22 HOMILÍAS PARA EL CICLO A
20-22


20. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentario general

DEUTERONOMIO 8, 2-3. 1416:

El Deuteronomista profundiza sobre los hechos de la peregrinación del Desierto. Y encuentra en ellos ricas enseñanzas teológicas:

— Las muchas pruebas y sufrimientos del Desierto fueron un recurso pedagógico de Dios: «Reconoce que así como un Padre corrige a su hijo así te ha corregido Yahvé tu Dios» (5). En el Libro de la Sabiduría se da esta misma interpretación: «Les probaste como padre que corrige; les probaste y corregiste con misericordia» (Sab 11, 9). Israel, sometido a una larga serie de pruebas, aprendió humildad y sumisión a los planes de Dios y a su santa Ley, confianza y abandono a su Providencia. Los cuarenta años de peregrinación le humillaron, le purificaron, le forjaron.

— Una muestra evidente de la amorosa Providencia de Dios fue el prodigio del «maná» (3). El maná era el alimento cotidiano, la mesa que el Padre disponía a sus hijos. Al comer aquel alimento milagroso entendían claro cómo cuidaba de ellos su Padre del cielo y cómo debían ellos serles fieles. Aprendían que muy superior al pan que alimenta la vida corporal es el pan de la Palabra de Dios (3). Jesús recordará a sus Apóstoles cómo es éste su alimento (Jn 4, 34).

— Este «maná», signo y figura preciosa del que a nosotros nos alimenta, el Pan Eucarístico, queda así ponderado y explicado por el Sabio: «Alimentaste a tu pueblo con pan de ángeles; y les proporcionaste del cielo, sin fatiga, pan apropiado que poseía todo sabor, y amoldado a todo paladar. Este alimento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura; y amoldándose al deseo del que se presentaba, se cambiaba según el gusto que cada uno quería. Para que aprendieran tus hijos a quienes amaste, Señor, que no son las diversas especies de frutos las que alimentan al hombre, sino que es tu Palabra quien guarda a los que confían en Ti» (Sab 16, 20, 26). Si tal pudo decirse del maná, ¿qué diremos del Pan que a nosotros nos alimenta? Nuestro Pan sí que de verdad es la «Palabra» de Dios: el Verbo de Dios hecho carne. De El nos alimentamos los que ahora en la Nueva Alianza formamos el Pueblo de Dios peregrinante.

1 CORINTIOS 10, 16-17:

San Pablo expone a los corintios los valores de la Eucaristía: Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Banquete, Sacramento-Presencia de Cristo. 

— «El cáliz que consagramos y el pan que partimos» son nuestro Banquete Sagrado. El banquete sagrado completaba siempre el sacrificio de una víctima. La Eucaristía es el Sacrificio de Cristo que místicamente se inmola por nosotros y se nos entrega en comida. Bebemos el cáliz y comemos el pan de la Eucaristía; y con esto entramos en comunión con Cristo (16). Y formamos con El un único Cuerpo. Comulgar sin caridad es sacrilegio contra Cristo y contra su Cuerpo Místico.

— La Eucaristía es una actualización siempre nueva del único drama Redentor; es una realidad permanente fuera del tiempo, en la que nos es permitido participar efectivamente, aunque en forma sacramental. Porque participar en el misterio pascual es ponernos en comunión real con Cristo: morir con El, resucitar con El. Hay quien habla de la «contemporaneidad» de Cristo: «Los misterios de la Redención hagámoslos presentes» (Paulo VI: 9-IV-69). Qui verus aeternusque Sacerdos, formam sacrificii perennis instituens, hostiam tibi se obtulit salutarem, et nos, in sui memoriam, praecepit offerre (Praef.).

— El Novus Ordo Missae nos torna a recordar este valor de Sacrificio-Banquete-Presencia real que tiene la Eucaristía: «En la celebración de la Misa, en la que se perpetúa el Sacrificio de la Cruz, Cristo está realmente presente: en la misma asamblea reunida en su nombre; en la persona del ministro; en su palabra; y de modo sustancial y continuo bajo las especies eucarísticas» (n 7). Y otra vez: «En la Ultima Cena, Cristo instituyó el Sacrificio y Banquete pascual, por el que el Sacrificio de la Cruz se hace continuamente presente en la Iglesia, cuando el sacerdote, actuando in Persona Cristi, hace lo mismo que el mismo Señor hizo y mandó a sus discípulos que hicieran en memoria suya» (48).

