COMENTARIOS AL SALMO 26
1.
PRIMERA LECTURA: CON ISRAEL
* Este es un "salmo de confianza"... Compuesto quizá en dos ocasiones. En su estado actual, llama la atención el admirable ritmo de sentimientos:
-Afirmación del credo "Dios es salvación".
-Matiz: esta salvación conlleva una participación del hombre, un combate.
-Este valor tiene una fuente: la oración.
-Y la vida con sus combates sigue su curso, ansiosa.
-Pero todo culmina de nuevo en una certeza, apoyada en Dios.
Hay que notar en el versículo 7, el cambio sorprendente de "persona": hasta allí, el salmista habla de Dios en tercera persona... Bruscamente, empieza a hablar a Dios en segunda persona: "¡escucha, te llamo!".
El hebreo es una lengua concreta: saboreemos las imágenes. La muralla. Temblar. La carne destrozada. Hacer pie. El despliegue del ejercito enemigo. La entrada en batalla. Habitar en la casa de Dios, etc...
SEGUNDA LECTURA: CON JESÚS
** Una vez más, descubrimos que Jesús recitó este salmo. He aquí algunas alusiones conmovedoras:
-"Los malvados se acercan para destrozar mi carne..." La flagelación, la pasión.
-"Falsos testigos se levantaron contra mi..." (Mateo 26,59). "Habitar en la casa del Señor..." Nos remite a este deseo de Jesús, que se patentiza desde su primera peregrinación al templo: "¿No sabíais que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?" (Lucas 2,49). Jesús Niño, se dejó moldear por este deseo del salmista: Habitar "en la casa de Dios", y lo realizó en la primera ocasión que se le presentó.
-"La única cosa que busco"... Buscad primero el Reino de Dios (Mateo 6,33).
-"A quién temeré"... No temáis pequeño rebaño (Lucas 12,32).
-"Que empiece la batalla, yo sigo confiando..." "Las potencias del infierno no prevalecerán contra mi Iglesia". (Mateo 16,18).
-"Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá..." Cuando todo apoyo humano lo abandona, Jesús dice: "Ustedes me dejarán solo: No, nunca estaré solo, el Padre está conmigo". (Juan 16,32; 8,16; 8,29)
-"Dios Luz"... "La luz vino al mundo" (Juan 3,19) "Yo soy la luz del mundo" (Juan 8,12 ;12,46).
"Veré la bondad del Señor en la tierra de los vivientes": "Antífona de la liturgia de difuntos... Certeza de la Resurrección..." "Voy hacia el Padre" (Juan 14,28).
TERCERA LECTURA: CON NUESTRO TIEMPO
¿Cuál es "el hoy de Dios"? Es el hoy del mundo, el hoy de la Iglesia, mi hoy, familiar, profesional, etc... Este salmo, hay que actualizarlo, meditarlo con este Aggiornamento. Tema de la esperanza. Una de las actitudes espirituales que el mundo moderno necesita más urgentemente es la esperanza. Tener confianza. Dar confianza. Tener fe en el éxito. Luchar por ello. La esperanza no es una virtud lenitiva y fácil: es una actitud de valor y fortaleza. No es solamente una virtud "humana", sino un "don del Espíritu", una virtud teologal que se fundamenta en la oración, en el deseo de intimidad con Dios... "¡La única cosa que busco!" ¿es esto cierto?
Tema de la crisis. El mundo está en crisis. La Iglesia está en crisis. La esperanza que canta este salmista es ansiosa: el miedo ronda las puertas... Se da la señal de batalla. Así traduce Paul Claudel este pasaje: "¡Si me declaran la guerra, es ganancia para la esperanza!... ¡Fuego! Yo grito: ¡hurra!".
¿Creemos, sí o no, que Dios es nuestra defensa? ¿Querríais que yo temblara?"
Tema de la escatología. Dios tendrá la última palabra "estoy seguro, veré la bondad de Dios... Veré el rostro de Dios" (I Corintios 13,12). Pero este logro de Dios (esta salvación "esta luz", esta "habitación en Dios") hacia la cual avanzamos, ya ha comenzado; nuestra tarea humana consiste en tomar parte en ella desde ya: "espera... Sé fuerte y valeroso". En otras palabras: "¡puedes contar con Dios, sí!" ¡pero es necesario también poner de tu parte! La gracia y la libertad.
Tema de la oración. Nuestro mundo materialista suscita en muchas personas una sincera vuelta a la oración que toma con frecuencia la forma hoy muy en boga de los místicos orientales. Este salmo, característico de Cuaresma, nos brinda la ocasión de hacer la experiencia más prolongada de intimidad con Dios. El salmista se consideraba "huésped" de Dios: "sólo una cosa le he pedido al Señor, sólo una cosa deseo: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida... Me oculta en lo más secreto de su morada... Tu rostro, Señor, yo busco". ¿Por qué no hacemos la experiencia de la proximidad sabrosa de Dios? "Jesús inspirado en este salmo, nos invita a una oración íntima". "Cuando quieras orar: entra en el silencio de tu habitación la más retirada, cierra la puerta y dirige tu oración al Padre que está allí, en lo secreto". (Mateo 6,6). Se trata de la misma fórmula del salmo: "El me oculta en lo más secreto de su morada". Alejarse en Dios. Ocultarse en Dios. Expresión de ternura.
Tema del Rostro de Dios. Si hay un sentimiento vivo hoy, es el de la "ausencia" aparente de Dios. El hombre occidental contemporáneo está realmente traumatizado por "el silencio" de "Dios". Concluye sin más que Dios no existe, que "Dios ha muerto". La fórmula de este salmo 26, es dramática en este sentido: "No olvido que tú has dicho: ¡BUSCAD MI ROSTRO! Tu rostro busco, Señor". El salmista de otros tiempos debía, como nosotros, experimentar la dificultad de encontrar a Dios. Pero su canto termina con un grito de fe: "Estoy seguro, veré las bondades del Señor".
Tema del combate de cada día. El intimismo de este salmo de confianza, no debe llevarnos a lo ilusorio. La oración, "la habitación en Dios", la búsqueda de su rostro no justifican la huida egoísta de la realidad. El salmo está impregnado de punta a punta por una atmósfera de batalla. Los "malvados", los "adversarios", los "enemigos", "aquellos que me acechan", están allí, junto al que ora. La búsqueda del rostro de Dios conlleva todo un programa de lucha contra el mal, que puede convertirse en un verdadero programa para una verdadera Cuaresma.
NOEL
QUESSON
50 SALMOS PARA TODOS LOS DIAS. Tomo I
PAULINAS, 2ª Edición
BOGOTA-COLOMBIA-1988.Págs.
