Homilía
del Papa al final del canto del "Te Deum" y de las Vísperas, lunes 31
de diciembre
El lunes 31 de diciembre de 2001, Juan Pablo II acudió a las seis de la tarde a la basílica de San Pedro para dar gracias al Señor por los beneficios recibidos durante el año. Presidió el canto del "Te Deum" y el rezo de las primeras Vísperas de la solemnidad de María Santísima, Madre de Dios. Estuvieron presentes dieciséis cardenales y veinticinco arzobispos y obispos, entre ellos los auxiliares de Roma. En el sector reservado a las autoridades se hallaban el alcalde de Roma, Walter Veltroni, y la Junta municipal. Rosas de varios colores adornaban la estatua de madera de la Madre de Dios, que se hallaba colocada junto a la columna izquierda del baldaquino; varias plantas de flores de pascua, rosas y acacias completaban la ornamentación; dos tapices con la Anunciación y la Navidad colgaban de los balcones de las tribunas de la Verónica y Santa Elena. Juan Pablo II recorrió el pasillo central para saludar a los fieles. En el canto de los salmos, del cántico y del magníficat se alternaron el coro de la capilla Sixtina y la asamblea. Después de la lectura bíblica, el Papa pronunció la homilía que ofrecemos. La plegaria se concluyó con el canto del "Alma Redemptoris Mater" y el "Adeste, fideles".
1. "Señor, ¿es este el tiempo?": ¡cuántas veces el hombre se hace esta pregunta, especialmente en los momentos dramáticos de la historia! Siente el vivo deseo de conocer el sentido y la dinámica de los acontecimientos individuales y comunitarios en los que se encuentra implicado. Quisiera saber "antes" lo que sucederá "después", para que no lo tome por sorpresa.
También los Apóstoles tuvieron este deseo. Pero Jesús nunca secundó esta curiosidad. Cuando le hicieron esa pregunta, respondió que sólo el Padre celestial conoce y establece los tiempos y los momentos (cf. Hch 1, 6-7). Pero añadió: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos (...) hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8), es decir, los invitó a tener una actitud "nueva" con respecto al tiempo.
Jesús nos exhorta a no escrutar inútilmente lo que está reservado a Dios -que es, precisamente, el curso de los acontecimientos-, sino a utilizar el tiempo del que cada uno dispone -el presente-, difundiendo con amor filial el Evangelio en todos los rincones de la tierra. Esta reflexión es muy oportuna también para nosotros, al concluir un año y a pocas horas del inicio del año nuevo.
2. "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Antes del nacimiento de Jesús, el hombre estaba sometido a la tiranía del tiempo, como el esclavo que no sabe lo que piensa su amo. Pero cuando "el Verbo se hizo carne, y puso su morada entre nosotros" (Jn 1, 14), esta perspectiva cambió totalmente.
En la noche de Navidad, que celebramos hace una semana, el Eterno entró en la historia, el "todavía no" del tiempo, medido por el devenir inexorable de los días, se unió misteriosamente con el "ya" de la manifestación del Hijo de Dios. En el insondable misterio de la Encarnación, el tiempo alcanza su plenitud. Dios abraza la historia de los hombres en la tierra para llevarla a su cumplimiento definitivo.
Por tanto, para nosotros, los creyentes, el sentido y el fin de la historia y de todas las vicisitudes humanas están en Cristo. En él, Verbo eterno hecho carne en el seno de María, la eternidad nos envuelve, porque Dios ha querido hacerse visible, revelando el fin de la historia misma y el destino de los esfuerzos de todas las personas que viven en la tierra.
Precisamente por eso en esta liturgia, mientras nos despedimos del año 2001, sentimos la necesidad de renovar, con íntima alegría, nuestra gratitud a Dios que, en su Hijo, nos ha introducido en su misterio dando inicio al tiempo nuevo y definitivo.
3. Te
Deum laudamus; te Dominum confitemur.
Con estas palabras del antiguo himno elevamos a Dios la expresión de nuestra
profunda gratitud por el bien que nos ha concedido a lo largo de los doce meses
pasados.
Mientras desfilan ante nuestros ojos los numerosos acontecimientos del año 2001, quisiera saludar con afecto al cardenal vicario, acompañado por los obispos auxiliares y numerosos párrocos, mis valiosos colaboradores en el servicio pastoral en la Iglesia de Roma. Extiendo mi saludo al señor alcalde y a los miembros de la Junta y del Concejo, así como a las demás autoridades presentes y a cuantos están aquí en representación de las diversas instituciones ciudadanas.
