40 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO IV DE CUARESMA
33-40
33.
La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta una parábola de Jesús que nos resulta muy conocida. Precisamente por eso, corremos el riesgo de estropearla al no dejarnos interpelar por ella. Porque es exactamente eso lo que Jesús se propone con sus parábolas: la interpelación, es decir, que sus oyentes dispongamos de una nueva luz para considerar la vida y para considerarnos a nosotros mismos. La Pascua hacia la que caminamos es misterio de misericordia. Dejemos que, en forma de parábola, la misericordia alumbre nuestra vida.
Comentario Bíblico
Aprender a ser hijo de Dios y hermano de los hombres
Iª Lectura: Josué (5,10-12): Pascua en la tierra prometida
I.1. La primera lectura pretende recordar un hecho
bien determinado de la historia primitiva del pueblo de Israel cuando se celebró
la Pascua, fiesta de la liberación, en Guilgal. Es la primera Pascua en la
tierra prometida, para señalar que desde ahora se terminan los dones
extraordinarios del desierto, como el maná, porque el pueblo no puede vivir
exclusivamente de cosas extraordinarias, sino que tiene que vivir su fe en Dios,
en Yahvé, desde la experiencia de cada día, desde la lucha de cada día, del
trabajo de cada día. La confianza en Dios no puede alimentarse de cosas que
estén fuera de lo normal, sino que debemos acostumbrarnos a ver la mano de Dios
en todos los momentos de nuestra vida.
I.2. Si la primera Pascua, la del Éxodo (Ex 12), es la de la liberación, esta
Pascua en Guilgal es un memorial de acción de gracias porque ha terminado el
tiempo del desierto, de la esclavitud. Es muy probable que el autor
deuteronomista, redactor de los libros históricos (como es el caso de Josué),
quiera hacer presente que la tierra es también un don de la Pascua de la
liberación. Es una fiesta de unidad, de alegría: Dios ha cumplido su promesa. Un
día escuchó el lamento del pueblo y hoy el pueblo debe hacerle una fiesta porque
es un Dios consecuente. Es probable que la historicidad de este relato deje
muchos cabos sueltos, pero lo importante es su significado.
IIª Lectura: 2ª Corintios (5,17-21): La salvación como reconciliación
II.1. La lectura pone como tema dominante la
reconciliación, a lo que Pablo dedica toda su vida apostólica, toda su pasión
por Cristo. Eso es lo que él ha querido trasmitir a su comunidad frente a
algunos adversarios que lo ponen en duda. El evangelio de Cristo, para Pablo, se
centra precisamente en la reconciliación de todos los hombres con Dios; por ello
da Cristo su vida y eso es lo que los cristianos celebramos en las Pascua, a la
que nos prepara este tiempo de Cuaresma. La Pascua de Cristo abre, pues, una
nueva era: la era de la reconciliación.
II.2. La teología de la reconciliación ha dado mucho que hablar y se presta a
muchas lecturas según el mundo religioso de la época y de la sociedad de
esclavos y libres de entonces. Pablo, sin duda, ha teologizado estas fórmulas y
le ha dado su sentido. El tema lo remata maravillosamente con una fórmula
tradicional sobre la muerte redentora de Cristo (v.21). De alguna manera, el
apóstol piensa que está en sus manos el misterio de la reconciliación de Dios
con los hombres. Él sabe que esto viene de Dios (v.19) y sabe que ello ha sido
posible mediante la muerte de Jesús (v. 21). Pero la reconciliación por la
muerte no es una necesidad que tenga Dios de la misma muerte, sino porque así lo
han querido los hombres en el rechazo de Cristo. La pregunta es ¿cómo
reconciliarse con Dios? Aceptando el mensaje de la salvación que Pablo está
encargado de proclamar en el mundo. Este mensaje es el evangelio, y el evangelio
está centrado en la muerte y resurrección de Jesús.
Evangelio: Lucas (15,1-3. 11-32): El Dios, Padre, pródigo de sus hijos
III.1. En este domingo nos encontramos en el
corazón de la Cuaresma, y de alguna manera, en el corazón del evangelio de
Lucas, que es la lectura determinante del Ciclo C del año litúrgico. En el
corazón, porque Lc 15, siempre se ha considerado el centro de esta obra, más por
lo que dice y enseña en su catequesis, que porque corresponda exactamente a ese
momento de la narración sobre Jesús. La otras lecturas de hoy simplemente
acompañan a la grandeza y radicalidad de lo que hoy se nos comunica en el
evangelio. Por eso, el misterio de la reconciliación, diríamos que se expresa
maravillosamente en el evangelio de este día: Lc 15,11-32. Esta es una de las
piezas maestra de la literatura narrativa del Nuevo Testamento, y una
maravillosa historia de amor de padre frente a egoísmos y rencores de hijos.
Jesús, ante las acusaciones de los que le reprochan que le da oportunidades a
los publicanos y pecadores, cosa que no entra en los cálculos de las tradiciones
más exigentes del judaísmo, contesta con esta parábola para dejar bien claro que
eso es lo que quiere Dios y eso es lo que hace Dios por medio de él.
III.2. Se podrían escribir páginas enteras de la narración, de su intriga
asombrosa, de los “tempi” narrativos, de su desenlace. Se podría recurrir a
hermenéuticas sofisticadas de las formas en las que esto se ha logrado y del
lenguaje y el arte de la misma intriga divina. De hecho, hay libros maravillosos
que pueden servir no solamente para preparar el texto a nivel literario y
exegético, sino también teológico y espiritual (cf v.g. F. CONTRERAS MOLINA, Un
padre tenía dos hijos, Estella, Verbo Divino, 1999). Hay textos clásicos de
escritores y predicadores que dan en la tecla verdadera de la armonía y la
polifonía del texto bíblico. La hermenéutica podría decirnos que no es un texto
sagrado, sino de simple humanidad. Pero no es verdad que en boca de Jesús no sea
precisamente sagrado: es describir lo divino por lo humano.
III.3. Es toda una justificación y una defensa incuestionable de Dios, de Dios
como Padre. Por eso no es, propiamente hablando, la parábola del hijo pródigo,
del hijo que vuelve, del hijo que se arrepiente, aunque esto es muy importante
en la narración y en su profundidad simbólica. Es la parábola del Padre, de
Dios, que nunca abandona a sus hijos, que nunca los olvida. De ahí que algunos
autores, con razón, han señalado que deberíamos comenzar a entender la parábola
fijándonos en el hijo mayor; el que no quiere entrar a la fiesta que da el padre
por haber encontrado a su hijo. Él, que siempre se ha quedado (simplemente se ha
reducido a "estar") con el padre en la casa, tiene unos derechos legales que
nadie le niega, pero le falta la capacidad del padre para tener la alegría de
ver que su hermano ha vuelto. No tiene mentalidad de hijo, de hermano; es
alguien que está centrado en sí mismo, sólo en él, en su mundo, en su salvación.