62-65)
2. La libertad gloriosa
El salmo 27 se encuentra en las mismas armónicas que aquella gran melodía que viene resonando desde las primeras páginas de la Biblia: no tengas miedo,, yo estoy contigo. Moisés, Josué, Gedeón, Samuel, David, y todos los profetas, en los momentos decisivos, al experimentar el peso de su fragilidad frente a la altura de una responsabilidad, escucharon, en diferentes oportunidades, y en múltiples formas, estas o semejantes palabras, que les liberaron de temores y les infundieron coraje.
Esta melodía adquiere, en ciertos momentos, una tensión verdaderamente conmovedora. Así, por ejemplo, cuando, muerto Moisés, Josué tuvo que ponerse al frente del pueblo, en su marcha conquistadora hacia la Tierra Prometida; sintiéndose (Josué) indeciso para cruzar el río Jordán, frontera de la futura patria, el Señor le infundió aliento y esperanza con estas palabras: «como estuve con Moisés, estaré contigo; no te dejaré ni te abandonaré. Sé valiente y firme, porque tú vas a dar a este pueblo la posesión del país que juré dar a sus padres. Sé, pues, valiente y firme... No tengas miedo ni te acobardes, porque tu Dios estará contigo a donde quiera que vayas» (Josué, 1, 1-10).
Estas palabras acompañaron a Josué, como luz y energía, durante las mil y una aflicciones que tuvo que soportar en los años en que Israel se instaló en la tierra de Canaán, instalación que no fue una posesión pacífica de una tierra regalada, sino una conquista sangrienta en medio de mil atrocidades.
*****
Esta melodía o leit motiv -la asistencia leal y amorosa de Dios- adquiere una tonalidad todavía más intensa y alta en los profetas, sobre todo en Isaías: «No temas, que yo te he rescatado, te he llamado por tu nombre: "eres mío". Si pasas por las aguas, yo estoy contigo; si por los ríos, no te anegarán. Si andas por una hoguera, no te quemarás, porque yo soy tu Dios, el Santo de Israel, tu Salvador (Is 42,1-4). Numerosos textos, semejantes a éste, diseminados aquí y allá, en diversos profetas, expresan la misma convicción.
Una larga serie de salmos contiene, también, de forma múltiple y vigorosa, la certeza de esta asistencia liberadora de temores y angustias: salmos 23 (22); 27 (26); 31 (30); 71 (70); 91 (90); 118 (117); 131 (130), y otros. En términos generales, se podría decir que esta convicción (¿actitud?, ¿estado de ánimo?) es el sentimiento más generalizado e insistente en los 150 salmos.
De esta certeza, reiteradamente confirmada a lo largo de los siglos bíblicos, deduce San Pablo una cadena de alentadoras conclusiones: «Ante esto, ¿qué diremos? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?... ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? Estoy seguro de que, ni la vida, ni la muerte, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios» (Rom 8,31-39).
Soledad, miedo, angustia MIEDO/SALMOS
El salmo 27, sobre todo en su primera parte, suena en estas mismas armónicas. El salmista entra en escena, airoso y triunfal, lanzando desafíos en todas direcciones, con metáforas cada vez más brillantes y audaces:
El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quien temeré? El señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?... Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla, si me declaran la guerra, me siento tranquilo.
¿Cómo llamar a esto: libertad, seguridad, gozo, paz, plenitud? ¿Estará aquí el contenido del saludo eterno de Israel: Shalom? Es un saludo que encierra tales resonancias de vida que no hay manera de traducirlo a otros idiomas; por ejemplo, nuestra palabra paz no agota los contenidos vivos de Shalom; quizás podríamos expresarlo con la palabra felicidad, restándole un cierto eco edonista que este término oculta.
Pero, ¿cuál es, en el fondo, la experiencia que está viviendo el salmista? ¿Cuál es el contenido vital, la naturaleza última de ese sentimiento que se agita dentro del salmo? ¿Habrá alguna manera, alguna expresión que pueda sintetizarlo? Entiendo que sí. Y podría ser ésta: ausencia de miedo. Pero, esta expresión, de cuño negativo, encierra a su vez una carga de profundidad, desbordante de varias riquezas: seguridad, libertad, gozo, paz, alegría. Por sintetizarla con una expresión de signo positivo, hablaremos de libertad interior, entendiendo, ciertamente, por libertad interior ese cúmulo de vivencias interiores recién señaladas. En todo caso, después de todo, como veremos, no se trata de otra cosa que de ausencia de miedo.
Como hemos dicho, la Biblia repite invariablemente los mismos términos: yo estoy contigo; no tengas miedo. Al primer golpe de vista, aparece obvio que la causa que desencadena un hecho es la presencia divina (yo soy contigo); y el hecho, el efecto producido, es la remoción del temor (no tengas miedo). Hay, pues, una relación de causa a efecto. Esta es la explicación radical que, según creo, yace en el fondo del salmo 26, y en el fondo de no menos de diez o quince salmos más. Considero, pues, que es conveniente y provechoso hacer un análisis y escudriñar las entrañas del fenómeno miedo, con cierta prolijidad.
En el fondo del fenómeno está la soledad, entendiéndose por soledad el hecho de sentirse solo; y esto, a su vez, equivale a sentirse desvalido, indigente, impotente, limitado. A todo esto lo llamamos solitariedad. Hay dos circunstancias que dramatizan esta situación o sensación: en primer lugar, el factor temperamental: hay personas que nacieron con una predisposición especial a sentirse especialmente desvalidas; y a otras, ciertos acontecimientos desdichados las dejaron con las alas recortadas, enfermas de inseguridad.
Por otro lado, una alta responsabilidad le hace sentirse al hombre, normalmente, solitario, incierto, inseguro; porque, siempre, el peso de una responsabilidad es el peso de una soledad. Es lo que les sucedió a Moisés, Jeremías y otros profetas.
Y, aquí y ahora, nace el temor, como consecuencia y efecto de esa soledad desvalida. El miedo está constituido fundamentalmente de incertidumbre e inseguridad. El miedo sería, pues, consustancial al hecho de sentirse hombre, a partir de su radical soledad e indigencia.
El miedo acompaña al hombre bajo muchas formas y variantes, y, a veces, bajo formas disfrazadas. Su presencia, con frecuencia oculta y larvada, es constante, aunque el hombre no tenga conciencia de ello.
Las diversas formas del miedo permanecen vivas, pero enterradas, en las capas profundas de la subconsciencia: son fuerzas en movimiento, completamente oscuras, sin que se sepa exactamente de dónde vienen, a dónde se dirigen, y, sobre todo, a dónde nos llevan. Los factores que desencadenan las formas y variantes del miedo son innumerables e imprevisibles.
