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P A N O R Á M I C A
1.CUESTIONES PRACTICAS
La misa de hoy no viene fijada con un formulario concreto
de oraciones, ni con unas lecturas determinadas. Hay que
escoger. Hay tres formularios de oraciones y cinco prefacios.
Y un buen conjunto de lecturas que ofrece el leccionario, y
que habrá que mirar para escoger una del Antiguo
Testamento, un salmo responsorial, una del Nuevo
Testamento y un evangelio.
MD, claro está, debe hacer una opción si pretende imprimir
una hoja en la que figuren los textos eucológicos y las
moniciones a las lecturas concretas. Pero eso no quiere decir
que todo el mundo tenga que hacer la misma opción. Como
tantas veces se ha dicho, es cada comunidad -y cada
responsable de comunidad- que debe preparar la celebración
pensando en unas personas concretas. MD es un instrumento
que puede orientar y ayudar, pero hay que rehacerlo en cada ocasión.
LA ASAMBLEA DE HOY
Es una misa de difuntos, obviamente. Eso solo ya define el
tono. Pero hay un elemento, marcado por la liturgia, que la
hace diferente: es misa por "todos los fieles difuntos", no sólo por un difunto de una familia concreta. Y, por tanto, venimos pensando en "nuestros" difuntos, claro está, pero sabiendo que los demás que están a mi lado llevan en el corazón los suyos, y que nos reunimos en un recuerdo comunitario, eclesial, de todos los que nos han precedido.
Hay también otro elemento que la hace diferente de
cualquier otra misa de difuntos. Y es que en ésta no planea el hecho de una muerte concreta y reciente, con todo el
sufrimiento y la consternación que ello supone para la familia y los allegados. En esta ocasión hay serenidad y paz. Es un recuerdo de los difuntos desde la fe, y desde la fe de la
Iglesia. Sin el peso del envoltorio social que hay en una misa
exequial (envoltorio social no necesariamente negativo, pero
que da una configuración distinta a la asamblea
congregada).
CONFESIÓN DE FE EN LA MUERTE Y LA RESURRECCIÓN
DEL SEÑOR
Esta fe es la que nos reúne. No celebramos la Eucaristía
porque creemos en el más allá. Este más allá para nosotros
es la vida que Jesucristo nos ha ganado por su muerte y
resurrección. Eso siempre está en el centro de nuestras
eucaristías. Pero no siempre queda bien subrayado en las
celebraciones exequiales, por las causas que sean. Hoy es un día que permite proclamarlo muy bien. Tanto con los textos que escogeremos (oraciones y lecturas), como en la homilía o en las palabras que digamos al inicio de la celebración.
PODER EXPRESAR LO QUE MAS CUESTA EN UNA MISA
EXEQUIAL
Cuando tenemos un difunto delante, con una familia
afectada, con unos amigos y vecinos que conocemos mucho o que desconocemos absolutamente, cuando quizá aquel
difunto era amigo del propio celebrante o quizá no le conocía
de nada, cuando aquella muerte ha ocurrido en un día en el
que hemos ido muy atareados... resulta que en la homilía no
hemos dicho lo que querríamos comunicar. El estado de los
asistentes condiciona, así como el del propio celebrante.
Hoy tenemos la ocasión de preparar bien la homilía, con
tiempo, sabiendo que delante tendremos personas de fe, que vienen a alimentarla más recordando a sus difuntos y
teniendo presente el hecho de la muerte, pero con la
serenidad que dan los días, los meses, los años.
Un posible esquema:
- celebramos la muerte y resurrección del Señor. La fe de la
Iglesia. Esta fe ilumina nuestra vida, nuestra experiencia de
muerte y resurrección, de pecado y de gracia, de muerte y de vida. Nuestra experiencia de ver morir a personas queridas.
- creemos en el Dios de la vida, el único que puede purificar
nuestras vidas y llevarnos a la asamblea de los santos. Por
eso tiene sentido que oremos por los difuntos: es poner
nuestra confianza en que el Padre añadirá a los difuntos lo
que les pudiera faltar para llegar a la bienaventuranza.
Confianza en que, ya ahora, a todos nosotros, nos va
empujando hacia la plenitud. Y nos empuja como pueblo,
comunitariamente.
