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HOMILÍAS MÁS PARA LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA -
CICLO C
(5-13)
5.
1. El segundo nacimiento
El evangelio de este domingo en que la Iglesia celebra la fiesta de la Sagrada Familia nos sirve de complemento para las reflexiones de la festividad de Navidad, centrada ella en torno al tema del «nacimiento». Decíamos que el nacimiento es una constante en el hombre hasta ir logrando poco a poco una identidad consciente, autónoma, responsable y creativa. Cuando Jesús cumplió los doce años -o sea, cuando terminó su infancia y comenzó su pubertad- sucedió un episodio que para él significó nacer a una nueva experiencia y a una nueva manera de relacionarse con sus padres. A su vez, para José y María, significó también un nacer a una modalidad distinta de entender y tratar al hasta ahora niño Jesús.
El evangelio de hoy -aun teniendo en cuenta ]as notables diferencias entre el esquema familiar del tiempo de Jesús y el nuestro- contiene interesantes elementos para que reflexionemos acerca de lo mucho que implica en la vida familiar este constante nacer no sólo de los hijos pequeños sino también de sus padres.
Veamos, pues, algunos elementos de este evangelio que nos llaman particularmente la atención.
Para Jesús, el cumplir los 12 años significa una nueva etapa de su vida, no solamente a nivel fisiológico y psicológico, sino también desde el punto de vista social y cultural, pues a partir de esa edad la Ley judía y la sociedad comienzan a tratarlo con más exigencia de responsabilidad. Si durante la infancia ha aprendido la ley de su pueblo, ahora debe cumplirla según la responsabilidad de que es capaz. Por eso lo vemos en el templo cumpliendo junto a sus padres con el culto a Yavé.
Sin embargo, lo sorprendente es su conducta posterior, ya que abandona a sus padres para quedarse en el templo con los doctores de la ley, consciente de que ya es hora de que comience a ocuparse de lo que será su gran responsabilidad de adulto: las cosas de su Padre.
Como contrapartida, el Evangelio apunta la angustia con que sus padres lo buscan, como asimismo la sorpresa ante una conducta y una respuesta a las que ciertamente no estaban acostumbrados. Y la incomprensión: a pesar de las explicaciones de Jesús, ellos no comprenden lo sucedido...
Pero todo termina bien: el niño se somete a la autoridad paterna, mientras la madre seguía reflexionando acerca de cuanto había vivido, a la espera de que el tiempo le revelara el sentido de lo visto y oído.
Pero el niño, bajo la autoridad y educación paternas, no cesa en su crecimiento. Tiene que transformarse en un hombre íntegro "en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres", como dice Lucas.
Sin forzar los textos, podemos encontrar en ellos una página casi prototípica del segundo gran nacimiento de toda persona: el acceso a la adolescencia y con ella la entrada en la vida adulta. Y si el primer nacimiento no se suele hacer sin temor y sin ciertos traumas y angustias, lo mismo sucede cuando el hasta ayer niño se transforma en un adolescente, cuya conducta deja sorprendidos a los padres, que no atinan a encontrar el modo para restablecer una relación que debe ser nueva en muchísimos aspectos, y siempre y en todo caso de un nivel distinto al de la infancia.
Este segundo gran nacimiento se realiza a través de varios años, largos y tensos, hasta que el hombre se desprende finalmente de la tutela familiar y asume su responsabilidad de cara a sí mismo y a la sociedad, aun con independencia de los criterios familiares, tal como sucedió con el mismo Jesús, que aun durante su predicación y vida pública tuvo que enfrentarse con sus familiares, e incluso con su madre, que no aprobaban del todo su comportamiento. Sobre este aspecto tan humano de la vida de Jesús, los evangelistas dan abundantes testimonios.
Tratemos ahora de interpretar con un poco más de detenimiento lo que implica esta importante etapa en el nacimiento del hombre como alguien autónomo y responsable.
2. Perder al niño...
A lo largo de toda la vida, los padres mantienen un constante vínculo con sus hijos, pero este vínculo no siempre es el mismo y sufre diversas modificaciones que deben ser asumidas tanto por los hijos como por los padres.
Así, por ejemplo, la primera etapa comprende el embarazo de la madre, el nacimiento y los primeros meses de vida del bebé. Durante este período el nuevo ser humano depende totalmente de su madre, siendo el cordón umbilical y el pecho materno los signos más evidentes de esta dependencia, total y necesaria al mismo tiempo. El niño y la madre conforman una unidad tal que no podemos hablar de «yo» del niño, pues todo él se halla fundido en el yo de la madre.
Así, pues, la dependencia de los hijos y la protección de los padres son las características de una relación que se prolonga a lo largo de los años de la infancia.
Pero, a medida que el niño crece, su yo se va afirmando más y más, va siendo consciente de su cuerpo, de sus padres y hermanos y de la realidad exterior; diferencia sus afectos, acepta ciertas normas de convivencia y, sobre todo, va descubriendo la vida mediante un difícil aprendizaje. La escuela y la educación en general amplían la acción de los padres y amplían también el espectro de relaciones del niño, su nivel de responsabilidades, su socialización, etc.
En un prolongado decenio, padres e hijos desarrollan un modo de relación que mantiene un equilibrio entre el progresivo crecimiento de los hijos y el afán de los padres de proyectar en ellos su enfoque de la vida y su sistema de valores.
En esta etapa los padres han elegido por los hijos, han establecido las normas de su conducta y, en gran medida, se han hecho cargo de ellos aconsejándoles lo que consideraban lo mejor para ellos.
Pero al llegar a la adolescencia, a este segundo gran nacimiento, se producen importantes cambios que rompen el equilibrio logrado arduamente durante la etapa anterior.
En la adolescencia -y el evangelio de hoy es vivo testimonio de ello- la búsqueda de la propia identidad se constituye como el objetivo principal. Frente a los muchos cambios biológicos, sobre todo en el desarrollo físico y en el despertar de la sexualidad, el adolescente se encuentra con la tarea de reconstruir su mundo interno, tan distinto al de la infancia, reelaborando al mismo tiempo los lazos que lo unen a sus mayores, particularmente a sus padres.
Todos conocemos en líneas generales lo que implican los cambios en el adolescente y también lo que implica para los padres asumir un nuevo esquema de relación con él, esquema tendente, esta vez, no a afirmar la dependencia y la protección, sino precisamente a afirmar la autonomía del adolescente y la capacidad de valerse por sí mismo.
En esta búsqueda de su identidad, el adolescente, verdadero solitario en un desierto ardiente, camina hacia el logro de su madurez adulta, hacia su inserción en la sociedad, hacia la asunción de nuevas funciones y comportamientos, conforme a ciertos ideales que constituyen el motor de sus actos.
