REFLEXIONES
1.
La fiesta de Santiago, Patrón de España, suena con acento distinto tras el reconocimiento de hecho (sociológico) y de derecho (constitucional) del pluralismo religioso. La fiesta, por supuesto, trasciende el ámbito de la fe y se incrusta de lleno en la tradición, en la historia y en el folklore de nuestra patria.
Para unos esta fiesta quizás no sea más que eso, o un día de vacación. Pero no puede ser simplemente un día así para los cristianos. En el Apóstol descansa también la primicia de la predicación del evangelio, el principio de nuestra fe cristiana.
Esto hace que la celebración de la fiesta nos depare un espacio privilegiado para la acción de gracias y para la reflexión.
Agradecimiento es el primer sentimiento que despierta la fiesta de Santiago, porque sigue en pie la fe suscitada por la predicación de los apóstoles, porque seguimos creyendo a pesar de todo. Y "todo" son muchas pequeñas cosas que se han ido montando sobre el mismo caballo de Santiago.
Por eso, la segunda actitud que despierta la fiesta es la de reflexión. Porque si se ha desmontado ya el malentendido del nacionalcatolicismo, todavía queda por desmontar mucho de sus reminiscencias, para que la fe cristiana resplandezca libre de adherencias inútiles y el apóstol prevalezca sobre el guerrero de nuestra intolerancia. Santiago puede seguir montado sobre el caballo de nuestras leyendas para justificar ciertos patriotismos superficiales y trasnochados o para retener parcelas de poder y proteger intereses ajenos al evangelio. Pero el testigo de Jesús, el predicador humilde del evangelio, no se sostiene sobre nuestros montajes y manipulaciones. El heraldo del evangelio está pie a tierra. Y pie a tierra debe estar también la fe de los que, por su ministerio, seguimos confesando que Jesús es el Señor y que no hay otro.
La fiesta de Santiago, liberada del lastre legendario, cobra una especial relevancia a la luz del evangelio. Y es así como debemos contemplarlo los creyentes y celebrar su fiesta.
EUCARISTÍA 1981, 35
2. I/MEDIACION:
Ser cristiano no puede ser un pretexto para situarse bien en el mundo, para escalar primeros puestos o acceder a desmedidos privilegios. Cuando la religión se degrada a esos menesteres, la fe fácilmente deriva en pseudo-creencia o en peligroso fanatismo.
Ser cristiano es seguir a Xto, no fabricarse hermosas ensoñaciones o atesorar buenos deseos. Seguir a Xto es acompañarle, de momento, en su subida a Jerusalén, la ciudad que asesina a los profetas y a los enviados de Dios, porque le estorban e incordian.
Quizá en otros tiempos, no muy lejanos, pudo resultar bien visto o cosa de buen tono el ser y aparecer como cristiano. Hoy día no es así. Incluso hoy, en un clima de libertad religiosa, puede resultar enojoso el tener que hacer frente a un cierto revanchismo de otros tiempos. Como dice Pablo, en la carta a los corintios que hemos leído (2Co/04/07-15), pudiera parecer a veces que nos atosigan por todas partes, aunque no pueden hundirnos; pudiera parecernos que se nos ríen y burlan, aunque no pueden desanimarnos; y podría suceder que sintiéramos incluso una cierta persecución o campaña en contra, aunque no puedan aniquilarnos.
¿Podemos beber el cáliz? ¿Estamos dispuestos a afrontar todo por amor a Jesús y por su evangelio? El desafío cristiano espera de nosotros una respuesta generosa y reflexiva, como la de los hijos del trueno: "podemos". La fe es una opción, una respuesta incondicional a la palabra de Dios, un sí rotundo a la llamada de Jesús. Y hoy, al recordar y celebrar con Santiago nuestra llamada a la fe, es momento propicio para renovar nuestro compromiso. Aunque, tal vez adoctrinados por nuestra propia experiencia, tenemos que matizar nuestro entusiasmo y contar, sobre todo, con la gracia de Dios. Porque podemos ser fieles al evangelio, pero no sin la gracia de Dios.
