Asunción de Nuestra Señora
Autor: Archidiócesis de Madrid
Un ángel se aparecía a la Virgen y le entregaba
la palma diciendo: "María, levántate, te traigo esta rama de un árbol del
paraíso, para que cuando mueras la lleven delante de tu cuerpo, porque vengo a
anunciarte que tu Hijo te aguarda". María tomó la palma, que brillaba como el
lucero matutino, y el ángel desapareció. Esta salutación angélica, eco de la
de Nazaret, fue el preludio del gran acontecimiento.
Poco después, los Apóstoles, que sembraban la semilla evangélica por todas las
partes del mundo, se sintieron arrastrados por una fuerza misteriosa que les
llevaba a Jerusalén en medio del silencio de la noche. Sin saber cómo, se
encontraron reunidos en torno de aquel lecho, hecho con efluvios de altar, en
que la Madre de su Maestro aguardaba la venida de la muerte. En sus burdas
túnicas blanqueaba todavía, como plata desecha, el polvo de los caminos: en
sus arrugadas frentes brillaba como un nimbo la gloria del apostolado. Se oyó
de repente un trueno fragoroso; al mismo tiempo, la habitación de llenó de
perfumes, y Cristo apareció en ella con un cortejo de serafines vestidos de
dalmáticas de fuego.
Arriba, los coros angélicos cantaban dulces melodías; abajo, el Hijo decía a
su Madre: "Ven, escogida mía, yo te colocaré sobre un trono resplandeciente,
porque he deseado tu belleza". Y María respondió: "Mi alma engrandece al
Señor". Al mismo tiempo, su espíritu se desprendía de la tierra y Cristo
desaparecía con él entre nubes luminosas, espirales de incienso y misteriosas
armonías. El corazón que no sabía de pecado, había cesado de latir; pero un
halo divino iluminaba la carne nunca manchada. Por las venas no corría la
sangre, sino luz que fulguraba como a través de un cristal.
Después del primer estupor, se levantó Pedro y dijo a sus compañeros: "Obrad,
hermanos, con amorosa diligencia; tomad ese cuerpo, más puro que el sol de la
madrugada; fuera de la ciudad encontraréis un sepulcro nuevo. Velad junto al
monumento hasta que veáis cosas prodigiosas". Se formó un cortejo. Las
vírgenes iniciaron el desfile; tras ellas iban los Apóstoles salmodiando con
antorchas en las manos, y en medio caminaba san Juan, llevando la palma
simbólica. Coros de ángeles agitaban sus alas sobre la comitiva, y del Cielo
bajaba una voz que decía: "No te abandonaré, margarita mía, no te abandonaré;
porque fuiste templo del Espíritu Santo y habitación del Inefable". Acudieron
los judíos con intención de arrebatar los sagrados despojos. Todos quedaron
ciegos repentinamente, y uno de ellos, el príncipe de los sacerdotes, recobró
la vista al pronunciar estas palabras: "Creo que María es el templo de Dios".
Al tercer día, los Apóstoles que velaban en torno al sepulcro oyeron una voz
muy conocida, que repetía las antiguas palabras del Cenáculo: "La paz sea con
vosotros". Era Jesús, que venía a llevarse el cuerpo de su Madre. Temblando de
amor y de respeto, el Arcángel San Miguel lo arrebató del sepulcro, y, unido
al alma para siempre, fue dulcemente colocado en una carroza de luz y
transportado a las alturas. En este momento aparece Tomás sudoroso y jadeante.
Siempre llega tarde; pero esta vez tiene una buena excusa: viene de la India
lejana. Interroga y escudriña; es inútil, en el sepulcro sólo quedan aromas de
jazmines y azahares. En los aires una estela luminosa, que se extingue
lentamente, y algo que parece moverse y que se acerca lentamente hasta caer
junto a los pies del Apóstol. Es el cinturón que le envía la virgen en señal
de despedida.
Esta bella leyenda iluminó en otros siglos la vida de los cristianos con
soberanas claridades.
Nunca la Iglesia quiso incorporarla a sus libros litúrgicos, pero la dejó
correr libremente para edificación de los fieles. Penetró en todos los países,
iluminó a los artistas e inspiró a los poetas. Parece que resurgió, una vez
más, en el valle de Josafat, allá donde los cruzados encontraron el sepulcro
en el que se habían obrado tantas maravillas y sobre el cual suspendieron
tantas lámparas. Como la piedad popular quiere saber, pidiendo certezas y
realidades, la leyenda dorada aparece con los rasgos con que el oriental sabe
tejerlos entre el perfume del incienso y azahares, adornada con estallidos y
decorada con ángeles y pompas del Cielo. Se difunde en el siglo V en Oriente
con el nombre de un discípulo de San Juan, Melitón de Sardes, Gregorio de
Tours la pasa a las Galias, los españoles la leen en el fervor de la
reconquista con peregrinos detalles y toda la Cristiandad busca en ella
durante la Edad Media alimento de fe y entusiasmo religioso.
Ni fecha, ni lugar. ¿Cómo fue el prodigio? Escudriñando la Tradición hay un
velo impenetrable. San Agustín dice que pasó por la muerte, pero no se quedó
en ella. Los Orientales gustan de llamarla Dormición con ánimo de afirmar la
diferencia. ¿Tránsito? Separación inefable. Ni el Areopagita, ni Epifanio, ni
Dante acertaron a describir lo real indescriptible, inefable: el último
eslabón de la cadena que se inicia con la Inmaculada Concepción y, despertando
secretos armónicos, apostilla la Asunción con la Coronación que el arte de Fra
Angélico se atreve a plasmar con pasta conservada en el Louvre. La Iglesia
celebra, junto al Resucitado Hijo triunfante, a la Madre, singularmente
redimida, Glorificada desde la Traslación