— A la vez subraya Pablo cómo este Sacramento, al unirnos con Cristo, nos une a todos en comunión (17). «La Eucaristía es el Sacramento de la plena unidad de la Iglesia: Caritatis quasi figurativum et effectivum» (Tom III, 83, 49; 97, 3, 6). Significa la caridad y la realiza: «La gracia específica de este Sacramento es precisamente la unidad del Cuerpo Místico. La Eucaristía es figura y causa de esta unidad» (Paulo VI: 25-V-67): Quo venerabili mysterio, tuos fideles alendo sanctificas, ut humanum genus, quod continet unus orbis, una fides illuminet, caritas una conjungat (Praef.).

JUAN 6, 51-59:

El Discurso de Jesús en que se proclama «Pan de Vida» tiene su mejor clima en la Fiesta de Corpus:

— El «maná» del Desierto era sólo signo y figura. Prefiguraba el de verdad «Pan del cielo» que Jesús, Nuevo Moisés, daría al Pueblo de la Nueva Alianza como viático de peregrinación: Cujus carnem pro nobis immolatam dum sumimus, roboramur (Praef.).

— Jesús no sólo nos da este «Pan». El mismo es el Pan que todos debemos comer. Es nuestro Pan vivificante: como Palabra de Dios (35), como Víctima y Redentor (52), y como «Sacramento» en que nos va a dejar su carne y su sangre para alimento y vida de todos los redimidos (53-59): Et jusum pro nobis sanguinem, cum potamus, abluimur (Praef.).

— Jesús intenta elevar a su zona—la espiritual—a sus oyentes. Estos, siempre a ras de tierra al principio, piensan sólo en pan material (34) y luego en un canibalismo repugnante (53. 61). La solución será la carne de Cristo glorificada (27. 63). Nos dará Jesús su carne hecha «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45). La manducación es, sí, real, pero espiritual. Le comemos y le asimilamos con la fe y con el Sacramento (34. 35). El Verbo divino ya glorificado en su naturaleza humana (carne) es el vehículo por el que nos llega la vida divina (58). Es de verdad nuestro Rey.



R. Garrigou-Lagrange

LA COMUNIÓN Y EL DON DE SI 

Nuestro Señor nos ordenó: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Joan., XIII, 34). Pues bien, él nos amó hasta morir por nosotros en la Cruz y hasta dársenos en manjar en la sagrada Eucaristía. En la comunión debe, pues, el cristiano aprender la donación de sí mismo, a fin de imitar a Ntro. Señor.

El Corazón Eucarístico de Jesús, que nos dio y cada día vuelve a darnos la Eucaristía, es el ejemplar eminente del perfecto don de sí mismo. Y nos enseñó que es cosa más perfecta dar que recibir, amar que ser amado.

Por eso, después de haber recibido tanto, debemos, a ejemplo de nuestro Salvador, darnos a los demás ofreciéndoles paz y luz de vida. Un alma que vive incorporada a Cristo por la santa comunión debe ser a su vez pan de los que viven en su derredor, a ejemplo de nuestro Señor. A los que tienen menos luces, a los débiles y a los que se alejan del altar, esa alma debe darse sin medida, sin importársele nada de las ingratitudes, frialdades y malos pagos. Mediante ese proceder esté segura que ha de traer a no pocos descarriados al Corazón Eucarístico de Jesús, a ese "Corazón olvidado, despreciado, ultrajado e ignorado por los hombres." Que es, sin embargo, el Corazón que nos ama siempre, y es paciente para esperarnos, está presto para escucharnos, ansioso de que le pidamos, y es centro de gracias siempre renovadas; Corazón silencioso que anhela hablar a las almas, refugio de la vida oculta, maestro en los secretos de la divina unión", Corazón de Aquel que parece dormido, pero que vela siempre, y del que sin cesar desborda la caridad.

Es el modelo eminente del perfecto don de sí. Por eso un santo sacerdote de Lión, amigo del Cura de Ars, el P. Chevrier, solía decir a sus hijos espirituales: "A ejemplo de nuestro Señor, el sacerdote debe morir a su cuerpo, a su espíritu, a su voluntad, a su familia, al mundo entero; hase de inmolar por el silencio, la oración, el trabajo, la penitencia, los sufrimientos y la muerte. Cuanto uno está más muerto, más vida tiene y la da en mayor abundancia. El sacerdote es un hombre crucificado. También debe, por la caridad, a ejemplo de su maestro, dar su cuerpo, su espíritu, su tiempo, sus bienes, su salud y su vida; ha de dar la vida por su fe, doctrina, palabras, oraciones, autoridad y ejemplos. Débese convertir en buen pan. El sacerdote es un hombre comido”.