- lo que esperamos orienta nuestra vida y nuestra muerte.
JOSEP M.
ROMAGUERA
MISA DOMINICAL 1994, 14
2. ORAR POR LOS DIFUNTOS
SUFRAGIOS/DIFUNTOS
El que pregunta hoy a la teología acerca del purgatorio, apenas recibe respuesta. La Biblia parece que calla sobre este tema.
Según eso, ¿con qué fundamento puede hablar la tradición
sobre él? Así, lo que se hace es eludir el tema. Pero, por otra parte, ¿podríamos imaginarnos una iglesia en la que no se pensara en recordar en las oraciones a los que han llegado a la patria? Se podría afirmar que la conciencia tan natural con la que la oración abarca, en todas las épocas, también a los difuntos es ya, ella misma, una expresión viva de un profundo convencimiento que radica en lo más íntimo de la fe, según el cual la comunicación mutua no termina en la muerte, sino que precisamente eso es lo permanente.
PURGATORIO/QUE-ES: ¿Pero no podemos dar a este
convencimiento un contenido concreto? Hoy parece claro que
el fuego del juicio, del que habla la Biblia, no significa una
especie de cárcel en el más allá, sino que alude al mismo
Señor, el cual en el momento del juicio sale al encuentro del
hombre. ¿Pero qué quiere decir esto más exactamente? Esto
significa que, al hombre que cae ante la vista de Dios, se le
quema toda la «paja y heno» de su vida y que sólo
permanece lo que únicamente puede tener consistencia. Eso
quiere decir que el hombre, mediante el encuentro con Cristo, se refunde o transforma en aquello que él propiamente debería y podría ser. La decisión fundamental de tal hombre es el «sí» que le hace capaz de recibir la misericordia de Dios; pero esta decisión fundamental se halla agarrotada e impedida de muchas maneras y sólo aparece penosamente sobre el enrejado del egoísmo, que el hombre no podría eliminar del todo. Él recibe la misericordia, pero debe ser transformado. Este encuentro con el Señor es esta
transformación, el fuego, que le transforma con su llama en
aquella figura sin mancha que puede convertirse en el
recipiente de la eterna alegría.
¿Pero no pierde de esa manera su sentido la oración por
los difuntos? ¿Se puede pretender influir en la imprescindible
transformación personal de un hombre? Sí, se puede, porque, para la fe cristiana, lo más íntimo del hombre es asimismo lo que en él hay de común con los demás en la unidad de todos los miembros de Cristo.
El compadecer y con-amar no se halla junto a la persona,
sino en ella misma: ella es distinta si está con ella el amor
solícito o no está. Su culpa tampoco es algo puramente
privado: ¿no debía el «purgatorio», expresado en términos
humanos, depender precisamente también de que
indiscutiblemente no puede ser feliz unido a Dios aquél que ha dejado tras de sí culpas o pecados por los cuales sufren los hombres en este mundo? Ahora bien, donde la culpa se ha transformado en amor perdonador, cae un límite o una
frontera que se oponía a la paz definitiva. Lo que la oración
de la iglesia deja claro en favor de los muertos sobre todo es
esto: en el mundo de la fe, los límites o fronteras entre la
muerte y la vida, pero también las fronteras entre hombre y
hombre, son transitables o permeables en un dar y recibir que abarca cielo y tierra, para el cual dar y recibir nadie hay
demasiado pequeño ni nadie demasiado grande.
JOSEPH
RATZINGER
EL ROSTRO DE DIOS
SÍGUEME. SALAMANCA-1983..Págs. 62
s.
3. ¿CELEBRAR LA MUERTE?
El trance definitivo de la vida es la muerte. La muerte es
siempre trágica , es violenta porque contradice el deseo de
vivir, es uno de los ejes del dolor humano. La muerte suscita
en el hombre muchos interrogantes y no puede reducirse a un mero fenómeno natural.
Pero a la muerte no se le puede despojar de sentido.
