COMENTARIOS AL EVANGELIO
Jn 19, 31-37

El descanso y la petición a Pilato

19,31 Los dirigentes judíos, como era Preparación -para que no se quedasen en la cruz los cuerpos durante el día de descanso, pues era solemne el día de aquel descanso-, le rogaron a Pilato que les quebrasen las piernas y los quitasen.

Reaparecen los dirigentes judíos (19,20), los que han conseguido dar muerte a Jesús, entre los cuales se encuentran los sumos sacerdotes (cf. 19,14.15).

Desde la primera entrevista con Pilato, «los Judíos» tenían presente la pureza legal requerida por la Pascua que se avecinaba (18,28). Ahora siguen preocupados; se consideraba que una ejecución capital profanaba el sábado o la fiesta. No quieren que nada impida la celebración.

Era Preparación; ellos creen que están preparando su propia Pascua, cuando en realidad ha sido sustituida por la de Jesús (11,55a; 12,1 Lects. ).

La mención de los cuerpos expresa la solidaridad de Jesús con los que están crucificados con él y con todo hombre, como la había expresado «la carne» (1,14; 17,2). «El cuerpo», que iguala a Jesús con los hombres, es el santuario de Dios (2,21). Los cuerpos están en su misma cruz (en la cruz), ésta es la de todos los suyos, como lo será su sepulcro (19,41).

No debían quedar en la cruz el día de descanso, porque el día de fiesta que imponía aquel descanso era muy solemne. Hay que distinguir aquí dos puntos de vista, el de los judíos y el de Jesús. Desde el punto de vista de los judíos, es la preparación de su Pascua, que no llegará a celebrarse (cf. 19,42). Su fiesta quedará vacía. Desde el punto de vista de Dios y de Jesús, terminada el día sexto la obra de la creación (19,30), comienza el sábado, el descanso.

La frase el día era solemne está en paralelo con 7,37: El último día, el [más] solemne de la fiesta, puesto en relación con la manifestación de la gloria (7,39). Este día sexto de la muerte de Jesús, en que el hombre queda creado, es «el último día»; en él se acaba la obra de Dios, pero al mismo tiempo se inicia. El día último es al mismo tiempo el día primero (20,1) que abre la marcha de la nueva historia. La nueva pareja en el huerto-jardín dará comienzo a la nueva humanidad (20,11ss).

«Los Judíos» van a rogar a Pilato. Le hacen peticiones concretas: que les quiebren las piernas, para acelerar la muerte, y que los quiten. Ni una ni otra se verificarán con Jesús; los soldados no le quebrarán las piernas; tampoco serán ellos los que lo quiten de la cruz, esto será motivo de otra petición de un discípulo (19,38).

Quieren acelerar la muerte, para que no estén vivos en la fiesta. La presencia de Jesús y la de sus compañeros crucificados es incompatible con ella, pues produciría una impureza según la Ley. No consideran que el crimen los impurifique, pero sí la violación de una prescripción legal.

Para ellos, pueden rompérsele las piernas a Jesús. No saben que es el Cordero de la nueva Pascua (1,36).

El costado traspasado

32-33 Fueron, pues, los soldados, y les quebraron las piernas, primero a uno y luego al otro de los que estaban crucificados con él. Pero, al llegar a Jesús, viendo que estaba ya muerto, no le quebraron las piernas.

Los soldados comienzan por los compañeros de Jesús. Estos estaban aún vivos; ahora, una vez que él ha muerto, pueden morir ellos. El ha abierto el camino hacia el Padre y pueden seguirlo.

Nadie puede quitarle la vida, la ha dado por propia iniciativa (10, 17s; 19,30). Al afirmar que no le quebraron las piernas prepara Jn la cita del texto sobre el cordero pascual (19,36). Jesús, como Lázaro, está muerto (11,44; 12,1 nota); para los soldados, es una muerte definitiva, como las demás.

34 Sin embargo, uno de los soldados, con una lanza, le traspasó el costado, y salió inmediatamente sangre y agua.

Como el vinagre representaba el odio (19,29s), así la lanza. La acción del soldado era innecesaria, pero la hostilidad sigue. Ahora es el pagano quien la expresa. Los soldados se habían burlado de la realeza de Jesús y lo habían escarnecido. (19,1-3), se habían repartido su ropa (19,23-24). Ahora, la punta de la lanza quiere destruirlo definitivamente. La expresión de odio permite la del amor que produce vida. Lo mismo que al vinagre del odio respondió Jesús con su muerte aceptada por amor (19, 30: reclinando la cabeza), cuyo fruto fue la entrega del Espíritu, así ahora, a la herida de la lanza, sucede la efusión de la sangre y el agua.