Nunca como en este período la palabra «crecer» adquiere una dimensión tan real y tan trascendente. Es un crecimiento que provoca un verdadero salto en su vida: deja de ser niño y se hace adulto. Cambia su modo de pensar, sus afectos, sus sentimientos; aparece la relación heterosexual, se desarrollan los ideales políticos y sociales, pone en tela de juicio todo lo recibido por sus mayores, entra en crisis su religiosidad, y, en fin, comienza a tocar con las manos lo que tantas veces había soñado como algo muy lejano: ser un hombre adulto, ser una mujer adulta.
Pero este nacimiento no es idílico: el paso del útero infantil al mundo adulto es mucho más oscuro que el seno de su madre porque, entre otras cosas, ahora los padres no parecen tan dispuestos a que se produzca un nuevo nacimiento. Consciente e inconscientemente sabotean el proceso autonómico del adolescente, como no resignándose a «perder» al niño que ahora quiere ser adulto.
Como en el primer nacimiento, también ahora el nacer implica por parte de la madre la pérdida de algo que hasta ahora tenía casi como cosa y parte suya. Los padres, acostumbrados a pensar y decidir por los hijos, no parecen avenirse a la idea de que éstos piensen y decidan por si mismos. Así estalla un conflicto en el cual ambos contendientes, padres e hijos, se suelen acusar mutuamente de incomprensión, sufriendo su propia angustia: los padres, que pierden a sus hijos-niños, y los hijos, hijos que den a los padres de su infancia y que pierden su cuerpo infantil con su estabilidad y sus privilegios.
No es éste el momento para extendernos más largamente en todo lo que constituye la crisis de la adolescencia, crisis que, como todo nacimiento, implica un cambio tanto en los hijos como en los padres.
El evangelio de hoy -con esa sabiduría simple de los hombres sencillos y honestos- nos hace descubrir toda la angustia que implica este paso decisivo, pero también cómo una actitud nueva por parte de padres e hijos puede revertir en provecho para todos.
Los padres deben replantearse su esquema de relación con los hijos; deben comprender que se produce un cambio fundamental e irreversible, marcado por la misma naturaleza y dirigido a lograr el objetivo para el cual se traen hijos al mundo: para ayudarlos a crecer hasta la plenitud no sólo física, sino psíquica, espiritual, social, etcétera.
Tal cambio del sistema de relaciones no se puede hacer sin una actitud humilde de revisar muchos puntos de vista; de comenzar a escuchar seriamente a los hijos, no sólo para responderles con un consejo oportuno, sino también para aprender de ellos eso «nuevo» que está inserto en su nacimiento.
Los adolescentes y los jóvenes nos recuerdan a todos los adultos que la vida no se detiene ni puede ser contenida en moldes preconcebidos. Escuchándolos, los adultos podemos rejuvenecer nuestra propia vida, airear nuestra mentalidad, revisar nuestro sistema de valores, transformando esta angustiante experiencia en un auténtico renacimiento para nosotros mismos.
Los hijos adolescentes nos obligan a regresar al desierto cuando ya nos creíamos cómodamente instalados; los instrumentos de la infancia ya no nos sirven y debemos comenzar a aprender muchas cosas como si la experiencia anterior tuviera validez sólo para una etapa ya superada.
Quizá sea por esto, por el esfuerzo que nos implica este renacer de nuevo como padres de adolescentes, por lo que solemos resistir con tantos argumentos y con tanta contumacia al progresivo avance de los hijos hacia una mayor autonomía y responsabilidad.
Entretanto, los hijos, adolescentes y jóvenes, deben aprender a crecer en su autonomía pero sin cortar violentamente sus lazos familiares, procurando también ellos comprender lo arduo que les resulta a sus padres aceptar una situación que los coge de improviso. Los duros enfrentamientos desgastan las energías, energías necesarias para superar crisis naturales y dificultades nuevas que se presentan todos los días.
Quizá la actitud de María de «conservar todo en el corazón» sea la más apta tanto para los padres como para sus hijos. No siempre comprenderemos en el acto todo lo que nos está sucediendo, no siempre podremos aceptar una idea o un gesto al que no estamos acostumbrados... pero no caigamos en la tentación de desechar sin más lo que por el momento no comprendemos. Guardemos en el corazón todo eso nuevo, que también necesita su tiempo de maduración. Saber reflexionar y esperar, controlando nuestras ansiedades, es, en definitiva, aprender a nacer; a nacer cada día en ese proceso dialéctico de perder un pasado para recuperarlo, transformado, en un futuro.
El adolescente Jesús sorprendió a sus padres con aquella respuesta en que aludió a los proyectos de su Padre celestial, proyectos en los cuales él ya comenzaba a interesarse porque estaba dejando de ser niño.
Este puede ser el mejor mensaje de este domingo:
Dios llama a cada hombre para cumplir una determinada misión.
Ningún hombre, ni siquiera los padres, tiene derecho a imponer al joven el camino por el que debe andar. Si Ios niños deben vivir bajo la tienda de sus padres durante la infancia, desde la adolescencia les corresponde comenzar a caminar bajo el sol, buscando la huella, aún confusa, que los conducirá al cumplimiento de sus ideales. Superproteger a los hijos a esa edad o imponerles autoritariamente nuestros criterios es un acto de sabotaje: a Dios y a los hijos.
Aprender a «perder al niño» -como José y María perdieron a Jesús en el templo- es el sacrificio de los padres para que tanto ellos como sus hijos puedan nacer a una forma más madura de vivir.
SANTOS
BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C. 1º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 95 ss.
6.
Los grandes aventureros del siglo XX
Una revista, que suele dedicar una página a citas famosas, traía la siguiente noticia:
«Nuestra juventud es decadente e indisciplinada. Los hijos no escuchan ya los consejos de los mayores. El fin de los tiempos está próximo». La frase no procede de un autor de nuestra era, sino de un anónimo caldeo del 2000 a.C. El autor no cita los motivos de su preocupación, que serían distintos pero ciertamente con rasgos parecidos a los que hoy se suelen mencionar: el alcohol -un periódico dedicaba su portada a «los hijos del alcohol»-, el incremento de las muertes de jóvenes en accidentes de tráfico, las continuas movidas de fin de semana o del comienzo de las navidades..., que llevan a no pocos a afirmar que, hoy también, «nuestra juventud es decadente. Los hijos no escuchan los consejos de los mayores».
Escuché en la radio los documentos de los obispos españoles dedicados al tema de la familia, con motivo de la fiesta de hoy y el Año internacional de la Familia. Ya es un tópico decir -así lo afirman los obispos- que la familia está en crisis. Se suele subrayar que están surgiendo modelos de familia, que ya no responden al esquema de la familia nuclear -menos aún a la patriarcal-, el incremento de los matrimonios rotos, las tensiones entre padres e hijos, la «expulsión» de los ancianos hacia las residencias, ya que no pueden seguir conviviendo en los antiguos modelos familiares...