Cuando la muerte nos amenaza y rodea, cuando entra en
nuestra casa y nos arrebata a un ser querido, entonces con
toda crudeza nos preguntamos. ¿se puede celebrar la
muerte? Desde la fe y la esperanza cristiana tenemos que
responder afirmativamente. Al recordar hoy a todos los
difuntos, al actualizar una vez más en el sacrificio eucarístico
la pasión y muerte del Señor, celebramos al Dios de la vida, al Dios que salva, al Dios de la resurrección. Nuestro Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos, por eso desde el corazón de la muerte celebramos y proclamamos la resurrección.
Creer es esperar en el amor de Dios, confiar plenamente en
su misericordia, asumir la muerte en la esperanza de la vida
eterna. Los creyentes aceptan la muerte bebiendo el agua
viva de la Palabra de Dios, para no morir de sed en el desierto del mundo, y comiendo el Pan de la Vida, que nos fortalece y nos hace triunfar sobre la muerte. Por eso el cristiano sabe que vive para morir y muere paro vivir.
La muerte cambia de sentido, pues es la posibilidad de vivir
eternamente con Cristo.
Al recordar a nuestros difuntos, presentamos a Dios
nuestras oraciones de intercesión celebrando el misterio
pascual de la muerte y resurrección del Señor,
comprometiéndonos a vivir mejor nuestra vida.
Rafael del Olmo Veros
4. Para orar con la liturgia
En Cristo Señor nuestro,
brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección:
y así aunque la certeza del morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y, al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo.
5. La iniciación a la vida litúrgica
según el Catecismo de la Iglesia Católica
La comunión con los difuntos. "La Iglesia peregrina,
perfectamente consciente de esta comunión de todo el
Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del
cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2 M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor (n. 958).
6.
Vemos que la muerte es una ganancia y la vida un
sufrimiento. Por esto dice San Pablo: Para mí la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Cristo, a través de la muerte corporal, se nos convierte en espíritu de vida. Por tanto, muramos con Él, y viviremos con Él. En cierto modo debemos irnos acostumbrando y disponiéndonos a morir, por este esfuerzo cotidiano que consiste en ir separando el alma de las concupiscencias del cuerpo (...)
Tenemos un médico, sigamos sus remedios. Nuestro
remedio es la gracia de Cristo, y el cuerpo de muerte es
nuestro propio cuerpo. Por lo tanto, emigremos del cuerpo,
para no vivir lejos del Señor; aunque vivimos en el cuerpo, no sigamos las tendencias del cuerpo ni obremos en contra del orden natural, antes, busquemos con preferencia los dones de la gracia.
¿Qué más diremos? Con la muerte de uno solo fue
redimido el mundo. Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, si no que la considero como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos.
Hemos recibido el signo sacramental de su muerte,
anunciamos y proclamamos su muerte siempre que nos
reunimos para ofrecer la eucaristía; su muerte es una victoria, su muerte es sacramento, su muerte es la máxima solemnidad anual que celebra el mundo.
¿Qué mas podemos decir de su muerte, si el ejemplo de
Cristo nos demuestra que ella sola consiguió la inmortalidad y se redimió a sí misma? Por esto no debemos deplorar la
muerte, ya que es causa de salvación para todos; no
debemos rehuirla, puesto que el Hijo de Dios no la rehuyó ni
tuvo en menos el sufrirla.Nuestro espíritu aspira a abandonar las sinuosidades de esta vida y los enredos del cuerpo terrenal y llegar a aquella asamblea celestial, a la que sólo llegan los santos, para cantar a Dios aquella alabanza que, como nos dice la Escritura, le cantan al son de la citara: Grandes y maravillosas son tus obras, Señor, Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos, !oh Rey de los siglos! (...) Este deseo expresaba con especial vehemencia el salmista, cuando decía: Una cosa
pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por
los días de mi vida y gozar de la dulzura del Señor.
CE de Liturgia PERU
7. Carta del Arzobispo
Hermano, morir tenemos
No tengo claro si ocurrió en alguna época aquello, oído en
mi infancia, de que los cartujos silenciosos, al cruzarse uno
con otro en el claustro monacal, se decían entre sí en voz
baja: -Hermano, morir tenemos. -Ya lo sabemos, contestaba el aludido. Dijeran lo que dijeran los cartujos, si es que lo
decían, de lo que no cabe duda es de que ustedes y yo nos
moriremos como Dios manda y cuando nos llegue la hora.
