HOMILÍA BASADA EN
Lc/23/44-49. 24/01-06
-La
muerte de Cristo y la muerte del cristiano
En
este día dedicado a la memoria de todos los fieles difuntos, nuestro
recuerdo se dirige especialmente hacia aquellos conocidos, amigos y
familiares nuestros que han dejado este mundo. Su muerte quizás nos hace
sentir con mayor hondura la precariedad de la vida presente y nos lleva a
hacernos preguntas como éstas: ¿Dónde están nuestros difuntos? ¿Hacia
dónde vamos nosotros, destinados también a la muerte? ¿Qué sentido
tiene la muerte? ¿No será la muerte la última manifestación del
"sin-sentido" de la vida? Este carácter absurdo y misterioso de
la muerte, nosotros como cristianos sólo lo podemos iluminar con la fe,
con la luz que surge de este doble acontecimiento: Jesús murió; Jesús
resucitó.
Jesús
expiró realmente, fue amortajado y lo pusieron en un sepulcro.
Jesús,
muriendo él mismo nos enseñó a morir y nos aclaró el sentido de la
muerte. ¿Cómo no hacer un paralelismo entre la muerte de Cristo y la
muerte de aquellos hermanos que hoy recordamos? Y este paralelismo tiene
una razón profunda de ser, por cuanto deriva de una ley esencial de la fe
cristiana: la muerte de Cristo está necesariamente vinculada a la muerte
de todos y cada uno de los cristianos.
En
primer lugar, en el plano de la ejemplaridad, puesto que la muerte de
Cristo es el modelo supremo de la muerte cristiana. Y ello en dos aspectos
principales: Cristo aceptó voluntariamente su muerte como prueba de
obediencia amorosa a la voluntad del Padre; Cristo murió por los demás,
por todos los hombres, como culminación de una vida totalmente entregada
al servicio de los demás.
Y
en segundo lugar, en el plano de la eficacia. Para nosotros, en efecto, la
muerte de Cristo no es sólo un ejemplo, sino la causa real y eficaz de
nuestra salvación.
-Nuestra
esperanza: Jesús es "El que vive", ahora
Pero
la historia de Jesús no acabó con la muerte. En aquel domingo, las
mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús, encontraron el sepulcro vacío:
"Por qué buscáis entre los muertos al que vive". Aquel que
murió y fue sepultado, recibe ahora el titulo significativo de "El
que vive" (El Viviente), denominación que el Antiguo Testamento
reservaba sólo para Dios.
Repetir
hoy que Jesucristo es "El que vive" es, pues, un pleno acto de
fe en El como Hijo de Dios y redentor nuestro.
Es
también muy apropiado para dar el auténtico sentido cristiano a este
día, en el que hacemos memoria de nuestros muertos. Hoy que recordamos la
muerte, y que quizás incluso nos acercamos personalmente a los sepulcros
de los seres queridos que "nos han precedido en el signo de la fe y
duermen el sueño de la paz", confesar que Jesús es "el que
vive", ahora y para siempre, es proclamar la noticia gozosa hasta sus
últimas y más consoladoras consecuencias.
Proclamar
que a la muerte de Jesús siguió su gloriosa resurrección es colocar el
más sólido fundamento de nuestra esperanza cristiana.
-La
muerte instrumento de vida y de victoria
Por
el ejemplo de Cristo y por su fuerza, los cristianos podemos pasar por la
muerte de un modo que transforma totalmente sus aspectos negativos.
Con
todo, tengamos en cuenta que, para que sea así, hay unas condiciones
indispensables. Recordémoslas: aceptar voluntariamente la muerte, en
señal de obediencia amorosa al Padre: vivir siempre para los demás, como
preludio de una muerte fecunda; creer que la muerte no es el fin, sino el
principio de una vida totalmente liberada de cualquier esclavitud. Al fin
y al cabo, uno muere tal como ha vivido. Si hacemos de nuestra existencia
una continua expresión de amor a Dios y a los hombres, entonces nuestra
muerte, como la de Cristo, será instrumento de vida y victoria.
Un
numeroso grupo de médicos y moralistas cristianos, reunidos para estudiar
el tema de "la verdad y la mentira en el mundo sanitario", lo
reconocía: el mundo actual esconde la muerte, la convierte en silencio y
renuncia a preparar al hombre para morir. Nosotros, cristianos, no podemos
aceptar este juego. Nuestra fe nos debe dar el coraje de mirarla cara a
cara e incluso de llamarla, como hacía san Francisco de Asís, "la
hermana muerte". Los cristianos no tendríamos que temerla. Si vivimos,
vivimos para el Señor; si morimos para El morimos. Y valoramos tanto la
muerte de Cristo, que incluso la hacemos objeto de celebración festiva.
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Cada
Eucaristía proclama y reactualiza la muerte victoriosa del Señor. De
modo especial, hoy incorporamos a nuestra celebración el recuerdo de la
muerte de nuestros hermanos difuntos. Porque creemos que, vinculada a la
de Jesús, también para ellos la muerte fue un acontecimiento de
salvación. Que esta Eucaristía sea a un tiempo recuerdo eficaz de la
muerte de Cristo y confesión gozosa de su resurrección, plegaria piadosa
por todos los fieles difuntos y expresión de nuestra voluntad de vivir y
de morir por el ejemplo y la fuerza de Jesús.
JORDI
PIQUER
MISA DOMINICAL 1989, 21
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