19 HOMILÍAS PARA EL CICLO A
17-19

 

17. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general


Éxodo 34, 4-6. 8- 9:

Moisés sube al Sinaí a renovar la Alianza que el pueblo acaba de quebrantar con un masivo acto de idolatría. Los que vivimos plenamente en la Nueva Eterna Alianza leemos con grande provecho esta página de la Escritura. La Antigua Alianza prefiguraba y preparaba la Nueva:

— Dios se revela a Moisés como Misericordioso y grande en Gracia y Fidelidad (6). En la Nueva Alianza gozamos la máxima revelación de Dios: la Encarnación del Hijo de Dios. San Juan, que ha visto tan de cerca esta suprema revelación de Dios, nos dirá: «Y el Verbo se hizo carne. Y habitó entre nosotros. Y contemplamos su Gloria; Gloria del Unigénito del Padre, lleno de Gracia y Fidelidad» (Jn 1, 14). En la Nueva Alianza todos vemos y gozamos la Gracia y Fidelidad de Dios. Las vemos y gozamos reveladas claramente en el Hijo dé Dios Encarnado.

— Moisés se atreve a pedir a Dios: «Si he hallado gracia a tus ojos, ¡oh Señor!, dígnese mi Señor venir en medio de nosotros» (5). Y el Señor acogió benigno esta audaz plegaria. El Tabernáculo, el Arca Santa, era Trono de Yahvé: «Allí me encontraré contigo. Allí hablaré contigo» (Ex 25, 22; Dt 4, 7). Presencia que llamaríamos convivencia. Y, sin embargo, era sólo signo y prenuncio de una realidad que la sobrepasaría infinitamente en la Nueva Alianza: «Y el Verbo se hizo carne. Y fijó entre nosotros su Tabernáculo» (Jn 1, 14). La presencia de Dios se ha hecho tan cercana, tan sensible, tan amable, que dirá San Juan: «Al que existía desde el principio, al Verbo de la Vida, le hemos oído; y le hemos visto con nuestros ojos, y le hemos contemplado, y le han tocado nuestras manos» (1 Jn 1, 1). En la Nueva Alianza seguimos gozando la presencia y convivencia del que es «Emmanuel» (= Dios-con-nosotros): «Con vosotros estaré hasta el fin de los tiempos» (Mt 28, 20). Presencia y convivencia que en la condición que nos cumple a los que somos aún viadores tiene su máxima y plena realidad en la Eucaristía: Presencia personal y sustancial.

—        También las dos peticiones de Moisés a Dios: «Perdona nuestros pecados y haznos tu heredad» (9), van a tener su cabal cumplimiento en la Nueva Alianza. Por Cristo nuestro Mediador y Redentor quedan expiados y abolidos todos los pecados. Por Cristo se nos participa la vida divina y la divina filiación; y somos ya familia de Dios: sus hijos.

2 CORINTIOS 13, 11-13:

San Pablo cierra su Carta y despídese de sus neófitos. Y sólo esta cláusula de despido valdría para hacerle inmortal:

—        Resume como en ramillete espiritual los consejos ascéticos que les ha ido dando a lo largo de la Carta. Y sintetiza y quintaesencia la ascética cristiana en el ejercicio de estas virtudes: «Estad alegres, trabajad en vuestra perfección, dejaos amonestar, vivid concordes, defended la paz» (11). Quien llene este programa escala las cimas de la santidad.

—        Pone ante nuestros ojos el premio y gozo que acompaña a todo cristiano digno de este nombre: «Y el Dios de la Caridad y de la Paz morará en vosotros» (11 b). Se ve clara la alusión a Ex 34, 5. Dios, que es Dios de Gracia y Fidelidad, de Misericordia y Verdad, de Amor y de Paz, morará con nosotros. La presencia divina se traduce en una fructificación generosa de Caridad, Gozo y Paz (Gál 5, 22). Nunca falla esta ley de la vida cristiana. Y por ello el signo y termómetro para conocer y medir la presencia de Dios en nosotros y en nuestras comunidades es atender a la caridad y a la paz que hay en nuestro corazón y en nuestro ambiente; a la unidad y armonía en que fructifican las celebraciones eucarísticas.

—        Por fin sella y rubrica la Carta San Pablo con una magnífica invocación Trinitaria: «La Gracia del Señor Jesús, la Caridad de Dios y la Comunión del Espíritu Santo sea con todos vosotros» (12). El Padre nos ama. Todo depende del Amor del Padre. La Obra Salvífica y nuestra elección personal son Amor del Padre a nosotros.

—        El Hijo nos redime, expía nuestros pecados y nos retorna a la gracia del Padre. El Hijo nos hace partícipes de su filiación y nos deja agraciados a los ojos del Padre. El Padre nos ve ya y nos ama en Cristo.

—        El Espíritu Santo hace llegar a nosotros la Vida Eterna, la Vida Divina. Nos entra y nos engolfa en el océano de la Vida, del Amor y del Gozo de Dios. La vida cristiana es trinitaria.

JUAN 3, 16-18:

En el N. T. hemos conocido el misterio Trinitario por revelación de Jesús. En la lectura de hoy se nos recuerda el Discurso o Diálogo de Jesús con Nicodemo:

—        Jesús revela a Nicodemo: Dios es Amor; y a la vez le muestra el acto supremo, la obra maestra de Dios, la máxima manifestación de su amor a nosotros: «Así amó Dios al mundo que le envió su propio Hijo Unigénito» (16).