Se ha quedado en casa del padre, pero está enfermo de soberbia.
III.4. El hijo mayor, en el fondo, no quiere que su padre sea padre, sino juez
inmisericorde. Porque esto es lo importante de la parábola, por encima de
cualquier otra cosa: que se ha organizado una fiesta por un hermano perdido, y
no está dispuesto a participar en ella. Jesús está hablando de Dios y es la
forma de contestarle a los escribas y fariseos que se escandalizan de dar
oportunidades a los perdidos: el Dios que él trae es el de la parábola; el que
viendo de lejos que su hijo vuelve, sale a su encuentro para hacerle menos
penosa y más humana su conversión, su vuelta, su cambio de mentalidad y de
rumbo. Esta es su significación última y definitiva. ¿Estaríamos nosotros
dispuestos a entrar a esa fiesta de la alegría? ¿Queremos para los otros el
mismo Dios que queremos para nosotros?
Fray Miguel de Burgos, O.P.
mdburgos.an@dominicos.org
Pautas para la homilía
La parábola de este domingo nos presenta tres
personajes. Es posible que todos y cada uno de nosotros tengamos buenas razones
para sentirnos parcialmente identificados con cada uno de los tres.
Primer Personaje
En primer lugar, el padre. Tenemos la costumbre de llamar a esta parábola la del
hijo pródigo, pero probablemente fuera mejor que habláramos de la parábola del
padre misericordioso. Porque es, sin lugar a dudas, la actitud misericordiosa
del padre la que constituye el centro de atención de todo el relato. Lo que
realmente sobresale es el inmenso amor del padre que sabe perdonar tanto los
desvaríos del hijo pequeño como los engreimientos del hijo mayor. No cabe duda
de que, en esa persona del padre, Jesús ha querido reflejar a Dios mismo. No es
menos cierto que en la actitud de ese padre amoroso podemos ver reflejada
nuestra propia experiencia: cuando queremos de verdad a alguien somos capaces de
perdonar sus errores y sus ofensas.
Segundo Personaje
Normalmente, sin embargo, llamamos a esta parábola la del hijo pródigo para, de
ese modo, poner el acento sobre nuestra responsabilidad personal cuando nuestra
conducta nos aleja de Dios. Este segundo personaje, el hijo menor nos presenta,
en efecto, una especie de radiografía del pecado, que consiste en usar lo que
hemos recibido de Dios (la existencia, la inteligencia, el cuerpo, el mundo...)
sin contar con Él. Pero ese hijo menor representa también un modelo de
conversión, de cambio de conducta para la renovación de la amistad con Dios.
Tercer Personaje
Si nos fijamos en el tercer personaje, podríamos también llamar a esta parábola
la del hijo engreído o cicatero. En ese hijo mayor, en el que Jesús ha querido
significar a los fariseos envidiosos o recelosos ante el trato de Jesús con los
pecadores, también podemos reconocernos todos un poco. Llama la atención el
alarde que este hijo hace de su propia fidelidad. Y probablemente sea cierto. El
problema es que su permanencia en casa no le ha llevado a la confianza y alegría
con el padre, sino a especular con la recompensa por sus servicios. En la
farisaica lógica del mérito y de la conquista de Dios. A este hijo, con un
justiciero sentido de la justicia y un inmisericorde sentido de la misericordia,
el padre le insta a que en su hermano descarriado reconozca ante todo a su
hermano. Descarriado (¡y con voluntad de conversión!), sí, pero hermano.
Conclusión
Todos tenemos algo de hijo pequeño y algo de hijo mayor. Lo que esta parábola
hace es ponernos ante la conducta ejemplar del padre para emularnos a la
reconciliación; para que nosotros mismos podamos ser artífices de
reconciliación, artesanos de paz. San Pablo decía a los alborotados corintios y
nos dice a nosotros: “Dios nos ha reconciliado consigo por Cristo y nos ha
encargado el servicio de reconciliar”.
Reconciliación no quiere decir creación de una paz artificial que consista en
ignorar los problemas, las divisiones, los enfrentamiento que realmente se dan
entre los hombres y que, a veces, tienen un fundamento objetivo e incluso
estructural. La verdadera reconciliación consiste en la supresión de todo
aquello que es causa de división y enfrentamiento. Conciliar significa
precisamente eso: reunir.
Es Dios mismo quien ahora nos invita a todos a reunirnos en torno a mesa la mesa
de su Hijo. Que esta eucaristía sea para todos lugar de reconciliación y de paz.
Francisco Javier Martínez Real
jmartinezreal@dominicos.org
34.
Nexo entre las lecturas
"Dejaos reconciliar con Dios", he aquí una clave de lectura de los textos
litúrgicos de este domingo de cuaresma. En la primera lectura Dios se reconcilia
con su pueblo, concediéndole entrar en la tierra prometida, después de cuarenta
años de vagar sin rumbo por el desierto. En la parábola evangélica el padre se
reconcilia con el hijo menor, y, aunque no tan claramente, también con el hijo
mayor. Finalmente, en la segunda lectura, san Pablo nos enseña que Dios nos ha
reconciliado consigo mismo por medio de Cristo y nos ha confiado el ministerio
de la reconciliación.
Mensaje doctrinal
1. La iniciativa divina en la reconciliación. La palabra griega traducida
por reconciliación significa etimológicamente cambio desde el otro.
Reconciliarse quiere decir cambiar a partir del otro, en nuestro caso, a partir
de Dios. Es Dios quien reconcilia consigo al pueblo de Israel, haciéndole
atravesar el Jordán como si fuera un nuevo Mar Rojo, renovando con él la Pascua
y la Alianza como en el Sinaí, dándole como alimento no ya el maná sino los
frutos de la tierra que conquistarán y en la que definitivamente se asentarán.
Es el padre bueno de la parábola lucana quien reconcilia consigo al hijo menor,
abrazándole y besándole, y logrando de esta manera que el hijo se reconcilie
consigo mismo. Es también el padre bueno el que toma la iniciativa de
reconciliar al hermano mayor con el menor, pasando por encima del pasado y
valorando debidamente el arrepentimiento del corazón. ¿Y qué es lo que Pablo
escribe a los cristianos de Corinto? Dios reconciliaba consigo al mundo en
Cristo, sin tener en cuenta los pecados de los hombres, y nos hacía depositarios
del mensaje de la reconciliación. Reconciliarse, en definitiva, es decir a Dios:
Gracias por haber dado el primer paso. Acepto tu perdón, acepto tu amor.