Pues bien, todo lo que aquí se dice del sacerdote, se debe aplicar en cierto modo al cristiano perfecto, que en cualquier momento ha de estar dispuesto a sacrificarse sobrenaturalmente, a fin de conducir las almas que le rodean hacia el fin de nuestra peregrinación, que es Dios. Este celo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas es la respuesta que todos deben dar al precepto del Señor: "Amaos los unos a los otros, como yo os he amado" (Joan., XIII, 34). En la comunión ferviente aprenderemos esta generosidad que hace que irradie sobre los demás el don de Dios que nosotros hemos recibido, y que tan bien hace comprender el valor y frutos de la Eucaristía. Recibamos, pues, con docilidad el don de Dios, y repartámoslo generosamente entre nuestros semejantes.

(Las tres edades de la vida interior II, Ed. Palabra, Madrid, 1978, Pág. 830-831).



San Francisco de Sales 

MODO DE COMULGAR

Comienza en la noche precedente a prepararte para la comunión con frecuentes aspiraciones y deseos amorosos, retirándote un poco antes, para poderte levantar más temprano. Y si te despiertas durante el sueño, que el corazón y la boca se te llenen del perfume de algunas palabras olorosas mediante las cuales tu alma quede embalsamada para recibir al Esposo, que, velando mientras tú duermes, se prepara para concederte mil gracias y favores si estás dispuesta a recibirlas. Por la mañana levántate con gran alegría, ante la dicha que te espera; y puesto que ya te habrás confesado, ve con gran confianza y al mismo tiempo con gran humildad a comer el manjar espiritual que preserva el alma para la inmortalidad. Después que hayas dicho las palabras sagradas: Señor, yo no soy digna, no muevas la cabeza ni los labios, ni para rezar, ni para suspirar; sino que, entreabriendo dulce y medianamente la boca y levantando el rostro cuanto sea necesario para dar comodidad al sacerdote de que vea lo que hace, recibe llena de fe, de esperanza y de caridad a Aquel, por el cual y para el cual crees, esperas y amas. ¡Oh Filotea!, imagínate que, así como la abeja, habiendo libado sobre las flores el rocío del cielo y el azúcar más exquisita de la tierra; convertido en miel lo lleva a la colmena, el sacerdote, habiendo tomado de sobre el altar al Salvador del mundo, verdadero Hijo de Dios, que como el rocío ha bajado del cielo, verdadero Hijo de María, que como una flor ha salido de la tierra de nuestra humanidad, lo coloca como alimento en tu boca y en tu alma. Después que lo hayas recibido, invita a tu corazón a rendir homenaje a este Rey de salud; trata con El de tus asuntos íntimos; contémplale en tu interior, donde El ha venido a morar para dicha tuya; finalmente, hazle la mejor acogida posible y compórtate de manera que en todas tus acciones se eche de ver que Dios está contigo.

Cuando no puedas tener la dicha de comulgar en la Santa Misa sacramentalmente, hazlo al menos espiritualmente, uniéndote mediante un ardiente deseo a la carne vivificadora del Salvador. Tu primer propósito en la comunión debe ser avanzar, fortificarte y buscar todo consuelo en el amor de Dios, pues debes recibir por amor lo que sólo el amor te puede dar. No existe acto alguno donde el Salvador se muestre más amante ni más amable que en éste, en el que se anonada, por así decirlo, y se convierte en manjar a fin de penetrar en nuestras almas y unirse íntimamente al corazón y a los cuerpos de los fieles.

Si los mundanos te preguntan por qué comulgas con tanta frecuencia, diles para aprender a amar a Dios, para purificarte de tus imperfecciones, para librarte de tus miserias, para hallar consuelo en tus aflicciones, para encontrar apoyo en tus flaquezas. Diles que hay dos clases de personas que deben comulgar frecuentemente: los perfectos, pues estando bien dispuestos harían un gran disparate si no se acercasen al manantial y fuente de la perfección, y los imperfectos, para llegar a la perfección; los fuertes, para no convertirse en débiles, y los débiles, para llegar a ser fuertes; los enfermos, para ser sanados, y los sanos, para no caer enfermos; y que tú, como imperfecta, débil y enferma, tienes necesidad de comulgar frecuentemente para conseguir la perfección, la fuerza y la medicina necesarias a tu alma. Diles que los que no están entregados a los negocios del mundo deben comulgar frecuentemente, puesto que tienen comodidad para hacerlo; y los que están muy ocupados también, porque tienen mucha necesidad de ello; y que el que trabaja mucho y el que se siente afligido por las penas, debe comer manjares nutritivos. Diles que recibes la Sagrada Comunión para aprender a hacerlo, pues acto que no se repite, difícilmente se aprende a ejecutarlo bien.