FAM/JUVENTUD: Y, sin embargo, las recientes encuestas indican un diagnóstico mucho más positivo y esperanzador. Una de ellas, el Informe Juventud en España 1992, realizada entre jóvenes de quince a veintinueve años, indica que los jóvenes españoles en un 92% se encuentran plenamente satisfechos con su familia y opinan de manera rotunda que la familia y la salud es lo más satisfactorio de sus vidas. Otro 92% de los jóvenes afirman que la fidelidad de la pareja es fundamental para su duración, porcentaje que se eleva hasta el 97% en el caso de las jóvenes.
Las tomas de postura de los obispos critican duramente los sistemáticos ataques a la familia en los medios de comunicación, especialmente en la televisión. Es indiscutible que muchos programas de TV están mostrando continuamente unas imágenes, cargadas de sexo y violencia, que parecen erosionar gravemente los valores familiares. Seguro que nos impactó el caso de aquellos niños ingleses que cometieron un brutal asesinato de otro niño de dos años. Ese homicidio ha constituido un fortísimo aldabonazo sobre el tipo de educación que están recibiendo nuestros niños y jóvenes.
También hay que subrayar que no existe ningún modelo sociológico específico de familia cristiana. Tenemos el peligro de reincidir en los planteamientos de aquel anónimo caldeo: creer que el modelo familiar de nuestro pasado es el único que puede llevar la etiqueta de cristiano. En contra de esa postura hay que afirmar, sin paliativos, que una familia patriarcal puede ser cristiana, así como la nuclear o los nuevos modelos que están surgiendo entre nosotros; que puede existir una familia cristiana tanto si la madre se dedica a las tareas del hogar como si se trata de una brillante profesional; que los modelos sociológicos de la familia occidental son distintos, digamos, de los de una familia japonesa o de Burkina Faso. Pero que, a todas ellas, se les puede poner el calificativo de "cristiana".
Precisamente por ello, la Iglesia nos presenta todos los años el modelo de la familia de Nazaret, situada exactamente a mitad de distancia entre la que vivió aquel anónimo escritor caldeo y la que está muy cerca del final del segundo milenio. Era, además, una familia atípica en su tiempo -ya que se componía de sólo tres miembros, en una época en que la familia numerosa era la regla- y, además, José no era padre genético del único hijo. Al acercarnos a ella hay que romper ciertos estereotipos: si la festividad de la Inmaculada la tenemos vinculada a las Purísimas de Murillo, también tenemos asociada la Sagrada Familia a otro de los más populares cuadros del pintor sevillano: ese en que se nos presenta a José trabajando sobre su banco de carpintero, María hilando con la rueca y el niño jugando con un pajarillo.
Los evangelios nos narran episodios muy distintos que nos hablan de incertidumbre, pobreza, sangre derramada, huidas y persecuciones... Precisamente el evangelio de hoy recoge la profecía del anciano Simeón de que una espada de dolor iba a atravesar el corazón de la madre, porque aquel niño sería signo de contradicción.
La Iglesia nos presenta la familia de Nazaret como modelo porque vivió ese conjunto de maravillosas virtudes humanas y cristianas que nos describía el espléndido texto de san Pablo en la segunda lectura. Todos los comentadores insisten en que las exhortaciones de la Carta a los colosenses están inspiradas en las Haustafeln, en la tablas de virtudes domésticas de la filosofía popular estoica y del judaísmo tardío.
Esto nos quiere decir que lo específico de la familia cristiana no estriba en virtudes nuevas de las que debía vivir una familia pagana o judía, sino en los motivos religiosos para vivir de esa forma: el perdón del Señor, la paz de Cristo y su palabra, el nombre de Jesús... Así era la familia cristiana del siglo I, en que las mujeres debían vivir bajo la autoridad de sus maridos y los hijos obedecer a los padres, o la familia del siglo XX en que sus miembros gozan -y deben gozar- de una muy superior autonomía.
José L. Martín Descalzo escribía: «Cada vez me convenzo más de la razón que tenía Charles Péguy al asegurar que "los grandes aventureros del siglo XX son los padres de familia". El problema está en que, desgraciadamente, en nuestro mundo hay muchos progenitores y no demasiados padres. La verdadera paternidad y maternidad no pueden reducirse al milagro de unas células humanas que se encuentran y se funden, sino que reposa, sobre todo y fundamentalmente, en la larga cadena de amor que empieza mucho antes del engendramiento y no termina nunca en un padre y una madre verdaderos. Somos padres e hijos en la medida en que amamos. Con lo que toda paternidad y filiación no surgen de la casualidad, sino de la libre elección de un amor constantemente confirmado. En este sentido, es cierto que todos los padres son, en rigor, adoptivos. Es el amor, reiterado miles de días y docenas de años, lo que forma y constituye la paternidad verdadera».
"Todos los padres son, en rigor, adoptivos". Y, también, «todos los hijos son, en rigor, adoptivos», de la misma forma que debe hacerse continuamente el esfuerzo por "adoptar" a nuestros ancianos. Los lazos de sangre son, sin duda, muy importantes: se han vivido conjuntamente toda una serie de experiencias de gozo, angustia, intimidad, acogida, impotencias..., que confieren una impresionante intensidad a la fuerza de la sangre, superior a la amistad. Pero hay que construir día a día ese amor, ya que «es el amor, reiterado miles de días y docenas de años, lo que forma y constituye la paternidad verdadera», así como también la filiación o todas las relaciones familiares verdaderas.
Nunca olvidemos que el amor significa misericordia entrañable, bondad, humildad, dulzura, comprensión..., perdón, sobrellevarse mutuamente. No puede haber amor verdadero si no va acompañado de esas virtudes de los estoicos, de los judíos o de José y María... o lo que también expresaba un escritor, antes marxista, hoy musulmán, ·Garaudy-R: «Un amor que no es la creación continuada de uno por otro, hecha al precio de dramáticos desprendimientos, es todo lo contrario del verdadero amor». O, dentro del clima navideño, lo que decía el texto de un villancico de Juan del Enzina: «Mejor es sufrir pasión y dolores/ que estar sin amores./ Es vida perdida vivir sin amar/ y más es que vida saberla emplear./ Mejor es penar sufriendo dolores/ que estar sin amores./ Así que es mejor amar con dolores/ que estar sin amores».
JAVIER
GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C. Madris 1994.Pág. 45 ss.
7.
"CRECIENDO" "El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría... Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres" (/Lc/02/52).
