19 HOMILÍAS PARA EL SEGUNDO DOMINGO DE PASCUA - CICLO C
13-19

 

13. DOMINICOS 2004

Domingo de 2º de Pascua
(In Albis)

El eco de la Resurrección de Jesús sigue ocupando un lugar central en este Segundo Domingo de Pascua .

El autor del Evangelio expresa la finalidad de su relato: escribe para que creamos que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengamos vida en su nombre (Jn 20,31). La fe es fuente de Vida. Nos colma de luz interior y conduce, ineludiblemente, al compromiso, de manera especial con los más necesitados.

Para escribir hay que vivir. Juan parte de la experiencia, del encuentro personal con Jesús, escucha sus dichos y presencia sus hechos. Es testigo de su vida y de su muerte. De su resurrección. La necesidad de anunciar estas vivencias, es irresistible en él. También es un signo de fidelidad.

La presencia del resucitado regala paz y exige misión. El Señor de la Vida y de la Historia, nos invita a ser creadores de una comunidad testimonial al servicio de las víctimas. Así lo testimonia la primera comunidad apostólica: “la gente se hacía lenguas de ellos”. Nuestra misión debe estar animada por “una esperanza viva”. De ahí que la resurrección sólo puede anunciarse desde la Alegría.

Comentario Bíblico
La fe en la Resurrección no es puro personalismo


Iª Lectura: Hechos (4,23-35): La Resurrección crea comunión de vida
I.1. La primera lectura está tomada de Hechos 4,23-35 que es uno de los famosos sumarios, es decir, una síntesis muy intencionada de la vida de la comunidad que el autor de los Hechos, Lucas, ofrece de vez en cuando en los primeros capítulos de su narración (ver también Hch 2,42-47;5,12-16). ¿Qué pretende? Ofrecer un ideal de la vida de la comunidad primitiva para proponerlo a su comunidad (quizá en Corinto, quizá en Éfeso) como modelo de la verdadera Iglesia de Jesucristo que nace de la Resurrección y del Espíritu.

I.2 Tener una sola alma y un sólo corazón, compartir todas las cosas para que no hubiera pobres en la comunidad es, sin duda, el reto de la Iglesia. ¿Es el idealismo de la comunidad de bienes? Algunos así lo han visto. Pero debemos considerar que se trata, más bien, de un desafío impresionante y, posiblemente, una crítica para el mal uso y el abuso de la propiedad privada que tanto se defiende en nuestro mundo como signo de libertad. Es una lección que se debe sacar como praxis de lo que significa para nuestro mundo la resurrección de Jesús. Eso, además, es lo que libera a los apóstoles para dedicarse a proclamar la Palabra de Dios como anuncio de Jesucristo resucitado.

I.3 En este sumario, el testimonio de los apóstoles sobre la resurrección está, justamente, en el centro del texto, como cortando la pequeña narración de la comunidad de bienes y de la comunión en el pensamiento y en el alma. Eso significa que la resurrección era lo que impulsaba esos valores fundamentales de la identidad de la comunidad cristiana primitiva.



IIª Lectura: 1ª Carta de San Juan (5,1-6): El amor vence al mundo
II.1. En la segunda lectura se plantea el tema de la fe como fuerza para cumplir los mandamientos y como impulso para vencer al mundo, es decir, su ignominia. Creer que Jesús es el Cristo no es algo que se pueda «saber» por aprendizaje, de memoria o por inteligencia. El autor nos está hablando de la fe como experiencia, y por ello, el creer es dejarse guiar por Jesucristo, que ha resucitado; dejarse llevar hacia un modo nuevo de vida, distinta de la que ofrece el mundo. Por eso se subraya el cumplir los mandamientos de Jesús.

II.2. Pero se ha de tener muy en cuenta que no se trata de una propuesta simplemente moralizante que se resuelve en los mandamientos. ¿Por qué? Porque el mandamiento principal del Jesús joánico es el amor; el amor, como Él nos ha amado. Esta es la victoria de la resurrección y la forma de poner de manifiesto de una vez por todas que la muerte es transformada en vida verdadera. El amor, pues, no es solamente el mandamiento principal del cristianismo, sino el corazón mismo que mueve las relaciones entre Dios y los hombres y entre los hombres entre sí.



IIIª Lectura (Jn 20,19-31): ¡Señor mío! La resurrección se cree, no se prueba
III.1. El texto es muy sencillo, tiene dos partes (vv. 19-23 y vv. 26-27) unidas por la explicación de los vv. 24-25 sobre la ausencia de Tomás. Las dos partes inician con la misma indicación sobre los discípulos reunidos y en ambas Jesús se presenta con el saludo de la paz (vv. 19.26). Las apariciones, pues, son un encuentro nuevo de Jesús resucitado que no podemos entender como una vuelta a esta vida. Los signos de las puertas cerradas por miedo a los judíos y cómo Jesús las atraviesa, “dan que pensar”, como dice Ricoeur, en todo un mundo de oposición entre Jesús y los suyos, entre la religión judía y la nueva religión de la vida por parte de Dios. La “verdad” del texto que se nos propone, no es una verdad objetivable, empírica o física, como muchas veces se propone en una hermenéutica apologética de la realidad de la resurrección. Vivimos en un mundo cultural distinto, y aunque la fe es la misma, la interpretación debe proponerse con más creatividad.

III.2. El “soplo” sobre los discípulos recuerda acciones bíblicas que nos hablan de la nueva creación, de la vida nueva, por medio del Espíritu. Se ha pensado en Gn 2,7 o en Ez 37. El espíritu del Señor Resucitado inicia un mundo nuevo, y con el envío de los discípulos a la misión se inaugura un nuevo Israel que cree en Cristo y testimonia la verdad de la resurrección. El Israel viejo, al que temen los discípulos, está fuera de donde se reúnen los discípulos (si bien éstos tienen las puertas cerradas). Será el Espíritu del resucitado el que rompa esas barreras y abra esas puertas para la misión. En Juan, “Pentecostés” es una consecuencia inmediata de la resurrección del Señor. Esto, teológicamente, es muy coherente y determinante.

III.3. La figura de Tomás es solamente una actitud de “anti-resurrección”; nos quiere presentar las dificultades a que nuestra fe está expuesta; es como quien quiere probar la realidad de la resurrección como si se tratara de una vuelta a esta vida. Algunos todavía la quieren entender así, pero de esa manera nunca se logrará que la fe tenga sentido. Porque la fe es un misterio, pero también es relevante que debe tener una cierta racionalidad (fides quaerens intellectum), y en una vuelta a la vida no hay verdadera y real resurrección. Tomás, uno de los Doce, debe enfrentarse con el misterio de la resurrección de Jesús desde sus seguridades humanas y desde su soledad, porque no estaba con los discípulos en aquel momento en que Jesús, después de la resurrección, se les hizo presente, para mostrarse como el Viviente. Este es un dato que no es nada secundario a la hora de poder comprender el sentido de lo que se nos quiere poner de manifiesto en esta escena: la fe, vivida desde el personalismo, está expuesta a mayores dificultades. Desde ahí no hay camino alguno para ver que Dios resucita y salva.

III.4. Tomás no se fía de la palabra de sus hermanos; quiere creer desde él mismo, desde sus posibilidades, desde su misma debilidad. En definitiva, se está exponiendo a un camino arduo. Pero Dios no va a fallar ahora tampoco. Jesucristo, el resucitado, va a «mostrarse» (es una forma de hablar que encierra mucha simbología; concretamente podemos hablar de la simbología del “encuentro”) como Tomás quiere, como muchos queremos que Dios se nos muestre. Pero así no se “encontrará” con el Señor. Esa no es forma de “ver” nada, ni entender nada, ni creer nada.

