REFLEXIONES
1. OBSERVACIONES Y SUGERENCIAS
1.- El tema de este domingo, difícil de expresar por su misma naturaleza, es quizá uno de los más importantes en las actuales circunstancias. Acostumbrados a una visión infantil de la fe cristiana que nos «resolvía» e «iluminaba» todos los problemas con respuestas hechas y almacenadas en las bibliotecas, se nos hace cuesta arriba descubrir que «también» la fe es oscuridad, o, si se prefiere, no elimina la oscuridad de la vida, del misterio enigmático de la vida.
Fácil hubiera sido encarar el comentario de las lecturas de hoy repitiendo viejas frases sobre la esperanza, la muerte y la resurrección, la «gloria del maestro», etc., sin atrevernos a mirar a Abraham y a los apóstoles como los verdaderos prototipos de esta situación concreta de creyentes que estamos atravesando. Nos resistimos a «identificarnos» con ese Abraham y ese Pedro que «no entienden nada», porque preferimos pensar que nosotros vemos muy claro, y que ya le bastó a la humanidad la experiencia de búsqueda de ellos, por lo que nosotros podemos ahorrarnos ese trabajo.
Pero, gracias a Dios, los cristianos de este siglo hemos madurado lo suficiente como para atrevernos, al menos, a plantearnos los problemas con más sinceridad, aunque por eso mismo con menos seguridad y autosuficiencia.
Necesitamos los cristianos -tan bien amurallados detrás de los catecismos y los libros de apologética- aceptar nuestra «humilde condición de hombres» antes de sentarnos en la cátedra de la verdad.
La Iglesia de hoy, esta Iglesia tan conflictiva y a tientas, necesita hombres que la acepten así, sin utopías ni mentiras; sin declamaciones ni ditirambos. Simplemente una Iglesia de hombres ansiosos y preocupados, humildes en su afán de encontrar una verdad que siempre está un poco más allá de nuestros esquemas.
Necesitamos una predicación que exprese la búsqueda que el mismo sacerdote ha de realizar, sus conflictos, sus dudas, su oscuridad. No podemos seguir escondiendo nuestro miedo a ver claro detrás de una aparente seguridad que se llena de frases y expresiones que no surgen del convencimiento sino del convencionalismo.
Con demasiada ligereza hemos criticado a los apóstoles que «tardaron tanto en entender al Maestro»..., como si nosotros, después de dos mil años, lo hubiéramos entendido mejor. De la misma forma que hemos criticado su afán de poder detrás de un mesías político, como si en nuestro inconsciente no existiera la misma pretensión, quizá mejor disimulada ahora.
Así, pues, la reflexión de este domingo es una invitación a plantearnos con sinceridad el problema de la fe, aun a riesgo de que, como los tres apóstoles, debamos luego guardar silencio por mucho tiempo hasta llegar a entender lo que por el momento es bastante oscuro.
2.- El relato de Lucas, llamado vulgarmente la «Transfiguración», nos presenta, precisamente, el drama de fe de los apóstoles, que tardaron mucho en aceptar al verdadero Cristo, resucitado sí, pero que cuando reveló el drama de su muerte y sus dolores «se encontró solo» en el monte.
Lucas mira en perspectiva histórica todo el misterio de Cristo, y lo ve como la culminación del Antiguo Testamento, de la Ley y los Profetas (Moisés y Elías), exigiendo ese salto en el vacío a quienes pretendían constituir su pueblo con la ilusión de que se trataba de un camino fácil hacia la gloria.
La página de Lucas anticipa de alguna forma el posterior desenlace, como una prefiguración simbólica. Una página acertadamente ubicada en este segundo domingo de cuaresma, anticipándonos ya que la Resurrección de Jesucristo es algo más que una bonita palabra.
La Iglesia ya lleva celebradas casi dos mil cuaresmas... y aún hoy se sigue interrogando acerca del sentido de la vida, paradójico drama en el que la luz y las tinieblas no separan a los hombres en dos bandos -los buenos y los malos-, sino que se mezclan en nuestro propio interior hasta que alboree el alba definitiva.
Y en esa perspectiva -de por sí dramática- el cristiano «increíblemente» sigue «aguardando un Salvador el Señor Jesucristo», que «transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa».
SANTOS
BENETTI
CAMINANDO POR EL DESIERTO. Ciclo C.2º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1985.Págs.
35 ss.
2. D/APETECIBLE: ESTAR BIEN
Parece que en la escena evangélica de hoy Lucas nos quiere poner de manifiesto dos mundos distintos. Por un lado, el mundo en el que se mueven Jesús, Moisés y Elías. Por otro lado, el mundo de Pedro, Juan y Santiago, que acompañaron al Maestro pero no participaron, en principio, del primer mundo en el que se movía Jesús.
Pero, de repente, y tras espabilarse, porque el primer momento de estancia en el Tabor no debió resultar muy ameno para los Apóstoles ya que -lo dice claramente el evangelista- se durmieron, Pedro dice algo que a mí me ha impresionado gratamente. Contemplando la blancura del rostro del Señor, "su gloria" -dice el evangelista-, Pedro exclama: ¡Qué bien se está aquí! Y como se está bien, quiere quedarse allí cómodamente.