El estado de miedo (el miedo en cuanto se ha instalado en la conciencia) puede surgir un tanto repentinamente, y apagarse pronto. También puede hacerse presente paulatinamente; en este caso, sus efectos pueden ser persistentes, y llegar a transformarse en una fijación de carácter permanente, entrando (el miedo) a formar parte constitutiva de la personalidad, e incidiendo en muchas de las manifestaciones de la vida.
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El hecho de vivir envuelve, de alguna manera, una cierta amenaza general o peligro. Donde hay seres humanos que sienten, desean y proyectan, los peligros estarán al acecho, a la puerta. El hombre puede desear ardientemente la independencia, y luchar por ella, pero no puede liberarse totalmente de las dependencias. Siempre estará inserto en algún grupo o sistema social; y, mientras esto suceda, por mucho que se esfuerce por ser autónomo, siempre existirán algunas formas de dependencia,y, oculto entre sus pliegues, el eventual conflicto que, en cualquier momento, puede estallar.
En las entrañas del miedo, frecuentemente, nace y crece, tensa y a la defensiva, la resistencia mental, resistencia a algo, por lo general sordo y oscuro, que intuimos como posible peligro o amenaza a nuestra seguridad, amenaza que se intenta anular resistiéndola. Esta resistencia tiene un nombre: angustia.
ANGUSTIA/SALMOS: A menudo es difícil distinguir la frontera divisoria entre el miedo y la angustia. Teóricamente, la angustia es hija del miedo, pero no rara vez ignoramos dónde está la madre y dónde la hija. Por eso, hay una serie de términos que, en el lenguaje corriente, resultan sinónimos del miedo: temor, angustia, ansiedad, congoja, pánico... Y, digamos de paso que, aunque mucho se parezcan, el miedo, de por si, es completamente diferente de la timidez.
No siempre el miedo tiene una motivación objetivamente válida. Hay que tener en cuenta que todo hombre arrastra unas buenas dosis de subjetivismo, que hacen parte de la individualidad; y esto sin pensar en los sujetos que, constitutivamente, muestran fuertes tendencias subjetivas.
Por eso, el miedo crea fácilmente fantasmas, ve sombras, distingue enemigos, o los sobredimensiona, se mueve entre suposiciones. Y si la persona tiene tendencias subjetivas muy marcadas, puede vivir, sobre todo en los momentos de crisis, entre alucinaciones, viendo adversarios por todas partes, imaginando conspiraciones, suponiendo conjuras. Es lo que le sucede al autor de algunos salmos, como, por ejemplo, el 31 (30), el 71 (70), y otros.
MIEDO/UNICO-ENEMIGO: Después de todo, el miedo es, no enemigo número uno del hombre, sino enemigo único. El mal de la muerte no es la muerte, sino el miedo de la muerte. El mal del fracaso no es el fracaso, sino el miedo a fracasar. El mal de que no me quieran o me marginen no es el hecho de que eso suceda, sino el miedo de que suceda. De todo lo dicho surge, espontánea y obvia, la siguiente conclusión: removido el miedo de los enemigos, los enemigos desaparecen, por muy altaneros que se presenten ahí, frente a mí.
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Hijos de la Omnipotencia
Y hemos llegado al punto de partida. ¿Por qué, de qué manera, con qué mecanismos la presencia de Dios (yo estoy contigo) desplaza y anula el miedo (no tengas miedo)? La explicación es esta: la presencia de Dios no «ataca» directamente al miedo, sino a la soledad, madre del miedo.
Cuando el hombre abre sus espacios interiores a Dios, en la fe y en la oración; cuando siente que sus soledades interiores quedan inundadas por la presencia divina; cuando percibe que su desvalimiento e indigencia radicales quedan contrarrestados por el poder y la riqueza de Dios; cuando el hombre experimenta vivamente que ese Señor, que llena y da solidez, además de todopoderoso, es también todocariñoso; que Dios es «su» Dios, el Señor es «su» Padre; y que su Padre lo ama, y lo envuelve, y lo compenetra, y lo acompaña; y que es su fortaleza, su seguridad, su certidumbre y su liberación..., entonces, díganme, ¿miedo a qué?
Si el Señor es mi fuerza y mi salvación, ¿temer, a quién? Si el Señor es la defensa de mi vida, ¿temblar, ante quién? (v. l). El miedo ha desaparecido porque la soledad ha quedado poblada por Dios. Y, en este momento, el hombre comienza a participar de la omnipotencia de Dios: ni la vida, ni la muerte, ni la mentira, ni la calumnia podrán causarme el más pequeño rasguño. Es, pues, el hombre, a partir de ese momento, hijo de la omnipotencia, invulnerable ante los peligros y amenazas.
Y este sentimiento de omnipotencia va acompañado de seguridad, euforia, júbilo, libertad, sentimientos que afloran en muchos salmos con expresiones exultantes. ¿Cómo llamar a todo esto con una sola palabra? Nosotros lo hemos llamado libertad interior, pero esta expresión aún es muy pálida. En realidad, se trata de una sensación de omnipotencia: es lo que sentía San Pablo al escribir: «Ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni las potestades, ni altura, ni profundidad ... », nada ni nadie puede conmigo, porque Dios está conmigo, y participo de su propio poder.
No es que a los enemigos se los haya tragado la tierra, o hayan sido fulminados por un rayo, o pasados a espada. No. Los adversarios siguen en pie, están ahí, insolentes, esparciendo su veneno. Pero el salmista se siente de tal manera arropado por la presencia divina, de tal manera cohesionado interiormente, de tal manera partícipe de la omnipotencia divina, y por lo mismo, invencible, que no siente miedo alguno, no le afectan los insultos ni le alcanzan los dardos, nada lo hiere, nada lo lastima; se siente libre, libre de los males y la adversidad.
No se trata, pues, de una situación objetiva, como si los enemigos hubieran caído abatidos y derrotados, sino una sensación subjetiva, la sensación de una libertad gloriosa, acompañada de júbilo, euforia y plenitud vital. Este es el mecanismo, el sentido profundo que late en el seno de¡ salmo 26 y de tantos otros.
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Ahora bien; como dijimos, si el miedo es removido, desaparecen los enemigos, no del frente de batalla, sino de la mente. Y, entonces, la situación real es tal que el hombre se siente como si los enemigos de hecho no existieran; y no sólo los enemigos, sino todos los males y desgracias de la vida; de ahí esa santa euforia, esa libertad gloriosa.
Si se levantan contra mi los resentidos de siempre, para derribarme y devorarme, cuando me vean invulnerable a sus espadas y mentiras ellos mismos serán presa de confusión y perplejidad, «ellos, adversarios y enemigos, tropiezan y caen» (v. 2), son ellos los que se sentirán derrotados.
