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HOMILÍAS PARA EL CICLO C
20-26
20. DOMINICOS 2004
Oí contar que, antes, cuando nuestros pueblos eran
distintos y la procesión del Corpus pasaba junto a los trigales, las espigas
inclinaban la cabeza ante las espigas más nobles, convertidas en pan de
eucaristía. Y los que lo veían –o, al menos, lo intuían- llegaban a la
conclusión de que el pan, en sus hogares, era pan bendito, y, por eso, todos,
ricos y pobres, cuando se caía al suelo lo besaban al recogerlo. Y que hoy, que
nuestros pueblos se han hecho mayores, serán los niños y niñas, vestidos para la
ocasión de pan de cielo y de primera comunión, quienes, haciendo de espigas,
inclinen sus cabezas ante el otro pan bendito y sólo las levanten para enviar,
con sus pétalos y flores, su oración inocente al Señor. Hasta aquí la leyenda.
Ahora, para ambientarnos más, tres lecturas y un comentario.
1. Melquisedec (Gén 14). Melquisedec, rey de Salem y sacerdote del Dios
altísimo, sale al encuentro de Abraham, después de su victoria sobre los reyes
coaligados, y le bendice invocando al Dios altísimo y ofreciendo un sacrificio
de pan y vino. Melquisedec aparece en la historia aislado, sin precedentes ni
descendientes, anunciando así el sacerdocio y el sacrificio de Cristo. Primer
presagio y anticipo del Corpus.
2. San Lucas (9, 11-17). Relato de la multiplicación de los panes y los peces.
Aunque hoy lo recogemos en san Lucas, el relato es común a los tres sinópticos.
Siempre hemos interpretado este milagro como anuncio profético del sacramento de
la eucaristía, pan y vino que se sigue multiplicando sin fin para todo aquel que
acepte la invitación del Señor.
3. San Pablo (Cor 11, 23-26): “Yo he recibido una tradición, que procede del
Señor y que a mi vez os he transmitido: Que el Señor Jesús, en la noche en que
iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y
dijo: ‘Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros’. Haced esto en memoria
mía. Lo mismo hizo con la copa después de cenar...” Esta es la narración más
antigua que nos queda de la institución del sacramento de la eucaristía.
Narración “que proviene del Señor”. Lo escribe san Pablo sólo 25 años después de
la Última Cena.
4. El mejor comentario del texto evangélico que hoy se proclama y de la
solemnidad que se celebra lo encontramos en san Juan en lo que se ha dado en
llamar discurso de Jesús sobre el pan de vida, el “pan que baja del cielo y da
la vida al mundo”. En este pan, que baja del cielo, da la vida al mundo y se
hace sacrificio y alabanza a Dios Padre, se encuentra el camino de las
relaciones más auténticas entre el hombre y la deidad, la alianza nueva con el
Dios de la salvación.
A partir de este misterio, las conclusiones prácticas para nosotros son
inagotables. Pero todas están rondando en torno a tres matices: adorar,
agradecer y amar.
Comentario Bíblico
Iª Lectura: Génesis (14,18-20): Un culto sencillo y original
I.1. Todos los textos ancestrales de AT tienen algo especial en la tradiciones
de Israel, hasta el punto de poder considerar que un texto como el de
Melquisedec podría ser una campaña militar, antigua, en la que se ha querido ver
que los grandes, en este caso el rey de Salem, también ha querido ponerse a los
pies del padre del pueblo, de Abrahán. Con los gestos del pan y el vino que se
ofrecen, las cosas más naturales de la tierra, el rey misterioso le otorga a
Abrahán un rango sagrado, casi de rey-sacerdote. Será en este sentido cómo la
carta a los Hebreos c. 7,1-10 se permitirá hacer una lectura nueva de
Jesucristo, de su sacerdocio no-dinástico, absolutamente distinto y original,
que no tiene parangón como el sacerdocio ministerial. En el mismo sentido lo
había ya intuido el Sal 110,4. Se ha discutido mucho sobre quién es este
personaje, incluso tenemos un texto en Qumrán (11Q) que lo ve como un ser
celeste.
I.2. El valor, pues, de nuestro texto es que sirve como plataforma teológica
para un sentido nuevo y una actualización de la religión inaugurada por la vida
de Cristo. El hecho de que en esa ofrenda de Melquisedec no se usen animales,
sino las cosas sencillas de la tierra, apunta a una dimensión ecológica y
personalista. Jesús, antes de morir, ofrecerá su vida ¡tal como suena! en un
poco de pan y en un poco de vino. No hacía falta más que la intención misma de
entregarse, de donarse, de “pro-existir” para los demás. Con ello se alza una
protesta radical contra un culto de sacrificios de animales que no lleva a
ninguna parte. Es la vida de Dios y de los hombres la que tiene que estar en
comunión. El ser humano se fascina ante lo divino y deja de ser humano muchas
veces, pero la “comunión vital” entre Dios y la humanidad no tiene por qué
esclavizarnos a un culto externo y a veces inhumano. Porque lo que es inhumano,
es antidivino.
I.3. En realidad es todo el texto de Heb 7 el que puede generar una lectura
interesante en una fiesta como hoy. Quizás muchos hubieran preferido otro texto
para esta fiesta. Pero debemos reconocer que la intención de la elección
litúrgica del mismo se explica porque el gesto de Melquisedec es como un signo
anticipado de los gestos del pan y el vino de Jesús en la última cena con sus
discípulos. Se ha hablado que la intención del autor de la carta a los Hebreos
era mostrar que el sacerdocio de Cristo, a imagen de Melquisedec, logra una
verdadera “téléiôsis”, que se puede traducir de muchas formas, como “perfección”
o incluso como “transformación”. Preferimos esto último, porque Jesús, con su
vida, con sus palabra, con sus gestos, transforma una religión de culto
sacrificial de animales, en una verdadera donación de vida, para introducirnos
en la vida misma de Dios.
IIª Lectura: Primera Corintios (11,23-26): La tradición del Señor es vida
II.1. El cristianismo primitivo tuvo que hacerse “recibiendo” tradiciones del
Señor. Pablo, que no lo conoció personalmente, le da mucha importancia a unas
pocas que ha recibido. Y una de esas tradiciones son las palabras y los gestos
de la última cena. Porque el apóstol sabía lo que el Vaticano II decía, que “la
Iglesia se realiza en la Eucaristía”. Todos debemos reconocer que aquella noche
marcaría para siempre a los suyos. Cuando la Iglesia intentaba un camino de
identidad distinto del judaísmo, serán esos gestos y esas palabras las que le
ofrecerá la oportunidad de cristalizar en el misterio de comunión con su Señor y
su Dios. Esta tradición “recibida”, según la mayoría de los especialistas,
pertenece a Antioquía (como en Lc 22,19-20), donde los seguidores de Jesús
“recibieron” por primera vez el nombre de “cristianos”. Un poco distinta es la
de Jerusalén (Mc y Mt).
II.2. Los gestos del Señor Jesús eran los que se hacían en cualquier comida
judía; incluso si fue un cena pascual, lo que se hacía en aquella fiesta de
recuerdo impresionante. Pero lo importante son las “palabras” y el sentido que
Jesús pone en los gestos. Jesús, en la noche “en que iba a ser entregado”, se
“entregó” él a los suyos. El término es elocuente. En los relatos de la pasión
aparece frecuentemente este “entregar”. No obstante lo verdaderamente
interesante es que antes de que lo entregaran a la muerte y le quitaran la vida,
él la ofreció, la entregó, la donó a los suyos en el pan y en el vino, de la
forma más sencilla y asombrosa que se podía alguien imaginar.
II.3. ¿Por qué se ha proclamar la muerte del Señor hasta su vuelta? ¿Para
recordar la ignominia y la violencia de su muerte? ¿Para resaltar la dimensión
sacrificial de nuestra redención? ¿Para que no se olvide lo que le ha costado a
Jesús la liberación de la humanidad? Muchas cosas, con los matices pertinentes,
se deben considerar al respecto. Tienen el valor de la memoria “zikarón” que es
un elemento antropológico imprescindible de nuestra propia historia. No hacer
memoria, significa no tener historia. Y la Iglesia sabe que “nace” de la muerte
de Jesús y de su resurrección. No es simplemente memoria de un muerto o de una
muerte ignominiosa, o de un sacrificio terrible. Es “memoria” (zikarón) de vida,
de entrega, de amor consumado, de acción profética que se adelanta al juicio y a
la condena a muerte de las autoridades; es memoria de su vida entera que entrega
en aquella noche con aquellos signos proféticos sin media. Precisamente para que
no se busque la vida allí donde solamente hay muerte y condena. Es, por otra
parte y sobre todo, memoria de resurrección, porque quien se dona en la
Eucaristía de la Iglesia, no es un muerto, ni repite su muerte gestualmente,
sino el Resucitado.
Evangelio: Lucas (9, 11-17): La Eucaristía, experiencia del Reino de Dios
III.1. Lucas ha presentado la multiplicación de los panes como una Eucaristía.
En este sentido podemos hablar que este gesto milagroso de Jesús ya no se
explica, ni se entiende, desde ciertos parámetros de lo mágico o de lo
extraordinario. Los cinco verbos del v. 16: “tomar, alzar los ojos, bendecir,
partir y dar”, denotan el tipo de lectura que ha ofrecido a su comunidad el
redactor del evangelio de Lucas. Quiere decir algo así: no se queden solamente
con que Jesús hizo un milagro, algo extraordinario que rompía las leyes de la
naturaleza (solamente tenían cinco panes y dos peces y eran cinco mil personas).
Por tanto, ya tenemos una primera aproximación. Por otra parte, es muy elocuente
cómo se introduce nuestro relato: los acogía, les hablaba del Reino de Dios y
los curaba de sus males (v.11). E inmediatamente se desencadena nuestra
narración. Por tanto la “eucaristía” debe tener esta dimensión: acogida,
experiencia del Reino de Dios y curación de nuestra vida.
III.2. Sabemos que el relato de la multiplicación de los panes tiene variantes
muy señaladas en la tradición evangélica: (dos veces en Mateo:
14,13-21;15,32-39); (dos en Marcos: 6,30-44; 8,1-10); (una en Juan, 6,1-13) y
nuestro relato. Se ha escogido, sin duda, para la fiesta del Corpus en este
ciclo por ese carácter eucarístico que Lucas nos ofrece. Incluso se apunta a que
todo ocurre cuando el día declinaba, como en el caso de los discípulos de Emaús
(24,29) que terminó con aquella cena prodigiosa en la que Jesús resucitado
realiza los gestos de la última Cena y desaparece. Pero apuntemos otras cosas.
Jesús exige a los discípulos que “ellos les den de comer”; son palabras para
provocar, sin duda, y para enseñar también. El relato, pues, tiene de pedagógico
tanto como de maravilloso.