—        Jesús se declara «Hijo Unigénito: Enviado del Padre al mundo». La denominación «Hijo» no es mera apropiación. Es el «Unigénito». Reclama para Sí una relación con Dios que sólo a El le cumple. Pero le cumple con pleno derecho. Es el Hijo de Dios. Es el Unigénito del Padre.

— Y Jesús da tanto relieve a esta revelación que lo esencial de la fe cristiana, tan esencial que en ello nos va la salvación, es creer y confesar que Jesús es Mesías-Hijo Unigénito de Dios (18): «El que no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios queda ya condenado.» El, sólo El, puede salvarnos. Quien, pues, no acepta a este Salvador queda condenado sin remedio.

— El Bautismo nos obliga a una personal y fervorosa vivencia del misterio Trinitario. Somos por el Bautismo, adoradores: Del Padre que nos otorga la vida de la gracia, por la cual somos partícipes y consortes de la naturaleza divina (2 Pe 1, 4).

Del Hijo que nos hace partícipes de su filiación y coherederos con él del amor y de la gloria del Padre (Rom 8, 17).

Del Espíritu Santo que nos consagra templos santos de Dios e instala en nosotros su morada (Rom 8, 11). De esta Vida Divina debemos ser:

Conscientes: «Iluminados los ojos de nuestro corazón» (Ef 1, 18).

Consecuentes: «Los hijos de Dios por el Espíritu de Dios son guiados» (Rom 8, 14).

Fervientes: «Que os enfervorice el Espíritu Santo» (Rom 12, 11).

Vida Divina que incesantemente crece y se desarrolla; fructifica para gloria de Dios en obras de santidad; se comunica e irradia a infinitas almas.



“San Agustín”.

“El Padre y el Hijo, principio único del Espíritu Santo”.

15. Si el que engendra es, en la Trinidad, principio de la persona engendrada, el Padre es principio del Hijo, pues lo engendró. No es, empero, liviano problema con relación al Espíritu Santo, pues se dijo: Del Padre procede. De ser así, no sólo es principio de lo que engendra o hace, sino también de la persona a quien da. Y aquí es posible reciba alguna luz la cuestión que a muchos suele preocupar, a saber: por qué el Espíritu Santo no es Hijo, siendo así que salió del Padre, según se lee en el Evangelio. Salió como don, no como nacido, y por eso no se le llama Hijo, pues no es nacido, como Unigénito, ni renació por la gracia adoptiva, como nosotros.

Lo que del Padre nace al Padre solo dice relación, como Hijo, y por eso se le llama Hijo del Padre y no nuestro. Por el contrario, lo que se da dice relación al dador y a aquellos a quienes se da. Así, el Espíritu Santo se dice Espíritu del Padre y del Hijo, que lo dieron y también nuestro, pues lo recibimos. El que da la salud se llama salud del Señor, y es también nuestra salud, por que lo recibimos. El Espíritu es Espíritu de Dios, porque lo otorga, y nuestro, porque lo recibimos. No se trata del espíritu fuente de nuestra existencia, pues éste es espíritu del hombre y en el hombre vive; mas aquél se dice Espíritu nuestro en un sentido análogo al de aquellas palabras: Danos el pan nuestro. Aunque, a decir verdad, don es también el espíritu del hombre. ¿Qué tienes, pregunta el Apóstol, que no lo hayas recibido?.

Pero uno lo recibimos para existir, el otro lo recibimos para ser santos. De san Juan está escrito que vino en el espíritu y virtud de Elías. Se llama aquí espíritu de Elías al Espíritu Santo, que recibió Elías. Esto mismo se ha de entender de Moisés cuando le dice el Señor: Y tomaré del espíritu que hay en ti y se lo daré a ellos. Esto es, les daré del Espíritu Santo, que antes te había dado a ti. Si el don tiene su principio en el donante, pues de él recibe cuanto tiene, hemos de confesar que el Padre y el Hijo son un solo principio del Espíritu Santo, no dos principios. Pero así como el Padre y el Hijo son un solo Dios, y respecto a la criatura  son un solo Creador y un solo Señor, así con relación al Espíritu Santo son un solo principio; y con relación a las criaturas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son un solo principio, como uno es el Creador y uno el Señor.

(Tomado del Tratado de la Santísima Trinidad. L. V. Cap XIV)



P. Juan De Maldonado S. J.
 

16. Así amó Dios al mundo, que dio su Hijo unigénito . Pudiera parecer a Nicodemo extraño lo que acababa de decir Cristo: que a la manera que Moisés había levantado la serpiente de bronce, así convenía que el Hijo del hombre fuese levantado. Enséñale que no es maravilloso, porque ello se deberá al amor de Dios para con los hombres (Crisóstomo, Anfiloquio), tan grande que no perdonó a su Hijo unigénito, sino que por todos nosotros lo entregó (Rom. 8, 32). Exagera Cristo el amor de Dios para con los hombres con cada palabra. Primero, porque él fue el primero en amarlos, como dice el mismo San Juan (1 Jn. 4,10.19). Segundo, porque amaba a los hombres, dos términos tan desemejantes que no pueden atarse con amor. Tercero, porque Dios, ofendido con tantos pecados, a los mismos pecadores, sus ofensores, amó. Este es el mundo que dice San Juan que está puesto en el maligno; por lo cual Cristo no dijo hombres, sino mundo; tal vez San Pablo usa del mismo argumento del divino amor (Rom. 5,8): Recomienda Dios su caridad para con nosotros porque, cuando éramos todavía pecadores, Cristo murió por nosotros. Además que no sólo amó a los judíos, con los cuales por lo menos tenía una como obligación por razón de la alianza, sino a todos los hombres. Por esto dice mundo, como nota San Juan: El es la propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo. Luego porque, movido de este amor, hizo, no cualquier cosa, sino dar a su propio Hijo. Y no a cualquier hijo, uno de entre muchos, sino al unigénito, en el cual había colocado todas sus complacencias.

