9 HOMILÍAS PARA LA FIESTA DE HOY
MÁS HOMILÍAS: CUARESMA 03B
1.
La Iglesia romana de quien hoy se celebra la dedicación es la catedral del papa (obispo de Roma y, en cuanto tal, obispo de toda la Iglesia) y consiguientemente, en cierto sentido, la "madre" de todas las iglesias del mundo entero.
Es extraño y significativo que la liturgia de la palabra de hoy nos invite a pararnos en la iglesia hecha de piedras.
El primer papa, en su primera carta, nos recuerda que todos "como piedras vivas entraréis en la construcción del templo del espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo".
O sea, el lugar preferencial de la habitación de Dios es el corazón del hombre. Allí Dios está de verdad "en su casa".
"Ofrece un ladrillo al Señor", invitan algunas propagandas.
Es probable que se contente con menos y, al mismo tiempo, pretenda más. Si el corazón del hombre es el "lugar" preferido por Dios, ya no es cuestión de ladrillos.
La Iglesia hecha de ladrillos puede ofrecer el peligro de responder a nuestro instinto de mantener a Dios a distancia, circunscribir su presencia en lugares y tiempos bien definidos. Pero es necesario quitar también otra ilusión. Aquella según la cual la iglesia es el lugar del encuentro obligado con Dios.
Advierte un teólogo alemán: "no podemos decir que cuando vamos a la iglesia, también Dios viene con nosotros" (Noordmann).
¿Cómo es eso?.
Yo te puedo dar la explicación, aunque no soy teólogo.
Escúchame. Si te has distraído fuera. Si no has querido, sabido, reconocer a Dios en la calle. Si le has desatendido fuera. Si te has manifestado indiferente cuando él te ha llamado porque tenía necesidad de ti, ¿cómo puedes hacerte ilusiones de que él tenga el placer de encontrarte y estar contigo en la iglesia? ¡Figúrate qué gusto para Dios oír las oraciones del sacerdote y del levita que pasaron junto al herido sin pararse en el camino de Jericó... Aquellas, para él, eran blasfemias no oraciones.
Cuando el astronauta soviético Gagarin salió con aquella cantinela memorable según la cual, a pesar de haberse tragado decenas de miles de kilómetros en su viaje espacial, no se había encontrado con el buen Dios, un sacerdote de Moscú, le replicó:
-Es natural. Si no lo habéis encontrado en la tierra, jamás lo encontraréis en el cielo...
Lo mismo se nos puede decir a nosotros. Si no sabemos reconocer y establecer un contacto con Dios cuando aparece como uno de nosotros, tenemos bien pocas posibilidades de encontrarlo de otra manera. Y de todos modos, difícilmente lograremos soportar la mirada de un eventual, inquietante "cara a cara".
Las negligencias fuera, se pagan inevitablemente con la ausencia de Dios en la iglesia. Lo mismo que la escasa atención prestada a Dios, en la iglesia, provoca trágicas distracciones en la calle.
O estás disponible al encuentro en la calle, o peligras de encontrarte solo en la iglesia. Dios, en efecto, ha permanecido allí, a la espera. Donde tú no le has advertido.
Y llegamos a la última consideración. Jesús dice a la samaritana, que planteaba una pregunta acerca del lugar (monte Garizin o templo de Jerusalén) donde era necesario ir a orar, que la preocupación de lugar no es la principal.
Entendámonos. Jesús no propugna un culto individual e interior, sin ritos, sin ceremonias, sin participación del cuerpo, sin signos exteriores (que sería contra la naturaleza "corpórea" del hombre).
Culto espiritual no se opone a material. El espíritu, en el lenguaje de Juan, no se opone a la materia o a la realidad sensible, sino a la carne, o sea a la criatura cerrada sobre sí misma, en el propio horizonte, y por lo tanto limitada e impotente.
Sin Espíritu, no puede existir nada. Ni siquiera la oración.
El lugar, pues, ya no importa.
Lo que cuenta es la inspiración.
Gracias al Espíritu, y consiguientemente a un principio que no reside en el hombre, la oración pone en comunión con Dios, alcanza el lugar donde Dios mora.
Pero el Espíritu es inseparable de la verdad.
La adoración en el Espíritu, pues, será también adoración en la verdad.
Pero, en Juan, verdad indica la revelación que el Padre ha hecho de sí, en el propio Hijo. La verdad es Jesús mismo, como revelador del Padre y sobre todo, como manifestador de su voluntad.
Lo que caracteriza a los adoradores que el Padre "busca" no es la ausencia de todo rito y la búsqueda de una comunión interior, sino más bien la firme decisión de oír al Señor y hacer su voluntad como se ha manifestado a través de su evangelio.
Podemos concluir: el nuevo culto ni es un servicio rendido solamente con los labios, ni tampoco una adoración de Dios puramente interior. Sobre todo debe dar frutos en el cumplimiento de los mandamientos, especialmente del mandamiento "nuevo" de la caridad.
La verdadera adoración exige también que se "haga la verdad".
Un Dios exigente, no hay duda.
Que no se contenta con la obra de arte.
Pretende una obra maestra distinta.
Aquella que sólo el hombre puede realizar en la propia vida.
ALESSANDRO PRONZATO
EL PAN DEL DOMINGO CICLO C
EDIT. SIGUEME SALAMANCA 1985. Pág. 223
Sobre el monte Celio, en Roma, se alzaba el palacio imperial de Letrán, que regaló Constantino al Papa san Silvestre. En este lugar se edificó más tarde la Basílica del Salvador, cuya dedicación celebramos hoy. Para entender el verdadero sentido de esta fiesta, así como de todas las fiestas que celebramos en el aniversario de la dedicación de cualquier iglesia, conviene revisar un poco nuestras ideas y nuestro vocabulario respecto al templo cristiano.
Porque vulgarmente llamamos iglesia al edificio material que alberga a los cristianos reunidos para dar culto a Dios, siendo así que, en sentido bíblico, la verdadera iglesia en la que habita el Espíritu Santo es la comunidad cristiana. Decimos que la iglesia es casa de Dios y que, por lo tanto, merece sumo respeto, siendo así que Dios está con nosotros allí donde dos o más nos reunimos en su nombre. Y su presencia en el mundo no está necesariamente vinculada a ningún lugar concreto.
¿Os acordáis de aquel diálogo entre Jesús y la Samaritana?:
"Nuestros padres adoraron en este monte (el monte Garizim) y vosotros decís que en Jerusalén es donde se debe adorar." Pero Jesús respondió: "Creéme, mujer, que llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora -ya estamos en ella- en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad." (/Jn/04/20-23).
Así pues, lo importante no es ya el lugar, sino el modo de adorar a Dios.