Prescindiendo de si acertó o no con su expresión, prescindiendo de si se dejó llevar de un criterio humano que le llevó a deslumbrarse con lo que interpretó como gloria y triunfo de su Maestro, lo cierto es que Pedro le dijo a Jesús que se estaba bien con El. A mí me parece importante constatar en voz alta que se está bien con Dios, que merece la pena intentar vivir a su lado; que nuestro Dios es un Dios amable en el literal sentido de la palabra, con el que apetece tener una buena tertulia y prolongar indefinidamente una estancia.
Y esto me parece importante porque, y no me explico cómo, hemos presentado a Dios, al Dios de Jesús, demasiadas veces, como un Dios ceñudo, intransigente, airado, revanchista; un Dios de toma y daca que espera el menor traspiés del hombre para darle "su merecido". Hemos presentado a Dios como un Señor de prohibiciones, lejano e inaccesible, al que conviene tener distante y contento con sacrificios, ofrendas y votos. Hemos presentado un Dios con el que no apetece estar, en una palabra. Por eso me impresiona tan gratamente la expresión de Pedro.
CR/AMABLE: Y haciendo el traslado a la práctica cotidiana, cabría afirmar que esa visión que hemos transmitido tan frecuentemente de nuestro Dios es algo que se ha filtrado a través de nuestra presentación como cristianos. El cristiano debería ser, por definición, un hombre (donde digo hombre léase mujer) con el que "diera gusto estar", con el que apeteciera prolongar la conversación, con el que se pudieran cambiar impresiones sobre todo; debería ser el hombre de la comprensión, de la paciencia, de la caridad, de la condescendencia. Tendría que ser el cristiano un hombre seguro en sus convicciones (lo cual no está reñido con la comprensión y la benevolencia), alegre con esas convicciones, dispuesto a vivirlas sencilla y sinceramente, sin ostentaciones. Tendría que ser el cristiano un hombre que, por estar familiarizado con Dios, repartiese su claridad entre los hombres, un hombre con el que se pudiera contar en todo momento, al que se le puede contar un apuro, al que se le puede sugerir una ayuda. Tendría que ser un hombre, repito, del que se pudiera decir, como elogio máximo, "qué bien se está con él".
Y, sin embargo, ¿somos los cristianos así? Pues, naturalmente, lo tendrían que decir los que no son cristianos. Y resultaría peregrino y aleccionador escuchar sus opiniones. Quizá dijeran que los cristianos somos unos seres tristes, aburridos, llenos de obsesiones y prohibiciones, incapacitados para la vida; quizá dirían que somos unas personas dogmáticas e intransigentes, con cierto sentido de superioridad, con una seguridad que no contagia, sino que distancia; quizá dirían que apenas se puede hablar con nosotros porque no comprendemos la duda, la vacilación y aun la negativa; quizá dijeran que somos capaces de vivir sólo con nosotros mismos e incapaces de abrirnos al mundo para intentar comprenderlo sin condenarlo a priori. Quizá dirían que con nosotros no sólo no da gusto estar, sino que no se puede estar. Pues, quizá... Y es para pensarlo, porque si así se pensara de nosotros (y por algunas opiniones expresadas puede deducirse que así se piensa o se ha pensado en ocasiones), mal o flaco servicio le haríamos a nuestro Dios, porque si así aparecemos o somos los que en El creemos, resulta fácil concluir que con ese Dios tampoco se debe estar bien.
Repito que los exégetas pueden decir que Pedro reaccionó humanamente al querer quedarse ahí, quietecito, junto a la gloria del Señor, y que no quería ni oír hablar del dolor y la dificultad que Jesucristo les iba anunciando, pero, admitiendo esa crítica para Pedro, yo me quedo hoy con el sentido literal de la frase, que me ha parecido estupenda. Además es muy posible que el sentir la misma sensación de Pedro nos ayude cuando este Dios amable se nos acerque coronado de espinas, o pobre y desvalido, o anciano y despreciado, o con rasgos en los que sea difícil identificarlo.
ANA
MARÍA CORTÉS
DABAR 1986, 16
LA MONTAÑA MÁGICA
Los montes Tabor y Calvario enmarcan la vida pública de Jesús, que va desde Galilea a Jerusalén para dar cumplimiento a su misión. El primero, en la llanura de Jezrael, al norte de Palestina, es el monte de la transfiguración, de la manifestación de Dios en Jesús. El Calvario, al sur, en los aledaños de la Ciudad Santa, es el monte del ocultamiento, de la muerte de Dios.
Tabor y Calvario se complementan y jalonan el discurso de la existencia cristiana. Hay que subir al Tabor desde la rutina de la vida para ver, para no perder la perspectiva, para cobrar ánimo y esperanza en el camino que inexorablemente lleva a la muerte y muerte de cruz. Pero no hay que perder nunca de vista el Calvario, no sea que el resplandor y los destellos del Tabor se conviertan en fuegos fatuos y la esperanza se desvanezca en ilusiones.