Dice el salmo 89 (v. 10) que la vida del hombre sobre la
tierra dura unos setenta años y, para los más robustos, hasta ochenta. No creo que se refiera el salmista a la longevidad media de las poblaciones de entonces, hace unos veinticinco siglos, diezmadas por feroces epidemias y carencias sanitarias. Hablaba, pienso, de los topes máximos de longevidad. Hoy aquellas cifras sí que se van pareciendo, en los países sanitariamente más desarrollados, a los años de permanencia en este mundo de la mayoría de los mortales. Pero, mortales en fin; ese sigue siendo nuestro nombre y nuestro sino.
Nada hay, empero, tan plural y heterogéneo como el talante
de las gentes en nuestro derredor ante la muerte propia. Me
refiero a los europeos de fin de siglo, a nuestros convecinos
de ahora en la calle de enfrente. Parece ser que uno de los
rasgos más distintivos de la postmodernidad es beberse a
tragos el presente, sin hacerse demasiadas preguntas sobre
el mañana y, menos todavía acerca del más allá. Resulta
incluso poco elegante introducir en las tertulias asuntos
transcendentes, a los que se tilda de "rollos macabeos" ¡A
vivir que son dos días! Sería la consigna más representativa
de estos conciudadanos.
O sea, que la muerte, ni nombrarla. Pero, fíjense en lo de
los dos días; por ahí se les ha colado que esto se acaba y,
con esto, nosotros. Los viejos filósofos epicúreos eran, a su
modo, más explícitos que los postmodernos. Ellos decían:
"Comamos y bebamos, que mañana moriremos". No
necesitaban del cartujo que se lo recordara a cada paso.
¡Vamos a ver! Ante una realidad tan de todos y cada uno
como la muerte propia, con su carga de misterio,
estremecimiento, desengaño o esperanza, ¿qué será lo más
sabio, inteligente, sincero, honrado, lógico y provechoso?
¿Escurrir el bulto y mirar para otro lado? ¿O contemplarla de
frente y sin temor, hasta transformar la muerte en fuente de
energía, en firme palanca para sostener la vida? El problema, lo confieso, no es tan simple. Lo reconoce así el mismo Concilio Vaticano II (Gs, 18) al afirmar que "frente a la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su cumbre".
Enigma cumbre, no es poco. Se comprenden así a la vez dos
posiciones encontradas y alternativas. Por un lado, el que la
muerte, los muertos, la ultratumba, el más allá, la vida eterna y la resurrección, sean el punto de arranque y el argumento clave de todas las religiones: Cristianismo, judaísmo, islamismo; hinduismo, animismo, sectas exotéricas. Y, por el costado opuesto, el que la muerte cierre el paso a toda inquietud de fe: el agnosticismo, el inmanentismo y el materialismo. Aquí se acaba todo. O, en términos filosóficos, el hombre es un ser para la muerte, una pasión inútil, carne de un ciego destino.
Coexistimos, convivimos, conversamos con los que respiran
más o menos así. Unos, por crisis interiores, desengaños
profundos, orgullo intelectual, malos ejemplos de los
creyentes. Otros, por instalación morbosa en la duda, por
escepticismo elegante, por desenfreno moral, por pereza
intelectual, por un miedo estúpido a Dios. ¿Quién pecó, él o
sus padres? Por Dios, no voy por ahí. Líbreme Él de
autosituarme entre los buenos, de sentirme superior a nadie o de juzgar intenciones. Eso no me impide experimentar un loco agradecimiento a mi Dios por lo que la fe en Él ha alumbrado mi propio destino.
Me permito incluso decirles a tantos hermanos míos que, al
par que el oxígeno de la fe, respiran hoy tantos gases tóxicos de increencia que, en lo que atañe a su visión cristiana de la vida y de la muerte, no jueguen con las cosas de creer. Sabedores, con el Concilio, de que la muerte es enigma y misterio, no intenten convertir a nadie con discusiones agotadoras. Pero, que sepan, eso sí, "dar razones de su esperanza a todo el que se las pidiera" (1Pe. 3,15).