Comulga frecuentemente, Filotea, lo más frecuentemente que puedas con el permiso de tu padre espiritual. Las liebres de nuestras montañas en el invierno se vuelven blancas, porque ni ven ni comen otra cosa más que nieve; también tú te volverás hermosa, buena y pura a fuerza de adorar y de comer la hermosura, la bondad y la pureza misma en este Santo Sacramento.

(Obras Selectas I,”Introducción a la vida devota”, BAC, Madrid 1953, Págs. 119-120.)



San Juan de Ávila

¡Dios nos libre de comulgar mal!

Y así como quien no comulga debe guardarse de juzgar ni impedir al que comulga, así el que comulga mirará mucho cómo comulga, porque no coma su juicio y condenación.

Había en una ciudad un clérigo que estaba en pecado mortal, y no por eso dejaba de comulgar cada día; y estando un día diciendo misa, ya que quería alzar, cuando pone las manos sobre el ara, vino fuego del cielo y quemóle ambas manos. Este y otros grandes males han acaecido por llegarse los hombres allí sucios. En un lugar estaba un hombre casado y era un mal hombre, que estaba en pecado mortal; y fue a confesarse con su cura, y él estaba en tal indisposición, que le dijo el cura que no comulgase; y no bastó esto, sino que otro día fue a comulgar entre otros. Cuando el cura le vio que venía a comulgar, no pudiendo hacer otra cosa, dijo: "Dios juzgue entre mí y ti", porque, aunque el otro se llegaba indispuesto, no puede negar el cura el santo sacramento al que se lo pide en público. Comulgólo, y luego, antes que acabase de pasar el Santísimo Sacramento, al instante cayó muerto, y llevaron los diablos su ánima; y abriéronle, y hallaron el Santísimo Sacramento en la boca. Yo sé de una persona que se llegó a comulgar con mala conciencia, y le fue dicho de parte de Dios que, si no rogara un santo del cielo por él, morirá en el altar, comulgando. ¡Dios nos libre de comulgar mal! Qui manducat indigne, et bibit, reus erit carnis et sanguinis Domini. Dice San Ambrosio en este paso: "Será castigado por la muerte del Señor, porque hace salir en balde su muerte; y también porque come en pecado, semejable a los que le mataron".

¿Cómo comulgar  bien?

—Padre, ¿pues qué remedio para comulgar bien? ¿Qué haríamos para llegarnos dignamente a recibir el Santísimo Sacramento? —Toda la vida había de enderezarse para el día que hubieses de comulgar; no había de haber otro cuidado sino: "¡Oh que tengo de comulgar!, ¿cómo viviría yo ahora sin ofender a Dios? ¿Cómo me guardaría yo limpio para el día que tengo de recibir a Dios?" Habían de guardarse los ojos, no hiciesen mal al alma; los oídos, de oír cosa mala, que dañarle pudiese; la lengua, de hablar; todos los sentidos se habían de guardar. Vive con cuidado. Dos días antes aparéjate, mira tu conciencia, acúsate de lo que te hallares culpado. Piensa un paso de la pasión cual tú quisieres; desmenúzalo, mira el amor con que Cristo lo padecía por ti, mira el tormento, las lágrimas, la sangre que por ti derramó; piensa en esto, que eso quiere decir lo que mandaba la ley, que comiesen el cordero asado. Piensa en Jesucristo asado en fuego de tormentos por amor tuyo. Eso es comer asado. Vete luego a confesar. Después de confesado, piensa antes que recibas el Santísimo Sacramento el paso mismo que pensaste antes; haz cuenta que tienes a Jesucristo delante de tus ojos atormentado, como le pensaste antes en tu rincón.

Confiesa antes, y no digas más de lo que te agravia tu conciencia. No seáis escrupulosos; ni miréis en unas nonadillas; no dejéis de comer por eso. Di: si tú dieses un manjar muy preciado a uno y, por un pelito que venía en él, no lo quisiese comer, el que esto hiciese, ¿qué dirían de él? ¡Ah!, hombres hay que entre el altar y el lugar donde se confiesan les levanta el diablo mil dudas y mil zancadillas, y de todas diz que se han de confesar, y no hacen sino ir y venir. No seáis así, dejá esas motillas; aunque se os acuerde algo allí, si no es pecado mortal, no os curéis de ello, que otro día lo confesaréis; dejad esas nonadas. No quiere el diablo más para hacerte dudar; no pares en esas niñerías, sino, confesando lo mejor que pudieres, llégate en paz a comulgar.

—Padre, ¿qué pensaré? — ¿No té lo dije? El amor con que Jesucristo se te da allí, el amor con que padeció por ti. Recíbelo.

(Obras Completas II, BAC, Madrid, 1953, Pág. 927-929)



Juan Pablo II

SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
 

1. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum": “Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia). 

Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos. 