Tabor y Calvario, dos elevaciones, dos montes, son también dos modos de posicionarse en la vida y frente a la vida. Desde la atalaya del Tabor todo es luz, resplandor, claridad, las cosas pierden sus aristas y los acontecimientos su contrapunto. ¡Qué bien se está! Es la tentación de quedarse en la idealización de la vida, en el gozo inmediato de la evasión, por encima del bien y del mal, que queda como a los pies. Desde el monte Calvario, coronado de cruces, la cosa cómo cambia. Cómo cambia la vida cuando se la contempla desde las cruces donde mueren los pobres, los sin trabajo y sin techo, los sentenciados al salario mínimo y los condenados a pensiones insuficientes.
SOCIEDAD/PROGRESO PROGRESO/SOCIEDAD: Es cómo quedarse en una visión idealizada -ideologizada- de la realidad, sobre todo para los que han podido encaramarse a la montaña mágica de su propia transfiguración. Desde ese particular "¡Qué bien se está!", llamado "sociedad del bienestar", se ve el mundo como el reino de la libertad, radiante de luz de Derechos Humanos, lanzado hacia el progreso, el desarrollo, el crecimiento..., en el que el paro, la pobreza, la vivienda, los jubilados, son pequeños problemas, situaciones coyunturales de la crisis, llamados a desaparecer a medio plazo.
Pero, frente a esa visión deslumbrante y macroeconómica de los encaramados en la montaña mágica del poder y del dinero, está la soledad doliente de los que agonizan en la cruz del subdesarrollo, de la pobreza injusta, del hambre innecesaria, del salario y la pensión discriminada. A los ojos velados de los crucificados, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es un documento inútil; el progreso, un término sin sentido; el bienestar, un cinismo brutal.
A la luz de la fe cristiana, que salta como una chispa eléctrica entre los polos del Tabor y del Calvario, las estadísticas oficiales se transfiguran y los números cobran aspecto de seres crucificados en los gráficos del paro, de los pobres, de los pensionistas, de los sin hogar, de los drogadictos, de los afectados del sida... Sobre sus cruces está el "INRI" de la crisis económica, de los ajustes presupuestarios, de las exigencias de política económica, del porcentaje destinado a la acción social, de la insolidaridad..., de tantas y tantas abluciones que preceden, como en el caso de Pilatos, al envío de los inocentes a la cruz.
Hay que bajar del Tabor para seguir el camino que conduce hasta el Calvario. Pero, sobre todo, hay que bajar de la montaña mágica, ese falso Tabor en el que ponen sus tiendas los poderosos. Porque nadie, y menos que nadie los representantes del pueblo, están facultados para seguir crucificando inocentes.
LUIS
BETES PALOMO
DABAR 1989, 14
CIUDADANOS DEL CIELO
Eso dice San Pablo que somos los cristianos. Según como se interprete esta afirmación de San Pablo tendremos un tipo u otro de cristiano.
Para algunos, ser ciudadano del cielo es estar en las nubes (y no precisamente en la nube que hoy aparece en el relato de la Transfiguración; es "pasar" de las cosas de la tierra, es ser un angelista, un espiritualista, desarraigado del momento y de la circunstancia en las que vive, sin compromisos concretos, sin preocupaciones por las cosas y las personas. Es ser un hombre de "sacristía", de rezo, en el que apenas aflora la preocupación por cuanto acontece a su alrededor. Este tipo de cristiano se ha dado y se da. Y muchos hombres que no son cristianos desearían así a los cristianos porque les resultaría mucho más cómoda la vida.
No creo que este tipo de cristiano lo tuviera en la mente San Pablo (un hombre encarnado en su momento y en su circunstancia), sino todo lo contrario. Quizá San Pablo, cuando dijo a los suyos, y concretamente a los filipenses, que debían ser ciudadanos del cielo, estaba pensando en unos hombres de cuerpo entero que proyectan su vida desde los valores de Dios, en unos hombres que están presentes en su entorno con toda intensidad para poner en cada acontecimiento el sentido de lo sobrenatural, en unos hombres que viven con estilo trascendente y que, por eso precisamente, no rehuyen ninguna responsabilidad de las que les cabe por ser miembros de hecho y de derecho de una comunidad concreta con sus concretos problemas.
Y viene esta carta de San Pablo como anillo al dedo para el momento, ciertamente histórico, que estamos viviendo en España.
PLURALISMO:Rápidamente, con estilo español, hemos pasado de una sociedad monolítica a una sociedad pluralista. Es estupendo. Estupendo desde todos los puntos de vista y todavía más estupendo desde el punto de vista de la vida cristiana, porque ahora, como nunca, el cristiano tiene ocasión de demostrar sin vanidad, pero sin rubor, que es "ciudadano del cielo" y que, por consiguiente, su enfoque de los problemas tiene un color especial que no intentará imponer pero del que no tiene que renunciar en absoluto.
EUCARISTÍA 1983, 17
5. EL PORVENIR DE UNA ILUSIÓN
Una de las interpretaciones que ha pesado y sigue pesando todavía mucho en amplios sectores del pueblo cristiano, es considerar el mundo como un "valle de lágrimas", como un lugar de paso sin consistencia propia, como algo de sólo relativa importancia.