Jesús se sometió a las leyes humanas del crecimiento y desarrollo, dentro del ambiente cálido y estimulante de la familia. Jesús no fue un supermán o un supersabio, o un supersanto, desde el principio. Jesús no lo podía todo, ni lo sabía todo, ni lo vencía todo, desde el principio. Experimentó un progreso en todas las dimensiones del ser. Fue descubriendo progresivamente no sólo el mundo, su propia personalidad, su verdadera identidad y misión. Jesús fue experimentando progresivamente a Dios como Plenitud, como Padre, como Unidad. ¡Quién pudiera ahondar en todo este proceso último de desarrollo de Jesús "ante el Padre"! Y también ante sus padres que, o se emocionaban, o no acababan de entender cantidad de cosas que ellos "admirados, guardaban en su corazón".
Ser, amar, adorar
Podríamos aplicar a Jesús el esquema de Teilhard de Chardin sobre el crecimiento de las personas. Señala tres fases: la del ser, la del amar, la del adorar.
Primero la persona quiere ser y realizarse a sí misma; quiere, por lo tanto, distinguirse de los otros, autoafirmarse e independizarse. Es el adolescente que se descubre a sí mismo y quiere ser él mismo.
Después, el amar. La persona se descentra de sí y pone su centro en el otro, en el que sueña, por el que vive, por el que es capaz de entregarse y sacrificarse. Quiere estar más en el otro que en sí misma.
Por fin, el adorar. Cuando las dos personas que se aman se unen para conseguir un ideal superior; cuando más que poseer el amor se sienten poseídas por el Amor; cuando ponen sus ojos y su vida en algo o Alguien que les transciende; cuando se dejan quemar por un fuego transformante -algo así como la cera, que de verdad adora a la llama-. Naturalmente, que estos tres tiempos muchas veces se integran y se viven simultáneamente. Pero también se pueden distinguir.
Identidad
Pensando en Jesús, hay en su vida momentos en que trata de defender su identidad: cuando se queda en el Templo y se autoafirma ante sus padres, o cuando se distingue de sus padres y hermanos (Mc 3, 34-35), o cuando defiende su verdadera misión, rechazando tentaciones y alternativas, o cuando la acepta a pesar de todo, o cuando se experimenta lúcidamente como Hijo y Siervo, sea en el Bautismo, sea en el Tabor.
El tiempo del amor aparece enseguida al contacto con los pobres, enfermos y pecadores. Empieza a ver en ellos la razón de su destino. Y su amor va creciendo hasta el fin, en la cena o en la cruz. Jesús llegará a ser el hombre totalmente descentrado, "el que pone en el centro el tú del otro", el hombre-para-los-demás.
Y el tiempo del adorar: cuando empieza a quemarse en un holocausto perenne ofrecido al Padre; cuando se une a los suyos, como Vid o Cabeza, para dar gloria al Padre; cuando se entrega definitivamente y pone su Espíritu en manos del Padre. Y cuando derrama este mismo Espíritu sobre los suyos, para que éstos sigan viviendo en verdadera adoración. Sí, en Jesús todo va unido. En nadie como en Jesús se identifica el ser- amar-adorar. Su ser es amar, su amor es alabanza y adoración permanentes. Pero también en Jesús conviene distinguir aspectos y momentos. Jesús crecía de verdad.
¿Crecemos?
La pregunta es: ¿y por qué no crecemos también nosotros? Medimos nuestra vida por los años, por la vitalidad del cuerpo o la experiencia acumulada.
¿Por qué no la medimos por el afianzamiento de nuestra creación, por el progreso en el amor, por el crecimiento en la adoración? Importa la cantidad de vida, pero también, y mucho más, la calidad.
CARITAS/84-2.Pág. 97 ss.
8.
1. «Sin que lo supieran sus padres».
La Sagrada Familia, tal y como nos la presenta el evangelio de hoy, es una familia dolorosamente desgarrada, más allá de todos los sufrimientos de las familias terrenales, pero al mismo tiempo es un ejemplo para todas ellas. El padre reconoce como suyo al Hijo enviado por el Espíritu; tiene que hacerlo para obedecer a Dios y hacer de su Hijo un descendiente de la estirpe de David. La madre, a la que se predice que una espada le traspasará el alma, ha cedido desde siempre su Hijo al Padre divino. Y el Hijo reconoce a esta Padre divino de un modo tan espontáneo y natural que no dice nada de ello a sus padres, que no lo comprenderían. Para esta familia Dios y la obediencia a Dios constituye su centro y su principio de unidad, un vínculo que ciertamente la mantiene más estrechamente unida que los vínculos carnales entre madre e hijo. Hasta ahora el Hijo había sido obediente a sus padres, y lo volverá a ser después; pero la obediencia al Padre eterno predomina ahora sobre la obediencia terrena, aunque esto sea incomprensible para sus padres de la tierra y les depare la angustia de una búsqueda inútil y la congoja más profunda todavía del «¿No sabíais...?». Dieu premier servi (Juana de Arco).
2. «Cedo el niño al Señor».
En la primera lectura Ana cede al Señor a su hijo Samuel, el hijo que Dios le había concedido a petición suya: una escena ciertamente emotiva que parece un anticipo de la Sagrada Familia. Que una mujer quiera ser madre para ofrecer a Dios el hijo de sus entrañas, es en la Antigua Alianza algo muy especial y preludia ya el sacrificio de María. Y se convierte con ello en el modelo para todas las familias cristianas que están dispuestas a ceder uno o varios hijos al Señor, si Dios así lo quiere. Ana es consciente (más que muchas madres) de que debe su fecundidad al Señor y confiere a este su agradecimiento la forma de la restitución. No solamente deja ir a su hijo, sino que ella misma sube con él al templo para devolvérselo al Señor. No para librarse de él, sino porque ve en él algo valioso, seguramente muy querido para ella, con lo que puede ofrecer un don agradable a Dios.
3. «Llamarnos hijos de Dios, pues lo somos».
En la segunda lectura el espíritu de la familia cristiana se atribuye al ser-hijos-de-Dios de todos sus miembros. Todos deben a Dios su existencia, y deben también la fecundidad humana a la eterna fecundidad del Dios trinitario. Al igual que en este Dios hay un orden de las procesiones (del Padre procede el Hijo, y de ambos el Espíritu Santo), pero todas las personas tienen la misma esencia y la misma dignidad, así también puede haber en la familia terrena un orden hecho a esta imagen, que hace que el hijo proceda de los padres, aunque el hijo tenga la misma dignidad que ellos. Y el orden de anterioridad y posterioridad no impide en la familia humana, imagen de la Trinidad, la unidad del amor, tal y como la que reina en el Dios trinitario y mantiene unidas a todas las personas divinas en la misma esencia. Si los que se pertenecen mutuamente en la tierra obedecen al Dios del amor, Dios les da siempre de nuevo este amor; basta con pedírselo: «Cuanto pidamos a Dios, lo recibiremos de El, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada».
