35 HOMILÍAS PARA EL DOMINGO IV DE CUARESMA

11-19

11.

-UN JESÚS MUY LIBERAL Por eso resulta sorprendente lo que de Dios dice Jesús. Parece como si hubiera bebido un poco más de la cuenta y, en estado de euforia, se le hubiera ocurrido esta parábola demasiado liberal.

¿Qué otra explicación tiene el hablar de Dios de este modo? Siempre hemos oído y predicado que Dios es justo y recto, que da a cada uno según sus obras, que premia al que hace el bien y castiga al que hace el mal, es misericordioso pero no se puede abusar de El. En cambio, Jesús habla de Dios como de un padre que tolera que un hijo se le escape de casa, en lugar de prohibírselo con su autoridad. Un Padre que deja en libertad a sus hijos antes de estar preparados para usarla con responsabilidad y madurez. Un Padre que permite que un hijo se le eche a perder pudiendo evitarlo. Un Padre, además, que cuando el hijo vuelve movido por la necesidad, no por el cariño espontáneo, le organiza una fiesta en lugar de ponerle cara serie y darle la reprimenda que se merecía. Un Padre así no es como deben ser los padres.

-UN JESÚS POCO REALISTA

Una concepción así puede ser muy bonita para leerla en el evangelio, pero es poco realista, es demasiado ingenua y hasta un poco peligrosa. Lucas la podía haber omitido y callársela como hicieron los otros evangelistas.

¿Cómo se le puede decir a la gente que Dios es así? La gente, que todo lo entiende como quiere, puede perder el miedo y hacer lo mismo que el hijo menor: marcharse, emanciparse, actuar por su cuenta, no seguir los consejos y las normas, abusar de la confianza, creerse mayor cuando sabemos que a la gente hay que darle y decirle claramente todo lo que tienen que hacer.

Podría resultar muy peligroso para la sociedad, la familia y la Iglesia, que la gente entendiera esta parábola con la radicalidad que le da Jesús. Si esta parábola se pusiera en práctica sería el caos. Sin una autoridad como Dios manda, que hace respetar las normas y defiende y salvaguarda el buen funcionamiento de la sociedad, la institución familiar de derecho natural, y la institución eclesiástica, de origen divino, sin esa autoridad, repito, todo nuestro ordenamiento social, familiar y religioso se iría a pique.

-UN JESÚS POCO AGRADECIDO No es que seamos pesimistas, ni infravaloremos a la gente, pero no podemos ser idealistas como Jesús y permitir que desaparezca el miedo a Dios. La gente real no entendería a un Dios así y se excedería, movida por la confianza en que Dios, al final les iba a perdonar siempre.

A la gente hay que darle bondad y misericordia después que han asumido la importancia de cumplir con su obligación, pero no antes. La gente debe descubrir lo importante que es la existencia de unas leyes que nos indican por donde debemos ir, que nos ayudan a guardar cada uno su sitio y comportarse como corresponde.

La gente debería saber lo difícil que es ejercer la autoridad y estar pendiente de los muchos peligros que cada institución tiene, porque siempre hay quienes la ponen en peligro, unos por rebeldía, otros por ingenuidad. Pero quien la ejerce vela, con sentido paternal, por el bien de todos, animando a unos para que sigan cumpliendo y controlando y amonestando a otros para impedir que se pierdan, por su bien.

-UNA BROMA PESADA

Seguramente que Jesús, aquel día, se excedió un poco en el transcurso de la comida con sus invitados y a modo de broma, les contó esta parábola chistosa a aquellos respetables y dignos señores que le llamaban la atención.

Yo, de todas maneras, suprimiría su lectura para evitar el peligro de que, un día, los cristianos de a pie se la tomen en serio y comiencen a creer que Dios es tan bueno como dice Jesús, porque entonces, ¿a dónde iríamos a parar? Es más prudente mantener la figura heroica del hijo mayor que, cumplidor y obediente, defiende los intereses de la familia mucho mejor, incluso, que el Padre, demasiado dado a la alegría, a la fiesta y al perdón incondicional, demasiado padrazo, demasiado bueno para lo que necesitamos. De paso, suprimiría también la lectura de San Pablo, que nos invita a actuar como Dios: a perdonar a todos sin pedirles cuenta de sus pecados.

JOSÉ ALEGRE ARAGÜÉS
DABAR 1986, 18


12.

Hermanos:

1. Esta página extraordinaria que acabamos de escuchar no reclama muchos comentarios. El mejor comentario es el silencio: un silencio contemplativo y emocionado. ¡No permitamos que textos como éste nos pasen sin pena ni gloria, como una musiquilla conocida, como una historieta que ya sabemos cómo termina! Dejemos que penetre en nosotros y que impregne nuestro espíritu como la lluvia bienhechora que empapa la tierra; ¡seamos como una esponja que se deja empapar de agua!

2.¿La parábola del hijo pródigo?. Así la llamamos. Pero, si os habéis fijado bien, el gran protagonista es el padre, un padre que ama. Que ama al hijo mayor, que está en casa con él, fiel en todo. Y que ama al hijo pequeño, que ha corrido medio mundo y ha vivido una vida de placeres a tope.

3. A través de este padre Jesús está hablando de Dios, a quien él llama siempre el Padre. Nos dice quién es Dios para nosotros, como nos mira, cómo nos ama. Y no lo hace con sabias explicaciones, con las preguntas y respuestas de un catecismo, con largas y complicadas elucubraciones. Nos lo dice de la manera más sencilla del mundo: de una manera que todos podemos comprender sin dificultad: pequeños y mayores, sabios e ignorantes. Nos lo dice con una historieta.

4. Hablar de Dios de esta manera tiene muchas ventajas. Los relatos se recuerdan con mayor facilidad y quedan grabados en nuestra sensibilidad. No sólo nos explican cosas de Dios; sino que, además, nos conmueven, nos impresionan, afectan nuestros sentimientos. Y nos mueven a dar respuesta. ¿No decimos que una imagen vale más que mil palabras? ¡Esta parábola de hoy vale más de una colección entera de libros que hablen de Dios!

5.¿Pero quién se puede atrever a hablar de Dios con esta sencillez?. Sólo una persona que le conozca mucho, que le ame mucho. Hablar de Dios de una manera tan clara y comprensible es muy difícil. Hay que estar muy cerca de Dios para conocerlo tal como es y para comunicarlo (casi me atrevería a decir "para pintarlo") de una manera tan trasparente. Esta es la ventaja de las parábolas de Jesús. Por eso no nos cansamos de leerlas y contemplarlas.