III.3. La Eucaristía: acogida, experiencia del Reino y curación de nuestra vida.
Deberíamos centrar la explicación de nuestro texto en ese sumario introductorio
(v. 11), que Lucas se ha permitido anteponer a la descripción de la tradición
que ha recibido sobre una multiplicación de los panes. Si la Eucaristía de la
comunidad cristiana no es un misterio de “acogida”, entonces no haremos lo que
hacía Jesús. Muchas personas necesitan la “eucaristía” como misterio de acogida
de sus búsquedas, de sus frustraciones, de sus anhelos espirituales. No debe
ser, pues, la “eucaristía” la experiencia de una élite de perfectos o de santos.
Si fuera así muchas se quedarían fuera para siempre. También debe ser
“experiencia del Reino”; el Reino anunciado por Jesús es el Reino del Padre de
la misericordia y, por tanto, debe ser experiencia de su Padre y nuestro Padre,
de su Dios y nuestro Dios. Y, finalmente, “curación” de nuestra vida, es decir,
experiencia de gracia, de encuentro de fraternidad y de armonía. Muchos vienen a
la eucaristía buscando su “curación” y la Iglesia debe ofrecérsela, según el
mandato mismo de Jesús a los suyos, en el relato: “dadles vosotros de comer”.
III.4. Son posible, desde luego, otras lecturas de nuestro texto de hoy. No
olvidemos que en el sustrato del mismo se han visto vínculos con la experiencia
del desierto y el maná (Ex 16) o del profeta Eliseo y sus discípulos (2Re
4,42-44). Y además se ha visto como un signo de los tiempos mesiánicos en que
Dios ha de dar a su pueblo la saciedad de los dones verdaderos (cf Ex 16,12; Sal
22,27; 78,29; 132, 15; Jr 31,14). De ahí que nos sea permitido no esclavizarse
únicamente a un tipo de lectura exclusivamente cultual envejecida. El Oficio de
la liturgia del Corpus que, en gran parte, es obra de Sto. Tomás de Aquino, nos
ofrece la posibilidad de tener presente estos aspectos y otros más relevantes si
cabe. La Eucaristía, sacramento de Cuerpo y la Sangre de Señor, debe ser
experiencia donde lo viejo es superado. Por eso, la Iglesia debe renovarse
verdaderamente en el misterio de la Eucaristía, donde la primitiva comunidad
cristiana encontró fuerzas para ir rompiendo con el judaísmo y encontrar su
identidad futura.
Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org
Pautas para la homilía
Es cierto –como nos dice Cándido Ániz- que “pensamiento contemporáneo y fe
eucarística representan, por desgracia... dos visiones antagónicas. Y esto
porque el pensamiento pretende hacerse ‘contemporáneo’ cuando, en el mar de un
humanismo febril y ensimismado, parece que comienzan a cerrarse a la mente
humana sus perspectivas de transcendencia... mientras que la fe eucarística
pregona su grandeza como símbolo y bandera del encuentro más personal y amoroso
entre Dios y el hombre, su criatura”. Dejando para su momento, el estudio de las
causas que han provocado este distanciamiento, nos centramos, como creyentes, en
lo que creemos fundamental sobre la Eucaristía. Tres ideas, pienso, sintetizan
lo esencial de la fiesta, expresadas en tres palabras: recuerdo, simbolismo y
realidad.
"Haced esto en memoria mía"
“Recuerda... no sea que te olvides”, escuchamos en el Deuteronomio, junto a
otros verbos relacionados con la memoria. El primer significado del Corpus es
recuerdo y memorial del Señor. “Cada vez que lo hagáis, recordáis la muerte del
Señor”.
Israel, instalado ya en la tierra prometida, llevando una vida sedentaria, tiene
el peligro de olvidar la aventura del desierto. Tiene que recordar siempre que
Dios le ha liberado, le ha sido cercano, lo ha alimentado con maná y lo ha
saciado con múltiples favores a lo largo de aquel camino interminable y sinuoso.
Este mismo sentimiento tenía Jesús con respecto a sus discípulos para cuando él
faltase. Quería que fueran marcando con la mayor exactitud por el mundo los
rasgos de Dios que él quería dejar bien impresos en la tierra. Y, ante todo,
quería que se mantuviera íntegramente su doctrina y su persona, y, en ellos, sus
sentimientos, sus deseos, sus esperanzas, sus aspiraciones y sus expectativas.
Para lograrlo y que el recuerdo sea un hecho, decide quedarse sacramentalmente
con nosotros.
Esta es la “tradición que procede del Señor” y que san Pablo “ha recibido” y
que, a su vez, él “nos transmite”, reiterando el mandato del Señor: “Haced esto
en memoria mía”. O sea, seguid haciendo la Cena Pascual de siempre, cuyos
ingredientes principales son el pan y el vino. Hasta ahora –dice el Señor- lo
veníais haciendo en memoria del acontecimiento salvífico del Éxodo, pero, a
partir de ahora, lo haréis en memoria del acontecimiento salvífico de mi éxodo
de este mundo al Padre.
Simbolismo y realidad en el Corpus
La Iglesia, por medio de sus mejores intérpretes, ha admitido siempre esta doble
cara del misterio eucarístico: su contenido simbólico y su contenido real,
siempre entremezclados y, a la vez, distintos. También nosotros los vamos a
mezclar, pero sin confundirlos.
El Corpus es el sacramento, prefigurado en la ofrenda sacrificial de pan y vino
que hizo Melquisedec, que evoca y hace memoria del único sacrificio salvífico.
Cuando el que preside pronuncia la Acción de Gracias, se hace presente, bajo las
especies eucarísticas de pan y de vino, el Cuerpo y la Sangre, la persona, la
vida ofrecida y entregada, sacrificada, de Cristo, para que, comiendo y
bebiendo, entremos en comunión con él y podamos llegar a ser, como él, ofrenda y
sacrificio.
La reiteración en las Lecturas de palabras referidas a “comida”, “bebida”,
“vida”, es constante. Los estudiosos han llegado a encontrar 9 veces
“comer-comida, vivir-vida”; 6 veces “carne”; 4 veces “pan-sangre, beber”. Todo
indica que Dios quiere relacionarse con nosotros espiritual y físicamente, a
través de la fe y a través de los sentidos. “El que come de este pan vivirá para
siempre”.
Pero, además del simbolismo del signo sacramental, hay que admitir una realidad
mucho más honda y misteriosa: la presencia verdadera de Cristo, como está en el
cielo. El Corpus no consiste sólo en un signo eficaz de la presencia espiritual
de Cristo. La Iglesia cuando trata de explicar en profundidad el misterio de su
presencia emplea tres palabras: presencia verdadera, presencia real y presencia
sustancial.
Estas palabras significan que, después de la consagración eucarística, Cristo
entero, Dios y hombre, se hace presente y permanece. Cristo en persona está en
la hostia después de las palabras del sacerdote: “Esto es mi cuerpo... Esta es
mi sangre...”. Esta es la realidad que creemos y celebramos, sin que ello
signifique que la entendemos o que deje de ser sumamente misteriosa. Lo creemos
depositando nuestra confianza en Dios y fiándonos de su palabra.
Los sentidos seguirán “sintiendo” las especies. La razón seguirá ofreciendo su
obsequio reverente a la verdad de fe que sobrepasa su visión. La fe, como en
otras ocasiones, sin quedarse en los sentidos, ni siquiera en la razón, ofrecerá
su consentimiento en todo aquello que la Iglesia cree y enseña.
Corpus de la caridad
Las consecuencias y conclusiones son múltiples. Sólo una para terminar. Cristo
no sólo se quedó con nosotros bajo las formas de pan y de vino para que nuestra
ruta tuviera ayuda permanente, sino que se quedó en los hombres que necesitan de
los demás. Por eso, hoy es también el día de la caridad. La idea surge cuando,
en el evangelio, los discípulos, con muy buen criterio, se apresuran para
despachar a la gente, porque convenía que se movieran para que fueran a las
aldeas y pudieran alimentarse. Y viene, tajante y rápida, la respuesta, más
todavía, la orden de Jesús: “Dadles vosotros de comer”. Difícil encontrar, desde
entonces, una idea que resuma mejor toda la misión del cristiano.
Termino con esta idea del Mensaje de los obispos en este día del Corpus y de la
Caridad: “La comunión con su cuerpo y sangre nos hace avanzar, con alegría y
decisión, por el camino de la solidaridad y de la comunión con los otros. La
memoria de la gloria futura nos da coraje para salir a su encuentro y hacernos
siervos suyos por amor. Hoy, día en que honramos el Cuerpo y la Sangre de
Jesucristo muerto y resucitado, le pedimos por nuestras comunidades y por todos
los hombres y mujeres de nuestra sociedad, para que nos haga volver la mirada y
el corazón hacia “los huérfanos, viudas y forasteros”, es decir, hacia aquellos
que el pecado y la injusticia, tanto personal como estructural, priva de la
palabra, de la dignidad y de la posibilidad de compartir los bienes de Dios”.
Fray Hermelindo Fernández, O.P
hfernandez@dominicos.org
21. 2004
Fuente: Carholic.net
Autor: P. Antonio Izquierdo
Nexo entre las lecturas
"Pan" es el término en que coinciden los textos litúrgicos. Jesús, en el pasaje
evangélico, "tomó los cinco panes...y levantando los ojos al cielo, pronunció
sobre ellos la bendición". Este gesto de Jesús, visto retrospectivamente, está
prefigurado en el del Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, que ofrece a Abrahán
pan y vino(primera lectura) como signo de hospitalidad, de generosidad y de
amistad. Ese mismo gesto de Jesús, visto prolépticamente, anticipa la Última
Cena con los suyos y la Eucaristía celebrada por los cristianos en memoria de
Jesús: ATomó pan, dando gracias lo partió y dijo: "Éste es mi cuerpo que se
entrega por vosotros" (segunda lectura).
Mensaje doctrinal
La liturgia de hoy nos hace caer en la cuenta de algo importante: "El hombre,
todo hombre, tiene necesidad de una dieta integral". El hecho de ser hombres nos
coloca en una situación pluridimensional, diversa de las demás criaturas. Por
eso, nuestra alimentación no puede ser unidimensional, sino que ha de ser
integral y completa.
1. El pan de la Palabra. Jesús, antes de multiplicar los panes para
alimentar a la multitud, "les hablaba del Reino de Dios", es decir, les
proporcionó el pan de su Palabra, porque Abienaventurados los que tienen hambre
de la Palabra, pues serán saciados. En la fracción del pan de los primeros
cristianos, se comenzaba la acción litúrgica con una lectura y explicación de la
Escritura, siguiendo en esto la tradición del culto sinagogal. Por tanto, los
primeros cristianos alimentaban primeramente su alma con el pan de la Palabra de
Dios, explicada a la luz del misterio de Cristo y actualizada por alguno de los
apóstoles a las circunstancias concretas de la vida diaria. También en la
primera lectura a la ofrenda del pan y el vino, hecha a Abrahán por parte de
Melquisedec, sigue una bendición, que es como el pan espiritual que Dios otorga
a Abrahán por medio del rey-sacerdote de Salem. El hombre es espíritu, y el
espíritu necesita de un alimento diferente al pan de harina: necesita de la
Palabra del Dios vivo.