La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el "Santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico. 

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y  lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad. 

2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia). 

La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.). 

Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada. 

3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": “Adoremos, postrados, tan gran sacramento". 

En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.

En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20). 

En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23). 

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios. 

4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum": “He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos". 

Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos. 

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas. 

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna. 

Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos. 

5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación. 

Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.

Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo. 

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad. 

Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.

Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén. 

 (Basílica de San Juan de Letrán, jueves 14 de junio de 2001)



Catecismo de la Iglesia Católica

La Eucaristía en la economía de la salvación 
Los signos del pan y del vino
 

1333 En el corazón de la celebración de la Eucaristía se encuentran el pan y el vino que, por las palabras de Cristo y por la invocación del Espíritu Santo, se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Fiel a la orden del Señor, la Iglesia continúa haciendo, en memoria de él, hasta su retorno glorioso, lo que él hizo la víspera de su pasión: "Tomó pan...", "tomó el cáliz lleno de vino...". Al convertirse misteriosamente en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los signos del pan y del vino siguen significando también la bondad de la creación. Así, en el ofertorio, damos gracias al Creador por el pan y el vino (cf Sal 104,13-15), fruto "del trabajo del hombre", pero antes, "fruto de la tierra" y "de la vid", dones del Creador. La Iglesia ve en en el gesto de Melquisedec, rey y sacerdote, que "ofreció pan y vino" (Gn 14,18) una prefiguración de su propia ofrenda (cf MR, Canon Romano 95). 

1334 En la Antigua Alianza, el pan y el vino eran ofrecidos como sacrificio entre las primicias de la tierra en señal de reconocimiento al Creador. Pero reciben también una nueva significación en el contexto del Exodo: los panes ácimos que Israel come cada año en la Pascua conmemoran la salida apresurada y liberadora de Egipto. El recuerdo del maná del desierto sugerirá siempre a Israel que vive del pan de la Palabra de Dios (Dt 8,3). Finalmente, el pan de cada día es el fruto de la Tierra prometida, prenda de la fidelidad de Dios a sus promesas. El "cáliz de bendición" (1 Co 10,16), al final del banquete pascual de los judíos, añade a la alegría festiva del vino una dimensión escatológica, la de la espera mesiánica del restablecimiento de Jerusalén. Jesús instituyó su Eucaristía dando un sentido nuevo y definitivo a la bendición del pan y del cáliz. 

1335 Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo. 

1336 El primer anuncio de la Eucaristía dividió a los discípulos, igual que el anuncio de la pasión los escandalizó: "Es duro este lenguaje, ¿quién puede escucharlo?" (Jn 6,60). La Eucaristía y la cruz son piedras de tropiezo. Es el mismo misterio, y no cesa de ser ocasión de división. "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6,67): esta pregunta del Señor, resuena a través de las edades, invitación de su amor a descubrir que sólo él tiene "palabras de vida eterna" (Jn 6,68), y que acoger en la fe el don de su Eucaristía es acogerlo a él mismo. 

La institución de la Eucaristía 

1337 El Señor, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. Sabiendo que había llegado la hora de partir de este mundo para retornar a su Padre, en el transcurso de una cena, les lavó los pies y les dio el mandamiento del amor (Jn 13,1-17). Para dejarles una prenda de este amor, para no alejarse nunca de los suyos y hacerles partícipes de su Pascua, instituyó la Eucaristía como memorial de su muerte y de su resurrección y ordenó a sus apóstoles celebrarlo hasta su retorno, "constituyéndoles entonces sacerdotes del Nuevo Testamento" (Cc. de Trento: DS 1740). 

1338 Los tres evangelios sinópticos y S. Pablo nos han transmitido el relato de la institución de la Eucaristía; por su parte, S. Juan relata las palabras de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, palabras que preparan la institución de la Eucaristía: Cristo se designa a sí mismo como el pan de vida, bajado del cielo (cf Jn 6). 

1339 Jesús escogió el tiempo de la Pascua para realizar lo que había anunciado en Cafarnaúm: dar a sus discípulos su Cuerpo y su Sangre: 

Llegó el día de los Azimos, en el que se había de inmolar el cordero de Pascua; (Jesús) envió a Pedro y a Juan, diciendo: `Id y preparadnos la Pascua para que la comamos'...fueron... y prepararon la Pascua. Llegada la hora, se puso a la mesa con los apóstoles; y les dijo: `Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer; porque os digo que ya no la comeré más hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios'...Y tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: `Esto es mi cuerpo que va a ser entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío'. De igual modo, después de cenar, el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros' (Lc 22,7-20; cf Mt 26,17-29; Mc 14,12-25; 1 Co 11,23-26). 