Necesitamos, más que nunca, sentirnos unidos en su Iglesia y a su Iglesia. Es demasiado peligroso ese esnobismo, demasiado frecuente en nuestro tiempo, de hacer alarde de cristianismo y de menosprecio a la Iglesia. No podemos prescindir de la mediación de la Iglesia, querida por Jesús. También resulta temerario ese prurito de ser fieles al evangelio, menospreciando las prácticas sacramentales, la misa, la oración, como si todo se redujera sólo a una lucha por la justicia, a un compromiso meramente temporal.
Debemos recordar que sólo podemos ser cristianos con la gracia de Dios. Y la primera gracia de Dios es su Iglesia. (...).
Celebrar la eucaristía es comer el pan y beber el cáliz. Con ese gesto de comunión significamos nuestra comunión con Jesús y con los hermanos. Comulgamos, pues, con la causa de Jesús. Así damos sentido a nuestra fe y nos enrolamos en la misión de la Iglesia, fundada sobre los apóstoles. La fiesta de Santiago, el apóstol de Jesús, el primer testigo de entre los apóstoles, será un motivo de gozo y de alegría para todos, si todos estamos como él, como el hijo del trueno, dispuestos a apurar el cáliz de Jesús hasta el fin. Y podemos hacerlo, si queremos, porque la gracia de Dios está con nosotros.
EUCARISTÍA 1985, 34
-"No sabéis lo que pedís".
-"No será así entre vosotros".
Las respuestas de Jesús son tajantes, nada dudosas ni complacientes. Van contra la actitud de Santiago y Juan que piden los primeros puestos en el Reino de Dios y contra "los jefes de los pueblos que los tiranizan y los grandes que los oprimen". No vamos a limar las palabras de Jesús, aunque tal vez a más de uno le suenen a exageradas, porque no todos los que mandan son así, dirá. Sin embargo, Jesús no se anda con precisiones y él sabrá porqué.
Lo que Jesús propone no es una alternativa de poder sino una alternativa al poder, a toda autoridad que se ejerce como poder y no como servicio, y que, por lo tanto, tiraniza y oprime. La actitud de Jesús es radical y pone patas arriba muchos intereses e intenciones humanas.
El poder plantea grandes y graves problemas tanto a nivel personal como institucional. A nivel personal es una de esas cosas importantes en la vida que miden al hombre y ante la cual hay que tomar postura y opción como ante el dinero, el amor o la convivencia. Ya el poder en sí es arma peligrosa y con muchos filos. Depende del manejo, de acuerdo, pero siempre afilada, en cualquier momento puede cortar.
Porque el que tiene el poder propende a pensar que lo ha recibido de Dios y que lo ejerce en su nombre, y esa facilidad de creerse ocupando el lugar de Dios le pone a un paso de creerse Dios. El poder religioso puede tener más peligros. "Mira, hijo, te lo digo en nombre de Dios", "el que obedece siempre acierta", "la obediencia es el mejor camino y mas seguro para alcanzar la santidad", "al que manda sólo Dios le puede pedir responsabilidades", "el que manda conoce mejor las cosas y además tiene una gracia especial..." No negaré parte de verdad, y hasta un sentido bueno, a algunas de estas expresiones, pero siempre que no se callen, al mismo tiempo, los peligros especiales que tiene todo poder y autoridad, sin excluir la religiosa.
El peligro mayor siempre es el mismo: convertir la autoridad en poder y dominio y no en servicio. Este peligro es tan grande y evidente que suele afirmarse que todo poder corrompe.
El que busca el poder, ya de partida, suele asumir una postura en su modo de hablar y de actuar, cauta, prudente, complaciente con los que le pueden ayudar. Y una vez en el poder qué difícil es admitir que uno lo hace mal o que no tiene razón y que los que le critican lo hacen con buena voluntad.
Muchos peligros tiene el poder. Por eso que quien ejerce la autoridad limpiamente como servicio al hermano y a la comunidad tiene un mérito extraordinario.
