EN EL ALBA DE UN NUEVO AÑO

J. RATZINGER


En la liturgia de la iglesia, el año nuevo es simplemente el día octavo después de la navidad, después del nacimiento del Señor. En esta subordinación del comienzo del año civil bajo el misterio de la fe y de su nuevo inicio, se advierte a las claras la transformación del tiempo que se opera mediante la fe. Sin la fe, nuestro calendario no es otra cosa que la medida de las rotaciones de la tierra: en veinticuatro horas gira la tierra en torno a sí misma, y en trescientos sesenta y cinco días, en torno al sol. Día y año son dimensiones puramente mecánicas, expresión de una marcha circular que siempre se repite de nuevo. El tiempo es un círculo; no tiene ningún de dónde y adónde. La tierra realiza su carrera, prescindiendo del sufrimiento y de las esperanzas de los hombres que sobre ella viven.

La fe transforma el tiempo. Su unidad de medida no son los movimientos de los astros, sino las acciones de Dios, en las cuales él nos aplica su corazón. Los dos grandes acontecimientos que proporcionan al tiempo un nuevo eje son el nacimiento y la resurrección del Señor. A partir de estos hechos de Dios, surge la festividad cristiana, que no tiene nada que ver con las órbitas descritas por los astros. La repetición de las fiestas es algo totalmente distinto del discurrir de los días desde el principio del año al final del mismo. No es un circular eterno, sino la expresión de lo inagotable del amor, del corazón que apunta hacia nosotros en la acción del recuerdo. Así el comienzo cristiano, que significan las navidades, posee también un nuevo contenido frente al inicio del año civil: es, ni más ni menos, que la posibilidad siempre nueva de retornar a la bondad de Dios encarnada, y de convertirnos en hijos y de vivir de nuevo a partir de ello.

Pero se hace, asimismo, patente algo nuevo: el octavo día después de la navidad tiene, en la liturgia y en el derecho de Israel, un significado bien determinado: es el día de la circuncisión y de la imposición del nombre, esto es, el día de la aceptación legal en la comunidad de Israel, en su promesa y de la recepción responsable de la carga que supone la ley. Un hombre no nace propiamente con su nacimiento biológico. Porque no consta sólo de lo biológico, sino de espíritu, de lenguaje, de historia, de comunidad. Pero, para ello, necesita de los otros, que le otorgan el lenguaje, la comunidad, la historia y el derecho. El día octavo en la vida de Jesús significa que él se naturalizó legalmente con su pueblo. Dios se naturalizó en ese mundo y recibió su nombre, que le muestra como ciudadano de nuestra historia y que hace que se le pueda denominar o nombrar como hombre. Y sólo por su naturalización en nuestra historia llega a plenitud y se completa, a la inversa, el oscuro misterio de nuestro propio nacimiento: el comienzo humano, que se halla indeciso entre la bendición y la maldición, entró en el signo de la bendición. Nuestro signo estelar es, a partir de ahí, él, el Niño nacido y naturalizado entre nosotros, el cual lleva nuestra historia humana hacia Dios.

Finalmente, se puede también afirmar esto: el octavo día es asimismo el día de su resurrección y, al mismo tiempo, el día de la creación; la creación no queda establecida estéticamente, sino que se orienta hacia la resurrección. Así el día octavo se convierte en el símbolo del bautismo, en el símbolo de la esperanza cristiana en fin de cuentas: la resurrección, la vida del Niño es más fuerte que la muerte. Nuestro camino es esperanza: en medio del tiempo que pasa se halla el nuevo comienzo, que ha entrado en la marcha del amor eterno.