III.5. Tomás, pues, debe comenzar de nuevo: no podrá tocar con sus manos las heridas de las manos del Resucitado, de sus pies y de su costado, porque éste, no es una “imagen”, sino la realidad pura de quien tiene la vida verdadera. Y es ante esa experiencia de una vida distinta, pero verdadera, cuando Tomás se siente llamado a creer como sus hermanos, como todos los hombres. Diciendo «Señor mío y Dios mío», es aceptar que la fe deja de ser puro personalismo para ser comunión que se enraíce en la confianza comunitaria, y experimentar que el Dios de Jesús es un Dios de vida y no de muerte.

Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org

Pautas para la homilía


Encuentro con Jesús

A todos los seres humanos la experiencia nos marca mucho más que la teoría. El itinerario espiritual del Evangelista San Juan es denso porque transciende los dichos y hechos de Jesús, hasta llegar a una fe sin límites en Él. Esta fe, para los apóstoles y para el común de los mortales, no está exenta de dudas y dificultades, pero el gozo ocupa un lugar más significativo. No se trata de una experiencia más. Es sentir que la Vida plena te envuelve y abraza.

El encuentro con Jesús es lo mejor que nos puede suceder en la vida (Jn 1, 35-39). Juan se presenta como persona cercana, como el amigo que tiene acceso a la interioridad y al misterio de Jesús. Pero todos, por nuestra condición de Hijos y por el acceso a la Gracia, estamos llamados a esa cercanía y a ser memoria permanente de sus dichos y hechos.



Presencia que inspira Paz

El mundo de hoy necesita se haga realidad el deseo de Jesús: la paz - que no es sinónimo de reposo-. Ella abarca lo que el ser humano necesita para ser feliz. Es necesaria la paz interior, la paz en la familia, en la comunidad humana. Pero está permanentemente amenazada por el ansia de poder, tener y placer.

Aunque la guerra es una lacra social antigua, en el presente sigue sembrando la muerte al lado de un terrorismo brutal. Por eso, es necesario el compromiso con la justicia y la solidaridad con las víctimas.

Jesús mismo es quien da la paz (Jn 14,27), aunque no sin lucha (Jn 16, 33). Él es nuestra paz (Ef 2,14). La paz es fruto del Espíritu y la alcanza el hombre en su lucha por la justicia y la comunión con Cristo. Dios Padre reconcilia consigo la humanidad por medio de Cristo y establece con ella una nueva y eterna alianza (Hb 13,20). Estamos llamados, pues, a ser portadores de paz y reconciliación.



Tú eres mi Señor y mi Dios

Tomás recibe de sus compañeros el gozoso anuncio: “Hemos visto al Señor”. ¿Le puede el escepticismo? ¿O, más bien, le cuesta aceptar la Cruz de Jesús? En todo caso, pide pruebas, quiere una experiencia directa. Al respecto, es muy ilustrativo San Gregorio. Él afirma que la lenta rendición de Tomás a la evidencia de la resurrección de Jesús es más provechosa para el fortalecimiento de nuestra fe que la pronta fe de los apóstoles que ya creían.

Jesús invita a Tomás a hacer la prueba que deseaba y añade: “y no te hagas (Yívov) incrédulo, sino creyente”. Tomás no había perdido la fe, pero estaba en camino de perderla. El apóstol no se acercó a tocar a Jesús, sino que hizo un acto sublime de fe: “Tú eres mi Señor y mi Dios”. Doble confesión de la divinidad de Jesús. De ahí surge la bienaventuranza evangélica que nos toca a todos de cerca: “Dichosos los que crean sin haber visto” (Jn 20, 29),



Circulación de bienes

Ser testigos de la resurrección del Señor nos conduce, necesariamente, a ser creadores de comunidad. De esta comunidad formarán parte las personas que creen en la vida. Los seguidores de Jesús viven una comunión que alcanza todas las dimensiones de la existencia humana: “Lo poseían todo en común” (Hech 4, 32).

Tener fe implica compartir lo que somos y tenemos “según la necesidad de cada uno (Hch 2, 45). Pues la fe cristiana no consiste en afirmar verdades abstractas, es tener vida, y la vida supone circulación de bienes.

Jesús nos invita a la inclusión de los más necesitados. A tener conciencia de que los bienes de la tierra son de todos. A no sentirnos superiores a los demás. A partir de esas actitudes, podemos llamarnos cristianos.



Misión animada por una “esperanza viva”

Una misión donde Jesús resucitado no sea el núcleo, no convoca y, si convoca por otras razones, no es plenificante. La fe nos abre a la presencia resucitada del Señor en medio de los suyos: “Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor” (v.20). Esta irrupción de Jesús les lanza a ellos, y a nosotros, a la misión: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (v.21).

La misión debe estar animada por el Espíritu “Señor y dador de vida”. La liturgia de este domingo nos invita a abrir las puertas, cerradas por tantos miedos, a arriesgar nuestra propia vida, pues “Tengo las llaves de la muerte” (Ap 1,18) y a soñar el sueño de Dios que es una Vida plena para todos, hecha visible con la fuerza que da esperanza en Cristo Resucitado.



La resurrección se proclama desde la alegría

La alegría irrumpe porque Jesús se ha constituido con el Señor de la vida: “estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos” (Ap 1,18). Los seguidores de Jesús debemos ser trasmisores de vida, es la mejor manera de testimoniar la resurrección.

La vida surge del amor. Este nos debe conducir hasta los seres humanos que cada día transitan por los límites de la no-vida. Así haremos Pascua, Paso del Señor, fuente de vida y de alegría.

María Teresa Sancho Pascua, O.P.
dmsfpg@terra.es


14.

Fuente: es.catholic.net
Autor: P. Antonio Izquierdo

Nexo entre las lecturas

"Cristo, el Viviente". Así lo "ve" el visionario de Patmos, así se presenta a los discípulos encerrados en una casa por miedo a los judíos, así lo experimentan los primeros cristianos de Jerusalén. "Yo soy el que vive; estuve muerto, pero ahora vivo para siempre" dice la figura humana a san Juan en una visión (segunda lectura). El Viviente se aparece a los discípulos atemorizados para infundirles paz, encomendarles la misión y otorgarles el Espíritu (Evangelio). El Viviente continúa operando signos y prodigios en medio del pueblo por medio de los apóstoles (primera lectura).


Mensaje doctrinal

1. El Viviente sorprende a todos. Si hay algo que los discípulos no esperaban es que Jesucristo, resucitando, volviese a la vida y se les apareciese sin perder su identidad con el Crucificado. Los Evangelios ponen de relieve esa impresionante sorpresa, que llegó hasta la temeridad de pedir pruebas, como lo hizo Tomás. Sorprende a las mujeres que fueron al sepulcro y lo encontraron vacío, sorprende a los dos discípulos en camino hacia Emaús, sorprende a los discípulos reunidos en una casa. ¡Cuántas sorpresas juntas en ese día primero después del sábado! ¿Por qué les sorprende, si creían en la resurrección de los muertos? ¿Por qué les sorprende si habían visto a Lázaro, el hermano de Marta y María, ser resucitado por Jesús? ¿Por qué les sorprende, si Jesús se los había predicho en varias ocasiones durante su ministerio público? Les sorprende porque lo que contemplan sus ojos es algo inaudito. Ellos, como buenos judíos, educados por los escribas y fariseos, creían en la resurrección de los muertos, pero... no en el tiempo, sino al final de los tiempos. Les sorprende porque la resurrección histórica de Jesús es caso único y es absolutamente diferente a la de Lázaro, a la de la hija de Jairo o a la del hijo de la viuda de Naín. Jesús está vivo, pero su vida ya no es totalmente igual a la nuestra, es una vida diferente, nueva, superior. Les sorprende porque una cosa es escuchar, entender, y otra diversa experimentar: los discípulos no escuchan que Jesús va a resucitar al tercer día, lo ven y lo oyen resucitado, lo experimentan como el vencedor de la muerte, que vive para siempre. ¡Dichoso el hombre a quien Jesucristo vivo le sorprenda de modo permanente!