Aunque un ejército entero (v. 2), organizado en orden de batalla, acampe frente a mi casa, mi corazón no se inmuta. Y si, bayoneta en alto, avanzan con intención de traspasarme, ni siquiera me inmuto, porque nada pueden hacerme, me siento libre, invulnerable. «¿Qué puede hacerme el hombre?»
«En el día del peligro» (v. 5), cuando me ronde la desdicha, cuando la muerte llame a mi puerta, cuando me asalten los mastines de la incomprensión y la soledad, el desprestigio y la enfermedad, el Señor «me protegerá en su tienda». Dios no tiene tienda ni cabaña. El mismo es la cabaña de refugio. El problema está en que yo me refugie, me acoja, me abandone en sus manos. Pero Dios no tiene manos; se trata de una metáfora para significar su presencia. Hay quienes traducen, con gran acierto, este versículo, diciendo: «Dios me abrigará. » Correcto. De eso se trata: de que yo me abrigue, que yo me cubra con la presencia divina, como con un abrigo. Una vez más, y siempre, la libertad gloriosa presupone una experiencia viva de Dios.
*****
Y continúa el versículo: «Me esconderá en lo más escondido de su morada.» Dios no tiene escondites; El es el escondite, y la gruta de refugio, y la cabaña para guarecerse en tiempo de tormenta. Otra vez, y siempre, el problema está en mí: soy yo quien tiene que buscar el refugio de sus alas; soy yo quien tengo que envolverme con su presencia, que me protegerá de las saetas.
«Me alzará sobre la roca» (v. 5). Tampoco tiene Dios roca alguna. El es la roca, y una roca prominente, inaccesible. Y soy yo quien debo encaramarme sobre esa roca para ponerme fuera del alcance de las flechas de los enemigos. Brillante metáfora que recuerda los castillos inexpugnables de otros tiempos, construidos, como nidos de águila, sobre riscos altísimos, rodeados por todas partes de barrancos profundos. Estas torres eran, pues, inaccesibles, y por lo mismo, inexpugnables. Los hombres, refugiados en su interior, estaban seguros y libres de sus enemigos.
«Y levantaré la cabeza sobre el enemigo que me cerca» (v. 6). Espléndida figura, muy repetida en la Biblia, que resume cuanto el salmista ha dicho hasta ahora. Esto es: si los enemigos (que pueden ser personas, o bien acontecimientos, o elementos adversos de la naturaleza) rugen en torno, me amenazan y me disparan, pero yo soy invulnerable porque estoy revestido con un abrigo antibalas, que es Dios, y me siento insensible a sus amenazas, y, por lo mismo, libre, entonces, el triunfo es mío, lo que equivale a quedar yo con la cabeza levantada por encima de mis enemigos.
«En su tienda sacrificaré sacrificios de aclamación, cantaré y tocaré para mi Dios» (v. 6). Era inevitable; siempre sucede así: una gesta de liberación acaba siempre en un himno de liberación. El salmista, sintiéndose completamente liberado y profundamente dichoso, necesita explotar; no puede callarse, y en un arrebato de agradecida emoción, prorrumpe en música y danza, en gritos de júbilo y alabanza para el Gran Liberador.
Tu rostro busco, Señor
Todo lo que hemos dicho hasta ahora corresponde a la primera parte del salmo, cuyo contenido fundamental es la ausencia de miedo (no tengas miedo). Y el núcleo esencial de la segunda parte es el asegurar la presencia divina: buscar su rostro. Premeditadamente nos hemos saltado el versículo 4, porque, por su contenido, corresponde más bien a la segunda parte.
«Una cosa pido al Señor, y eso buscaré: habitar en la casa del Señor por todos los días de mi vida» (v. 4). Si la experiencia liberadora, descrita hasta ahora, es realmente así, entonces se impone una conclusión; si Dios, vivo y vivificante en la interioridad humana, es la fuente de toda dicha y de toda libertad, entonces, concluyamos: sólo una cosa vale, sólo una cosa importa, sólo una cosa procuraré, pediré y buscaré eternamente: «habitar en la casa del Señor».
Es necesario entender estas palabras en su verdadera profundidad, es decir, en su sentido figurado: vivir en el «templo» de su intimidad, cultivar su amistad, acoger profundamente su presencia; «gozar de la dulzura del Señor» (v. 4), esto es, experimentar vivamente la ternura de mi Dios, su predilección, su amor, que se me da sin motivos ni merecimientos, cultivar interminablemente, «por todos los días de mi vida», la relación personal y liberadora con el Señor, mi Dios.
*****
«Oigo en mi corazón: buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro.» Otra vez lo precisamos: Dios no tiene rostro. Este término, rostro, tan repetido desde los días de Moisés, como la expresión de la intimidad más entrañable, quiere indicar, hace referencia, una vez más, a la presencia divina, al Dios personal, vivo y verdadero, a Dios mismo, percibido vivamente en la fe y en la oración.
ROSTRO-D/BUSCARLO: Volvemos a insistir: el Señor será el vencedor de la soledad y el liberador de las angustias, en la medida en que sea el Dios viviente en el fondo de mi conciencia. La única condición para que Dios sea verdaderamente mi liberador es ésta: que no sea (Dios) una abstracción teórica, un entresijo de ideas lógicas para hacer acrobacias intelectuales, sino que sea, dentro de mí, una persona viviente: padre, madre, hermano, amigo, mi Dios verdadero. A esta realidad, por llamarla de alguna manera, la llamamos rostro.
Y el salmista, sabiendo por experiencia que ese Rostro es la clave de todo bien, fuente de fuerza y transformación, así como de plenitud existencial, en seis oportunidades consecutivas apela a ese Rostro: 1) «tu rostro buscaré, Señor»; 2) «no me escondas tu Rostro»; 3) «no rechaces a tu siervo»; 4) «no me abandones»; 5) «no me dejes»; 6) «aunque mi padre y mi madre me abandonen, el Señor me acogerá».
El salmo, que comenzó con una entrada triunfal, finaliza también con una salida victoriosa, con un par de versículos en que campea, invenciblemente, la esperanza. «Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida» (v. 13). País de la vida es esta vida, oportunidad que Dios nos da para ser felices y hacer felices. Gozar de la dicha del Señor es, simplemente, vivir, ni más ni menos. Mucha gente no vive, agoniza. Los que arrastran la existencia anegados entre temores y ansiedades no viven, su existencia es una agonía; en el mejor de los casos, vegetan. Pero ahora que el viento del Señor ha barrido con nuestras sombras y temores, ahora, sí, podemos respirar, sentirnos libres, gozosos, felices. Esto es vivir, ahora esperamos vivir.