1340 Al celebrar la última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía. En efecto, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y su resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena y celebrada en la Eucaristía que da cumplimiento a la pascua judía y anticipa la pascua final de la Iglesia en la gloria del Reino. 

"Haced esto en memoria mía" 

1341 El mandamiento de Jesús de repetir sus gestos y sus palabras "hasta que venga" (1 Co 11,26), no exige solamente acordarse de Jesús y de lo que hizo. Requiere la celebración litúrgica por los apóstoles y sus sucesores del memorial de Cristo, de su vida, de su muerte, de su resurrección y de su intercesión junto al Padre. 

1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice: Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones...Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón (Hch 2,42.46). 

1343 Era sobre todo "el primer día de la semana", es decir, el domingo, el día de la resurrección de Jesús, cuando los cristianos se reunían para "partir el pan" (Hch 20,7). Desde entonces hasta nuestros días la celebración de la Eucaristía se ha perpetuado, de suerte que hoy la encontramos por todas partes en la Iglesia, con la misma estructura fundamental. Sigue siendo el centro de la vida de la Iglesia. 

1344 Así, de celebración en celebración, anunciando el misterio pascual de Jesús "hasta que venga" (1 Co 11,26), el pueblo de Dios peregrinante "camina por la senda estrecha de la cruz" (AG 1) hacia el banquete celestial, donde todos los elegidos se sentarán a la mesa del Reino.



EJEMPLOS PREDICABLES

Durante la oración de la tarde aparece un joven en la custodia.

En la capilla de Loreto de las clarisas de Burdeos (calle Mazarino 22), el 3 de Febrero de 1822, era el domingo de septuagésima, un sacerdote llamado Delort rezaba ante el altar su oración de la tarde. Cuando al finalizar esta práctica piadosa, colocó el Santísimo en la custodia, se percató al incensar a éste que no se distinguía el blancor de la hostia, porque en su lugar aparecía bien visible la imagen de un joven como de unos treinta años, envuelto en un manto rojo. La imagen parecía viviente y se inclinaba ora a la izquierda ora a la derecha. Como la visión no se desvanecía, maravillado el buen sacerdote, llamó al monaguillo, y preguntóle si veía algo de anormal en aquella hostia. Este declaró al punto, sin vacilaciones, que veía la imagen de un hombre con unas vestiduras rojas. Cada vez más sorprendido, mandó entonces el sacerdote por la superiora, para que acudiese con las monjas, a fin de reunir más testimonios del milagro, y poder asegurar que no se trataba de una alucinación. La madre superiora y todas las monjas, testificaron el prodigio. Este se prolongó durante todo el himno que se canta al Santísimo Sacramento, y desapareció en el instante que el sacerdote bendice al pueblo. El obispo de Burdeos, d'Avian, mandó examinar cuidadosamente las circunstancias del suceso, y luego ordenó el 13 de Enero de 1823 "que por el favor con que Dios había honrado aquel convento de clarisas" en memoria de la milagrosa aparición, todos los domingos de septuagésima se expusiese el Santísimo en aquella capilla.

La Santa Hostia flotaba hacia la boca del comulgante.

Dos profesores incrédulos de la Universidad de Lyon, tanto y tanto habían oído del párroco de Ars, Vianney, (+ 1859), que decidieron emprender un viaje a esta población, para cerciorarse por sus propios ojos de lo que allí acontecía. Llegados que fueron al pueblecito en cuestión, una mañana dirigiéronse a la iglesia, y penetraron en ella justamente al tiempo que Vianney estaba celebrando la Misa. Los dos catedráticos se acomodaron en forma que pudiesen ver lo mejor posible todos los movimientos de Vianney. Al llegar a la consagración, viendo a todas las gentes puestas de rodillas, como aguardando el gran misterio, pensaba uno de los profesores: "¿Cómo es posible que hombres racionales, adoren a este pedazo de pan como a su Dios?" Llegado que fue el instante de la Comunión, como algunos presentes deseasen comulgar, volvióse Vianney de cara al pueblo, teniendo el copón en una mano, y sosteniendo en la otra la Hostia, al tiempo que decía: "!Ecce Agnus Dei!" En este instante aconteció algo singular y prodigioso, súbitamente deslizóse la Hostia de los dedos del sacerdote, y por sí misma, como volando, fue a ponerse sobre la lengua de la primera persona, que arrodillada en el peldaño del altar, aguardaba la comunión. Impresionó este suceso, de tal modo a los sabios, que uno de ellos, fuese inmediatamente donde Vianney, confesóse abjurando sus errores, y más tarde fue sacerdote y dominico. En sus sermones refería a menudo el prodigio eucarístico que le condujera a la senda del bien. El mismo párroco Vianney solía referirse a este suceso, para convencer a los incrédulos. Cierta vez diputando sobre la Eucaristía con dos predicadores protestantes, relató también aquel prodigio, y les decía: "¿ Creen ustedes, que un simple pedazo de pan, que es por lo que los protestantes tienen a la Hostia, se escaparía de los dedos, y por ella misma iríase a colocar en la boca del que viene para recibirla, y la está aguardando?"