2. El pan de los signos. Los milagros de Jesús, además de ser hechos
extraordinarios más allá de las leyes naturales, son signos del Reino de los
cielos, porque nos remiten a ese mundo nuevo regido y guiado por el poder de
Dios, con exclusión de cualquier otro poder humano o diabólico. Por eso, Jesús,
después de haber repartido a la multitud el pan de la Palabra, les regala con el
pan de los signos. Nos dice san Lucas, primeramente, que "curaba a los que
tenían necesidad de ser curados", y luego nos narra el maravilloso signo de la
multiplicación de los panes y de los peces. Jesucristo, como amigo y hermano del
hombre, como Señor de la vida y de la naturaleza, está interesado en curar las
enfermedades, en saciar el hambre natural de los hombres. ¿Podría ser de otra
manera? Pero su interés mayor está en que los hombres, mediante estos signos,
sean capaces de elevarse hasta Dios Padre, que amorosamente cuida de sus hijos,
y hasta el Reino de Dios en el que habrá pan para todos y para todos habrá un
mismo y único pan.
3. El pan de la Eucaristía. La dieta cristiana quedaría incompleta si
faltara el pan de la Eucaristía, ese pan que es el cuerpo de Cristo. AEn el
santísimo sacramento de la Eucaristía -nos enseña el catecismo 1374- están
contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el
alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo
entero. Cuando san Lucas escribió su evangelio ya los cristianos llevaban varios
decenios meditando los hechos y dichos de Jesús, predicándolos y celebrando la
Eucaristía. Así se explica que el evangelista haya narrado el episodio de la
multiplicación de los panes como una anticipación y prefiguración de la Última
Cena: ATomó los panes, elevó los ojos, pronunció sobre ellos la bendición, los
partió, los dio. Desde aquella Última Cena, preanunciada en la multiplicación de
los panes, celebrada por las primeras comunidades cristianas, Cristo no ha
cesado a lo largo de los siglos de dar al hombre, sin distinción de ningún
género, el pan de su Cuerpo, alimento de vida eterna.
Sugerencias pastorales
1. Hambre de pan, hambre de Dios. Es algo doloroso, que nos debe hacer
pensar, el hecho de que después de 2000 años de cristianismo, haya millones de
hermanos que tienen hambre de pan, y esto no a miles de kilómetros de nuestra
casa, sino en nuestro barrio, en nuestra ciudad, en nuestro país. Además, en
estos últimos decenios, las instituciones internacionales y los medios de
comunicación social nos han hecho más conscientes de este triste e inhumano
fenómeno en todo el mundo. )No multiplicó Jesús los panes para saciar el hambre?
)No dijo a sus discípulos: Adadles vosotros de comer@? )No hemos espiritualizado
demasiado nuestra fe? )No hemos reducido nuestra fe al ámbito estrictamente
privado? Ciertamente no se puede identificar el cristianismo con la ONU de la
caridad y de la solidariedad, pero en la entraña misma del cristianismo está el
amor al prójimo, sobre todo al más necesitado. Y hoy, en el siglo de la
globalización, no basta la ayuda individual, pasajera. Los cristianos hemos de
organizarnos, a nivel parroquial, diocesano, nacional, internacional para
desterrar el hambre de la tierra. Incluso, donde sea necesario, hemos de
colaborar con las instituciones de otras religiones para acabar con esta plaga
de la humanidad. Mientras haya un niño que muera de hambre, nuestra conciencia
cristiana no puede estar tranquila. El hambre de pan es terrible, pero y el
hambre de Dios? No nos conmueve tanto, porque el hambre de Dios no se ve. Es,
sin embargo, real, universalmente presente, más angustiosa no pocas veces que la
misma hambre de pan. Y lo peor es que son pocos los que de esa hambre se
preocupan, pocos los que buscan satisfacerla. No habremos de abrir nuestros
ojos, ojos de fe y de amor, para ver a tantos hambrientos de Dios con que nos
cruzamos por la calle, con los que convivimos en el trabajo, con quienes nos
divertimos en un estadio de fútbol o en una discoteca?
2. Un pan gratis y para todos. La Eucaristía es eso. Dios, nuestro Padre,
nos da gratuitamente el alimento del Cuerpo de Cristo, siempre que lo queramos
recibir con las debidas disposiciones. Si este alimento no cuesta, si es el pan
de los fuertes, ¿cómo es posible que sean tan pocos los que lo reciben? No será
que no lo valoran? Es además un mismo y único pan para todos: la eucaristía es
el sacramento de la absoluta igualdad cristiana. No existe una eucaristía para
ricos y otra diversa para pobres. Para Cristo, pan de nuestra alma, todos somos
iguales. Ante Cristo Eucaristía desaparecen todas las barreras económicas o
sociales.
22.
Comentario: Rev. D. Manuel Cociña Abella (Sevilla,
España)
«Dadles vosotros de comer»
Hoy es el día más grande para el corazón de un cristiano, porque la Iglesia,
después de festejar el Jueves Santo la institución de la Eucaristía, busca ahora
la exaltación de este augusto Sacramento, tratando de que todos lo adoremos
ilimitadamente. «Quantum potes, tantum aude...», «atrévete todo lo que puedas»:
ésta es la invitación que nos hace santo Tomás de Aquino en un maravilloso himno
de alabanza a la Eucaristía. Y esta invitación resume admirablemente cuáles
tienen que ser los sentimientos de nuestro corazón ante la presencia real de
Jesucristo en la Eucaristía. Todo lo que podamos hacer es poco para intentar
corresponder a una entrega tan humilde, tan escondida, tan impresionante. El
Creador de cielos y tierra se esconde en las especies sacramentales y se nos
ofrece como alimento de nuestras almas. Es el pan de los ángeles y el alimento
de los que estamos en camino. Y es un pan que se nos da en abundancia, como se
distribuyó sin tasa el pan milagrosamente multiplicado por Jesús para evitar el
desfallecimiento de los que le seguían: «Comieron todos hasta saciarse. Se
recogieron los trozos que habían sobrado: doce canastos» (Lc 9,17).
Ante esa sobreabundancia de amor, debería ser imposible una respuesta remisa.
Una mirada de fe, atenta y profunda, a este divino Sacramento, deja paso
necesariamente a una oración agradecida y a un encendimiento del corazón. San
Josemaría solía hacerse eco en su predicación de las palabras que un anciano y
piadoso prelado dirigía a sus sacerdotes: «Tratádmelo bien».
Un rápido examen de conciencia nos ayudará a advertir qué debemos hacer para
tratar con más delicadeza a Jesús Sacramentado: la limpieza de nuestra alma
—siempre debe estar en gracia para recibirle—, la corrección en el modo de
vestir —como señal exterior de amor y reverencia—, la frecuencia con la que nos
acercamos a recibirlo, las veces que vamos a visitarlo en el Sagrario...
Deberían ser incontables los detalles con el Señor en la Eucaristía. Luchemos
por recibir y por tratar a Jesús Sacramentado con la pureza, humildad y devoción
de su Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos.
23. I.V.E. 2004. solemnidad de Corpus christi
(Ciclo C)
Génesis 14, 18-20:
Esta escena entre Melquisedec y Abraham ha tenido éxito en la Historia Salvífica. El Sacerdocio de Melquisedec es interpretado como tipo del de Cristo. Y la Liturgia del Canon Romano ve en la ofrenda del pan y vino que hace Melquisedec una figura del Sacrificio Eucarístico:
- Melquisedec es presentado en la Biblia como Rey y Sacerdote del Dios Altísimo. Nos encontramos con un personaje que sin pertenecer a la raza escogida ni practicar la religión y culto de los Patriarcas, es acepto a Dios y rinde al Altísimo un culto legítimo.
- Su condición de Rey-Sacerdote permite a un Salmista ver en Melquisedec el prenuncio y anticipo más logrado del Mesías: “Juró el Señor y no se arrepentirá: Tú eres Sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec” (Sl 110, 4).
- El Autor de la Carta a los Hebreos desarrolla magníficamente la tipología del sacerdocio de Melquisedec y nos muestra cómo está mucho mejor prefigurado el Sacerdocio de Cristo en el de Melquisedec que en el de Aarón. Singularmente pone de relieve este tipismo en los siguientes rasgos: La Escritura presenta a Melquisedec recibiendo diezmos de Abraham y bendiciendo a Abraham. Es, por tanto, clara la superioridad de Melquisedec sobre Abraham; y por consiguiente, sobre Leví y Aarón, que descienden de Abraham. La Escritura no nos habla ni de los ascendientes ni de los sucesores de Melquisedec, ni menciona su muerte. Por tanto, se presenta mejor como figura y tipo del sacerdocio de Cristo que Aarón. En el sacerdocio de Aarón todo se regula por leyes de descendencia carnal. Es un sacerdocio menos noble, menos espiritual que el de Melquisedec. El Sacerdocio único, eterno, intransferible de Cristo queda muy bien tipificado en el de Melquisedec (Hb 7, 1-28).
1 Corintios 11, 23-26:
San Pablo nos deja la narración de la Institución de la Eucaristía. Relato sumamente valioso, por ser el más antiguo y por ser testimonio de la Tradición:
- El Apóstol certifica que lo que narra pertenece al depósito de la Tradición. La que él ha recibido como procedente de Cristo y sobre la que Cristo le ha dado luz especial; y la que él en la catequesis les transmitió y que ellos deben guardar con respeto y fidelidad.
En este pasaje de Pablo quedan acentuados los valores Eucarísticos de: Sacrificio (24. 26), de Banquete (26) y de Presencia real (27. 29). Todo lo cual supone la Transustanciación según luego ha explicado y explicitado la Teología. La Cena Pascual judía rememoraba y actualizaba la Liberación de Egipto y la Alianza del Sinaí. La Cena Pascual cristiana rememora y actualiza el Sacrificio Redentor, la Alianza Nueva y Eterna (26). Perennemente debe ser rememorado y actualizado el Sacrificio Redentor de la Cruz.