Y tanta hermosura como contiene este salmo no podía acabar sino con un grito largo de coraje y esperanza: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor» (v. 14). El hombre tiene que habérselas con la vida y sus peligros; necesita refugios donde acogerse. Ha aprendido a no confiar en los poderosos de la tierra, «los señores de la tierra»; y sabe por experiencia que sólo salvan el poder y el cariño de Dios. Este poder y amor suscitan la confianza del hombre, y en esta confianza se basa su seguridad. Y esta seguridad se transforma en el gozo de vivir, vivir plenamente, Shalom.
LARRAÑAGA
SALMOS PARA LA VIDA
Publicaciones Claretianas
Madrid-1986-1. Págs. 57-68
3.
BUSCO TU ROSTRO
Este es el deseo de mi vida que recoge y resume todos mis deseos: ver tu rostro. Palabras atrevidas que yo no habría pretendido pronunciar si no me las hubieras dado tú mismo. En otros tiempos, nadie podía ver tu rostro y permanecer con vida. Ahora te quitas el velo y descubres tu presencia. Y una vez que sé eso, ¿qué otra cosa puedo hacer el resto de mis días, sino buscar ese rostro y desear esa presencia? Ese es ya mi único deseo, el blanco de todas mis acciones, el objeto de mis plegarias y esfuerzos y el mismo sentido de mi vida.
«Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor contemplando su templo. Tu rostro buscaré, Señor; no me escondas tu rostro».
He estudiado tu palabra y conozco tu revelación. Sé lo que sabios teólogos dicen de ti, lo que los santos han enseñado y tus amigos han contado acerca de sus tratos contigo. He leído muchos libros y he tomado parte en muchas discusiones sobre ti y quién eres y qué haces y por qué y cuándo y cómo. Incluso he dado exámenes en que tú eras la asignatura, aunque dudo mucho qué calificación me habrías dado tú si hubieras formado parte del tribunal. Sé muchas cosas de ti, e incluso llegué a creer que bastaba con lo que sabía, y que eso era todo lo que yo podía dar de mí en la oscuridad de esta existencia transitoria.
Pero ahora sé que puedo aspirar a mucho más, porque tú me lo dices y me llamas y me invitas. Y yo lo quiero con toda mi alma. Quiero ver tu rostro. Tengo ciencia, pero quiero experiencia; conozco tu palabra, pero ahora quiero ver tu rostro. Hasta ahora tenía sobre ti referencias de segunda mano; ahora aspiro al contacto directo. Es tu rostro lo que busco, Señor. Ninguna otra cosa podrá ya satisfacerme.
Tú sabes la hora y el camino. Tienes el poder y tienes los medios. Tú eres el Dueño del corazón humano y puedes entrar en él cuando te plazca. Ahí tienes mi invitación y mi ruego. A mi me toca ahora esperar con paciencia, deseo y amor. Así lo hago de todo corazón.
«Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo... y espera en el Señor».
4.
Aborrezco las luces deslumbrantes
de ídolos y dioses fabricados.
No corro detrás de las luces atrayentes,
espléndidas,
de la gran ciudad.
No me dejo seducir por las luces
sugerentes de la publicidad,
con sus guiños malvados y engañosos:
"Coca-Cola: beba usted.
Carlos III: el amigo en la intimidad.
Fortuna: su tabaco ideal".
Ni me encantan las luces estimulantes
de los escaparates o las discotecas.
Me ciega la luz de las estrellas rutilantes
y me aburre la luz de las pantallas,
grandes o pequeñas.
Son todo luces ficticias y vacías,
luces débiles, mortecinas, grotescas,
siniestras, fantasmagóricas,
que se apagan a golpe de moda
y se compran y venden por dinero.
Yo quiero una luz que nunca se apague,
una luz que me encienda el corazón y las entrañas,
y me convierta en una antorcha viva.
Yo busco una luz viva.
"El Señor es mi luz".
Me encanta, Señor, la luz de tu Palabra:
cada palabra es un lucero.
Me cautiva la luz de tus ojos:
anuncian un océano de dicha.
Me puede la luz de tu costado:
es la puerta del paraíso.
Me embriaga la luz de tu Espíritu:
es un sol que enciende y no quema,
un cielo de amores infinitos.
"Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro".
Tu rostro es mi luz
y mi salvación.
Tu rostro es mi encanto
y mi diversión.
Tu rostro es mi manjar y mi canción.
Lo buscaré como la esposa
al amado del alma.
Lo buscaré en la vigilia y en el sueño,
en el trabajo y en el descanso,
en el gozo y en el sufrimiento.
Lo buscaré siempre.
Pero no lo buscaré
en el monte espléndido,
ni cuando andaba sobre el mar.
Lo buscaré mejor
hecho ascua viva de amor en el madero,
ardiendo en la cera de su propia carne,
alimentado con el aceite inextinguible
del Espíritu.
Lo buscaré siempre
en la cruz de cada día:
en los pobres, enfermos y oprimidos,
pequeños luceros escondidos
que iluminan la noche del mundo.
CARITAS
PASTOR DE TU HERMANO
CUARESMA 1986.Págs. 30 ss.)
5.
Guillén de Saint-Tierry (hacia 1085-1148) monje
benedictino-cisterciense
La contemplación de Dios
“Busca su rostro. Sí, tu rostro, Señor, es lo que busco.” (Sal 26,7-8)
Soy desvergonzado y temerario, oh tú, mi socorro y mi apoyo de siempre, tú que
no me abandonas jamás. Mira, es el amor de tu amor el que me hace buscar tu
rostro (Sal 26,8) Tú me ves y yo no puedo verte. Pero tú me has dado el deseo de
verte y ver todo lo que te complace en mí. Tú perdonas al instante a este ciego
que corre hacia ti. Tú le das la mano en cuanto tropieza.
En el fondo de mi alma resuena la voz de tu presencia y responde a mi deseo. El
alma protesta y echa fuera todo lo que hay en mí y mis ojos interiores son
deslumbrados por el fulgor de tu verdad. Me recuerda que el hombre no te puede
ver y quedar con vida. (Ex 33,20) Hundido en el pecado hasta el día de hoy, no
he logrado morir a mí mismo para vivir únicamente para ti. (2Cor 5, 15) No
obstante, por tu palabra y por tu gracia, me quedo atento, aguardando sobre la
roca de la fe, en el lugar que está junto a ti. (Ex 33, 21) Apoyado en esta fe,
espero paciente, según mis posibilidades y abrazo tu derecha que me sostiene y
me guarda. (Sab 5,16)
Alguna vez, cuando contemplo y miro---por la espalda (Ex 33,23)--- a aquel que
me ve, a Cristo tu Hijo, en su humildad como hombre, me paro a contemplar... Lo
poco que he podido sentir y percibir de él atiza la llama de mi deseo interior.
Con paciencia espero que tú retires tu mano (cf Ex 33,22) y que derrames en mí
tu gracia iluminadora para que según la respuesta de tu verdad, muerto a mí
mismo y vivo para ti, comience a contemplar tu rostro descubierto.