6. Jesús nos habla de Dios. Pero nos habla también de él mismo. Los fariseos y los doctores de la ley (hemos leído al inicio) murmuraban: "Ese acoge a los pecadores y come en ellos". Jesús no desmiente esa acusación. Se limita a explicarles unas parábolas. Es como si dijera: Si Dios acoge a los hijos perdidos como el padre al hijo menor, ¿por qué no tengo yo que acoger a los pecadores y comer con ellos? Dios es así; yo soy así. Dios se comporta de esta manera; yo me comporto de esta manera. Así, pues, si queremos saber cómo es Dios, cómo nos mira, cómo se comporta con nosotros, miremos a Jesús: cómo es, cómo nos mira, cómo se comporta. Jesús es la presencia de Dios entre nosotros, es el Dios-humano. Un día dijo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,6.9).

7. Jesús habla de Dios, del Padre. Y nos habla de unos escribas y fariseos. De aquellos escribas y fariseos que creían que Dios es un personaje frío, severo, alejado, que lo mira todo con lupa y que, allá donde encuentra alguna imperfección, le da palo. Cuando acusan a Jesús -"Ese acoge a los pecadores y come en ellos"- quieren decir: Este Jesús no es de Dios; si fuera de Dios, no se comportaría como lo hace. Estos escribas y fariseos se comportan como el hijo mayor. ¡Se ha pasado tantos años sin moverse al lado del padre y sin desobedecer nunca ni uno solo de sus mandamientos! Y ahora se siente molesto y contrariado por la fiesta y el alboroto que el padre ha organizado para celebrar la vuelta del hijo menor, "que se ha comido tus bienes con malas mujeres" (dice al padre en tono acusador).

8. Aprendamos la lección. Pongámonos la mano en el corazón. Si tenemos un corazón reseco, endurecido, frío, en nuestras relaciones entre nosotros, no obramos como Dios Padre ni como Jesús. Si nos consideramos de los buenos, de los cumplidores, y creemos que eso ya nos da una especie de exclusiva para ir con Dios y sentarnos a la mesa con Jesús, hacemos lo mismo que aquellos escribas y fariseos. Si nos quejamos de que Dios es demasiado bueno, demasiado condescendiente con todos; si queremos que saque el palo y castigue, estamos haciendo lo mismo que el hijo mayor. Si nos distanciamos orgullosamente de nuestros hermanos y decimos a Dios con dureza "este hijo tuyo", escucharemos como Dios nos devuelve a la realidad y nos responde benévolamente: "este hermano tuyo".

9. Cuando pensamos en Dios. ¿cómo nos lo imaginamos? ¿Como un viejo con barbas blancas, como si fuera el rey blanco?, ¿como un triángulo con el ojo en medio y rodeado de nubes?; ¿como un guardia que vigila? ¿Pensamos en la montaña de Sinaí, rodeada de truenos, relámpagos y humareda? Hasta que no pensemos espontáneamente en este padre de la parábola, no podemos decir que seamos cristianos. Dios nos trata como hijos, respeta nuestras decisiones, nos deja hacer libremente nuestro camino. Pero nos ama siempre como un padre; tiene entrañas de misericordia; olvida, acoge, abraza, perdona. No se acuerda de las culpas y nos espera siempre, con la mesa preparada, a punto para invitarnos a una gran fiesta.

JOSEP M. TOTOSAUS
MISA DOMINICAL 1992, 5


13.

-Vuelta hacia el Padre

El relato es clásico (Lc. 15,1... 32). Nos fijaremos únicamente en dos puntos fundamentales: el movimiento de conversión expresado por el hijo pródigo: "Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti"; y las palabras del padre: "Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido". Nos encontramos aquí en plena alegría pascual, que se celebra con un banquete: "Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida".

En este episodio, el hermano primogénito tiene claramente la impresión de que su padre es injusto y lo siente duramente. El ha sido el fiel, el observante, el que no ha olvidado nunca el menor deber en sus quehaceres, el que ha atendido siempre a su padre y le ha ayudado escrupulosamente en su trabajo. El relato sitúa muy bien la misericordia del Señor: Aunque tiene en cuenta con amor al que le es fiel, no puede permanecer insensible a quien se arrepiente y quiere volver; su corazón estalla y ahí está toda la revelación del amor infinito de Dios para con quien se decide a dar un paso hacia él. Ese "paso hacia él" no sólo lo espera el Señor, sino que lo provoca. Es todo el misterio de la ternura de Dios con el pecador.

-El Banquete celebrado en casa

La primera lectura nos indica cómo ha de comentarse el evangelio. Se trata del banquete y de la mesa de los pecadores. En Josué 5, 9. . 12 no es el ritual de la celebración de la Pascua lo que interesa al autor, sino el hecho de la entrada en la tierra prometida y de comer su fruto. Imposible no pensar en el banquete preparado al hijo pródigo que va a comer el fruto de la casa de su padre. Es el final del duro período de marcha por el desierto; es un nuevo estilo de vida que comienza. Deja caer el maná; era una ayuda pero también una prueba, ya que muchos murieron por comer, sin aceptar su propia condición, de mano de Dios y entre murmuraciones. De hecho, el verdadero alimento será el que dé Jesús. Porque en Cristo es donde hemos sido reconciliados. El tema de la 2ª lectura (2 Co. 5,17-21) insiste en ello. Ese es el significado del ministerio apostólico: reconciliar a todos los hombres en Cristo. Y henos ya una criatura nueva; el mundo antiguo ha pasado, otro mundo nuevo ha comenzado ya. Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo. El llamamiento de Pablo sigue punzante hoy día: "En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios".

Nuestra respuesta podría ser desesperada: "Sí lo queremos, pero no nos sentimos capaces de dejarnos reconciliar; existen tantas tendencias en nosotros, tantas aspiraciones hacia la tierra y sus alegrías, que nos es imposible escapar a la codicia". En ese momento nos responde Pablo: "Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a el, recibamos la salvación de Dios". Mediante Cristo, que ha tomado nuestra carne, somos capaces de dejarnos reconciliar. El es quien nos reconcilia mediante su Sacrificio, y henos así capaces de tomar parte en la santidad de Dios mismo.

Tales son nuestras posibilidades y tal debe ser nuestra actitud: volver al Padre, tomar parte en el banquete de los pecadores, reconciliados en Cristo Jesús. Por eso el salmo 33, que sirve de respuesta a la 1ª lectura, es verdaderamente un canto eucarístico; es una acción de gracias de todos los que hacen la experiencia de Dios y saben que son escuchados cuando se dirigen a él en su desamparo. El salmo que responde a la Pascua de Josué es también el canto de los que, reconciliados mediante Cristo, vuelven a casa y son recibidos en el Banquete de los reencuentros, en la celebración eucarística, signo del Banquete definitivo de los últimos días.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 3 CUARESMA
SAL TERRAE SANTANDER 1980.Pág. 166 s.