Esta manera de pensar convierte automáticamente a los hombres en unos seres ávidos de trascendencia, de manifestaciones patentes de esa otra vida a la que un día llegarán convertidos en figuras radiantes de luz. ¿Es esa una realidad? ¿No daríamos la razón a los que abundan en la teoría de que ese cielo no sería otra cosa que una proyección de deseos ante la constatación de nuestra propia impotencia y limitación? Freud llamó a la religión una ilusión y era pesimista en cuanto a su futuro, ya que no aporta nada al hombre, lo que trata de sacarlo de su situación real. Las ilusiones mueven a moverse.
Animan a plantar tiendas, pues su gratuidad no exige la puesta en marcha del dinamismo humano. Incitan más bien a la pasividad que, paradójicamente, se apoya en la misma divinidad. Transfiguración no supone quietismo, sino camino hacia. Transfiguración es descubrimiento, es la reflexión que da clarividencia y que ayuda a seguir adelante. La eternidad ha comenzado ya y esa vida futura que esperamos está siendo modelada y condicionada por nuestro propio realismo actual. Las ilusiones deben dejar paso a las actitudes pensadas y sentidas. Sólo así el porvenir será ya realidad en el presente.
EUCARISTÍA 1974, 18
6.
La verdadera seguridad de la Iglesia "Todo aquello que fue visible en nuestro Salvador ha pasado ahora a los sacramentos", dijo, en frase feliz, san León Magno. A partir de esta frase se podría hallar una línea válida de actualización de la perícopa en función de la Cuaresma. Cristo no es solamente el "modelo", el héroe que suscita nuestra admiración en su victoria sobre las tentaciones y nos arrastra con su ejemplo. Cristo es el que está presente en la Iglesia porque es el Señor que domina la historia. Las escrituras del antiguo Testamento, y la predicación cristiana, no tienen más contenido fundamental que su persona. Y la vida cristiana misma, en definitiva, no consiste radicalmente en un esfuerzo sicológico o ascético planteado a nivel natural y humano, sino en el hecho de que "somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo.... que transformará nuestra condición humilde...." (2 lectura). La vida de la Iglesia no es una exaltación continua, un entusiasmo perenne, un triunfalismo -si se quiere- vacío; pero tampoco es aridez, pesimismo, incertidumbre elevada a categoría de principio.
La Iglesia tiene auténticas seguridades -junto a la tentación de otras, que son falsas- y hay que valorarlas: la seguridad de la fe en Jesucristo. Junto a los momentos de la lucha están los momentos de la fiesta, de la contemplación. Junto a la vida cotidiana están los momentos sacramentales. En la conversación sobre la pasión y muerte, entramos en la nube gloriosa. El Señor que está entre nosotros, y que no vemos, es el que partió el pan en Emaús, aunque vivamos su presencia como la del "Jesús solo" de Lucas, al final de su narración.
PEDRO
TENA
MISA DOMINICAL 1974, 3
7.
"Maestro, qué hermoso es estar aquí" La Transfiguración no es una situación definitiva, pero es una realidad con la que hay que contar,
-siempre que creemos o avanzamos en la amistad,
-siempre que ancianos, enfermos, marginados... son atendidos,
-siempre que los campos están colmados de frutos,
-siempre que la oración nos introduce en el mundo de Dios, etc. etc., podemos afirmar: "Qué hermoso es estar aquí", ya que donde quiera que haya Vida, Dios está allí. Hay que vivirlas intensamente las "pequeñas transfiguraciones" que la vida nos ofrece.
-"Se encontró Jesús solo" (Evangelio). Esta es la gran realidad. Nos encontramos siempre con Jesús; hoy con "sus vestidos" que brillan "de blancos", mañana con el Jesús desfigurado por el dolor de la cruz. "Ellos guardaron silencio"... No las diremos a nadie nuestras "transfiguraciones"; serán un impulso, una fuerza, una carga de esperanza para seguir animados en la lucha, en la tarea de cada día, que es en definitiva lo que importa.
VICENÇ
FIOL
MISA DOMINICAL 1989, 16
No podemos ser felices en un mundo en donde no es posible la felicidad para todos. Querer ignorarlos es refugiarse en el Tabor. Es querer construir tres tiendas y establecerse sin tener en cuenta los que sufren y padecen en el valle de lágrimas.
Quedarse en el Tabor podría ser también llegar a pensar que lo importante es no tanto descender nosotros cuanto procurar que todos suban donde nosotros ya estamos. ¿Acaso es esto posible? Jesús no lo entendió así. Jesús descendió del Tabor para subir al Calvario. Jesús descendió hasta el ínfimo lugar, a fin de poder ser, en una perfecta igualdad de oportunidades, hermano y prójimo universal. Se hizo el más pequeño de todos para ser hermano de todos. No rehuyó el camino de la cruz y no quiso anticipar para sí y para los suyos (sus tres discípulos) una gloria que él quiso alcanzar para todos los hombres. Quedarse en el Tabor puede ser también para nosotros dar de vez en cuando la limosna de nuestra abundancia. Dejar caer unas migajas de nuestra mesa bien provista para los cachorros que ocupan el último lugar en el festín de la vida. La caridad cristiana es ante todo comunicación de vida, solidaridad con todos los hombres. Y, por lo tanto, descender para andar con todos los hombres que peregrinan por este valle de lágrimas y subir todos juntos hacia Jerusalén, en donde, no sin el sacrificio de nuestras vidas, se alcanzará al fin la salvación de todo el pueblo.
