SAN
AGUSTÍN COMENTA LA 2ª LECTURA
Gál 4,4-7: La enfermedad que reclama al médico
Somos cristianos y no creo que necesite emplear mucho tiempo para que vuestra caridad se persuada de ello. Si somos cristianos, el mismo nombre indica que pertenecemos a Cristo. Llevamos en nuestra frente su señal y no nos ruboriza, si la llevamos también en el corazón. Su señal es su humildad. Los magos lo conocieron por la estrella. Era una señal, celeste y magnífica, para conocer al Señor. Pero la señal que ha querido que lleven sus fieles en la frente, no es la estrella, sino su cruz. El lugar de su humillación fue el de su glorificación: levantó a los humildes del lugar adonde descendió personalmente en su humillación. Pertenecemos, pues, al Evangelio, pertenecemos al Nuevo Testamento. La ley fue dada por Moisés, la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo (Jn 1,17). Preguntamos al Apóstol y oímos de su boca que no estamos bajo el dominio de la ley, sino bajo el de la gracia (Rm 6,14). Envió, pues, a su Hijo nacido de mujer y sometido a la ley, para liberar a quienes estaban bajo el yugo de la ley, a fin de que recibiesen la adopción filial (Gál 4,4). He aquí el objeto de la venida de Cristo: el rescate de quienes estaban bajo la ley, para que no estemos ya bajo la ley, sino bajo la gracia. ¿Quién dio la ley? El mismo que dio la gracia. La ley nos la dio por medio de un siervo suyo; la gracia vino a traérnosla él mismo. ¿Cómo se han convertido los hombres en esclavos de la ley? No cumpliéndola. Quien cumple la ley no está bajo ella, sino con ella; quien, por el contrario, está bajo la ley, en vez de levantarle, le oprime con su peso. Así, pues, la ley hace reos a todos los que están bajo ella. Está precisamente sobre sus cabezas para manifestar sus pecados, no para quitarlos. La ley se limita a mandar, pero el autor de la ley muestra su compasión en aquello que manda la ley. Los hombres intentaron cumplir por sus propias fuerzas lo preceptuado por la ley, pero su temeraria y precipitada presunción les hizo caer. Y no están con la ley, sino bajo ella en calidad de reos. Así, convertidos en reos bajo la ley, al no poder cumplirla con sus propias fuerzas, imploraron el auxilio del libertador. La condición de reo causada por la ley procuró la enfermedad a los soberbios. Y la enfermedad de los soberbios se tornó en confesión de humildes. Ahora los enfermos reconocen ya su enfermedad. Venga, pues, el médico a sanarlos.
¿De qué médico se trata? De nuestro Señor Jesucristo. ¿Y quién es él? El mismo que vieron los ojos de quienes le crucificaban, y que fue atado, abofeteado, azotado, cubierto de salivas, coronado de espinas, clavado en la cruz, que murió y vio abierto su costado por la lanza, que fue descolgado y puesto en un sepulcro. Ese mismo, sí, ese mismo, sin duda alguna, es nuestro Señor Jesucristo, el médico único de nuestras llagas. Es ese mismo que, clavado en la cruz y pendiente de ella, fue insultado y hecho objeto de la burla de sus perseguidores, que con movimiento insultante de cabeza le decían: Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz (Mt 27,40). Ése es nuestro único médico; no hay duda. ¿Por qué no mostró que era el Hijo de Dios a quienes se burlaban de él? Si permitió ser levantado en la cruz, ¿por qué, al menos cuando le gritaban que descendiese de la cruz para probar que era el Hijo de Dios, no descendió para mostrarles que era en verdad Hijo de Dios aquel a quien con tanta osadía habían hecho objeto de su irrisión? Porque no quiso. ¿Por qué no quiso? ¿Es que no pudo? Pudo, sin duda. ¿Qué exige, en efecto, más poder: bajar de la cruz o resucitar? Prefirió sufrir a los que se mofaban de él. Afrontó la cruz, no como señal de poder, sino como ejemplo de paciencia. Curó tus llagas en el mismo lugar en que sufrió por tanto tiempo las suyas. Te libró de la muerte eterna allí mismo donde él se dignó morir temporalmente. ¿Murió él o fue más bien la muerte quien recibió de él el golpe mortal? ¿Qué muerte es esta que da muerte a la muerte misma?
Comentarios sobre el evangelio de San Juan 3,2-3