En nuestra posición ante la muerte se juega en su totalidad
nada más y nada menos que el sentido de la propia
existencia. Y aquí si que hay que hacerse fuertes, no
agresivos ni dogmáticos, ante quienes se quedan tan
campantes, dejando frívolamente sin respuesta, o
desembocando en el absurdo, las preguntas sobre su ser, su
vida, su yo, su origen y su destino. Y a la vez el de todos los
hombres, el de la historia humana, el de la realidad cósmica
que nos circunda. Aquí el cristiano no debe situarse
torpemente a la defensiva. Son los agnósticos, los
materialistas, los que han de justificarse ante la propia
conciencia.
Hemos de manejar con soltura razonamientos como estos:
sería no sólo absurdo, sino inmensamente cruel, el destino de los desheredados, los oprimidos, los humillados de este
mundo, si no se resuelven en el más allá las injusticias
estructurales de la existencia terrena. ¿Y qué decir de los
anhelos de bondad, de belleza, de amor, de alegría, que han
anidado en el corazón de billones, tal vez, de seres humanos
y que no pudieron cumplirse en este planeta? ¿Porqué el
orgullo intelectual de cerrarse al misterio? Son ellos, los ateos y los agnósticos, remedo yo a san Pedro, los que tienen que dar cuenta (Dios mío, que no sea darte cuentas) de su
desesperanza o más bien desesperación.
Para nosotros, ya que el misterio total del hombre sólo
alcanza a vislumbrarse desde el misterio de Cristo, el enigma tremendo de nuestra muerte sólo podrá ser iluminado desde la suya, asumida libre y amorosamente por nosotros y por nuestra salvación; superada luego por el poder de Dios con su resurrección gloriosa; preludio y prenda a su vez de nuestra propia resurrección. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?
¿Dónde tu aguijón?, se preguntará animoso san Pablo (I Cor. 15, 55).
¿Tiene, entonces, el cristiano una palabra de luz y de
aliento para sus hermanos agnósticos? ¿Les podrá echar una
mano desde sus propias certezas, recibidas por la gracia de
Dios?Habría que ayudarles suavemente, desde la inteligencia y el amor, a quitarse, como Pablo, las escamas de los ojos: el escepticismo despectivo, la autosuficiencia orgullosa, el escándalo fácil, la pereza intelectual, la idolatría del placer, la dureza de corazón.
Para los bautizados españoles la creencia en la vida eterna
suele llevar consigo, por lo común, la recuperación integral de su fe cristiana y católica. De ahí el significado de las dos
fiestas de noviembre: los Santos y los Difuntos. De ahí, por
último, la exigencia de que todos sepamos "dar cuenta de
nuestra esperanza". Se entiende que con la palabra y con la
vida. "Luzca así vuestra luz delante de los hombres, de modo que vean vuestras obras buenas y glorifiquen a vuestro padre, que está en los cielos" (Mt. 5, 16).
ANTONIO
MONTERO
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
No. 228 - Año V - 2 de noviembre de 1997
8. "Creo en la Resurrección"
Entre los cristianos suelen circular ciertas dudas sobre el
más allá. Según datos de estudios sociológicos entre los que
creen en Dios y en Jesucristo hay bastantes que declaran no
creer en la supervivencia, en la resurrección, en el cielo o en
el infierno.
Ante esto hay que preguntarse: ¿Entonces, para qué
creer? La respuesta válida sigue siendo la de San Pablo: "Si
Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe".
Es posible que muchos se conformen con sentir en su vida
la protección de Dios y que piensen que, a pesar de todo, es
provechoso para el hombre vivir en el amor y en el temor de Dios; también es posible que a otros les baste con que Jesús de Nazaret sea para ellos un buen ejemplo humano y sólo de ese modo lo vean como modelo para los mortales.
Ciertamente, eso ya es experimentar la salvación, pero es
pobre, incompleta e insuficiente; la plena y definitiva, la que
Dios nos ofrece, es eterna y alcanza su plenitud al final de
nuestro recorrido terreno; porque "la vida no termina, se
transforma", por nuestra participación en la resurrección de
Jesucristo.
Esa es la redención que celebramos como realidad y
esperanza en las dos fiestas de este fin de semana: la de
Todos los Santos, que nos recuerda que estos han
encontrado en plenitud lo que vislumbraban entre gozos y
sufrimientos aquí abajo; la de los Fieles Difuntos nos hace
recordar a aquellos que necesitan purificarse hasta que todo
en ellos sea digno de la complacencia de Dios. Roguemos por ellos.