Y lo verdaderamente santo no es el templo, sino el pueblo de Dios. Este es el que merece nuestro respeto. Porque él es el verdadero templo de Dios edificado con piedras vivas. Cualquier intento de localizar a Dios en un determinado lugar, no sólo es un retroceso al Antiguo Testamento, para recaer en la concepción judía del templo, e incluso en la visión pagana de lo sagrado, sino que además se corre inevitablemente el riesgo de parcelar nuestra vida para dedicar a Dios únicamente una hora a la semana.
Primero, decimos, es la obligación y después la devoción; y claro está que el negocio, si es verdad que "el negocio es el negocio", no tiene que ver nada con la devoción, si suponemos que la devoción es la misa. De esta suerte, representamos dos papeles contradictorios: el uno pertenece a la esfera de lo sagrado y el otro a la esfera de lo profano. ¡Bonita manera ésta de hacer completamente ineficaz nuestra vida cristiana! Esta misma concepción de lo sagrado como un tiempo y un lugar determinado, se manifiesta en el afán de construir hermosos templos que después se quedan vacíos, mientras somos poco sensibles a los problemas que plantea el digno acomodo de tantas familias. ¿No puede pasarnos también a nosotros que, como otros fariseos del siglo XX, hagamos nuestras ofrendas al Templo y nos olvidemos de los más elementales deberes de caridad para con el prójimo? Desde que el Señor vino al mundo, el verdadero templo, el que El destruyó y reconstruyó en tres días, es su propio cuerpo. En él, como dice San Pablo, habita la plenitud de la divinidad. Después de su Ascensión a los cielos, el templo de Dios en el mundo es el cuerpo místico de Cristo, es decir, la Iglesia, y todo eso que nosotros llamamos vulgarmente iglesias no son otra cosa que las casas del pueblo de Dios. Claro está que los templos merecen nuestro respeto, pero ese respeto lo tributamos al pueblo de Dios y, en definitiva, al Dios vivo que está en medio de él. Este es el pueblo que el Señor visitó y adquirió para sí con el precio de su sangre. (...) Al celebrar la dedicación de una iglesia, lo que celebramos en realidad es el principio de la fe de un pueblo, el advenimiento de Cristo como salvación de este pueblo. Pues Cristo habita por la fe en el corazón de los creyentes. Después, estos fieles unidos en un solo Señor y en un solo bautismo, se reunirán en santa asamblea. Y es entonces cuando se necesitan los templos materiales. Y es entonces cuando la comunidad edifica su casa.
Para conocer una familia es una buena ayuda conocer su domicilio.
Así también, para conocer la comunidad cristiana resulta interesante ver la casa en donde se reúne. Días como éste, en el que celebramos la fundación de un templo, se prestan especialmente a reflexión para descubrir lo que somos, considerando las casas en donde nos reunimos: ¿Somos adoradores en espíritu y en verdad?
EUCARISTÍA 1969/58
3.
Hablemos del templo cristiano siguiendo la orientación de las lecturas de hoy.
1. Del Templo mana el agua de la vida: la visión de Ezequiel es preciosa. Descubre en el templo un manantial, que se convierte en riachuelo, río y mar. Ese agua lo vivifica todo. Siembra la vida por donde pasa y destruye la muerte. Hasta el mar de aguas salobres se transforma en mar donde es posible la vida de multitud de peces, donde es posible la pesca milagrosa. Es una imagen que nos indica que en el templo cristiano está la fuente de la vida. Que es como el pozo en el que la Samaritana encuentra un agua que salta hasta la vida eterna, un agua viva. Ir al templo es beber de la Fuente, es encontrarse con la realidad primera, con el seno del que nacen todas las formas de vida.
2. El verdadero templo es el Cuerpo de Jesús El espacio donde habita en plenitud la divinidad es un cuerpo humano, que vivió en la tierra durante 33 años y que ahora está glorificado para siempre: ¡es el Cuerpo de Jesús! Del costado derecho de ese templo mana el Agua de la Vida: torrentes de agua viva que todo lo llenan de vida. Por eso, quien es ese templo, dijo "Yo soy la Vida".... "Quien tenga sed que venga a Mi y beba"... "El agua que yo le daré".. Sí, el Cuerpo de Jesús es el Templo por antonomasia, no construido de piedras, sino engendrada por obra del Espíritu Santo y de María virgen. Comulgar el cuerpo de Cristo es entrar en el templo, no solo como un visitante, sino como una piedra viva, como una piedra viviente incorporada al Templo. Quien forma parte del Templo da vida y vida abundante, con Jesús.
3. Los cristianos somos piedras vivas del Templo de Dios. La comunidad cristiana es el ámbito de la presencia del Verdadero Templo que es Jesús. "Donde dos o tres estáis reunidos, allí estoy yo en medio de vosotros". "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos, sin mi no podéis hacer nada". Tenemos vocación de templo en el Cuerpo de Cristo. Tenemos, por eso también, vocación de con-templa-tivos. Toda realidad se convierte para nosotros en presencia del Espíritu del Señor que llena la tierra. Todo rostro humano lleva la impronta del verdadero templo.
Esto nos orienta en la línea del mensaje de la carta a los Hebreos. Los cristianos queremos construir la nueva Jerusalén, con su templo que es el Cuerpo del Señor. Nos resulta insuficiente, radicalmente insuficiente, la vieja Jerusalén, con su viejo templo que siempre puede ser destruido.
Es verdad que la estructura religiosa del Templo tiene grandes valores. Es verdad que podemos y debemos cultivar esa experiencia humana que tiene como escenario simbólico el Templo, la Iglesia. Pero no debemos quedarnos ahí. El templo es un símbolo que nos remite a una realidad que abarca toda la tierra. Porque la Gloria de Dios llena el Universo. Porque ya ahora, en este tiempo -como dijo Jesús a la Samaritana- no se adora a Dios en este o en aquel monte, sino "en espíritu y verdad"
4.
-La fiesta de la catedral de Roma.
Celebramos hoy una fiesta poco conocida: la Dedicación de la basílica de Letrán. ¿Qué significa esta fiesta? ¿Por qué la celebramos? La basílica de Letrán es la catedral de Roma. De Roma, todos conocemos bastante bien la basílica de San Pedro del Vaticano, edificada sobre la tumba del primero de los apóstoles, y que es como un símbolo de la Iglesia universal, con su cúpula, su plaza, lugar de tantas peregrinaciones. Pero en Roma también hay otra iglesia, no tan conocida pero también muy importante, porque es la catedral de la ciudad de Roma, la catedral propia de la iglesia romana, el símbolo y el lugar de encuentro de los cristianos de esta ciudad que ha sido, desde el principio, el punto de referencia y el centro de la unidad de toda la Iglesia entera.
Esta catedral, ya lo hemos dicho, es la basílica de san Juan de Letrán. Y hoy, que se celebra el aniversario de su inauguración -de su "dedicación"-, toda la Iglesia universal lo celebra también, para recordar que todas las Iglesias, en todo lugar estamos unidos en torno a la primera de las iglesias, la de Roma.