6.
Juan Pablo II: «La comunión con Dios es manantial de
serenidad»
Meditación en la primera parte del Salmo 26
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 21 abril 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este
miércoles dedicada a comentar la primera parte del Salmo 26 (versículos 1-6),
«Confianza en Dios ante el peligro».
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados
para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios,
tropiezan y caen.
Si un ejército acampa contra mí,
mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra,
me siento tranquilo.
Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo.
El me protegerá en su tienda
el día del peligro;
me esconderá
en lo escondido de su morada,
me alzará sobre la roca;
y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca;
en su tienda sacrificaré
sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.
1. Nuestro recorrido a través de las Vísperas se reanuda hoy con el Salmo 26,
que la liturgia distribuye en dos pasajes.
Reflexionaremos ahora en la primera parte de este
díctico poético y espiritual (Cf. versículos 1-6) que tiene como telón de fondo
el templo de Sión, sede del culto de Israel. De hecho, el salmista habla
explícitamente de la «casa del Señor», del «templo» (versículo 4), de la
«morada» (Cf. versículos 5-6). En el original hebreo, estos términos indican más
precisamente el «tabernáculo» y la «tienda», es decir, el corazón mismo del
templo, en el que el Señor se revela con su presencia y palabra. Se evoca
también la «roca» de Sión (Cf. versículo 5), lugar de seguridad y de refugio, y
se alude a la celebración de los sacrificios de acción de gracias (Cf. versículo
6).
Si la liturgia es la atmósfera espiritual en la que está sumergido el Salmo, el
hilo conductor de la oración es la confianza en Dios, ya sea en el día del gozo,
ya sea en momentos de miedo.
2. La primera parte del Salmo, que ahora meditamos, está marcada por una gran
serenidad, basada en la confianza en Dios en el día tenebroso del asalto de los
malvados. Las imágenes utilizadas para describir a estos adversarios, que son el
signo del mal que contamina la historia, son de dos clases. Por un lado, parece
presentarse una imagen de caza feroz: los malvados son como fieras que avanzan
para agarrar a su presa y desgarrar su carne, pero tropiezan y caen (Cf.
versículo 2). Por otro lado, se presenta el símbolo militar de un asalto de toda
una armada: es una batalla que estalla con ímpetu sembrando terror y muerte (Cf.
versículo 3).
La vida del creyente es sometida con frecuencia a tensiones y contestaciones, en
ocasiones también al rechazo e incluso a la persecución. El comportamiento del
hombre justo fastidia, pues resuena como una admonición para los prepotentes y
perversos. Lo reconocen sin ambigüedades los impíos descritos por el Libro de la
Sabiduría: el justo «es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos
es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños»
(Sabiduría 2, 14-15).
3. El fiel es consciente de que la coherencia crea aislamiento y provoca incluso
desprecio y hostilidad en una sociedad que escoge con frecuencia como estandarte
la ventaja personal, el éxito exterior, la riqueza, el goce desenfrenado. Sin
embargo, él no está solo y su corazón mantiene una paz interior sorprendente,
pues --como dice la espléndida «antífona» de apertura del Salmo --«El Señor es
mi luz y mi salvación» (Salmo 26, 1). Repite continuamente: «¿a quién temeré?...
¿quién me hará temblar?... mi corazón no tiembla... me siento tranquilo»
(versículos 1 y 3).
Parece ser un eco de las palabras de san Pablo que proclaman: «Si Dios está por
nosotros ¿quién contra nosotros? » (Romanos 8, 31). Pero la tranquilidad
interior, la fortaleza de espíritu y la paz son un don que se obtiene
refugiándose en el templo, es decir, recurriendo a la oración personal y
comunitaria.
4. El orante, de hecho, se pone en las manos de Dios y su sueño queda expresado
también por otro Salmo (Cf. 22, 6): «habitaré en la casa del Señor por años sin
término». Entonces podrá «gozar de la dulzura del Señor» (Salmo 26, 4),
contemplar y admirar el misterio divino, participar en la liturgia del
sacrificio y elevar sus alabanzas al Dios liberador (Cf. versículo 6). El Señor
crea alrededor del fiel un horizonte de paz, que excluye el estruendo del mal.
La comunión con Dios es manantial de serenidad, de alegría, de tranquilidad; es
como entrar en un oasis de luz y de amor.
5. Escuchemos como conclusión de nuestra reflexión las palabras del monje
Isaías, de origen sirio, quien vivió en el desierto egipcio y murió en Gaza
hacia el año 491. En su «Asceticon», aplica nuestro Salmo a la oración en la
tentación: «Si vemos que los enemigos nos rodean con su astucia, es decir, con
la acidia, debilitando nuestra alma en el placer, ya sea porque no contenemos
nuestra cólera contra el prójimo cuando actúa contra su deber, o si tientan
nuestros ojos con la concupiscencia, o si quieren llevarnos a experimentar los
placeres de gula, si hacen que para nosotros la palabra del prójimo sean como el
veneno, si nos hacen devaluar la palabra de los demás, si nos inducen a
diferenciar a los hermanos diciendo: "Este es bueno, este es malo", si nos
rodean de este modo, no nos desalentemos, más bien, gritemos como David con
corazón firme diciendo: "El Señor es la defensa de mi vida" (Salmo 26, 1)» («Recueil
ascétique», Bellefontaine 1976, p. 211).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, un colaborador del Papa hizo una síntesis de su intervención en
castellano. Estas fueron sus palabras:]
Queridos hermanos y hermanas:
La primera parte del Salmo 26, que meditamos hoy, se caracteriza por una gran
serenidad, fundada en la confianza en Dios. A menudo la vida del creyente está
sujeta a tensiones y controversias, e incluso persecuciones, ya que el
comportamiento del hombre justo resulta incómodo para los poderosos y los
perversos.
Sin embargo, el fiel no se siente nunca abandonado ante los ataques de los
malvados. Su corazón conserva una gran paz interior porque, como indica el mismo
Salmo: "El Señor es mi luz y mi salvación, es la defensa de mi vida". La
comunión con Dios es fuente de serenidad, alegría y tranquilidad, pues es como
entrar en un oasis de luz y de amor.
7. Juan Pablo II: La ternura de Dios, confianza del creyente
Comentario sobre la segunda parte del Salmo 26
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles, 28 abril 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este
miércoles dedicada a comentar la segunda parte del Salmo 26 (versículos 7 a 14).
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones,
Dios de mi salvación.
Si mi padre y mi madre me abandonan,
el Señor me recogerá.
Señor, enséñame tu camino,
guíame por la senda llana,
porque tengo enemigos.
No me entregues
a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí
testigos falsos,
que respiran violencia.
Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
1. La Liturgia de las Vísperas ha dividido en dos partes el Salmo 26, siguiendo
la estructura misma del texto que es parecida a la de un díctico. Acabamos de
proclamar la segunda parte de este canto de confianza que se eleva al Señor en
el día tenebroso del asalto del mal. Son los versículos 7 a 14 del Salmo:
comienzan con un grito lanzado al Señor: «ten piedad, respóndeme» (versículo 7);
después expresan una intensa búsqueda del Señor con el temor doloroso de
sentirse abandonado por él (cfr vv. 8-9); por último, presentan ante nuestros
ojos un horizonte dramático en el que los mismos afectos familiares desfallecen
(Cf. versículo 10), mientras aparecen «enemigos», «adversarios», «testigos
falsos» (versículo 12).
Pero también ahora, como en la primera parte del Salmo, el elemento decisivo es
la confianza del que ora en el Señor que salva en la prueba y ofrece su apoyo en
la tempestad. En este sentido, es bellísimo el llamamiento que se dirige a sí
mismo al final el salmista: «Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera
en el Señor» (versículo 14; Cf. Salmo 41,6.12 y 42,5).
También en otros Salmos estaba viva la certeza de que del Señor se obtiene
fortaleza y esperanza: «a los fieles protege el Señor... ¡Valor, que vuestro
corazón se afirme, vosotros todos que esperáis en el Señor!» (Salmo 30, 24-25).
El profeta Oseas exhortaba así a Israel: «espera en tu Dios siempre» (Oseas 12,
7).
2. Nos limitamos ahora a destacar tres símbolos de gran intensidad espiritual.
El primero de carácter negativo es el de la pesadilla de los enemigos (Cf. Salmo
26,12). Son descritos como una bestia que acecha a su presa y, después, de
manera más directa, como «testigos falsos» que parecen resoplar violencia por la
nariz, como las fieras ante sus víctimas.
Por tanto, en el mundo hay un mal agresivo, que tiene por guía e inspirador a
Satanás, como recuerda san Pedro: «vuestro adversario, el Diablo, ronda como
león rugiente, buscando a quién devorar» (1 Pedro 5, 8).
3. La segunda imagen ilustra claramente la confianza serena del fiel, a pesar
del abandono incluso por parte de los padres: «Si mi padre y mi madre me
abandonan, el Señor me recogerá» (Salmo 26, 10).
También en la soledad y en la pérdida de los afectos más queridos, el orante
nunca está totalmente solo porque sobre él se inclina Dios misericordioso. El
pensamiento se dirige a un célebre pasaje del profeta Isaías que atribuye a Dios
sentimientos de compasión y de ternura más que materna: «¿Acaso olvida una mujer
a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas
llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Isaías 49, 15).
A todas las personas ancianas, enfermas, olvidadas de todos, a las que nadie
dará nunca una caricia, recordemos estas palabras del salmista y del profeta
para que sientan cómo la mano paterna y materna del Señor toca silenciosamente y
con amor sus rostros sufrientes y quizá regados por las lágrimas.
4. Llegamos así al tercer y último símbolo, repetido en varias ocasiones por el
Salmo: «Buscad mi rostro.
Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro» (versículos 8-9). El rostro
de Dios es, por tanto, la meta de la búsqueda espiritual del orante. Al final
emerge una certeza indiscutible, la de poder «gozar de la dicha del Señor»
(versículo 13).
En el lenguaje de los salmos, «buscar el rostro del Señor» es con frecuencia
sinónimo de la entrada en el templo para celebrar y experimentar la comunión con
el Dios de Sión. Pero la expresión comprende también la exigencia mística de la
intimidad divina a través de la oración. En la liturgia, por tanto, y en la
oración personal, se nos concede la gracia de intuir ese rostro que nunca
podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (Cf. Éxodo 33,20).
Pero Cristo nos ha revelado, de manea accesible, el rostro divino y ha prometido
que en el encuentro definitivo de la eternidad --como nos recuerda san Juan--
«le veremos tal cual es» (1 Juan 3, 2). Y san Pablo añade: «Entonces veremos
cara a cara» (1 Corintios 13, 12).
5. Al comentar este Salmo, el gran escritor cristiano del siglo III, Orígenes,
escribe: «Si un hombre busca el rostro del Señor, verá la gloria del Señor de
manera desvelada y, al hacerse igual que los ángeles, verá siempre el rostro del
Padre que está en los cielos» (PG 12, 1281).
Y san Agustín, en su comentario a los Salmos, continúa de este modo la oración
del salmista: «No he buscado en ti algún premio que esté fuera de ti, sino tu
rostro. "Tu rostro buscaré, Señor". Con perseverancia insistiré en esta
búsqueda; no buscaré otra cosa insignificante, sino tu rostro, Señor, para
amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso... "No te alejes
airado de tu siervo" para que buscándote no me encuentre con otra cosa. ¿Qué
pena puede ser más dura que ésta para quien ama y busca la verdad de tu rostro?
(Comentarios a los Salmos, 26,1, 8-9, Roma 1967, pp. 355.357).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la
audiencia, uno de los colaboradores del Papa leyó esta síntesis en castellano]
La segunda parte del Salmo 26 es un canto de confianza elevado al Señor, que
salva en el momento de la prueba y nos sostiene durante la tribulación. A este
respecto, es muy bella la exhortación que el salmista se dirige a sí mismo:
«Espera en el Señor, sé valiente, ten animo, espera en el Señor» (v. 14). Como
en otros salmos, aparece la certeza de que la fortaleza y la esperanza vienen
del Señor.
Tres símbolos resaltan en este Salmo. El primero es la pesadilla de los
enemigos, descritos como falsos testigos que respiran violencia, el segundo es
la pérdida de los afectos naturales más queridos y el tercero, varias veces
repetido, es la búsqueda del rostro divino que en el lenguaje de los salmos es
sinómino de la entrada en el templo y más específicamente la intimidad con Dios
a través de la oración.
Con la confianza que da poder contemplar el rostro de Dios, el cristiano entra
en contacto con su gloria. A este respecto San Agustín completa la oración del
salmista al decir: «No buscaré cualquier cosa insignificante, sino tu rostro, oh
Señor, para amarte gratuitamente, ya que no encuentro nada más valioso».
8.
Venciendo el Miedo a que Dios Falle
por: Miguel Bardales
Salmo 26 (27)
Vivir equivale a luchar. Desde el inicio de nuestra vida hasta hoy no hemos
hecho nada más que terminar una batalla para empezar otra. Los momentos de
descanso son como treguas en medio de la guerra, espacios para recuperar fuerza
y seguir batallando.
Hasta cuándo hemos de luchar? A quiénes más tendremos que vencer? Hoy quiero
presentarles un terrible gigante. Enfrentarnos a él es una tarea ineludible y
vencer una obligación para los que creemos en Dios.