2. Reconciliarse mirando hacia el futuro. Reconciliarse con Dios
significa primeramente reconocer que algo no ha andado bien en nuestras
relaciones con Él en el pasado. Significa además que hay un interés en
restablecer buenas relaciones con Dios en el presente y para el futuro. Para los
israelitas del desierto pasar el Jordán significa dejar atrás un pasado de
rebeldía, de quejas, de inseguridad, y renovar con Dios la alianza de fidelidad
y la entrega a la conquista de la tierra prometida. Los dos hijos de la parábola
tienen que romper con los últimos años de vida, en las relaciones con su padre y
en sus mutuas relaciones, para poder entrar en el futuro con la recobrada
dignidad de hijos. La reconciliación del cristiano con Dios mira al plazo de
vida que le queda para hacer el bien, y se proyecta sobre todo hacia la otra
ribera de la vida. Y el mensaje de reconciliación que Dios ha depositado en
nuestras frágiles manos, ¿no es un mensaje que hemos de hacer eficaz ahora en el
presente y en el futuro que llama continuamente a nuestra puerta? Me reconcilio
en el presente, pero los efectos de la reconciliación tienen que prolongarse en
el futuro; sin esta eficacia en el futuro, reconciliarse no deja de ser una
palabra tal vez bonita, pero hueca, sin repercusiones eficientes, y por
consiguiente una auténtica frustración.
3. Cristo, paz y reconciliación nuestra. Cristo es el mediador último y
definitivo de la reconciliación con Dios. En el bautismo de Jesús las aguas del
Jordán son purificadas, y el nuevo pueblo tiene la posibilidad de reconciliarse
con el Padre. La vida de Jesucristo, sobre todo su muerte y resurrección es el
camino elegido por el Padre para reconciliarnos con Él y con todos los
redimidos. Sólo en Cristo y por Cristo logramos sentir la fuerza salvadora de
Dios, que nos quiere reconciliar consigo. Cristo es la última palabra de
reconciliación que el Padre dirige al hombre y al mundo. Por eso, quien vive
reconciliado con Dios en Cristo, es una nueva creatura. Lo viejo ha pasado y ha
aparecido algo nuevo, como nos recuerda san Pablo. El pasado no cuenta; lo que
importa ahora es el futuro, en el que llevar una vida reconciliada con Dios y
con los hombres; en el que ser verdaderos evangelizadores de la reconciliación.
Sugerencias pastorales
1. El largo camino de la reconciliación. Reconciliarse es hermoso, pero
puede llegar a ser duro y difícil. Pide un cambio, y como todo cambio en la vida
exige romper esquemas hechos, dejar caminos trillados, abrir nuevas brechas,
roturar nuevos campos. En definitiva, salir de nuestra dulce comodidad y rutina,
y lanzarnos a vivir día tras día en la ruta nueva que Dios nos va trazando, ruta
de donación y amor desinteresados. Reconciliarse con Dios, reconciliarse con los
demás, implica estar dispuesto a mirar el pasado con ojos de arrepentimiento y a
dejarlo sin miramientos, por más que nos siga siendo atractivo. Para
reconciliarse de verdad con Dios y con nuestros hermanos, no basta acudir al
sacramento de la reconciliación, recibir el perdón de Dios y... ¡santas pascuas!
Esto es sólo el comienzo. Ahora sigue el trabajo diario y constante por arrancar
del alma las causas profundas, a veces muy ocultas, del distanciamiento, de la
desavenencia y de la lejanía de Dios, y cualquier signo de ellos en nuestra
conducta. Ahora viene la labor tenaz por conquistar nuestro corazón y nuestra
vida para el amor, la concordia, la avenencia y la armonía filiales para con
Dios y fraternas para con los hombres. Todo hombre, si es sincero consigo mismo,
se da cuenta de que está necesitado, en un mayor o menor grado, de
reconciliación. Reconcíliate tú primero, y luego ayuda a los demás a conseguir
una auténtica reconciliación.
2. Una Iglesia reconciliada y reconciliadora. El Papa nos ha enseñado con
su ejemplo a no tener ningún reparo en pedir perdón. La Iglesia es santa, pero
sus hijos somos pecadores. Y los pecados de los hijos dejan huella en el rostro
de la Iglesia. Por eso, el sacerdote, en nombre de la Iglesia y como
representante suya, cada día en la santa misa la reconcilia con Dios. Por otra
parte, la Iglesia, en cuanto comunidad de los que creen en Cristo Señor, es muy
consciente de las divisiones y de los contrastes, de las diferencias y
desarmonías doctrinales y prácticas que bullen en su seno. Se han dado algunos
pasos en el camino de la reconciliación. Quedan muchos todavía. Hay que seguir
avanzando en la reconciliación entre diversas comunidades eclesiales, entre los
miembros de una misma comunidad eclesial, entre diversas órdenes, congregaciones
o institutos religiosos, entre diversas diócesis... Sólo una Iglesia
reconciliada verticalmente con Dios y horizontalmente con sus hermanos en la fe,
podrá ser fermento de reconciliación en la sociedad. ¿Vives reconciliado con
Dios? ¿Es tu parroquia una parroquia internamente reconciliada? ¿Eres agente de
reconciliación en tu familia y en el ambiente de trabajo?
P. Antonio Izquierdo
35.
La cuaresma intenta en estas dos últimas semanas ponernos frente a una revelación esencial para vivir la Pascua. Ante nuestros fracasos vividos o sentidos en nuestra vida pasada o en esta cuaresma, se nos quiere llenar de esperanza: es ese fracaso de no encontrar fruto en nuestra vida, como nos lo recordaba el evangelio del domingo pasado. No encontrar fruto un año y otro año en esa higuera en medio de la viña. Amos de la higuera, como nos sentimos dueños de nuestra vida, pero de nada nos sirve, porque el fracaso nos persigue. Fracaso en los estudios o en nuestro trabajo profesional. Fracaso en nuestro hogar: padres contra hijos; hijos contra padres. Fracaso en nosotros mismos. Fracaso en la vida. Y cuando uno está harto de tanto fracaso y de tanto desastre, que a uno le dan ganas de echarlo todo a rodar o a algo más, a veces, aparece un viñador, un servidor de esa viña. Y este servidor nos invita a la paciencia, a la sensatez, a la esperanza. “Déjala un año más, no la cortes. Yo la cavaré, la regaré, la abonaré”, escuchamos el domingo pasado. Y nos fuimos de la Iglesia con el eco de esa frase, hecha sinfonía o concierto de esperanza: “… y si no encuentras fruto, el año que viene la cortarás. Si no al año que viene, la cortarás. Si no al año que viene, la cortarás”. Este año déjala en la viña, que aun quedan esperanzas…
¿Quién es ese viñador que nos llena de esperanzas? Y San Lucas, este domingo nos hace un retrato, lleno de un realismo conmovedor y nos revela a Dios como Padre, que ama de modo incondicional. Y esta revelación se nos hace en un momento de la historia del mundo en que más necesitamos redescubrir a Dios como Padre, porque nunca este mundo ha sido menos fraternal, ya que unos, estando y viviendo en casa, no hemos descubierto a Dios como Padre y otros, lo hemos abandonado, pegando un portazo, como el hijo pródigo.