HANS URS von
BALTHASAR
LUZ DE LA PALABRA.
Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C.
Ediciones ENCUENTRO.MADRID-1994.Pág.
217 s.
9. ¿DEVALUACIÓN DE LA FAMILIA?
Ya lo véis. La Iglesia, después de la Navidad, erre que erre, nos suele presentar el cuadro litúrgico de la Sagrada Familia. Es decir, la cámara enfoca, en un primer plano, como tiene que ser, la figura de Enmanuel. Y, después, el objetivo amplía su campo y aparece el marco en el que «el Dios eterno» va a «gastar su tiempo»: el hogar de Nazaret. ¡El triángulo humano al que desciende el Hijo desde el triángulo divino!
Quizá muchos no entiendan esta insistencia de la Iglesia. ¡Invitamos a contemplar, hoy la vida de aquella familia, de corte tradicional y quieto, casera y artesana, en la que cada día era igual al anterior y en donde María, José y el Niño eran personajes poco noticiables! ¿Qué sentido tiene?
Porque, hoy, cuando se habla de la «familia», suele hacerse para mostrarnos sus aspectos biológicos, o su evolución socio-cultural, o sus facetas psicológicas, o el índice estadístico de sus fracasos matrimoniales. Y, sin embargo, ahí está la fiesta de hoy. ¿Por qué?
Permitidme, amigos, que yo me limite, sin más, a subrayar dos pensamientos al hilo del evangelio de hoy. A lo mejor resulta que son absolutamente actuales.
1.° «Los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por las fiestas de la Pascua».-¡Los gestos religiosos! ¡La educación de la fe transmitida, de padres a hijos, con la palabra y el testimonio! ¡Ir creciendo en un hogar en el que, junto con los otros aprendizajes, se vaya desarrollando, con normalidad, la dimensión hacia Dios, ya que el hombre es un «animal religioso»! Pero..., ¿qué ocurre?
Suelen llegar los novios a nuestros despachos parroquiales con vistas a preparar «su boda». Brotan entonces las reflexiones normales que hay que plantear a quienes quieren acceder a tan «gran sacramento». Y uno constata muchas veces que aquella pareja no está muy dispuesta a «ir a Jerusalén a la Pascua». Es decir, adivina, que los hijos que de ese matrimonio nazcan no van a mamar, junto con la leche materna, esos «gestos de lo religioso», alimento indispensable en el crecimiento de la fe.
2.° «El niño, cuando lo encontraron sus padres, dijo: "¿Por qué me buscabais? Yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre"». He aquí algo que, tarde o temprano, tiene que suceder: la emancipación del hijo para «vivir su vida». Lo que pasa es que hay dos modos de «vivir su vida».
-Uno negativo, triste y egoísta.-Es el de quienes deciden «liarse la manta a la cabeza», evadiéndose de todo compromiso y responsabilidad, tratando de beber frenéticamente todos los placeres epidérmicos del siglo. Como hizo aquel hijo pródigo del que habló Jesús. Se fue a «vivir su vida».
-Pero hay otro modo positivo y generoso.-Es el del joven que un día se siente llamado a un determinado rol en la vida y decide realizarlo. Llamadle «vocación» o llamadle como queráis. Pero una cosa es clara. Los hijos, todos, en un momento determinado de su existencia, son llamados a un determinado compromiso. Y aceptar el «vivir así su vida» y comprometer en ello su existencia, aunque sea a costa de dejar un viento de soledad en sus padres, es algo que ennoblece a los hijos y a los padres.
«Yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre». Frase que debe repetirse todo hijo y que cada padre ha de tener en cuenta en su programa educativo con proyección social y colaborando con el Dios creador. Porque, en definitiva «cada uno ha de responder a la vocación a la que ha sido llamado». Lo dijo Pablo. Y Pablo... ¡sabía un rato!
ELVIRA-1.Págs. 203 s.
10.
Frase evangélica: «Se pusieron a buscarlo»
Tema de predicación: LA BÚSQUEDA DE JESÚS
1. BÚSQUEDA: «Buscar» equivale a indagar, escudriñar, preguntar por algo o por alguien. Evidentemente, el que busca de verdad encuentra. Pero hay personas que no buscan nada, porque tienen de todo, porque son perezosas, porque no tienen esperanza o porque están de vuelta de todo. Naturalmente, hay que saber buscar y disponerse a conseguir lo que se desea. Dios nos sale al paso y debe ser buscado. A veces desaparece de nuestro entorno, y lo perdemos de vista. Pero, cuando lo buscamos con sincero corazón, lo encontramos.
2. Las primeras palabras de Jesús en el evangelio de Lucas, con las que revela la vinculación al Padre de su persona, son éstas: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?». Dichas palabras deben ser relacionadas con estas otras, también de Lucas: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). El templo y la ciudad de Jerusalén son para Lucas lugares simbólicos de comunidad y de revelación de Dios.
3. No es fácil entender los planes de Dios. Ni siquiera María «entiende». Pero hay tres exigencias fundamentales para entrar en comunión con Dios: 1) buscarlo (José y María «se pusieron a buscarlo»); 2) creer en Él (María es «la que ha creído»); y 3) meditar la palabra del Señor (María «conservaba todo esto en su corazón»).
REFLEXIÓN CRlSTlANA:
¿Sabemos buscar a Dios?
¿Cómo lo encontramos?
CASIANO
FLORISTAN
DE DOMINGO A DOMINGO
EL EVANGELIO EN LOS TRES CICLOS LITURGICOS
SAL TERRAE.SANTANDER 1993.Pág. 248 s.
11. (Este proyecto de homilía se ha realizado a partir de las lecturas optativas del ciclo C)
Normalmente, cuando escuchamos las lecturas de la misa, y también después en el comentario que yo hago, lo que más nos llama la atención y lo que escuchamos más atentamente suele ser la lectura del evangelio. Y es normal que sea así.
- (El mensaje de Navidad: somos hijos de Dios)
Pero hoy permitidme que comience el comentario por otro lado, por la segunda lectura, que es un texto que a menudo pasa inadvertido. Y es que hoy la segunda lectura nos dice palabras reconfortantes, estimulantes, que llenan de paz el alma. "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!... Queridos, ahora somos hijos de Dios... seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es". Esto nos decía san Juan en la carta que hemos leído. Y, realmente, merece la pena que repitamos una y otra vez estas palabras, y que las meditemos dentro del corazón en este tiempo de fiesta.
