COMENTARIOS AL SALMO 50

 

1. MI PECADO Y TU MISERICORDIA

«Contra ti, contra ti solo pequé». Ese es mi dolor y mi vergüenza, Señor. Sé cómo ser bueno con los demás; soy una persona atenta y amable, y me precio de serlo; soy educado y servicial, me llevo bien con todos y soy fiel a mis amigos. No hago daño a nadie, no me gusta molestar o causar pena. Y, sin embargo, a ti, y a ti solo, sí que te he causado pena. He traicionado tu amistad y he herido tus sentimientos. «Contra ti, contra ti solo pequé».

Si les preguntas a mis amigos, a la gente que vive conmigo y trabaja a mis órdenes, si tienen algo contra mí, dirán que no, que soy una buena persona; y sí, tengo mis defectos (¿quién no los tiene?), pero en general soy fácil de tratar, no levanto la voz y soy incapaz de jugarle una mala pasada a nadie; soy persona seria y de fiar, y mis amigos saben que pueden confiar en mí en todo momento. Nadie tiene ninguna queja seria contra mí. Pero tú sí que la tienes, Señor. He faltado a tu ley, he desobedecido a tu voluntad, te he ofendido. He llegado a desconocer tu sangre y deshonrar tu muerte. Yo, que nunca le falto a nadie, te he faltado a ti. Esa es mi triste distinción. «Contra ti, contra ti solo pequé».

Fue pasión o fue orgullo, fue envidia o fue desprecio, fue avaricia o fue egoísmo...; en cualquier caso, era yo contra ti, porque era yo contra tu ley, tu voluntad y tu creación. He sido ingrato y he sido rebelde. He despreciado el amor de mi Padre y las órdenes de mi Creador. No tengo excusa ante ti, Señor.

«Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el tribunal me condenarás justamente». Condena justa que acepto, ya que no puedo negar la acusación ni rechazar la sentencia. «En la culpa nací; pecador me concibió mi madre: Yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado». Confieso mi pecado y, yendo más adentro, me confieso pecador. Lo soy por nacimiento, por naturaleza, por definición. Me cuesta decirlo, pero el hecho es que yo, tal y como soy en este momento, alma y cuerpo y mente y corazón, me sé y me reconozco pecador ante ti y ante mi conciencia. Hago el mal que no quiero, y dejo de hacer el bien que quiero. He sido concebido en pecado y llevo el peso de mi culpa a lo largo de la cuesta de mi existencia.

Pero, si soy pecador, tú eres Padre. Tú perdonas y olvidas y aceptas. A ti vengo con fe y confianza, sabiendo que nunca rechazas a tus hijos cuando vuelven a ti con dolor en el corazón.

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Rocíame con el hisopo y quedaré limpio; lávame y quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa».

Hazme sentirme limpio. Hazme sentirme perdonado, aceptado, querido. Si mi pecado ha sido contra ti, mi reconciliación ha de venir de ti. Dame tu paz, tu pureza y tu firmeza. Dame tu Espíritu.

«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu; devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso».

Dame la alegría de tu perdón para que yo pueda hablarles a otros de ti y de tu misericordia y de tu bondad. «Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza». Que mi caída sea ocasión para que me levante con más fuerza; que mi alejamiento de ti me lleve a acercarme más a ti. Me conozco ahora mejor a mí mismo, ya que conozco mi debilidad y mi miseria; y te conozco a ti mejor en la experiencia de tu perdón y de tu amor. Quiero contarles a otros la amargura de mi pecado y la bendición de tu perdón. Quiero proclamar ante todo el mundo la grandeza de tu misericordia. «Enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti».

Que la dolorosa experiencia del pecado nos haga bien a todos los pecadores, Señor, a tu Iglesia entera, formada por seres sinceros que quieren acercarse a unos y a otros, y a ti en todos, y que encuentran el negro obstáculo de la presencia del pecado sobre la tierra. Bendice a tu Pueblo, Señor.

«Señor, por tu bondad, favorece a Sión; reconstruye las murallas de Jerusalén».

CARLOS G. VALLÉS
BUSCO TU ROSTRO
ORAR LOS SALMOS
Ed. SAL TERRAE, Santander, pág. 101s.


2.

El salmo 50 es el salmo cuaresmal por excelencia. Merece la pena que nos detengamos en él para captar el simbolismo que lo impregna y la teología que transmite. Se le sitúa entre los salmos de súplica individual y data del final de la época monárquica. Habría sido compuesto para una liturgia penitencial presidida por el rey. Pero es obvio que ha servido de sustento a la oración de innumerables personas lo suficientemente religiosas para reconocerse en él.

Desde el primer versículo es notable la orientación de esta oración. Lejos de querer declarar inocente al salmista, como hacen tantas "endechas", la súplica se dirige de entrada a Dios para pedir su misericordia, su amor. La salvación del pecador está por completo en las manos de ese Dios que el amor define radicalmente. Por supuesto, no se ignora que Dios es justo, que quiere la verdad y la sabiduría en el corazón del hombre, pero precisamente esta "justicia" de Dios se manifestará, ante todo, en el perdón concedido al pecador. Se podría decir que se trata nada menos que de su honor, ya que el pecador perdonado se convertirá en testigo de Dios: podrá mostrar a los pecadores el camino de la verdad, y "hacia Dios volverán los extraviados". El reconocimiento del pecado tiene, pues, también una dimensión profética. Forma parte de la "confesión" de las obras de Dios.

Además, el salmista reconoce su falta sin rodeos. No teme contemplar ese pecado que siempre "está ante él". ¿Culpabilidad exagerada? ¿Énfasis literario? No, ya que el sentido profundo del pecado sólo existe para poder captar mejor la dimensión del perdón divino. El hombre ha pecado "contra Dios" y sólo contra él... Sin duda, conoce las repercusiones sociales de su falta, pero en el acto litúrgico de la confesión pone el acento sobre Dios, que está en el origen de todas las cosas, tanto del perdón como del sentido último de todo pecado. ¡No se puede expresar mejor hasta qué punto está de acuerdo Dios con la vida humana y su condición existencial! La conciencia del salmista es tan viva que se reconoce "nacido en la culpa", "pecador desde el vientre de su madre". No parece que sea necesario buscar en estas expresiones una teología explícita del pecado original, y menos aún del modo como se transmite, ya que el que ora se sitúa aquí a un nivel existencial; tiene conciencia de pertenecer a una humanidad pecadora, a un pueblo pecador en el que ninguna existencia podría escapar al peso de la miseria. Lo veremos mejor cuando apele al Dios creador para que le salve de su culpa. La conciencia de pecado supera absolutamente la dosificación aparentemente justa que un juez podría hacer de las responsabilidades y las circunstancias atenuantes. Se trata nada menos que de la existencia "frente a Dios". Israel es un pueblo santo, y el pecado obstaculiza al mismo Dios.

Son importantes los versículos 4, 9, 12 y 14. Si los dos primeros hacen probablemente alusión a un baño ritual de purificación, los otros interiorizan el proceso e indican que el rito es la cara visible de una profunda renovación del ser. De esta manera, el salmo se inscribe en una gran corriente de pensamiento que va desde los discípulos de Isaías hasta los evangelistas, para definir en términos de bautismo la restauración del hombre y del cosmos.

Recordemos las grandes etapas de esta corriente de pensamiento. El tercer Isaías (65, 17) había anunciado la "creación de unos cielos nuevos y una tierra nueva". Jeremías había hablado de la restauración del pueblo y del individuo. Proclamaba una nueva era en la que la ley sería grabada en el corazón del hombre, subrayando así la comunión profunda que uniría a la humanidad nueva con Dios (32, 39).

Ezequiel retoma la idea para hablar de una creación nueva y un espíritu nuevo (36, 25-27). Es el quien explicita mejor los lazos temáticos entre el agua y la vida. En su predicación debía de acordarse del río que, según el Génesis, ascendía del subsuelo para regar toda la superficie de la tierra. Según el profeta, llegará un día en que en la nueva Jerusalén manará una fuente que fecundará el desierto, y de la fuente brotará un torrente impetuoso en cuyas orillas nacerán árboles frutales maravillosos (cap. 47). De este modo, la vuelta de Yahvé estará marcada por la abundancia, simbolizada en los torrentes. Más tarde, el cuarto evangelio retomará este tema aplicándolo al cuerpo de Cristo, el nuevo templo.

El agua es, pues, fuente de vida. Cuando el salmista suplica a Dios que le lave, lanza una llamada a la vida y a la renovación.

Consiguientemente, puede imaginar el perdón como una danza de resurrección y un himno de alabanza (cfr. Ez. 37). Si Dios recrea el corazón del hombre borrando su pecado, hay que ver en el perdón una reanudación de toda la obra creadora. Los tiempos nuevos, manifestados por el don del Espíritu, son tiempos de resurrección y fiesta. La "confesión" es un acto en el que se manifiesta el Dios de la vida.

Ante esto, ¿qué puede hacer el hombre sino maravillarse y dar gracias? ¡Proclamar la justicia de Dios! ¿Lo hará con sacrificios al modo antiguo? El salmo previene contra los cultos hipócritas en los que el corazón del hombre no queda totalmente comprometido. El hombre debe saber que el perdón de Dios no se compra, ya que supera toda medida humana. La única ofrenda que agrada a Dios es un espíritu convertido, roto y triturado: es decir, consciente de lo que es, sin pretensión de hacerse valer ante el Creador.

DIOS CADA DIA
SIGUIENDO EL LECCIONARIO FERIAL
CUARESMA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE/SANTANDER 1989.Pág. 14 s.


3. 

Pues yo reconozco mi culpa (Sal. 50)

He pecado, Señor, pero el problema 
es que no me avergüenzo ni lo siento; 
más bien estoy tranquilo en mi aposento 
y no hay ningún Natán que me estremezca.

No veo la maldad de mi pecado, 
ni entiendo yo por qué ha de estar prohibido: 
Es que a nadie he robado u ofendido 
y todo me parece exagerado.

Necesito que me cures mi ceguera 
y que pongas delante de mis ojos 
un espejo penetrante y luminoso 
y vea la raíz de mis miserias.

Ojos nuevos, Señor, es lo que pido 
y fuego que penetre en mis entrañas, 
y la roña esclerótica del alma 
se funda en corazón recién nacido.

Un corazón de niño, delicado, 
un espíritu firme y generoso, 
que cante tu alabanza jubiloso 
y diga convencido: «yo he pecado».

Corazón nuevo, puro, santo y sano, 
de espíritu de amor colmado, amable, 
que sepa comprender al miserable 
y viva en el amor de los hermanos.