Veamos el retrato que nos pinta San Lucas y su entorno. “Los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharle. Los fariseos y los escribas le recriminaban, diciendo: este hombre acoge a los pecadores y como con ellos”. Esta es una revelación esencial de Dios. En esta parábola, conocida con el nombre de la parábola del hijo pródigo, el Padre es el centro del relato y no el hijo, en quien tanto nos fijamos por lo mucho que a él nos parecemos. Esta no es la parábola del hijo pródigo, sino la parábola del Padre, lleno de amores y de perdones.
Prosigue San Lucas: “Un hombre tenía dos hijos. El más joven dijo a su padre: Dame la parte de fortuna que me corresponde. Y el padre repartió su fortuna”. Vemos a un padre que ama de verdad y por ello es respetuoso de la libertad y de la autonomía de sus hijos. Deja partir teniendo su corazón angustiado, a su hijo pequeño, pero con la esperanza que llegará a ser suficientemente adulto para comprender un día el amor de su padre
Por otra parte, vemos un hijo rebelde e irreflexivo a la par que irresponsable, que quiere vivir su vida y que rechaza estar sometido; que cree será más libre, si es totalmente independiente. Es esta rebelión típica de nuestro tiempo y en realidad de verdad, de todos los tiempos: el rechazo del padre, de la autoridad, y por consiguiente, también de Dios. Característica de este mundo moderno, que por religión tiene el ateismo. Una religión sin Dios, porque dios es el mismo hombre. Dios no existe y si existe, el hombre vive como si no existiera. Es la religión de la permisividad. Todo me está permitido, porque el límite que dios me pudiera poner, ha desaparecido con el mismo dios. Este ateismo ha preocupado y preocupa hondamente a los últimos Papas. El hombre sin Dios retrocede a su etapa salvaje de irracionalidad.
“Disipó su fortuna,
nos dice el relato,
en una vida de locuras… Después conoció la miseria de la vida de pecado: se
quedó sin dinero, se quedó sin amigos, se quedó sin amores, se degradó tanto que
con cerdos estaba de porquerizo para poder subsistir”.
No olvidemos que los cerdos para aquellas gentes eran animales impuros, para que
nos hagamos cargo de su estado de miseria total. Era peor que estar en un
muladar.
El pecado se nos presenta siempre en primer lugar, como atrayente, agradable, seductor. El maligno es lo suficientemente hábil para ocultar su malévola jugada de perdición. Vivir su libertad, revindicar su autonomía… todo eso es positivo y bueno, pero solo bajo cierto aspecto, ya que se puede tender facilmente a la rebeldía, arrastrados por el egoísmo, la soberbia y la lujuria.
Tras su fracaso, “entonces, recapacitando, se dijo: cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre he pecado contra el cielo y contra ti”. Tuvo este hijo rebelde la sensatez de saber reconocer su equivocación, aunque motivado más por el hambre que estaba pasando, cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras que yo aquí me muero de hambre, que por el amor a su padre. Su actitud de arrepentimiento es calculada, para conmover al padre y que le deje entrar en casa, pues allí al menos tendrá comida, como los criados. Y aún le parece poco decir a su padre: “Padre he pecado contra el cielo y contra ti”, y añade una confesión más emotiva y sentimental para lograr su objetivo, es una confesión de culpa calculada, que no es llenar con su amor el corazón de su padre, sino llenar su vientre de comida abundante. Y pensó finalmente dar un golpe de efecto: “con este golpe bajo, sentimental, venzo a mi padre y le arrancaré el perdón”. Añadiré: “ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”. Es, pues, una confesión bien pobre, hasta casi falsa o al menos hipócrita.
“Su padre lo vio, cuando aun estaba lejos”, y lo llegó a reconocer, a pesar de la distancia, porque el verdadero amor agudiza la vista. “Y lleno de compasión corrió, se arrojó a su cuello y le abrazó… Mandó que le pusieran el más bello vestido, un anillo en su mano, como hijo de un gran señor, zapatos… e hizo preparar un gran festín”. He aquí como el padre acoge al hijo rebelde. Todo es amor.
Y le trata no como pordiosero, sino como gran señor, por eso manda que le pongan un anillo en su mano, como un gran señor.
El hijo pródigo, en cambio, lo único que deseaba era comer como los criados de su padre. Como en él el amor había muerto, no podía imaginarse o admitir, que él pudiera ser amado. Ya no se creía ni hijo. Su amor estaba muerto. Era un hijo perdido.
Ese puedes ser tu. Claro que nosotros nos identificamos más fácilmente con el otro hijo, que no dejó la casa de su padre, como nosotros, que no hemos dejado la Iglesia, a diferencia de tantos hermanos nuestros, bautizados, que prácticamente la han abandonado
El caso del hijo mayor es peor y más complicado. El hijo mayor se cree justo. Nosotros también, no nos creemos malos, sino buenos y a veces muy buenos. El no ha abandonado a su padre. No ha dejado la casa, dando un portazo, como su hermano. Yo tampoco he dejado la casa vengo a la Iglesia todos los domingos, incluso a veces, en días de semana. No he abandonado al Padre: ahí están mis comuniones y mis oraciones diarias. Yo no he malgastado la hacienda con malas mujeres. Yo te he servido todos los años de mi vida, sin desobedecer nunca una orden tuya.
Pero el hijo mayor tenía su corazón muy lejos de su padre. Trabajaba en la casa, pero allí estaba con espíritu y actitud de jornalero, porque allí encontraba lo que su hermano pequeño echaba en falta: abundancia de comida.
Pero también para este hijo mayor hubo un padre: “su padre salió, fijaros bien, es el padre quien toma la iniciativa y se molesta y sale en su busca; y se puso a rogarle”. No ruega el hijo al padre, sino el padre al hijo. El hijo estaba hinchado de envidia y de soberbia. Y el padre le quitó todo el veneno que llevaba en su corazón: “Hijo mío, tú siempre has estado conmigo; todo lo que tengo es tuyo”.
Hijos pequeños irreflexivos y rebeldes. Hijos mayores soberbios y mezquinos, cual escribas y fariseos, que no reconocen en el hijo menor y pecador, a su propio hermano, pues dice: “ese hijo tuyo”. El padre le hace comprender que no es solo su hijo, sino que también es su hermano. “porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”
A todos, la cuaresma nos revela, que tenemos un padre para que ante la sensación de fracaso total en nuestras vidas, en nuestro hogar, en nuestra profesión, estudio o trabajo, en nuestro matrimonio o familia, en nosotros mismos, no nos sintamos solos, no nos sintamos angustiados, porque en esta Eucaristía, vamos a ver a un Dios hecho pan, hecho amor, hecho Pascua: un Cristo resucitado y victorioso, que viene a nuestros corazones de hijos pródigos, que retornamos a la vida de cada día con más esperanza, porque descubrimos y sabemos que Dios es Padre y quiere a las dos clases de hijos: a los que le dejaron y abandonaron; y a los que, quedándose en casa, le sirvieron y le trataron con espíritu de criados y jornaleros interesados en sus salarios y dineros, pero no con espíritu de hijos.