Porque, efectivamente, esto es lo que celebramos en la Navidad. Celebramos que Dios ha venido a hacerse uno de los nuestros, con todo lo que esto significa, y por eso ahora nosotros somos de la familia de Dios, de la raza de Dios. Podemos mirar a Dios cara a cara, sin temor, con toda confianza. Como hijos de un padre que sabe amar profundamente, totalmente. Y con un término final para nuestras vidas que es vivir a su lado, hechos a semejanza de él, hechos tal como él es.
Dios ha venido a hacerse uno de los nuestros. Pero no sólo en algunas cosas y en otras no. Sino en todo, compartiendo los desconciertos y complicaciones de nuestra condición humana.
- (Hijos de Dios porque Jesús ha vivido lo mismo que nosotros)
El evangelio de hoy lo mostraba muy bien. La vida familiar no es nunca una cosa fácil. Por más buena voluntad que pongamos, siempre hay cosas que angustien, que no se entienden demasiado, que uno piensa que deberían ser de una manera y otro de otra... Hoy hemos visto como, en aquella familia tan llena de fe y de buena voluntad como era la familia de Nazaret, las cosas no siempre iban sobre ruedas: por lo poco que nos explica el evangelio, sabemos que junto al amor que se profesaban José, María y Jesús, también existían momentos de angustia. No todo cuadraba siempre. Y es en esta situación, con estos momentos de complicación y de malentendidos, donde los tres construyen la vida de amor familiar que es modelo para todas nuestras familias.
Así, asumiendo todo esto, las cosas buenas y las cosas difíciles de la condición humana, Dios ha vivido nuestra vida. Y por eso podemos decir con gozo que somos hijos de Dios: somos como Jesús, hermanos de Jesús, hombres y mujeres que viven cosas como las que Jesús vivió. Y por esto, nuestra vida ha entrado en la misma vida de Dios. Nuestra vida: esta vida que a menudo nos preocupa tanto y que a veces nos alegra, esta vida que a veces, en momentos de mucho sufrimiento, hemos llegado quizás incluso a maldecir. Esta vida, la nuestra, es la vida de Dios, la vida que Dios ha querido para sí mismo.
- (Una enseñanza para nuestra manera de vivir)
Esto nos dice hoy esta segunda lectura, de la carta de san Juan, y esto podemos aprender en esta fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Pero esta segunda lectura también nos dice otra cosa. Y es que lo de ser hijos de Dios, lo de ser hermanos de Jesús, comporta una enseñanza para nuestra manera de vivir. Ser hijos como Jesús es hijo quiere decir tenerlo como modelo. Y esto san Juan nos lo resume así: "Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó". Así de sencillo y así de grande. Ser hijos de Dios, ser hermanos de Jesús, significa dos cosas:
La primera, creer en él, creer en Jesús. Sentirnos unidos a él, reconocer en él la presencia plena de Dios, llevar dentro del alma el convencimiento gozoso de que en él tenemos la vida. Mirarlo hoy en brazos de María y aceptarlo como único camino y como única verdad.
Y la segunda, amarnos los unos a los otros. Amar sin excluir a nadie, con hechos, de verdad. A los de cerca y a los de lejos. Porque éste es el criterio de la actuación de los hijos de Dios. El único criterio. El criterio, en definitiva, que Jesús vivió totalmente, entregadamente, hasta la cruz.
Sigamos celebrando con gozo las fiestas de Navidad. Porque merece la pena celebrarlas. Porque merece la pena vivir a fondo nuestra condición de hijos de Dios y hermanos de Jesús.
EQUIPO-MD
MISA DOMINICAL 1997, 16, 29-30
12.
Eclo
3, 3-7.14-17a: Sé constante en honrar a tu padre Sal 127, 1-5 Col 3, 12-21:
Sobrellévense mutuamente y perdónense
Lc 2, 41-52: Jesús niño perdido y hallado en el Templo
El primer domingo inmediatamente tras la fiesta de la navidad es dedicado por la liturgia a la familia. Veamos diversos enfoques que se puede dar a esta temática.
a) Un primer aspecto de la familia de Jesús es que es una prolongación o profundización de la encarnación: en Jesús, ese niño que contemplamos envueltos en la ternura de la navidad, el Verbo se hizo carne, pero también se hizo familia, y mediante ella Dios se encarnó en Jesús en muchos otros aspectos. Dios no se hizo genéricamente un "ser humano", sino una persona humana ubicada, de una raza concreta, con un sexo, con una cultura, con un imaginario social y religioso...: Jesús de Nazaret, ni más ni menos, él.
La encarnación -no hay que olvidarlo- no es tanto el instante de la unión metafísica ("hipostática") entre dos naturalezas, la humana y la divina, sino que es sobre todo un proceso, un itinerario, todo un recorrido histórico que Dios hace con la humanidad en la vida de Jesús.
"En el seno de María Dios se hizo carne, y en el taller de José se hizo clase", dirá el poeta Casaldáliga. También Jesús, como cada uno de nosotros, sería, en buena medida, producto de su familia. En la vida familiar del niño Jesús se prolongó y completó la encarnación con su plena humanización, su personalización, su socialización, su maduración, su inculturación... La familia de Jesús, ámbito y plataforma donde todo ello se hizo posible, puede ser abordada pues desde esta perspectiva teológica sistemática. Este puede ser un primer enfoque.
b) Otra perspectiva puede ser la reflexiva y crítica. La evocación de la "Sagrada Familia" puede traernos a la mente los cuadros clásicos en los que venía figurada: un José mayor, si no anciano, con la vara florida, o volcado silenciosamente sobre el taller de carpintería de madera. Una María en una actitud recogida, igualmente silenciosa, dedicada a "sus labores" (las "labores propias de su sexo" se diría en otro contexto). Y un niño Jesús sumiso y obediente, muy comportado. Esa es la idea, la imagen que los católicos nos hemos transmitido, de generación en generación, sobre la familia de Jesús. ¿Fue así la "sagrada familia"?
La familia es una pieza importante en el funcionamiento de la sociedad, y hasta se puede decir que se trata de una pieza importante en el funcionamiento de todo el sistema social. Porque es a través de la familia como los sujetos se integran en el sistema, asimilan sus valores y sus pautas de comportamiento y quedan socializados en una determinada cultura.
Esto tiene una consecuencia: al sistema social le interesa un determinado modelo de familia, que es el modelo de familia que reproduce el sistema social establecido, es decir, todo sistema social tiene un ideal de familia, que es ni más ni menos el modelo de familia que mejor sirve de instrumento para que el sistema siga funcionando.