El hecho es de una importancia excepcional, como aparece por el solemne testimonio que de él da a continuación el evangelista. Hay que esperar, por tanto, una gran riqueza de significado.

La sangre que sale del costado de Jesús figura su muerte, que él acepta para salvar a la humanidad (cf. 18,11). Es la expresión de su gloria, su amor hasta el extremo (1,14; 13,1), el del pastor que se entrega por las ovejas (10,11), del amigo que da la vida por sus amigos (15,13). Esta prueba máxima de amor, que no se detiene ante la muerte, es objeto de contemplación para la comunidad de Jn (1,14: hemos contemplado su gloria).

Es así. Jesús, en la cruz, la Tienda del Encuentro del nuevo Éxodo p (2,21). En ella se verifica la suprema manifestación de la gloria, según la petición de Jesús al Padre (17,1; cf. 7,39; 12,23; 13,31s). De su costado fluye el amor, que es al mismo tiempo e inseparablemente suyo y del Padre.

El agua que brota representa, a su vez, el Espíritu, principio de vida que todos podrían recibir cuando manifestase su gloria, según la invitación que hizo Jesús el gran día de la fiesta (7,37-39). Se anunciaba allí el cumplimiento de la profecía de Ezequiel. En aquella escena, Jesús, puesto de pie, postura que anunciaba la de la cruz, invitaba a acercarse a él el último día para beber el agua que había de brotar de su entraña. Es Jesús en la cruz el nuevo templo de donde brotan los ríos del Espíritu (7,38; cf. Ez 47,1.12 ), el agua que se convertirá en el hombre en un manantial que salta dando vida sin término (4,14).

Puede cumplirse así lo anunciado en el prólogo (1,16): de su plenitud todos nosotros hemos recibido, un amor (el agua-Espíritu) que responde a su amor (la sangre-muerte aceptada). La sangre simboliza, pues, su amor demostrado; el agua, su amor comunicado.

La alusión a la frase del prólogo es tan clara que existe posiblemente un juego de palabras entre 1,14: plérés; 1,16: pléróma (lleno, plenitud), y 19,34: pleura (costado): «de su plenitud todos nosotros hemos recibido», «de su costado salió sangre y agua».

Aparece aquí ahora la señal permanente, el Hombre levantado en alto, cuyo tipo había sido la serpiente levantada por Moisés en el desierto, para que todo el que lo haga objeto de su adhesión tenga vida definitiva (3,14s). De él baja el agua del Espíritu (3,5), para que el hombre nazca de nuevo y de arriba (3,3) y comience la vida propia de la creación terminada, siendo «espíritu» (3,6; cf. 7,39), amor y lealtad (1,17).

Se ha sacrificado el Cordero de la nueva Pascua, el que libera al hombre de la opresión, quitando así el pecado del mundo (1,29; 8,21.23). Según los textos de Zacarías a que se aludirá más tarde (19,37), la fuente de agua que aquí se abre, la del Espíritu, será la que purifique del pecado (1,33). Esta purificación se prometió en Caná, combinando los símbolos de agua y vino (2,7) y se opone a la que vanamente buscaban en el recinto del templo los peregrinos que habían acudido a Jerusalén para la Pascua (11,55b).

La nueva Pascua significa la nueva alianza, anunciada en Caná (2,4). Ha llegado la hora en que Jesús da el vino de su amor. Empieza la boda definitiva. Como antiguamente Moisés, está ahora Jesús de pie promulgando la Ley (7,37 nota). Es la del amor leal (1,17) que él manifiesta en la cruz, expresa en su mandamiento (13,34: Igual que yo os he amado, también vosotros amaos unos a otros, cf. 15,12) e infunde con el Espíritu, que identifica con él.

El proyecto divino ha quedado terminado en Jesús (19,28-30); ahora se prepara su terminación en los hombres. El Espíritu que brota será el que transforme al hombre dándole la capacidad de amar y hacerse hijo de Dios (1,12). Con estos hombres nuevos se formará la comunidad mesiánica.