4. CRITICA/JUICIO

De los sermones de SAN Agustin

(Sermón 19, 2-3; CCL 41, 252-254).

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado

Yo reconozco mi culpa, dice el salmista. Si yo la reconozco, dígnate tú perdonarla. No tengamos en modo alguno la presunción de que vivimos rectamente y sin pecado. Lo que atestigua a favor de nuestra vida es el reconocimiento de nuestras culpas. Los hombres sin remedio son aquellos que dejan de atender a sus propios pecados para fijarse en los de los demás. No buscan lo que hay que corregir, sino en qué pueden morder. Y, al no poderse excusar a sí mismos, están siempre dispuestos a acusar a los demás. No es así como nos enseña el salmo a orar y dar a Dios satisfacción, ya que dice: Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. El que así ora no atiende a los pecados ajenos, sino que se examina a sí mismo, y no de manera superficial, como quien palpa, sino profundizando en su interior. No se perdona a sí mismo, y por esto precisamente puede atreverse a pedir perdón (...).

Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado; tú no lo desprecias. Este es el sacrificio que has de ofrecer. No busques en el rebaño, no prepares navíos para navegar hasta las más lejanas tierras a buscar perfumes. Busca en tu corazón la ofrenda grata a Dios. El corazón es lo que hay que quebrantar. Y no temas perder el corazón al quebrantarlo, pues dice también el salmo: Oh Dios, crea en mi un corazón puro. Para que sea creado este corazón puro, hay que quebrantar antes el impuro.

Sintamos disgusto de nosotros mismos cuando pecamos, ya que el pecado disgusta a Dios. Y, ya que no estamos libres de pecado, por lo menos asemejémonos a Dios en nuestro disgusto por lo que a él le disgusta. Así tu voluntad coincide en algo con la de Dios, en cuanto que te disgusta lo mismo que odia tu Hacedor.


5. 

Misericordia, oh Dios, por tu bondad,
por tu exquisito amor borra el pecado,
y lávame hasta el fondo, purifícame
con el agua y la sangre.

Reconozco la culpa que hay en mí,
la culpa acumulada de mis padres;
reconozco la culpa de mi pueblo,
que tanto me contagia.

El pecado del mundo me aprisiona
en su impura y tupida red de araña;
y yo sigo tejiendo nuevas telas,
convertido en gusano.

Mata, oh Dios, el gusano que hay en mí;
haz de mí mariposa de tu agrado,
y que pueda volar con libertad
en nuevo paraíso.

Transforma, oh Dios, la fiera que hay en mí;
conviérteme en el hombre que Tú sueñas:
sensible, generoso, solidario,
cantor de libertades.

Devuélveme los gozos de tu Espíritu,
regálame la fuerza de tu Espíritu,
llena mi corazón de santo Espíritu...
te diré mi amor.

CARITAS
RIOS DEL CORAZON
CUARESMA Y PASCUA 1993.Pág. 44


6.

«MISERICORDIA, DIOS MÍO, POR TU BONDAD»

«Por tu infinita bondad, Señor, ten misericordia de mí»:

Así te han invocado tantas generaciones creyentes,
al vivir el tiempo de cuaresma,
quizá con tonos demasiado lúgubres,
entre colores morados y ayunos estrictos.

«Misericordia, Señor, por tu bondad»:
este debe ser también nuestro ruego,
al iniciar un nuevo camino cuaresmal,
en un clima rebosante aún de carnavales
y de proyectos para la Semana Santa.

Porque todo ser humano,
todo creyente en Jesucristo,
tiene que sentir ayer, hoy y siempre,
sin neuróticos sentimientos de culpa,
que no sabemos responder a lo que tú nos pides;
que no damos salida a nuestros sentimientos más humanos;
que no podemos encerrarnos en nuestras estrechas culpas
en un mundo marcado por hambre, guerra y sangre.

Tenemos necesidad de acudir hoy a ti,
no con cilicios y ayunos,
sino con la verdadera realidad de nuestra vida:
con los deseos buenos y los amores auténticos que tenemos,
con los proyectos e ilusiones, tantas veces forjados,
con nuestros continuos fracasos,
con la debilidad agarrada a nuestro corazón...

Tenemos que acudir a tu infinita misericordia,
a tu bondad que no sabe de fronteras,
a tu acogida siempre entrañable,
a tu cariñoso abrazo de Padre bueno.

Acudimos hoy a ti, tal como somos,
arrancando las máscaras de nuestros carnavales,
con nuestra cruda realidad que conocemos,
con nuestros sentimientos más profundos que ignoramos...

Así somos, Señor, y no queremos engañarnos;
no queremos presumir de nuestros méritos,
ni angustiarnos con inconscientes que ignoramos...

Así es la auténtica realidad de nuestra vida,
que hoy ponemos, confiados, entre tus manos...
Y, una vez más te repetimos,
las viejas oraciones de aquel salmo,
que pronunció humilde y entristecido
el viejo rey David tras su pecado.

De ti sólo queremos oír, Padre bueno,
una palabra de paz y de perdón;
sentir la acogida entrañable
del amor con que siempre nos rodeas.

Solamente y una vez más te repetimos
el grito humilde de aquel salmo:
«Misericordia, Señor, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa».

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 77 ss.


7.

Ten piedad de mí, oh Cristo, y purifícame

* El salmo 50, con el que cada viernes empezamos la oración de la mañana, es, para la Iglesia, el salmo penitencial por excelencia. El sentido de la penitencia 'cristiana' es siempre un anhelo de convertirse a Dios, de descubrir su amor misericordioso. Siendo Cristo, a los ojos de la fe, la epifanía encarnada de Dios, las almas penitentes hallan en el rostro paciente y benigno de Jesús, la fuente inagotable de conversión.

Por eso, del mismo modo que Jesús inició su predicación en Palestina exhortando al arrepentimiento, así también la Iglesia -cada viernes, en recuerdo de la Muerte del Señor- inicia su Liturgia con el salmo penitencial por antonomasia. El arranque de la salmodia de esta mañana supone, pues, una llamada a "vivir «in statu conversionis», que es la componente más honda de la peregrinación que todo hombre realiza por la tierra «in statu viatoris».155

** Al recordar que somos en el mundo el Cuerpo de Cristo, en este «en mí» entendemos la Cabeza de un cuerpo profundamente pecador y en la expresión «mi pecado» nos parece abarcar cada uno de los agravios personales de todos los hombres, que el Señor asume generosamente en su Pasión. Él quiso crucificar en su Carne las injurias del entero linaje humano.

Con tales disposiciones podemos dirigirnos a Jesús con palabras que un día salieron de la pluma de Anselmo-SAN:156

"Ten piedad, Señor, porque éste es tiempo de misericordia y en tu Evangelio has dicho que no has venido para juzgar al mundo, sino para salvarlo. Tu misericordia es mucho mayor que mi miseria; por eso has salvado tantas veces a tu pueblo -a nuestros padres-, incluso cuando fueron ingratos y murmuraron contra ti. Lava, pues, borra mi pecado, Tú que en la Cruz cancelaste de una vez por todas el quirógrafo que me era contrario."157

*** Si nos sumergimos en el dinamismo de la 'historia salutis', mirándola en su conjunto como una acción única de Dios que va progresando a través del tiempo, al considerar estos versículos fácilmente descubriremos que, llegada la plenitud de Cristo, nosotros, para reparar por nuestros pecados, disponemos de un Sacrificio infinitamente superior y plenamente agradable al Padre: la Santa Misa, el Sacrificio de su Hijo, "que se ofrece una sola vez para quitar los pecados de muchos, pues con una sola oblación ha hecho perfectos para siempre a los que Él santifica."158

Pero este Sacrificio no viene a ser también el nuestro sino en tanto en cuanto incorporemos en nosotros los mismos sentimientos de Cristo Jesús. El sacrificio que Dios Padre espera de nosotros es nuestra muerte personal, con Cristo, al pecado, hasta aniquilar en nosotros al hombre viejo.

En este sentido, si el Oficio de Laudes precediera a la Santa Misa, las palabras de Jerónimo serían una ayuda eficaz para disponernos a celebrar el Santo Sacrificio de la Cruz: "El sacrificio que nos hace justos es, oh Jesús, tu oblación al Padre. Por eso, yo mismo me ofreceré también al Padre como hostia viva." 159

..................

155 JUAN PABLO II, Dives in misericordia, 13.

156 S. ANSELMO, Proslogion, Opera omnia, edición Schmitt, Seckau (Austria), 1938. 2, 34.

157 Col 2: 14: '... perdonándonos todos los delitos, borró todo lo que estaba contra nosotros, el quirógrafo (el pliego de cargos) que nos era contrario, el cual quitó de en medio y lo clavó en la Cruz.»'

158 Hb 9: 28; 10: 14.

159 S. JERONIMO, Breviarium in psalmos, 50, 19; PL 26.

FÉLIX AROCENA
EN ESPÍRITU Y VERDAD, I
Ediciones EGA, Bilbao 1995.Págs. 73-74


8.

Ten piedad de mí, oh Cristo, y purifícame

* Un comentario cristológico al salmo 50 debería aproximarse al abismo del amor de Jesús por la gloria de su Padre y al abismo de la malicia que es cada pecado y su número inconmensurable. Sin embargo, para ello sería preciso comprender la profundidad de estas palabras de la Escritura: Puso en Él la iniquidad de todos nosotros.255 Jesús no sólo veía los pecados como en espectáculo horrendo, pero exterior y lejano que lastimaba su mirada y hería su Corazón, sino como algo de lo que era responsable, pues Dios puso en É1 las iniquidades de todos nosotros. Resulta ya de por sí misterioso en la Persona del Verbo que se unan la majestad de la naturaleza divina y la pequeñez de la humana; pero que se junten en el Corazón de Cristo la pureza y el pecado, el amor y el mal ..., que en ese abismo de todas las virtudes haya puesto Dios el abismo de todos las iniquidades ¿quién puede comprenderlo? ¿Quién puede adivinar el dolor que causaría tan extraño consorcio en É1?

Imaginemos un sitio en donde fueran a concentrarse todas las cloacas y todos los desagües de las aguas sucias del mundo; un sitio en donde fueran a acumularse todas las inmundicias de la tierra. Sería, ciertamente, un lugar espantoso. Así, el Corazón de Jesús. A Él han ido a parar todas las miserias humanas. El Padre puso en él las iniquidades de todos nosotros. ¿Qué sentiría una persona purísima a quien sumergiesen allí?