EUCARISTÍA 1971, 19
9. PABLO: MODELO Flp 3, 17-4, 1
Imposible, leyendo la Epístola de San Pablo, sustraerse a un fácil comentario, que nos brinda la realidad cotidiana.
Habla Pablo de sí mismo como modelo a imitar e invita a sus lectores, antiguos y presentes, a vivir como él lo hace. Lo dice sin ningún rubor, sin falsa humildad, consciente de que, como mucho más tarde diría Santa Teresa, la humildad es la verdad. El, Pablo, el hombre apasionado, intrépido, entregado totalmente a su obra, trabajando con sus manos, eludiendo ser gravoso para nadie, recorriendo los pueblos y las ciudades, ligero de equipaje, como dijo su Maestro que había que hacerlo llamando al pan, «pan», y al vino, «vino», es decir utilizando esos dos monosílabos tan queridos por Jesucristo: SI y NO, y tan difíciles de utilizar adecuadamente. El, Pablo, hablando desde la cárcel, exhortando desde el dolor y la incomprensión y desde el martirio, es el modelo que los cristianos debemos seguir en el mundo. El lo dice.
Y leyendo la Epístola y viendo nuestro mundo, una no puede dejar de sonreír asombrada. ¿Quién se atreve hoy a proponernos semejante modelo?; ¿quién de entre los que conocemos, quién de entre nosotros mismos, estamos dispuestos a seguir, aunque sea de lejos, semejante modelo? ¿Es ese el modelo que se esta ofreciendo constantemente a los hombres actuales? ¿Es ése el modelo que sonríe con suficiencia desde las portadas de las más importantes revistas? ¿Es ése el modelo de hombre capaz de convertir en oro cuanto toca? ¿Es ése el modelo de triunfador, sin escrúpulos, pero triunfador al fin, al que todos rinden pleitesía hasta que, por alguna circunstancia inesperada, se descubre que su meteórica carrera estaba llena de oscuridad y de vergüenza?
¿Cuál es el modelo que hemos estado presentando día tras día en nuestra sociedad? Un modelo que nada tiene que ver con Pablo sino ese otro que Pablo describe expresivamente y lo hace con lágrimas en los ojos porque (¡nada hay nuevo bajo el sol!) junto a él son muchos los que viven de espaldas a Cristo y añade, con buena descripción literaria, que para los tales «su paradero es la perdición, su dios, su vientre y su gloria sus vergüenzas».
Y una vuelve a sonreir preguntándose si la carta de Pablo no estará dirigida a los Filipenses sino a los españolitos de hoy y posiblemente a los del siglo que ya se asoma en el horizonte. Pero si alguna experiencia tenemos los hombres de hoy, es la de la caída estrepitosa de algunos de los importantes, de algunos que han merecido la gloria, el honor, la distinción, y el podio para presentarlos como ejemplo a seguir, como desideratum a alcanzar por todos cuantos pretenden abrirse camino en la vida. Tenemos la experiencia de unos hombres, auténticos ciudadanos de una sociedad de la que ahora decimos que ha perdido «los valores» pero en la que hemos trabajado concienzudamente para que los valores se pierdan; una Sociedad en la que no cuenta la fidelidad, ni en el amor, ni en los negocios, ni en la amistad: una Sociedad cuya máxima, tampoco nueva, es comamos y bebamos (y de paso metamos algunos goles en campos atestados de un público histérico que sigue enfebrecido las evoluciones de un balón entre unos cuantos pies trenzados); una Sociedad que se ufana de proporcionar riquezas rápidas e inmediatas con las que satisfacer las vanidades de sus poderosos que pasean por los mares sus despampanantes barcos, organizan fabulosas cacerías y montan espléndidas operaciones de toda clase de ingenierías que no repercuten precisamente en el producto interior bruto.
Claro que hemos perdido «los valores». Naturalmente. No hay juventud que soporte un bombardeo como el que hemos soportado, ni ejemplos como los que nos han proporcionado con tanta abundancia, sin que esa juventud se resientan en sus cimientos. Viendo a los adultos «triunfar» y cambiar con absoluta indiferencia de casa, «compañera» y coche, amén de otras fruslerías sin importancia. Hemos conseguido unos ciudadanos de acuerdo con la ciudad que se ha intentado construir.