Esto ha pasado sin duda en todos los pueblos, en todas las culturas, en todas las sociedades, también las sociedades cristianas. Más aún, también la Iglesia tiene un modelo de familia propuesto a las familias como imagen a imitar, lo que sirve de instrumento para producir y reproducir un tipo de familia, de sociedad y de Iglesia. No cabe duda de que la "sagrada familia" ha cumplido ese papel de imagen ideal que ha sido funcional a un determinado modelo de familia, de sociedad y de Iglesia.
Y es que será importante volvernos hacia nuestras ideas tradicionales y sacudirlas con un poco de crítica. ¿Es que la familia de Jesús fue efectivamente como los cuadros piadosos nos presentan a la "sagrada familia"? ¿O habremos proyectado sobre ella nuestras propias ideas? Podría ocurrir que en vez de asimilar nosotros las cualidades que tuviera aquella familia, lo que estuviésemos haciendo fuese proyectar nosotros sobre Jesús, José y María las cualidades que a nosotros nos parecen más apropiadas para el modelo de familia que siempre queremos recrear y reproducir, porque estamos convencidos de que con ese modelo es como mejor funciona el sistema social.
Con la familia de Jesús ocurre -como una parte del todo- como lo que ocurre con Jesús mismo, tal como Albert Schweitzer decía: cada época ha descubierto en Jesús sus propias ideas y no podía imaginárselo de otro modo (Investigación sobre la vida de Jesús, Edicep, Valencia 1990) . Joaquín Jeremías llega al mismo diagnóstico: "Los racionalistas describen a Jesús como el predicador moral; los idealistas, como la quintaesencia del humanismo; los estetas como amigo de los pobres y el reformador social, y los innumerables pseudocientíficos hacen de él una figura de novela" (El problema del Jesús histórico, Abba, Salamanca 1981, p. 201).
Y no sólo las épocas posteriores, también la época misma de la redacción de los evangelios dejó deslizar sobre Jesús y sobre su familia algunas de sus propias ideas. Y aspectos e imágenes que vienen de libros apócrifos, que no forman parte del canon de los libros revelados, se han introducido en la piedad popular, llegando de hecho a ser tenidos como a la misma altura que las narraciones evangélicas, y -para no pocos cristianos, a la altura de una indiscutible veracidad, confusamente mezcladas con las verdades evangélicas en un cóctel difícil ya de separar. Así, muchas personas tienen por eva n gélico (y hasta por histórico) la idea de ese José casi anciano casado con la joven María, la historia de la vara florida, la estampa del "patrón de la buena muerte"... cuando no es más que una composición religiosa popular imaginativa que nos viene de ciertos libros apócrifos (véase J.I. González Faus, Acceso a Jesús, Sígueme, Salamanca 1980, pág. 37-38 ). Las generaciones autoras de estos libros se sintieron en el derecho y en la libertad de expresar sus creencias y sus deseos expresándolos en "mitos" adecuados a su experiencia religiosa y a su propia sociedad. E hicieron lo que debían. La pregunta es si sólo ellas tenían ese deber y ese derecho, o si también nosotros lo tenemos.
A la altura del final del segundo milenio no estamos para inventar nuevos mitos. Nuestro talante es otro. Es muy concretamente crítico e histórico. Aun sabiendo que los evangelios no son textos históricos, no dejamos de ser muy proclives a buscar el sustrato histórico de lo que nos ha sido transmitido. Puede verse a este respecto el trabajo "recreativo" de la imagen de la familia de Jesús que concretamente los hermanos José Ignacio y María López Vigil han recreado la imagen de la "sagrada familia" ( Un tal Jesús, Lógez Ediciones, Salamanca , véase especialmente lo referente a la muerte de José) con toda esa libertad de expresar nuestra fe y nuestra teología en nuevos mitos.
c) complementario a este enfoque puede ser un tratamiento más sistemático del aspecto histórico-crítico de la familia de Jesús, aplicando concretamente lo que acabamos de decir. O sea: la teología hoy, reconociendo que el estudio histórico-crítico tiene sus propias reglas que hay que respetar y que no pueden estar en contradicción con la dimensión de la fe y de la teología, ya da en buena parte por supuesto que la familia real de Jesús histórico pudo ser francamente diferente de la imagen que tenemos de la "sagrada familia": puede ser bueno en algún círculo de fieles explicar cómo está hoy en historia y exégesis el tema de "los hermanos de Jesús", por ejemplo, tema en el que ya no se cree necesario sostener la explicación que san Jerónimo dio diciendo que para hermanos y primos se utiliza la misma palabra... Para estos aspectos recomendamos el sucinto pero muy sabroso librito de Rafael Aguirre, Aproximación actual al Jesús de la Historia, Universidad de Deusto, Cuadernos de Teología Deusto, Bilbao 1996, 44 pp.
d) Quizá en alguna comunidad convenga evocar la fiesta de los santos inocentes que queda desplazada por el domingo. En la misma línea de preocupación por la búsqueda del sustrato histórico, puede acudirse a John D. Crossan, en Jesús: biografía revolucionaria, Grijalbo-Mondadori, Barcelona 1996, pág 36ss .
e) Sobre la exégesis misma del texto evangélico de hoy, puede ser consultado el precioso libro de Carlos Escudero Freire, Devolver el evangelio a los pobres, Sígueme, Salamanca 1978 , todo él sobre la exégesis de Lc 1 y 2.
f) En todo caso siempre cabe el enfoque clásico de la homilía, que sin entrar en estas precisiones o "peligrosas ayudas al crecimiento de la fe de la comunidad", se centre en exhortar a todos a mantener viva y unida a la familia en un tiempo en el que tan amenazada está por los valores y antivalores que vehiculan inevitablemente los medios de comunicación social en la época de su explosión social. Privada de aquella protección que durante siglos y hasta milenios la sociedad dio a la familia, expuesta ahora a los antivalores que se introducen por la televisión y los medios de comunicación y se cuelan hasta la sala de estar más íntima del hogar, la familia ya no controla su propia reproducción: son conocidas las estadísticas que nos hablan de que a los 18 años el hijo ha estado ante la televisión más horas que ante sus maestros. En un mundo de familias rotas, divididas, separadas... que engendran también rupturas, divisiones y separaciones en las personas, el llamado a preservar la familia y sus valores, y a hacerlo de una manera creativa y hacia adelante, sin huir hacia tiempos pasados que ya no volverán, puede ser un tema también necesario en la homilía.
SERVICIO BIBLICO LATINOAMERICANO
13.
Sagradas Escrituras:
Primera: 1Sam 1, 20-22.24-28
segunda: 1Jn 3, 1-2.21-24
Evangelio: Lc 2, 41-52
Nexo entre las lecturas
¿Qué otro concepto puede aglutinar los textos de este domingo sino el de la
familia? Se habla de la familia de Dios: Dios Padre, el Hijo de Dios, y los
hombres hechos hijos de Dios por la fe (segunda lectura, evangelio). En la
primera lectura y en el evangelio se mencionan dos familias, entre las que
parece darse un cierto paralelismo, con algunas semejanzas y con muchas
diferencias. Son la familia de Ana y la de María. A ambas mujeres Dios les
concedió un hijo de un modo singular: el profeta Samuel a Ana, Jesús de Nazaret
a María.