La descripción de la muerte de Jesús como un sueño (19,30: reclinando la cabeza; cf. 11,11-13) y el uso del término pleura (costado) relacionan este pasaje con el de la creación de la mujer en Gn 2,21s: «Él Señor Dios echó sobre el hombre un letargo y el hombre se durmió. Le sacó una costilla (LXX: mian ton pleurón autou) ... de la costilla ... formó una mujer».

Del costado de Jesús, el Hombre terminado (cf. 19,30), el Hombre-Dios, procede el agua del Espíritu que completará al hombre de carne (9,6). Por este nacimiento de agua-Espíritu (3,5) se formará la comunidad de Jesús, representada en figura de mujer-esposa (cf. 20, 13.15) por María Magdalena (19,25). El encuentro de la nueva pareja primordial tendrá lugar en el huerto/jardín el primer día de la nueva creación (20,16).

La primera mujer era carne de la carne de Adán y hueso de sus huesos (Gn 2,23); la nueva esposa del Hombre es espíritu del Espíritu de Jesús (1,16: de su plenitud todos nosotros hemos recibido; 3,6: del Espíritu nace espíritu; cf. 7,39: aún no había espíritu, porque la gloria de Jesús aún no se había manifestado).

En este último día, el de la creación terminada (19,30), Jesús da al hombre con el Espíritu la vida que vence la muerte: ésta es la resurrección prometida (6,39.40.44.54; cf. 11,25).

Testimonio del evangelista y de la Escritura

35 El que lo ha visto personalmente deja testimonio -y este testimonio suyo es verdadero, y él sabe que dice la verdad- para que también vosotros lleguéis a creer.

El testimonio que da el evangelista ante el espectáculo de Jesús traspasado en la cruz es el más solemne del evangelio. Éste testimonio cierra el arco abierto por el de Juan Bautista (1,34: Yo en persona lo he visto y dejo testimonio de que éste es el Hijo de Dios) sobre la bajada y presencia del Espíritu en Jesús, su unción mesiánica, que lo constituye en Hijo de Dios y lo anuncia como el que va a bautizar con Espíritu Santo (1,32-34). Juan Bautista describía con estas palabras la misión de Jesús, antes que comenzase su actividad; ahora, el evangelista ve la obra terminada (cf. 19,30). Juan Bautista preparaba la manifestación a Israel (1,31), el evangelista da su testimonio para que todos los que lo escuchen lleguen a creer. Como en Caná, donde la primera manifestación de la gloria fue la que llevó a los discípulos a darle su adhesión (2,11), esta manifestación definitiva y suprema será el fundamento de la fe de los discípulos futuros.

Es la primera vez que el evangelista se dirige a sus lectores: vosotros, correlativo al «nosotros» del prólogo (1,14.16). El testimonio se refiere directamente a la sangre y el agua que salen del costado; pero, al identificar sangre con muerte y agua con Espíritu, se remonta a lo narrado en 19,28-30.

36 Pues estas cosas sucedieron para que se cumpliese aquel pasaje: «No se le romperá ni un hueso».

El evangelista ve en lo sucedido el cumplimiento de dos textos de la Escritura. El primero está tomado de Ex 12,46: «Cada cordero se ha de comer ... y no le romperéis ni un hueso» (cf. Nm 9,12) 1. Vuelve a aparecer Jesús como Cordero de Dios, cuya figura fue el cordero pascual (1,29) de la antigua alianza.

El texto del Éxodo se refiere a la comida del cordero. Jesús ha sido preparado como alimento de los que se sumen a su éxodo. Serán discípulos suyos los que coman la carne de este cordero y beban su sangre (6,53-58), es decir, los que se identifican con este amor de Jesús expresado en su vida y culminado en su muerte. Éstos tienen la vida definitiva (6,54) según el designio del Padre (6,39-40).

Está presente el pan bajado del cielo, que dará vida al mundo (6,51). 37 Y todavía otro pasaje dice: «Mirarán al que traspasaron».