Por último, que no lo dio de cualquier manera, sino al modo como fue exaltada la serpiente en el desierto, esto es, para ser crucificado. Esto es lo que quiso probar y esto es lo que significa dar, entregar en las manos de los pecadores, para que hicieran con El lo que quisieran (Crisóstomo, Teofilacto). Tres dogmas se sacan de estas palabras.

Primero, que Cristo es verdadero Dios, pues se le llama Hijo, y no de cualquier modo, sino el Unigénito del Padre, y tal no puede ser, según dice Cirilo, sino hijo por naturaleza, esto es, verdadero Dios. Y no habría hecho Dios cosa digna de sí de habernos dado una mera criatura. Por lo cual con este testimonio refutaban los Padres a los arrianos (Cirilo, Idacio, Claro, Hilario, Ammonio, Teofilacto). Respondían los arrianos (dicen Ammonio y Teofilacto) que Cristo se llama Unigénito de Dios porque era la única criatura hecha por El con aquella perfección. Y lo refutan los citados Padres diciendo que eso podría pasar si se le llamase sólo Unigénito, pero no Hijo unigénito.

El segundo dogma es contra los que se llamaron predestinacianos, como dicen el Pseudo-Arnobio e Hincmaro, autor antiguo, en un libro contra ellos, según los cuales Cristo no había muerto generalmente por todos los hombres, sino sólo por los predestinados. En el presente texto se habla no de los predestinados, sino de todo el mundo. Es precisamente error de los calvinistas.

El tercer dogma es que Cristo no hubiera venido a este mundo si los hombres no hubiesen pecado. Pues esta sola causa da él y la Escritura y todos los Padres de su advenimiento: el librar a los hombres del pecado. Con razón deduce de aquí San Ambrosio, contra los novacianos, que negaban la penitencia a los grandes pecadores. "Nosotros no podemos negar la penitencia a los que Dios amó de tal manera que les dio a su unigénito Hijo".

 Para que todo el que crea en El. —Véase lo que tenemos dicho en el verso anterior.

17. Pues no envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por El. — ¿Qué otra cosa podían pensar los hombres pecadores al oír que Dios había enviado a su Hijo al mundo, sino pensar que lo hacía para castigarlos por sus crímenes y vengar las injurias hechas a su Padre? Total, lo que tenía ya dicho: que Dios había amado al mundo tanto, que le había entregado a su Hijo unigénito, para que cuantos creyeren en El no pereciesen, sino alcanzasen la vida eterna, no se contentó con decirlo una vez, sino que vuelve a repetirlo, y les quita la opinión temerosa, que nació de su mala con-ciencia, de que tal vez viniese para juzgar al mundo.

Poco diferente Crisóstomo y Eutimio. Pero vienen a decir lo mismo que Cristo confirma con estas palabras lo que acababa de decir con otro argumento de su amor. Que no había enviado Dios su Hijo unigénito para que todos los que en El creyeren tuviesen vida eterna, sino que en cierta manera le había prohibido que juzgase a nadie en aquel primer advenimiento. Según el modismo de los hebreos, juzgar significa lo mismo qué castigar: Si nosotros nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados (1 Cor. 11,32). A los fornicarios y adúlteros juzgará Dios (Hebr. 13,4). Es decir, que contrapone los dos verbos juzgar y salvar. Rectamente deducen de este lugar Agustín, Beda y Teofilacto que Cristo, en cuanto es de su parte, murió por todos y que desea que todos sean salvos, y que la culpa de condenarse está en los mismos hombres. "En lo que depende del médico, dice Agustín, vino para sanar al enfermo. El se suicida si no quiere hacer lo que el médico le manda. Vino el Salvador al mundo. ¿Por qué se le llama salvador del mundo, sino porque viene a salvar el mundo y no a condenarlo? Tú no quieres que te salve, pues te condenas por tu culpa".

18. El que cree en El, no es juzgado; el que no cree, ya está, juzgado. —Explica y confirma lo que acaba de decir, que no había venido Cristo para juzgar al mundo, sino para que todos los que creen en El, como ha dicho hace poco, se salven, y el que en El cree no es juzgado. No ha venido, pues, para juzgar al mundo. Aquí la voz juzgar es interpretada por los doctores en su significado específico: no ha venido a juzgar (Ammonio, Agustín, Cirilo, Beda). De aquí la famosa controversia de los teólogos: ¿cómo no puede ser juzgado el que cree, cuando dice claramente Pablo que todos tenemos que ser manifestados ante el tribunal de Cristo (2 Cor. 5,10), y toda la Escritura dice que todos los hombres, buenos y malos, han de ser juzgados, para que dé cada cual cuenta de lo que hizo en el cuerpo, bueno o malo? Téngase en cuenta aquella distinción: todos serán juzgados, en juicio de aprobación o de reprobación, no de discusión. Distinción que, si se mira bien, en este lugar no la tiene. Dijimos arriba que en este lugar el verbo juzgar significa lo mismo que castigar (Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio). Dícese que el que cree no se puede condenar, es decir, condenar, ser sujeto de condenación. Por el contrario, que el que no cree ya está condenado, no porque luego no haya de ser condenado en el juicio, sino porque él mismo tiene en sí la causa de la condenación. De la misma manera que se le dijo a Adán: en cualquier día que comieres de él morirás de muerte, no porque hubiese de morir en seguida, sino porque ya tenía en sí la causa de la muerte (Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio).