Mensaje doctrinal
1. La familia de Dios. Cuando hablamos de la familia de Dios, no podemos
hacerlo sino de modo analógico. En Dios, por ejemplo, no existe la sexualidad, y
por eso no hay un padre por un lado y una madre por otro. Tampoco existe en Dios
la multiplicidad de naturaleza, consiguientemente una misma y única naturaleza
es participada por el Padre y por el Hijo. Con todo, la revelación nos habla de
Dios como Padre, de Jesucristo como Hijo natural de Dios y de los cristianos
como hijos adoptivos de Dios. Los rasgos más hermosos y plenos del padre y de la
madre: su amor generoso, desinteresado, su capacidad de donación, su fecundidad,
su dedicación a los hijos, su deseo ardiente de que crezcan sanos y sean
felices, éstos y otros rasgos se hallan en Dios de modo eminente. Igualmente
brillan en el Hijo de Dios el cariño y la obediencia filial, el agradecimiento,
el querer y buscar lo que le agrada al Padre, la intimidad y la absoluta
confianza con el Padre. El cristiano es hijo en el Hijo, y por ello, el Padre
sólo reconoce como hijos aquellos que han encarnado los mismos rasgos filiales
de Jesucristo, su Hijo. San Juan ante esta realidad de la familia divina
exclama, como extasiado: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (Segunda lectura). Y en el evangelio, Jesús, al
ser encontrado en el templo después de tres largos días de búsqueda por parte de
sus padres, les dice: "¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi
Padre?". Es importante elevarse hasta la familia de Dios porque, en cierta
manera, es el arquetipo de la familia humana.
2 La familia de Ana y María. ¡Dos familias de las que nos habla la
Biblia! Una, la de Ana, pertenece al Antiguo Testamento, la otra, la de María al
Nuevo. Ambas familias: Elcaná y Ana, José y María, eran justos a los ojos de
Dios. Ana estaba casada y no podía tener hijos por ser estéril, María estaba
prometida a José y era virgen. Ana pide a Yahvéh que le conceda un hijo, María
le pide que se haga en todo su voluntad. Dios escucha la oración de Ana,
haciendo fecundo su seno; Dios cumple su voluntad con María, haciéndola madre
sin dejar de ser virgen. Samuel, hijo de Ana, ocupa un puesto relevante en la
historia de la salvación; Jesús, hijo de María, ocupa su vértice y su plenitud.
Elcaná es el padre natural de Samuel, José es sólo el padre legal de Jesús.
Samuel, a los tres años, fue llevado al santuario de Silo, ante Yahvéh y
consagrado a él para toda la vida. Jesús fue consagrado a Yahvéh a los cuarenta
días de su nacimiento, y vivió treinta años con sus padres en Nazaret. Samuel
vivió al servicio de Yahvéh en el santuario; Jesús, a los doce años, se quedó en
el templo sin saberlo sus padres, dejó estupefactos a los maestros por su
inteligencia y sus respuestas, y a María y José les respondió con una pregunta
enigmática: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debía ocuparme de las cosas
de mi Padre?" De la relación de Samuel con sus padres el libro sagrado no nos
dice nada más; Jesús, sin embargo, vivió en Nazaret con sus padres hasta los
treinta años, en actitud de obediencia filial. En los dos casos, se pone en
evidencia un elemento común: Tanto en la familia de Ana como en la de María Dios
cuenta y se cuenta con Dios. Las condiciones culturales y sociológicas de la
familia pueden cambiar enormemente, pero el que Dios cuente y el que se cuente
con Dios constituye un aspecto esencial de toda familia, en cualquier condición
cultural, política o sociológica.
Sugerencias pastorales
1. Ser y hacer familia. Ante todo, ser familia. Y esto quiere decir un
padre, una madre y al menos un hijo, pero si más, mejor. Pongo por delante mi
respeto a todo ser humano, en cualquier estado o condición, pero a la vez pienso
que hay que ser claros y llamar las cosas por su nombre. Por ello, opino que una
mujer sola con un niño, no ES familia, como tampoco, aunque los casos hoy por
hoy sean raros, un varón solo con un niño. Opino que dos lesbianas con un niño
no SON familia, como tampoco lo son dos homosexuales con un niño. En estos
casos, la mayoría de las veces, si no todas, ni Dios cuenta ni se cuenta con
Dios.
En segundo lugar, siendo familia, hacer familia. Es decir, construir día tras
día, ladrillo tras ladrillo, el edificio familiar. La familia se construye con
la colaboración de todos sus miembros, y cumpliendo cada uno sus propias
funciones de padre, madre e hijos. Si las funciones o roles se trasponen o
tergiversan, no se construye la familia. Por ejemplo, si los padres son los que
obedecen los caprichos del hijo o de los hijos, o si los hijos sufren no pocas
veces los caprichos de los padres (divorcio, una amante...). El edificio de la
familia no se acaba nunca de construir, es una tarea de toda la vida. Es una
tarea que exige el sacrificio de unos y otros (esposos, padres, hijos) para
hacerse mutuamente todos felices.
2. ¡Salvad la familia! Que la familia está siendo atacada por muchas
partes, resulta algo obvio. Que hasta ahora la institución familiar, aunque
muchos hayan caído en la batalla, ha resistido bien los ataques, también es
verdad. Parece cada vez más claro a politólogos, sociólogos, y a hombres de los
medios, que la voz unánime de la Iglesia católica, desde siempre, pero más
intensa a partir del siglo XX, de salvar la familia para salvar la sociedad y al
hombre, es una voz profética y llena de sabiduría, que hay que escuchar. a punto
de finalizar el jubileo de la Encarnación del Verbo, la Iglesia y todos los
hombres rectos y justos, tienen que elevar su voz muy alto para gritar:
"¡Salvemos la familia!". Hay que salvarla del lenguaje equívoco que por todas
partes la acecha. Hay que salvarla de todos los virus que la destruyen:
divorcio, infidelidad, mentalidad hedonista, individualismo egoísta. Hay que
salvarla promoviendo el sentido de familia, valorando la riqueza humana y
espiritual de la familia. Hay que salvarla formando a los jóvenes en el amor, en
la responsabilidad, en la entrega y capacidad de donación. Hay que salvarla,
ofreciendo diversos modelos de auténtica familia. Nadie se excluya. Cada uno
tiene su parte en esta gran tarea de salvar la familia.
P. Antonio Izquierdo