Desde esta basílica, tan querida para los romanos, envío mi saludo y mi felicitación a toda la población de la ciudad y, de modo especial, a cuantos pasan estos días de fiesta en medio de privaciones y dificultades. A todos aseguro mi recuerdo, así como mi intensa y ferviente oración, a la vez que invito a cada uno a proseguir con tesón su camino, confiando en la Providencia, siempre amorosa en sus misteriosos designios.
4. Resuena aún en nuestra ciudad el eco del gran jubileo, que ha marcado profundamente la vida de Roma y de sus habitantes, derramando en la comunidad de los creyentes una gran riqueza de gracia. La Asamblea diocesana de junio de 2001, preparada esmeradamente en las parroquias y en las realidades eclesiales, ha vuelto a proponer el compromiso de la misión permanente como objetivo al que es preciso tender con decisión durante estos años, según las indicaciones de la carta apostólica Novo millennio ineunte y del programa pastoral diocesano, que se inspira en ella.
Roma siente una constante necesidad de anunciar y encontrar a Cristo en la escucha de su palabra, en la Eucaristía y en la caridad. Por tanto, es preciso que aumente el celo apostólico en el corazón de los sacerdotes, de los religiosos, de las religiosas y de los numerosos laicos que han aceptado su llamada a ser testigos del Señor en las familias y en los lugares de trabajo.
A todos repito lo que escribí en el mensaje enviado a la Asamblea diocesana del pasado mes de junio: "Remad mar adentro para llevar el anuncio del Evangelio a los hogares, los ambientes y los barrios, (...) a toda la ciudad" (n. 4: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de junio de 2001, p. 2).
Ojalá que cada comunidad cristiana sea escuela de oración y gimnasio de santidad, una familia de familias, donde la acogida del Señor y la fraternidad vivida en torno a la Eucaristía se traduzcan en el impulso de una renovada evangelización.
5. Hay otro gran objetivo, relacionado con la misión permanente, indicado por el programa pastoral diocesano y que será objeto de singular reflexión en la Asamblea diocesana de junio de 2002: la pastoral vocacional.
Cada parroquia y comunidad está llamada a la oración constante, para que el Señor envíe obreros a su mies, y a una dinámica y confiada labor de formación de los jóvenes y las familias, a fin de que se comprenda la llamada de Dios en su fuerza liberadora y se la acoja con alegría y gratitud.
Me dirijo sobre todo a vosotros, queridos párrocos y queridos sacerdotes, para que la alegría de ser ministros de Cristo y la generosidad del servicio a la Iglesia se manifiesten siempre con evidencia en vuestra vida. Se trata de una condición importante para la eficacia de la pastoral vocacional. En la base de toda vocación sacerdotal y religiosa hay casi siempre un sacerdote que, con su ejemplo y su dirección espiritual, ha introducido y acompañado a la persona que buscaba por el camino del "don" y del "misterio".
6. Te Deum laudamus! Esta tarde, de nuestro corazón agradecido se eleva este canto de alabanza y de acción de gracias. Acción de gracias por los beneficios recibidos, por las metas apostólicas alcanzadas y por el bien realizado. Quisiera dar gracias, de modo especial, por las trescientas parroquias de nuestra ciudad que he podido visitar hasta ahora. Pido a Dios la fuerza para proseguir, hasta que él quiera, el servicio fiel a la Iglesia de Roma y al mundo entero.
Sin embargo, amadísimos hermanos y hermanas, al final de un año es particularmente necesario tomar conciencia también de nuestras debilidades y de los momentos en que no hemos sido plenamente fieles al amor de Dios. Pidamos perdón al Señor por nuestras faltas y omisiones: Miserere nostri, Domine, miserere nostri. Sigamos abandonándonos con confianza a la bondad del Señor. Él no dejará de tener misericordia con nosotros y de ayudarnos a proseguir nuestro compromiso apostólico.
7. In Te, Domine, speravi: non confundar in aeternum! Confiamos y nos abandonamos en tus manos, Señor del tiempo y de la eternidad. Tú eres nuestra esperanza: la esperanza de Roma y del mundo, el apoyo de los débiles y el consuelo de los extraviados, la alegría y la paz de quien te acoge y te ama.
Mientras termina este año y la mirada se proyecta ya al nuevo, el corazón se abandona con confianza a tus misteriosos designios de salvación.
Fiat misericordia tua, Domine, super nos, quaemadmodum speravimus in te.
Que tu misericordia esté siempre con nosotros: en ti hemos esperado. Sólo esperamos en ti, oh Cristo, Hijo de la Virgen María, dulce Madre tuya y nuestra.