2. Los dones del Viviente. ¿Qué es lo que el Viviente regala a los suyos?

1) Les regala la paz, su paz. La necesitaban, porque estaban encogidos por el miedo. La necesitaban, para aquietar su mente y su corazón en el presente y de cara al porvenir. A todos los presentes les da la paz, no sólo a unos pocos privilegiados. Una paz que de ahora en adelante nadie les quitará, ni siquiera las tribulaciones o la muerte.

2) Les da su misma misión: Como el Padre me envió a Mí, así os envío Yo a vosotros. Durante tres años han ido captando la misión de Jesús y el modo de realizarla. Ahora Jesús les lanza a continuar su obra en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.

3) Les da al Espíritu Santo, para que realicen con valentía y libertad interior su misión. Inseparable de la misión de Jesucristo, continuará siendo inseparable de la misión de los apóstoles. Él hará fecundo su trabajo apostólico, y en un siglo habrán conquistado las plazas más grandes del mundo entonces conocido.

4) Les da su poder de perdonar los pecados. Puesto que sólo Dios puede perdonar los pecados, los perdonarán únicamente en nombre de Jesucristo y en virtud del poder de Dios. Este perdón es algo de lo que todo hombre siente necesidad, porque, si es sincero, se encontrará culpable.

5) Les da su amor condescendiente, como sucede con Tomás, con tal de afianzar su fe: "Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente" (Evangelio). Esta comprensión que el Viviente tiene de nuestras miserias es maravillosa.

6) Les da el poder de edificar la Iglesia mediante la predicación y la oración, mediante la realización de numerosos signos y prodigios, sobre todo de curaciones en nombre de Jesús (primera lectura).


Sugerencias pastorales

1. El clamor cristiano en favor de la vida. ¿Cuántos mueren diariamente en tu nación, en el mundo, de muerte violenta: en guerras o guerrillas, en las cárceles, en los hogares, en los hospitales, en las calles urbanas, en las autopistas? Jesucristo, el Viviente, ha venido para que el hombre tenga vida. Y Dios es el único Señor de la muerte y de la vida. ¿Por qué hay tantos hombres y mujeres que se creen señores de la vida, y la dan y la quitan según sus propios intereses? El clamor del cristiano en favor de la vida debe elevarse primeramente hacia el cielo, hacia Jesucristo vivo, para que abra las mentes y corazones de los hombres al valor de toda vida desde la concepción hasta la muerte, y para que conceda a la humanidad la conciencia clara y firme de ser administradores, no señores, de la vida. El clamor del cristiano en favor de la vida se dirigirá también a las instituciones estatales y públicas para que defiendan con vigor y con constancia todas las formas de vida humana, para que protejan la vida de los ciudadanos, sobre todo de los inocentes y de los indefensos, para que promuevan de modo responsable el amor a la vida. El clamor del cristiano en favor de la vida resonará dentro de su corazón, para que, a pesar de tanta violencia y tanto asesinato, nunca decaiga ante sus ojos el origen divino de la vida, el valor primordial de la existencia, la dignidad de toda vida humana. El cristiano clama en favor de la vida; sí, de la vida terrena en su preciosidad y en su contingencia; además, y sobre todo, por la vida de gracia, es decir, la presencia de Cristo viviente en el alma, y por la vida eterna, o sea, la victoria sobre la muerte y la experiencia inefable de una vida nueva, en eterna intimidad con Dios y con todos los bienaventurados.

2. No pasar por la vida, sino vivirla. La vida es una tarea para hombres responsables. Dios no nos la dio para pasar por ella, como se pasa por una feria o por un parque de atracciones. Se llega, se ve, se disfruta, y se va... Dios nos la dio para vivirla conforme a nuestra dignidad humana y cristiana. Dios no nos dio la vida para pasarla bien, sino para pasar, como Jesucristo, haciendo el bien; no para pasear, como un turista, sino para construir un mundo mejor y más cristiano; no para pisar a todo el que se pone en nuestro camino, sino para amar a todos, especialmente a los más necesitados. Esto de vivir la vida vale sobre todo para los jóvenes, que la miran de frente y la tienen casi completa todavía por delante. ¡Es una pena, que siendo tan bella, la pierdan o la malgasten! Vale igualmente para los ya entrados en la edad madura o en la misma ancianidad, porque cada día de vida es una gracia, es una tarea, es una meta que conquistar. Dichoso quien sabe apurar la vida hasta el final, amando gozosamente a Dios y a los hombres. ¿Hay mejor manera de vivir esta vida? ¿Hay mejor manera de prepararse para la vida que nos espera? Que Cristo Viviente sea la antorcha encendida que guíe nuestros pasos por la vida, para realmente vivirla.


15.

El misterio y acontecimiento de Jesucristo resucitado es una puerta que se nos abre a la esperanza y a la alegría.

La resurrección de Jesucristo no es una simple reanimación, como fue la de Lázaro: volver a esta vida para de nuevo morir, sino que es una “nueva vida”, y aquellos que han hecho la experiencia de su existencia, de su realidad, han cambiado radicalmente de forma de vivir, con un nuevo dinamismo y proyección: de cobardes, valientes; de desilusionados y temerosos, esperanzados y atrevidos; de tristes, alegres.

Esta nueva vida, esta Pascua, (pascua que significa, paso de la esclavitud de los israelitas a la libertad, paso de la muerte eterna a la vida, paso de lo viejo y caduco a lo nuevo)  se manifiesta en la primitiva comunidad cristiana por tener ante todo un solo corazón y una sola alma, con una proyección externa llamativa y espectacular: compartiéndolo todo, entre ellos no había pobres, ni muertos de hambre y esto no como aplicación de un sistema económico y social, sino como la expresión de un sentimiento de solidaridad, fraternidad y concordia; testificando con ello, que Jesús sigue vivo en la comunidad por su doctrina, que invitaba a distribuir y compartir los bienes que uno poseía para formar parte del Reino, ya que el desprendimiento es la forma de expresar la creencia y la espera de los últimos tiempos. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Las riquezas no son para servirlas y adorarlas, sino para que sirvan a Dios, compartiéndolas con los necesitados.

En aquella primera comunidad cristiana, los apóstoles hacían prodigios. El mayor prodigio y milagro era la presencia activa de los testigos de Cristo en el caminar de los hombres, a través de instituciones, que permiten vivir el acontecimiento único de la nueva vida, que es prolongación de la misma resurrección. Y así se vislumbra y perfila esta nueva asamblea o Iglesia, este nuevo pueblo de Dios como el lugar teológico de la “nueva vida de Jesucristo resucitado”.

Jesús los envía al mundo, hacia el futuro para que acaben su obra: “Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados y a quienes s e los retuvieres, les serán retenidos”.

Vemos la preocupación de Jesucristo por organizar la nueva sociedad o la institución que prolongará su actividad de Resucitado, de hombre nuevo, y que dejará su autoridad, delegada a unos hombres, que llamamos JERARQUÍA (gobierno sagrado o autoridad divina) nos dará unos signos materiales y sensibles, que llamamos SACRAMENTOS, un banquete, UNA ASAMBLEA (Iglesia) y hasta la frecuencia de las reuniones ya con un ritmo de cada ocho días.

Jesús, por otra parte, al insuflar su espíritu reproduce el gesto creador, del que se nos habla en el Génesis (2,7): “El Espíritu de Dios soplaba sobre las aguas. Ese soplo llena de vida la creación y Jesús llena de su nueva vida al hombre, a toda la humanidad, porque Jesucristo se ha convertido en el nuevo Adán, en el hombre nuevo, animado por el soplo que presidirá los últimos tiempos y purificará la humanidad.