Amadeo Rodríguez
9. Esperar la resurrección
Dedicar un día del año litúrgico a la oración de todos los
difuntos apareció como costumbre de algunas ordenes
monásticas bien pronto, aunque es en el siglo IX cuando
aparece en algunas parroquias. Con el tiempo se fue
extendiendo a la Iglesia universal. En el año 1915, en
consideración a los muertos de la primera guerra mundial, el
Papa Benedicto XV concedió que los sacerdotes pudieran
celebrar este día tres misas y así poder atender la demanda
de sufragio.
La reciente reforma conciliar, en la Constitución sobre la
Sagrada Liturgia, dispuso que "la liturgia de los difuntos debe
expresar más claramente el carácter pascual de la muerte
cristiana" (n. 81). De ahí las novedades en lecturas, oraciones y color de ornamento que hemos visto en las exequias. A este respecto hay que notar la supresión del famoso canto "Dies irae" que no está en consonancia con esta nueva perspectiva.
La lectura de San Pablo explica bien el carácter "pascual"
de la muerte cristiana. El Apóstol comienza afirmando:
"Porque si nuestra existencia está unida a él en una muerte
como la suya, lo estará también en una resurrección como la
suya".
Se trata de un "paso" que comienza en "morir" a todo lo que
nos separa del Padre, tanto el pecado como nuestra propia
vida terrena, pues, al final, tienen que ser destruidos para
llegar a un "resucitar" que nos haga posible el encuentro
definitivo y plenificante con Dios Padre y participar de su
gloria..Esta visión de la vida y de la muerte es la que engendra la actitud de serenidad y esperanza ante la muerte que presiden las lecturas y las oraciones de la liturgia de hoy.
Antonio Luis Mtnez
10.
Desde hace un milenio (siglo once) la Iglesia celebra la
Conmemoración de todos los Fieles Difuntos, el 2 de
Noviembre, al día siguiente de la Solemnidad de todos los
Santos; y, como ésta, desde la reforma Posconciliar del
calendario Litúrgico, tiene la máxima categoría de
solemnidad.
En la Solemnidad de esta Conmemoración de Todos los
Fieles difuntos no hay lecturas bíblicas propias; se toman del
elenco de Lecturas para las misas de difuntos. Nosotros
comentamos las tres Lecturas, sugeridas por el directorio
Nacional para la diócesis de España.
En los fieles difuntos -creyentes en Cristo o cuya fe sólo
Dios conoce- se ha cumplido ya (o bien, está en trance de
cumplirse) la promesa de Cristo, que escuchamos en la
Lectura del evangelio (Léase): "Volveré y os llevaré conmigo, para que, donde estoy Yo, estéis también vosotros". Sublime en su sencillez definición de la muerte desde la perspectiva de la Fe.
En los fieles difuntos -bautizados ritualmente o con el
Bautismo de deseo- se ha cumplido ya definitivamente la
Muerte (física) en Cristo, la sepultura con Cristo, con la
esperanza de la Resurrección con Cristo; Misterio Pascual,
que se les anticipó místicamente, sacramentalmente, en el
Bautismo; Misterio Pascual que se actualizó en sus vidas,
dando muerte al hombre viejo, empecatado, para ir
reproduciendo en sí mismos el hombre nuevo, según la
Imagen del hombre Nuevo, Jesucristo. En este sentido abunda el Apóstol en la 2ª Lectura (léase).
Ellos -los fieles difuntos-, en el trance de su purgación o
purificación o perfeccionamiento (el Purgatorio), pueden hacer suyas las palabras inspiradas del Libro de las Lamentaciones (1ª Lectura -léase), pues "el Señor es bueno para los que en Él esperan y lo buscan".
Y la plegaria del Salmo ("Desde lo hondo a tí grito, Señor")
es también la Plegaria de todos los fieles difuntos, la iglesia
Purgante, a quienes nosotros, la iglesia peregrina hacia la
Jerusalén Celestial, prestamos hoy nuestra voz suplicante.