14.

El hijo pródigo

Esta parábola en el fondo no es otra cosa que una exégesis poético-dramática del nombre de Dios. Aquellas palabras que escuchó Moisés: «Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y benévolo, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad». O aquellas otras: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6, 6). Dios es pura misericordia con sus hijos, y no quiere de nosotros otra cosa que el ejercicio de la misericordia.

-La miseria de la huida y los pasos de la misericordia H/FUGITIVO Huyendo. El hijo menor de la parábola emprende una huida hacia adelante, desesperada. Parece mentira que de un padre así alguien quiera separarse. Pero la verdad es que, más que huir del padre y de su casa, este joven huye de su propia casa, huye de sí mismo, huye siempre de Dios.

Desde aquello del Paraíso, el hombre universal, el hombre, es un fugitivo. Busca siempre paraísos nuevos; pero la verdad es que está huyendo de su verdadero paraíso, que se encuentra en el interior.

--El hombre huye de Dios, desde el principio; pero como resulta que Dios está en lo más íntimo de cada uno, al huir de Dios, huye de sí. Lo dice hermosamente el hijo pródigo que fue San Agustín: «Yo era el que estaba alejado de Vos y me veía como el hijo pródigo, privado aun de las bellotas con que alimentaba a los cerdos... ¡Pobre infeliz de mí! ¡Por qué grados fui cayendo hasta dar en el profundo abismo en que me veía! Porque yo, Dios mío, con mucha fatiga y ansia os buscaba..., siendo así que Vos estabais más dentro de mí que lo más interior que hay en mí mismo, y más elevado y superior que lo más elevado y sumo de mi alma» (Conf 3, 6).

--El hombre huye también de sus hermanos y familia, huye de la comunidad, huye de los otros. Pero también eso es huir de sí mismo. Porque el hombre se realiza en la relación. Si evitamos las relaciones profundas, nos empobrecemos y nos perdemos.

-¿Quiénes huyen? Hay muchas clases de huidas. El que busca tesoros, huye. El que persigue el placer, huye. El que evita responsabilidades, huye. El que teme al diálogo y al encuentro, huye. El que no se encuentra a sí mismo, huye. El que se aturde y se droga con lo que sea, huye. El que vive para el consumo, huye. El que no reflexiona ni reza, huye. El que pierde la fe, huye.

La huida no nos lleva a ninguna parte. O nos lleva siempre a la insatisfacción, al nerviosismo, a la angustia. «Llegué a hacerme a mí mismo una región solitaria y un país desértico, donde reinan la pobreza y la necesidad" (Conf 2, 10). La huida nos lleva a cuidar cerdos y pasar hambre. Peor. Huíamos para ser independientes y venimos a caer en las manos del consumismo. Este será nuestro nuevo amo, que nos paga con un sueldo engañoso. En vez de hacernos pasar hambre, nos hace engordar, hasta convertirnos en cerdos gruñidores. Así, de hijos pasamos a esclavos; de esclavos pasamos a objetos de consumo.

-La misericordia

El camino del retorno es difícil. Sólo puede hacerse a golpe de gracia, como vemos en San Agustín o en Foucauld o en cualquiera de nosotros. El amor misericordioso de Dios es más fuerte que nuestras miserias.

Dios nunca nos abandona, por mucho que corramos en la huida. El va siguiendo nuestros pasos. Tú puedes olvidarte de Dios, pero El no se olvida nunca de ti. Un hijo puede olvidarse de su madre, pero la madre no se olvidará nunca de su hijo; pues aunque ésta se olvidara, Dios no se olvidará (cfr. Is 49,15-16; 43, 4; 54, 8).

-Silbos tenues

El amor misericordioso de Dios es más fuerte que todas nuestras miserias. El no espera a que volvamos, sino que sale en nuestra busca. Y empieza a llamarnos por nuestro nombre: silbos tenues, que van creciendo en intensidad: aldabonazos cada vez más fuertes a nuestra puerta; gritos al oído, hasta «romper nuestra sordera».

El hijo pródigo de la parábola «entra en sí mismo» y «se puso en camino», atraído por el imán del padre. Hasta allí llegaba la fuerza de su amor. El amor atrae al más alejado; cuando uno se siente amado es cuando se pone en camino, es el principio de la salvación.

-Hambreando

El pródigo, el hombre, más que hambre de pan, tenía, tiene, hambre de amor. El amor es lo que únicamente buscamos en nuestra loca huida; lo que pasa es que no sabemos dónde encontrarlo. Decimos que buscamos la felicidad, pero es lo mismo; la felicidad sólo se encuentra en el amor. "Preséntame un corazón amante y comprenderá lo que digo... Preséntame un corazón hambriento, un corazón que, sintiéndose solo y desterrado en este mundo, esté sediento... y asentirá en lo que digo... cada uno es atraído por el amor...» (San Agustín Trat. 26, 4-6).

El sol de toda esta historia es el corazón del padre. Tiene una poderosa fuerza de atracción, capaz de levantar al hijo de su postración y ponerle en camino en marcha progresivamente acelerada, más deprisa y más gozosa según se va acercando.

-El encuentro

Pues era como entrar en esa hoguera de amor que era el padre. Era como bañarse en ese océano de ternura que era el padre. Era como entrar en el paraíso que era la casa del padre. Era como despertar de una horrible pesadilla y abrir los ojos al rostro iluminado del padre. Era como entrar en un banquete de cumpleaños, celebrando los amores del padre. Era como ponerse a escuchar cuentos maravillosos, sentado sobre las rodillas del padre. Era como sentirse totalmente perdonado con los besos y caricias del padre. Era como sentirse todavía más amado, sin saber cómo ni por qué, por el corazón del padre.

-Ataduras de amor

Y esto es lo que más debe quedarnos: el convencimiento del amor incondicional del padre. No pregunta ni exige nada. No indaga el cómo y el porqué. Sea lo que sea, ya está perdonado. Ya véis cómo castiga: con besos y abrazos. Ya véis cómo le ata, para que no vuelva a escaparse, con ataduras de amor: «Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor» (Os 11, 4). Son, sin duda, los lazos más eficaces. Pues, que yo me sienta, hijo, siempre amado por el Padre; que yo vea a Dios siempre como mi padre, mi madre, mi Amor; y que, pase lo que pase, yo me sienta siempre perdonado, siempre amado y que, vaya donde vaya, sepa que nunca me alejaré de Dios.

