41 HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO II DE CUARESMA
35-41

 

35.

Fuente: Catholic.net
Autor: P. Octavio Ortíz

Nexo entre las lecturas

Nuestra mirada se dirige hoy al tema de "la llamada de Dios" como elemento que unifica la liturgia. La llamada se dirige primero a Abraham. Lo invita a salir de su tierra, a dejar a la espalda las apoyaturas humanas y a confiarse entera y filialmente en el Señor y en su promesa: "en ti bendeciré todas las familias del mundo" (1L). La llamada se dirige también a Timoteo por medio de Pablo: "toma parte en los duros trabajos del evangelio con la fuerza que Dios te dé". Es esencial en la vida del cristiano "tomar parte en la vida de Cristo", especialmente en su misterio pascual: muerte y resurrección (2L). Pero esta llamada de Dios en Cristo se hace más evidente en el evangelio: Cristo llama a Pedro, Santiago y Juan a subir a una montaña alta y los invita a "tomar parte" en la transfiguración. Poco después los llama a descender del monte y a emprender decididos el camino de Jerusalén, camino de la Pasión (EV).


Mensaje doctrinal

1. La iniciativa de Dios. La historia de Abraham muestra claramente que es Dios quien toma la iniciativa en relación con la vocación de los hombres. El Señor le sale al paso y le muestra un plan sorprendente, inesperado y desproporcionado a sus posibilidades. "Sal de tu tierra...". "Haré de ti un gran pueblo". "En ti bendeciré todas las familias de la tierra". Abraham sale de su tierra, se encamina por un sendero dejando atrás planes personales, posesiones, y la seguridad de su tierra y de su parentela para emprender un camino que lo conducirá a una nueva tierra, una nueva historia, una nueva descendencia. Abraham es un personaje importante en la teología de la historia. Es el hombre de la promesa, el hombre dócil a la iniciativa de Dios. El hombre que se deja guiar por la Voluntad salvífica de Dios por encima de sus proyectos personales. Sale de su tierra confiando sólo en la promesa de Dios. Su actitud es de una obediencia y confianza absolutas y nos enseña que a Dios que se revela se le debe el obsequio del entendimiento y el asentimiento de la voluntad. Así Abraham se orienta hacia una grandeza que es la grandeza de Dios.

Por su fidelidad Abraham se convierte en sí mismo en una bendición de Dios. Se hace de algún modo don de sí mismo para los demás. Será él el eslabón de una cadena que llevará la bendición de Dios para los pueblos. En realidad todo aquel que se abandona a la llamada de Dios se convierte en una bendición. En Abraham comprendemos que el sacrificio que implica la obediencia fiel al plan de Dios es fuente de fecundidad espiritual, de gracia y de bendición. Quien se confía sinceramente a Dios no queda defraudado en nada. Dios es fiel.

2. El rostro de Cristo. La carta Nuovo Millennio Ineunte dice en el número 23: "Señor, busco tu rostro" (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho "brillar su rostro sobre nosotros" (Sal 6766,3). Al mismo tiempo, Cristo, Dios y hombre, nos revela también el auténtico rostro del hombre, "manifiesta plenamente el hombre al propio hombre". Es precisamente este rostro el que contemplamos en el pasaje de la transfiguración. En el rostro de Cristo en el monte resplandece la gloria del Padre, se percibe la profundidad de una amor eterno e infinito que toca las raíces del ser. En este rostro transfigurado el hombre reconoce la profundidad del misterio de Cristo. Los apóstoles descubren con nueva claridad que en Cristo habita la plenitud de la divinidad, que Él es verdadero hombre y verdadero Dios. El concilio de Calcedonia lo expresa en estos términos: "Una sola persona en dos naturalezas. Sus dos naturalezas, sin confusión alguna, pero sin separación alguna posible son la divina y la humana". El hombre está invitado a descubrir en el rostro de Cristo el amor humano-divino del redentor. Está invitado a descubrir, como los apóstoles en el Tabor, que "es muy bueno permanecer junto a Él". Está invitado como San Pablo a hacer experiencia de aquel que "me amó y se entregó a sí mismo por mí". El hombre que desea comprenderse a fondo a sí mismo debe mirar a Cristo (Cfr. Redemptor Hominis 10).