Al conferir Jesucristo a sus apóstoles el poder de remitir o perdonar los pecados, no instituye tan solo un sacramento de penitencia, sino que comparte su triunfo sobre el mal y el pecado.

Por otra parte para entrar y participar en esta nueva vida, hay que pasar de la simple visión humana a una visión de fe. La forma de vida del resucitado es de tal especie, que no se le reconoce con un simple mira humano. Así, María Magdalena le toma primero por el jardinero de la finca. Cuando lo reconoce, lo trata como al Cristo pre-pascual, es decir, de modo posesivo. Y se la invita a tener otro dinamismo, otra óptica: la de la misión, que es apertura, que es donación: “Vete a buscar a mis hermanos y diles mi alegría”. Y Maria Magdalena entró en ese nuevo dinamismo y fue comunicar a los discípulos su experiencia: He visto al viviente, al resucitado”.

La nueva forma de vida del Señor no permite ya que se le reconozca según la carne, es decir, a base tan solo de los medios humanos. Ya no se le reconocerá como el hombre terrestre, el Jesús de Nazareth, sino que se le reconocerá en los sacramentos y en la vida de la Iglesia. La fe que se le pide a Tomás permite ver la presencia del Resucitado es esos elementos de la Iglesia.

Los apóstoles han visto Jesucristo, han hecho la experiencia de un nuevo hombre; su experiencia no es material, como la que pide Tomás y pide también hoy la ciencia moderna, el positivismo, y nosotros con él. Por eso Jesucristo reprocha a Tomás su modo de acercarse al misterio, a la nueva creación, al Cristo resucitado: “si no ve con mis propios ojos el agujero de los clavos, si no meto mi dedo a través de sus manos, si no meto mi mano por su costado…

Cuánto nos parecemos a Tomás. Exigencias de ver y tocar. Miedo a que nos engañen de nuevo. Queremos seguridad. Tomás había puesto tantas esperanzas humanas en Jesús y había sufrido tal descalabro con el fracaso de la cruz, precisamente cuando él estaba decidido a dar la vida por ganar la batalla, cuando dijo en aquella conversación tensa de la última cena: Vayamos y muramos con él”, que ahora es imposible confiar en nada, ni en nadie; solo en sus ojos, solo en sus manos, solo en él.

Y Tomás tuvo que hacer la dura experiencia de pasar de nuevo por los clavos, por las llagas, por la pasión para volver a encontrar a Jesucristo resucitado.

El hubiera, entonces dado cualquier cosa por no tener que meter el dedo de su mano en las llagas, por no tener que escuchar aquel tierno reproche de Jesús: “Tomás, trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente”. Y ante su fe confusa, Jesús le dijo: “Tomás, porque me has visto has creído. Bienaventurados los que sin ver, en mi han creído”

Nuestra Eucaristía de hoy debe ser una acción de gracias porque creemos, porque con él nos hemos comprometido en la vida y por eso estamos aquí todos los domingos, como es su deseo, para actualizar él mismo su perdón y darnos la nueva vida, cada domingo un poco más, pues nos dejó su testamento, diciendo: “Haced esto en memoria mía, que es lo que ahora nos disponemos a realizar.

                                      A M E N

Eduardo Martínez Abad, escolapio

edumartabad@escolapios.es


 16.DOMINGO DE LA MISERICORDIA - 18 de abril de 2004

JESUS RESUCITADO VA EN BUSCA DE SUS OVEJAS

LA UNIDAD DE LA IGLESIA. EL PERDÓN DE LOS PECADOS. LA FE CONDICIONADA DE TOMAS, PARADIGMA DE NUESTRA TÍMIDA FE EN LA RESURRECCIÓN.

1."Donde hay dos o más reunidos, estoy yo en medio" (Mt 18,20). Estando reunidos en casa, tal vez en el Cenáculo... entró Jesús. Humano, pero con carne luminosa, vestido con túnica rozagante. Con su mano taladrada de luz, él mismo descubre la túnica para mostrarles la llaga de su costado, la que está junto al Corazón palpitante. Y mientras les sonríe con una gozosa aura celestial, les inunda de paz y de gozo. Su presencia adorable era un cielo, sus palabras tenían un acento divino que comunican vida. Les habla, les invita a palparle, para que comprueben que tiene carne y huesos, come con ellos...La comunidad es el ámbito de la presencia de Jesús. Sin comunidad no hay presencia. Así lo entendieron y practicaron los primeros cristianos: Vida común, todos unidos y concordes. Esto es lo que impresionaba y atraía a los judíos. Y esa comunidad, llevada a las consecuencias de compartir, ayudarse y ayudar. Así podía el Espíritu ir agregando nuevos brotes de olivo alrededor de la mesa del Señor. Pero Jesús en medio, no en un lateral; en medio de los problemas y dificultades, de los gozos y las tristezas, ayudando poderosamente, consolando amorosamente.

2. "Los hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones" Hechos 2,42. Lucas nos describe la vida de una comunidad modélica, que forma su inteligencia y su corazón; que comparte sus bienes; que celebra la eucaristía; y que ora aún, al estilo de los judíos, incorporando a su oración el Padre nuestro, la oración del Señor. No han roto todavía con el templo de Jerusalén a donde acuden cada día todos unidos, aunque la fracción del pan la hacen en las casas, donde también se reúnen para comer. La característica anímica de la comunidad es la alegría y la alabanza a Dios, lo que en conjunto, hacía atractiva a la comunidad primitiva, acogedora y proselitista por su propio encanto cautivador.

3. “Los creyentes vivían todos unidos”. Han tenido muy en cuenta la oración de Jesús: “Te ruego, Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno” (Jn 17,11). Tanto por la propia naturaleza de una comunidad que empieza y la novedad y la necesidad de apoyarse mutuamente, porque se ven extraños en un mundo hostil, como por la eficacia de la oración de Jesús por su unidad, la unión de la primera comunidad aparece radiante y fascinadora. Están viviendo la luna de miel de la nueva fraternidad. Los primeros años de un matrimonio nuevo suelen ser deliciosos. Las pruebas llegarán después, cuando se pierda el encanto de la novedad, y lleguen las primeras fricciones y roces y surjan las primeras dificultades. Llegarán los tiempos de las divisiones, el desgaste de las instituciones, la rivalidad que surge de la misma naturaleza humana, y que se acentuarán con el paso de los siglos, porque el hombre es así, y en el mismo colegio apostólico ya hubo sus diferencias, de las que tenemos testimonio en el evangelio que nos cuenta la indignación de la mayoría ante la pretensión de la madre de los Zebedeos, que pedía para sus hijos los dos episcopados más importantes (Mt 20,21). Teniendo esto en cuenta se debería promocionar más la formación cristiana a todos los niveles, la convivencia fraterna y el trabajo en equipo familiar. Tenemos experiencia de la formación individualista fomentada por el egoísmo y la rivalidad: la competitividad. Oposiciones, concursos, certámenes, parroquias de 1ª categoría, de 2ª, de 3ª, y de ascenso, pasaron a la historia, pero ahí están todavía las raíces que, si se cubren con digitalina que “descarta los hombres de carácter, que han tenido mucho éxito y fecundidad, y se buscan administradores con la menor propensión posible a iniciativas y creatividad sustancial”, ha escrito Louis Bouyer, el problema es más serio. Entre los científicos se ha impuesto en la investigación el método del equipo de trabajo. A veces, en lo eclesial permanece el estilo rival y no fraterno. Y esto no hace atractiva la unión, como la de la primera comunidad modelo que hoy nos presenta el libro de los Hechos. Y lo que es peor, no la hace más fructificante, sino todo lo contrario, declinante, y amortiguadora de las mejores iniciativas. Y ese primordialmente e indeclinablemente es el ministerio de los pastores. Animar, unir, estimular, estudiar las cualidades y carismas personales para hacerlos crecer, tratando uno a uno, soldando voluntades, conquistando corazones y no dividiendo con imprudencias e irreflexión, que puede repercutir en la disgregación del rebaño. De nada nos servirá enviar montones de circulares, aunque firmadas, anónimas, porque no sabemos quién es el autor, si no hay un contacto personal y directo, desinteresado y lleno de amor y cordialidad. De ahí la necesidad de que los pastores sean personas humanas y cristianas desarrolladas y maduras, que hayan penetrado el misterio de Cristo con toda sabiduría. Cuenta el Cardenal Lustiger, Arzobispo de París: “Yo conocía muy bien al Arzobispo Veuillot. Algunos le criticaban diciendo: cuando pasa Veuillot es como si dijera: <Yo, el obispo>”. Cuando le nombraron cardenal ví aparecer en él un punto de vanidad... Pero, en el momento de la agonía, murió de cáncer, estaba como purificado de todo aquello, y yo pensé: éste es el arzobispo que necesitamos, ahora está maduro; y precisamente ahora es cuando lo perdemos. Y entonces es cuando me decía: ”Puro, puro, puro; es preciso que todo sea puro: Hay que hacer una revolución espiritual. El Papa lo sabe, poca gente lo admite, pero eso es lo que necesita la Iglesia”.

