MEDITACIÓN LITÚRGICA

 

ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA

 

La alegría por esta solemnidad es lo primero que nos reclama la liturgia. La composición de lugar nos sitúa ante la «señal grandiosa que apareció en el cielo: una mujer con el sol por vestido, la luna bajo sus pies, y en la cabeza una corona de doce estrellas». La petición: poder llegar a participar con Ella de la misma gloria en el cielo.

 

Contemplar a María

 El Apocalipsis, con su rica imaginería, fija nuestra mirada en la Mujer. Concretamente en su gloria. Es la nueva Eva que engendra al Salvador. Los poderes malignos no pueden nada contra la Madre ni contra el Hijo. La grandiosidad de la escena revela la más consoladora de las verdades: «Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías». La contemplación de la gloria de María alienta la esperanza del creyente, puesto que también es nuestro destino. El salmo habla de María como Reina. Así la invocan las letanías lauretanas. Un título adecuado para la Madre del Rey del Universo.

La gloria de María se conecta con el triunfo del Resucitado. Así es el realismo de la salvación en Cristo. En efecto, Él es el primer resucitado. Cristo nos vivifica a todos. Por su acción ha tenido lugar la glorificación de María, su Asunción en cuerpo y alma al cielo. María, ahora, bien puede entonar, para que todos lo oigamos: «El Señor hizo en mí maravillas». Mirándola, admiramos la obra de Dios: del Padre que la ha amado, del Hijo que se se ha encarnado en ella y del Espíritu Santo que la ha puesto bajo su sombra.

Santa María, de pie a la derecha del Rey, ruega por nosotros pecadores.

 

El Poderoso ha hecho obras grandes por mí

Es muy amable el encuentro entre María e Isabel. Con ésta declaramos a María bendita entre las mujeres y bendito el fruto de su vientre. Sentimos el gozo de la presencia de Cristo en la Virgen. Nuevamente la proclamamos dichosa por haber creído, por la radicalidad de su fe y de su entrega. Le agradecemos su sí incondicional al mensajero divino. Por ella podemos disfrutar de la salvación. Porque dejó que Dios actuara en su vida, se hizo posible que actuara en nuestra vida. Situarse en la postura de Isabel dialogando con María, será una buena manera de orar en esta solemnidad.

La meditación dará hoy nuevo sentido al Magníficat que cada atardecer canta la Iglesia. Se trata de repasarlo pausadamente y de dejarse empapar de los sentimientos de quien lo cantó por primera vez. Hay que verlo como sinfonía que desarrolla la más maravillosa frase musical: «Soy la esclava del Señor; hágase en mi según tu palabra».

Dos realidades importan: la conciencia del poder y de la grandeza de Dios que, de lo que aparentemente no es nada, saca grandeza de salvación y, luego, retener que la gloria de María tuvo su fundamento en el servicio y la caridad fraternales.

 

Una plegaria

Recitar pausadamente el Magníficat.