Sugerencias pastorales

1. El sufrimiento y el dolor son una experiencia humana que toca a todos los hombres. Esta experiencia pone a dura prueba las convicciones profundas de la persona humana. ¿Cómo puede un Dios omnipotente y soberano permitir o querer esta noche de dolor que me oprime? ¿Por qué no interviene? Son preguntas irrenunciables que el hombre debe plantearse y resolver. Es el escándalo de la cruz. La meditación serena y profunda del rostro transfigurado de Cristo nos ayuda a resolver el enigma de nuestra vida con sus penas y sufrimientos y a vivir en la esperanza del encuentro definitivo con Dios. El fruto del Jubileo del Año 2000 decía el Papa debe ser la "contemplación del rostro de Cristo" (Nuovo Millennio Ineunte 15). Y en la carta a los jóvenes añadía: Al hombre le es necesaria esta mirada amorosa de Cristo; le es necesario saberse amado, saberse amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad es casi borrada a los ojos de los hombres, es ultrajada y pisoteada; entonces la conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha conciencia nos permite sobrevivir (Dilecti Amici).

2. En nuestra vida parroquial podemos promover esta contemplación del rostro de Cristo por medio del amor a la Eucaristía. En ella Cristo está real, verdadera y sustancialmente presente. La adoración eucarística en favor de las vocaciones es algo que une a los fieles y les motiva para rogar al dueño de la mies que nos envíe operarios. La promoción entre los niños y los jóvenes de los 15 minutos de visita a Jesús sacramentado. La comunión frecuente y la acción de gracias. La formación del grupo de monaguillos. Las procesiones eucarísticas en las misiones de evangelización. La colaboración en la catequesis de los niños que se preparan a recibir su primera comunión. Todos estos son medios que nos ayudan a contemplar y descubrir el rostro de Cristo.


36. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO

Comentarios Generales

Génesis 12, 1-4:

La Vocación de Abraham constituye como el comienzo de una nueva Era. Los cc 1-11 del Génesis pueden llamarse “Prehistoria de la Salvación”. Abraham inicia la “Historia”.

— Llamamos “Historia Salvífica” o “Teología de la Historia” a la manera Providencial cómo Dios actúa en los acontecimientos humanos y en los hechos de la naturaleza, ordenándolos de modo seguro y radiante a la “Salvación” de los hombres. La Biblia narra los hechos a esta luz.

— De Abraham a Cristo, la “Promesa” Salvífica entra radiante en la Historia, corre rectilínea y sin baches ni hiatos; y a cada momento crece en luminosidad y en riqueza de contenido.

— El caso de Abraham es como el molde y modelo de cuanto representa la Promesa de parte de Dios y de parte del hombre. De parte de Dios: Dios llama y elige. Dios se abre en dones magníficos. Dones que toman el nombre denso de “Bendición” divina y que adquieren una plenitud y una extensión que sobrepasan toda medida y todo cálculo humano. Sólo cuando llegue la realización plena de esta “Bendición”, cuando nos llegue el Mesías de la Promesa, conoceremos su valor pleno. Ahora se le dice ya a Abraham que Dios tiene el plan de realizar esta “Bendición” en él y por él. Es, pues, Abraham el Patriarca del linaje de Adán, en quien se remansa la “Promesa” de Gn 3, 15; un eslabón en la cadena Salvífica. Por Abraham llegará al mundo el Salvador y la Salvación. De parte del hombre, dado que aquí todo es “Promesa”, Don o Gracia de Dios, se exige sólo disponibilidad y docilidad, confianza y entrega total a Dios. Es lo que San Pablo llama: “Fe”. La Salvación la “da” Dios. Y la da “graciosamente”. Pero el hombre debe aceptarla. La sinceridad de esta aceptación se conoce en la generosidad con que el hombre se apresta a todos los sacrificios que le exija la elección que de él hace Dios. En la vocación de Abraham, Patriarca de los creyentes de todos los siglos, vemos cómo le comporta muchos y grandes sacrificios: Renuncia a su patria y familia. Abandono ciego y sereno a los planes divinos (1). Abraham cree. Cree, confía y ama.

II Timoteo 1, 8-10:

San Pablo nos hace ver el papel que cada uno en particular desempeñamos en esta Historia de la Salvación. Dios es Padre. Si en la Historia Universal podemos pasar inadvertidos, como un grano de arena en la playa, en la Historia Salvífica somos cada uno una pieza maestra. Somos hijos de Dios.

— Tenemos cada uno una vocación y elección por parte de Dios. Vocación singular y personal. Vocación que es pura dádiva o gracia de Dios. Los esfuerzos humanos pueden construir la Historia, pero no la Historia Salvífica: “Dios nos llamó con vocación de santidad” (9). Vocación de Santidad significa que nos invita, llama y destina a gozar su propia Vida Divina. La “Santidad” es la Vida de Dios. En nosotros se llama: Gracia-Justificación-Santificación-Salvación. Y por ser “Gracia” en esta obra todo es iniciativa y regalo divino: “No en atención a nuestras buenas obras, sino en razón de su designio y de su gracia” (9). Todo es Gracia, Dádiva, Amor de Dios.