- “Un recuerdo que se hace historia presente, historia nuestra; una historia que se actualiza para nosotros, en nosotros, como si nosotros estuviésemos justamente ahora, como ocurrió entonces, sentados para aquella Cena Pascual, en la que se celebraba la Pascua tradicional y se le sustituía la Pascua nueva, la nuestra, “en la que Cristo es inmolado”; y Él asume la preconizada y trágica función de “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”; e inaugura la Nueva Alianza. La inauguró dando a su Última Cena, al renovarse como anuncio perenne de su Muerte, el valor de sacrifico, haciéndose a Sí mismo presente con su Cuerpo y su Sangre como víctima inmolada, figuradas en los símbolos del pan y del vino, hechos alimentos espirituales para nosotros...Cristo Sacerdote y Víctima renueva y ofrece, mediante el ministerio de la Iglesia, el sacrificio redentor en el rito simbólico de la Última Cena, que nos deja, bajo las apariencias del pan y del vino, su Cuerpo y su Sangre para nuestro alimento personal y espiritual y para nuestra fusión en la unidad de su amor redentor y de su vida inmortal. La Misa es un misterio a vivir en una muerte de amor. Es la Acción por excelencia, el acto mismo de nuestra Redención, en el memorial que la hace presente”.
Lucas 9,11-17:
El milagro de la multiplicación de los panes en el Desierto tiene una clara relación con la Eucaristía. Esta relación tan clara en San Juan la podemos captar también en Lucas:
- Jesús Mesías cumple lo que tiene de El profetizado Isaías: “Venid, sedientos... ¿Por qué os cansáis en lo que no sacia? Venid a Mí; escuchad y vuestra alma vivirá; y concertaré con vosotros Alianza Eterna” (Is 55,1-3). El Mesías debe darnos un pan de vida; de vida eterna.
- Los judíos en el desierto tuvieron un maná milagroso. El pan que ahora da Jesús a las turbas en el Desierto tiene una clara relación con el Pan de la Eucaristía. Esto quiere indicarnos Lucas con aquella expresión tan propia de la Liturgia
- Eucarística: “Tomó entonces los cinco panes; y levantando los ojos al cielo los bendijo y los partió” (16).
- Queda prefigurada la comida o banquete de la Nueva Alianza. Tendremos un “Pan “que será el mismo Jesús como Palabra de Dios, como Víctima y Redentor, y como Sacramento, pues nos dejará su Cuerpo como comida espiritual, bajo especies de pan.
*Aviso: El material que presentamos está tomado de José Ma. Solé Roma (O.M.F.),"Ministros de la Palabra", ciclo "C", Herder, Barcelona 1979.
Disposiciones para comulgar
a) Recta intención
“Primeramente, ha de tener intención recta; y esto, porque el hombre ha de ofrecer este sacrificio no por agradar a los hombres, o por provecho carnal, o por intereses temporales, sino pura y sencillamente por el honor de Dios, por la utilidad del prójimo y por aumentar el tesoro de sus méritos. Y por esa razón se dice aquí: En tu nombre, según aquello del Apóstol (Col 3, 17): Todo cuanto hacéis, tanto de palabra como de obra, hacedlo todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo”.
b) Oración
“El que se acerca a este sacramento ha de estar también excitado por la oración; pues nadie debe llegar a él con un corazón tibio, ya que de esta suerte pudiera merecer el castigo de la obstinación. Y por eso se dice aquí: Levantaré mis manos, esto es, las levantaré por la oración, según aquellas palabras de San Pablo a Timoteo (I Tim 2, 8): Quiero que los varones oren en todo lugar levantando sus manos puras, se entiende al Señor. En tercer lugar ha de acercarse devotamente a la comunión, por lo que añade el profeta (Ps 6, 26): Sea llena mi alma como de grosura”.
c) Huída del mundo
“Ha de huir de los consuelos del mundo. Porque hallándose en este sacramento la plenitud de la consolación espiritual y no comunicándose ésta a los que dan entrada a otro género de consolaciones, al decir de San Bernardo, síguese necesariamente que quien quisiere alcanzar la consolación espiritual ha de dejar la delectación carnal. Y precisamente esto es lo que aquí se significa al decir que cuando Elías vino a Bersabé dejó allí al criado (III Reg. 19, 3). Bersabé, en efecto, se interpreta fuente de hartadura, y significa a Cristo, en quien reside toda la plenitud de gracias. Y ciertamente aquel que la consigue deja todas las delectaciones del mundo, según se indica lo que sigue: dejó allí al criado. Y ¿qué otra cosa designamos por criado sino las delectaciones carnales? Este es el criado a quien hemos de abandonar, según nos enseña San Pablo (I Cor 14, 20): No seáis niños en el sentido, más sed pequeñuelos en la malicia. Y, en efecto, el que deja al criado, éste deja las puerilidades mundanales”.
“El hombre muere al mundo para vivir según Dios. Y esto es lo que se dice de Jonatás. Después dijo (I Reg 14, 43): Gusté un poco de miel, añadiendo luego: He aquí que me muero, palabras que significan que tan pronto como uno queda inundado de la dulzura de este sacramento muere, en su virtud, enteramente al mundo...
Y así, porque “en ver a Dios consiste todo nuestro premio”, según San Agustín, y no se logra ver a Dios sino muriendo al mundo, por eso San Agustín deseaba esta muerte cuando decía: “Haz, ¡oh Señor!, que el deseo de ti y el amor a ti me aniquilen totalmente para este mundo, y que yo olvide, según la grandeza del afecto que te tengo, la vanidad de todas las cosas transitorias para que ni por ellas, sujetas al tiempo, llore ni de ellas jamás me goce, ni sea nunca corrompido por la prosperidad ni abatido por la adversidad”.
d) Invocación a María
“El que deseare gustar la dulzura de la miel escondida en el Sacramento del altar ha de prepararse invocando el patrocinio de la bienaventurada Virgen María; y por eso se lee que Jonatás, antes de llegar a paladear la meliflua dulzura, tuvo la vara en la mano (I Reg 14, 43). En la Sagrada Escritura por vara se entiende la Virgen María, según aquello de Isaías (11, 1): Y saldrá una vara de la raíz de Jesé, y de su raíz brotará una flor. Y, en verdad, tiene la vara en la mano el que en todas sus obras tiene presente en la memoria a la Virgen bienaventurada, mística vara por cuya intercesión se alcanza la miel; pues sin su patrocinio no se comunica la virtud de este sacramento. Y por eso, así como por medio de ella se nos dio este santísimo Cuerpo, así también se ha de ofrecer por sus manos y recibir de sus manos, bajo las especies sacramentales, lo que nació de su virginal seno y fue donado a nosotros. Oigamos a San Bernardo: “Cualquiera que sea la cosa que intentes ofrecer, acuérdate de confiarla a las manos de María, a fin de que la gracia vuelva a su dador por el mismo conducto por el que viene a nosotros. Porque pudiera suceder que tus manos se hallaran llenas de sangre o manchada de sórdidos negocios por no haber desechado todos ellos”.
(Verbum Vitae, t. IX, BAC, Madrid, 1957, p. 607-608)
José Rivera-José María Iraburu
La comunión frecuente
A la hora de procurar la mejor participación interior y exterior en la Eucaristía, todos debemos saber que “la más perfecta participación en la Misa se alcanza cuando los fieles, bien dispuestos, reciben sacramentalmente en la misma Misa el Cuerpo del Señor, obedeciendo a sus palabras: Tomad y comed.” (Eucharisticum Mysterium: EL 910).
La frecuencia de comunión, por un lado, y la disposición personal requerida para ella, por otro, son dos cuestiones que, estando entre sí íntimamente vinculadas, han recibido en la historia de la espiritualidad soluciones bastante diversas. Como extremos erróneos, está de un lado el rigorismo que, por un exceso de exigencias morales, aleja de la comunión a los fieles; y de otro el laxismo, que reduce al mínimo aquellas disposiciones espirituales por las cuales viene a hacerse lícita y aconsejable la comunión frecuente.
San Pablo denuncia abusos en la comunión cuando dice: “Examínese el hombre a sí mismo, y entonces coma el pan y beba el cáliz, porque el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, se come y bebe su propia condenación. Por esto hay entre de vosotros muchos flacos y débiles, y bastantes muertos” (1 Cor. 11, 28-30). San Justino expone las condiciones requeridas: “A nadie es lícito participar de la eucaristía, sino al que cree que son verdaderas nuestras enseñanzas, y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino que se nos ha enseñado que por la virtud de la oración del Verbo que de Dios procede, el alimento sobre el que fue dicha la acción de gracias es la carne y la sangre de aquel mismo Jesús encarnado” (1 Apología 66, 1-2). Como se ve en este texto de mediados del s. II, la Iglesia conoció perfectamente desde el principio las condiciones para la lícita comunión eucarística.
La comunión frecuente ha tenido, en cambio, una historia mucho más discutida. Podemos ver en San Agustín una posición bastante significativa. Cuando le consultan sobre la conveniencia de la comunión frecuente, aconseja en la práctica acomodarse al uso de la Iglesia local; en la cuestión de principio, deja el tema a la conciencia de cada uno, que de dos modos puede mostrar su amor a la Eucaristía: “Zaqueo recibe con alegría al Señor. El Centurión confiesa que no es digno de recibirle. Siguiendo conductas opuestas, los dos honran igualmente al Señor. Lo mismo sucede con la Eucaristía. Uno la honra no atreviéndose a recibirla todos los días, el otro, en cambio, no osando dejar de comulgar ni un solo día” (ML 33, 201). Durante muchos siglos no hubo en la Iglesia doctrina y práctica unánime en esta cuestión tan importante. Santa Teresa hubiera querido “comulgar y confesar muy más a menudo” (Vida 6, 4), pero no se atrevió a hacerlo hasta que un dominico le aconsejó “comulgar de quince en quince días” (19, 13)...
Esta cuestión quedó resuelta cuando, en un histórico decreto de 1905, San Pío X recomendó la comunión frecuente en las siguientes condiciones- hoy no siempre recordadas con frecuencia-:
1- “La comunión frecuente y diaria esta permitida a todos los fieles de Cristo de cualquier orden y condición, de suerte que ha nadie se le puede impedir, con tal que esté en estado de gracia, y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención.
2- La recta intención consiste en que quien se acerca a la sagrada mesa no lo haga por rutina, por vanidad o por respetos humanos, sino para cumplir la voluntad de Dios, unirse más estrechamente con Él por la caridad, y remediar las propias flaquezas y defectos con esa divina medicina.
3- Aun cuando conviene sobremanera que quienes reciben frecuentemente y hasta diariamente la comunión estén libres de pecados veniales, por lo menos de los plenamente deliberados, y del apego a ellos, basta sin embargo que no tengan culpas mortales, con propósito de no pecar más en adelante.
4- Procúrese que a la sagrada comunión preceda una diligente preparación y le siga la conveniente acción de gracias, según las fuerzas, condición y deberes de cada uno.
5- Debe pedirse consejo al confesor” (Dz 3379-3383).
La Iglesia desde entonces ha recomendado muchas veces la comunión frecuente (por ejemplo, Mediator Dei 29). La unión con Cristo lograda en la Eucaristía, ha de prolongarse a toda la vida cristiana. Y para que los fieles “puedan perseverar más fácilmente en esta acción de gracias, que de modo eminente se tributa a Dios en la Misa, se recomienda a los que han sido alimentados con la sagrada comunión que permanezcan algún tiempo en oración” (Eucharisticum Mysterium 38: EL 936).