-Los brazos de Dios

Y esto es también lo primero que tenemos que aprender: que nuestro amor debe parecerse al del Padre; que debemos amarnos unos a otros incondicionalmente, sin preguntar cómo ni por qué; que debemos abrir la casa a cualquiera que llama a nuestra puerta, y se sienta ilimitadamente acogido; que debemos mirar con especial misericordia a los hermanos que están más alejados o han caído en mayor degradación: que nunca debemos desesperar de la vuelta de los que se fueron: que lo único importante es que nos amemos más, y que, si alguien llega a nuestros brazos, que los sienta fuertes y cariñosos como los brazos de Dios.

-Hermano mayor

Lo único que no hay que aprender de la parábola es el ejemplo del otro hermano. Es el que juzga, el que compara, el que mide, el que envidia; el hombre de la ley y la calculadora, el hombre frío y sin entrañas, el hombre de la justicia sin misericordia, el hombre que cumple pero no ama, el hombre que acumula méritos y se cree justo, el hombre que exige la paga y no se fía, el hombre que no entiende lo que es gracia. No te parezcas nunca a él.

CARITAS
UN DIOS PARA TU HERMANO
CUARESMA Y PASCUA 1992.Págs. 97-100


15.

1. El pecado, ruptura de la unidad

La parábola de este domingo, mal llamada del «hijo pródigo», pues es más bien la del «padre misericordioso», nos revela qué sucede en una comunidad dividida por el pecado de quienes la abandonan y por el pecado de quienes se niegan a la reconciliación. El hijo menor abandona el hogar, rompe la unidad familiar, dilapida los bienes de su comunidad. Y más aún, se desliga le las responsabilidades para marcharse solo. El pecado siempre es un acto comunitario, o mejor dicho: contra la comunidad. Aparece como una fuga de nuestra condición humana, eminentemente social; como un evadirse de la diaria responsabilidad de construir el bien común en un proceso lento y trabajoso. Por eso no podemos comprender qué es el pecado, si antes no tomamos conciencia de que formamos una sola familia, la familia humana, que debe crecer y desarrollarse con el aporte de todos. El pecado no es una «cosa mía», como solemos decir a veces. Pues esa cosa mía atenta contra los demás. Así, por ejemplo, odiar es dejar de aportar amor; mentir es dejar de aportar verdad. El hombre-caminante no tiene disyuntiva: construye con los demás o destruye a los demás. Muchas veces hicimos del pecado un acto solitario, secreto, íntimo, la «violación de una ley», olvidándonos de que violamos a los hermanos y, por eso mismo, violamos a Dios que es amor. Por igual motivo hicimos del perdón de los pecados un acto ritual oculto, individualista, hermético...

Pero también el pecado es un espejismo. Toda comunidad tiene sus problemas y exige sacrificio mantener su espíritu. ¡Qué fácil es pensar que afuera todo es rosa!... No podemos olvidar que nuestra comunidad sigue construyéndose en el «desierto», desierto que se hace habitable en la medida en que los hombres saben unirse en la larga marcha. Tarde lo comprendió el hijo de la parábola.

Entretanto, ¡qué madurez la del padre! Prefiere perder parte de sus bienes antes que perder al hijo. Respeta su libertad, calla y espera. El hijo ya no es un niño, quiere hacer su vida, probar otros campos. Y el padre confía en él... Importante detalle del evangelio: Dios confía en nosotros y en nuestra capacidad de superación, más de lo que nosotros confiamos en él.

2. Convertirse: volver a la casa

A veces decimos que para que «Dios nos perdone, debemos arrepentirnos». Leyendo con atención la parábola, parecería que Jesús dice otra cosa o, por lo menos, mucho más que eso. En efecto, el «arrepentimiento» del hijo no fue el simple gesto interior de decir: «esto lo hice mal», sino que implicó todo un proceso de «vuelta a la comunidad», para integrarse nuevamente a aquella familia que había abandonado; si bien él mismo, preso de la desconfianza, sospecha que no será bien recibido. Sus razones tendría... No olvidemos, en efecto, que la parábola está dicha contra los fariseos que se resistían (el hermano mayor) a recibir a los pecadores en su comunidad.

Varios son los actos que conforman la conversión, aún inmadura, del pecador:

--Primero: Reflexionar («recapacitando, dijo...»). Tiene coraje para mirarse tal cual es: solo, desnudo, hambriento, prostituido con los cerdos. Ahora comprende mejor a su comunidad, intuye la fuerza del amor, la importancia de estar cerca de quien ofrece una sonrisa o una mano. Ahora ve su obra, la obra del egoísmo: un padre triste, una familia rota, una comunidad dividida. Reyertas, guerras, hambre, odios, mentiras, envidia...

--Segundo: Entonces reconoce su pecado. Gesto valiente con el que tuvo que romper la resistencia de su orgullo herido. Cómo cuesta, en efecto, decir: "la culpa es mía". Gesto sincero; gesto lleno de esperanza. Comienza a creer en él mismo, en su familia, si bien no del todo. Pero está dispuesto a ocupar aunque sea un puesto secundario, con tal de no seguir solo. Ahora sí que es un hombre: reconoce sus límites, pero también arriesga una carta más... Quiere crecer.

--Tercero: Y en un gesto absolutamente nuevo, «se levanta» y se pone en camino hacia la casa del padre. Su levantarse es todo un símbolo: de regeneración, de nuevo nacimiento, de Pascua. Sepulta el pasado, pero él no muere: renace. Bien lo recuerda la primera lectura, cuando los hebreos salieron de la esclavitud de Egipto y acamparon en su tierra: «Hoy os he despojado del oprobio de Egipto... Los israelitas acamparon y celebraron la pascua ese mismo día...» Ahora el pecador debe enfrentarse con esa comunidad a la que ha dado las espaldas con su pereza, para reconciliarse con ella. No basta la reflexión y el cambio interior. Hay que re-hacer el vínculo roto. No basta «confesar el pecado», debe devolver el amor sustraído, debe integrarse reparando con el nuevo esfuerzo el pasado egoísmo.

3. La fiesta de la reconciliación

Jesús no define lo que es el perdón, pero nos señala sus actos y el espíritu con que debe estar animado. Hay una frase clave, puesta dos veces en boca del padre: «Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y lo he encontrado.» Si se pusiera en práctica sólo este renglón del evangelio, es posible que transformaríamos el rostro de la Iglesia.

Perdonar no es el simple olvido del pasado, ni tampoco un gesto que humilla a quien lo solicita. El perdón es la vuelta al amor, a un amor mucho más profundo y maduro, aceptando al otro como es (detalle en el que fallará el hijo mayor). El perdón es la síntesis de dos amores: un amor que espera y un amor que renace.

Así lo sintió el padre. Lo que viene después se comprende: abrazos, besos, fiesta. Su hijo ha renacido: por eso lo viste, lo calza, le entrega su anillo. El padre «viste» a su hijo como «hijo», lo reconoce persona, hombre digno... porque supo volver.