— San Pablo concreta en qué consiste esta “Gracia Salvífica” de Dios: “Gracia que nos fue otorgada en Cristo Jesús desde antes de todos los siglos. Gracia, empero, manifestada ahora con la aparición de Cristo Salvador Nuestro” (10). Cristo es el Hijo de Dios Encarnado. En este Hijo de Dios se nos va a dar la Vida Divina (= Santidad); en Él, que es el Hijo del Amor del Padre, vamos a ser “agraciados” nosotros, que éramos unos míseros pecadores. “Cristo destruyó la muerte; y fulguró luz de vida y de inmortalidad” (10). Una vez nos insertamos e integramos en Cristo por la fe y el amor, nos llega de lleno la Gracia y el Amor del Padre. Ya no pesa sobre nosotros muerte ni condenación; ya quedamos inmersos en la Luz y en la Vida de Dios.

— A esta dadivosidad suma de Dios, ¿cómo debemos responder nosotros? Como en el caso de Abraham, en toda vocación que Dios hace, el hombre debe comportarse con disponibilidad, docilidad y confianza abierta, ciega y total. Pueden hacer fraca­sar la vocación (a la fe, al apostolado, etc.), la resis­tencia humana, la desconfianza, el orgullo. Concre­tamente, en el v 8 San Pablo amonesta a Timoteo que no sea pusilánime; que se abra con confianza y audacia a la gracia de su vocación. Sólo es pusi­lánime quien se apoya en sí mismo. Quien confía en Dios todo lo puede en Aquel que le llamó. Esto debemos aplicarlo por igual a nuestra vocación a la Santidad que a la del Apostolado. Del Bautismo arrancan el don y las exigencias de esta gracia. Y la Eucaristía es el clima comunitario en que se realiza y se desarrolla. Cada celebración eucarística es gracia y responsabilidad, don y compromiso.

MATEO 17, 1-9:

La escena de la Transfiguración nos permite penetrar un poco el misterio insondable de la Persona y de la Obra de Cristo. A través del velo de su carne deja Cristo transparentar la Luz de su gloria divina:

— En una alta montaña, a la vista de los tres Testigos predilectos, se realiza la Transfiguración de Cristo, la Teofanía más gloriosa que jamás vio ningún mortal. La Nube Gloriosa, signo de la Presencia Divina, y la voz que se oye en la Nube, testifican que Jesús es el Mesías, el Salvador prometido en las Escrituras. Moisés y Elías (que personifican la Ley y todos los Profetas) están allí para rendir el mismo testimonio. Al darle Dios el título de “Hijo” (5), nos orienta a ver en Jesús unas relaciones únicas y trascendentes con Dios: Padre-Hijo. A la vez, esta Cristofanía pone en claro que el Mesías-Siervo de Yahvé de Isaías (42, 1) es Jesús-Hijo de Dios.

— Al bajar de la montaña, Jesús intenta iluminar a los ojos de sus discípulos el sentido Redentor que tiene su “Mesianismo” (12). Es Mesías-Redentor; por eso ha de serlo con su muerte en la cruz. A nosotros la oración y la cruz, la Palabra de Cristo y sus Sacramentos nos reforman, nos transfiguran y nos conforman a Él. Ahora a Cristo crucificado; luego a Cristo Glorificado.

— En clima de preparación pascual, recordemos: “Cristo nuestro Señor manifestó su gloria a unos testigos predilectos, y les dio a conocer en su cuerpo, en todo semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma ante la proximidad de la Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles, para que sobrellevasen el escándalo de la cruz; y alentó la esperanza de la Iglesia, al revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le reconoce como cabeza suya” (Fiesta de la Transfiguración: Prefacio).


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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS

Explicación. — Circunstancias (v. I). — Considérase con razón este episodio como el punto culminante del ministerio público de Jesús: desde este hecho, los milagros de Jesús son más escasos, ya que sólo se cuentan seis hasta su pasión; la predicación, menos frecuente y clamorosa; mas íntimo el trato con sus discípulos, y más frecuentes las alusiones a su muerte.