Algo semejante sucedió a la sierva de Dios Ana María Taigi (+ 1873 en Roma). Estando un día arrodillada ante el altar de la iglesia de San Carlos en Roma, y aguardando a que le administrasen la Comunión, la Santa Hostia, entre el estupor y admiración de los presentes, se desprendió de la mano del sacerdote, y luego de flotar unos instantes en el aire, descendió sobre la lengua de aquella virtuosísima mujer. Cosas parecidas acontecieron en la vida de algunos santos, como por ejemplo en la de Santa Francisca de las Cinco Llagas de Jesús (+ 1791). En el "Eucharisticum", de Ott (Editorial Pustet, Regensburg), se refieren numerosos sucesos milagrosos acaecidos con el Santísimo Sacramento del Altar.

(Dr. Francisco Spirago, Catecismo en Ejemplos, Apéndice, Ed. Políglota Barcelona 1929 Pág. 144-146)


21. Fary Nelson Domingo 29 de Mayo de 2005

Temas de las lecturas: Te di un alimento que tú ni tus padres conocían * El pan es uno y los que comemos de ese pan formamos un solo cuerpo * Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.

1. Un Alimento nuevo para un nuevo desafío
1.1 Moisés, en la primera lectura, les recuerda a los hebreos que han conocido un alimento nuevo: el maná. Se han saciado con una comida que no conocieron sus padres y la fuerza que han recibido les ha permitido superar la escasez propia del desierto. En esto hay una enseñanza para nosotros.

1.2 Podemos comparar nuestra vida, o parte de ella, con ese desierto, no tanto por las incomodidades sino por la imposibilidad real que a veces encontramos para seguir adelante. Hay incomodidades en todas partes; lo propio, en cambio, del desierto es que se extiende delante de nosotros como una amenaza a la vida misma. Quien alguna vez haya sentido que se le extingue la vida, o el sentido de la vida o las ganas de seguir viviendo, entiende también el significado profundo de este desierto en el que Dios concedió un pan que era absolutamente nuevo para ellos.

1.3 Nosotros aplicamos ese relato al alimento eucarístico porque comprendemos que el impulso de amor que llevó a Cristo a dar su vida por nosotros es el mismo impulso que puede darnos vida cuando todo lo demás parece alejarse o extinguirse. Ejemplo real de esto encontramos particularmente en los mártires: enfrentados al momento espantoso de ser torturados hasta la muerte, muchos hallaron su fortaleza comiendo el Pan del Cielo: su último acto fue comulgar, y con ese viático, verdadero "alimento para el camino," cruzaron el puente y entraron a la vida que nadie puede arrebatarnos.

2. La Comunión es Personal pero no Individual
2.1 Ahora bien, es un mismo Cristo quien nos alimenta a todos. Por eso es verdad que somos uno en él. Nuestra comunión es personal, porque Cristo se da a cada uno y a cada una, pero no es individual, porque no nos encierra ni nos aísla del resto de los hermanos y hermanas.

2.2 San Pablo nos recuerda estas verdades en el breve texto de la segunda lectura de hoy. "El pan que partimos, ¿no nos une a Cristo por medio de su cuerpo?" Llegar a descubrir que somos en Cristo es ya un paso pero hay que dar un paso más: descubrir que los demás están conmigo en Cristo. Este pensamiento es particularmente útil para santificar el afecto que tenemos por las personas que ya amamos, así como para vencer las antipatías o malos sentimientos que pudiéramos tener por alguien. Mirar a mi enemigo bañado en la misma Sangre que a mí me redime es seguramente un medio espiritual e incluso psicológico muy potente para superar divisiones y aversiones.

3. El Pan Vivo que da Vida
3.1 Aunque el Ciclo A de lecturas para el domingo toma la mayor parte de los textos para el evangelio de la versión según san Mateo, hoy hemos escuchado un pasaje de Juan que aparece después del milagro de la multiplicación de los panes. Conviene recordar, a este respecto, que aunque este milagro está en los otros evangelios, es en Juan donde se hace la transición del pan material al pan que da vida, de modo que el milagro mismo queda como prolongado, magnificado y a la vez acercado a nosotros con la meditación o predicación que le sigue.