** El comentario de Gregorio Magno256 al salmo 'Miserere' avivará nuestra oración en la mañana de este viernes:

"Un hombre fuerte que ha sido herido, siente que se le acerca la muerte y yace desnudo cubierto las heridas sangrantes. En esta situación, invoca con todas sus fuerzas la llegada del médico.

La herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce a tu Médico! Muéstrale las llagas de tus culpas. Y puesto que a Él no se le esconden nuestros secretos pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón. Muévele a compasión con tus lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga tus suspiros, que tu dolor llegue hasta Él de modo que, al fin, pueda decirte: «El Señor ha perdonado tu pecado.»257

Clama con David: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión» (v. 1) Lo cual equivale a decir: Muero a causa de una herida atroz y ningún médico puede curarme, salvo Aquél que es Omnipotente. Para Él ningún mal es incurable y, con una sola palabra, restaura la salud. Desesperaría a causa de mi herida, si no pusiera mi esperanza en el Omnipotente."

Luego, GREGORIO-MAGNO-SAN inicia una oración dirigida directamente a Cristo, que interpreta la parábola del Buen Samaritano en sentido espiritual: /Lc/10/33 "Señor Jesús, dígnate acercarte a mí, movido por tu misericordia.258 He partido de Jerusalén hacia Jericó, del cielo a la tierra, de la vida a la enfermedad: he caído en manos de los ángeles de las tinieblas, que me han despojado del vestido de la gracia y me han abandonado medio muerto, cubierto de llagas. No me niegues la esperanza de curarme; por la desesperación se agravarán las heridas de mis pecados, si Tú no las curas. Ungeme con el óleo del perdón y el vino de la compunción. Y si quieres montarme sobre tu propia cabalgadura, habrás ayudado, ciertamente, a un pobre.

Tú que sobrellevas nuestros pecados, que has pagado por nosotros la deuda, si me conduces a la posada de tu Iglesia, alimentándome con tu Cuerpo y con tu Sangre, me curarás. Mientras permanezco en esta carne corruptible, necesito que me guardes. Escúchame, ¡oh Buen Samaritano!, escúchame que estoy desnudo y herido, gimiendo y llamándote con el grito de David: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión.» (v. 1)"

...................

255 Is 53: 6: 'Posuit Deus in eo iniquitatem omnium nostrum'.

256 S. GREGORIO MAGNO, In septem psalmos poenitentiales expositio, 50; PL 79.

257 2 Sam 12: 13.

258 Lc 10: 33.

FÉLIX AROCENA
EN ESPÍRITU Y VERDAD, I
Ediciones EGA, Bilbao 1995.Págs. 118-119


9.

Ten piedad de mí, oh Cristo, y purifícame

* Sabemos que en la Liturgia, Cristo asocia la oración de toda Iglesia a su plegaria ininterrumpida al Padre. El viernes, en la Liturgia de las Horas, la Iglesia escucha en el salmo 50 la voz de su Señor que, agonizante, mientras pende del trono de la Cruz, carga sobre Sí el peso inconmensurable de los pecados de cada uno de los hombres, a los que substituye con el fin de expiarlos y suplicar al Padre para obtener la gracia del perdón para su pueblo penitente.347

"Al subir al Árbol de la Cruz para atraerse todas las criaturas, Jesús dio a ese Leño, fertilizado con su Sangre, la virtud de dar frutos de vida eterna, en compensación por la fertilidad para la muerte que tuvo el árbol del fruto maldito. Dediquemos un momento a la consideración de las virtudes de ese fruto. Las conocemos ya; son las virtudes contrarias a los males del fruto venenoso de la desobediencia; son la amistad con Dios, la gracia, la filiación divina, la victoria sobre el Enemigo del linaje humano y sobre el pecado, la posibilidad, y aún la facilidad para dominar las pasiones; y, finalmente, la inmortalidad gloriosa en el reino de la felicidad eterna."348

Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo conozco mi culpa, tengo presente mi pecado: contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces. Es la voz misma de Cristo "a quien, sin conocer pecado, Dios «le hizo pecado»"349 y ahora confiesa ante su Padre las injurias de toda la humanidad que, en ese momento, gravan sobre Él.

** Un antiguo escritor interpreta:350 "En lugar de la sangre se cita el hisopo porque la aspersión de la sangre del cordero inmolado -que prefiguraba a Cristo, el Cordero de Dios- se llevaba a cabo, según el precepto que el Señor había mandado, mediante un hisopo. Dice el Apóstol: «El nos liberó de nuestros pecados con su Sangre.» Entonces, rocíame con hisopo viene a indicar: «Justifícame, oh Padre, mediante la Sangre de tu Hijo.»"

*** Pero el salmo 'Miserere', que la Liturgia de las Horas viene proponiendo tradicionalmente35~ en todos los viernes del año confiriéndoles un carácter penitencial, es también -en los labios de la Iglesia en oración- un canto de victoria, en el que Jesús implora a su Padre la resurrección a una vida nueva: Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Eso parece que sugiere la antífona prevista para el tiempo de Pascua:352 ella nos invita a meditar en el salmo Miserere desde la perspectiva del Buen Ladrón. Junto a Dimas entendemos que, con su Resurrección, el Señor ha mostrado a los pecadores -a nosotros- el sendero para entrar en la gloria de su Reino. Sólo en Cristo el sufrimiento forma parte de su misteriosa Pascua.

Una secuencia, que data del siglo XI, consigue exponer de una manera escueta pero grandiosa, el misterio que estamos contemplando:353 La muerte y la vida lucharon un duelo admirable; el Señor de la vida, después de muerto, reina vivo.

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347 P. SALMON OSB, Les 'Tituli psalmorum' des manuscrirs latins, París, 1959, Serie I (S. Columbano) y Serie V (Pseudo-Orígenes), 50, p. 62 y 141: Vox Christi pro populo paenitente'; 'quod ipse sine peccato pro peccatis populi iudicatus vicerit iudicantes'.

348 C. CARDO, Emmanuel, Madrid, 1989, p. 286-287.

349 2Cor 5:21.

350 BRUNO DE ASTI, Expositio in psalmos, 50; PL 152.

350 Este salmo era casi estrictamente diario; sólo se sustituía los Domingos por el salmo 92, salvo en el Breviario monástico, que se conservaba incluso en este día.

352 LITURGIA DE LAS HORAS, Laud Viem T de Pascua ant 1: 'Acuérdate de mi, Señor, cuando llegues a tu reino. Aleluya.'

353 MISSALE ROMANUM, Sec Vistimae paschalis laudes, Dom Resurrección: 'Mors et vita duello conflixere mirando: Dux vitae mortuus regnat vivus'.

FÉLIX AROCENA
EN ESPÍRITU Y VERDAD, I
Ediciones EGA, Bilbao 1995.Págs. 161-162


10.

PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL

* Este salmo está dedicado a David. Este pecado del rey (2 Samuel 11 y 12) que hizo matar a Urías para tomar a su mujer Betsabé y el arrepentimiento admirable de David, son el símbolo del "mal" y del "perdón". Pero en el trasfondo de este salmo, está también la destrucción trágica de Jerusalén que inaugura la deportación a Babilonia: la repercusión del pecado es colectiva: lo es también la conversión ("... vuelve a levantar los muros de Jerusalén").

El grito de arrepentimiento que se expresa aquí es de una pureza admirable: este pecador se siente desgraciado únicamente por su pecado... Este pecado es la ofensa de Dios. No hay nada morboso aquí, porque Israel tiene una concepción muy positiva del pecado. El pecador no está abandonado a sus remordimientos, él está "ante alguien" que lo ama. Todo se origina en el amor. Veinte verbos en imperativo se dirigen a Dios... Y cada uno indica que Dios va a obrar en favor del penitente para "borrar", "lavar", "absolver" "purificar", "devolver la alegría", "renovar", etc....

SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS

** Para hacer comprender la maravilla del perdón de Dios, Jesús inventó la parábola del "Hijo pródigo", y espontáneamente utilizó expresiones del salmo 50: "He pecado contra el cielo y contra ti"... Como el salmista, expresó el perdón mediante "cantos festivos" y "danzas"...

Al instituir el bautismo para la remisión de los pecados, Jesús toma una vez más el símbolo de la purificación: "lávame, que yo quede más blanco que la nieve".

Cuando Jesús perdonó a María Magdalena, la pecadora, la hizo su apóstol, como dice este salmo: "enseñaré a los malvados tus caminos". Ella, la antigua prostituta, fue el primer testigo de la resurrección y además enviada o misionera a sus hermanos (Juan 20,17). Y cuando el Espíritu Santo renovó a los apóstoles mediante su soplo de Pentecostés, los vemos también "desligar la lengua, y cantar las alabanzas de Dios".

Finalmente, Jesús aprueba la afirmación del escriba que basado en este salmo dice: "Amar a Dios y amar al prójimo valen más que todos los sacrificios" (Marcos 12,33).

TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO

*** Las raíces profundas del mal. La sicología moderna ha puesto en evidencia hasta qué punto el hombre está marcado por determinismos que provienen de condicionamientos corporales, de influencias sociales, de hábitos fundados en reflejos profundos. El salmista, se sentía aplastado por el peso de los determinismos: consciente del mal que había hecho, se sentía incapaz de realizar la reparación tan deseada. Por esto pide la intervención de Dios... Descubre que la raíz del pecado antes que en la culpabilidad personal, está en la misma condición humana: "soy malo desde que nací; soy pecador desde el seno de mi madre".

Pero esto no es fatalismo. P/ACEPTACION: "Sí, reconozco mi pecado... Lo que es malo lo he hecho..." Se trata de un hombre responsable, que no quiere de ninguna forma justificarse; no hay peor enemigo de la dignidad humana que una cierta actitud de autojustificación. Esto es a menudo una dimisión. ¡Haz, Señor, que veamos claro! Ayúdanos a tomar conciencia del mal que hacemos: las agresividades inconscientes, los reflejos dominantes, los egoísmos camuflados, las cobardías ocultas.

La noción verdadera del "pecado". La realidad del pecado está más allá de la simple "transgresión a la ley" o la "falta subjetiva". David sabía muy bien, que al poner la mano sobre Urías y seducir a su mujer... no estaba cometiendo un simple "error", o algo que produce remordimiento o vergüenza. Sabía que había ofendido a Dios: "contra ti y sólo contra ti, he pecado". El pecado se evalúa en relación al Dios trascendente: el mal esencial se evalúa en referencia a una "infidelidad" a un amor". Ridiculizo el amor de aquel que me ama.