La Virgen María es el modelo mejor de participación en la Eucaristía. Podemos contemplar cómo ella reconocería la voz de su Hijo en la liturgia de la palabra, cómo se uniría a Él y a la Iglesia en la alabanza y la súplica, cómo participaría en el sacrificio de la Cruz en el altar la que estuvo en el Calvario, con qué totalidad y fuerza de amor se ofrecería con Cristo y su Cuerpo al Padre, cuál sería su fe y amor a la hora de comulgar el cuerpo y la sangre de su propio Hijo...
(Síntesis de Espiritualidad Católica, José Rivera-José María Iraburu, Gratis Date, Pamplona, 1999, p. 88-89)
Así hemos señaladamente de hacerlo en la Eucaristía, no mirando sólo a los que tenemos delante, sino reteniendo también las palabras de Señor. Porque su palabra es infalible; nuestros sentidos, en cambio, son fácilmente engañables, la palabra de Dios jamás ha fallado; nuestros sentidos, empero, fallan las más de las veces. Ahora bien, puesto que la palabra dice: “esto es mi cuerpo”, obedezcamos y creamos mirémosle con ojos espirituales. Nada sensible, en efecto, nos ha dado Cristo, sino que en cosas sensibles, todo es espiritual. Así también en el bautismo, por una cosa sensible, se nos da la dádiva del agua; mas, lo que se realiza es espiritual: el nacimiento y la regeneración, es decir, la renovación. Si fuéramos incorpóreos, Él nos hubiera legado dádivas puramente incorpóreas; pero como el alma está unida con el cuerpo, nos ha dado lo espiritual en lo sensible. (Cuántos nos dicen ahora: Quisiera ver la figura del Señor, su talle, sus vestidos, su calzado! Pues ahí que le ves y le tocas y le comes. Tú desearías ver sus vestidos, y Él se te da a si mismo, no sólo para que le veas, sino para que le toques y le comas y le tengas dentro de ti mismo. Que nadie se acerque con náuseas, nadie tibio; todos encendidos, todos ferviente y vigilantes. Porque si los judíos comían la pascua de pie, calzados y con bastones en las manos de prisa, muchos más razón es que nosotros estemos vigilantes. Porque aquéllos iban a salir camino de Palestina, de ahí su atuendo de viajeros; mas nosotros vamos a emprender el viaje hacia el cielo.
Por eso es menester que por todos los medio vigilemos, pues no es pequeño el castigo de quiénes indignamente participan de la Eucaristía. Considerad cómo os irritáis contra el traidor y entre los que crucificaron a Cristo. Pues mirad no os hagáis también nosotros reos del cuerpo y de la sangre de Cristo. Ellos mataron aquel cuerpo santísimo, y tú le recibes con alma sucia después de tan grandes beneficios. Porque no le bastó haberse hecho hombre y dejarse abofetear y crucificar, sino que se une con nosotros y, no sólo por la fe, sino en la realidad misma, nos hace un cuerpo consigo. )Quién, por ende, debiera ser más puro que el que goza de este sacrificio? ¿Qué rayo del sol debieran ser más esplendentes que la mano espiritual, que la lengua que se enrojece de esta sangre sobre toda veneración venerable? Considerad el honor que se os concede, la mesa de que disfrutáis. Lo que contemplan los ángeles por el resplandor que de allí irradia, de eso nos alimentamos nosotros. Con eso nos unimos estrechamente, y vinimos a ser con Cristo un solo cuerpo y una sola carne. ¿Quién cantará las maravillas del Señor y podrá oír todas sus alabanzas? ¿Qué ciego pastor? Madres hay muchas veces que, después de los dolores de parto, dan a criar sus hijos a otra nodrizas. No consintió eso el Señor, sino que Él mismo nos alimenta con su propia sangre y por todos los medios nos une estrechamente consigo. Pues mirad. Nació de nuestra propia sustancia. Mas esto -me dirás- nada tuvo que ver con todos. Tuvo ciertamente que ver con todo, porque, si vino a nuestra naturaleza, es evidente que vino a todos; y si a todos, también a cada uno en particular. Y ¿cómo es -me dices- que no todas sacaron frutos de eso? No ciertamente por culpa de quien por todos se hizo lo que se hizo, sino por la de quienes no quisieron recibirlo. Con cada uno, pues, de los fieles se une Él a sí mismo por medio de la Eucaristía, y a los que él engendro, por si mismo los alimenta y no los entrega a otros, con lo que nuevamente te persuade haber Él tomado tu carne. No seamos, pues, tibios después que tal amor y tal honor se nos ha concedido. ¿No veis los niños pequeñuelos con que fervor se pegan al pecho de sus madres, con qué ímpetu clavan sus labios al pezón? Acerquémonos así también nosotros a esta sagrada mesa y al pecho del cáliz espiritual; o, mas bien, con mucho mayor fervor que los niños de pecho, atraigamos la gracia del Espíritu Santo y sea nuestro único dolor no participar de este alimento. No es obra del poder humano lo que se nos pone delante. El que otrora hizo eso en la última cena, ése mismo es el que lo siga haciendo ahora. Nosotros ocupamos el lugar de ministros suyos, mas el que santifica y transforma la ofrenda es Él. Que no asista, pues, ningún Judas, ningún avaro. Si alguno no es discípulo, retírese. Esta mesa sólo a los discípulos admite. Porque: Con mis discípulos- dice- quiero celebrar la pascua.
SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 14 de junio de 2001
1. "Ecce panis angelorum, factus
cibus viatorum: vere panis filiorum": "Este es el pan de los ángeles, pan
de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E
invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da
totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha
sido considerado el más santo: el "santísimo Sacramento", memorial vivo del
sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos
llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los
discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e
inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad
del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de
exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro
más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo
alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de
todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En
efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don
"supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos
atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos, postrados, tan
gran sacramento”.
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por
nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de
los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron
crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y
exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la
profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y
su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con
nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el
pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn
20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo,
el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada
posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos:
"Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde
repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús:
parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con
corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su
amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en
él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum": “He aquí el pan de los
ángeles..., verdadero pan de los hijos”.
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del
Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable
para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.
Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el
camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días
pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron
"las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la
diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino
"recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con
generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad
eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos,
especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos
ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los
pastores del pueblo de Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13);
partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de
los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras
del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde
hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el
éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro
de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy
visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos
y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del
mundo.
Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre,
muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su
fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de
vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y
defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos".
Amén.
Catecismo de la Iglesia Católica
EL SACRIFICIO SACRAMENTAL.: ACCIÓN DE GRACIAS, MEMORIAL, PRESENCIA
1356 Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y con una forma tal que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: "haced esto en memoria mía" (1 Co 11,24-25).
1357 Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que El mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente.
La acción de gracias y la alabanza al Padre
1359 La Eucaristía, sacramento de nuestra salvación realizada por Cristo en la cruz, es también un sacrificio de alabanza en acción de gracias por la obra de la creación. En el sacrificio eucarístico, toda la creación amada por Dios es presentada al Padre a través de la muerte y resurrección de Cristo. Por Cristo, la Iglesia puede ofrecer el sacrificio de alabanza en acción de gracias por todo lo que Dios ha hecho de bueno, de bello y de justo en la creación y en la humanidad.
1360 La Eucaristía es un sacrificio de acción de gracias al Padre, una bendición por la cual la Iglesia expresa su reconocimiento a Dios por todos sus beneficios, por todo lo que ha realizado mediante la creación, la redención y la santificación. "Eucaristía" significa, ante todo, acción de gracias.
1361 La Eucaristía es también el sacrificio de alabanza por medio del cual la Iglesia canta la gloria de Dios en nombre de toda la creación. Este sacrificio de alabanza sólo es posible a través de Cristo: El une los fieles a su persona, a su alabanza y a su intercesión, de manera que el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado en él.
El memorial sacrificial de Cristo y de su Cuerpo, que es la Iglesia
1362 La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo. En todas las plegarias eucarísticas encontramos, tras las palabras de la institución, una oración llamada anámnesis o memorial.
1363 En el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales. De esta manera Israel entiende su liberación de Egipto: cada vez que es celebrada la Pascua, los acontecimientos del Éxodo se hacen presentes a la memoria de los creyentes a fin de que conformen su vida a estos acontecimientos.
1364 El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual: "Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención".
1365 Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es también un sacrificio. El carácter sacrificial de la Eucaristía se manifiesta en las palabras mismas de la institución: "Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros" y "Esta copa es la nueva Alianza en mi sangre, que será derramada por vosotros" (Lc 22,19-20). En la Eucaristía, Cristo da el mismo cuerpo que por nosotros entregó en la cruz, y la sangre misma que "derramó por muchos para remisión de los pecados" (Mt 26,28).
1366 La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto:
(Cristo), nuestro Dios y Señor, se ofreció a Dios Padre una vez por
todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de
realizar para ellos (los hombres) una redención eterna. Sin embargo,
como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la
última Cena, "la noche en que fue entregado" (1 Co 1 1,23), quiso
dejar a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo
reclama la naturaleza humana), donde sería
representado el
sacrificio
sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz,
cuya memoria se perpetuaría hasta el fin de los siglos (1 Co 1 (1 Co 1 1,23) y
cuya virtud
saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos
cada día. [Concilio de Trento]
1367 El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio: "Es una e idéntica la víctima que se ofrece ahora por el ministerio de los sacerdotes, la que se ofreció a sí misma entonces sobre la cruz. Sólo difiere la manera de ofrecer": "En este divino sacrificio que se realiza en la misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera no cruenta".
1368 La Eucaristía es igualmente el sacrificio de la Iglesia. La Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, participa en la ofrenda de su Cabeza. Con El, ella se ofrece totalmente. Se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. En la Eucaristía, el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar da a todas las generaciones de cristianos la posibilidad de unirse a su ofrenda.
En las catacumbas, la Iglesia es con frecuencia representada como una mujer en oración, los brazos extendidos en actitud de orante. Como Cristo que extendió los brazos sobre la cruz, por él, con él y en él, la Iglesia se ofrece e intercede por todos los hombres.