4. En efecto, en el desierto de este mundo, somos llamados y elegidos para ser manantiales de unión, fuentes de amor, surtidores de agua viva de concordia y fraternidad, pozos de cordialidad. Pero mientras no estemos interiormente pacificados, los que se relacionen con nosotros no se sentirán cómodos y relajados. Si estamos poseídos de envidias y de resentimientos, de rencores y turbulencias que nos reconcomen y que mal disimulamos, saldrá herido el que contacte con nosotros. Y los que se morían de sed, en el sequedal de este mundo, seguirán sedientos. Y es un error creer que la sociedad se transformará en masa. Se predica en general y en lenguaje teórico y vaporoso para que todo sea socialmente ordenado. Se olvida que la reforma nunca es general y en totalidad, sino individual de persona en persona. Si queremos la unión, y la hemos de querer y buscar, hemos de comenzar por nuestro propio interior. Un alma que se pacifica, pacifica al mundo. La paz es el fruto del enorme trabajo que se hace allá dentro en lo escondido del corazón, decía el Beato Juan XXXIII. Un grado de negatividad neutralizado, es una descarga menos de adrenalina y electricidad negativa en el mundo. Imposible conseguirlo por nuestras fuerzas propias y escasas. Ha de intervenir la gracia, que no se consigue sin oración. Mientras no haya más oración en la Iglesia y más espíritu interior, el mundo campará a sus anchas por los caminos de la guerra y del odio, de la rebeldía y de la insolidaridad. Y de la destrucción. Seguirá cruzando de mar a mar la estela maligna y devastadora de Caín. ¿Quiero decir que necesitamos ser santos? Exactamente eso. Sobran ejecutivos y faltan orantes e intercesores, que viven lo que dicen. Es el precio más caro, pero el único solvente.

5. La primera comunidad permanecía en estado de oración como queda resumido en el Salmo 117: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia, que ha exaltado la piedra desechada por los arquitectos, convertida ya en piedra angular”. El salmo 117, con el que se cierra el Hallel, o colección de salmos de alabanza, cantado también por Jesús y sus discípulos en la última Cena, es un himno de alabanza y acción de gracias por las manifestaciones de ayuda de Dios a su pueblo, con gratitud del pueblo que sabe que la misericordia del Señor nunca le ha dejado. Liberación de la esclavitud de Egipto, que convierten al pueblo de Israel en piedra angular, la que en el vértice del arco, sostiene toda la construcción. Todo obra de su mano diestra liberadora, poderosa, sublime. Los cristianos, herederos del pueblo de Israel, lo centramos todo en la resurrección del Señor y la nuestra, como obra portentosa del Señor, realizada hoy: "Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo". Un día Jesús le dijo a santa Faustina Kowalska: "La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina" (Diario, 132). La misericordia divina es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad: “Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1ª Ped 1,22). Jesús había enarbolado la bandera de la Resurrección y la vida como programa de vida, que nosotros debemos retomar en un mundo que avanza entre muertos, y se decanta hacia la cultura de la muerte.

6. "Y entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros" Juan 20,19. El signo de la presencia de Jesús era y es la PAZ. Alegría y gozo, que alejaban la tristeza y la turbación. La paz. Es aterrador el dato vivido hace unos años: La violación de las mujeres bosnias por los serbios, más que la vejación de las mujeres, tiene como objetivo engendrar el odio entre las madres y los hijos fruto de esas violaciones: Les decían: <Tu hijo te sacará los ojos>. Desde el 11 de septiembre del año 2001 estamos viviendo días aciagos. Y en estos mismo días se está repitiendo con igual atrocidad la masacre y el genocidio execrable, sin que nadie escuche las palabras del anciano santo que llama a la paz, mientras se va cayendo a pedazos, clamando la paz en Israel y lamentándose de que parece que en el mundo se está gritando ¡guerra a la paz!, mientras él recorre su propio doloroso viacrucis. Una mirada atenta al mundo nos permite percibir su clamor por la presencia de Jesús, con su Paz. Pero no sabe dónde puede encontrar esa Paz. La ciencia es capaz de instalar 30 satélites en cadena para percibir el movimiento de un barco a miles de kilómetros, y localizar el coche desaparecido con un error de sólo 5 metros, pero es incapaz de organizar los mecanismos de un solo corazón. En medio de odio tan fiero y concentrado, de tantos conflictos y dolor, de tanta venganza e injusticia, esta sociedad no tiene sensibilidad para discernir que Cristo es su salvación. No sabe dialogar la paz sin las pistolas encima de la mesa. Si al desierto le fallan los oasis y al sequedal las fuentes, ¿quien podrá darle vida y sombra? Perecerá. Se destruirá. Cristo da la paz a sus discípulos y se inundan de consuelo y gozo: “Nadie podrá quitaros la alegría” (Jn 16, 32). La resurrección de Jesús no sólo se transforma en el corazón de los discípulos, en una certeza que insobornablemente pregonarán hasta su muerte, sino en una fiesta permanente.

7. Primero les dio la paz y “dicho esto, exhaló el aliento sobre ellos y les dijo: <Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados>”. Y con su Espíritu les comunicó su propia vida, les curó, les santificó, les vivificó, les pacificó y les unió. Con su soplo, simbolizó que les comunicaba la vida de Dios para perdonar los pecados, como se la insufló a Adán en el paraíso. Es el fin principal de Cristo, Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, como obstáculo que impide que el Reino de Dios entre en el mundo. Mientras reine el pecado, no puede vivir Dios. Los que quieren convertir a la Iglesia en una institución social benéfica, en una ONG más, no han penetrado en su vida mistérica. Ignoran que la Iglesia es un misterio. La Iglesia ha recibido la misión de prolongar a Cristo con sus poderes sacramentales, quitando los pecados y dando la vida de Dios, que incluye la filiación divina, la amistad de Dios, la fraternidad con Jesús y la herencia eterna y gloriosa, “incorruptible, pura e imperecera”. “Si somos hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8,17). No podemos hacer algo más grande que quitar los pecados por la fuerza del Espíritu Santo. Proclamémoslo y practiquémoslo.