La verdadera noción del perdón. El perdón también tiene que ver con el amor. "Por tu amor, oh Dios, ten compasión de mí; por tu gran ternura, borra mi pecado". André Frossard escribió a este propósito: "Nuestra religión, nuestro Dios, es el de las repeticiones magníficas: nos ha sido dado el poder de renacer". El salmista abunda en palabras para hablar de esta "renovación". Habla inclusive de una "nueva creación". El perdón no es solamente un olvido del pasado, una despercudida, sino el surgimiento de un "nuevo ser": misterio conmovedor, repetido mil veces en la Biblia. Nada de morboso, o de obsesivo, en el pecado según Dios. Culmina de hecho en una alegría indecible, en acción de gracias.

La solidaridad colectiva. El pecado es una realidad eminentemente personal. Sin embargo, la Biblia habla constantemente de las repercusiones que tiene más allá de quien lo comete: es lo que la sociología moderna llama la "responsabilidad colectiva ". Sin llegar a afirmar, como lo sugiere el título de una célebre película que "somos todos asesinos", hay que reconocer que nos impregnamos del medio que nos rodea, y que contribuimos de una u otra forma a hacer la vida difícil a los demás. Cada uno de nuestros pecados "pesa" sobre nuestros hermanos. Cada toma de conciencia, cada esfuerzo de conversión contribuye a mejorar el clima en el cual viven los demás. El pecador que habla en este salmo 50 estaba convencido de que su pecado, y su arrepentimiento "interesaban" a los demás. Al convertirse, se compromete a ayudar a sus hermanos: "a los malvados enseñaré tus caminos, y los pecadores volverán a Ti". Es más, asocia a la reconstrucción de su ser personal, la reconstrucción de la ciudad: "favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén". La Iglesia de hoy da este sentido comunitario al sacramento de reconciliación. El adagio: "toda alma que se eleva, eleva al mundo", encierra una profunda verdad. Recitar el "Miserere", pedir perdón por nuestras faltas, no es solamente un acto individual, es también comprometerse en "la historia de la salvación" con Jesucristo salvador. Sólo tenemos "una alma que salvar", decía la canción y Peguy: "¡no hay que llegar solos al cielo!".

El verdadero arrepentimiento que agrada a Dios. A menudo la Biblia afirma que Dios no se complace tanto en las ceremonias y los ritos... como en nuestra vida cotidiana. "Tú no quieres ofrendas ni holocaustos, y yo te los daría, pero no es lo que te agrada. Las ofrendas que agradan a Dios son un espíritu dolorido". Finalmente, no es Dios quien gana cuando nosotros reconocemos nuestro mal: el pecado es una especie de autodestrucción del hombre, es un principio de muerte. Lo que Dios quiere, dice el salmo, es que el hombre no se destruya más, sino que tenga un corazón nuevo, una vida nueva. Por eso, cuando la vida del hombre vuelve a embellecerse, puede estar feliz y cantar en acción de gracias: "aceptarás los sacrificios requeridos, oblaciones y holocaustos; entonces se ofrecerán becerros sobre tu altar".

La renovación del sacramento de la penitencia, tiene que ver también con el redescubrimiento de la alegría del perdón y la celebración festiva de la "misericordia" de Dios.

NOEL QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo I
PAULINAS, 2ª Edición
BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs. 104-107


11.

Para mucha gente, todavía hoy, el salmo 50 es una música de tono menor, tejida de melodías tristes y ecos sombríos. Durante largos siglos había sido el típico salmo de los tiempos penitenciales, de los días de ayuno y abstinencia. El salmo Miserere -cantado, semitonado, o simplemente rezado y, por cierto, con un aire siempre arrastrado- acompañaba invariablemente a los difuntos hasta la sepultura.

Por esta asociación de recuerdos, debido a la presión del pasado sobre el presente, para muchas personas el miserere arrastra en su seno, todavía hoy, alas de muerte, iras divinas, sombras amenazantes, cualquier cosa parecida a depresión y abatimiento. Para mucha gente es un salmo triste, el salmo oscuro de la culpa y el pecado. No obstante, como veremos, es todo lo contrario.

Todo esto me trae a la memoria el caso de esas preciosas ermitas románicas de piedra desnuda, a cuyas paredes agregaron, en épocas tardías, un revestimiento de cal con el fin de embellecerla. Llegó la hora de revocar ese revestimiento para que aparezca el rostro original de la ermita. Así mismo, el salmo 50 necesita de un revocamiento enérgico para que se desprendan las escamas postizas, se lleve el viento los ecos sombríos, y pueda aparecer a la vista de todos lo que el salmo en realidad es: el gran salmo de las misericordias del Señor. Son muchas las personas que necesitan hacer esta limpieza purificadora.y redescubrir sus entrañas de misericordia.

* * * * *

Contra esa impresión generalizada, la de ser un salmo sombrío, podemos afirmar de entrada que, entre los 150 salmos, no encontraremos otro que contenga tanta profundidad, belleza y consolación. Desde la primera hasta la última palabra, un binomio maravillosamente evangélico recorre sus entrañas: confianza-humildad. Este binomio es como un río de vida que atraviesa el salmo de parte a parte cubriendo todo de frescura y esperanza.

Si de sus versículos retiramos la palabra Dios, y la sustituyéramos por la palabra Padre, nos encontraríamos en el corazón mismo del Evangelio, junto a las grandes parábolas de la misericordia del Señor, en el mismísimo capítulo 15 de Lucas. Y, desde luego, es el salmo más evangélico entre los 150 salmos. Más aún, uno queda sorprendido al constatar cómo tantos siglos antes del Evangelio se hubiere escrito un salmo tan evangélico.

A pesar de que aparece tantas veces el concepto y la palabra pecado (o su equivalente: culpa, iniquidad) sobre todo en los primeros versículos, simultánea y paralelamente se levanta la misericordia de Dios como una realidad mucho más sólida y visible; si la altura del pecado es como la de una montaña, la misericordia del Altísimo es como la altura de la cordillera más encumbrada.

Complejos de culpabilidad

A pesar de que sentimos palpitar a lo largo del salmo la pertinaz y obsesiva presencia del pecado, jamás, sin embargo, nos llega ni el más lejano eco de los complejos de culpabilidad. En ningún momento advertimos que los sentimientos de culpa ronden los muros del salmista. Jamás vemos a éste caer en el remolino de la autopunición.

HUMILDAD/HUMILLACION: Una cosa es la humildad, y otra, la humillación. La humildad es hija de Dios, y la humillación, hija del orgullo. La humildad es una actitud positiva; la humillación, en cambio, autodestructiva. En el fondo de los complejos de culpabilidad aletea incesantemente aquel binomio de muerte: vergüenza-tristeza. Efectivamente, en su último análisis, los complejos de culpa se reducen a estos dos sentimientos combinados.

Y, en el fondo de estos complejos, se agita un instinto de venganza en contra de sí mismos: se irritan en contra de sí mismos porque se sienten tan poca cosa; se indignan y sienten rabia por ser así, tan incapaces de actuar según los criterios de Dios y de la razón, según los cánones de un ideal. Se humillan, viven ensañándose en contra de sí mismos por no aceptar sus limitaciones e impotencias, avergonzándose y entristeciéndose de ser tan poca cosa, tan impotentes para actuar según los principios de la rectitud. Y, probablemente, en el último análisis de estos complejos, la madre que da a luz a estos sentimientos es el complejo de omnipotencia, lastimado, herido y derrotado al comprobar que no puede volar por las cumbres del ideal y de la santidad.

Y estos sentimientos se han cultivado deliberadamente entre nosotros, como si se nos dijera: humíllate, castígate, avergüénzate, arrepiéntete, eres un miserable, un rebelde que no merece misericordia... Naturalmente no se decían estas palabras, pero, en el fondo, era una tácita invitación a ensañarse en contra de sí mismo por ser pecador; y, como pecador, se merecía el castigo, y, antes de ser castigado por Dios como lo merecían sus pecados, era preferible castigarse (psicológicamente) a sí mismo. Y castigándose uno mismo (mediante los sentimientos de culpa) se tenía la impresión de que se estaba satisfaciendo a la justicia divina y aplacando su ira. Había que hacer penitencia para merecer la misericordia divina, olvidándose de que, aunque se haga penitencia hasta el fin del mundo, la misericordia no se merece, se recibe.

Desde que despertó en nosotros el uso de la razón, se nos inculcaron de tal manera estos conceptos que han llegado a constituir en nosotros como una segunda naturaleza, hasta llegar su influencia a las últimas latitudes del inconsciente.

* * * * *

Y así hemos ido ciñendo nuestra cabeza con una corona de hostilidad. Y toda esta obra demoledora se hacía en el nombre de Dios, creyendo que, con esta autopunición psicológica, se ofrecía a Dios un sacrificio agradable, que satisfacía su ira y sus impulsos de venganza. Pero no eran, ni son, cosa agradable a Dios, sino, muy al contrario, se trata del lado más negativo del corazón humano, los fondos sado-masoquistas, los instintos autodestructivos, no muy lejos de la necrofilia, y emparentados con el instinto de la muerte.

En el fondo, pues, de estos complejos de culpa, deliberadamente inculcados y cultivados, en la base de esta actitud autodestructiva, palpita -y esto es lo más grave- una teología profundamente desenfocada. ¿Satisfacer la justicia divina y calmar los impulsos vengativos de Dios? ¿Cuál Dios? ¿Un Dios vengativo, sanguinario y cruel? ¿De dónde salió ese Dios? ¿Un Dios a quien hay que aplacar con penitencias y con castigos mentales en contra de sí mismos? ¿De qué monte, de qué selva salió ese Dios? ¿Del Sinaí? El verdadero Dios nunca fue vengativo; fueron los hombres los que proyectaron en Dios sus bajos impulsos. Y, de todas formas, ni Moisés ni los profetas tienen la última palabra para decirnos quién y cómo es Dios. El único que conoce a Dios desde dentro es Jesús; es El el único que viene de Dios, sólo El tiene autoridad moral y categoría de testigo para decirnos quién y cómo es Dios.

Y ahí vemos a Jesús en los evangelios inventando cuentitos, comparaciones y parábolas para decirnos que en fin de cuentas, Dios no es nada de lo que nos han metido en la cabeza, sino que, muy al contrario, es ternura y cariño, perdón incondicional, amor eterno y gratuito, que Dios es como el papá más querido y amante de la tierra, que, para El, perdonar es una fiesta, y que los más frágiles y quebradizos, aquellos que tienen la historia más infeliz en el terreno moral y los últimos, esos son los que se llevan las preferencias del Papá Dios.