Hoy, en la fiesta de la iglesia catedral de Roma, las lecturas nos invitan a reflexionar sobre lo que significan, y el valor que tienen, estos edificios donde los cristianos nos reunimos y que denominamos "iglesias'. Y esta reflexión tiene como dos aspectos, dos vertientes: primero, las lecturas nos invitan a darnos cuenta de que el edificio no es lo más importante; después, nos invitan a ver también que los edificios de la iglesia son -deberían ser- un buen signo para todos nosotros.
-Lo que acerca a Dios es Jesucristo y la comunidad viva.
El primer aspecto lo vemos muy claro en el evangelio. Jesús, ante el desbarajuste del templo de Jerusalén, no se limita sólo a expulsar a los vendedores. Mucho más: les dice que, si quieren, ya pueden derrumbar todo aquel edificio, porque lo que es realmente importante, lo que acerca realmente a Dios, no son aquellas magníficas piedras sino el mismo Jesús. El, con su fidelidad hasta la muerte, con la vida nueva que ha brotado de su cruz, es el único que nos une con Dios definitivamente, el único que acerca la humanidad a la vida divina. No son las piedras, no son los sacrificios materiales, no son los ritos: es sólo Jesús, es sólo la buena noticia de Jesús.
Y san Pablo, en la segunda lectura, completa esta reflexión del evangelio diciéndonos: vosotros sois el templo de Dios.
Jesucristo es el cimiento del edificio, el único cimiento posible. Pero entonces, cada uno de nosotros, cada creyente siguiéndolo a él, viviendo en comunión con él, construimos este edificio que es la iglesia. Cada uno de nosotros somos las piedras vivas que hacemos presente en medio del mundo la fuerza salvadora de Dios, y somos la señal del amor del Dios salvador para con la humanidad entera.
Por eso los edificios materiales no son lo más importante, ni es preciso verlos como si tuvieran un valor sagrado por ellos mismos, como si tuvieran quien sabe qué virtudes especiales. No, el valor no les viene por ellos mismos, sino que les viene porque es el lugar donde se reúne la iglesia, el lugar donde se encuentran, convocados por Jesucristo, los cristianos, las piedras vivas que forman el templo de Dios.
-Las casas de la Iglesia, señales de la presencia del Espíritu de Jesucristo.
Mirándonoslo así, entramos en el segundo aspecto que decíamos: nuestras iglesias, los edificios donde se reúne la Iglesia convocada por Jesucristo, tienen un valor importante como signo de la fe, como señal de la comunidad que formamos todos juntos, edificada sobre el cimiento que es Jesucristo.
Aquí, en esta casa donde estamos reunidos ahora celebrando la Eucaristía, ¡cuántas cosas importantes han pasado! Muchos de los que estáis aquí sin duda habéis sido bautizados en esta casa, y habéis iniciado así, en manos del amor gratuito, vuestro camino cristiano. Muchos también habéis recibido aquí por primera vez la Eucaristía, y desde aquella primera vez habéis continuado participando cada domingo -o quizá cada día- en la mesa del Señor, en la comunidad de los hermanos. Quizá también habéis recibido aquí la confirmación, o habéis celebrado vuestro matrimonio. Y más de una vez habéis venido a decir el último adiós, y a rezar, por algún pariente o amigo difunto. O habéis entrado aquí a recogeros en silencio ante el sagrario.
Esta casa, esta edificación donde nuestra comunidad de cristianos se reúne, es una señal visible de todo esto. Y todos nosotros, cuando vamos por las calles de nuestro barrio (pueblo o ciudad) al trabajo, o a comprar, o simplemente a pasear, y pasamos por delante de la iglesia, seguro que podemos recordar las bellas imágenes con las que nos hablaba Ezequiel en la primera lectura y que después repetía el salmo: esta iglesia, y todas las iglesias, nos visibilizan el santuario que es el mismo Jesucristo, el santuario que es la presencia de Dios en medio de los hombres; de este santuario del que brota una fuente de agua de vida y de salvación, agua capaz de sanear las aguas saladas y muertas, capaz de suscitar toda vida, capaz de hacer crecer toda alimento, toda esperanza; agua, en definitiva, que es la fe y la comunidad de los creyentes y el Espíritu de Jesucristo presente en nosotros.
Que la Eucaristía de hoy nos haga vivir más intensamente los cimientos de nuestra fe. Que siempre que entremos en esta iglesia, o en cualquier otra iglesia, o siempre que pasemos por delante de la misma, se renueven estos cimientos.
JOSEP LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1986/19
5.
«SOIS EDIFICACIÓN DE DIOS»
Mis padres, educadores de mi fe, me enseñaron muy pronto el camino del templo. Recién nacido, allá me llevaron para convertirme en «piedra viva» junto a la «piedra angular --Cristo Jesús-- sobre la cual se eleva toda la edificación del Templo Santo del Señor». Desde ese momento, siempre he sabido que, al ir al templo, iba a la «casa de Dios», al lugar del encuentro entre Dios y los hombres. Desde ese momento, aprendí gestos y modales: santiguarme, hacer la genuflexión, hablar quedo, rezar... Reconozco que siempre me ha atraído esa compostura exterior, que me flota espontáneamente al entrar en el templo, y que se ha convertido en un hábito adquirido.
Sí. Me gusta el templo. Me gustan todos los templos. Las catacumbas, que fueron templos subterráneos en los que Dios se hizo presente entre el fervor y el peligro. Las basílicas, nacidas con la libertad religiosa, después de las persecuciones. Las sucesivas manifestaciones del arte --el bizantino, el románico, el gótico, el barroco, el funcional-- encarnándose en la piedra y sembrando el mundo de «casas de Dios». Me gustan las ermitas y las bajeras de las barriadas pobres, convertidas en templo. En una palabra, aunque dijera Isaías que «el cielo es el trono de Dios y la tierra el escabel de sus pies», me gusta que los hombres hayamos sentido la necesidad de buscar a ese mismo Dios en lugares concretos, hechos a nuestra imagen y semejanza.
El mismo Jesús, hijo de un pueblo que veneraba el Templo, lo visitaba con frecuencia. Y así, me conmueve que, recién nacido, igual que a mí, sus padres «lo presentaran» en el templo. Me conmueve verle subir cada año a la «casa de oración», siguiendo la tradición judía. Me conmueve que, a los doce años, se quedara en él «porque debía ocuparse en las cosas de su Padre». Y me conmueve que un día lo desalojara, porque los traficantes lo estaban convirtiendo en «una cueva de ladrones».
Pero quiero añadir enseguida que aún defendió, con más ardor, otro templo. Un día, hablando con la samaritana, aludió enigmáticamente a él: «Los verdaderos adoradores adorarán a Dios en espíritu y en verdad». En otra ocasión, aún más enigmáticamente, dijo: «Destruid este templo y en tres días lo reedificaré». ¿A qué templo se refería? San Juan nos aclaró el enigma: «Se refería al templo de su propio cuerpo».