El perdón de los pecados, en el pensamiento de Jesús, es mucho más que recibir la absolución del sacerdote. Es la fiesta de la reconciliación de toda la comunidad. Veamos qué implica reconciliarse según Jesucristo:

--Es dejarse amar. Esto parece fácil y, sin embargo, es lo que más nos cuesta, como le costó a aquel hijo. Creer en los demás, dejarse invadir por su afecto, eliminar los recelos, acortar las distancias. ¡Qué frías suelen ser nuestras comunidades! ¡Qué serias y tristes! ¡Cuánta formalidad y etiqueta, pero qué poca espontaneidad y calor! Una educación racionalista nos ha castrado emocionalmente. Tememos amar y ser amados. Desconfiamos del cariño y del gesto afectuoso. Con cuántas corazas entablamos una relación... Lo primero, pues, en esta fiesta de la reconciliación es dejarse amar, sentirse amados.

--Transformarse en un hombre nuevo. Así lo explica Pablo en la epístola de hoy: «Lo antiguo ha pasado; lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo... Es decir: Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados...»

Todos sabemos del descrédito del sacramento de la «confesión». ¿Para qué confesarse, si después todo sigue igual? Y, sin embargo, qué distinta la mentalidad del evangelio. Reconciliarse es un gesto responsable, bien pensado. Es "dejar lo antiguo", sintiéndose capaz de vivir lo nuevo.

Esto implica que el gesto de la reconciliación sea precedido por un largo aprendizaje comunitario, por la meditación de las exigencias del evangelio, por la asunción de un compromiso de trabajo en pro de la comunidad. Esto no tiene nada que ver con ciertos arrepentimientos que hacemos en un minuto, cerrando los ojos, mientras nos cogemos la cabeza entre las manos...

--Celebrar una gran fiesta. Es lo más llamativo de la parábola y lo que provocó la protesta del hermano mayor. ¿Fiesta de reconciliación?, gritan los hipócritas que enlutan el templo el día del perdón.

FIESTA/RECONCILIACION: Sí, y «fiesta en serio». Que la gente se reúna, se salude, que coma y beba, que cante y baile. A veces nuestras fiestas son tan «espirituales» que sólo los ángeles parecen divertirse... Después de haber leído durante veinte siglos esta parábola, parece increíble que la Iglesia no se haya animado a festejar a los hermanos que vuelven, que en realidad somos todos.

Hemos separado la alegría de la religión. Hemos declarado «profana» la risa y el canto; y así hemos matado el espíritu de la comunidad que se nutre de esos gestos tan humanos, sin los cuales los actos de culto resultan vacíos, pues sólo se revisten de «fórmulas» que anuncian lo que allí mismo no se realiza.

4. Qué difícil es perdonar...

Llegamos así al punto crítico de la parábola: el hijo mayor se niega a recibir a su hermano. ¿Quién es este hijo mayor? Somos -digo «somos»- los que habiendo transformado el cristianismo en un asunto de ley y de normas, de pecado y de infierno, de juicios y de condenas, no entendemos ni jota del amor y, por lo tanto, somos en realidad los verdaderos pecadores de la parábola... Cuando se nos acerca el extraño, el hereje, el no-católico, el que no piensa como nosotros, el que tiene otras ideas y esquemas..., le decimos a Dios: «ese hijo tuyo...». Y el Padre nos corrige: «este hermano tuyo».

Dios, entonces, comprende cuál es el drama de la comunidad: los de dentro lo han tratado como un patrón, sólo pensando en el premio (un cabrito para hacer fiesta con los amigos), sin darse cuenta de que en la comunidad «todo lo mío es tuyo». Apariencias de comunidad: normas, reglas, preceptos, reuniones, pero sin espíritu.

Sí, a todos nos molesta la actitud del hijo mayor, porque en el fondo nos sentimos identificados con su egoísmo: el egoísmo de creernos justos porque cumplimos toda la ley sin una sola desobediencia. ¡Tremenda paradoja la de este evangelio! ¡Página, sola ella, capaz de revolucionar todo nuestro concepto de religión y de iglesia! Cuesta pedir perdón, pero más cuesta perdonar y amar al que sentimos lejos de nuestras estructuras. Y en ese solo gesto se pone a prueba nuestra virtud y se pone de relieve toda la finura de un pecado revestido de legalidad.

Aquí termina la parábola, y aquí nos quedamos nosotros: perplejos, en silencio, dudando... ¿Entro o no entro en el nuevo esquema que nos presenta Cristo? Si entramos, también nosotros somos esa nueva creatura, regenerada en el interior de la comunidad. Si no entramos..., ¿qué queda de nuestra fe cristiana?

Conclusión

Hace tiempo que estamos hablando de «cambio en la Iglesia». Y hemos cambiado muchas cosas «de» la Iglesia: las ideas teológicas, el método catequético, los ritos litúrgicos, la vestimenta del clero... Pero ¿y el cambio «en» nuestras relaciones? ¿Cambia la Iglesia en sí misma, como comunidad de hermanos, como familia, como pueblo? ¿Y todo lo que hacemos, expresa realmente esta vida de comunidad, ese respeto por el otro, esa espera confiada? ¿Somos el gran signo de reconciliación de los hombres, de un amor sin barreras, de una liberación que comienza en el interior de nuestro corazón?

Los cristianos de este siglo estamos en una encrucijada. Nos enfrentamos hoy con este evangelio que nos obliga a reformarnos a nosotros mismos, los de «dentro», los que siempre creíamos que éramos ]a familia de Dios por el simple hecho de estar bautizados. Pero sin amor estamos afuera. Si no somos capaces de llamar y tratar como «hermanos» a los que se han alejado de nuestro lado porque no piensan o no obran como nosotros, no podemos llamarnos cristianos. He aquí la paradoja de esta parábola: que nadie se sienta tan afuera ni tan adentro... Que todos se pregunten hasta qué punto están dispuestos a amarse, a unirse, a reconciliarse.

Este evangelio destruye de cuajo toda forma de autoritarismo o paternalismo, destruye las clases sociales dentro de la comunidad, las superioridades y las inferioridades. Y es una llamada a asumir con responsabilidad y madurez nuestro papel en la construcción o reconstrucción de la familia humana. Con respeto. Con libertad. Con amor. Sin prejuicios y sin juicios. Sin condenas. Severos con nuestra propia conciencia; llamándonos permanentemente al cambio, a la conversión. Comprensivos con los demás; llenos de solicitud, de cariño, de ternura.

La Iglesia es la fiesta de los que se reencuentran... A ella, como dice Pablo, «se le encargó el servicio de reconciliar...».

SANTOS BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs. 59 ss.


16.