A veces pienso que hemos traicionado al Señor Jesús, que no fue otra cosa en este mundo sino el Misionero de la Misericordia, que hemos dejado de lado su mensaje central del Abbá y nos hemos quedado con el Dios del Sinaí.

Pienso también que continuamos en nuestras fragilidades porque estamos encerrados y atrapados en un círculo vicioso, a saber: con estos complejos de culpa bloqueamos el amor de Dios, no nos dejamos amar; y, al no dejarnos amar, al no experimentar su amor, continuamos en nuestras fragilidades porque, después de todo, la única fuerza transformante del mundo es el amor.

Y, siendo el Evangelio una alegre novedad, una feliz noticia, nosotros hemos transformado el cristianismo en un código de culpas, en una religión obsesiva y triste, dejando de lado las insistencias conmovedoras de Jesús sobre la ternura de Dios. Y así, uno mismo ha constatado innumerables veces y con dolor en el corazón, que una de las fuentes más importantes de angustia y tristeza para las personas piadosas son los sentimientos de culpa, cultivados esmeradamente cual si fueran sacrificios de suave perfume para Dios.

Y, naturalmente, constituyéndose estas personas en enemigas de sí mismas debido a estos complejos, se puede suponer qué serán ellas en sus relaciones fraternas: enemigas unas de otras. Y así, debiendo ser las comunidades religiosas oasis de feliz armonía, frecuentemente no lo son, debido, entre otras razones, a que transfieren a los demás, las enemistades incubadas en sí mismos, contra sí mismos.

Las estadísticas mundiales sobre la depresión nos dicen que uno de los grupos sociales en que más se eleva el índice depresivo es el de los cristianos piadosos, debido al cultivo de los complejos de culpa.

Llegó, pues, la hora de creer en el Amor, y de superar las fragilidades, no en virtud de la culpa represiva sino en virtud de la dinámica transformante del Amor, y en el nombre de aquella revelación central, traída por Jesús, sobre el amor eterno y gratuito del Padre Dios para con cada uno de nosotros. Así, pues ¿entristecerse? De nada. ¿Avergonzarse? De nada. ¿Humillarse? Por nada. Entonces, ¿qué hacer? Como nos dirá admirablemente el salmo 50, reconocer con humildad y confianza nuestra radical impotencia, no fijándonos obsesivamente en nuestra condición pecadora sino en la condición misericordiosa y comprensiva de Dios, en su amor y ternura nunca desmentidos.

Líneas teológicas

Por otra parte, las grandes líneas teológicas de la Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, atraviesan las entrañas del salmo 50 con los items siguientes:

1. «He sido constituido en pecado desde el seno de mi madre» (v. 7). El hombre, ¡esa pura contingencia!, en cuanto comienza a descender en espiral hacia sus latitudes últimas, se encuentra, casi de entrada, con esa sombra que cubre sus horizontes: el pecado. Ya al iniciar sus primeros pasos por las sendas de la historia, los pies del hombre son atrapados por un cepo, y queda paralizada su marcha hacia la libertad.

P/FRUSTRACION-H: ¡El pecado!; la incapacidad del hombre para actuar según los principios de la razón y de la voluntad de Dios: hace lo que no quiere, y deja de hacer lo que le gustaría hacer. Se oye decir: llevo treinta años tratando de ser humilde y ¡no puedo! Quisiera perdonar, pero ¡no puedo! He combatido durante cuarenta años para suavizar tal rasgo negativo de mi personalidad mediante la oración y los sacramentos, y hoy, después de tantos años, ese defecto está tan vivo como siempre y, al menor descuido, me doblega sin remedio. Es la ley del pecado que mueve desde abajo los resortes y mecanismos, quedando la libertad, maniatada y sin autonomía.

Esta ley del pecado, en el lenguaje de hoy, es equivalente a los rasgos negativos de la personalidad, gravados bioquímicamente en la frontera final del ser, en los componentes últimos de la célula, llamados genes. Ahí están «escritos» los rasgos fundamentales, tanto positivos como negativos, que conforman esa realidad inalienable y única que llamamos persona, individuo.

Esos rasgos negativos (como el rencor, irascibilidad, hipersensualidad, timidez, obsesión, reacciones primarías, compulsabilidad ... ) dominan la conducta del hombre, haciendo lo que no quiere y comportándose de manera contraria a lo que desea y se esfuerza. Ahora bien, si el hombre hace lo que no quiere, ¿dónde está la libertad? La libertad existe, naturalmente, pero en ciertas zonas de la personalidad puede estar condicionada, en otras maniatadas y, hasta, en alguna zona, casi anulada. Por eso dice Pablo: «Hago lo que no quiero.»

¡El pecado! No es una persona, tampoco un ser. Simplemente es la incapacidad para caminar por las sendas del amor, porque la libertad ha sido atrapada entre los anillos del egoísmo, y porque todos los hilos conductores encaminan al hombre hacia el centro de sí mismo: «He sido constituido en pecado desde el seno de mi madre. »

2. Son, pues, las raíces las que están heridas de muerte. Ahora bien; hasta esas latitudes no puede bajar ninguna mano liberadora. Las sicoterapias, por ejemplo, actúan y funcionan tan sólo a flor de piel.

A profundidades tan definitivas sólo puede llegar Aquel que desciende hasta la última soledad del ser: Dios. Sólo Dios puede hacerse presente en las raíces. Sólo Aquél que me estructuró, puede reestructurarme. Sólo Dios puede ser mi salvador.

3. El tercer item teológico, a partir de los dos principios anteriores, es: si sólo Dios puede ser mi salvador; si yo soy impotencia, y El omnipotencia; si yo soy fragilidad, y El misericordia, la salvación consiste en salir de mí mismo en alas de la confianza, transformarme en un poquito de barro y ponerme, humilde y sumiso, en sus manos y repetir incesantemente: «lávame» (v. 9), «purifícame» (v. 4), «límpiame» (v. 3) «crea en mí un corazón nuevo» (v. 12). Y a esto se reduce el salmo 50: no quedarme mirando absorto mis negras vertientes sino los espacios infinitos de la misericordia.

Humildad-confianza

He aquí el alma del salmo 50. Frente a aquel binomio de muerte (vergüenza-tristeza), el salmo 50 levanta en alto el binomio de vida: humildad-confianza. Aquí está la salvación y la vida, y se abren ante nuestros ojos cielos azules y noches estrelladas: la salvación está a las puertas.

El salmista irrumpe en el escenario, casi precipitadamente, llevando en alto la bandera de la humildad-confianza, implorando y apelando a la misericordia eterna. En una actitud de éxodo, el salmista, en lugar de detenerse en sí mismo lamentando sus miserias, sale y se remonta hasta la cumbre misma de la esencia divina, su «bondad», su «inmensa compasión», en una concentración interior hecha de intimidad, confianza, ternura y humildad: «Misericordia, Dios mío, por tu bondad; por tu inmensa compasión borra mi culpa» (v. 3). Este es el acorde que da el tono (y tono mayor) a toda la sinfonía del salmo. El salmista no apela a sus penitencias, lágrimas o torturas mentales sino a la «inmensa compasión» divina. La fuente de la confianza está, pues, en tu «bondad».

Un sentimiento poderoso y estimulante, y que jamás se ausenta, sentimiento tejido invariablemente de confianza-humildad, se hace presente monótonamente, persistentemente, a lo largo del salmo: «Lava del todo mi delito; limpia completamente mi pecado» (v. 4).

Y, después de abrir un paréntesis en los versículos 5-8, en que el salmista realiza una serena y severa autocrítica, retorna el escritor sagrado, a partir del versículo 9, a la carga: con apoyo de metáforas, variadas y coloridas, en que el salmista toma siempre una actitud «pasiva», Tú en mí, implora la acción salvadora de su omnipotencia sobre mi impotencia.

* * * * *

Derrama sobre mí, Dios mío, las aguas de todas las fuentes sagradas para que yo quede puro como una criatura recién nacida. Insisto: no te canses: vuelve a sumergirme en las aguas purificadoras de tu misericordia, lávame una y otra vez, y verás cómo mi alma queda más blanca que la nieve de las montañas (v. 9).

Despierta en mí, Dios mío, todas las arpas de la alegría; pulsa las cuerdas del gozo en mis entrañas más íntimas; los huesos humillados levanten la cabeza para entonar el himno de la alegría; mi alma que fue abatida por la tristeza y la vergüenza, ahora, al ser visitada por la Misericordia, pueda beber el agua fresca de la alegría (v. 10).

Retira tu mirada de estas llagas coaguladas, o mejor, míralas con ternura, tu ternura sanadora. De nuevo te pido: barre y borra las señales, las cicatrices que dejaron en mí los quebrantos y las culpas (v. 1l).

Dios mío, toca la substancia más lejana de mi ser, y realiza en mí una nueva creación; Tú que todo lo puedes, repite en mí el prodigio de la primera mañana del mundo: pon en mí una naturaleza nueva, recién salida de tus manos; deposita en el nido de mi intimidad un corazón distinto, amasado de bondad, mansedumbre, paciencia y humildad; y revístelo de una firmeza de acero (v. 12).

Por favor, no me expulses de tu patria, de la luz de tu mirada; no retires de mí, por favor, tu mano consoladora y la asistencia de tu espíritu (v. 13). Un día, mi Señor, la alegría, asustada como una paloma, huyó de mi casa; devuélvemela, Señor; que ella regrese feliz a mis aleros para que mi vida sea música a tus oídos; y no te olvides de poner en mis cimientos un material noble y generoso (v. 13).

Líbrame de la sangre, Dios mío, y de sus tiranías; líbrame de estas leyes que, inexorablemente, me llevan hacia dentro y hacia el centro, donde está erigida la estatua de mí mismo. Líbrame de las ataduras, cadenas y reclamos de mi egoísmo, Tú que eres mi único libertador, y verás cómo mi lengua suelta a los cuatro vientos el himno de la liberación (v. 16).

Sé muy bien que un corazón arrepentido, pobre y humilde, Tú nunca desprecias, Dios mío (v. 19). Y lo único que puedo ofrecerte, el mayor homenaje que puedo hacerte, es creer por encima de todo en tu ternura, y echarme en tus brazos reconocido y confiado.

Autocrítica, liberación y testimonio

Notable. Una vez que el salmista, en los dos primeros versículos, implora, con acentos conmovedores, la misericordia, y, una vez que se siente seguro de ella, lo primero que hace es una auténtica autocrítica.