La lectura será el Salmo 27, un capítulo conocido pero poco comprendido. Veamos
algunas características:
La estructura:
El salmo tiene dos partes bien diferenciadas: La primera (vers. 1-6) habla de
confianza y victoria; la segunda (vers. 7-14) muestra dudas, temores y angustia
¿Cómo se puede empezar bien y terminar mal?
La forma como ha sido escrito presenta problemas de interpretación, algunos
creen que se trata de dos salmos mal pegados, o de alguien que añadió párrafos
que desentonan.
Hay varios salmos que terminan en el vers. 6, es decir en aclamaciones de
victoria (Por ejemplo: Sal. 30:12; 52:9; 59:17; 79:13; 118:29; 145:21). Y hay
varios salmos que empiezan en angustia (Por ejemplo: Sal. 4:1; 17:1; 61:4 64:1;
102:1; 143:1) Qué pasa?
Los enemigos:
En los versículos corren muchos enemigos: ladrones listos a despedazarte, un
ejército que rodea tu vida para no darte descanso, padres que te abandonan y dan
la espalda, testigos falsos que acusan mentiras y levantan calumnias Qué
variedad!
En realidad, todos estos enemigos son diversas manifestaciones de uno solo, que
se esconde en el fondo de la conciencia de cada cristiano. El enemigo es uno: El
miedo a que Dios falle, la duda a que Él no responda en el momento de necesidad.
Este es el gigante que debemos enfrentar hoy. El gigante de la duda o miedo a
que Dios te falle has sentido su voz? Estoy seguro que habrá paralizado tu vida
y provocado desesperación y angustia ¡Qué Dios me falle! Qué desgracia puede ser
mayor?
Estados de miedo:
1. Hay momentos en que creemos al 100% "Aunque un ejército acampe contra mí, no
temerá mi corazón; aunque contra mí se levante guerra, yo estaré confiado" (Sal.
27:3). Esto sucede cuando tenemos testimonios de victoria, cuando esta fresca
nuestra comunión con Dios, cuando estamos cerca de Él y todo lo demás nos parece
pequeño.
2. Hoy otros momentos en que le decimos a Dios Dónde estas? Por qué me dejas y
desamparas? "Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh
Yahweh; no escondas tu rostro de mí. No apartes con ira a tu siervo" (Sal.
27:8-9) Qué fácil pasamos de la victoria a la angustia! Pero así somos.
Esto ocurre cuando dejamos de mirar las formidables obras de Dios, cuando
meditamos no en la Palabra sino en los problemas, entonces Dios decrece en
nuestra vista y los problemas se vuelven gigantes. La duda ha empezado a
dominarte, el miedo te rodea y sientes que Dios es indiferente "23Y entrando él
en la barca, sus discípulos le siguieron. 24Y he aquí que se levantó en el mar
una tempestad tan grande que las olas cubrían la barca; pero él dormía. 25Y
vinieron sus discípulos y le despertaron, diciendo: Señor, sálvanos, que
perecemos! 26El les dijo: Por qué teméis, hombres de poca fe? Entonces,
levantándose, reprendió a los vientos y al mar; y se hizo grande bonanza. 27Y
los hombres se maravillaron, diciendo: Qué hombre es éste, que aun los vientos y
el mar le obedecen?" (Mat. 8:23-27).
Mira la bondad de Yahweh:
1. Su bondad viene con perdón "De los pecados de mi juventud, y de mis
rebeliones, no te acuerdes; Conforme a tu misericordia acuérdate de mí, Por tu
bondad, oh Yahweh" (Sal. 25:7)
2. Su bondad viene con protección "Cuán grande es tu bondad, que has guardado
para los que te temen, Que has mostrado a los que esperan en ti, delante de los
hijos de los hombres! 20 En lo secreto de tu presencia los esconderás de la
conspiración del hombre; Los pondrás en un tabernáculo a cubierto de contención
de lenguas" (Sal. 31:19-20)
3. Con su bondad tu rostro resplandece (Ex. 33:19 y 34:28-30)
4. Su bondad viene con tremendas cosas "Bienaventurado el que tú escogieres y
atrajeres a ti, Para que habite en tus atrios; Seremos saciados del bien de tu
casa, De tu santo templo. 5 Con tremendas cosas nos responderás tú en Justicia,
Oh Dios de nuestra salvación, Esperanza de todos los términos de la tierra, Y de
los más remotos confines del mar." (Sal. 65:4-5)
Cómo vencer el miedo?
La clave esta en el vers. 4 "Una cosa he demandado a Yahweh, ésta buscaré; que
esté yo en la casa de Yahweh todos los días de mi vida, para contemplar la
hermosura de Yahweh, y para inquirir en su templo". El secreto es mirar el obrar
de Dios. Mira la manera en que Dios afirma su obra en estos tiempos.
Qué ves? El salmo 48:9-14 lo muestra más claramente: Evalúa el obrar de Dios
desde el principio. Él siempre nos ha guiado. Aprecia su provisión y reconoce
que no nos ha abandonado; considera su cuidado y aprende que Dios es el primer
interesado en que su obra camine. Entonces cree.
Cree que Dios esta contigo, que en esta vida tu disfrutarás de bienes y
alegrías, porque él que busca primero su reino tiene todo por añadidura. Cree y
no dudes porque de lo contrario desmayaras del puro miedo.
9.
¿Creemos que podemos decir: Una sola cosa pedí al Señor? (Sal 26,4). Digámoslo, digámoslo si podemos, como podamos, en cuanto podamos. Mirad cuán feliz es el corazón que usa esa fórmula interiormente, allí donde sólo oye aquel a quien se dice; pues muchos dicen fuera lo que no tienen dentro; se glorían en el rostro y no en el corazón. Vea, pues, cada cual cuán feliz es el corazón que dice interiormente, allí donde sabe lo que dice: Una sola cosa pedí al Señor, esa buscaré, ¿Y cuál es? Dice que es una sola cosa o petición. ¿Cuál es? Habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida y contemplar los deleites del Señor (Sal 26,4). Esta es la única cosa; pero ¡qué buena! Pondérala frente a muchas otras. Si ya la has saboreado algo, si ya te intriga algo, si ya aprendiste a calentarte con un santo deseo, pésala y compárala con muchas otras cosas, instala la balanza de la justicia, pon en un platillo el oro, la plata, las piedras preciosas, honores, dignidades, potestades, noblezas, alabanzas humanas (¿cuándo las mencionaré todas?), coloca todo el mundo; mira si tienes alguna visión, mira si puedes colocar esas dos realidades, aunque sólo sea para el examen: todo el mundo y el Creador del mundo.
S.
Agustín
Sermón 65 A