La parábola del hijo pródigo describe de manera admirable el itinerario que un hombre o una mujer puede seguir para rehacer su vida sanándola en su misma raíz. Lo primero es experimentar el vacío y la insatisfacción que, tarde o temprano, provoca en nosotros una vida poco sana.

Tomar conciencia de que estamos malgastando o arruinando nuestra vida. Ser capaces de decirnos a nosotros mismos con valentía lo que sentimos por dentro: ¿Es esto todo lo que quiero vivir? ¿A esto va a quedar reducida mi vida?

Quizá sea ésta la experiencia más importante para desencadenar un proceso de conversión y sanación de nuestro ser, aunque también puede ser la experiencia más difícil en una sociedad que nos empuja casi siempre a vivir de manera frívola e intrascendente. Pero, ¿a qué queda reducida una persona si no es capaz de plantearse en serio su vida? En segundo lugar, es necesario adoptar una postura de búsqueda sincera. Buscar la verdad en nuestra vida. No engañarnos miserablemente a nosotros mismos. No vivir permanentemente en la mentira, la ambigüedad o la división interior. Sólo quien vive reconciliado consigo mismo y es fiel a su propia conciencia puede vivir de manera sana y gozosa.

Pero no basta reflexionar, ni siquiera añorar una vida mejor y más humana. Nuestra vida no cambia por el hecho de que veamos y sintamos las cosas de manera distinta. Todo eso es importante y necesario, pero hemos de dar un paso más. En algún momento, hay que tomar una decisión. Sanar nuestra vida significa ponernos en camino de vivir de manera más plena, de ser más personas, de recuperar nuestra dignidad, introduciendo una calidad nueva en nuestro vivir diario.

El creyente, lo mismo que el hijo pródigo, da este paso con la confianza puesta en Dios. Confianza total en Dios que nos comprende, nos ama y nos perdona como ni nosotros mismos nos podemos comprender, amar y perdonar. Esta fe en el perdón de Dios es la que genera un dinamismo nuevo en la vida del creyente arrepentido.

La sicología actual sugiere técnicas diversas para curar las heridas pasadas y promover una liberación de sentimientos negativos de culpabilidad. Pueden ser útiles. Pero difícilmente pueden ofrecer la paz interior, el gozo íntimo y la fuerza renovadora que infunde la fe en el perdón real de Dios. Perdón total y absoluto, comienzo nuevo de todo, gracia que regenera nuestro ser desde su raíz.

Según la parábola, el padre hace fiesta porque «ha recobrado sano» a su hijo. La conversión siempre es motivo de alegría porque es un proceso que conduce a la sanación de la vida.

JOSE ANTONIO PAGOLA
SIN PERDER LA DIRECCION
Escuchando a S.Lucas. Ciclo C
SAN SEBASTIAN 1944.Pág. 35 s.


17. D/MADRE:

"¿Acaso olvida una mujer al hijo de sus entrañas?"

Desde hace algunos años, y dentro de las aspiraciones presentes en el feminismo, se está subrayando la gran importancia de que la mujer participe, en plano de igualdad con el varón, en la reflexión teológica, e incluso se ha comenzado a hablar de una «teología feminista».

Si una afirmación indiscutible en la teología de la liberación es la importancia del lugar -los especialistas hablan del Sitz im Leben- desde el que se hace la reflexión teológica y que no es lo mismo pensar sobre la palabra de Dios desde una villa de Tubinga o desde los miserables suburbios de una ciudad latinoamericana, algo similar debe decirse respecto del sexo de la persona que reflexiona sobre la Biblia.

El hecho de ser varón o mujer -algo que Juan Pablo II ha definido acertadamente como «constitutivo de la persona humana»- confiere unos matices distintos y significativos al acercarse al mensaje revelado.

Una de las claras afirmaciones de esa teología feminista es la de que Dios está por encima de lo masculino y lo femenino -algunos conoceréis ese poster en que se representa el espléndido fresco de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina en que el Dios creador es una mujer, cuya mano se extiende sobre la mujer Eva-. Es indiscutible que un esfuerzo continuo del mensaje del Antiguo Testamento es el de presentar un Dios único y rechazar todo el cortejo de dioses y diosas característico del politeísmo y de la mitología cananea. Es verdad que, al hablar de Dios, se utiliza preferentemente el arquetipo masculino, pero dentro de un cuidado esmerado en afirmar que Dios está por encima de la diferencia de sexos. Y también lo es el hecho de que, de forma esporádica, aparecen descripciones de Dios con rasgos femeninos, de madre.

Así lo hace el bellísimo texto de Os 11: «Cuando Israel era niño, yo lo amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí. Y con todo yo enseñé a Efraín a caminar, tomándole en mis brazos, mas no supieron que yo cuidaba de ellos. Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer. ¿Cómo voy a dejarte, Efraín, cómo entregarte, Israel? Mi corazón se me revuelve dentro a la vez que mis entrañas se estremecen». ¿No habla Dios como madre, en Isaías 43, cuando dice: «No temas..., te he llamado por tu nombre. Tú eres mío. Si pasas por las aguas, yo estoy contigo, si por los ríos no te anegarán. Eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo»? o en Isaías 49: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque se lleguen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuado». La liturgia de la Iglesia, ¿no debería haber escogido uno de estos textos en la primera lectura de hoy, en lugar del relato de la primera celebración de la pascua en la tierra prometida?

La llamada «parábola del hijo pródigo», además de una verdadera joya literaria, es como la quintaesencia del evangelio, la mejor noticia de un texto que es, todo él, una buena y alegre noticia. De este relato hay, sobre todo, dos líneas impresionantes: «Cuando (el hijo) todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió -literalmente: «Se le conmovieron las entrañas», como a una madre que siente el hijo dentro de sí-, y echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo -literalmente: «Lo cubrió de besos»-. Ya hemos oído varias veces que el título habitual de la parábola no es el más idóneo y que, más bien, debería calificarse como la «parábola del padre bueno».

A la vista de las reflexiones precedentes, ¿no podríamos decir que el título de esta parábola es también el de «la madre buena»? ¿No podemos poner en los labios de esa «madre buena» las mismas palabras que Dios decía en Oseas: «¿Cómo voy a dejarte, Efraín, cómo entregarte, Israel? Mi corazón se me revuelve dentro a la vez que mis entrañas se estremecen»; o las de Isaías: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas lleguen a olvidarse, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuado»?