Los peligros del poder a nivel de institución son aún mayores.
Muchos hombres de nuestro tiempo tiene tanto miedo al poder, a todo poder, que piensan que la única solución es la anarquía.
Otros, en cambio, para alcanzar el poder se someten a la más estricta disciplina de partido y de comité central. Siempre se ha dicho que el poder corrompe, pero nuestro siglo culto y civilizado ha conocido unos cuantos ejemplos (en la memoria de todos están) verdaderamente espeluznantes.
Tampoco en lo que se refiere al poder religioso está la cosa clara. Ni en el pasado ni en el presente. Algunos quieren unir poder y religión y se sienten más firmes y seguros en la fe apoyados por una Iglesia poderosa, bien disciplinada, prestigiosa, con la tiara bien puesta, catedrales imponentes, canto polifónico y grandes candelabros sobre el altar, estilo imperio y contrarreforma. Otros, al contrario, chillan con indignación que la Iglesia de Jesús tiene que ser pobre y humilde, sin complicidades, con el dinero y apoyos en el poder humano, y que está bien comprobado, según ellos, que desde que la Iglesia se arrimó al poder con Constantino se ha ido apagando la fe y la caridad de la primitiva comunidad.
¿Qué hacer? ¿Qué pensar? Dejarnos todos juzgar, pero muy especialmente los que mandan, por la palabra del Maestro: "No será así entre vosotros: el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para dar la vida en rescate por muchos" (y el ejemplo, por delante).
DABAR 1978, 42
4.
Los apóstoles nos son presentados siempre por la Iglesia como testimonio de JC, ejemplos de servicio evangelizador y de fidelidad a la tarea que el Señor les encomendó. Este debería ser el núcleo de la homilía: debemos continuar la tarea de los apóstoles y en primer lugar "evangelizarnos" nosotros mismos.
Nadie es católico por definición, de nacimiento. Todos necesitamos -personal y colectivamente- irnos haciendo cristianos. Y, por eso, hemos de abrirnos y querer comunicar el anuncio de JC que hicieron los apóstoles.
La Iglesia -los cristianos- debemos continuar este anuncio con la misma sencillez, con la misma convicción. Es lo que hizo la primera Iglesia y muy especialmente los apóstoles. De ahí que la tradición cristiana haya valorado siempre la figura de los apóstoles. Aunque -como en el caso de Santiago- sepamos muy poco de su vida (sólo sabemos de su muerte).
Pero son las piedras sobre las que se edifica la Iglesia porque en aquellos hombres sencillos vemos aquello que debemos hacer. Venerar a Santiago como patrón de los pueblos de España significa desear el seguir su camino de anuncio sencillo pero muy convencido de la esperanza del Reino. Reconociendo nuestra fragilidad (2. lectura), sabiéndonos servidores (evangelio), obedeciendo a Dios antes que a los hombres (1. lectura).
El hecho que el apóstol Santiago sea -dice el calendario litúrgico- "patrón principal de España" puede inducir a hacer hoy algún comentario relativo a la situación actual del país. Pero sin que ello se convierta en el tema único de la homilía.
-La Iglesia en la España actual. La actual situación democrática es ciertamente una ayuda para recobrar con mayor autenticidad el servicio que toca a la Iglesia. Un servicio sencillo, no apoyado en el poder, sino en el anuncio libre del Evangelio, del Reino.
Pero si no podemos añorar (¡todo lo contrario!) épocas anteriores, tampoco podemos encerrarnos en actitudes negativas y pesimistas, y abandonar lo que JC espera de nosotros. Espera que seamos levadura en la masa: es preciso saber anunciar con fuerza el Evangelio, renovar nuestra Iglesia, adaptarla y reconstruirla (comunidades, movimientos, etc). Estamos en un momento no de crisis sino de renovación.
JOAQUÍN
GOMIS
MISA DOMINICAL 1985, 15
5.
Carta del Arzobispo
Santiago apóstol, o matamoros?