Jn utiliza el pasaje de Zac 12,10. En él, según el texto hebreo, habla en primera persona uno que ha sido traspasado: «Me mirarán a mí, traspasado por ellos mismos, harán duelo como por un hijo único, llorarán como se llora a un primogénito». El texto expone uno de los acontecimientos de «aquel día», el día del Señor. Está, pues, en relación con Zac 13,1: «Aquel día se alumbrará un manantial contra los pecados e impurezas»; 14,8: «Aquel día brotará un manantial en Jerusalén: la mitad fluirá hacia el mar oriental, la otra mitad hacia el mar occidental, lo mismo en verano que en invierno. Él Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único».

A la luz de los textos de Zacarías, la figura del Traspasado, del que brota el manantial de sangre y agua, significa, pues, la universalidad del don del Espíritu, que se extenderá hacia oriente y occidente. Así será el Señor rey del mundo entero; el Rey de los judíos (19,19) admitirá a su reino a todos los que escuchen su voz y reconozcan su verdad (18,37).

En Jerusalén se alumbra el manantial contra los pecados e impurezas; es el amor lo único que purifica (15,3), y es el Espíritu el que comunica el amor de Jesús. Es a este nuevo templo adonde hay que venir a purificarse (cf. 11,55; 7,37-39).

(1) Se ha pensado que, en lugar de Ex 12,46, cite el evangelista Sal 34,20s: «Por muchos males que sufra el justo, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se le quebrará». Sin embargo, el texto citado: Ostoun ou suntribésetai autou, está mucho más cerca de Ex 12,46: ostoun ou suntripsete (Nm 9,12: suntripsousin) ap'autou, que del texto del salmo (LXX 33,21): kurios phulassei panta ta osta autón, ben ex autón ou suntribésetai. La cita alude, pues, en primer lugar al Éxodo y al cordero pascual. No es imposible que, secundariamente, el cambio por el futuro pasivo quiera recordar simultáneamente el salmo. Indicaría en tal caso que Jesús pasa incólume a través de la muerte, en paralelo con la metáfora del sueño insinuada en 19,30: reclinando la cabeza.

El verbo que usa Jn en el texto profético: Mirarán, cumple la promesa de Jesús a los discípulos: Veréis el cielo quedar abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar por este Hombre (1,51). Es aquí donde se establece la comunicación definitiva de Dios con el hombre por la efusión del Espíritu que brota de Jesús. El es el Hombre sobre quien reposa permanentemente la gloria de Dios: en él está presente el Padre y de él mana el amor del Padre.

Levantado en alto, Jesús había de tirar de todos hacia sí (12,32). Ahora lo hace, por medio del Espíritu, el amor que identifica con él. Tira haciendo subir a todos a su nivel, el del amor que llega a dar la vida. El Hombre quedará levantado en alto y seguirá atrayendo a los hombres hacia sí, para que realicen también ellos el proyecto creador (1,1c). Cuando todos los que escuchen su voz hayan sido atraídos hasta él, se verificará la subida al Padre para constituir el estadio definitivo del reino (20,17).

SÍNTESIS

Jesús en la cruz es la gran señal hacia la que convergen todas las que se han ido narrando en el evangelio y que da a todas su explicación y su pleno sentido. Ella es la clave de interpretación de su actividad y la fuente de su potencia salvadora.

Es paradójico, sin embargo, que esta gran señal sea, por decirlo así, una antiseñal: un hombre condenado y muerto en una cruz. Nada más lejos de lo que podía esperarse como manifestación divina.

Enlaza este hecho con el reproche de Jesús al funcionario real (4,48). Este esperaba de él «señales prodigiosas», las de un Dios situado fuera de la historia y de la misma creación, quien, cada vez que interviene, rompe el curso normal de los hechos y es percibido como presencia deslumbradora.

Aparece, como en la Cena (13,5), la gran inversión del concepto de Dios que realiza Jesús. Dios se manifiesta en el mismo hombre, participando en él y con él en el desarrollo de la historia e imprimiendo en ella su dinamismo desde dentro. Condena y muerte, odio que se manifiesta, son hechos históricos; Jesús, al asumirlos, crea una nueva posibilidad para el hombre.

Es cuestión decisiva llegar a captar esta señal: que Dios se manifiesta solamente en el amor generoso capaz de dar vida; en él está su omnipotencia y él es el factor de cambio en la historia. Tal amor es la única posibilidad de redención del hombre, sólo él puede llevarlo a la plenitud y construir la sociedad nueva.

J. MATEOS - J. BARRETO
El Evangelio de Juan
Ediciones Cristiandad
Madrid 1982,págs. 827-832

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