Se han escrito muchos comentarios de esta quintaesencia del evangelio. Es magnífico el de ·Loidi-P: "Volver cada día a tu regazo. Marchar y volver, volver y marchar. Nuestra vida es un continuo abandono de tu casa y de tu compañía... Malgastamos el tiempo y la vida, la inteligencia, las fuerzas, el dinero. Malgastamos el amor..., y pasamos hambre. El hambre nos trae tu recuerdo. ¡Qué vergüenza que sea precisamente el hambre, la soledad, la falta de dinero para volver a malgastarlo! ¡Qué vergüenza que no seas tú! Pero volvemos y te damos un abrazo apretado. Y tú estás contento, muy contento, aunque sepas que volvemos por hambre. Y pones música y una buena mesa, la fiesta de familia, eucaristía de retornos, abrazos y aleluyas. Mañana, ¿nos iremos otra vez?».

Esa es nuestra vida: «Marchar y volver, volver y marchar». Pero sabemos que, a pesar de las ambigüedades de nuestras vueltas -la búsqueda de seguridades, la superación de nuestros sentimientos de culpabilidad, la mejora de nuestra propia imagen...-. Sí, a pesar de nuestra ambigüedad, tú, padre bueno, madre buena, tú estás contento, muy contento en esa eucaristía de retornos y abrazos.

Si antes decía que probablemente no está bien elegida la primera lectura de hoy, sí está muy bien escogido el segundo y poco conocido texto de la segunda Carta a los corintios. Desde Cristo, desde su parábola del padre bueno, ya somos «una creatura nueva: lo antiguo -los miedos y las desconfianzas ante Dios- ha pasado; lo nuevo -el sentirnos acogidos por un padre cuyas entrañas se conmueven cuando pensamos en regresar- ha comenzado». "Todo esto viene de Dios -no es mérito nuestro, no lo consigue nuestro deseo de volver, siempre acompañado de ambigüedades- que, por medio de Cristo, nos reconcilió consigo. Es ese Jesús, que comía con los publicanos y los pecadores, el que nos hace sentirnos en paz con Dios. Pablo llega a añadir: «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios». No es, otra vez, por nuestros méritos, por nuestros arrepentimientos, cuando añoramos la casa paterna; es por el bendito nombre de Cristo -que vino a buscar no a los justos, sino a los pecadores, el que se sentaba a comer en una comida no convencional con aquellos- por el que podemos sentirnos siempre, a pesar de nuestros caminos errados, reconciliados con Dios. Podemos volver a la casa de nuestro Padre/Madre Dios y saber que él siempre nos está esperando y que celebra una fiesta porque este hijo suyo «estaba muerto y ha revivido, estaba perdido y lo hemos encontrado».

Antes he criticado la elección litúrgica de la primera lectura. Y, sin embargo, tiene también algo de positivo. Es la primera celebración de la pascua judía en la Tierra prometida y tanto tiempo anhelada; es la celebración de la primera pascua, de la alianza con Dios, después de años de camino por el desierto.

Desde la perspectiva de la maravillosa parábola de Lucas, siempre podemos celebrar una pascua, un sacramento de la nueva alianza con un Dios que siempre nos espera, al volver de nuestros caminos errados, y que nos dice que nos debemos dejar reconciliar en Cristo con él. Aquella primera pascua en Palestina era símbolo de aquella fiesta que organizó el padre bueno al volver el hijo perdido; de la alegre fiesta de la reconciliación con Dios cuando de nuevo volvemos a él.

Se podrán discutir ciertos aspectos de la teología feminista. Pero no se puede negar su gran intuición de unir en la persona de Dios los rasgos paternos y maternos. Por eso, desde la experiencia de las entrañas maternas de Dios, podemos repetir también el salmo de hoy: «Gustad y ved qué bueno es el Señor... Proclamad conmigo la grandeza -el corazón generoso- del Señor. Yo consulté al Señor y me respondió, me libró de todas mis ansias. Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Si el afligido invoca al Señor -al que tiene entrañas paternas y maternas- él lo escucha y lo salva de sus angustias».

JAVIER GAFO
DIOS A LA VISTA
Homilías ciclo C
Madris 1994.Pág. 95 ss.


18.

Los tres domingos ya pasados de Cuaresma nos han llevado a sentirnos purificados de las tentaciones, enriquecidos interiormente por las transfiguraciones, activos y llenos de esperanza en la construcción del Reino de Jesús.

Hoy acabamos de escuchar la entrañable y conocida parábola que tradicionalmente se llama del hijo pródigo. De hecho los personajes son tres: el padre y los dos hijos. Y la figura del padre es el centro de la parábola, mucho más que la conversión del hijo que regresa al hogar paterno. El padre que espera al hijo conmovido y le acoge con alegría y le ofrece el perdón total y sin condiciones. Jesús quiere decirnos que con su forma de actuar, cuando acoge a los pecadores y come con ellos, no hace más que intentar imitar a ese padre.

Pero la parábola presenta otro tema importante, cuando pone en evidencia los sentimientos mezquinos del hijo mayor, que se parecen a los de los escribas y fariseos en relación a Jesús. El hijo mayor parece muy unido al padre, muy fiel, pero en realidad está más alejado del padre que el hijo pequeño. Es precisamente en este reencuentro familiar del hijo menor donde se manifiesta de manera flagrante el alejamiento afectivo y de conducta que hay entre el padre y el hijo mayor.

-Actualización de la parábola

Intentemos ahora hacer una actualización, de entre las posibles, de la parábola del hijo pr6digo:

El humanismo de la cultura moderna se ha ido forjando como una emancipación y una lucha con las instituciones de la Iglesia y con las estructuras sociales que la respaldaban. La secularización aparece a menudo como el "irse a un país lejano" del hijo pródigo, alejándose de la tutela de la religión y del orden establecido por ésta. Hay personas que así tienen la sensación de progresar intelectualmente, encuentran una liberación psicológica, un crecimiento en madurez. Otros también creen que la religión se ha demostrado definitivamente falsa y está históricamente superada, no es un producto con etiqueta de modernidad.

Pero la humanidad con esta emancipación y con sus reales y verdaderas conquistas, no está muy satisfecha y sufre diversos problemas graves que la asemejan al hijo pródigo, que "empezó a pasar necesidad". Constatamos en nuestro tiempo que la humanidad no alcanza la realización exacta de sus deseos, de su bienestar, de la paz y la justicia. Y se ve prácticamente imposible que se pueda realizar una evolución progresiva permanente y equilibrada que saque el máximo fruto de las posibilidades que la humanidad tiene. Eso nos hace experimentar un fuerte sentimiento de decepción. ¿Cómo se puede reaccionar ante esta situación?

Están los caminos del desánimo, de la resignación, de la rebelión, de una especie de resentimiento contra Dios, un rencor contra nuestra condición humana mortal y precaria, que conduce a unos sentimientos más agrios que agradecidos ante la propia existencia. ¿En nosotros hay algo de eso? ¿Estamos afectados por estos sentimientos?