Pero, a mi juicio, algo más se dice en las palabras ya está condenado; esto es, por lo mismo que no cree, él mismo se condena, y demuestra que es digno de pena, puesto que huye el juicio y la luz (v. 19 y 20). De la misma manera que el ladrón que rehúsa presentarse ante el juez ya con eso mismo se está condenando. Parece que se debía haber dicho mejor: "pero el que no cree será juzgado". Como había dicho: "pero el que cree no será juzgado", como Agustín y Beda advirtieron. Pero dijo más de lo que había de decir. El que no cree no sólo será juzgado, sino que, además, ya está juzgado; esto es, no sólo está sujeto a condenación, sino que ya está condenado. Preguntan Crisóstomo, Teofilacto y Eutimio cómo puede ser que el que crea no haya de ser juzgado, y si, a pesar de creer, no tiene buenas obras. Y responden, cierto que no a la manera de los calvinistas, sino como nosotros hemos respondido más arriba, que aquí se ha de entender creer como conviene, si tiene fe actuosa por la caridad. Pues los que tienen fe sin buenas obras, según San Pablo, confiesan que creen en Dios, pero con los hechos lo niegan (Tit. 1,16). No quiere decir San Pablo que su fe no sea verdadera, por no tener buenas obras, sino que aprovecha lo mismo para la salud que si no fuera verdadera.

(Comentarios a los cuatro Evangelios III, Evangelio de San Juan, B.A.C., Madrid 1953 p. 206-210)



P  Juan Lehman V.D. 

La Trinidad, Fundamento de toda la vida cristiana

La Trinidad en el Antiguo Testamento. — "Por la palabra del Señor se fundaron los cielos, y por el espíritu de su boca, todo su concierto y belleza" (Salmo 32, 6). El Padre Eterno crea; el Hijo, el Verbo crea también, y el Espíritu Santo, el hálito divino, es el que da consistencia y belleza a todo lo creado. Isaías en mística visión, oyó al coro de los Serafines que cantaban: "¡Santo, santo, santo, el Señor Dios de los ejércitos!" (6, 3). Los patriarcas y profetas del Antiguo Testamento tenían una vaga idea del misterio de la Santísima Trinidad; pero al pueblo jamás se lo enseñaron para evitar que, tan inclinado como era a la idolatría, confundiera la doctrina de las tres personas, y la mezclara con los absurdos sistemas de los paganos, sistemas que habían corrompido por completo la verdad primitiva revelada.

La Trinidad en el Nuevo Testamento. — La revelación clara y explícita de este misterio sólo aparece en el Nuevo Testamento, que es la ley del amor. El ángel, que anunció el misterio de la Encarnación, dijo a la Virgen María: "El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra: por esta causa el santo que de ti nacerá, será llamado Hijo de Dios" (Luc., 1, 35). Cuando Jesucristo se presentó en las orillas del Jordán para recibir el bautismo de manos de San Juan, este santo varón vio que se abrían los cielos, y que el Espíritu Santo descendía en forma de paloma, y oyó una voz que decía desde el cielo: "Este es mi querido Hijo, en quien tengo puesta toda mi complacencia" (Mat., 3, 17). En la última cena, dijo Jesús a sus Apóstoles: "El consolador, el Espíritu Santo, que mi Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo" (Juan, 14, 26). Antes de subir a los cielos, Jesús confió a los Apóstoles la misión de evangelizar al mundo, con estas palabras: "Se me ha dado toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, e instruid a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo" (Mat., 28, 18-19).

1. La Trinidad, misterio incomprensible. — Aunque la existencia de la Santísima Trinidad nos ha sido revelada por Dios, su naturaleza y modo de ser es para el hombre un misterio que nunca llegará a comprender, porque no podemos entender cómo tres puedan ser uno, y cómo es posible que un Dios exista en tres personas distintas. Es imposible que el entendimiento humano pueda comprender a Dios. Si eso sucediera, Dios dejaría de ser Dios, o el hombre sería Dios. Por mucho que el hombre se esfuerce en penetrar con su entendimiento la naturaleza de Dios, nunca llegará a conseguirlo; lo más que puede pretender —y esto sí que lo alcanza—, es demostrar que los misterios de la fe no encierran contradicción alguna.

ANALOGÍAS: a) En la Creación. Dios en su paternal bondad hizo el mundo de tal modo, que por todas partes se encuentra la imagen de la Santísima Trinidad, pues todo lo creó "con medida, número y peso" (Sab., 11, 21). La Santísima Trinidad se refleja en los tres grandes órdenes de naturaleza, gracia y gloria; en las tres grandes leyes: natural, mosaica y cristiana; en las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad; en los tres mundos: angélico, físico y humano; en las tres grandes jerarquías de los espíritus celestes; en los tres estados de los cuerpos físicos; en las tres divisiones del tiempo, pasado, presente y futuro; en el principio, medio y fin de todas las cosas. Los cielos y la tierra están llenos de bellísimas analogías de la Santísima Trinidad.

b) En nosotros mismos. En nosotros mismos llevamos continua y claramente grabada la imagen de la Santísima Trinidad, que dijo al crear al primer hombre: "Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra" (Gen., 1, 26). En nuestra alma resplandece la imagen de Dios. Su esencia corresponde a la unidad de Dios; su inteligencia es la imagen del Padre; el conocimiento, como producto de la inteligencia, es la figura del Hijo; el amor, como resultado de la inteligencia unida al conocimiento, representa al Espíritu Santo. En cada uno de nuestros sentidos, se encuentra también el símbolo de la Santísima Trinidad, puesto que en todos ellos se distingue: la percepción, la impresión que recibimos de los objetos percibidos, y la transmisión de esta impresión al alma.