Cuando Pablo irrumpió en el apostolado, explicó de mil maneras esta bella y misteriosa alegoría cristiana: «¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu mora en vosotros?» Sí, amigos. El cristiano es un «templo de Dios», un «teóforo», un portador de Dios. Lo mismo que el pueblo de Dios peregrinante llevaba el arca de la alianza, el cristiano transporta por la vida su «propio tabernáculo». Hasta que entre, igual que Jesús, «en un tabernáculo mejor y más perfecto, no hecho por manos de hombres», según reza la carta a los Hebreos.
Os digo estas cosas, porque tal día como hoy --9 de noviembre del 324-- los cristianos, después de las persecuciones, dedicaron a «El Salvador» la basílica de Letrán. La edificaron sobre el monte Celio. Es como la catedral del Papa. En ella residieron los sucesores de Pedro durante siglos y en ella tomaban posesión de su cargo. Se la considera la madre y cabeza de las iglesias del mundo.
En esta época, en que la Humanidad abarrota otros templos --cines, estadios, discotecas...-- bueno será recordar la belleza del salmo: «Hasta el gorrión ha encontrado una casa y la golondrina un nido: tus altares, Señor de los ejércitos».
ELVIRA-1.Págs. 110 s.
6. DOMINICOS 2003
La fiesta de la Dedicación de la Basílica
de Letrán, que se celebra el 9 de Noviembre, pasa normalmente bastante
desapercibida, pero este año cobra especial notoriedad al caer en
Domingo. Este templo, la catedral del Papa como obispo de Roma, es el
primer gran templo cristiano construido en Roma después de las
persecuciones, en el siglo IV.
La Basílica de San Juan de Letrán es símbolo de la unidad de todas las
comunidades cristianas con Roma: por eso celebramos en todo el mundo la
fiesta de la que se llama “la madre de todas las iglesias”. La comunión
con la Iglesia de Roma nos recuerda que todos estamos construidos sobre
el mismo cimiento de Jesucristo.
El creyente no mira un edificio religioso sólo para contemplar, como un
turista, su belleza artística, sino que lo contempla desde una mirada de
fe. El templo de Jerusalén era un lugar central de la fe judía y remitía
a la presencia de Dios, a su salvación y a la alianza con el pueblo, que
en él le daba culto. Jesús habla del templo como “la casa de mi Padre”
(Evangelio) y de un nuevo templo para el encuentro con Dios y para el
culto auténtico. San Pablo (2ª lectura) dice que ese nuevo templo somos
todos en quienes habita el Espíritu. El mismo Espíritu que nos congrega
en el templo para la celebración dominical nos impulsa como un fuerte
torrente que lleva vida y todo lo sana, lo renueva y hace que
fructifique (1ª lectura).
Iª Lectura: Ezequiel (Ez 47,1-2.8-9.12): La fuente de agua viva
I.1. Ezequiel es un profeta de visiones
extraordinarias que mira al Templo, la casa de Dios, como fuente de
aguas que han de llegar hasta el abismo de la Arabá, del Mar Muerto,
para que vuelva a nacer un nuevo paraíso. El manantial del templo que el
profeta posexílico nos describe en este c. 47 ha encendido una
inspiración sublime. Los discípulos ordenaron su obra, sus oráculos e
inspiraciones y ésta es la última visión del profeta, antes de ofrecer
una lista final de las tribus (c. 48). Tiene esta visión unas conexiones
muy refinadas y particulares con el c. 37 sobre la efusión del Espíritu.
Agua y Espíritu vienen a vivificar al pueblo que vive “desierto” o
alejado de Dios. El desierto rodea al pueblo de la Biblia y las aguas
del paraíso (Gn 2,10-14) han sido siempre una nostalgia en la teología
profética del AT.
I.2. El agua que mana, al lado del altar, se hace un río hacia Oriente,
hacia el desierto de Judea porque es agua divina, regalo de Dios para el
desierto y el destierro de su pueblo. La imagen de que esta agua ha de
llegar a las aguas fétidas y mortíferas del Mar Muerto es todo un canto
y una inspiración de los dones divinos. Donde no hay vida, Dios donará
vida; donde no hay Espíritu, Dios suscitará algo realmente nuevo. Este
profeta, que tiene mucho de sacerdote, no podía menos que imaginar que
la fuente estaba en el Templo de la ciudad Santa, la Jerusalén poética
que él siempre se imaginó. Pero es, puede ser, un sacerdote profeta; eso
significa que no se contenta con ofrecer sacrificios a Dios en nombre
del pueblo y que todo siga igual. Propone la visión de un Dios que
“ofrece” agua para la vida.
IIª Lectura: Iª Corintios (1Co 3,9c-11.16-17): La comunidad, templo
de Dios
II.1. Si extraordinaria es la visión de
Ezequiel, no es menos original la teología del “templo” que nos ofrece
Pablo en estos versos de 1Cor. Pero ¡qué diferencia! Ahora no hay
templo, ni altar, sino el “cuerpo” y el “espíritu”. Sobre estos símbolos
bien significantes se carga todo el peso de una teología cristiana que
es un descubrimiento sin precedentes. En todo caso sería una deducción
de que el ser humano ha sido creado a imagen de Dios. El hombre, la
persona, es “un cuerpo”, material y espiritual a la vez. El cuerpo nos
identifica, nos personaliza, pero también nos lleva a la muerte si es un
cuerpo “sin espíritu”.
II.2. ¿Qué podemos inferir de la lectura? Que la presencia de Dios en el
mundo se realiza, sobre todo y ante todo, por nosotros, por nuestro
cuerpo, por nuestra historia. Somos nosotros, según esta teología –sin
caer en panteísmo alguno-, presencia viva del Dios vivo. Y como que
Pablo está hablando en sentido plural, de la comunidad que no es otra
que la de Corinto, podemos hacer la misma aplicación a la Iglesia. Los
corintios están llamados, pues, después de la “edificación” que hizo el
Apóstol, poniendo como fundamento a Cristo, a ser el templo o santuario
de la presencia de Dios por medio de su Espíritu. El edificio, la
comunidad, es lo que es, porque está fundamentada en Cristo. Pero son
personas las que han hecho posible este santuario de presencia divina.
No obstante, la comunidad sin el Espíritu de Dios tampoco sería nada.