8. Es evidente que entre los discípulos de Cristo se manifiestan temperamentos y talantes diferentes: Junto a la intuición de Juan, y el corazón de María Magdalena, se da la impetuosidad y espontaneidad de palabra, a la vez que la lentitud de comprensión de Pedro. Y el escepticismo terco, positivista y rudo de Tomás: "Si no veo, si no meto los dedos en los agujeros de los clavos, si no meto mi mano en el costado, no lo creo"... Todos aman a Jesús y unos a otros se complementan entre sí y entre todos construyen la Iglesia, si son humildes y saben escucharse mutuamente y recibir lo que cada cual aporta, poniendo su propio carácter y carisma al servicio de la comunidad. También la incredulidad de Tomás, que en realidad niega para obtener las pruebas que ardientemente desea, va a prestar un servicio a la Iglesia y, sobre todo, a los que se niegan a creer y pueden acusar de excesivamente crédulos e inocentes a los apóstoles que han creido. A Tomás no le pueden echar en cara que haya sido fácil. El era un hombre de corazón decidido y arriesgado. Era el que había animado a los discípulos a ir a Judea con Jesús y morir con él, cuando sus condiscípulos le disuadían porque le habían querido apedrear allí (Lc 11,16), pero se niega a creerles y no sólo no acepta su testimonio, sino que exige ver sus llagas y tocarlas. Nuestras dudas nebulosas de fe en la resurrección de Cristo y en la nuestra, reciben con las suyas, confirmación y luz. Allí tenían presentes Tomás, y todos sus hermanos, las santas llagas de Cristo, y ante ellas, resplandecientes, se sintieron arder. “Dentro de tus llagas escóndeme!”. 9. La incredulidad inicial de Tomás motiva la afirmación de Jesús por la que sabemos que lo que a nosotros nos hace dichosos es creer sin haber visto: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Bienaventuranza que le corresponde a toda la comunidad creyente al aceptar por tradición ininterrumpida la fe en la Resurrección que le transmitieron los testigos elegidos para ese ministerio: “No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él” Pedro 1,3. Esa fe y esa esperanza viva de la gloria futura es la que nos anima y llena de alegría en medio de las dificultades, pruebas diversas y tentaciones de esta vida, como nos dice San Pedro en su carta, que, por duras que sean, serán breves y pasajeras, porque “todo se pasa” como “una mala noche en una mala posada” (Santa Teresa).

10. Reunidos nosotros celebrando la Eucaristía, ofrezcamos la ceguera del mundo para que Cristo la ilumine; el odio entre los hombres, para que él lo convierta en amor; el sufrimiento de los seres inocentes, para que él lo consuele. Abramos nuestro corazón para que en él quepa todo el dolor y toda la esperanza del mundo. Y aprestémonos a trabajar para difundir su luz y su amor y su paz, que ha de comenzar desde nuestro propio interior.

11. Hagamos saber al mundo que ha construido la ciudad al margen de la piedra angular, que Cristo es la piedra que han desechado los arquitectos, y que sólo rectificando está a tiempo de encontrar la alegría y el gozo verdaderos. "Porque el Señor es su fuerza y su energía y su salvación" Salmo 117. El Corazón de Jesús ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. "Los dos rayos -le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua" (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (Jn 3, 5). A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.

JESÚS MARTÍ BALLESTER


17. CLARETIANOS 2004

¡Ver!... pero "de otra manera"

"Si no lo veo, no lo creo". Esta expresión se ha hecho muy frecuente entre nosotros. Fueron las palabras que Tomás dijo, cuando los discípulos le dijeron que habían visto al Señor, precisamente el día en que él estaba ausente de la Comunidad. La expresión se vuelve más compleja, cuando uno se pregunta: ¿qué vieron los discípulos, cuando dicen que vieron al Señor? Tendemos a pensar que vieron el cuerpo de Jesús, delimitado por su piel, con su aspecto, figura, sus heridas... Solemos entender -en ese supuesto- la resurrección como la re-animación del cadáver de Jesús.

Cuando se explica teológicamente la resurrección de Jesús -siguiendo en ello las lecciones de san Pablo, especialmente en 1 Cor 15- se dice que el cuerpo resucitado trasciende el cuerpo físico. Éste se desintegra en la muerte. El cuerpo resucitado, glorificado, no está adaptado a las condiciones terrestres de la existencia: no es un cuerpo que necesite comer, ni tampoco los órganos de la digestión; que necesite caminar, ni las extremidades para hacerlo; ni tiene peso, ni volumen. ¡Es un cuerpo pneumático! El teólogo Karl Rahner decía que el cuerpo resucitado es "pancósmico": es decir, no está delimitado por el espacio y el tiempo: se extiende hasta donde el Espíritu se extiende; se hace presente en el tiempo en el que el Espíritu está presente.

Cuando nos preguntamos de nuevo ¿qué vieron los discípulos?, podemos responder: su visión no fue óptica, con los ojos naturales. Vieron porque Dios les permitió ver, contemplar "misteriosamente" la realidad del Señor resucitado. Jesús resucitado no está en un solo lugar, sino en todo lugar; en un tiempo, sino en todos los tiempos; en una persona, sino en todas las personas. Le ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra. Ver al Señor es ver el universo, ver la totalidad, "de una forma nueva". Ver al Señor es verlo todo. Es ver la humanidad y su historia "de otra manera", es ver la naturaleza "de otra manera", es verse a uno mismo "de otra manera", es ver a Dios "de otra manera". La visión de Jesús resucitado responde a su aparición o sus apariciones. Sin aparición no se puede ver. Dios Padre tiene la iniciativa: él hace que podamos "ver", por eso, "nos muestra a Jesús, fruto bendito de su vientre", a "su Hijo unigénito".

La lectura del Apocalipsis nos narra cómo Jesús se mostró al profeta apocalíptico Juan. Las referencias a su modo de aparecer son todas ellas simbólicas, nos quieren trasladar a la nueva forma de existencia de Jesús. Jesús aparece como Gran Sacerdote, como Manifestación divina, lleno de poder cósmico y energía vital, como centro de sus comunidades de creyentes, como el Alpha y la Omega. Ver a Jesús es ver el todo "de otra manera". La resurrección amplía el campo de visión, la contemplación de la realidad.

La lectura primera, en cambio, nos hace ver cuáles son los efectos prácticos de esa nueva visión. Afecta al corazón, a los sentimientos. Uno que ve al Señor siente necesidad de re-agruparse, de entrar en contacto con otros, de formar comunidad. Una que ve al Señor se siente contagiado por su Energía vital y hasta es capaz de curar enfermos, de dar sentido a los que viven en el sinsentido. Por eso, la fuerza de la resurrección hace que no solo los discípulos, sino también la gente, el pueblo, sientan la conmoción de esta experiencia desbordante.

Hoy día, somos cristianos si nos es concedida la gracia de una auténtica aparición pascual. El Señor Resucitado sigue apareciendo. Su manifestación tiene que ver con el Todo, con toda la realidad como campo de Aparición. Quien así lo percibe, lo siente, "ve". Pero ver de esa forma es "creer". Es sentirse distinto, renacido, como una criatura nueva.

La verdadera fe, no consiste en no ver, sino en "ver" de otra manera, dejar que la Revelación y Aparición de Señor nos saque de nuestra ceguera, de nuestros límites estrechos. Por eso, quien así contempla y ve, es "bienaventurado"

JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES
 


18. Tú también te llamas Tomás

Fuente: Catholic.net
Autor: P . Sergio Córdova

Juan 20, 19-31

Reflexión:

Hace tiempo tuve la oportunidad de asistir, aquí en Roma, a una exposición de la obra pictórica de Caravaggio. Y de entre todos los cuadros, verdaderamente geniales, recuerdo uno que me llamó mucho la atención: la profesión de fe del apóstol Tomás ante Cristo resucitado. Nuestro Señor, vuelto a la vida después del Viernes Santo, se aparece en el Cenáculo a sus discípulos, con los signos evidentes de la crucifixión en sus manos y en sus pies. Y en esta pintura, Jesús resucitado muestra a Tomás su costado abierto por la lanza del soldado, invitándolo a meter su mano en el pecho traspasado. El apóstol, totalmente fuera de sí, acerca su dedo y su mirada confundida para contemplar de cerca las señales de la pasión de su Maestro y comprobar, de esta manera, la veracidad de su resurrección.