2. La Santísima Trinidad es el fundamento de toda la vida cristiana.Todo lo que debemos creer y practicar para llegar a la vida eterna se basa en el augusto misterio de la Santísima Trinidad. Si desaparece la fe en este misterio, cae por tierra también toda la vida cristiana.

a) Fundamento de lo que debemos creer. El misterio de la Santísima Trinidad nos hace conocer a Dios infinitamente santo en sí mismo, sin que necesite de nadie para completar su felicidad.

El misterio de la Santísima Trinidad nos hace conocer a Dios, que, con la obra de la Encarnación, regenera al mundo pecador. El Padre Eterno entrega a su Hijo, para salvar al mundo perdido. El Hijo se une a la naturaleza humana, y en ésta al universo entero, cuyo modelo es él mismo. El Espíritu Santo completa esta inefable unión descendiendo sobre la Santísima Virgen. Por el misterio de la Santísima Trinidad, llegamos al conocimiento de Dios Redentor, es decir, del Hijo de Dios, que se ofrece al Eterno Padre en holocausto por los pecados de todo el mundo. Por ese mismo misterio conocemos a la santa Iglesia, que es la Esposa de Jesucristo, quien por ser Hijo de Dios trae en sí la vida del Espíritu Santo.

El misterio de la Santísima Trinidad nos da a conocer toda nuestra vida temporal y eterna. De la Santísima Trinidad dependemos, como del sol dependen los rayos de su luz, porque del Padre Eterno se deriva toda paternidad en el cielo y en la tierra; del Hijo toda filiación, y del Espíritu Santo todo el amor, todas las gracias, y todo don superior.

b) Fundamento de lo que debemos practicar. El misterio de la Santísima Trinidad nos revela por qué Dios "nos gobierna con moderación suma" (Sab., 12, 18). Dios, en efecto, respeta nuestra libertad, y todo lo dispone con dulzura y suavidad, porque ve y respeta en nosotros su propia imagen. De ahí se deduce también el respeto y amor que, según la ley de Dios, nos debemos unos a otros. Si no llevásemos en nosotros el sello e imagen de la Trinidad, seríamos tristes producciones de algún autor desconocido; pobres copias de un original que se perdió; un puñado de materia pisado y maltratado por la fuerza bruta.

Seamos, pues, conscientes de nuestra dignidad, y amémonos en Dios, con Dios y por amor de Dios.

Llevamos la imagen de la Santísima Trinidad en nuestra alma formada por el hálito divino e inmortal. Nuestro cuerpo es el santuario de la Santísima Trinidad. Seamos, pues, dignos de nosotros mismos, dignos del Padre que nos creó, dignos del Hijo que nos redimió, dignos del Espíritu Santo que nos santificó.

 (Salió el Sembrador…, Tomo III Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1947 Pag. 35-39)



Fray Valentín Bretón O.F.M.

La habitación.

— Sí, repite el Discípulo amado: "Dios es caridad; y el que permanece en caridad, en Dios permanece, y Dios en él" (1 Juan, 4, 16).

La oferta está hecha; la condición, cumplida: Escuchar, atender, abrir, esto es, vivir y permanecer en la caridad; huir del pecado... y mediante esto: "Vendremos”...

¿Quiénes? Las Tres Personas:

El Hijo, cumpliendo su promesa: "Yo mismo me manifestaré a él" (Juan, 14, 21); el Padre atraído por el objeto de sus eternas complacencias: "el Padre le amará, y vendremos a él", y con ellos el Espíritu Santo inseparablemente: "Yo rogaré al Padre y os dará otro consolador... el Espíritu de verdad..., morará con vosotros y estará dentro de vosotros" (Juan, 14, 16-17). "Entonces conoceréis vosotros que yo estoy en mi Padre, y que vosotros estáis en mí, y yo en vosotros" (14, 20).

Haremos mansión dentro de él. Sí ¡Dios mío!; ¡haréis en mí morada de elección que jamás abandonaréis, por lo que a Vos toca! ¡Y cómo os complaceréis en embellecerla —como se hace con la habitación predilecta—; en ella, Señor, moraréis para educarme a lo divino, para transformarme en Vos, de suerte que sea por fin capaz de gustar de vuestra santa compañía, de vivir en vuestro adorable trato, de compartir eternamente, sin sentirme jamás rechazado, la felicidad divina de conoceros y amaros! ¡Qué promesa! ¡Qué arrobadora promesa!

Una mansión íntima; y a la vez, mansión sagrada; un templo: "¿No sabéis vosotros que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? El templo de Dios, que sois vosotros, santo es" (1 Cor., 3, 16). Vosotros sois templo de Dios vivo" (II Cor., 6, 16). ¡Somos el lugar sagrado donde Dios habita, escucha, otorga, reina y triunfa!

"Habitaré dentro de ellos, y en medio de ellos andaré, y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo" (II Cor., 6, 16).

¡Oh grandeza del alma cristiana! ¡Cuán misteriosa es su vida! "No (soy) yo (el que vivo); sino que Cristo vive en mí" (Gal., 2, 20); y Él, no solo, sino en (común) unión con el Padre y con el Espíritu Santo (1 Juan, 1, 3). ¿Qué falta aquí para ser esto un cielo?