Avelino Cayón
Hoja Litúrgica de la Diócesis de Madrid
11. Dar el pésame
Se podría hacer una antología con las distintas formas de
dar el pésame: las hay más sencillas o más rebuscadas; unas tienen un lenguaje más social y otras más teológico; algunas son muy rutinarias y otras más sentidas y emotivas. En cada pueblo hay unas palabras hechas para decir los sentimientos con los que se comparte el dolor por la muerte de los seres queridos.
Se trata de expresiones que solemos utilizar para
defendernos de la incapacidad de decir algo que en esos
momentos tenga sentido para quienes escuchan y refleje lo
que de verdad sentimos. A veces lo mejor sería el silencio que solidariamente calla y comparte, porque el pésame es ante todo calor humano y presencia testimonial.
Pero para los cristianos siempre es algo más: es un
ofrecimiento y un compromiso. En nuestros pésames nos
comprometemos a continuar la solidaridad en nuestros
diálogos con el Señor, pidiéndole que en su bondad y
misericordia conceda la vida eterna a aquellos que nos dejan
para ir a sus moradas.
La Iglesia nos ofrece con el mes de noviembre una ocasión
propicia para cumplir con nuestro deber hacia aquellos que
nos han precedido y duermen el sueño de la paz. Ese deber
no es otro que hacer del afecto oración y recordar en la vida
comunitaria de la Iglesia, en privado y en sus celebraciones,
especialmente en la Eucaristía, a aquellos a los que hemos
amado y ahora amamos en este recuerdo orante ante Dios
Padre, por la intercesión de su Hijo Jesucristo.
Amadeo Rodríguez
Semanario "Iglesia en camino"
Archidiócesis de Mérida-Badajoz
Número 274.8 de noviembre de 1998
12. CLARETIANOS 2003
Hace ya algunos días alguien me envió por correo electrónico uno de esos mensajes visuales que están de moda entre quienes disponen de tiempo para enviar a sus amigos pesados archivos que tardan lo suyo en bajar, a menos que uno disfrute de una buena línea ADSL. Os lo incluyo hoy porque me parece que lo que se dice ahí conecta parcialmente con lo que celebramos en esta "conmemoración de los difuntos". Subrayo el adverbio "parcialmente". Vivir el "hoy" con intensidad es una manera de dar sentido a esta vida. Es, si me apuráis, una buena forma de creer que esta vida es tan valiosa que no puede dejarse todo para la segunda parte. Pero es imprescindible creer que hay una segunda parte. Sin en el mundo de la literatura, por ejemplo, "nunca segundas partes fueron buenas", en el mundo de la vida humana, la fe nos recuerda que "lo mejor está por llegar" y que "es bueno esperar en silencio la salvación del Señor". O quizá mejor: que está llegando día a día, pero que nunca lo disfrutaremos del todo hasta que no traspasemos la frontera.
Hace unos meses encontré en Internet un largo artículo sobre la escasez de vocaciones consagradas. El autor, con bastante ironía, decía que hoy muchos sacerdotes que se escandalizan de que el Vaticano se haya convertido últimamente en una "fábrica de santos" no tienen reparo en mandar al cielo por la vía rápida a todos los difuntos cuyos funerales celebran. Creo que todos hemos oído mensajes de este estilo: "Demos gracias a Dios por nuestro(a) hermano(a) que está ya gozando de Dios en el cielo...". ¿Quiénes somos nosotros para emitir este tipo de juicios? ¿Podemos hacer esto? ¿Es un reflejo de la fe cristiana o es sólo una proyección de nuestra manera de ver las cosas?
No quisiera que la carta de hoy se convirtiera en una lección de teología, pero cuando oramos por nuestros hermanos difuntos no estamos expidiendo escrituras rápidas de una parcela en el cielo, por más que en la casa del Padre haya muchas moradas. Creo que hacemos algo mucho más profundo y, en el fondo, más radicalmente liberador, algo que no es fruto de nuestros deseos sino de las palabras de Jesús.