3.2 Es cosa admirable ver que unas hogazas de pan alimentan a una multitud pero es más admirable ver que un mismo Cristo alimenta a todos los creyentes. Es maravilloso ver que comieron cerca de cinco mil familias pero es mucho más grande ver que la familia de Dios se sienta alrededor del altar y recibe de allí su alimento. Es grande que Cristo entregue ese pan bendecido pero es mucho más grande que se entregue a sí mismo en la Eucaristía.


22. Predicador del Papa: La Eucaristía, misterio de comunión con Cristo y con los demás
El padre Raniero Cantalamessa comenta las lecturas del próximo domingo

ROMA, viernes, 27 mayo 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa --predicador de la Casa Pontificia— a las lecturas del próximo domingo (Dt 8,2-3.14b-16a.; Sal 147,12-20; 1Co 10,16-17; Jn 6,51-58), Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo


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Juan (6,51-58)

En aquel tiempo, dijo Jesús a la multitud de los judíos: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo». Discutían entre sí los judíos y decían: «¿Cómo puede esté darnos a comer su carne?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vidas en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día».

El Cáliz y el Pan de Vida

La fiesta del «Corpus Domini» asume un significado del todo especial en el año de la Eucaristía. Uno de los frutos que el Papa Juan Pablo II (aún nos cuesta convencernos de que ya no está entre nosotros) esperaba de este año era «reavivar en los cristianos el estupor eucarístico», esto es, la maravilla de frente a la «enormidad divina» (Paul Claudel) que es la Eucaristía.

En la segunda lectura de la fiesta del día, San Pablo escribe: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?». La Eucaristía es por lo tanto fundamentalmente un misterio de comunión. Conocemos distintos tipos de comunión. Una, muy íntima, es aquella entre nosotros y el alimento que comemos, porque éste se convierte en carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. He oído a las madres decir a sus criaturas, mientras las estrechan contra su pecho y las besan: «¡Te quiero tanto que te comería!». Es verdad que el alimento no es una persona viva e inteligente con la que podamos intercambiar pensamientos y afectos, pero supongamos por un momento que el alimento fuera él mismo vivo e inteligente, ¿no parece que entonces se tendría finalmente la perfecta comunión?

Esto es precisamente lo que ocurre en la comunión eucarística. Jesús, en el pasaje evangélico, dice: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo... Mi carne es verdadera comida... Quien come mi carne tiene vida eterna». Aquí el alimento no es una cosa, sino que es una persona viva. Se tiene la más íntima, si bien también la más misteriosa, de las comuniones.

Veamos lo que ocurre en la naturaleza en el ámbito de la alimentación. Es el principio vital más fuerte el que asimila al menos fuerte. Es el vegetal el que asimila el mineral; es el animal el que asimila el vegetal. También en las relaciones entre el hombre y Cristo se verifica esta ley. Es Cristo quien nos asimila a él; nosotros nos transformamos en él, no él en nosotros. Un famoso materialista ateo dijo: «El hombre es lo que come». Sin saberlo dio una definición óptima de la Eucaristía. Gracias a ésta, el hombre se convierte verdaderamente en lo que come, ¡o sea, cuerpo de Cristo!

Leemos a continuación del texto inicial de San Pablo: «Porque aún siendo muchos, un sólo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan». Está claro que en este segundo caso la palabra «cuerpo» ya no indica el cuerpo de Cristo nacido de María, sino que indica «todos nosotros», indica ese cuerpo de Cristo mayor que es la Iglesia. Esto quiere decir que la comunión eucarística es siempre también comunión entre nosotros. Comiendo todos del único alimento, formamos un solo cuerpo.

¿Cuál es la consecuencia? Que no podemos hacer verdadera comunión con Cristo si estamos divididos entre nosotros, nos odiamos, no estamos dispuestos a reconciliarnos. «Si has ofendido a un hermano», decía San Agustín, «si has cometido una injusticia contra él, y después vas a recibir la comunión como si nada, tal vez lleno de fervor, te pareces a uno que ve llegar a un amigo a quien no ve desde hace tiempo. Corre a su encuentro, le echa los brazos al cuello y se eleva sobre la punta de sus pies para besarle en la frente... Pero, al hacer esto, no se da cuenta de que le está pisando los pies con zapatos de clavos. Los hermanos, de hecho, especialmente los más pobres y desamparados, son los miembros de Cristo, son sus pies posados aún en la tierra».

Al darnos la hostia, el sacerdote dice: «El cuerpo de Cristo», y nosotros respondemos: «¡Amén!». Ahora sabemos a quién decimos «Amén», esto es: «Sí, te acojo»: no sólo a Jesús, el Hijo de Dios, sino también a quien tenemos al lado.

[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit]