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A LA PRIMERA LECTURA
Is
62. 1-5
1.
Ciro acaba de extender (538) su edicto autorizando la reconstrucción del templo de Jerusalén. Sin duda ha salido ya de Babilonia una primera misión hacia Jerusalén. Las esperanzas de los desterrados se concretizan en torno a un templo, y un profeta, discípulo del Segundo Isaías, va a recoger la antorcha dejada por su maestro para cantar la esperanza de los judíos en el templo reconstruido.
Los primeros exiliados que vuelven a Jerusalén no han encontrado, seguramente, más que una ciudad que ha recuperado una parte de su actividad de antaño, ya que era capital de una de las provincias del imperio de Ciro. Pero ¿qué podía significar esa actividad en torno a un templo en ruinas y en el seno de una población indiferente a Yahvé? El profeta sostiene los ánimos de los exiliados poniendo ante sus ojos el futuro extraordinario de la ciudad. Recibirá un nombre nuevo (vv. 2 y 4), un cambio importante que sella un cambio de situación: la ciudad volverá a ser la esposa de Yahvé; ya no será la abandonada, sino la esposa. Será como una joven desposada preparada para su esposo (v. 5), una imagen tanto más interesante cuanto que prepara, con un siglo largo de antelación, el Cantar de los Cantares.
Lo esencial de la descripción de la ciudad futura está constituido por la presencia de Yahvé en el corazón de la ciudad.
El profeta se imagina a Yahvé sentado sobre el Sión y tomando en su mano el turbante o la corona con que va a ceñir sus sienes y que no son otra cosa que los muros mismos de la ciudad (v. 3).
El tema de los esponsales de Yahvé y de Jerusalén que inaugura el profeta tendrá un éxito tal en la Escritura y en el simbolismo cristiano que no es difícil sacar la lección cifrada de este pasaje. El amor de Dios hacia su ciudad se expresa en términos de esponsales porque esa forma de amor es la que mejor expresa la coparticipación y el don mutuo. No habrá mejor coparticipación que la encarnación en la que Cristo intercambiará su divinidad con nuestra humanidad, y la Eucaristía, en la que se continúa la coparticipación animada por el amor incesantemente nuevo que la asamblea y Cristo no dejan de manifestarse.
No tiene nada de extraño que la Biblia, como muchos mitos paganos, compare la ciudad con una mujer. Como esta, la ciudad está sacada de la sustancia del hombre o de Dios; es la proyección de todo lo que el hombre no es todavía, de todo lo que le subleva y le pone en actividad.
Lo mismo que el hombre se descubre por medio de la mujer, así sucede con la ciudad. Lo mismo que la mujer enseña el amor al hombre y le sacrifica la superación de sí misma, así sucede también con la ciudad. Para tratar concretamente de emprender una obra, el hombre (y Dios) tiene necesidad de un ser vivo a quien amar.
La ciudad existe, ante todo, gracias a las mujeres. Un campo militar, un campo minero, que no conocen más que mercenarias y prostitutas, no serán jamás ciudades. Son las mujeres quienes dan a la ciudad su estilo y lo transmiten. Lo mismo que por la mujer, gracias a la ciudad el hombre entra en comunión y en convivencia de simpatía con los demás seres.
MAERTENS-FRISQUE
NUEVA GUIA DE LA ASAMBLEA CRISTIANA I
MAROVA MADRID 1969.Pág.
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