Y por eso se salvó, porque la autocrítica es, tanto a nivel evangélico, como psiquiátrico, el pórtico de toda salvación, así como, al contrario, la racionalización es, también a todos los niveles, el pórtico de toda perdición. Es, en efecto, la racionalización, verdaderamente, el pecado contra el Espíritu Santo: no significa precisamente que no se perdona, ya que Dios perdona todo (y perdonar es una fiesta para el Padre), sino que se da una situación tal (en ese juego entre la gracia y la libertad) que Dios no tiene nada que hacer.

* * * * *

Y, en los versículos 5-8 el salmista avanza, inexorablemente pero sin masoquismos, hacia la profundidad total de una autocrítica descarnada.

Yo reconozco mi culpa, Señor. No tengo por qué avergonzarme, pero el pecado está patente y evidente ante mis ojos como la luz del mediodía (v. 5). No racionalizaré, mi Señor, ni me disculparé. No hablaré del pecado contra la comunidad. ¿Qué es la comunidad? Un ente abstracto. No hice nada contra la comunidad. Lo que hice fue contra este hermano, y un juego sucio y maquiavélico para que él nunca se diera cuenta de quién lo traicionó. Pero este hermano es tu hijo; y si a mí me quieres tanto, a él lo quieres otro tanto. Por eso, lo que hice contra este hermano, a Ti te dolió mucho. Por eso, lo que hice contra el hermano, en realidad lo hice contra Ti, y sólo contra Ti (v. 6).

Yo sé que si Tú y yo somos convocados a un tribunal para un careo, sé que yo seré declarado reo, y Tú resultarás inocente (v. 6).

Peor todavía: mis raíces están podridas. Cuando inicié mi peregrinación en el seno de mi madre, cuando todavía no había claridad en mi mente ni luz en mis ojos, la culpa me envolvió como una noche oscura, y todavía estoy en la noche (v. 8). La fragilidad me cubrió con un manto desde el primer momento, y hago lo que no quiero, y no puedo caminar por las rutas de la luz, y ni siquiera puedo moverme. Estoy maniatado e inmóvil, amarrado a las cadenas de la impotencia. Infeliz de mí, ¿quién me librará de esas cadenas? Así nací, y así vine desde el seno de mi madre (v. 7).

Pero, a pesar de todo, en mi interior me inculcas la sabiduría (v. 8), sabiduría que es una visión objetiva y proporcional de la realidad, sabiduría que me dice que si el volumen de mi pecado es como una montaña de granito, la misericordia del Señor sobresale por encima de las cordilleras. Sólo, pues, con mirarte a Ti, mi Señor, me siento libre de la angustia y el horror, y puedo respirar. Gracias.

* * * * *

Interesante. Desde el versículo 10 comienza a desaparecer el concepto y la palabra pecado y, en su sustitución, aparece y resplandece la alegría.

Y no podía ser de otra manera. Los complejos de culpa pueblan de tristeza el alma, una tristeza salada y amarga. Pero al despuntar la Misericordia sobre el alma, al enterarse el hombre de que, a pesar de sus excesos y demasías, no obstante está cercado por los brazos de la predilección, y de que la ternura, una ternura enteramente gratuita, inunda de perfume su casa, eran previsibles las consecuencias: la tristeza desaparece igual que desaparecen las aves nocturnas a la aclarada, y todo, los muros y los recintos interiores, se visten de un aire primaveral, perfumado de gozo y alegría.

Dios mío, mi alma se muere de nostalgia por aquella alegría que huyó de mi casa; te ruego que me la devuelvas, Señor, para que yo pueda entonar el himno de la salvación (v. 14).

En los versículos 15-17 el salmista sube a la azotea más alta para gritar a los cuatro vientos la noticia de su salvación y las maravillas del Señor. No podía ser de otra manera: allí donde hubo un acontecimiento, aquel que experimentó algo, no podrá callar: hablará con la boca, con los gestos, con un no sé qué, pero los alejados de los brazos de Dios serán informados y retornarán al hogar del Padre (v. 15).

El salmista se transforma, pues, en un testigo, y su boca en una trompeta para soltar a los cuatro vientos los prodigios de amor (v. 16). Tu amor, Señor, romperá mis cadenas y cerrojos, me abrirás los labios, y mi boca se transformará en un clarín de plata que resonará por encima de las colinas para informar al mundo sobre quién es el Gran Libertador (v. 17).

* * * * *

Esta gesta de salvación, este magnífico drama del salmo 50 acaba, como era de esperar, en un desenlace de gloria.

Cuando los espacios interiores estaban habitados por la tristeza-vergüenza, todas las tareas divinas como la plegaria, los ritos y las ofrendas, todo aparecía a nuestros ojos cubierto de sombra. Pero ahora que hemos sido visitados por la Misericordia y nuestras moradas se han inundado de luz, desde este momento una nueva primavera resplandece por doquier, y el mundo entero se cubre de un manto de gloria. .

Ahora todo tiene sentido. La Eucaristía es un banquete; el rezo del Oficio Divino, un festín; la vida consagrada, una fiesta de libertad; las dificultades se asumen con facilidad; la existencia misma es un privilegio; la vida, un himno de alegría; todo se ve diferente porque todo aparece revestido del manto de Misericordia.

El largo y lúgubre lamento por el pecado se ha trocado en una danza de júbilo por obra y gracia del amor nunca desmentido de nuestro Dios Padre.

LARRAÑAGA
SALMOS PARA LA VIDA
Publicaciones Claretianas
Madrid-1986. Págs. 97-110


12. RETORNO A DIOS. PASO DE LA MUERTE A LA VIDA

El salmo 50 (el Miserere) es uno de los pocos salmos que se rezan cada semana en la Liturgia de las Horas.

Hoy vivimos en un mundo que infravalora las realidades del espíritu, que respira una inexplicable superficialidad: se percibe el alejamiento de Dios. Una atmósfera de desazón, de pecado y de culpabilidad se difunde por doquier. La alegría se ensombrece, decae la espontaneidad, disminuyen las posibilidades de convivencia, la soledad se apodera del corazón humano, víctima del egoísmo, y la esclavitud del pecado mina su existencia. Se admita o no, se tenga o no se tenga fe, ésta es la realidad de gran parte de nuestro mundo, decepcionado y triste, mundo que sólo tiene una descripción y una explicación: está alejado de Dios.

Al decir "nuestro mundo" no nos ceñimos únicamente al siglo XX. Esta situación es universal, ha alcanzado a toda la historia. La humanidad ha sido siempre la misma: la condición de pecado, el sentido de culpabilidad, el misterio inescrutable del corazón humano se ha dejado sentir siempre.

Por esto en un día lejano, un israelita sometido a estas mismas penosas realidades, fruto de su misma experiencia, hizo una profunda reflexión. La tradición hebrea y cristiana afirman que era David, pero pudo haber sido también cualquier hombre religioso que, dándose cuenta de su situación, quiso reaccionar y salir de un estado insoportable. Y así, este israelita, profundamente humano y religioso, ha legado a la humanidad uno de los cantos más inspirados y más hermosos de la literatura universal. el salmo Miserere.

Este salmo es una voz vibrante, lleno de sinceridad y de humildad, que se debate por salir de un ambiente imposible, que siente necesidad de paz, de reconciliación, de libertad. Un corazón que desea el encuentro, el diálogo, la amistad con Dios, y que, sintiéndose responsable de su pérdida, los quiere recuperar: quiere el retorno a Dios. Pero, ¿cómo? ¿de qué manera? No aduciendo méritos ni títulos, sino con la humilde confesión de sus pecados y la confianza de la oración.

Poeta hondamente piadoso, el salmista no puede vivir en su sentimiento de lejanía de Dios, de ruptura de su amistad, de separación. Quiere volver a Dios. Y, confiando en su misericordia, se abandona a ella, expresando en una confesión incomparable los sentimientos más sinceros de humildad y de contrición.

En su lirismo extraordinario el salmista transparenta su clara conciencia de pecado y la certeza de que sus culpas son la causa de sus males y desgracias. Quiere verse libre de la idea obsesiva que le producen sus remordimientos y su sentimiento de culpa. Aquí no se habla de enemigos, de persecuciones, de peligros: se trata sólo de sí mismo, de la miseria del propio pecado.

Y así, con una enorme tensión interior, fruto de su vivencia personal y de su fe, compone esta obra maestra, radiografía impresionante de su alma.

La dinámica de este salmo la podemos sintetizar en estos dos movimientos:

a) Confesión sincera del pecado (vv. 1-8).

b) Oración pidiendo la renovación (vv. 9-21).

Confesión sincera del pecado

El salmista reconoce su pecado. Frente a la confesión sincera de su culpa, de sus delitos, coloca la confianza segura de la misericordia de Dios, de su bondad, de su compasión. El pecado no se quita si no es arrojándolo en el océano infinito de la bondad de Dios. Si el pecado es grande, mayor, mucho mayor es la misericordia de Dios. Esta convicción es lo que salva al salmista (es sabido que la versión de los LXX y la Vulgata han puesto énfasis en la misericordia de Dios añadiendo por su cuenta el adjetivo grande: "según tu gran misericordia"). Igual que el hijo pródigo (Lc 15) que, confiando en la bondad de su padre, se levanta y va a él.

Si su sinceridad humana es grande, reconociendo y confesando su pecado, más grande aún es su visión de fe: cree en un Dios que ante todo es bondad y compasión, "lento a la ira, pronto al perdón, rico en misericordia". Y a él eleva su alma, en él desahoga su corazón. Conoce y reconoce su pecado y su recuerdo le atormenta sin cesar, sabe que en su culpa ha pecado contra Dios porque es una iniquidad toda acción que vaya en contra del querer de Dios, la maldad que él aborrece: y todo esto que le humilla lo confiesa a Dios.

En consecuencia, será del todo aceptable la sentencia que Dios dará por su pecado: no le importa tener que padecer, todo lo estimará justo, venido de Dios, todo será bueno si puede recuperar la amistad de Dios, su relación cordial con él. Y en su confianza se atreve a insinuar a Dios un elemento de comprensión de su pecado: su débil naturaleza, nacida en el pecado, formada en un ambiente de pecado. Otro salmista, en el salmo 102 (103) lo dirá poéticamente:

"El sabe de qué estamos plasmados se acuerda de que somos polvo".

Oración pidiendo la renovación

El salmista manifiesta todo lo que siente. Su sinceridad junto con su humildad es lo que enternecerá el corazón de Dios.