1369 Toda la Iglesia se une a la ofrenda y a la intercesión de Cristo. Encargado del ministerio de Pedro en la Iglesia, el Papa es asociado a toda celebración de la Eucaristía en la que es nombrado como signo y servidor de la unidad de la Iglesia universal. El obispo del lugar es siempre responsable de la Eucaristía, incluso cuando es presidida por un presbítero; el nombre del obispo se pronuncia en ella para significar su presidencia de la Iglesia particular en medio del presbiterio y con la asistencia de los diáconos. La comunidad intercede también por todos los ministros que, por ella y con ella, ofrecen el sacrificio eucarístico:
Que sólo sea considerada como legítima la Eucaristía que se hace bajo
la presidencia del obispo o de quien él ha señalado para ello. [San
Ignacio de Antioquía]
Por medio del ministerio de los presbíteros, se realiza a la
perfección el sacrificio espiritual de los fieles en unión con el
sacrificio de Cristo, único Mediador. Este, en nombre de toda la
Iglesia, por manos de los presbíteros, se ofrece incruenta y
sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que el Señor venga. [PO 2]
1370 A la ofrenda de Cristo se unen no sólo los miembros que están todavía aquí abajo, sino también los que están ya en la gloria del cielo: La Iglesia ofrece el sacrificio eucarístico en comunión con la santísima Virgen María y haciendo memoria de ella, así como de todos los santos y santas. En la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.
1371 El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos "que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados", para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su
cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os
acordéis de mí ante el altar del Señor. [Santa Mónica]
A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos
difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que
nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor
de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la
santa y adorable víctima... Presentando a Dios nuestras súplicas por
los que han muerto, aunque fuesen pecadores..., presentamos a Cristo
inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para
nosotros al Dios amigo de los hombres. [San Cirilo de Jerusalén]
1372 San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía:
Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad
de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal por el
Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por
nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan
gran Cabeza... Tal es el sacrificio de los cristianos: "siendo muchos, no formamos más que un solo cuerpo en Cristo" (Rm 12,5). Y este
sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del
altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma.
[San Agustín]
La presencia de Cristo por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo
1373 "Cristo Jesús que murió, resucitó, que está a la derecha de Dios e intercede por nosotros" (Rm 8,34), está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia, "allí donde dos o tres estén reunidos en mi nombre" (Mt 18,20), en los pobres, los enfermos, los presos, en los sacramentos de los que El es autor, en el sacrificio de la misa y en la persona del ministro. Pero, "sobre todo (está presente), bajo las especies eucarísticas".
1374 El modo de presencia de Cristo bajo las especies eucarísticas es singular. Eleva la Eucaristía por encima de todos los sacramentos y hace de ella "como la perfección de la vida espiritual y el fin al que tienden todos los sacramentos" En el santísimo sacramento de la Eucaristía están "contenidos verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre junto con el alma y la divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y, por consiguiente, Cristo entero". "Esta presencia se denomina «real», no a título exclusivo, como si las otras presencias no fuesen «reales», sino por excelencia, porque es substancial, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente".
1375 Mediante la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Cristo se hace presente en este sacramento. Los Padres de la Iglesia afirmaron con fuerza la fe de la Iglesia en la eficacia de la Palabra de Cristo y de la acción del Espíritu Santo para obrar esta conversión. Así, san Juan Crisóstomo declara que:
No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en
Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por
nosotros. El sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras,
pero su eficacia y su gracia provienen de Dios. Esto es mi Cuerpo,
dice. Esta palabra transforma las cosas ofrecidas.
Y san Ambrosio dice respecto a esta conversión:
Estemos bien persuadidos de que esto no es lo que la naturaleza ha
producido, sino lo que la bendición ha consagrado, y de que la fuerza
de la bendición supera a la de la naturaleza, porque por la bendición
la naturaleza misma resulta cambiada... La palabra de Cristo, que pudo
hacer de la nada lo que no existía, ¿no podría cambiar las cosas
existentes en lo que no eran todavía? Porque no es menos dar a las
cosas su naturaleza primera que cambiársela.
1376 El Concilio de Trento resume la fe católica cuando afirma: "Porque Cristo, nuestro Redentor, dijo que lo que ofrecía bajo la especie de pan era verdaderamente su Cuerpo, se ha mantenido siempre en la Iglesia esta convicción, que declara de nuevo el Santo Concilio: por la consagración del pan y del vino se opera el cambio de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre; la Iglesia católica ha llamado justa y apropiadamente a este cambio transubstanciación".
1377 La presencia eucarística de Cristo comienza en el momento de la consagración y dura todo el tiempo que subsistan las especies eucarísticas. Cristo está todo entero presente en cada una de las especies y todo entero en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo.
1378 El culto de la Eucaristía. En la liturgia de la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies de pan y de vino, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente en señal de adoración al Señor. "La Iglesia católica ha dado y continúa dando este culto de adoración que se debe al sacramento de la Eucaristía no solamente durante la misa, sino también fuera de su celebración: conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas, presentándolas a los fieles para que las veneren con solemnidad, llevándolas en procesión".
1379 El sagrario (tabernáculo) estaba primeramente destinado a guardar dignamente la Eucaristía para que pudiera ser llevada a los enfermos y ausentes fuera de la misa. Por la profundización de la fe en la presencia real de Cristo en su Eucaristía, la Iglesia tomó conciencia del sentido de la adoración silenciosa del Señor presente bajo las especies eucarísticas. Por eso, el sagrario debe estar colocado en un lugar particularmente digno de la iglesia; debe estar construido de tal forma que subraye y manifieste la verdad de la presencia real de Cristo en el santísimo sacramento.
1380 Es realmente conveniente que Cristo haya querido quedarse presente para su Iglesia de esta manera tan singular. Puesto que Cristo iba a alejarse de los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por nuestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros, y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor:
La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración. [Juan Pablo II
1381 "La presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este sacramento, «no se conoce por los sentidos, dice santo Tomás, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios». Por ello, comentando el texto de san Lucas 22,19: «Esto es mi Cuerpo que será entregado por vosotros», san Cirilo declara: «No te preguntes si esto es verdad, sino acoge más bien con fe las palabras del Señor, porque él, que es la Verdad», no miente":
Adoro te devote, latens Deitas,
Quae sub his figuris vere latitas:
Tibi se cor meum totum subjicit,
Quia te contemplans totum deficit.
Visus, gustus, tactus in te fallitur,
Sed auditu solo tuto creditur;
Credo quidquid dixit Dei Filius:
Nil hoc Veritatis verbo verius.
(Adórote devotamente, oculta Deidad,
que bajo estas sagradas especies te ocultas verdaderamente:
A ti mi corazón totalmente se somete,
pues al contemplarte, se siente desfallecer por completo.
La vista, el tacto, el gusto, son aquí falaces,
sólo con el oído se llega a tener fe segura.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada más verdadero que esta palabra de Verdad.
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de mi una pregunta angustiosa: “¿Podré seguir celebrando la Eucaristía?”. Fue la misma pregunta que más tarde me hicieron los fieles. En cuanto me vieron, me preguntaron: “¿Ha podido celebrar la Santa Misa?”.
En el momento en que vino a faltar todo, la Eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos: el pan de vida. “Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo les voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6, 51).
¡Cuántas veces me acordé de la frase de los mártires de Abitene (s. IV), que decían: Sine Dominico non possumus!- “No podemos vivir sin la celebración de la Eucaristía” (Cf. Dies Domini n. 46).
En todo tiempo, y especialmente en época de persecución, la Eucaristía ha sido el secreto de la vida de los cristianos: la comida de los testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio de Cesarea recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la Eucaristía ni siquiera en medio de las persecuciones: “Cada lugar donde se sufría era para nosotros un sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada, una prisión...” (Eusebio de Cesarea, Historia ecclesiastica VII, 22, 4: PG 20, 687). El Martirologio del siglo XX está lleno de narraciones conmovedoras de celebraciones clandestinas de la Eucaristía en campos de concentración. ¡Porque sin la Eucaristía no podemos vivir la vida de Dios!
“En memoria mía”
En la última cena, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.
Él nos deja el memorial de este momento culminante, no de otro, aunque sea espléndido y estelar, como la transfiguración o uno de sus milagros. Es decir, deja en la Iglesia el memorial-presencia de ese momento supremo del amor y del dolor en la cruz, que el Padre hace perenne y glorioso con la resurrección. Para vivir de Él, para vivir y morir con Él.
Jesús quiere que la Iglesia haga memoria de Él y viva sus sentimientos y sus consecuencias a través de su presencia viva. “Haced esto en memoria mía” (Cf. 1 Cor 11, 25).
Vuelvo a mi experiencia. Cuando me arrestaron, tuve que marcharme en seguida con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir a los míos para pedir lo más necesario: ropa, pasta de dientes… Les puse: “Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago”. Los fieles comprendieron en seguida.
Me enviaron una botella de vino de Misa, con la etiqueta: “Medicina contra el dolor de estómago”, y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
- ¿Le duele el estómago?
- Sí.
- Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: diariamente con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebré la Misa. ¡Éste era mi altar y ésta era mi catedral! Era la verdadera medicina del alma y del cuerpo: “Medicina de inmortalidad, remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo”, como dice Ignacio de Antioquía (A los efesios XX, 2, en Padres Apostólicos).
A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la cruz con Jesús, de beber con Él el cáliz más amargo. Cada día, al recitar las palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma un nuevo pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía. ¡Han sido las Misas más hermosas de mi vida!
Quien come de mí vivirá por mí
Así me alimenté durante años con el pan de la vida y el cáliz de la salvación. (…)
La Eucaristía en el campo de reeducación
Así en la prisión, sentía latir en mi corazón el corazón de Cristo. Sentía que mi vida era su vida, y la suya era la mía.
La Eucaristía se convirtió para mí y para los demás cristianos en una presencia escondida y alentadora en medio de todas las dificultades. Jesús en la Eucaristía fue adorado clandestinamente por los cristianos que vivían conmigo, como tantas veces ha sucedido en los campos de concentración del siglo XX.
En el campo de reeducación estábamos divididos en grupos de 50 personas; dormíamos en un lecho común; cada uno tenía derecho a 50 cm. Nos arreglabamos para que hubiera cinco católicos conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos tenían que irse a dormir. En aquel momento me encogía en la cama para celebrar la Misa, de memoria, y repartía la comunión pasando la mano por debajo de la mosquitera. Incluso fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento y llevarlo a los demás. Jesús Eucaristía estaba siempre conmigo en el bolsillo de la camisa.
Una vez por semana había una sesión de adoctrinamiento en la que tenía que participar todo el campo. En el momento de la pausa, mis compañeros católicos y yo aprovechábamos para pasar un saquito a cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros: todos sabían que Jesús estaba en medio de ellos. Por la noche, los prisioneros se alternaban en turnos de adoración. Jesús Eucarístico ayudaba de un modo inimaginable con su presencia silenciosa: muchos cristianos volvían al fervor de la fe. Su testimonio de servicio y de amor producía un impacto cada vez mayor en los demás prisioneros. Budistas y otros no cristianos alcanzaban la fe. La fuerza del amor de Jesús era irresistible.
Así la oscuridad de la cárcel se hizo luz pascual, y la semilla germinó bajo tierra, durante la tempestad. La prisión se transformó en escuela de catecismo. Los católicos bautizaron a sus compañeros; eran sus padrinos.
