Así, como los apóstoles y aquellos primeros cristianos, también nosotros podremos llevar a cabo la vida del mismo Señor, que continúa viviendo "en medio del pueblo" al que tanto ama.
No en vano el libro de los Hechos de los Apóstoles va narrando la vida de los primeros cristianos en términos muy parecidos a las narraciones que los evangelios nos hacen del mismo Jesús. Por ejemplo, cuando hoy nos dice que "la gente sacaba a los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno", nos recuerda aquellos pasajes del evangelio en los que se nos dice que "la gente trataba de tocarlo, porque salía de él una fuerza que los curaba a todos". La Iglesia, movida por el Espíritu Santo recibido, es el Cuerpo de Cristo, es enviada a continuar la obra del Padre. ¿Lo creemos esto? ¿Nos creemos, de verdad, que hemos recibido un mensaje que puede interesar a la gente?
EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1998, 6, 23-24
30.
UN HOMBRE MODERNO
Vivimos en Pascua, es decir, en el gozoso clima litúrgico de la Resurrección de Cristo. resurrección proclamada luminosamente por la Iglesia -recordemos la liturgia del fuego nuevo en la noche santa que culmina con el cirio pascual- y testimoniada desde las orillas de la fe por millones de creyentes cristianos.
El evangelio del segundo domingo plantea cuestiones apasionantes como la experiencia común del Resucitado, protagonizada por el grupo de los discípulos. Protagonizada por el shalón, la paz, como don y señal del Resucitado. Protagonizada también por la relación directa e inmediata entre la experiencia del Resucitado y la misión, por la transmisión del Espiritu Santo, por la silueta y la actitud de Tomás, por su confesión ardiente; y por último, esa nueva y radiante bienaventuranza para los que tienen fe sin haber visto. Cada fotograma trae de la mano un hermoso mensaje.
La experiencia común del Resucitado constituye en las primeras comunidades el pilar básico que sustentaba la fe de los cristianos. Y nos invita, en el camino de esa fe, a fiarnos del testimonio y de la experiencia de los otros.
Creer sólo lo que uno experimenta nos sumiría en una gran ignorancia y haría imposible la convivencia. El Shalom, la paz, introduce una novedad histórica y no tiene nada que ver con el poder y la dominación. La misión es consecuencia lógica de la experiencia del Resucitado en su vida. Inmediatamente se siente enviado a testimoniarla, a transmitirla. Al igual que la experiencia del Resucitado y la vivencia del Espiritu son inseparables. Pero quizás la figura de Tomás en este evangelio, atraiga con más fuerza. Ahí está. Aparentemente arrogante, en el desafío de imponer su criterio y su personalidad. Tomás es la imagen de un hombre moderno que quiere ver para creer. Y no sólo ver sino también tocar y palpar las llagas, por si acaso se trata de una alucinación.
Tomás es el símbolo de todos los discípulos de Jesús que a lo largo de los tiempos no tendrán una experiencia directa del Resucitado, y que, para poder afianzar su fe tendrán que confiar en el testimonio de aquellos que lo vivieron.
La duda ya estaba presente desde el comienzo, en los primeros cristianos. Por eso las plabras del Resucitado para Tomás: "No seas desconfiado, ten fe", están dirigidas a todos y cada uno de nosotros que constantemente nos enfrentamos a la duda de no haber tenido el privilegio de experimentar en primera mano al Resucitado.
En nuestros días se ha puesto de moda considerar la "duda" como un componente esencial de la fe.
Sin embargo, nada hay más contrario al evangelio. Constantemente, Jesús reclama una fe total. Y coloca esa espléndida bienaventuranza, pensada para los que tenemos fe gracias al testimonio de los apóstoles, transmitido de generación en generación: «Dichosos los que crean sin haber visto». Es como si Jesús nos felicitara a cada uno por haber creído, sin necesidad de ver y tocar.
ANTONIO
GIL
ABC/DIARIO
Sábado 18-4-98. pág. 41