La historia viene de muy lejos. Tiberiades y Jerusalén fueron por delante de Zaragoza y Compostela. Desde la barca del patrón Zebedeo, sus hijos Santiago y Juan dejaron de zurcir las redes y saltaron intrépidos al conjuro de Jesús: Os haré pescadores de hombres. Lo mismo que había ocurrido, orilla arriba en Betsaida, con los hermanos Pedro y Andrés.
Pedro sería el cabeza de grupo, Juan el discípulo predilecto, Santiago el tercero en concordia, entre los apóstoles más cercanos a Jesús. Junto a él presenciaron la resurrección de la hija de Jairo, la gloria del Tabor y la agonía de Getsemaní.
Los hermanos Zebedeos acreditaron su vehemencia pidiendo a Jesús que lloviera fuego sobre los que lo rechazaban, ganándose así a pulso el mote de Boanerges, hijos del trueno, con que Jesús los señaló; mostraron su ambición rogándole al Maestro, mediante las zalemas de su madre, ocupar los primeros puestos en su reino; pero a la vez hicieron valer su arrojo y valentía, dispuestos a beber hasta las heces, el cáliz de su Señor.
En los albores mismos de la Iglesia, Santiago ocuparía junto a Pedro el puesto más destacado en la Comunidad de Jerusalén. Ambos recibieron la que hoy llamamos "Visita ad limina" de Pablo, apóstol de los gentiles, que sometió su obra evangelizadora al veredicto de los que él consideraba columnas de la Iglesia. Eso es todo lo que sabemos hasta el año 44 en el que, según los Hechos de los Apóstoles, "Herodes Agripa dio muerte por la espada a Santiago, hermano de Juan". Así de escuetamente se dio cuenta a la posteridad de que Santiago el Mayor había sido también el protomártir del Colegio Apostólico.
Las tradiciones hispanas
En la década que va desde la primera predicación hasta la muerte martirial de Santiago, según una piadosa tradición de los pueblos de España, el Apóstol se desplazó a esta península como primer anunciador del evangelio. Él y sus discípulos plantaron las primeras Iglesias en las provincias de Celtiberia ya romanizadas. Dentro de esa misma tradición, con leves soportes documentales, pero con honda belleza y ternura, se nos muestra al Apóstol cansado y exhausto, junto a la orilla del Ebro, al pie de un pequeño pedestal de piedra, donde acude la Virgen María, todavía viviente en este mundo, para darle ánimos al pobre Santiago y nuevos impulsos a su empeño evangelizador.
Tradiciones de corte parecido y de origen tardío se dan en otras naciones de la Europa cristiana y con distintos Apóstoles de Jesús, fenómeno muy común en los siglos comprendidos entre la invasión de los Bárbaros y la baja Edad Media. En nuestro caso esos relatos se revisten con datos históricos de probada autenticidad, como son en su conjunto la presencia del cristianismo en la Hispania romana y la plétora posterior de mártires, santos padres, monasterios y santuarios, desde el siglo III hasta la Iglesia visigótica. Sin unas raíces tan recias, tan extendidas, tan profundas, el árbol frondoso de la fe de España, abatido brutalmente durante más de siete siglos de dominio musulmán, no habría podido resistir a tan tremendos desafíos.
Todos a Compostela
Seguimos con Santiago, y ahora en una clave más histórica, más universal, más española también. Doy por conocidos los datos fundamentales del descubrimiento de su sepulcro y del culto santiaguista en Galicia, a parir del siglo nono, documentados posteriormente hasta la saciedad por cronistas y arqueólogos. Estallaría a partir de entonces el fenómeno torrencial de las peregrinaciones, las interiores y las foráneas. Irían tomando cuerpo los Caminos, los hospitales y los santuarios de las rutas jacobeas, con el sello inmortal del arte románico. Los Papas rubricarán el grandioso fenómeno de las peregrinaciones estableciendo los Años jubilares desde las postrimerías del siglo XII.