En conjunto, fueron apresados 300 sacerdotes. S presencia en varios campos fue providencial, no sólo para los católicos, sino que fue la ocasión para un prolongado diálogo interreligioso que creó comprensión y amistad con todos.
Así Jesús se convirtió – como decía Santa Teresa de Jesús – en el verdadero “compañero nuestro en el Santísimo Sacramento” (Teresa de Jesús, Libro de la Vida, c. 22, n. 6) (…)
(Tomado del libro “Testigos de Esperanza”, card. F. X. Nguyen Van Thuan, 14, Ciudad Nueva, 7ª Ed., Pág. 143-148 )
24. 2004. Comentarios
Servicio Bíblico Latinoamericano
La primera lectura de hoy constituye una especie de prefiguración
sacerdotal-eucarística en la misteriosa persona de Melquisedec; la segunda
lectura nos hace pasar de la imagen a la realidad, a través de la catequesis
eucarística de Pablo a la comunidad de Corinto; finalmente, el evangelio nos
recuerda que la eucaristía es y debe ser siempre expresión y fuente de caridad:
nace del amor de Cristo y se vuelve fundamento del amor entre los fieles
reunidos en torno al Pan donado por Jesús y distribuido por sus discípulos entre
los hermanos.
La eucaristía sostiene toda la vida de la comunidad creyente. Mientras hacemos
presente el “amor hasta el extremo” por el que Jesús ofreció su vida en la cruz
(pasado), nos comprometemos a formar un sólo cuerpo animado por la fe y la
caridad solidaria (presente), “mientras esperamos su venida gloriosa” (1 Cor
11,26) (futuro).
La primera lectura (Gen 14,18-20) es un antiguo texto, originalmente quizás de
naturaleza política-militar, en el que el misterioso personaje Melquisedec rey
de Salem ofrece a Abraham un poco de pan y vino. Se trata de un gesto de
solidaridad: a través de aquel alimento, Abraham y sus hombres pueden reponerse
después de volver de la batalla contra cuatro reyes (Gen 14,17). El pasaje, sin
embargo, parece contener una escena de carácter religioso, siendo Melquisedec un
sacerdote según la praxis teológica oriental.
El gesto podría contener un matiz de sacrificio o de rito de acción de gracias
por la victoria. El v. 19, en efecto, conserva las palabras de una bendición.
Las palabras de Melquisedec y su gesto ofrecen una nueva luz sobre la vida de
Abraham: sus enemigos han sido derrotados y su nombre es ensalzado por un
rey-sacerdote. El capítulo 7 de la Carta a los Hebreos ha construido una
reflexión en torno a Cristo Sacerdote a la luz de este misterioso texto del
Génesis, según la línea teológica ya presente en las palabras que el Sal 110,4
dirige al rey-mesías: “Tú eres sacerdote para siempre al modo de Melquisedec”.
La segunda lectura (1Cor 11,23-26) pertenece a la catequesis que Pablo dirige a
la comunidad de Corinto en relación con la celebración de las asambleas
cristianas, donde los más poderosos y ricos humillaban y despreciaban a los más
pobres. Pablo aprovecha la oportunidad para recordar una antigua tradición que
ha recibido sobre la cena eucarística, ya que el desprecio, la humillación y la
falta de atención a los pobres en las asambleas estaban destruyendo de raíz el
sentido más profundo de la Cena del Señor.
Se coloca así en sintonía con los profetas del Antiguo Testamento que habían
condenado con fuerza el culto hipócrita que no iba acompañado de una vida de
caridad y de justicia (cf. Am 5,21-25; Is 1,10-20), como también lo hizo Jesús (cf.
Mt 5,23-24; Mc 7,9-13). La Eucaristía, memorial de la entrega de amor de Jesús,
debe ser vivida por los creyentes con el mismo espíritu de donación y de caridad
con que el Señor “entregó” su cuerpo y su sangre en la cruz por “vosotros”.
La lectura paulina nos recuerda las palabras de Jesús en la última cena, con las
que cuales el Señor interpretó su futura pasión y muerte como “alianza sellada
con su sangre” (1 Cor 11,25) y “cuerpo entregado por vosotros” (1 Cor 11,24),
misterio de amor que se actualiza y se hace presente “cada vez que coman de este
pan y beban de este cáliz” (1 Cor 11,26). La fórmula del cáliz eucarístico,
semejante a la fórmula de la última cena en Lucas (Mateo y Marcos reflejan una
tradición diversa), está centrada en el tema de la nueva alianza, que recuerda
el célebre paso de Jer 31,31-33. Cristo establece una verdadera alianza que se
realiza no a través de la sangre de animales derramada sobre el pueblo (Ex 24),
sino con su propia sangre, instrumento perfecto de comunión entre Dios y los
hombres.
La celebración eucarística abraza y llena toda la historia dándole un nuevo
sentido: hace presente realmente a Jesús en su misterio de amor y de donación en
la cruz (pasado); la comunidad, obediente al mandato de su Señor, deberá repetir
el gesto de la cena continuamente mientras dure la historia “en memoria mía”
(1Cor 11,24) (presente); y lo hará siempre con la expectativa de su regreso
glorioso, “hasta que él venga” (1 Cor 11,26) (futuro). El misterio de la
institución de la Eucaristía nace del amor de Cristo que se entrega por nosotros
y, por tanto, deberá siempre ser vivido y celebrado en el amor y la entrega
generosa, a imagen del Señor, sin divisiones ni hipocresías.
El evangelio (Lucas 9,10-17) relata el episodio de la multiplicación de los
panes, que aparece con diversos matices también en los otros evangelios (¡dos
veces en Marcos!), lo que demuestra no sólo que el evento posee un alto grado de
historicidad, sino que también es fundamental para comprender la misión de
Jesús.
Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente
pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús
se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban”
(v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce
el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento
recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús
precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está
anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al
caer el día.
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una
parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que
se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que
está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe
de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del
amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino
abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar
desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del
desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel
experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por
ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias
y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través
de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La respuesta de Jesús: “dadles vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa
dada la poca cantidad de alimento, sino que sobre todo intenta poner de
manifiesto la misión de los discípulos al interior del gesto misericordioso que
realizará Jesús. Los discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo largo de
toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús
preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los
discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces,
levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando
a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).
El gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de
Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la
berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza
por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús
no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc
7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos
los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo
indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de
nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo
sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por
los suyos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la
“saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la
acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico (Ex 16,12; Sal 22,27; 78,29; Jer
31,14). Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí
las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado (Ex 16; 2Re
4,42-44). Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino
que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra
de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la
síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a
fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
En el texto, como hemos visto, se sobreponen diversos niveles de significado. El
milagro realizado por Jesús lo presenta como el profeta de los últimos tiempos.
Al mismo tiempo el evento anticipa el gesto realizado por Jesús en la última
cena, cuando el Señor dona a la comunidad en el pan y el vino el signo
sacramental de su presencia.
Por otra parte, el don del pan en el desierto inaugura el tiempo nuevo de la
fraternidad, que prefigura la plenitud de la comunión escatológica en plenitud.
Además se pone en evidencia, como hemos señalado antes, el papel esencial de los
discípulos de Jesús como mediadores del reino. A través de aquellos que creemos
en el Señor debería llegar a todos los hombres el pan que del bienestar material
que permite una vida digna de hijos de Dios, el pan de la esperanza y de la
gratuidad del amor, y sobre todo el pan de la Palabra y de la Eucaristía,
sacramento de la presencia de Jesús y de su amor misericordioso en favor de
todos los hombres.
Para la revisión de vida
¿En mi vida cristiana el misterio eucarístico se manifiesta como fuente de
unidad y de caridad?
¿Cómo podría comprometerme concretamente en favor de las personas que viven en
la pobreza y sufren hambre de pan y de justicia?
Para la reunión de grupo
¿En nuestra comunidad la celebración eucarística genera mayor amor y compromiso
en favor de los más pobres o se limita a ser un simple rito religioso?
¿Con cuáles iniciativas concretas podríamos hacer que nuestra participación
comunitaria en la Eucaristía sea más activa y dinámica?
¿Cómo podríamos como comunidad comprometernos más para llevar a los demás el pan
del bienestar material, el pan del amor y de la esperanza, y el pan del
evangelio del Reino?
Para la oración de los fieles
Señor Jesús, que en el misterio eucarístico has dejado para tus discípulos un
memorial vivo de tu vida, tu muerte y tu resurrección, haz que participando con
fe de tu Cuerpo y de tu Sangre seamos testigos fieles del evangelio de la
liberación en medio del mundo. Roguemos al Señor...
Señor Jesús, que congregas a tu Iglesia en torno al misterio de tu Cuerpo y de
tu Sangre, haz que nuestra comunidad viva el misterio de la comunión en la
diversidad, superando la intolerancia y el sectarismo, y así sea signo e
instrumento de tu reino. Roguemos al Señor...
Señor Jesús, que alimentaste a la multitud en el desierto con el pan material y
el pan de la Palabra, haz que la comunidad cristiana viva atenta a los signos de
los tiempos, a través de una misión de evangelización liberadora e integral,
llevando a todos el anuncio del Reino y comprometiéndose activamente en la
promoción humana. Roguemos al Señor...
Oración comunitaria
Señor Jesús, Pan Vivo de esperanza y de amor,
concede a cuantos participamos en la cena eucarística,
vivir el misterio de la comunión en el amor
y ser testigos de tu reino en el mundo. Por nuestro Señor Jesucristo.
25. 2004
LECTURAS: GÉN 14, 18-20; SAL 109; 1COR 11, 23-26;
LC 9, 11-17
Gén. 14, 18-20. Abraham retorna de vencer a Codorlaomer y sus aliados, y
Melquisedec le recibe ofreciéndole el pan y el vino de la hospitalidad y
bendiciendo al Dios Altísimo. Algún día Salém, convertida en la ciudad santa de
Jerusalén, será el centro de culto del Pueblo de Israel. Desde ahí brotará la
bendición, que no sólo recibe Abraham, sino todos sus descendientes. Para la
humanidad entera, incluso, de ahí, de un monte cercano llamado Gólgota, brotará
la Bendición que nos purifica y que nos salva en Cristo Jesús. Él nos ofrecerá,
a nosotros peregrinos hacia la Patria eterna, pero que ya desde ahora gozamos de
su Victoria sobre el pecado y la muerte, su Cuerpo y su Sangre como alimento de
Vida eterna. No despreciemos el Don de Dios.