Personalmente, cuando yo leo el Evangelio de este domingo, me parece excesiva y empedernida la incredulidad de Tomás: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos –dice—, ni no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no creeré”. ¡Demasiadas condiciones y exigencias para dar el paso de la fe!

Y, sin embargo, nuestro Señor, con su infinita bondad y comprensión, como siempre, condesciende con su apóstol incrédulo. Él no estaba obligado a complacer las exigencias y el capricho de su apóstol, pero lo hace para darle más elementos para creer. Le presenta las manos, los pies, el costado, y permite incluso que meta su dedo en la herida de su corazón. ¡A ver si así termina de convencerse! Ante la evidencia de los signos y la gran misericordia de su Maestro, Tomás queda rendido y conquistado, y concluye con una hermosísima profesión de fe, proclamando la divinidad de Jesús: “¡Señor mío y Dios mío!”.

Esta fe, aunque grandiosa en su profesión, está muy lejos de ser perfecta, al haber sido precedida de tantas evidencias. Pero el Señor acepta, igualmente, su acto de fe y aprovecha para felicitar y bendecir a todos aquellos que creerían en Él sin haberlo visto.

Nosotros, como Tomás, somos duros, pragmáticos, rebeldes. Tomás es un perfecto representante del hombre de nuestro tiempo. De todos los tiempos. De cada uno de nosotros. ¡Cuántas pruebas exigimos para creer! ¡Cuántas resistencias interiores y cuánto empedernimiento antes de doblegar nuestra cabeza y nuestro corazón ante nuestro Señor! Exigimos tener todas las pruebas y evidencias en la mano para dar un paso hacia adelante. Si no, como Tomás, ¡no creemos! Como se dice vulgarmente, “no damos un paso sin huarache”.

Creemos a nuestros padres porque son nuestros padres y porque sabemos que ellos no nos pueden engañar; creemos al médico en el diagnóstico de una enfermedad, aun cuando no estamos seguros de que acertará; creemos a los científicos o a los investigadores porque saben más que nosotros y respetamos su competencia respectiva, aunque muchas veces se equivocan. Y, sin embargo, nos sentimos con el derecho y la desfachatez de oponernos a Dios cuando no entendemos por qué Él hace las cosas de un determinado modo… ¿Verdad que somos ridículos y tontos?

Nosotros nos comportamos muchas veces como el bueno de Tomás. Tal vez su incredulidad y escepticismo eran fruto de la crisis tan profunda en la que había caído. ¡En sólo tres días habían ocurrido cosas tan trágicas, tan duras y contradictorias que le habían destrozado totalmente el alma! Su Maestro había sido arrestado, condenado a muerte, maltratado de una manera bestial, colgado de una cruz y asesinado. Y ahora le vienen con que ha resucitado… ¡Demasiado bello para ser verdad! Seguramente habría pensado que con esas cosas no se juega y les pide que lo dejen en paz. Había sido tan amarga su desilusión como para dar crédito a esas noticias que le contaban ahora sus amigos…

A nosotros también nos pasa muchas veces lo mismo. Nos sentimos tan decepcionados, tan golpeados por la vida y tan desilusionados de las cosas como para creer que Cristo ha resucitado y realmente vive en nosotros. Nos parece una utopía, una ilusión fantástica o un sueño demasiado bonito para que sea verdad. Y, como Tomás, exigimos también nosotros demasiadas pruebas para creer.

Nuestra incredulidad es también fruto de la mentalidad materialista, mecanicista y fatuamente cientificista de la educación técnica y pragmática del mundo moderno, que se resiste a todo lo que no es empíricamente verificable. Exactamente igual que Tomás.

Pero la fe es, por definición, creer lo que no vemos y dar el libre asentimiento de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestra voluntad, a la palabra de Dios y a las promesas de Cristo, aun sin ver nada, confiados sólo en la autoridad de Dios, que nos revela su misterio de salvación. Esto nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica. Es lo que aprendimos desde niños. Es lo que nos dice también el capítulo 11 de la carta a los Hebreos. Y, sin embargo, ¡cuánto nos cuesta a veces confiar en Cristo sin condiciones!

Pero sólo Cristo resucitado tiene palabras de vida eterna y el poder de darnos esa vida eterna que nos promete. ¡Porque es Dios verdadero y para Él no hay nada imposible!

Acordémonos, pues, del apóstol Tomás y de la promesa de Cristo: “Dichosos los que crean sin haber visto”. La fe es un don de Dios que transforma totalmente la existencia y la visión de las cosas. Pidámosle, pues, a nuestro Señor que nos conceda la gracia de ser dignos de esa bienaventuranza. Con la fe, nuestra vida será inmensamente dichosa, serena, sencilla y feliz. ¡Con Cristo resucitado


19. FLUVIUM 2004

San Juan nos ofrece en estos versículos una escena verdaderamente pascual. La vida espléndida de Jesús glorioso aparece ante sus discípulos como algo normal. Es la vida propia del Hijo de Dios que nos ha sido prometida en su nombre. De esta vida, lo que hoy meditamos, a partir del texto precedente y todo el Evangelio de este Apóstol, viene a ser únicamente un botón de muestra.

Consideremos tan sólo lo que san Juan nos cuenta de aquella tarde del domingo en que resucitó el Señor. Jesús se presenta ante sus discípulos señor de las leyes físicas. Su cuerpo es glorioso –no podemos imaginar esa corporalidad gloriosa– y, a pesar de que le habían abandonado en su momento más duro, los tranquiliza. No sólo les desea la paz: se la entrega a ellos. La paz esté con vosotros, les dice. Ellos se alegran al verlo y nuevamente les dice: la paz esté con vosotros. Consideremos, una vez más, llenos de agradecimiento, que el Señor querrá siempre nuestro bien, nuestra felicidad y alegría, a pesar incluso de nuestras infidelidades.

Y dicho esto les mostró las manos y el costado. ¡Qué importante es no cerrar los ojos a la realidad! A la realidad del amor de Dios por los hombres y a la realidad de nuestro pecado. A la vista de esas manos y ese costado no hay nada que decir. Unicamente reconocer con humildad y agradecimiento nuestra condición y la suya. Pero, ni se nos ocurra pensar que con ese gesto Jesús pretende echar algo en cara a los Apóstoles. El Señor no sabe sino amar, por eso, mientras lo contemplan con las huellas frescas de la Pasión, con las pruebas del abandono de ellos y de su amor, se reafirma en su entrega incondicionada a los hombres y los llena de paz.

A continuación el amor de Dios por los hombres llega a su cenit: Jesús despliega para sus discípulos y para toda la humanidad los frutos de su Pasión –prueba fehaciente de su Amor– y entrega el Espíritu Santo, y configura a unos hombres, simples criaturas, con Él mismo:
Como el Padre me envió, así os envío yo.
Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo:
—Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos.
Que no queramos salir en nuestra oración de las acciones de gracias. Nos entrega al Paráclito, nos encomienda su misma misión, nos perdona y garantiza que jamás nos faltará su perdón. ¿Sentimos una imperiosa necesidad de amar: de amar a ese Dios nuestro, Jesucristo, porque no es lógico que tanto amor suyo no sea correspondido?

—¡Dios es mi Padre! –Si lo meditas, no saldrás de esta consoladora consideración.
—¡Jesús es mi Amigo entrañable! (otro Mediterráneo), que me quiere con toda la divina locura de su Corazón.
—¡El Espíritu Santo es mi Consolador!, que me guía en el andar de todo mi camino.
Piénsalo bien. —Tú eres de Dios..., y Dios es tuyo.