Pues, aquí viene lo bueno, y lo preocupante. ¿Qué pasa con los cristianos? ¿Somos iguales o haríamos llorar a Pablo hoy como entonces? ¿Escapamos del tono general o envidiamos secretamente y aplaudimos públicamente ese otro modelo de hombre que se considera a sí mismo el centro del universo? Somos los cristianos, viviendo entre los hombres, codo a codo con ellos, una referencia de «valores», una especie de contra-héroes actuales, alguien hacia quienes pueden volver sus ojos quienes intenten una vida en la que el hombre cuente por encima de todas las cosa, precisamente porque creemos que es al hombre a quien Dios quiere más. ¿Alguien puede decir, al conocernos, que conoce a unos «ciudadanos del cielo» con los pies en la tierra?
Comprendo que esta PRIMERA PAGINA parece un antiguo examen de conciencia. Pero quizá no nos vayan mal algunas de las preguntas.
ANA
MARÍA CORTES
DABAR 1995, 17
10. D/ABURRIDO: MONICION/ENTRADA
Queridos hermanos, continuamente proclamamos que lo que Jesús nos ha traído es una Buena Noticia para todos. Pedro así lo entendió y así lo vivió; por eso pudo decir con toda naturalidad y sencillez que con Jesús se estaba a gusto, que con Dios se está en la "gloria".
No es ése, sin embargo, el sentir general de muchas personas para quienes todo lo referente a Dios es más bien una noticia aburrida, pesada, que nada arregla y muchas cosas complica innecesariamente; hoy son muchos los que no se encuentran a gusto en las cosas religiosas y las relegan para momentos muy concretos (y si hay bar cerca de la iglesia donde se celebra la boda, o el bautizo, mejor) y de verdadera obligación y bien quedar.
Los cristianos, como personas convencidas de que lo de Jesús es no sólo una Buena Noticia entre otras, sino la mejor noticia que puede recibir cualquier hombre de cualquier tiempo, clase y condición, tenemos la obligación de volver a mostrar a los hombres que con Dios se está a gusto, porque Dios está a favor de todo lo mejor que hay en el hombre.
LUIS
GRACIETA
DABAR 1986, 16
11.
-LA META ES LA PASCUA DE LA RESURRECCIÓN
Hay que tenerlo siempre bien presente, no sólo en Cuaresma, no sólo hoy, "domingo de la Transfiguración"; hay que tenerlo bien presente en cada Eucaristía y en cada momento de la vida cristiana: somos llamados, como Jesús, a la resurrección; ésta es nuestra vocación.
Por eso, el segundo domingo de Cuaresma es un domingo optimista, esperanzado. Hay que subrayar esta "anticipación" de la Pascua, con algún signo: quizá encendiendo el cirio pascual al lado del Cristo de la agonía o de la muerte que está en el presbiterio, o bien iluminando más y de una manera fija esta imagen.
No obstante la gloria de Jesús no debe hacernos perder de vista el paso de la cruz: "La pasión es el camino de la resurrección" (prefacio).
-LA ALIANZA
Este año el punto primero cronológico de la historia antigua es la alianza que Dios establece con Abrahán. En esta alianza Dios no sólo tiene la iniciativa sino que es el único que promete, que da, que llama. Promete la gran descendencia y el país, la tierra. Abrahán sólo cree, y el Señor le computó en justicia esta fe. Él es el primer creyente, padre y modelo de los creyentes, no sólo del pueblo de la Antigua Alianza sino y sobre todo del de la Nueva: ¡los que creemos en Jesucristo, resucitado de entre los muertos!
Esta primera lectura, pues, se inserta en la linea de renovación de fe que proponemos para la Cuaresma. La fe es don de Dios, iniciativa de Dios, confianza y obediencia en el hombre, que acepta la promesa y entra en la amistad, la alianza, de Dios.
-"EL SEÑOR ES MI LUZ Y MI SALVACIÓN"
Hoy en el evangelio Jesús aparece en el esplendor de su luz; ¡de hecho aparece como el que es la Luz! Sabemos y repetimos que la fe es luz. Ahora bien, hay que insistir que en Cristo encontramos la luz de la fe simplemente porque él, personalmente, es la Luz, como afirmó en Jn 9,5.
Cristo nos iluminó, fue la Luz del mundo, definitivamente en su Pascua. En la transfiguración anticipó esta luz que es el resplandor de la gloria de Dios. La gran manifestación de Dios, de la gloria de Yahvé (preludiada en el Sinaí y en el Horeb, ante Moisés y Elías), será la Pascua que culminará su muerte, descrita por Lucas como un nuevo Éxodo. Éste es una salida, un paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida.
La fe en Cristo llena de luz nuestra vida. Una meditación sobre esta realidad que brota hoy de la contemplación de la transfiguración es el salmo 26, que cantamos como responsorial. El Señor es mi luz y mi salvación: ¡la fe que da la salvación! La fe es la culminación de la llamada divina: "¡Buscad mi rostro!". "Tu rostro buscaré, Señor". He aquí que la transfiguración es un grito de esperanza: "¡Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor!".
El cumplimiento de la esperanza es lo que nos anuncia la transfiguración: "Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida". Es a la vez el término de nuestra fe.