Con este retorno a Dios de la criatura espiritual formada a su imagen y semejanza, y reformada por la gracia de su presencia y de su habitación; con esta consumación en la unidad de la felicidad y de la gloria, se termina la obra de la caridad. ¡Cuán profundos abismos nos permite sondear la Revelación! Dios es amor, y porque el amor tiende a comunicarse, Tres Personas emanan del Amor increado: el Amante sin principio y Principio del Amado y del Amigo; el Amado, engendrado del Padre, que recibe el nombre de Hijo y Principio a su vez junto con el Padre, del Amigo sin el cual quedaría incompleto y abierto el círculo del Amor: el Espíritu de Amor.

A semejanza de estas procesiones íntimas, hay otra emanación que difundirá el Amor hasta llegar al límite de la Caridad: In finem dilexit eos (Juan, 13, 1). Esta emanación es absolutamente gratuita y liberal; nada hay que le obligue al Amor, fuera de la necesidad que siente de difundirse, de manifestarse, de darse. Si se compara con el procedimiento de las Personas en la Trinidad, que es necesario, infinito en todo orden de perfección, inmenso y eterno, esta producción de la actividad divina es contingente, limitada por el tiempo y el espacio, infinita solamente en orden a la necesidad y dependencia respecto de su Autor.

Y sin embargo lleva en sí cierto vestigio y semejanza, especie de sello de la Trinidad creadora, ordenadora y consumadora, por ser precisamente una Manifestación de Dios y un Don de Dios.

Por este carácter que tiene de Manifestación, se le atribuye al Verbo; y por su carácter de Don, al Espíritu Santo. El orden esencial y el personal, sin confundirse ni mezclarse, imprimen el sello de la Unidad a toda la actividad divina.

El Verbo es la manifestación de Dios en Dios, y del Verbo, con el nombre de Jesucristo, depende la manifestación de Dios fuera de Dios: la creación. El Espíritu Santo es el Don de Dios a Dios, en Dios, y del Espíritu Santo depende el don de Dios a sus criaturas: El mismo es este Don.

(La Trinidad,  ed. Desclée Brouwer, Buenos Aires, 1945 Pág. 193-196)



Juan Pablo II

El Espíritu del Padre y del Hijo dado a la Iglesia

Padre, Hijo y Espíritu Santo  

8. Una característica del texto joánico es que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son llamados claramente Personas; la primera es distinta de la segunda y de la tercera, y éstas también lo son entre sí. Jesús habla del Espíritu Paráclito usando varias veces el pronombre personal « él »; y al mismo tiempo, en todo el discurso de despedida, descubre los lazos que unen recíprocamente al Padre, al Hijo y al Paráclito. Por tanto, « el Espíritu ... procede del Padre » 28 y el Padre « dará » el Espíritu.29 El Padre « enviará » el Espíritu en nombre del Hijo, 30 el Espíritu « dará testimonio » del Hijo.31 El Hijo pide al Padre que envíe el Espíritu Paráclito,32 pero afirma y promete, además, en relación con su « partida » a través de la Cruz: « Si me voy, os lo enviaré ».33 Así pues, el Padre envía el Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que ha enviado al Hijo,34 y al mismo tiempo lo envía con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido el Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: « os lo enviaré ». 

Conviene notar aquí que si todas las demás promesas hechas en el Cenáculo anunciaban la venida del Espíritu Santo después de la partida de Cristo, la contenida en el texto de Juan comprende y subraya claramente también la relación de interdependencia, que se podría llamar causal, entre la manifestación de ambos: « Pero si me voy, os le enviaré ». El Espíritu Santo vendrá cuando Cristo se haya ido por medio de la Cruz; vendrá no sólo después, sino como causa de la redención realizada por Cristo, por voluntad y obra del Padre. 

9. Así, en el discurso pascual de despedida se llega —puede decirse— al culmen de la revelación trinitaria. Al mismo tiempo, nos encontramos ante unos acontecimientos definitivos y unas palabras supremas, que al final se traducirán en el gran mandato misional dirigido a los apóstoles y, por medio de ellos, a la Iglesia: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes », mandato que encierra, en cierto modo, la fórmula trinitaria del bautismo: « bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo ».35 Esta fórmula refleja el misterio íntimo de Dios y de su vida divina, que es el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, divina unidad de la Trinidad. Se puede leer este discurso como una preparación especial a esta fórmula trinitaria, en la que se expresa la fuerza vivificadora del Sacramento que obra la participación en la vida de Dios uno y trino, porque da al hombre la gracia santificante como don sobrenatural. Por medio de ella éste es llamado y hecho « capaz » de participar en la inescrutable vida de Dios. 

10. Dios, en su vida íntima, « es amor »,36 amor esencial, común a las tres Personas divinas. EL Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto « sondea hasta las profundidades de Dios »,37 como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios « existe » como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor.38 Es Persona-amor. Es Persona-don. Tenemos aquí una riqueza insondable de la realidad y una profundización inefable del concepto de persona en Dios, que solamente conocemos por la Revelación. 

Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: « El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado ».39

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28 Jn 15, 26.

29 Jn 14, 16.

30 Jn 14, 26.

31 Jn 15, 26.

32 Jn 14, 16.

33 Jn 16, 7.

34 Cf. Jn 3, 16 s., 34; 6, 57; 17, 3. 18. 23.

35 Mt 28, 19.

36 Cf. 1 Jn 4, 8. 16.

37 1 Cor 2, 10.

38 Cf. S. Tomás De Aquino, Summa Theol. Ia, qq. 37-38.

39 Rm 5, 5.

(Tomado de la encíclica “Dominum et vivificantem”, 18/05/1986)



Catecismo de la Iglesia Católica

"En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" 

232 Los cristianos son bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). Antes responden "Creo" a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu: "Fides omnium christianorum in Trinitate consistit" ("La fe de todos los cristianos se cimenta en la Santísima Trinidad") (S. Cesáreo de Arlés, symb.).  