Así se expresaba san Josemaría. Y nosotros vamos a decirle a Jesús que no nos deje ser injustos, que nos abra bien los ojos y nos llene de su luz, para darnos cuenta de lo que somos y valemos; de lo que podemos porque así lo ha querido Dios. Que nos llenemos de afán de corresponder y que muchos, que están a nuestro lado, pero tal vez no se enteran, vibren también felices, entusiasmados, con Él: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, fueron sus últimas palabras, inmediatamente antes de su Ascensión a los cielos.

Pero, estemos en guardia, que en cada uno hay un Tomás desconfiado que "necesita pruebas", que quiere que las cosas le "entren por los ojos". Queramos acostumbrarnos en cambio a lo sorprendente, poniendo los medios humanamente desproporcionados de la que oración y la expiación de cada uno, y el empeño confiado y obediente por extender en el mundo el Reino de Dios. Estaremos de esta forma viviendo el "permanente tiempo Pascual" que comenzó a partir de la Resurrección; un tiempo apostólico: con los mismos medios que tuvieron los discípulos –sintiéndonos uno de ellos– que siguieron el consejo del Señor: rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

A la Virgen la llamamos cada día "Reina de la paz" en el rezo del Santo Rosario. A Ella le pedimos la paz que Ella siente, confiada siempre en el amor que Dios le tiene.


20. 2004

LECTURAS: HECH 5, 12-16;SAL 117;APOC 1, 9-11. 12-13.17-19; JN 20, 19-31

RECIBAN AL ESPÍRITU SANTO. A LOS QUE LES PERDONEN LOS PECADOS, LES QUEDARÁN PERDONADOS.

Comentando la Palabra de Dios

Hech. 5, 12-16. La Iglesia dio sus primeros pasos, al igual que su Señor Cristo Jesús, entre los pecadores, los enfermos y los pobres. Aun cuando la Iglesia a nadie margina, sin embargo sabe que mientras no tenga uno un corazón humilde y sencillo, no podrá fácilmente acercarse a Dios ni dejarse salvar por Él. Dios, en Cristo Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros, se hizo Dios-con-nosotros para liberarnos de nuestras esclavitudes al pecado y a lo pasajero. La Iglesia nació del costado abierto de Cristo en la cruz para continuar su obra en el mundo. Por eso no puede entrar en contubernio con los poderosos de este mundo; si así lo hiciera estaría corriendo el riesgo de dejarse encadenar y silenciar por ellos, o de tener que hacer una relectura del Evangelio para no lastimarlos, y dejarlos continuar haciendo el mal y dirigiéndose hacia su perdición eterna. Dios, rico en misericordia para con todos, nos llama para que ya desde ahora entremos en comunión de vida con Él. Trabajemos constantemente y sin cobardías en el anuncio de su Evangelio a todos los hombres.

Sal 118 (117). Dios se ha mostrado rico en amor y en misericordia para con nosotros. Él nos envió a su propio Hijo que, rechazado por los hombres, ahora ha sido constituido en piedra angular de la Iglesia, pues Dios lo hizo Señor y Mesías, y lo ha sentado a su diestra como Rey eterno. Dios, en su misericordia, nos ha llamado para que nosotros formemos parte de su Pueblo Santo. Así el amor de Dios hacia nosotros se ha manifestado en esto: en que siendo pecadores Él nos envió a su propio Hijo para el perdón de nuestros pecados, y para hacernos hijos suyos. En verdad que nadie nos ha amado como Él. Alabémoslo por ello, pues su Misericordia para con nosotros es eterna.

Apoc. 1, 9-11. 12-13. 17-19. El que vive para siempre es el dueño de la vida; Él puede salvar o condenar. Pero no quiere que alguno se condene; Él ha venido para salvar todo lo que se había perdido. Pero cada uno de nosotros debe, con humildad y sinceridad, examinar su propia vida a la luz de la Palabra de Dios para saber si la ha traicionado, si la ha vivido con tibieza o si la ha hecho suya con autenticidad para dar testimonio de la verdad. Contemplemos a Cristo que no ha venido a destruirnos; Él es la revelación de la misericordia que Dios nos tiene. No cerremos nuestro corazón a la oportunidad que Dios nos da de salvarnos y de vivir con Él eternamente.

Jn. 20, 19-31. Jesús fue poderoso en obras y palabras; Él es el Mesías, el Enviado del Padre, el que nos reconcilia con Dios y nos hace hijos suyos. Contemplar a Cristo es contemplar el Rostro amoroso y misericordioso de Dios. Él pasó haciendo el bien a todos. Él nos dice que estará con nosotros todos los días hasta el final del tiempo. Él fue concebido por obra del Espíritu Santo; Él es el hombre nuevo que llegó a su perfección por medio de su filial obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le dio un Nombre que está por encima de todo nombre. No hay en el cielo ni en la tierra otro nombre en el cual podamos salvarnos. No podemos decir que Él ya cumplió su misión, pues esta llegará a su plena realización cuando toda la humanidad, de todos los tiempos y lugares, sea salvada por Él. Por eso Él ha infundido en su Iglesia el Don del Espíritu Santo para que, transformados y hechos uno con Cristo, Él continúe su obra de amor, de misericordia y de salvación en el tiempo por medio de nosotros, que somos su Comunidad de fe en Él. Dichosos quienes, sin ver directamente a Cristo, crean en Él por medio de su Iglesia. Ojalá y seamos un signo claro del Rostro amoroso y misericordioso del Señor en el mundo.

La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.

Dios, rico en Misericordia, ha hecho grandes cosas en favor nuestro. Él se ha convertido para nosotros en Pan de Vida eterna. Quienes entramos en comunión de vida con Él no celebramos un recuerdo de unos acontecimientos ya pasados. Entramos en comunión de vida con el Señor de la Vida. El Memorial de su Misterio Pascual nos hace entrar en el acontecimiento Salvador del Señor, que vino a buscarnos hasta encontrarnos para perdonarnos misericordiosamente, y llevarnos de vuelta a la casa paterna. Hoy estamos en la casa paterna. El Señor, porque es grande su misericordia, nos recibe y nos sienta a su Mesa para saciarnos de sus Dones. Él perdona nuestros pecados y nos hace hijos suyos. ¿Habrá un amor más grande que este amor misericordioso con el que el Señor nos ha amado? Ojalá y escuchemos hoy su voz y no endurezcamos nuestro corazón ante la oferta de su amor.

La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.

Quienes vivimos unidos a Cristo; quienes somos objeto de su amor y de su misericordia; quienes hemos abierto a Cristo las puertas de nuestro corazón y lo tenemos como centro de nuestra existencia, debemos dejarnos llenar de su Vida y de su Espíritu. Esto nos debe comprometer totalmente a cumplir con la Misión que el Señor nos ha confiado de proclamar el Evangelio a todas las naciones. Y esa proclamación de la Buena Nueva de Salvación no la hemos de hacer sólo con las palabras, sino también con las obras y con la vida misma. El Espíritu de Dios debe impulsar a la Iglesia de Cristo para que haga muchos signos y prodigios en medio del mundo, y así crezca el número de los creyentes que se adhieran al Señor. Pero no vamos a buscar la espectacularidad. Los signos y prodigios serán el perdón de nuestros enemigos, el amor fraterno, el trabajo por la paz, la justicia social, la preocupación por los pobres y necesitados para remediarles sus males. Si nosotros no somos misericordiosos, si nuestra fe en Cristo no se manifiesta con las buenas obras, si no damos testimonio de nuestra fe y razón de nuestra esperanza ¿Acaso podrá el mundo creer en Cristo, que se dirige a ellos por medio de su Iglesia?

Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber ser un signo del amor, de la misericordia, del perdón y de la cercanía de Dios para todos los hombres. Amén.

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