Sal. 109. Jesús, el Hijo de Dios, engendrado en el hoy
eterno, se ha levantado victorioso sobre el pecado y la muerte. Sentado a la
diestra del Padre Dios para siempre para interceder por nosotros, continúa su
obra sacerdotal en la que ofreció de una vez para siempre la ofrenda de sus
propios Cuerpo y Sangre, que nos purifica y que nos salva. Quienes creemos en
Él; quienes hemos unido nuestra vida a Él, continuamos la Obra de Salvación de
Dios en la historia, a favor de toda la humanidad. No sólo nos reunimos para
celebrar el Memorial del Señor; nuestra vida, como Iglesia, es ese Memorial que
nos convierte en una continua alabanza del Nombre del Señor. Pero no sólo nos
dedicamos a alabar al Señor con los labios; trabajamos continuamente para que la
vida de cada día, para que todos y cada uno de nosotros quede consagrado al
Señor, y lo alabe tanto con sus labios como con sus obras y su vida misma.
1Cor. 11, 23-26. Yo recibí del Señor lo mismo que les he transmitido. He
recibido la prenda más grande de su amor: la entrega de sí mismo por nosotros;
he sido beneficiado de su compartir su pan. Él ha venido a socorrernos en
nuestras necesidades y pobrezas. Él ha venido a derramar su sangre para el
perdón de nuestros pecados. Transmitir a los demás lo que del Señor hemos
recibido, aun cuando de un modo principal nos lleva a celebrar con un gran
espíritu de fe el Memorial del Señor, también nos ha de llevar a hacer de toda
nuestra vida una continua celebración Eucarística. En la vida diaria hemos de
aprender a compartir nuestro pan con los demás. No podemos banquetear mientras
los demás pasan hambre; no podemos vivir entre placeres mientras se derrama
sangre de inocentes. El Señor nos pide cercanía, entrega, amor sincero. La
Eucaristía, nuestra Eucaristía nos debe llevar, incluso, a dar nuestra vida para
que los demás tengan vida.
Lc. 9, 11-17. No podemos cerrar nuestros ojos ante la problemática que aqueja a
muchos hermanos nuestros: sus pobrezas, sus enfermedades, su hambre, las
injusticias de que son víctimas, los desprecios, la marginación, etcétera. Sin
embargo no podemos quedarnos contemplando toda esa cadena de sufrimiento y de
dolor; tampoco podemos pasar de largo ante ellos pensando que cada uno debe
solucionar sus propios problemas, o que sean otros quienes se los solucionen,
por ejemplo los servicios gubernamentales, las sociedades de caridad, o algunas
personas que tengan los recursos suficientes para ello. El Señor nos dice:
Denles ustedes de comer. A nosotros corresponde buscar los medios necesarios
para que la problemática que destruye a nuestro prójimo se encauce hacia caminos
de verdaderas soluciones, de tal forma que todos tengan una vida más digna; a
ella todos, y no sólo unos cuantos, tienen derecho. No podemos guardar bajo el
brazo los recursos que el Señor ha puesto en nuestras manos; todos tenemos algo
que aportar a la vida familiar y social. Si todos lo hiciéramos, la bendición de
Dios haría que todos viviesen satisfechos y llenos de paz y de felicidad.
Aprendamos, de lo que hoy Cristo nos pide, a fortalecer entre nosotros los lazos
de un auténtico amor fraterno.
La Vida que Jesús entrega por nosotros es lo que nos reúne en torno a Él en esta
Eucaristía. Él bendice el Pan y lo reparte entre nosotros, hasta que quedemos
saciados. Él nos alimenta con su Palabra no sólo para que conozcamos los caminos
de Dios y vayamos por ellos, sino para que esa Palabra tome carne en nuestra
propia vida y, por obra del Espíritu Santo, nos convirtamos en el Evangelio
viviente del Padre en la historia. Él nos reúne como una comunidad de fe. Es el
amor fraterno el que nos mantiene unidos en torno a Cristo para llegar a ser,
junto con Él, los hijos amados del Padre. Alimentados, fortalecidos y
transformados en Cristo, Él nos envía para que vayamos y hagamos con los demás
lo mismo que Él ha hecho para con nosotros. Seamos, pues, un signo de su amor,
de su entrega y de su generosidad en el mundo, para que todos encuentren en la
Iglesia el camino hacia Cristo, y en Él, la salvación y la vida eterna.
No podemos venir a la Eucaristía con las manos vacías. Tampoco podemos sentirnos
satisfechos por haber orado ante Dios y tal vez haber dado una ofrenda en favor
de los pobres. Ante el Señor hemos de presentar todo lo que hacemos a favor de
los más desprotegidos, viendo en ellos no simples humanos, sino hijos amados de
Dios. Nuestro trabajo incansable a favor del Evangelio también se debe convertir
en una Buena Noticia que consuela a los tristes, que socorre a los necesitados,
que sacia el hambre y la sed de los pobres, que nos lleva a trabajar por la paz,
que nos hace devolver el amor y la alegría a aquellos que vagaban como ovejas
sin pastor, desprotegidos y sin esperanza. Cuando nos presentamos ante el Señor
con un corazón sencillo y humilde, llenos de buenas obras que sólo Dios conoce
pues sólo Él es nuestra recompensa y no los aplausos humanos, cuando venimos
ante Él sin esclavitudes a lo pasajero y como siervos de los demás, siempre
dispuestos a hacerles el bien, entonces tenemos mucho que celebrar en la
presencia de Dios. De lo contrario, si en lugar de amor hemos causado dolor,
sufrimiento y muerte a los demás, lo mejor sería dejar nuestra ofrenda ante el
Altar e ir a hacer lo que Cristo hizo con nosotros; entonces no ofreceríamos un
Sacrificio externo a nosotros, sino que nosotros, junto con Cristo, seremos una
ofrenda agradable al Padre.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, ser una continua ofrenda de amor a Dios y al prójimo, de tal forma que,
puestos en las manos de Dios, Él pueda hacer obras grandes por medio nuestro,
que estaremos siempre dispuestos a hacer, no nuestros caprichos, sino la
voluntad de Dios. Amén.
www.homiliacatolica.com
26.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Sergio Córdova
Reflexión
Hoy celebramos la solemnidad del Corpus Christi. Antiguamente –y todavía hoy en
muchos países católicos– se celebra esta fiesta con una procesión solemne, en la
que se lleva expuesto al Santísimo Sacramento por las principales calles de la
ciudad, acompañado con flores, cirios, oraciones, himnos y cánticos de los
fieles. Sin duda todos hemos participado o presenciado alguna procesión del
Corpus. Pero no estoy tan seguro de que todos conozcamos el origen y el
significado de esta celebración.
En realidad, hasta hace poco se celebraba en día de jueves, dado que esta fiesta
nació como una prolongación del Jueves Santo, y cuyo fin era tributar un culto
público y solemne de adoración, de veneración, de amor y gratitud a Jesús
Eucaristía por el regalo maravilloso que nos dio aquel día de la Ultima Cena,
cuando quiso quedarse con nosotros para siempre en el sacramento del altar.
La solemnidad del Corpus Christi se remonta al siglo XIII. Se cuenta, en efecto,
que el año 1264 un sacerdote procedente de la Bohemia, un tal Pedro de Praga,
dudoso sobre el misterio de la transustanciación del Cuerpo y de la Sangre de
Cristo en la Hostia santa y en el vino consagrado, acudió en peregrinación a
Roma para invocar sobre la tumba del apóstol san Pedro el robustecimiento de su
fe. Al volver de la Ciudad Eterna, se detuvo en Bolsena y, mientras celebraba el
santo Sacrificio de la Misa en la cripta de santa Cristina, la sagrada Hostia
comenzó a destilar sangre hasta quedar el corporal completamente mojado. La
noticia del prodigio se regó como pólvora, llegando hasta los oídos del Papa
Urbano IV, que entonces se encontraba en Orvieto, una población cercana a
Bolsena. Impresionado por la majestuosidad del acontecimiento, ordenó que el
sagrado lino fuese transportado a Orvieto y, comprobado el milagro, instituyó
enseguida la celebración de la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de
nuestro Señor Jesucristo.
Al poco tiempo el mismo Papa Urbano IV encargó al insigne teólogo dominico,
Tomás de Aquino, la preparación de un oficio litúrgico propio para esta fiesta y
la creación de cantos e himnos para celebrar a Cristo Eucaristía. Fue él quien
compuso, entre otros himnos, la bellísima secuencia “Lauda Sion” que se canta en
la Misa del día, tan llena de unción, de alta teología y mística devoción.
El año 1290 el Papa Nicolás IV, a petición del clero y del pueblo, colocó la
primera piedra de la nueva catedral que se erigiría en la ciudad de Orvieto para
custodiar y venerar la sagrada reliquia. Yo personalmente he tenido la
oportunidad de visitar varias veces –aquí en Italia– la basílica de Bolsena,
lugar del milagro eucarístico, y el santo relicario de la catedral de Orvieto,
en donde se palpa una grandísima espiritualidad.
Después de esta breve noticia histórica, parece obvio el porqué de esta
celebración. La Iglesia entera –fieles y pastores, unidos en un solo corazón–
quiere honrar solemnemente y tributar un especial culto de adoración a
Jesucristo, realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía,
memorial de su pasión, muerte y resurrección por amor a nosotros, banquete
sacrificial y alimento de vida eterna.
La Iglesia siempre ha tenido en altísima estima y veneración este augusto
sacramento, pues en él se contiene, real y verdaderamente, la Persona misma del
Señor, con su Cuerpo santísimo, su Sangre preciosa, y toda su alma y divinidad.
En los restantes sacramentos se encierra la gracia salvífica de Cristo; pero en
éste hallamos al mismo Cristo, autor de nuestra salvación.
El Papa Juan Pablo II publicó “Ecclesia de Eucharistia” dedicada precisamente al
misterio de Jesús Eucarístico. “La Iglesia vive de la Eucaristía”. “Esta verdad
no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en
síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia”. Es patente el amor de Juan Pablo
II a la Eucaristía. En las celebraciones del Jubileo del año 2000 él mismo quiso
ir de peregrinación a Tierra Santa, y recuerda con grandísimo gozo la
celebración de la Santa Misa en el Cenáculo, en el mismo lugar en el que la
tradición señala que nuestro Señor instituyó la Eucaristía.
Desde aquel primer Jueves Santo, cada Misa que celebra el sacerdote en cualquier
rincón de la tierra tiene un valor redentor y de salvación universal. No sólo
“recordamos” la Pascua del Señor, sino que “revivimos” realmente los misterios
sacrosantos de nuestra redención, por amor a nosotros. ¡Gracias a ellos,
nosotros podemos tener vida eterna!
Ojalá que, a partir de ahora, vivamos con mayor conciencia, fe, amor y gratitud
cada Santa Misa y acudamos con más frecuencia a visitar a Jesucristo en el
Sagrario, con una profunda actitud de adoración y veneración. Y, si de verdad lo
amamos, hagamos que nuestro amor a El se convierta en obras de caridad y de
auténtica vida cristiana. Sólo así seremos un verdadero testimonio de Cristo
ante el mundo.