Compostela, Jerusalén y Roma constituirán los puntos focales de la cristiandad medieval, con claras ventajas para la primera por su accesibilidad viaria, el valor espiritual de sus perdonanzas, la literatura circulante de sus peregrinos más famosos. En Centro-Europa se llegará a llamar a España el Jacobland, el país de Santiago. Peregrinar a su sepulcro será una llamada de conversión y purificación con fuerza singular. Fluyen los peregrinos de Inglaterra y de Dinamarca, de Flandes, de Italia y arrolladoramente de Francia. Compostela hará méritos, en el segundo milenio cristiano, para ser considerada como uno de los ejes espirituales más profundos de la Europa de ayer y de hoy.
El caballo de Santiago
La proyección transpirenaica no debe anular empero, la hondísima raigambre ibérica del Señor Santiago, su significado aún más aglutinante de los pueblos de España, según iban siendo rescatados en los cinco últimos siglos de la Reconquista cristiana. La leyenda del Apóstol, montado en blanco corcel, blandiendo la espada fulgurante, alentando las huestes cristianas en la batalla de Clavijo, según el sueño del rey Ramiro I en el año 834, es el soporte icónico, como hoy diríamos, de una creencia universal en la protección del Santo Apóstol, que alentó en los reinos cristianos a lo largo de la Edad Media.
De ello dejan constancia tres testimonios lapidarios: El de San Fernando, atribuyéndole la toma de Sevilla a "los merescimientos de Santiago, cuyo Alférez nos somos e cuya enseña traemos e que nos ayuda siempre a vencer". Por su parte, los Reyes Católicos lo proclamaban "luz e Patrón de las Españas, espejo e giador de los Reyes dellas" . Y, por último, Miguel de Cervantes escribirá en El Quijote: "Háselo dado Dios a España... por Patrón y amparo suyo y así le llaman como a defensor suyo en todas las batallas que acometen" (II, cap. 58). Completan el retablo de la España jacobea la Orden Militar de Santiago y el Voto de Santiago, un censo contributivo de todos los reinos cristianos.
La figura ecuestre y fulgurante de Santiago, abanderando las huestes cristianas y abatiendo a sus pies a los infieles, iba a ser, cómo no? una tentación plástica incontenible para el lienzo de los pintores y la escultura policromada de los artistas de gubia y buril.
Surgió así en nuestros templos una vistosa imaginería de cuadros y esculturas de Santiago matamoros que, para dar mayor verismo a la composición, situaba a un moro abatido, con recios trazos faciales de bereber, rendido bajo las pezuñas del caballo jacobeo.
No puedo evitar aquí el recuerdo de esa imagen en una Iglesia del litoral mediterráneo por la que pasan con frecuencia algunos turistas del Magreb. -Qué santo es éste?, preguntó. -Naturalmente, respondió el avispado sacristán, el que está al pie del caballo. Vean como los más valiosos emblemas de una época pueden convertirse en los estigmas de otra. Son exponentes de una mentalidad religiosa, válida para el pasado, que no debemos, ni vituperarla en su momento ni extrapolarla al nuestro.
Santiago y cierra España! pudo ser santo y seña de unos cristianos que rescataban su territorio y protegían su fe. Ahora, la enseña querida por Dios y por la Iglesia es la del respeto, la libertad religiosa y el ecumenismo. Mas tampoco la fe vergonzante ni el relativismo en boga. Antaño expulsamos a los moros, ahora los acogemos como inmigrantes. Es éste un progreso enorme en la asimilación del Evangelio, que ojalá disolviera también en la otra parte ciertos resabios fundamentalistas que conducen, de un lado a la guerra santa y del otro a las cruzadas.
En sus últimas claves espirituales el Santiago matamoros representaba la defensa de la misma fe que había predicado en sus comienzos el pescador de Galilea. Aboguemos hoy, sin resabios iconoclastas, por el Zebedeo evangelizador de la primera hora y por el Santiago peregrino de la Edad Media. Válganos él!
ANTONIO
MONTERO
Semanario
"Iglesia en camino"
Archidiócesis
de Mérida-Badajoz
Número
264. 26 de julio de 1998