Quiero, para acabar, poneros una gran dificultad en esta parábola. ¿Cómo es posible que este hijo pequeño pegue un portazo y abandone una casa, donde hay un padre excepcional, de bueno, de comprensivo, de respetuoso con su libertad? ¿Sabéis por qué?.
Algunos Santos Padres comentan: porque en la parábola no aparece la figura de la madre por ninguna parte. Si hubiera estado la madre, el chico no se va.
Que María aparezca en nuestra Cuaresma. No dejaremos así al Padre. Alabaremos a Dios.
Dios-Padre, que ama de modo incondicional, nos espera en la casa, para que intentemos, antes de que acabe este tiempo de misericordia de la cuaresma, encontrarle en el sacramento de la reconciliación y penitencia, dándonos el abrazo de Padre de perdón, de amor, de paz y de alegría. AMEN.
P.Eduardo Martínez, escolapio
36. FLUVIUM 2004
Un Dios que perdona
Es muy oportuno meditar esta página de san Lucas durante la Cuaresma. Jesús
muestra, no sólo a los escribas y fariseos que murmuraban de Él entonces, sino a
la humanidad de todos los tiempos, qué significan los Mandamientos y cómo es el
corazón de Dios. De la mano del Santo Padre, Juan Pablo II, meditamos brevemente
sobre esta parábola. Asistidos por el Espíritu Santo, concluiremos con el Papa,
que Dios es un Padre amantísimo de sus hijos los hombres y que nuestro único
verdadero mal es apartarnos de Él.
El hombre, todo hombre –afirma Juan Pablo II en la Exhortación Apostólica
"Reconciliación y Penitencia"–, es este hijo pródigo: hechizado por la tentación
de separarse del Padre para vivir independientemente la propia existencia; caído
en la tentación; desilusionado por el vacío que, como espejismo, lo había
fascinado; solo, deshonrado, explotado mientras buscaba construirse un mundo
todo para sí; atormentado incluso desde el fondo de la propia miseria por el
deseo de volver a la comunión con el Padre. Como el padre de la parábola, Dios
anhela el regreso del hijo, lo abraza a su llegada y adereza la mesa para el
banquete del nuevo encuentro, con el que se festeja la reconciliación.
Sin embargo, parece que necesitamos reconvencernos una y otra vez de que nuestro
Creador y Señor es verdaderamente bueno y digno de toda confianza. Será preciso
comprender, que si no lo vemos lleno de bondad es posiblemente porque vivimos
apegados a nuestras apetencncias, fijos los ojos en esos otros bienes que
tenemos o que deseamos, pero que ni son Dios ni a Dios conducen. Por el
contrario, "hechizados" –según dice gráficamente el Santo Padre– por unos bienes
pasajeros, nos desviamos del camino que ha dispuesto nuestro Padre del Cielo
para llegar a Él. Es muy conveniente que nos sintamos protagonistas de la
parábola evangélica encarnando la figura del hijo menor. Es preciso sentirnos
aludidos, reconocer que, más de una vez, nos importó poco el ambiente acogedor
de la vida cristiana –que por momentos se nos hacía odioso– y las costumbres de
la Iglesia: el hogar en la tierra de nuestro Padre del Cielo.
A veces, en efecto, nos sucede como al hijo menor de la parábola: soñamos con
ideales de vida que son ajenos al querer de Quien nos pensó, y nos dio la vida y
todos nuestros talentos. Nos consta su bondad al vernos en el lugar de
privilegio que, según su voluntad, ocupamos en este mundo frente al resto de la
creación. Estamos convencidos también, como aquel hijo menor, de que nunca nos
faltará lo necesario para ser felices si somos fieles, porque vivimos con un
Padre bueno. Sin embargo, de cuando en cuando nos ciegan las pasiones y se
apodera de nosotros el orgullo: desconfiamos de Dios para hacer nuestro antojo:
comodidad, independencia, autonomía, prestigio, fama, riquezas, sensualidad,
honores, poder, orgullo, etc., que en ese momento preferimos a su voluntad.
Al poco tiempo –muchos años es también poco tiempo en la historia del mundo–
vamos a experimentar necesariamente el hastío. Sucede siempre –sólo nos puede
saciar Dios–, que cualquier otro ideal logrado, distinto de Él mismo, nos acaba
pareciendo pequeño. Y no es raro que la injusticia propia de las obras sin Dios,
se vuelva contra el injusto y acabemos pagando en propia carne las consecuencias
de nuestros desvaríos. Así sucede a los egoístas, que son tristes; a los que
mienten, que pierden credibilidad; a los orgullosos, que se quedan solos... Como
a aquel hijo menor, las consecuencias de los propios pecados nos harán sufrir.
Que la dolorosa experiencia de la poquedad la personal, con la tristeza que le
acompaña, nos haga recapacitar, como recapacitó aquel otro hijo, y que volvamos
arrepentidos cada vez que sea preciso al sacramento de la Penitencia. Nuestro
Padre Dios nos espera siempre y nuestra Madre se alegra lo indecible con nuestro
regreso.
37. CLARETIANOS 2004
¡Entrar en la tierra...! ¡Volver a Casa!
Vivir es caminar, peregrinar. Casi nunca estamos a gusto en el lugar en el que estamos. Hay otros espacios soñados, otros lugares de ensueño en los que quisiéramos estar, habitar. Esto nos ocurre como personas individuales y también nos ocurre como grupo, como colectividad. Por eso, además de caminantes, somos turistas, o invasores, o colonizadores. También es cierto, que en circunstancias muy desgraciadas, el deseo de "salir" y "entrar en otra tierra" es muy fuerte. ¡Cuántas veces no anhelamos dejar un puesto de trabajo, abandonar una comunidad humana o el mismo hogar! Buscamos la liberación de aquello que nos resulta insoportable.
A esta experiencia se refiere la primera lectura de este domingo, tomada del libro de Josué. Al joven Josué -¡o Jesús, que es su abreviatura, como Javi de Javier!- le correspondió introducir al Pueblo de Israel en su patria añorada, en la tierra de la Promesa. Josué heredó de Moisés la cercanía y amistad con Dios. Y Dios le concedió participar en el "día" de la entrada en la tierra, en la fiesta de la "inauguración", en la celebración de la primera Pascua "en casa". ¡Qué importante es encontrar en esta tierra, tantas veces inhóspita, un hogar, una casa, una ciudad, un pueblo. Ser nacionalista, patriota, hogareño, casero, no es ningún mal. Responde a esa necesidad esencial que todos tenemos de sentirnos en casa. Por eso, defendemos la casa, la familia, el pueblo, la nación. Por eso, nos oponemos a intervenir en otras casas, o familias, o pueblos, o naciones.