-NUESTRA TRANSFORMACIÓN
Fe y conversión, como hemos dicho, son el objetivo de nuestra Cuaresma, en línea catecumenal-bautismal y penitencial. Si la transfiguración hace que resplandezca ante nosotros la luz de la fe en el Cristo pascual, la segunda lectura, de Pablo a los Filipenses, nos hace ver el término de nuestra conversión: "Jesucristo, el Señor, transformará nuestro cuerpo humilde según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo".
La conversión cuaresmal nos encamina hacia la nueva creación que empieza a estar presente en el Cuerpo glorioso del Resucitado. Convertirnos será, pues, despojarnos del hombre viejo, morir al pecado, para revestirnos del Hombre nuevo, que es Cristo, y vivir para él y con él. En el bautismo, en el segundo bautismo que es el sacramento de la penitencia, ya hemos sido injertados en el Hombre nuevo: morimos con Cristo, somos sepultados con él, resucitamos con el Señor. El bautismo es el término de la conversión, profundizada en el catecumenado; la penitencia es el término de la segunda conversión y de la conversión constante que debe ser la vida del discípulo de Jesús. El término final de nuestra conversión será la transformación de nuestro cuerpo humilde y la configuración al Cuerpo glorioso del Señor, cuando volverá al final para darnos la ciudadanía del cielo, que es la Tierra prometida a los que hemos entrado en la nueva y definitiva Alianza.
Hay que señalar hoy, a partir de la poscomunión, que la Eucaristía es comunión con el cuerpo glorioso del Hijo de Dios, del Resucitado. Ya ahora somos transformados, por la Eucaristía, en el Cuerpo glorioso de Cristo, que comemos y bebemos (cf. poscomunión domingo 27 del tiempo ordinario).
PERE
LLABRÉS
MISA DOMINICAL 1995, 4
12.
Tan importante como vivir en la llanura del trabajo cotidiano y de la lucha por la justicia y el desarrollo, es saber subir a lo alto de la oración y adquirir así visión y sentido de transcendencia. Quien se queda siempre en el valle de lágrimas del mundo y no asciende a la cercanía de Dios, pierde la perspectiva del cielo y no ve la gloria blanca de la transfiguración.
Dice el evangelio de este segundo domingo de Cuaresma que Cristo subió a lo alto de una montaña para orar y que allí el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de blancos. El blanco es el color de las manifestaciones divinas, el color de Dios. El blanco demuestra alegría y gloria, es signo de fiesta y de comienzo. Los cristianos deberíamos cambiar un poco el color de nuestra vida, de nuestra fe, esperanza y caridad. Es demasiado indefinido, poco brillante. Nos vestimos de tiniebla, nos cubrimos con apariencias, nos autodefendemos con nuestros tonos oscuros para no tener que mostrar a la luz nuestras manchas. Es urgente recobrar el blanco resplandeciente de la oración y de la cercanía de Dios.
Pero no hay que engañarse, no siempre se vive en éxtasis, en transfiguración, en luz. Hay que superar la tentación de quedarse en lo alto estáticos diciendo: ¡que hermoso es estar aquí! y refugiándonos en falsas tiendas de campaña. Hay que bajar al valle de lo concreto y del trabajo en el mundo. El ritmo de subidas y bajadas, de transfiguraciones breves en espera de la definitiva, de alegrías y tristezas, de cansancios y descansos es la verdad de la vida .
La verdadera transfiguración es una subida hacia la escucha de la Palabra del Hijo de Dios, palabra que viene de lo alto y no es fruto del pensamiento terreno, palabra que es luz y visión de eternidad.
Andrés Pardo
13. Para orar con la liturgia
Cristo
después de anunciar su muerte a los discípulos,
les mostró en el monte santo
el esplendor de su gloria,
para testimoniar,
de acuerdo con la ley y los
profetas
que la pasión es el camino de la resurrección.
Prefacio II
domingo de Cuaresma
14. Tiempo fuerte de esperanza
La liturgia de la Palabra del pasado domingo nos invitaba a profundizar en nuestras actitudes de fe. La de hoy nos ayuda a dar un paso en la misma dirección pero alertándonos de que caminar en la fe es vivir de la esperanza.
Si leemos con detenimiento lo que nos dice hoy el Génesis detectaremos fácilmente que si es verdad que Abrahán fue el primer creyente, incluso el padre de todos los creyentes, su vivencia de fe la tuvo que construir desde la virtud de la esperanza, pues la alianza que Dios hace con él está en clave de futuro: así será tu descendencia, A tus descendientes les daré esta tierra.
Para nuestro haber de cristiano, san Pablo describe, como en un díptico, lo que es vivir sin esperanza o vivir apoyado en ella. Nos puede servir de programa cuaresmal el díptico paulino: no viven en la esperanza quienes andan como enemigos de la cruz de Cristo o sólo aspiran a cosas terrenas. Por el contrario, apoyamos nuestra vida cristiana en la esperanza si somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un salvador
La escena de la Transfiguración también hay que leerla en clave de esperanza, pues si los discípulos fueron testigos de la gloria de Cristo en el Tabor, también es cierto que fue para que no perdiesen aquella virtud durante la noche oscura de la Pasión.