Todos los días, y hoy de modo especial, le pedimos a Dios por todos los que han muerto, para que "así como han compartido ya la muerte de Jesucristo compartan también con él la gloria de la resurrección". Se lo pedimos con toda la confianza que el Espíritu Santo pone en nosotros, pero renunciamos a "canonizaciones superficiales", a un ejercicio de la gracia barata que no toma en serio el drama de cada vida personal y el significado profundo del amor de Dios. Creamos más en la palabra misericordiosa de Dios que en nuestros propios sentimientos.
13. CLARETIANOS 2002
La iglesia siempre ha orado por los muertos. Sin embargo, la conmemoración litúrgica de los fieles difuntos el 2 de noviembre no se instituyó hasta finales del siglo X. El abad san Odilón, del monasterio de Cluny (Francia), prescribió, en el año 998, a todos los monasterios de su jurisdicción que se hiciera memoria de los difuntos al día siguiente de celebrar la fiesta de Todos los Santos. Roma admitió esta celebración en el siglo XIV.
Confortados por la alegría de la fiesta de ayer, conmemoramos hoy a” todos los que nos han precedido en el signo de la fe y duermen el sueño de la paz”. El recuerdo de los difuntos y la intercesión por ellos va más allá de una costumbre piadosa y loable. Nos confronta, una vez más, con el misterio insondable de la muerte, de nuestra propia muerte. Lo hacemos repetidamente a lo largo del año litúrgico (de manera señalada cuando celebramos el triduo pascual: la muerte y la resurrección de Jesús), pero en este día adquiere un tono más directo, más desnudo.
Todos asistimos a diario a “espectáculos de muerte”. En una sociedad como la nuestra, que ha perdido el sentido de la vida (o que lo ha fragmentado hasta el punto de tener que buscar la cohesión social por medios puramente legales), la muerte es simultáneamente disimulada y difundida. Los muertos “cercanos” se retiran de la circulación. Basta examinar lo que sucede cuando una persona muere: rápidamente se la hace desaparecer del terreno de los vivos para que no altere el ritmo cotidiano, para que no cuestione demasiado. Los muertos “lejanos” (reales o imaginarios) se exhiben con todo lujo de detalles. Basta contemplar los informativos de cualquier cadena de TV o las producciones cinematográficas. El espectador medio está ya acostumbrado a cenar con cadáveres, sin que esto altere lo más mínimo su digestión.
Una cultura que no sabe qué hacer con la muerte es una cultura incapaz de alentar la vida. La muerte, en definitiva, es “la piedra de toque de todos los humanismos”, como denunciaba hace algunas décadas Henri de Lubac.
Sin embargo, a pesar de esta presencia-ausencia de la muerte en nuestra vida cotidiana, no solemos hablar mucho de ella. Siempre nos parece una realidad que se refiere a los otros. Son los “otros” los que aparecen en televisión víctimas de un accidente de tráfico, de un asesinato, o de una guerra. Es cierto -como afirmaba el poeta John Donnan- que cuando doblan las campanas por la muerte de alguien, en el fondo, doblan por nosotros, pero eso no forma parte de nuestra percepción habitual. Incluso cuando muere alguien cercano y la muerte nos golpea de cerca, todo nos invita a pasar página cuanto antes, a seguir adelante, a no detenernos. De esta manera, no acabamos de entrar en contacto con la realidad de nuestra propia muerte. Huimos de algo que nos parece absurdo.
Y, sin embargo, la muerte nos ofrece la posibilidad de la suprema entrega. Con la muerte se inaugura una comunión más profunda con Dios, con todos y con todo. Como el amor es más fuerte que la muerte, cuando morimos podemos amar sin los límites que nos impone la vida terrena. Los discípulos reconocieron plenamente al Señor cuando éste les dejó. ¿No es ésta nuestra experiencia? A las personas las descubrimos en toda su hondura cuando ya no están físicamente con nosotros. La muerte tiene el poder de revelar lo más profundo de cada uno. Mientras vivimos estamos muy limitados por nuestras necesidades, por nuestros miedos y heridas. Al morir, podemos entregarnos plenamente. Se inaugura así una verdadera “comunión de los santos”, como reconoce nuestra fe cristiana.
La muerte, ciertamente, se nos presenta como una enemiga. Para un hijo de Dios, sin embargo, la muerte significa la entrada en la experiencia de sentirnos plenamente amados y, por lo tanto, de poder amar sin barreras.