La ambición nos lleva a querer para nosotros, lo que es del prójimo, del otro. La avaricia nos vuelve ladrones. El ansia de poder, nos vuelve homicidas. La concupiscencia nos hace desear más allá de aquello que es justo. ¡Qué bueno es contentarse con lo que uno ha recibido! ¡Qué bello es aceptar la propia tierra, la propia casa, el propio hogar! ¡Ser fieles al don recibido y no traicionarlo nunca!
Pero hay veces, en que sentimos la tentación del hijo menor de la parábola de Jesús. Queremos abandonar la casa, por otra casa, la familia por otra familia, la alianza de nuestra vida por otra alianza. Hay etapas especialmente críticas en las vidas de las mujeres y los varones. Esa es la crisis de la mediana edad. Es el momento de los divorcios, de los abandonos, del cambio de vida, de la subida al último tren... Y en ello ponemos nuestros sueños y nuestra fortuna. Lo que ocurre es que la vida se nos va degradando... vamos perdiendo nuestros valores, hundiéndonos... ¡hasta tocar fondo! De una u otra manera, esto nos ocurre a muchos seres humanos. Forma parte de nuestra intimidad y de nuestra historia. Cada uno sabe lo que le ocurre, pero es muy fácil abandonar la "casa", la propia morada, y vivir fuera de sí, sin morada, sin intimidad, derramándose sin sentido en modas que nos hacen envejecer.
Quizá, experiencias de este tipo, sean necesarias, para reajustar la vida, para entrar dentro de nosotros mismos y enderezar nuestra vida. ¡En esto consiste la conversión! El cambio de mentalidad conlleva un cambio de conducta. Ese cambio acontece en la soledad, en el despojo, cuando uno toca fondo y lo más espontáneo es decir un "¡Dios mío!" o un !madre mía!". Se apodera de nosotros el ansia de nido -¡que ese es el significado de la palabra "nostalgia"!- y añoramos nuestro hogar verdadero, nuestra casa.
El camino hacia la casa es fácil. Jesús nos dice que siempre hay alguien esperándonos. La vuelta al hogar, al redil, no es "entregarse a la justicia", sino "entregarse a la Misericordia". Es estremecedor que haya gente como Dios, como el Padre, que espera, que se conmueve, que corre al encuentro, que abraza y besa, que agasaja y celebra. Así es Dios, así son tantas personas que llevan en su corazón ausencias y traiciones, personas que están envueltas en el Don de la Misericordia.
El hijo menor se sentía indigno de llevar el nombre de "hijo", quería ser tratado como un "jornalero". Pero el Padre-Madre no lo tolera. En la humildad del que viene, descubre el Padre el enganche de su Amor estremecido. Por eso, pronto el Hijo menor arde en amor, en gratitud y redescubre, más que nunca, su condición filial. Por eso, él también abraza y se conmueve y entra en Casa.
El hermano mayor no tolera tanta comprensión. Siempre hay alguien que guarda las malas memorias y no está dispuesto a consentir que... El hermano mayor se distancia del Padre y de la Casa. Se vuelve reivindicativo. Hace el retorno del otro hermano imposible. Renuncia también a llamarlo hermano y lo presenta como "hijo de su padre". Acontece ésto mismo en muchas ocasiones. Las reconciliaciones se vuelven casi imposibles, por personas de este estilo. Y es que la raza de Caín sigue todavía presente, aunque sea bajo formas de religiosidad e intolerancia. Quienes piensan que tienen a Dios de su parte, al final se oponen al Dios misericordioso, cuando tratan de implantar la justicia de Dios... al final, están dispuestos a asesinar al mismo Dios y expulsarlo de su casa. Esa es la triste verdad de quienes en nombre de Alá han matado y siguen matando a tantos y tantos hermanos.... Si comprendieran que el Padre los considera también hijos y les dice: "Todo lo mío es tuyo...."
¡Qué bello es el mensaje que nos anuncia que hay misericordia y no juicio, que hay compasión y no condena, que hay amnistía y no cárcel! Dios Padre y Jesús nos han perdonado, antes de que nosotros pidamos perdón. Nos han concedido un perdón que nos hace nacer de nuevo. No nos piden cuentas de nuestros pecados. Bendita la Iglesia cuando ella anuncia el mensaje de la Reconciliación, cuando no es partidista, ni inmisericorde, cuando tiene el rostro y la actitud del Padre y no del hermano mayor. No necesitamos una Iglesia que esté siempre lamentándose de los males de la sociedad (¡consumismo!, ¡hedonismo!, ¡materialismo!... y tantos -ismos que escuchamos y leemos frecuentemente). Necesitamos la Iglesia que sale al encuentro del menor gesto de búsqueda, del menor intento de cambio, del menor deseo de hogar. Y es que el niño que todos llevamos dentro, puede nacer de nuevo, aunque seamos viejos.
JOSÉ CRISTO REY GARCÍA PAREDES
38. PARÁBOLA DEL
HIJO PRODIGO
También podíamos llamar a esta la Parábola del mejor de los Padres. La conocemos
como la del Hijo prodigo, porque el protagonista fue un despilfarrador. Pero o
que sorprende es que este hijo, que llenó de tristeza el corazón de su padre, se
lo hubiera encontrado a la vuelta, con esa actitud de generoso perdón. A través
de la historia cristiana, a infinita gente este relato lo ha llenado de
esperanza y le ha abierto los ojos de la confianza en Dios.
Todos podemos pensar, que en cualquier circunstancia de la vida, lejos o cerca
de Dios. Él es siempre el Padre que nos espera y se alegra de abrirnos la puerta
de su corazón.
Lo bonito de este Evangelio es que Jesús quiere enviar este retrato de su Padre
a los fariseos, escandalizados de que el Mesías se sentara a la mesa de los
pecadores. Esa era la Buena Noticia de Jesús: Que Dios es Padre y tiene
misericordia con todos y una debilidad especial por los pecadores.
Los Protagonistas
El Hijo pequeño. Es el menor de la familia. Le va la algarabía de una vida
fácil, y quiere irse de casa con todas las de la ley. Con el permiso del Padre y
el bolso lleno, con la parte de la heredad que le correspondía. ¡ Y a vivir que
la vida se acaba ! (algo que diariamente escuchamos hoy) Y lejos de la familia
para que esta no vea y se escandalice de la forma de disipar los bienes
recibidos.
Y lo vemos, pasado el tiempo, con hambre, sin dinero y cuidando puercos, el
trabajo más humillante para un judío.
