SAN AGUSTÍN COMENTA LA SEGUNDA LECTURA


Rom 5,5-11:
¿Valíamos tanto cuando aún éramos pecadores?

Sabemos lo que hemos cantado y lo recordamos perfectamente: La muerte de los santos es preciosa a los ojos del Señor (Sal 115,15). La muerte de los santos es preciosa por su precio. Nada tiene de extraño que sea preciosa la muerte de quienes fueron comprados a tal precio. El mundo no puede ponerse en la misma balanza con la sangre de aquel por quien fue hecho el mundo. Para tener sangre que derramar por nosotros, la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). En efecto, el precio pagado por nosotros es la sangre de aquel que la derramó por el perdón de los pecados. ¿Qué valían los pecados, o en cuánto los tasaba? ¿Era, en verdad, aquella sangre el precio justo por los pecados? Ved que Cristo murió por los impíos. Escucha al Apóstol: Dios -dijo- muestra su amor para con nosotros en el hecho de que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros (Rom 5,8). ¿Valíamos tanto cuando aún éramos pecadores? Al contrario; nuestro valor sería nulo, si permaneciésemos en el pecado. Aquel nuestro comprador purificó con el precio pagado lo que había comprado. ¿Cómo hubiera sido comprado a tal precio el pecador, de no haber sido purificado con el mismo precio?

No miremos, pues, lo que éramos antes de que él nos comprase, para no quedarnos en el camino. No centremos nuestra atención en ello, pero retengámoslo, no obstante, en la memoria. En efecto, si nos fijamos en ello, a ello volvemos; si lo olvidamos, nos hacemos ingratos. Es cosa buena recordar lo que fuimos y odiarlo enseguida; recordarlo, para ser agradecidos, y odiarlo, para no volver a las andadas. Ni siquiera Jesús murió por los pecadores porque amase a los pecadores. Si consideramos esto superficialmente, sale al paso luego la dificultad del problema. ¿Cómo es que no amó a aquellos por quienes murió? ¿Quiénes son aquellos por los que quiso morir? Habéis oído al Apóstol: Cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros. En consecuencia, si amó a aquellos por quienes murió, si murió por los pecadores, amó a los pecadores. Calle el pecador y hable el Salvador. ¿De dónde procede lo que dices, ¡oh pecador!? Amas el ser pecador. En verdad, no dirías que el Salvador amó a los pecadores si no quisieras ser pecador. Calle, pues, -como dije-, el pecador; hable el Salvador. ¿Qué dice el Salvador? Mira que ya estás sano; no peques más, no sea que te ocurra algo peor (Jn 5,14). ¡Con qué amenazas te prohibió lo que amabas! ¿Ama, pues, él lo que quisiste ser tú, si te amenaza con tales cosas si vuelves a las andadas?

¿Cómo entonces murió por los pecadores, si no amó a los pecadores? Murió por los pecadores, precisamente porque no los amaba. Entiéndelo y se acabarán tus dificultades. Tú me preguntas cómo no amó a los pecadores quien murió por ellos. Responde primero a mi pregunta, y tú mismo te darás la respuesta a lo que me habías preguntado. Quien ama una cosa, ¿quiere que exista o que no exista? Pienso que, si amas a tus hijos, quieres que vivan; pues si no quieres que vivan no los amas. Sea lo que sea lo que amas, quieres que exista y en ningún modo amas lo que no quieres que exista. ¿Qué quiso, por tanto, el Señor al morir por nosotros? ¿Que fuéramos pecadores, o librarnos de los pecados? Si murió por nosotros precisamente para borrar nuestros pecados, ¿amó, acaso, lo que destruyó? ¿Quién destruye lo que ama? Si eres fiel, si has creido en él, si tienes en alto tu corazón, para escribir lo que eres; tuvo que borrar lo que habías sido...

No cabe duda de que Dios ama a los pecadores; no cabe duda tampoco de que, por su sangre, los pecadores no son lo que fueron. ¿Cómo son amados, si Cristo el Señor amó a los justos y no a los pecadores? Amó lo que tenía en vista hacer, no lo que encontró en ellos. El médico si cumple con la función para la que ha sido llamado, ama a los sanos, no a los enfermos. Y hasta me atrevo a decir, y es cierto, que se acercó hasta el enfermo precisamente porque no amaba al enfermo. Parece que he dicho algo contradictorio, pero yo pregunto: «¿Por qué se acercó hasta el enfermo?». Para volverlo sano. Entonces no ama al enfermo. Ama lo que tiene en vista hacer de él, no lo que quiere eliminar.

Así, pues, los santos mártires, comprados a tan elevado precio, redimidos por su creador, recobraron la salud. Son siervos dos veces: en cuanto creados y en cuanto redimidos. La libertad les llegó de donde les había llegado la servidumbre: son siervos del Creador y hermanos del Redentor. Para ver que son siervos, lee el evangelio como documento que lo atestigua; ve en él cómo han sido comprados. Fíjate en el contrato: la bolsa que contenía su precio fue colgada del madero, rasgada y derramada. Derramó lo que contenía, y con ella compró. Si lees el evangelio, encuentras en él el documento que atestigua su condición de siervos. De siervos los hizo hermanos, y lo que era documento de su condición de siervos, se convirtió en testamento para los hijos. Amén.

Sermón 335 I,1-3.5.