Por esto, a continuación (v. 9 en adelante) pasa a una oración de insistente petición para su renovación espiritual, para su alegría, para su amistad con Dios, para la confirmación de su conversión. Que el hisopo, con el cual se asperjaba el agua del perdón, rocíe su alma y la limpie completamente, que su vida sea una nueva existencia, que recobre la paz, con la certeza de sentirse perdonado y amado. Su alegría le hará olvidar la humillación de los huesos quebrantados por la culpa y el dolor. Ahora todo tiene que ser nuevo.

Esta es la conversión: un reconocerse pecador, confiar en la bondad de Dios, salir de uno mismo, ir al encuentro de Dios, romper con lo anterior, caminar por una senda nueva, fijarse un compromiso: es decir, recibir una nueva existencia, una re-creación llevada a cabo por la gracia misericordiosa de Dios.

Los dos últimos versículos del salmo parecen ser una añadidura posterior en tiempo del exilio cuando el templo estaba destruido y los muros de Jerusalén derruidos, pero sintonizan perfectamente con toda la composición, ya que se refieren al cumplimiento de toda confesión de los pecados: los sacrificios en el templo. Cuando se restablezca y haya de nuevo culto en Jerusalén, estos sacrificios ofrecidos con un corazón humillado y contrito, serán bien aceptados por Dios: la reconciliación será absoluta.

EI salmo, Cristo y nosotros

Nada falta a este magnifico salmo penitencial, uno de los más profundos y uno de los más queridos del salterio. Ni siquiera el Nuevo Testamento ha añadido nada a su teología, gráficamente expresada en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32): cuadro plástico de la doctrina y de la experiencia del salmo 50.

A cuántos corazones destrozados ha servido de guía y de camino, para cuántas almas alejadas de Dios ha sido ocasión de conversión y de encuentro con Dios. Nosotros mismos cuántas veces lo hemos aplicado a nuestra propia vida y, haciendo nuestros sus acentos, nos hemos sentido más cerca de Dios, más cristianos. Pintorescamente podríamos reconocer, con un comentarista bíblico, que lo único de malo que tiene el Miserere es el lugar que ocupa: si en lugar de estar en el Salterio se encontrase después del capítulo 3 del Génesis, en boca de Adán después de su pecado, todo estaría arreglado... Pero ¿dónde quedaría el gran drama de la redención llevada a cabo por Cristo?

Cristo, cordero inocente, limpio de toda culpa, no pudo hacer suyo el yo del salmo, pero sí lo hizo en cuanto representaba la humanidad pecadora. El, "hecho pecado" (2 Co 5,21), "hecho maldición" (Ga 3,13) por los hombres, recitó este salmo, y su oración, seguida de la sentencia del pecado libremente aceptada, es quien nos reconcilió con Dios y nos salvó. Salmo cuaresmal, pascual, de muerte y resurrección, salmo de cada día, es el salmo más nuestro, el más personal. Su lectura es para nosotros una vivencia de conversión y de alegría, una llamada a ser más de Dios, a no separarnos más de él.

J. M. VERNET
DOSSIERS-CPL/22


13.

Para una semana de cuaresma

Lunes

Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión, borra mi culpa;
lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Al comienzo del día, a media jornada , y al atardecer, te hago presente, Señor, la realidad de mi vida pecadora... Al besar la cruz que llevo sobre mi pecho, ella me habla de tu amor, de tu amor de padre y de redentor, de que me buscas con entrañas de misericordia...

Desde tus llagas y tu costado mana la sangre que lava mi espíritu y que me dejará limpio... ¡Gracias, amor!, ¡gracias, amor!.

Martes

Yo reconozco mi culpa, Señor,
tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

Sigo ante ti, mi Señor, y reconozco mi debilidad y pecado. Debilidad que me hace frágil, pecado que me turba interiormente porque de él soy responsable... Quiero ser sincero, reconocerlo con verdad, y ponerlo en tu presencia, para que la sinceridad en hacerlo solamente mío me abra las puertas de tu misericordia y perdón, pues viniste al mundo en busca de los pecadores arrepentidos. ¡Contra ti, contra tu bondad pequé! ¡Ten misericordia y dame tu luz!.

Miércoles

Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre...
Pero a ti te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría...

Tú sabes, Señor, pues soy obra de tu amor, que desde el seno materno se genera en mí un tumulto de pasiones malas y que éstas luchan con el bien por ti enseñado a todos los mortales... Y así, entre mis inclinaciones torpes, la sinceridad en reconocerlas, el fracaso en no superarlas y la voz de tu sabiduría que resuena en mis oídos, mi conciencia se turba y busca la luz... ¡Dámela, Señor! ¡Señor, que vea!

Jueves

Rocíame con el hisopo, quedaré limpio;
lávame, quedaré más blanco que la nieve.
Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.

Como en el Jordán, como en el campo de lluvia, como en la fuente de las lágrimas..., Señor, límpiame. Borra mi culpa, despójame de mis iniquidades: egoísmo, insolidaridad, concupiscencias, falta de fe y amor... Deja mi cuerpo y alma como monte nevado en su blancura; haz que la sonrisa, el gozo, la alegría, la pureza, el amor a los demás, mi filial piedad para contigo renueven mi corazón....

Viernes

Aparta de mi pecado tu vista,

y borra en mí toda culpa.

¡Oh Dios, crea en mí un corazón puro.

Renuévame...

Quiero que te complazcas, Señor, y Padre mío, purificando mi espíritu. Límpialo, primero, de actitudes vergonzosas que alejan de él tu vista, y cambia luego mi corazón, haciéndolo otra vez corazón de niño: joven, juguetón, gracioso, sin malicia, lleno de encanto, amigable..., santo. ¡Que tú, Señor, y mis hermanos, me veáis nuevo en el amor!

Sábado

Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso,
y yo enseñaré a todos cuáles son tus caminos de amor,
y que a un corazón humillado tú nunca lo desprecias ...

Las palabras que dijiste, Señor, a Nicodemo, me las dices también a mí.. Yo las escucho y te las agradezco. La alegría de renacer y ser salvado es un don tuyo a los que amas y por los que entregas tu vida. Consolida en mí, pues lo deseo, mi actitud de entrega en tus manos mediante mi entrega los demás: en la fraternidad, caridad, palabra de luz y consuelo... ¡Que los alejados te conozcan por la obra que hacen mí, Señor!

DOMINICOS


14. CATEQUESIS DEL PAPA, el miércoles 24 de octubre

El pecado del hombre y el perdón de Dios

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia:  "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda de que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El Salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco":  el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.

El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías:  "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia  la  conversión  se indica como un "regreso"  (en  hebreo  shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.

La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante:  infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo:  "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo:  "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad" (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal:  "Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6).

Luego se aprecia en el Salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión:  el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).

Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una  sola  cosa:   que  el  pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza  en  tu  misericordia y en tu misericordia acaba". (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor Faustina, Roma 1981, p. 271).


15. Catequesis del Papa en la audiencia general del miércoles, 8 de mayo de 2002

Conciencia del pecado como ofensa de Dios

 

1. El viernes de cada semana en la liturgia de las Laudes se reza el salmo 50, el Miserere, el salmo penitencial más amado, cantado y meditado; se trata de un himno al Dios misericordioso, compuesto por un pecador arrepentido. En una catequesis anterior ya hemos presentado el marco general de esta gran plegaria. Ante todo se entra en la región tenebrosa del pecado para infundirle la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (cf. vv. 3-11). Luego se pasa a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido:  es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (cf. vv. 12-21).

En esta catequesis haremos algunas consideraciones sobre la primera parte del salmo 50, profundizando en algunos aspectos. Sin embargo, al inicio quisiéramos proponer la estupenda proclamación divina del Sinaí, que es casi el retrato del Dios cantado por el Miserere:  "Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado" (Ex 34, 6-7).

2. La invocación inicial se eleva a Dios para obtener el don de la purificación que vuelva -como decía el profeta Isaías- "blancos como la nieve" y "como la lana" los pecados, en sí mismos "como la grana", "rojos como la púrpura" (cf. Is 1, 18). El salmista confiesa su pecado de modo neto y sin vacilar:  "Reconozco mi culpa (...). Contra ti, contra ti solo pequé; cometí la maldad que aborreces" (Sal 50, 5-6).

Así pues, entra en escena la conciencia personal del pecador, dispuesto a percibir claramente el mal cometido. Es una experiencia que implica libertad y responsabilidad, y lo lleva a admitir que rompió un vínculo para construir una opción de vida alternativa respecto de la palabra de Dios. De ahí se sigue una decisión radical de cambio. Todo esto se halla incluido en aquel "reconocer", un verbo que en hebreo no sólo entraña una adhesión intelectual, sino también una opción vital.

Es lo que, por desgracia, muchos no realizan, como nos advierte Orígenes:  "Hay algunos que, después de pecar, se quedan totalmente tranquilos, no se preocupan para nada de su pecado y no toman conciencia de haber obrado mal, sino que viven como si no hubieran hecho nada malo. Estos no pueden decir:  "Tengo siempre presente mi pecado". En cambio, una persona que, después de pecar, se consume y aflige por su pecado, le remuerde la conciencia, y se entabla en su interior una lucha continua, puede decir con razón:  "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados" (Sal 37, 4)... Así, cuando ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados que hemos cometido, los repasamos uno a uno, los reconocemos, nos avergonzamos y arrepentimos de ellos, entonces desconcertados y aterrados podemos decir con razón:  "no tienen descanso mis huesos a causa de mis pecados"" (Homilía sobre el Salmo 37). Por consiguiente, el reconocimiento y la conciencia del pecado son fruto de una sensibilidad adquirida gracias a la luz de la palabra de Dios.

3. En la confesión del Miserere se pone de relieve un aspecto muy importante:  el pecado no se ve sólo en su dimensión personal y "psicológica", sino que se presenta sobre todo en su índole teológica. "Contra ti, contra ti solo pequé" (Sal 50, 6), exclama el pecador, al que la tradición ha identificado con David, consciente de  su adulterio cometido con Betsabé tras  la denuncia del profeta Natán contra ese crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (cf. v. 2; 2 Sm 11-12).

Por tanto, el pecado no es una mera cuestión psicológica o social; es un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la escala de valores y "confundiendo las tinieblas con la luz y la luz con las tinieblas", es decir, "llamando bien al mal y mal al bien" (cf. Is 5, 20). El pecado, antes de ser una posible injusticia contra el hombre, es una traición a Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor:  "Padre, he pecado contra el cielo -es decir, contra Dios- y contra ti" (Lc 15, 21).