Toda esa pendiente de desilusión, le hizo falta para "entrar en sí mismo" y
tener la gran decisión de volver a casa. Su padre lo trataría, como a uno de sus
jornaleros. Pobre, no conocía a su padre. Tal vez por eso se marchó. Y fue buena
aventura y desde su humillación poder conocer mejor a su Padre.
El Hijo mayor. Es un trabajador fiel a las órdenes de su padre. Parece un
solitario, poco comunicativo. Solo pensaba en él. No había conocido a su padre,
ni había sufrido la ausencia de su hermano pequeño.
Le escandalizó, (como a los fariseos) que el padre hicieses fiesta por la vuelta
de su hijo perdido. No siente la alegría de los otros. Como si le puede la
envidia. y sobre todo no se siente en su casa, como quien comparte las penas y
las alegrías.
El Padre. "Hijo... todo lo mío es tuyo" Esta palabra vale para todos. es el
padre pródigo, el que no escatima a la hora de darnos su gracia. "Todo es
vuestro. Pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios" (1 Cor 3. 22 )
Respeta la libertad del que se va, lo sigue de cerca con su amor, lo llena de
gracias para que vuelva.
En la Parábola, la vuelta esta contada con cuatro trazos, que son todo un poema
sobre la bondad de Dios. "Lo vio de lejos, se conmovió, echo a correr
abrazandole se lo comía a besos"
La vuelve a dar todo lo que había perdido: el traje nuevo. el anillo, las
sandalias de casa y luego la gran fiesta "Porque este hijo mío estaba muerto y
ha revivido, estaba perdido, y lo hemos encontrado"
Que gozo del Padre. Este es el retrato del Padre de las misericordias. El Padre
nuestro.
Mi propio regreso a cada de mi Padre.
Es lo más importante de este Evangelio. Que yo entienda y sienta que mi Dios es
ése. Que si tuviera otra imagen de miedo, de desconfianza, de lejanía al ver
este episodio de amor profundo, tenga que cambiar.
Ante ese Padre digo diariamente el la Misa. "Yo confieso que he pecado mucho de
pensamiento, palabra, obra y omisión" Lo decimos casi sin enterarnos de ello.
Pero es importante que caigamos en la cuenta, pues de otra forma nunca
llegaremos a sentir el abrazo del misericordia y de perdón que el Padre nos
ofrece.
Solo al sentir esta misericordia, podemos ejercerla nosotros con nuestros
prójimos. Nadie perdona mejor, que quien ha sentido el perdón de Dios.
Queridos hermanos de la lista. Parece que en esta Parábola no había una madre,
al menos no se le nombra. En nuestra casa común, que es la Iglesia de Jesús,
tenemos a una que nos quiere tanto que le llamamos Madre y refugio nuestro:
"Ruega por nosotros, pecadores"
Con mis pobres oraciones.
P. Rodrigo
39.LECTURAS: JOS
5, 10-12; SAL 33; 2COR 5, 17-21; LC 15, 1-3. 11-32
PADRE, HE PECADO CONTRA EL CIELO Y CONTRA TI.
Comentando la Palabra de Dios
Jos. 5, 10-12. Cuando el Pueblo de Dios entra en la tierra prometida, celebra la
Pascua. Entonces la liberación que Dios les ha concedido, iniciada al salir de
Egipto, ha llegado a su plenitud; por eso hay que alegrarse en el Señor. Sólo
entonces Dios pudo decirles: Hoy he quitado de encima de ustedes el oprobio de
Egipto. Nuestro camino de fe se ha iniciado con el Bautismo, en donde se hizo
efectiva nuestra conversión a Dios de un modo inicial. A partir de ese momento,
liberados del mal y fortalecidos por el Espíritu de Dios, que habita en
nosotros, nos encaminamos hacia la Patria Eterna en medio de pruebas y de
tentaciones. Cuando arribemos a la Casa del Padre Él podrá decir, finalmente,
que ha quitado de encima de nosotros el oprobio de nuestros enemigos, pues ahí
sólo habrá alegría y gozo en el Señor. Mientras caminamos por este valle de
lágrimas sepamos tener la mirada fija en el Señor; vayamos tras sus huellas
sabiendo que, a pesar de su muerte, ahora vive y reina eternamente. Ese es
también nuestro camino, pues, aun cuando tengamos que padecer, no será la muerte
sino la vida la que tenga la última palabra. Dios nos quiere con Él eternamente.
No nos quedemos encadenados a las esclavitudes del pecado, pues el Señor murió y
resucitó por nosotros para que, libres de toda atadura vivamos, ya desde ahora,
como hijos de Dios.
Sal. 33. Dios jamás se olvida de nosotros. Nosotros nos
alejamos de Él, pero Él siempre ha permanecido a nuestro lado. Cuando hemos
acudido a Él siempre nos ha escuchado; y cuando le pedimos que nos librara de
nuestros enemigos salió en defensa nuestra. Él se hizo Dios-con-nosotros para
decirnos, no sólo con las palabras sino con su vida misma, cuánto nos ama. Por
eso no podemos ya vivir para nosotros mismos, no podemos continuar ofendiéndolo
ni denigrando su Santo Nombre ante las naciones, sino que hemos de bendecir al
Señor a todas horas con una vida intachable. Si en verdad creemos que el Señor
nos libró de nuestros pecados y de nuestros enemigos manifestemos esa fe con una
vida intachable. De lo contrario estaríamos viviendo en una fe falsa y nuestro
retorno al Señor habría sido en vano. Quien tiene a Dios consigo es una nueva
creatura, pues el pecado ha quedado atrás y ya no vive para sí mismo, sino para
Aquel que por nosotros murió y resucitó.
2Cor. 5, 17-21. Al que nunca cometió pecado Dios lo hizo pecado por nosotros.
Jesucristo, el Siervo de Dios, cargó sobre sí nuestros sufrimientos y soportó
nuestros dolores. Él trae a muchos la salvación porque cargó con nuestras
culpas. Nosotros, que estábamos muertos a causa de nuestros delitos y de nuestra
condición pecadora, Dios nos ha hecho revivir junto con Cristo, perdonándonos
nuestros pecados. Ha destruido el documento acusador que nos era contrario y lo
hizo desaparecer clavándolo en la cruz. En esto conocemos el amor que Dios nos
tiene pues, siendo aún pecadores, entregó a su propio Hijo para rescatarnos del
pecado y de la muerte, y para hacernos hijos de suyos. Por eso, tanto por la
Misión que Él nos encomendó, como por consecuencia del amor que hemos
experimentado, no podemos dejar de anunciar a los demás que Dios nos ama y que
es misericordioso para con todos, invitando a todos a volver a Él para que
también a ellos los perdone y los reciba como a hijos suyos.