Evangelio: Juan (2,13-22): Un nuevo templo: una religión más humana
III.1. El relato de la expulsión de los
vendedores del templo, en la primera Pascua “de los judíos” que Juan
menciona en su obra, es un marco de referencia obligado del sentido de
este texto joánico. Este episodio viene a continuación del relato de las
bodas de Caná, donde el vacío de la boda lo llena Jesús con el “vino”
nuevo sacado del agua. Las tinajas estaban allí para la purificación de
los judíos. El relato de la expulsión del Templo se encadena pues a lo
anterior, porque se quiere insistir más en el vacío de una religión, que
aunque “celebre” y llene el templo, puede que haya perdido su sentido
verdadero y sea necesario algo nuevo. No olvidemos que este episodio ha
quedado marcado en la tradición cristiana como un hito, por considerarse
como acusación determinante para condenar a muerte a Jesús, unas de las
causas inmediatas de la misma. Aunque Juan ha adelantado al comienzo de
su actividad, lo que los otros evangelios proponen al final (Mc
11,15-17; Mt 21,12-13; Lc 19,45-46), estamos en lo cierto si con ello
vemos el enfrentamiento que los judíos van a tener con Jesús. Este
episodio no es otra cosa que la propuesta de Jesús de una religión
humana, liberadora, comprometida e incluso verdaderamente espiritual.
III.2. En el trasfondo también debemos saber ver las claves mesiánicas
con las que Juan ha querido presentar este relato, teniendo en cuenta un
texto como el de Zac 14,21 (el deutero-Zacarías) para anunciar el día
del Señor. Es de esa manera cómo se construyen algunas ideas de nuestro
evangelio: Pascua, religión, mesianismo, culto, relación con Dios, vida,
sacrificios. Jesús expulsa propiamente a los a animales del culto. No
debemos pensar que Jesús la emprende a latigazos con las personas, sino
con los animales; Juan es el que subraya más este aspecto. Los animales
eran los sustitutos de los sacrificios a Dios. Por tanto, sin animales,
el sentido del texto es más claro: Jesús quiere anunciar,
proféticamente, una religión nueva, personal, sin necesidad de
“sustituciones”. Por eso dice: “Quitad esto de aquí”. No se ha de
interpretar, pues, como un acto político-militar como se hizo en el
pasado. Es, consideramos, una profecía “en acto”.
III.3. El evangelio de Juan, pues, nos presenta esa escena de Jesús que
cautiva a mentes proféticas y renovadoras. Desde luego, es un acto
profético y no podemos menos de valorarlo de esa forma. En el marco de
la Pascua, la gran fiesta religiosa y de peregrinación por parte de los
judíos piadosos a Jerusalén. Esta es una escena que no debemos permitir
se convierta en tópica; que no podemos rebajarla hasta hacerla
asequiblemente normal. Está ahí, en el corazón del evangelio, para ser
una crítica de nuestra “religión” sin corazón con la que muchas veces
queremos comprar a Dios. Es la condena de ese tipo de religión sin fe y
sin espiritualidad, que se ha dado siempre y se sigue dando
frecuentemente. Ya Jeremías (7,11) había clamado contra el templo,
porque con ello se usaba el nombre de Dios para justificar muchas cosas.
Ahora Jesús, con esta acción simbólico-profética, como hacían los
antiguos profetas cuando sus palabras no eran atendidas, quiere llevar a
sus últimas consecuencias el que la religión del templo, donde se adora
a Dios, no sea una religión de vida sino de… vacío. Por eso mismo, no
está condenado el culto y la plegaria de una religión, sino que se haya
vaciado de contenido y después no tenga incidencia en la vida.
III.4. Aunque Juan es muy atrevido, teológicamente hablando, se está
anunciando el cambio de una religión de culto por una religión en la que
lo importante es dar la vida los unos por los otros, como se hace al
mencionar el «cuerpo» del Jesús que sustituirá al templo. Aquí, con este
episodio (aunque no sólo), lo sabemos, Jesús se jugó su vida en “nombre
de Dios” y le aplicaron la ley también “en nombre de Dios”. ¿Quién
llevaba razón? Como en el episodio se apela a la resurrección (“en tres
días lo levantaré”), está claro que era el Dios de Jesús el verdadero y
no el Dios de la ley. Esta es una diferencia teológica incuestionable,
porque si Dios ha resucitado a Jesús es porque no podía asumir esa
muerte injusta. Pero sucede que, a pesar de ello, los hombres seguimos
prefiriendo el Dios de la ley, y la religión del templo y de los
sacrificios de animales. Jesús, sin embargo, nos ofreció una religión de
vida.
Miguel de Burgos, OP
mdburgos.an@dominicos.org
Pautas para la homilía
La Casa de mi Padre
A menudo decimos que un lugar lo hacen las personas que lo habitan. Los
mejores paraísos soñados pierden su encanto si no podemos disfrutarlos
en amistad con otros. Y lugares de pobres medios pueden estar llenos del
calor de la ternura y la compañía. Al fin y al cabo, la casa la forman
quienes en ella viven.
En la expulsión de los vendedores, Jesús parece reclamar la dignidad y
el valor del templo, al que denomina “la casa de mi Padre”. La
importancia y el valor del templo también vienen de Aquel que lo habita
y su belleza se refleja en las actitudes del corazón de sus fieles. El
valor del templo está en que impulse la auténtica relación con Dios y el
verdadero culto, y junto a ello la auténtica relación con los otros en
fraternidad y servicio. Jesús inaugura e impulsa una nueva relación con
Dios más auténtica, fraterna y “espiritual”, que transforma a las
personas y los sistemas, hasta el punto de convertirse Él mismo en el
nuevo Templo de Dios.
En pueblos y ciudades, los templos son un símbolo comunitario que hacen
visible, ante todo, una comunidad de creyentes. El templo da visibilidad
a la comunidad cristiana y es signo que remite al encuentro de Dios con
su pueblo. Cuando lo religioso tiende a privatizarse y cuando se ponen
de moda los altares privados en la propia casa, no está de más recordar
que en la tradición cristiana vamos al templo para expresar visiblemente
e intentar vivir realmente que nuestra fe nos vincula en fraternidad y
solidaridad con los demás.
Por eso, el templo es punto de encuentro con la comunidad y con el Dios
de Jesús que nos congrega y envía, y un lugar abierto sin exclusivismos
ni manipulaciones. Ante todo, el templo debería ser “casa”: hogar, lugar
abierto y acogedor, en donde siempre nos están esperando y podemos ser
nosotros mismos. Como la casa familiar, el templo debería ser, por
supuesto, lugar de responsabilidades compartidas y tareas repartidas,
pero también lugar de descanso y comodidad, de relajación y
recuperación. Ya decía la inquieta Mafalda aquello de “mamá, vámonos a
casa a callar un rato”.
En el templo todos nos hacemos “uno”: es símbolo de unidad y
universalidad. La fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán nos
recuerda la comunión de las Iglesias con la primera Iglesia de Roma en
la unidad de la fe común en Jesús-templo, lugar del encuentro con Dios.
La comunión con la Catedral del Papa expresa la unidad de las iglesias,
que forman un edificio sobre el único cimiento que es Jesucristo.
Especialmente nos hacemos “uno” en la celebración dominical de la
Eucaristía, cuando nuestro templo realiza aquello que significa: la
comunidad de fe y amor al encuentro del Dios de la Vida.