Está claro que en nuestro programa cuaresmal hemos de darle amplia cabida a la esperanza, acercándola a la vida diaria. Para conseguirlo tenemos que vivir el presente con la mirada puesta en la promesa de salvación, fiándonos más de la palabra de Jesús que de los valores tangibles que acosan nuestro egocentrismo.
Antonio Luis Martínez
15. Escuchar
RAUL HASBÚN
La transfiguración de Jesús en el Monte Tabor culmina con la voz del Padre que
dice: Este es mi Hijo, el Elegido: escuchadle. ¿Qué tan preparados estamos para
hacerlo?
Pasamos años aprendiendo a hablar, a leer y a escribir, observa un experto en
técnicas de liderazgo. Pero rara vez nos instruimos en el arte de escuchar. En
nuestro idioma, escuchar deriva de auscultar. Ello implica poner el oído en el
corazón, captar el íntimo latido de lo que a veces las palabras no pueden o no
quieren expresar. Escuchar supone cercanía, empatía. Es un acto de respeto: el
otro es ahora el más importante, mi tiempo y mi energía se concentran en él.
Escuchar es un acto de prudencia y por ello de inteligencia. Reaccionar sin
haber conocido, de boca del afectado, los hechos según él los aprecia, suele
llevar a conclusiones equivocadas. Escuchar es, por lo mismo, un acto de
justicia. En toda controversia, las partes tienen el derecho de ser escuchadas
antes de ser obligadas a acatar. Permitir, y mejor aún, estimular y en todo caso
garantizar que los otros manifiesten su pensar y sentir, sin temor a represalias
o escarnio, enriquece al que escucha (le provee información, conocimiento de las
personas, nuevas perspectivas y estrategias) y enaltece al escuchado (ve honrada
su dignidad de persona, externaliza sus visiones y emociones, experimenta un
desahogo terapéutico y reexamina críticamente lo que pensaba o sentía).
El arte de escuchar exige grabar, en la mente y en el corazón, las palabras, las
miradas, los silencios del que nos habla. Todo cuenta. Y en ese proceso de
desentrañar la verdad de lo que hay en el otro, ayuda el hacer preguntas
pertinentes. Las más esenciales: Qué Quién Dónde Cuándo Cómo Cuánto
y sobre todo, Por Qué. Ellas actúan como un estímulo y ordenador mental. La
respuesta a estas preguntas consolida una fructífera conversación.
Un obstáculo en el arte de escuchar es el ruido, tanto exterior como interior.
El silencio es el hábitat natural de la inteligencia. Mezcla de sonidos
inarticulados y confusos, el ruido contamina el proceso de empatía y trasmisión.
Más grave es aún el ruido interior, generado por una prejuiciada disposición
emocional de parte del que escucha. Suele manifestarse en una conclusión
prematura, sin esperar que el interlocutor termine de exponer su asunto. O en
una actitud menospreciativa, descalificadora de la persona que nos habla. Al
respecto es prudente recordar que la verdad no conoce fronteras: un analfabeto,
un niño, un adversario pueden acercarse a ella tanto o más que nosotros. En todo
caso, lo que se nos dice ha de ser apreciado en su mérito, con prescindencia de
lo que pensamos sobre quién lo dice.
Los debates académicos en la escolástica medieval se ceñían a una regla de oro.
Terminada la exposición del primer panelista, su contradictor debía ofrecer un
resumen de lo afirmado por aquél. Así documentaba su doble respeto a la verdad
expuesta y a la persona del expositor, testimoniando de paso que ambos
concordaban en la exacta naturaleza del tema debatido. Tomás de Aquino
encabezaba sus tesis a manera de una pregunta, tras la cual reproducía en su
tenor literal los argumentos de la parte contraria. La diaria observación de
cómo se discute en escenarios domésticos, profesionales y comunicacionales
recomienda rescatar esta sabia práctica medieval, signo de una inteligencia que
busca la verdad y aprende a encontrarla escuchando bien.
Saber escuchar al hombre es indispensable para saber escuchar a Dios. El
Invisible suele hablarnos a través de sus creaturas. Si Cristo es Verbo divino,
el camino obvio para aprehenderlo es escucharlo. El Verbo de Dios habla en la
Iglesia. Habla en la Creación. Habla en las circunstancias, signos de los
tiempos. Habla en el propio corazón: allí tiene su morada. Escuchar a Dios es
sinónimo de escuchar e interpretar fielmente la voz de la conciencia moral.
También aquí vale la regla del silencio exterior e interior. Este último suele
contaminarse por una predisposición emocional que dificulta escuchar y
distorsiona lo que escuchamos. Cada uno de los pecados capitales pone al sujeto
en situación de enclaustramiento y con ello de alienación: su ruido interior ya
no lo deja escucharse a sí mismo, a sus maestros, a Dios.
Cuando oramos, en privado o en acción litúrgica, decimos: escúchanos Señor, te
rogamos. Esta súplica exige reciprocidad: Escuchen a mi Hijo, mi Elegido.
Cristo-Verbo, Cristo-Palabra está siempre hablándonos. Quien le suplique conocer
su voluntad recibirá respuesta, clara y oportuna. Para escucharla basta
auscultar su Corazón. Está cerca. Late por ti.