233 Los cristianos son bautizados en "el nombre" del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y no en "los nombres" de estos (cf. Profesión de fe del Papa Vigilio en 552: DS 415), pues no hay más que un solo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único y el Espíritu Santo: la Santísima Trinidad. 

234 El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es, pues, la fuente de todos los otros misterios de la fe; es la luz que los ilumina. Es la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de fe" (DCG 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47). 

235 En este párrafo, se expondrá brevemente de qué manera es revelado el misterio de la Bienaventurada Trinidad (I), cómo la Iglesia ha formulado la doctrina de la fe sobre este misterio (II), y finalmente cómo, por las misiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo, Dios Padre realiza su "designio amoroso" de creación, de redención, y de santificación (III).  

236 Los Padres de la Iglesia distinguen entre la "Theologia" y la "Oikonomia", designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la "Oikonomia" nos es revelada la "Theologia"; pero inversamente, es la "Theologia", quien esclarece toda la "Oikonomia". Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras. Así sucede, analógicamente, entre las personas humanas, La persona se muestra en su obrar y a medida que conocemos mejor a una persona, mejor comprendemos su obrar.  

237 La Trinidad es un misterio de fe en sentido estricto, uno de los "misterios escondidos en Dios, que no pueden ser conocidos si no son revelados desde lo alto" (Cc. Vaticano I: DS 3015. Dios, ciertamente, ha dejado huellas de su ser trinitario en su obra de Creación y en su Revelación a lo largo del Antiguo Testamento. Pero la intimidad de su Ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón e incluso a la fe de Israel antes de la Encarnación del Hijo de Dios y el envío del Espíritu Santo.  

IV Las obras divinas y las misiones trinitarias 

257 "O lux beata Trinitas et principalis Unitas!" ("¡Oh Trinidad, luz bienaventurada y unidad esencial!") (LH, himno de vísperas) Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el "designio benevolente" (Ef 1,9) que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, "predestinándonos a la adopción filial en él" (Ef 1,4-5), es decir, "a reproducir la imagen de su Hijo" (Rom 8,29) gracias al "Espíritu de adopción filial" (Rom 8,15). Este designio es una "gracia dada antes de todos los siglos" (2 Tm 1,9-10), nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia (cf. AG 2-9). 

258 Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (cf. Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio" (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (cf. 1 Co 8,6): "uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas. 

259 Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae (cf. Jn 6,44) y el Espíritu lo mueve (cf. Rom 8,14). 

260 El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si alguno me ama -dice el Señor - guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23). 

Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad) 

(Tomado del catecismo de la Iglesia Católica)


EJEMPLOS PREDICABLES

Algunas metáforas sobre la Trinidad

Rossi

El fuego es figura de Dios y también de su Trinidad en la unidad. ¿Qué es, en realidad, el fuego? Responden los técnicos: el fuego es el resultado de la combinación de tres cuerpos simples llamados carbono, hidrógeno y oxígeno. Estos tres elementos son distintos entre sí, pero se combinan juntos, y su combinación da un elemento único, también simple, llamado fuego. Nadie conoce la naturaleza intrínseca del carbono, del hidrógeno y del oxígeno, como también se ignora cómo la combinación de tales elementos da por resultado el fuego. Si ponemos las tres Personas divinas en lugar de esos tres elementos Y a Dios en lugar del fuego, ¿será fácil hallar alguna analogía, la cual nos permita entender de algún modo que las tres Personas divinas, con sus recíprocas relaciones de engendrante, engendrado y procedente, forman un solo Dios? Yo así lo creo. A este efecto, os muestro una llama y os digo: "Esta llama es una y trina; es una en sí misma, y es trina en los elementos que la forman con su combinación. Dios es uno y trino: uno por naturaleza y trino en las Personas. Si aceptamos el fuego, y lo usamos sin comprender lo que es en sí mismo, ni el modo como es formado por los tres elementos de donde sale, ¿por qué no hemos de admitir el misterio de la Santísima Trinidad de Dios, aunque no logremos entenderlo? No neguemos a Dios, que nos reveló este misterio, lo que no negamos al fuego, y nos mantendremos firmes en la Fe, que nos dice: Hay un solo Dios en tres Personas realmente distintas. 

Tertuliano

Brota de un elevado monte una abundante fuente de agua, la cual se convierte en un caudaloso río que, descendiendo al fondo de una llanura, forma un extenso lago. Este lago procede de la fuente y del río; pero el agua, sea del río, de la fuente o del lago, es la misma. En la fuente está representado el Padre, en el río el Hijo y en el lago el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo y es de la misma naturaleza y esencia de ambos, no de otra suerte que el agua es la misma en la fuente, en el río y en el lago. 

(Vicente Muzzatti, Símiles y Analogías, Ed. Litúrgica Española. Barcelona, 1950, Pág. 45)
 



18. Fray Nelson Domingo 22 de Mayo de 2005
Temas de las lecturas: Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso * La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo * Dios mandó a su Hijo al mundo, para que se salve por él.

1. La Gloria de la Trinidad en la Historia
1.1 El 9 de febrero del año 2000 el papa Juan Pablo II nos regaló una reflexión preciosa sobre la presencia del misterio trinitario en la historia. Ofrecemos un aparte de su enseñanza, aunque la numeración aquí presentada es nuestra.

1.2 trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es "padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68, 6); también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.

1.3 Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un delicado soliloquio de Dios con respecto a sus "hijos descarriados" (Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama: "Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios se halla en Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8).

2. Junto a nosotros
2.1 Continúa enseñándonos el papa Juan Pablo II.

2.2 De los anteriores pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún, llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido definitivo al flujo de la historia, salvándola de la dispersión y de la banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8).

2.3 Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas iniciativas salvíficas. Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S 16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí, pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).

2.4 El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte; se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un camino que lleva a la meta sublime en la que "Dios será todo en todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia" anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y humano.

2.5 Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta: "Gloria a Dios Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las cosas..., vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y Padre bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37, 510-511).


 19. Predicador del Papa: La Trinidad revela el secreto de relaciones humanas bellas. Comentario del padre Cantalamessa a la liturgia del domingo
ROMA, (ZENIT.org).- Comentario del padre Raniero Cantalamessa, OFM Cap. --predicador de la Casa Pontificia-- a la Liturgia de la Palabra del domingo, Solemnidad de la Santísima Trinidad.

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Domingo de la Trinidad: Éxodo 34, 4b-6.8-9; 2 Corintios 13, 11-13; Juan 3, 16-18

La Trinidad, escuela de relación
 

¿Por qué los cristianos creen en la Trinidad? ¿No es ya bastante difícil creer que existe Dios como para añadirnos el enigma de que es «uno y trino»? A diario aparece quien no estaría a disgusto con dejar aparte la Trinidad, también para poder así dialogar mejor con judíos y musulmanes que profesan la fe en un Dios rígidamente único.


La respuesta es que los cristianos creen que Dios es trino ¡porque creen que Dios es amor! Si Dios es amor debe amar a alguien. No existe un amor al vacío, sin dirigirlo a nadie. Nos interrogamos: ¿a quién ama Dios para ser definido amor? Una primera respuesta podría ser: ¡ama a los hombres! Pero los hombres existen desde hace algunos millones de años, no más. Entonces, antes, ¿a quién amaba Dios? No puede haber empezado a ser amor desde cierto momento, porque Dios no puede cambiar. Segunda respuesta: antes de entonces amaba el cosmos, el universo. Pero el universo existe desde hace algunos miles de millones de años. Antes de entonces, ¿a quién amaba Dios para poderse definir amor? No podemos decir: se amaba a sí mismo, porque amarse a uno mismo no es amor, sino egoísmo, o como dicen los psicólogos, narcisismo.
 

He aquí la respuesta de la revelación cristiana. Dios es amor en sí mismo, antes del tiempo, porque desde siempre tiene en sí mismo un Hijo, el Verbo, a quien ama con amor infinito, que es el Espíritu Santo. En todo amor hay siempre tres realidades o sujetos: uno que ama, uno que es amado y el amor que les une. Allí donde Dios es concebido como poder absoluto, no existe necesidad de más personas, porque el poder puede ejercerlo uno solo; no así si Dios es concebido como amor absoluto.
 

La teología se ha servido del término naturaleza, o sustancia, para indicar en Dios la unidad, y del término persona para indicar la distinción. Por esto decimos que nuestro Dios es un Dios único en tres personas. La doctrina cristiana de la Trinidad no es un retroceso, un pacto entre monoteísmo y politeísmo. Al contrario: es un paso adelante que sólo el propio Dios podía hacer que lo diera la mente humana.
La contemplación de la Trinidad puede tener un precioso impacto en nuestra vida humana. Es un misterio de relación. Las personas divinas son definidas por la teología «relaciones subsistentes». Significa que las personas divinas no tienen relaciones, sino que son relaciones. Los seres humanos tenemos relaciones -entre padre e hijo, entre esposa y esposo, etcétera--, pero no nos agotamos en esas relaciones; existimos también fuera y sin ellas. No así el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
 

La felicidad y la infelicidad en la tierra dependen en gran medida, lo sabemos, de la calidad de nuestras relaciones. La Trinidad nos revela el secreto para tener relaciones bellas. Lo que hace bella, libre y gratificante una relación es el amor en sus diferentes expresiones. Aquí se ve cuán importante es que se contemple a Dios ante todo como amor, no como poder: el amor dona, el poder domina. Lo que envenena una relación es querer dominar al otro, poseerle, instrumentalizarlo, en vez de acogerle y entregarse.
 

Debo añadir una observación importante. ¡El Dios cristiano es uno y trino! Ésta es, por lo tanto, asimismo la solemnidad de la unidad de Dios, no sólo de su trinidad. Los cristianos también creemos «en un solo Dios», sólo que la unidad en la que creemos no es una unidad de número, sino de naturaleza. Se parece más a la unidad de la familia que a la del individuo, más a la unidad de la célula que a la del átomo.
 

La primera lectura de la Solemnidad nos presenta al Dios bíblico como «misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad». Éste es el rasgo que reúne más al Dios de la Biblia, al Dios del Islam y al Dios (mejor dicho, la religión) budista, y que se presta más, por ello, a un diálogo y a una colaboración entre las grandes religiones. Cada sura del Corán empieza con la invocación: «En el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo». En el budismo, que desconoce la idea de un Dios personal y creador, el fundamento es antropológico y cósmico: el hombre debe ser misericordioso por la solidaridad y la responsabilidad que le liga a todos los vivientes. Las guerras santas del pasado y el terrorismo religioso del presente son una traición, no una apología, de la propia fe. ¿Cómo se puede matar en nombre de un Dios al que se continúa proclamando «el Misericordioso y el Compasivo»? Es la tarea más urgente del diálogo interreligioso que juntos, los creyentes de todas las religiones, deben perseguir por la paz y el bien de la humanidad.
 

[Traducción del original italiano por Marta Lago]