Sois templo de Dios
Donde hay Espíritu, allí hay un templo. Lo insinúa la lectura de San
Pablo: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios
habita en vosotros?”. No olvidemos que Jesús valora el templo –“la casa
de mi Padre”-, es decir, el lugar del encuentro con Dios. Pero Jesús
anuncia un templo nuevo, un nuevo lugar para el encuentro con Dios: “él
hablaba del templo de su cuerpo”. Pablo lo explica a los Corintios con
la imagen de los cimientos y el edificio. El cimiento es Jesucristo; el
edificio, los cristianos; el ensamblaje que nos une, el Espíritu.
Cada uno es un templo porque el Espíritu de Dios habita en él. Esto nos
habla de la altísima dignidad e inviolabilidad de cada ser humano, de
cada vida. Y también de las enormes posibilidades de recuperación y
renovación en la vida: “quedará saneado el mar y habrá vida dondequiera
que llegue la corriente”. Porque el Espíritu nos habita, toda
experiencia, por negativa que sea, se puede corregir con otra mejor. La
experiencia del Espíritu es siempre una experiencia de “renacimiento”
que hace posible esa asombrosa e increíble capacidad de renacer que
tiene el ser humano.
Mire cada uno cómo construye
En las últimas décadas en España se han hecho verdaderos esfuerzos de
renovación de los templos. Pocos como los párrocos entienden de
construcción y subvenciones. En general, somos más sensibles al valor
artístico-cultural del patrimonio religioso y a la dimensión estética
del simbolismo religioso. Ciertamente, se ha progresado mucho en el
cuidado y embellecimiento de los templos, y esto ha contribuido a dar un
“aire nuevo” a las celebraciones litúrgicas y quien sabe si no ha
servido también para renovar la experiencia de la fe. La renovación
contribuye no sólo a mantener algo con dignidad sino también a que
descubramos nuevas posibilidades.
Pero sería deseable que la renovación de los templos fuera acompañada de
una renovación más completa de cada uno y de cada comunidad. La fe
también se deteriora si no se renueva y se va mermando si no se activa y
compromete: hay que sanear muchas goteras, repintar suciedades, reparar
grietas; habrá que asegurar muros, hacer un ambiente más acogedor, dar
calor y más luminosidad… San Pablo nos lo advierte en la segunda
lectura: “mire cada uno cómo construye”.
En este sentido, podemos recordar que el primer “recurso teologal”
siempre está ante todo en uno mismo, en la profundidad e interioridad
del Espíritu que nos habita. El primer lugar al que acudir para
revitalizar y renovar nuestra vida cristiana está siempre en uno mismo:
en descubrir el templo que llevamos dentro y empeñarse en su
rehabilitación.
Javier Carballo, OP
jcarballo@dominicos.org
7.
EL HOMBRE, TEMPLO DE DIOS
Tengo la suerte de estar destinado
pastoralmente en una parroquia que desde hace muchos siglos está
agregada a San Juan de Letrán de Roma. Y al celebrar, en este próximo
domingo, la conmemoración de “La Dedicación de la Iglesia Catedral de
Roma en el 324 me vienen al pensamiento varias cosas:
EL TEMPLO PEQUEÑO PARA CONTENER LA INMENSIDAD DE DIOS
Siempre resultarán pequeños nuestros templos para contener la inmensidad
y la gloria de Dios. Pero, más que nunca en los tiempos en que nos
encontramos, están llamados a ser y convertirse en un espacio de
silencio. En un oasis de esperanza. En un instrumento y lugar de
comunión con el Papa e igualmente con el resto de los que profesamos la
misma fe. “No cabe todo el agua del océano en un vaso pero necesitamos
de éste para comprobar su frescura”.
EL TEMPLO “ESCUELA PARA EL CORAZON”
Algunos creen que si invirtiésemos mucho menos tiempo y muchos menos
medios materiales y económicos en la construcción de iglesias el mundo
cambiaría ( Los pobres serían menos. Las injusticias se reducirían. El
hambre se vendría abajo.). El problema no es ese y, en el fondo, es un
despejar el balón fuera de juego (sería pan para un día y estómagos
doloridos al siguiente). El auténtico mal reside en el corazón del
hombre. Hay que invertir en el interior de las personas, en el alma de
los vivientes, en la conciencia de los vivos para que lleguemos a
entender que en el mundo hay sitio y posibilidades para todos. Y, en
estos momentos cruciales de secularismo e indiferencia religiosa, los
templos se convierten en escuelas donde podemos aprender a crecer
interiormente. “Las injusticias de la tierra sólo se acabarán cuando
muchos que las denuncian además hagan algo”.
EL TEMPLO: “SIGNO DE LA PRESENCIA DE DIOS”
Ya sabemos que el verdadero templo de Dios es el hombre. Pero también es
verdad que necesitamos de sacramentos de su presencia. De agarraderos
que faciliten nos recuerden que sigue vivo entre nosotros.
Ya sabemos que el amor tiene consistencia en sí mismo (pero la alianza
en las manos de los contrayentes lo visibilizan y lo comprometen). De
sobra conocemos que la paz es fruto de la justicia (pero realizamos
gestos que nos ayuden a conseguirla). El templo, en ese sentido, nos
ayuda a celebrar y vivir, escuchar y palpar el amor que Dios nos tiene.
Es un rincón al que acudimos, no exclusivamente para encontrar a Dios,
pero sí para dedicarle enteramente un espacio del día o de nuestra vida.
En el fondo, creo que es así, resulta más fácil vivir sin un constante
peregrinar a ese lugar de referencia y de conversión a Dios que es el
espacio físico de una iglesia.
Si ya nos resulta difícil en la coyuntura actual manifestar públicamente
nuestra fe…¿os imagináis una vida religiosa sin presencia en el mundo,
sin referencia a una comunidad, sin una corrección fraterna, sin una
orientación hacia el dónde y por dónde vamos?. “Los signos nos recuerdan
aquello que corremos serio peligro de olvidar”.
EL TEMPLO: “ANIMA LOS TEMPLOS VIVOS”
Somos templos vivos de Dios. Y precisamente por ello, porque somos
templos vivos de Dios, necesitamos “construirnos” día a día. Mejorarnos
y renovarnos. Cuando acudimos a un lugar levantado en piedra
contemplamos y caemos en cuenta de la vida y de la riqueza espiritual de
una comunidad que cree en Jesús y que necesita de la reunión para
confortarse y ayudarse, proclamar su Palabra y llevarla a la práctica.
Cada iglesia, en cientos lugares del mundo, se convierte en un
estandarte que pregona la presencia de un grupo que espera, intenta
vivir y seguir las enseñanzas de Jesús Maestro. “Sólo podremos edificar
un mundo mejor si nos edificamos, primero, a nosotros mismos”.
EL TEMPLO: “LLAMADA A LA COHERENCIA”
Ciertamente que en la vida de muchos cristianos puede ocurrir como en el
caso de aquella joven que se empeñaba en gastar lo indecible en mil
maquillajes para embellecer su rostro. Un día, estando delante del
espejo acicalándose, se le acercó una amiga y le dijo: “amiga..¿por qué
te empeñas en disimular tanta imperfección? ¿por qué no dejas que brille
la naturalidad que Dios te ha dado?”.