-Las nuevas perspectivas del hijo pródigo

Pero, desde la decepción y la adversidad vivida podemos también hacer el descubrimiento de nuevas perspectivas, como lo hizo el hijo pródigo: continuar la búsqueda, quizá con más humildad y benignidad, abrirnos al respeto de la diversidad y el pluralismo de los caminos, trascendernos a nosotros mismos y dejarnos elevar a un plano superior de vida. Así rompemos nuestra autosuficiencia que sólo nos deja ir hasta donde nos sentimos dueños y señores de las cosas, hasta donde nos sentimos seguros de nosotros mismos. El Dios de Amor de la parábola no es poder dominador que nos quiere quietos y controlados, sino que se complace en las búsquedas, en los caminos de sus hijos y siempre nos espera para celebrar la fiesta de la reconciliación perfecta.

Como cristianos y como Iglesia podemos dignamente leer la parábola del hijo pródigo cuando no nos sentimos como el hermano mayor sino como el pequeño, cuando sabemos reconocer sin gran dificultad que también somos pecadores y necesitamos el perdón del Padre y de los hermanos por nuestras infidelidades en la historia y en la actualidad. Y especialmente por las veces -¿cuántas llevamos ya?- que nos ponemos a hacer de hermanos mayores de la parábola, y hacemos de la moral un revestimiento en el corazón que nos vuelve impermeables a la gracia y a la reconciliación.

Estamos en el año 1995, que ha sido proclamado por las Naciones Unidas año de la tolerancia. Sepamos avanzar en este sentido en todos los pueblos del mundo, es decir, aprendamos a reconocer y apreciar a los demás, especialmente los que tienen otras creencias, y los que no creen en Dios. Seamos más capaces de convivir con los demás y escucharlos, de dialogar y a la vez de saber callar. El creyente no es un fanático, ni lo sabe todo; al contrario, siente la oscuridad y la inseguridad en el ejercicio de la fe y desde esta actitud se abre a Jesús y se siente solidario y compañero de los no creyentes. Debemos caminar juntos, y con todo el mundo, al servicio de las personas y de la humanidad que se realiza en cada pueblo y cultura.

JOSEP HORTET
MISA DOMINICAL 1995, 4


19.

Aunque la denominación popular parezca indicar lo contrario, la figura central de la narración es el padre y no el arrepentido hijo pródigo. Algunos expertos biblistas proponen que se le denomine «parábola del amor del padre". Desde luego, es claro que la meta principal de este relato es decirnos: Así es Dios.

Algunos detalles de la redacción nos hacen pensar que la parábola está basada en un hecho real y conocido por los oyentes, prescindiendo de que fuese otro bien distinto el desenlace que éste hubiera tenido. La viveza que Lucas pone en la descripción de los personajes y las escenas, hace que lo dicho sea para nosotros profundamente significativo en muchos aspectos. La parábola está dirigida a hombres que se parecen al hijo mayor, probablemente fariseos. En este punto, será bueno reconocer hasta que abundan en nuestras venas gotas de sangre farisea. Sin embargo, también hay en nosotros mucho de "hijo pródigo", seguramente lo menos laudable de este personaje.

El pequeño de la familia (entre 18 y 20 años), con la cabeza llena de sueños, consigue que su padre le entregue el tercio de la herencia que le correspondería, aun no existiendo ninguna ley que le conceda tal derecho. Quiere organizarse libremente su vida en otros horizontes que considera más gratificantes. El padre respeta con dolor tal decisión. Pero las cosas no salieron como el joven pensaba y se vio obligado a guardar animales inmundos e incluso tenía que robar su alimento. En la experiencia descubrió lo que significaba su antigua casa para él, y consciente de haber perdido todos sus derechos decidió volver.

El padre, que nunca dejó de quererlo, lo esperaba. Al divisarlo, perdiendo toda la obligada compostura de un anciano oriental, salió a su encuentro corriendo y le impuso todos los símbolos indicativos del comienzo de unas nuevas y entrañables relaciones (vestido, anillo, zapatos). La fiesta que organizó en su honor, con ruidosos cantos acompañados de palmas y el baile de los amigos invitados, era sólo un pequeño signo de la alegría rebosante del corazón del padre. Realmente, está loco por su hijo y ha ido más allá de lo que era posible esperar, aun en el mejor de los casos. Desde luego, es un hijo con suerte. No merecía, en absoluto, tan extraordinario comportamiento por parte de su padre. El "cabezarrota" arrepentido también lo cree así.

Pero el interés de la historia crece con la presencia malhumorada del hijo mayor. Se trata de un trabajador infatigable, hombre de orden, realista y nada soñador. Tal vez, su seca honradez legalista influyó no poco en que su hermano saltase la tapia. Su actitud destilaba más reproche que cariño. Hay conductas virtuosas, frías, amargas y estrechas que hacen odiar la virtud. Él piensa que, desde luego, se merece el amor del padre porque con su disciplinada obediencia se lo ha ganado día a día. Para luego ser todos iguales no merece la pena trabajar tanto. En el diálogo con el padre recita un "yo pecador" a la inversa: «me debes un cabrito». Había reducido su pertenecer a la familia a una cuestión de comportamiento, reglamento y ortodoxia. El hermano menor tuvo suerte de no encontrarse primero con él. Es la figura antipática de la parábola.

El amor ilimitado del padre no se merece o se gana como un jornal, una paga o un derecho. Nadie merece el amor de Dios. Es gratis, es gracia. Él es lo más opuesto a la ternura que caracteriza al padre, pero también para él hay palabras de cariño. «Hijo, prefiero que te sientas querido y me quieras a que me obedezcas y te mates de trabajar en mi hacienda. Quiero que actúes como lo has venido haciendo, pero por amor a mí». Tenemos mucho de pródigos cuando buscamos llenar nuestras ansias de plenitud y felicidad fuera de la casa del Padre, pero abundamos más todavía en parecidos con el hermano mayor convirtiendo nuestra fe en una amarga y estrecha moral. La fe sin obras huele a insinceridad, pero las obras sin amor carecen del motor que las hace fructuosas. Nuestro pecado es más profundo que nuestras malas obras. Pecamos de "moralina". Pecamos de estar en casa sin amor.

Podemos preguntarnos quién estaba, en realidad, más lejos del padre. Retraducido: qué es lo que más nos aleja del padre. Hagamos también un ejercicio: Sinceramente, ¿cuál habría sido nuestra actitud (palabras y hechos) si hubiésemos sido nosotros los primeros en encontrarnos con el pródigo? Ensanchando el círculo, ¿qué estilo predomina en la Iglesia: el del padre o el del hermano mayor? Tras las contestaciones apliquémonos con lógica la parábola.

EUCARISTÍA 1995, 14