Lc 15, 1-3. 11-32. El Padre Misericordioso para con todos se nos revela en este
Domingo, siempre dispuesto a perdonar y con la ilusión de vernos fraternalmente
unidos, capaces de perdonar y comprender, pues nosotros nacimos de Él. A Él no
le importan nuestras miserias, sino que volvamos a Él con un corazón arrepentido
y con una voluntad decidida a vivir con Él, a dejarnos revestir de la vida que
nos ofrece en su Hijo Unigénito, dispuestos a alimentarnos con su Palabra y con
sus Sacramentos, decididos a proclamar su amor y su misericordia a todos los que
aún no lo conocen o que, al igual que nosotros, se alejaron de Él para
malgastarlo todo y destruir su vida. Dios sabe que la Iglesia de su Hijo no es
la "iglesia de los puros"; Él sabe que somos pecadores, pero que vivimos en una
continua conversión, hasta que Dios mismo nos haga santos como Él es Santo. Si
Dios ha sido misericordioso para con nosotros, también nosotros debemos serlo
para con los demás. No podemos rechazar a alguien a causa de sus maldades, tal
vez demasiado graves. El Hijo de Dios se hizo cercano con todo su amor y su
misericordia a los pecadores, paganos, publicanos, samaritanos y gente de mala
fama. Si así actuó el Hijo de Dios para ganarnos a todos y conducirnos a la
Gloria del Padre, ¿quiénes somos nosotros para rechazar o apartarnos de los que
vagan como ovejas sin pastor por caminos de muerte y de sombras de pecado?
Aprendamos a amarnos y a ser comprensivos con todos, buscando el bien de todos a
la altura del amor que Dios nos ha tenido a nosotros.
La Palabra de Dios y la Eucaristía de este Domingo.
Dios, a quienes nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, nos reúne en
torno a Él para que participemos del Banquete, que ha preparado para nosotros
con su Cuerpo y con su Sangre, que se convierten para nosotros en Pan de Vida
eterna. Nos reunimos con la alegría de sentirnos todos hijos de Dios y de vernos
y amarnos como hermanos. No podemos estar ante el Señor como una clase aparte;
Dios nos quiere fraternalmente unidos, sin divisiones causadas por las
categorías de élites, conforme a los criterios de este mundo. Ante Dios lo único
que cuenta es el amor. Si Nuestro corazón está lleno de amor a Dios y de amor al
prójimo; si ese amor no se queda en un intimismo, sino que se manifiesta a
través de nuestras obras, entonces Dios nos reconoce como a sus hijos amados. Si
nuestros caminos han ido en una dirección contraria al amor y queremos entrar en
comunión de vida con el Señor y sentirnos amados por Él, es necesario que nos
pongamos a reflexionar y decidamos tomar el camino de vuelta a Dios. Él nos
espera con el amor con que un Padre espera a sus hijos. Que no acudamos a la
celebración Eucarística sólo para cumplir con un deber, sino que vengamos porque
queremos encontrarnos con nuestro Padre que nos ama y con nuestros hermanos, a
quienes aceptamos sin distinciones, en nuestro corazón. Sólo amando a nuestro
prójimo tendrá sentido el entrar en comunión de Vida con Cristo. Que Él nos
conceda ser sinceros en nuestra fe.
La Palabra de Dios, la Eucaristía de este Domingo y la vida del creyente.
El hijo menor se alejó de su Padre, para malgastarlo todo y quedar
irreconocible. Sólo su Padre sabrá que es su hijo el que retorna todo
deteriorado exteriormente, pero con el corazón con una pequeña chispa de amor;
eso es lo único que reconoce el Padre, pues es lo que nos identifica con Él, el
Dios-Amor. Pero cuando el hijo menor regresa a casa se inicia el alejamiento del
hijo mayor, pues aun cuando permanece en casa, ha dejado de amar. Con sus
palabras está diciendo que nunca ha amado a su Padre, sino que ha estado con Él
sólo por interés. Y puesto que su corazón sólo se ha centrado en los bienes
pasajeros, ahora ve a su hermano como un rival, no en el corazón del Padre, sino
en disfrutar de las cosas materiales. Lleno de todo pero falto de amor; buscando
la felicidad que no se encuentra en lo pasajero y perdiendo la oportunidad de
sonreír y de disfrutar de la vida por no saber amar. Dios nos introduce en la
tierra prometida de su amor, de su paz, de su felicidad. Pero no podemos
permanecer en ella si no sabemos amar. Los egoístas son expulsados de ese
paraíso, en el que no caben los que se centraron en sí mismos y se olvidaron de
los demás y de Dios, pues hicieron de lo pasajero su dios y la razón de su vida.
Por eso, en esta Cuaresma, sabiendo que de una u otra forma hemos traicionado al
amor, con humildad hemos de volver al Señor diciéndole: Padre, he pecado contra
el Cielo y contra ti. Que Dios nos conceda vivir amándolo a Él con sinceridad, y
amando a nuestro prójimo y siendo comprensivos con él como Dios nos ha amado y
ha sido comprensivo para con nosotros.
Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra
Madre, la gracia de vernos y amarnos como hermanos, para que juntos nos
encaminemos hacia la Casa del Padre donde Él esté en nosotros y nosotros en Él
eternamente. Amén.
www.homiliacatolica.com
40. Volver a la
casa del Padre
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Fernando Pascual
Dios es Padre. Existimos, somos, por Él. Nuestra vida se comprende desde su
amor. Nos ama como un padre, como una madre, y desea lo mejor de nuestras vidas.
El lo es todo para nosotros. Cada suspiro, cada latido del corazón, prolongan su
amor y su fidelidad. Existo porque Dios me ama.
Pero a veces preferimos nuestros planes, nuestro bienestar, nuestra autonomía.
Nos enamoramos de un espejismo, de una nube, de un proyecto personal. Dejamos la
casa del Padre, y partimos lejos.
Mientras, en casa, el Padre permanece, con un amor infinito, eterno. Es el
Padre, simplemente. Conoce nuestra historia, nuestros éxitos y fracasos. Nos
espera. Cada tarde se asoma para ver si el hijo, el que está lejos, regresa.
Cuando las dificultades aumentan, cuando la vida nos duele, empezamos a
recapacitar. Miramos hacia atrás. Pensamos en la casa, pensamos en el Padre.
Vemos que muchos de los que se han quedado en casa disfrutan de esa paz y de esa
seguridad que tuvimos un día y que ahora nos falta. Si volvemos, ¿nos aceptará
el Padre?
Quizá sea bueno no esperar al momento del dolor, del fracaso, de la derrota,
para volver a pensar que tenemos una casa. Es bueno recordarlo también cuando
las cosas van bien. Debemos no olvidar que el Padre sufre si estamos lejos. Es
inmensamente feliz si volvemos.
Es bueno preguntarse: ¿dónde estoy? Si estoy en casa, he de dar gracias a Dios,
al Padre, por su amor. Si estoy lejos... Es el momento de partir. En la
confesión Dios me acoge con los brazos abiertos. Es, siempre, simplemente,
Padre...
41.
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