4. En este punto el salmista introduce otro aspecto, vinculado más directamente con la realidad humana. Es una frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que se ha relacionado también con la doctrina del pecado original:  "Mira, en la culpa nací; pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). El orante quiere indicar la presencia del mal en todo nuestro ser, como es evidente por la mención de la concepción y del nacimiento, un modo de expresar toda la existencia partiendo de su fuente. Sin embargo, el salmista no vincula formalmente esta situación al pecado de Adán y Eva, es decir, no habla de modo explícito de pecado original.

En cualquier caso, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal anida en el corazón mismo del hombre, es inherente a su realidad histórica y por esto es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. El poder del amor de Dios es superior al del pecado, el río impetuoso del mal tiene menos fuerza que el agua fecunda del perdón. "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5, 20).

5. Por este camino la teología del pecado original y toda la visión bíblica del hombre pecador son evocadas indirectamente con palabras que permiten vislumbrar al mismo tiempo la luz de la gracia y de la salvación.

Como tendremos ocasión de descubrir más adelante, al volver sobre este salmo y sobre los versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia miseria no desembocan en el terror o en la pesadilla del juicio, sino en la esperanza de la purificación, de la liberación y de la nueva creación.

En efecto, Dios nos salva "no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador" (Tt 3, 5-6).


16.CATEQUESIS DEL PAPA en la audiencia del 4-XII-2002

¡Misericordia, Dios mío!

1. Todas las semanas, la liturgia de las Laudes nos propone nuevamente el salmo 50, el célebre Miserere. Ya lo hemos meditado otras veces en algunas de sus partes. También ahora consideraremos en especial una sección de esta grandiosa imploración de perdón:  los versículos 12-16.

Es significativo, ante todo, notar que, en  el original hebreo, resuena tres veces la palabra "espíritu", invocado de Dios  como don y acogido por la criatura  arrepentida  de  su pecado:  "Renuévame  por dentro con espíritu firme; (...) no  me  quites  tu santo espíritu; (...) afiánzame con espíritu generoso" (vv. 12. 13. 14). En cierto sentido, utilizando un término litúrgico, podríamos hablar de una "epíclesis", es decir, una triple invocación del Espíritu que, como en la creación aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida y elevándolo del reino del pecado al cielo de la gracia.

2. Los Padres de la Iglesia ven en el "espíritu" invocado por el salmista la presencia eficaz del Espíritu Santo. Así, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo "que ardió con fervor en los profetas, fue insuflado (por Cristo) a los Apóstoles, y se unió al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo" (El Espíritu Santo I, 4, 55:  SAEMO 16, p. 95). Esa misma convicción manifiestan otros Padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, Lo Spirito Santo, Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, Lo Spirito Santo, IX, 22, Roma 1993, p. 117 s).

También san Ambrosio, observando que el salmista habla de la alegría que invade su alma una vez recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta:  "La alegría y el gozo son frutos del Espíritu y nosotros nos fundamos sobre todo en el Espíritu Soberano. Por eso, los que son renovados con el Espíritu Soberano no están sujetos a la esclavitud, no son esclavos del pecado, no son indecisos, no vagan de un lado a otro, no titubean en sus opciones, sino que, cimentados sobre roca, están firmes y no vacilan" (Apología del profeta David a Teodosio Augusto, 15, 72:  SAEMO 5, p. 129).

3. Con esta triple mención del "espíritu", el salmo 50, después de describir en los versículos anteriores la prisión oscura de  la culpa, se abre a la región luminosa  de la gracia. Es un gran cambio, comparable a una nueva creación:  del mismo modo que en los orígenes Dios insufló  su  espíritu  en la materia y dio origen a la persona humana (cf. Gn 2, 7), así  ahora el mismo Espíritu divino  crea de nuevo (cf. Sal 50, 12), renueva, transfigura  y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (cf. v. 13) y lo hace partícipe de la alegría de la salvación (cf. v. 14). El hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina ya por la senda de la justicia y del amor, como reza otro salmo:  "Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres  mi Dios. Tu espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana" (Sal 142, 10).

4. Después de experimentar este nuevo nacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios "enseñar a los malvados los caminos" del bien (cf. Sal 50, 15), de forma que, como el hijo pródigo, puedan regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, tras recorrer las sendas tenebrosas del pecado, había sentido la necesidad de atestiguar en sus Confesiones la libertad y la alegría de la salvación.

Los que han experimentado el amor misericordioso de Dios se convierten en sus testigos ardientes, sobre todo con respecto a quienes aún se hallan atrapados en las redes del pecado. Pensamos en la figura de san Pablo, que, deslumbrado por Cristo en el camino de Damasco, se transforma en un misionero incansable de la gracia divina.

5. Por última vez, el orante mira hacia su pasado oscuro y clama a Dios:  "¡Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío!" (v. 16). La "sangre", a la que alude, se interpreta de diversas formas en la Escritura. La alusión, puesta en boca del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que había sido objeto de la pasión del soberano. En sentido más general, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio, siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Pero ahora los labios del fiel, purificados del pecado, cantan al Señor.
Y el pasaje del salmo 50 que hemos comentado hoy concluye precisamente con el compromiso de proclamar la "justicia" de Dios. El término "justicia" aquí, como a menudo en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción punitiva de Dios con respecto al mal; más bien, indica la rehabilitación del pecador, porque Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (cf. Rm 3, 26).  Dios  no  se complace en la  muerte  del  malvado,  sino en que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 18, 23).

La audiencia general del miércoles 4 de diciembre se celebró, como las semanas anteriores, a las diez y media de la mañana, en la sala Pablo VI. Asistieron alrededor de cinco mil peregrinos. El Papa dedicó su catequesis a comentar el salmo 50, versículos 3 y 12-16, que se reza en las Laudes del viernes de la tercera semana. La tituló "¡Misericordia, Dios mío!".


17. Catequesis del Papa 30-VII-2003

Misericordia, Dios mío

1. Esta es la cuarta vez que, durante nuestras reflexiones sobre la liturgia de Laudes, escuchamos la proclamación del salmo 50, el célebre Miserere, pues se propone todos los viernes, para que se convierta en un oasis de meditación, donde se pueda descubrir el mal que anida en la conciencia e implorar del Señor la purificación y el perdón. En efecto, como confiesa el salmista en otra súplica, "ningún hombre vivo es inocente frente a ti" (Sal 142, 2). En el libro de Job se lee:  "¿Cómo un hombre será justo ante Dios?, ¿cómo será puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!" (Jb 25, 4-6).

Frases fuertes y dramáticas, que quieren mostrar con toda su seriedad y gravedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa de sembrar mal y violencia, impureza y mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del Miserere, que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es este:  Dios puede "borrar, lavar y limpiar" la culpa confesada con corazón contrito (cf. Sal 50, 2-3). Dice el Señor por boca de Isaías:  "Aunque fueren vuestros pecados como la grana, como la nieve blanquearán. Y aunque fueren rojos como la púrpura, como la lana quedarán" (Is 1, 18).

2. Esta vez reflexionaremos brevemente en el final del salmo 50, un final lleno de esperanza, porque el orante es consciente de que ha sido perdonado por Dios (cf. vv. 17-21). Sus labios ya están a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por eso, liberada del remordimiento (cf. v. 17).

El orante testimonia de modo claro otra convicción, remitiéndose a la enseñanza constante de los profetas (cf. Is 1, 10-17; Am 5, 21-25; Os 6, 6):  el sacrificio más agradable que sube al Señor como perfume y suave fragancia (cf. Gn 8, 21) no es el holocausto de novillos y corderos, sino, más bien, el "corazón quebrantado y humillado" (Sal 50, 19).

La Imitación de Cristo, libro tan apreciado por la tradición espiritual cristiana, repite la misma afirmación del salmista:  "La humilde contrición de los pecados es para ti el sacrificio agradable, un perfume mucho más suave que el humo del incienso... Allí se purifica y se lava toda iniquidad" (III, 52, 4).

3. El salmo concluye de modo inesperado con una perspectiva completamente diversa, que parece incluso contradictoria (cf. vv. 20-21). De la última súplica de un pecador, se pasa a una oración por la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, lo cual nos hace remontarnos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, varios siglos después. Por otra parte, tras expresar en el versículo 18 que a Dios no le complacen las inmolaciones de animales, el salmo anuncia en el versículo 21 que el Señor aceptará esas inmolaciones.

Es evidente que este pasaje final es una añadidura posterior, hecha en el tiempo del exilio, que, de alguna manera, quiere corregir o al menos completar la perspectiva del salmo davídico. Y lo hace en dos puntos:  por una parte, no se quería que todo el salmo se limitara a una oración individual; era necesario pensar también en la triste situación de toda la ciudad. Por otra, se quería matizar el valor del rechazo divino de los sacrificios rituales; ese rechazo no podía ser ni completo ni definitivo, porque se trataba de un culto prescrito por Dios mismo en la Torah. Quien completó el salmo tuvo una intuición acertada:  comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de una mediación sacrificial. Los pecadores no pueden purificarse por sí mismos; no bastan los buenos sentimientos. Hace falta una mediación externa eficaz. El Nuevo Testamento revelará el sentido pleno de esa intuición, mostrando que, con la ofrenda de su vida, Cristo llevó a cabo una mediación sacrificial perfecta.

4. En sus Homilías sobre Ezequiel, san Gregorio Magno captó muy bien la diferencia de perspectiva que existe entre los versículos 19 y 21 del Miserere. Propone una interpretación que también nosotros podemos aceptar, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, y el versículo 21, que habla de holocausto, a la Iglesia en el cielo.

He aquí las palabras de ese gran Pontífice:  "La santa Iglesia tiene dos vidas:  una que vive en el tiempo y la otra que recibe en la eternidad; una en la que sufre en la tierra y la otra que recibe como recompensa en el cielo; una con la que hace méritos y la otra en la que ya goza de los méritos obtenidos. Y en ambas vidas ofrece el sacrificio:  aquí, el sacrificio de la compunción, y en el cielo, el sacrificio de alabanza. Del primer sacrificio se dice:  "Mi sacrificio es un espíritu quebrantado" (Sal 50, 19); del segundo está escrito:  "Entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos" (Sal 50, 21). (...) En ambos se ofrece carne, porque aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que en el cielo la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. En el cielo se ofrecerá la carne como en holocausto, cuando, transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no habrá ningún conflicto y nada mortal, porque perdurará íntegra, encendida de amor a él, en la alabanza sin fin" (Omelie su Ezechiele 2, Roma 1993, p. 271).

(©L'Osservatore Romano - 1 de agosto de 2003)