Los extremos son malos. La belleza del templo católico es precisamente
la comunidad que celebra y se congrega dentro de él. La mayor inversión
que podemos hacer es precisamente vivir lo que escuchamos dentro de cada
iglesia. Lo contrario…sería un maquillaje con sonidos de campanas, altas
torres y bonitas fachadas…..pero con poco cimiento y fundamento.
La Dedicación de la Madre de todas las Iglesias (San Juan de Letrán) nos
invita cada día a ofrecer y levantar un espacio de nuestro corazón y de
nuestra vida a Dios. Y, eso, no es maquillaje es –simplemente- hacer de
nosotros mismos un templo vivo, eficaz y real para Dios.
Javier Leoz
Sacerdote
8. 2003
LECTURAS: EZ 47, 1-2. 8-9. 12; SAL 45;
1COR 3, 9-11. 16-17; JN 2, 13-22
EL CELO DE TU CASA ME DEVORA
Comentando la Palabra de Dios
Ez. 47, 1-2. 8-9. 12. Quien ha hundido las raíces de su vida en el Señor
no podrá permanecer estéril. Dar frutos abundantes de buenas obras es lo
que se espera del hombre de fe. La Vida de Dios en nosotros ha de llegar
hasta lo más profundo de nuestro ser para hacer que desaparezca toda
clase de maldad. ¿Hemos oído hablar del Mar de aguas saladas, aquel que
se dice dejó sepultadas a las ciudades pecadoras Sodoma y Gomorra, y que
tiene tanta sal que es imposible que ahí prospere la vida? Dice hoy la
Escritura que el agua que mana del lado derecho del Altar del Santuario
de Dios, llegará hasta él y lo saneará y en él prosperará la vida. Quien
viva tan lleno de maldad que pareciera imposible retomar el Camino de la
Vida, debe permitirle a Dios hacer su obra de salvación en él y Él hará
que quede sano y capaz de resurgir como una digna morada del Señor.
Permitámosle al Señor hacer su obra en nosotros. Hagamos la prueba y
veremos qué bueno es el Señor.
Sal. 45. Dios vela por los suyos para que no les
alcance tormento alguno. Sintámonos llenos de confianza en el Señor
quienes en Él hemos puesto nuestro refugio y fortaleza. Si en verdad
está Dios con nosotros no hemos de temer ningún mal, ni hemos de vacilar
en el testimonio valiente de nuestra fe. Sin embargo reflexionemos si en
verdad nosotros estamos con el Señor y vivimos y nos movemos en Él. Y
para que esto sea realidad no sólo hemos de orar en su presencia, sino
que hemos de tener la apertura necesaria para escuchar amorosamente su
Palabra, meditarla en nuestro corazón y hacerla vida en nuestra
existencia diaria. Si acogemos al Señor en nuestro corazón, Él habitará
en nosotros e impulsará nuestra vida para que demos testimonio de Él
tanto con nuestras palabras, como con nuestras obras y nuestra vida
misma.
1Cor. 3, 9-11. 16-17. Somos templo de Dios porque Él habita en nosotros.
Él es quien edifica su casa en nosotros. A nosotros corresponde escuchar
la voz de Dios para no querer construir al margen de Él. Peor sería el
que, en lugar de construir, destruyéramos esa casa de Dios. y esa casa
se destruye cuando la dedicamos a otros fines: odiar, hacer la guerra,
enviciar a los demás, empobrecerlos ... En cambio, colaboramos no sólo
en construir sino en adornar dignamente la morada de Dios en nosotros
cuando amamos, perdonamos y nos inclinamos ante las pobrezas y
fragilidades de nuestro prójimo para darle una solución adecuada en
Cristo, conscientes de la dignidad que todos tenemos de ser hijos de
Dios.
Jn. 2, 13-22. Cerca de la Pascua. No puede celebrarse con el corazón
manchado. Nuestro corazón, templo de Dios, debe ser purificado de toda
aquella basura que no deja espacio para Dios ni para el prójimo. Ante
una casa cargada de basura y pestilencias uno se retira, pues no quiere
uno sentarse junto a los focos de infección, ni ante las ratas que han
hecho ahí sus nidos. Cristo, mediante su muerte y resurrección, se ha
convertido para nosotros en fuente de perdón, de purificación, de
salvación. Él no sólo se ha convertido en el Siervo que nos lava los
pies, sino en Aquel que limpia la casa de toda inmundicia de pecado,
pues Él mismo se convertirá en Huésped de nuestra propia vida. Habrá
cosas que nos duela abandonar, porque nos hemos acostumbrado a vivir
entre maldades y pestes. Sin embargo, si queremos ser congruentes con
nuestra fe, debemos actuar con pureza de corazón, libres de todo afecto
desordenado y no embotados por lo pasajero. Dejemos que Cristo nos
purifique de todo mal y haga de nosotros, no sólo templos suyos, sino
hijos de Dios por nuestra unión a Él, para gloria de Dios y bien nuestro
y de cuantos nos traten.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
En esta Eucaristía el Señor nos convoca para manifestarnos que, por amor
a nosotros y para purificación nuestra, Él ha entregado su vida. En
verdad que nadie nos ha amado como Él. Para nosotros no sólo está cerca
la Pascua, sino que celebramos el Memorial de la Pascua de Cristo
continuamente. Con humildad pedimos a Dios que perdone nuestros pecados.
Y esa petición de perdón no es sólo un rito hecho por costumbre y falto
de sentido; sino que es saber que hemos fallado, por lo que pedimos
confiada y humildemente a Dios que nos perdone teniendo la disposición
de iniciar nuestro camino en el bien, ayudados por la gracia que nos
viene de Cristo. En Él vivimos nuestra pascua personal, pues el Señor
nos hace pasar de la muerte del pecado a la vida de la Gracia, que Él
ofrece a quienes se le acercan con un corazón lleno de amor y con una fe
sincera.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del
creyente.
Quienes participamos con sinceridad en esta Eucaristía debemos ser
constructores del Reino de Dios entre nosotros. Hemos de restaurar el
amor fraterno; Hemos de restaurar la justicia, la paz, la alegría. En
nuestro paso por esta tierra encontraremos muchos que se han deteriorado
en su vida a causa de las maldades y vicios; o que se ha derrumbado en
su esperanza por tratos injustos, por incomprensiones, por haber sido
marginados a causa de su pobreza, o de su edad avanzada, o de su raza y
cultura. ¿Seremos capaces de reconstruir al hombre que se ha de renovar
en Cristo, para que nuestra humanidad tenga en Él un rostro nuevo? Si en
verdad estamos dispuestos a ello hemos de expulsar de nosotros los
egoísmos, las incomprensiones, las envidias y rivalidades. Cuando nos
veamos como hermanos y compartamos lo nuestro con quienes nada tienen,
entonces habrá llegado a nosotros el Reino de Dios con toda su fuerza y,
libres de todo mal, seremos el Templo Santo de Dios desde el cual el
Señor siga amando, perdonando, purificando y entregando, incluso, su
vida por el bien de todos.
Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María,
nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vivir de tal forma
comprometidos con el Reino de Dios que, unidos al Papa y a los Obispos,
podamos hacer realidad entre nosotros una Iglesia libre de la maldad,
llena de Dios y siempre esforzada a favor del Evangelio vivido tanto en
el anuncio del mismo, como en el servicio en favor del amor fraterno
para convertirnos, así, en verdaderos colaboradores de la construcción
del Reino de Dios entre nosotros. Amén.
www.homiliacatolica.com
9.- Predicador del Papa: ¿Hace falta ir a la iglesia para ser cristiano?
Meditación con motivo de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 7 noviembre
2008 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero
Cantalamessa, OFM Cap. - predicador de la Casa Pontificia -, a la
liturgia del domingo próximo, 9 de noviembre, Dedicación de la Basílica
de San Juan de Letrán, catedral del obispo de Roma.
Ezequiel 47,1-2.8-9.12; Salmo 45; I Corintios 3,9-13.16-17; Juan 2,13-22
¡Esta es la casa de Dios!
Este año, en lugar del XXXII domingo del tiempo ordinario, se celebra la
fiesta de la dedicación de la iglesia-madre de Roma, la Basílica de San
Juan de Letrán, dedicada en un primer momento al Salvador y después a
San Juan Bautista. ¿Qué representa para la liturgia y para la
espiritualidad cristiana la dedicación de una iglesia y la existencia
misma de la iglesia, entendida como lugar de culto? Tenemos que comenzar
con las palabras del Evangelio: "Pero llega la hora (ya estamos en ella)
en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en
verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren".
Jesús enseña que el templo de Dios es, en primer lugar, el corazón del
hombre que ha acogido su palabra. Hablando de sí y del Padre dice:
"vendremos a él, y haremos morada en él" (Juan 14, 23) y Pablo escribe a
los cristianos: "¿No sabéis que sois santuario de Dios?" (1 Corintios 3,
16). Por tanto, el creyente es templo nuevo de Dios. Pero el lugar de la
presencia de Dios y de Cristo también se encuentra "donde están dos o
tres reunidos en mi nombre" (Mateo 18, 20). El Concilio Vaticano II
llama a la familia "iglesia doméstica" (Lumen Gentium, 11), es decir, un
pequeño templo de Dios, precisamente porque gracias al sacramento del
matrimonio es, por excelencia, el lugar en el que "dos o tres" están
reunidos en su nombre.
¿Por qué, entonces, los cristianos damos tanta importancia a la iglesia, si cada uno de nosotros puede adorar al Padre en espíritu y verdad en su propio corazón o en su propia casa? ¿Por qué es obligatorio ir a la iglesia todos los domingos? La respuesta es que Jesucristo no nos salva por separado; vino a formar un pueblo, una comunidad de personas, en comunión con Él y entre sí.
Lo que es la casa para una familia, lo es la iglesia para la familia de Dios. No hay familia sin una casa. Una de las películas del neorrealismo italiano que todavía recuerdo es "El techo" ("Il tetto"), escrita por Cesare Zavattini y dirigida por Vittorio De Sica. Dos jóvenes, pobres y enamorados, se casan, pero no tienen una casa. En las afueras de Roma tras la segunda guerra mundial, inventan un sistema para construir una, luchando contra el tiempo y la ley (si la construcción no llega hasta el techo, en la noche será demolida). Cuando al final terminan el techo están seguros de que tienen una casa y una intimidad propia, se abrazan felices; son una familia.
He visto repetirse esta historia en muchos barrios de ciudad, en pueblos y aldeas, que no tenían una iglesia propia y que han tenido que construirse una por su cuenta. La solidaridad, el entusiasmo, la alegría de trabajar juntos con el sacerdote para dar a la comunidad un lugar de culto y de encuentro son historias que valdría la pena llevar a la pantalla como en la película de De Sica...
Ahora bien, tenemos que evocar también un fenómeno doloroso: el abandono en masa de la participación en la iglesia y, por tanto, en la misa dominical. Las estadísticas sobre la práctica religiosa son como para echarse a llorar. Esto no quiere decir que quien no va a la iglesia haya perdido necesariamente la fe; no, lo que sucede es que se sustituye a la religión instituida por Cristo por la llamada religión "a la carta". En Estados Unidos dicen "pick and choose", toma y escoge. Como en el supermercado. Dejando la metáfora, cada quien se hace su propia idea de Dios, de la oración y se queda tan tranquilo.
Se olvida, de este modo, que Dios se ha revelado en Cristo, que Cristo predicó un Evangelio, que fundó una ekklesia, es decir, una asamblea de llamados, que instituyó los sacramentos, como signos y transmisores de su presencia y de su salvación. Ignorar todo esto para crear la propia imagen de Dios expone al subjetivismo más radical. Uno deja de confrontarse con los demás, sólo lo hace consigo mismo. En este caso, se verifica lo que decía el filósofo Feuerbach: Dios queda reducido a la proyección de las propias necesidades y deseos. Ya no es Dios quien crea al hombre a su imagen, sino que el hombre crea un dios a su imagen. ¡Pero es un Dios que no salva!
Ciertamente una religiosidad conformada sólo por prácticas exteriores no sirve de nada; Jesús se opone a ella en todo el Evangelio. Pero no hay oposición entre la religión de los signos y de los sacramentos y la íntima, personas; entre el rito y el espíritu. Los grandes genios religiosos (pensemos en Agustín, Pascal, Kierkegaard, Manzoni) eran hombres de una interioridad profunda y sumamente personal y, al mismo tiempo, estaban integrados en una comunidad, iban a su iglesia, eran "practicantes".
En las Confesiones (VIII,2), san Agustín narra cómo tiene lugar al conversión al paganismo del gran orador y filósofo romano Victorino. Al convencerse de la verdad del cristianismo, decía al sacerdote Simpliciano: "Ahora soy cristiano". Simpliciano le respondía: "No te creo hasta que te vea en la iglesia de Cristo". El otro le preguntó: "Entonces, ¿son las paredes las que nos hacen cristianos?". Y el tema quedó en el aire. Pero un día Victorino leyó en el Evangelio la palabra de Cristo: "quien se avergüence de mí y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del hombre". Comprendió que el respeto humano, el miedo de lo que pudieran decir sus colegas, le impedía ir a la iglesia. Fue a ver a Simpliciano y le dijo: "Vamos a la iglesia, quiero hacerme cristiano". Creo que esta historia tiene algo que decir hoy a más de una persona de cultura.
[Traducción del original italiano
realizada por Jesús Colina]