Aun siendo la Transfiguración un hecho glorioso, está, por decirlo así, saturado del pensamiento de la pasión. Antes de él, Jesús predice su pasión y muerte, como hemos visto; durante él, y en la fase más culminante, platica Jesús con Moisés y Elías sobre la pasión; después de él; alude otra vez a su muerte.

Los tres sinópticos narran minuciosamente el suceso: sus descripciones son de una admirable concordia, bien que cada uno de ellos añada preciosos detalles al fondo en que todos convienen. Precisan los tres, ante todo, el tiempo. Han transcurrido seis días completos desde las solemnes palabras de Jesús y de Pedro comentadas en él número anterior: Seis días después de dichas estas palabras... Lc al decir transcurridos casi ocho días después, da sólo el número aproximado de ello, si no es que queramos que Mt. y Mc. ponen los días completos transcurridos, y Lc., además, el anterior y posterior, parte de los cuales entra en la narración del suceso. En estos seis días que mediaron entre la promesa del Primado y la Transfiguración, anduvo Jesús reposadamente con sus dos discípulos los 70 kilómetros que hay desde Cesarea de Filipo al Tabor, entreteniéndose, sin duda, en pláticas sobre la futura misión de evangelizar todo mundo.

En llegando al pie del monte, probabilísimamente el Tabor, Jesús dejó en el valle a sus discípulos, excepto los tres predilectos que tomó consigo, y subió al monte: Toma Jesús consigo a Pedro y a Santiago y a Juan, hermano de éste. Son los únicos a quienes había impuesto sobrenombre; los solos admitidos a la resurrección de la hija de Jairo (Mc. 5, 37; Lc. 8, 51) y a la oración del huerto (Mt. 26, 37) los tres gozan de una preeminencia particular : Pedro es el príncipe de todos ellos, Santiago el primer mártir del Colegio, Juan es el Apóstol virgen.

Y llévalos aparte solos a un monte alto, sin duda por la senda antiquísima que aún hoy se conserva, transformada en camino por donde trepan, más que andan, los automóviles, y que, serpenteando entre la amena fronda de arbustos y árboles frutales, lleva en tres cuartos de hora aproximadamente a la planicie que corona el monte, ancha como de dos kilómetros, donde se verificó la gloriosa escena de la Transfiguración. Iba Jesús, como muchas veces ocurría, al monte para entregarse a la oración: Y subió al monte para orar.

¿Cuál fue el “alto monte” de la Transfiguración? La opinión más corriente, fundada en tradición antiquísima, que se remonta por lo menos al siglo IV, ya que San Jerónimo y Cirilo de Jerusalén lo señalan, admite para la Transfiguración el Tabor, monte situado en la Galilea, a pocos kilómetros al sudoeste del lago de Genesaret, cuya cumbre se eleva a unos 500 metros sobre la risueña llanura de Esdrelón, 562 sobre el Mediterráneo y 770 sobre el mar de Galilea, destacándose majestuoso, único, sobre los pequeños montículos que le circundan, de donde pudo venirle el nombre de “monte alto”. Con todo, no son pocos los exégetas modernos que se inclinan por el Hermón, magnífico monte situado al nordeste de Cesarea de Filipo, donde tuvieron lugar los anteriores episodios. Los argumentos no son tan perentorios que puedan destruir la antiquísima tradición que sitúa este hecho en el Tabor.

La transfiguración (2-8). — Y mientras oraba, se transfiguró Jesús delante de ellos: se metamorfoseó, dice el griego; no que su cuerpo se cambiara por otro cuerpo, sino que, conservando su figura y su indumentaria las mismas líneas, todo apareció en él brillante y luminoso. La transfiguración se obró en la misma presencia de los Apóstoles; delante de ellos para que, si le viesen por primera vez ya transformado, no creyesen que era otro. Dos detalles nos dan los tres sinópticos de este fenómeno: uno relativo al rostro del Señor: Y resplandeció su rostro como el sol; es éste lo más brillante que hay para el hombre en esta creación: La figura de su rostro se hizo otra, por la gloria maravillosa que en el resplandecía. Otro detalle se refiere a los vestidos de Jesús: Y sus vestiduras tornáronse resplandecientes y en extremo blancas, como la nieve; tampoco hay blancura como la de la nieve. El segundo evangelista tiene para expresarlo una frase altamente ponderativa: Cuales ningún batanero de la tierra podría blanquearlas; la locución es, seguramente, de Pedro, testigo del fenómeno. Todo ello es el símbolo de la majestad divina de Jesús: su alma santísima, hipostáticamente unida al Verbo, gozaba de la visión bienaventurada de la divinidad; el efecto connatural de esta visión es la gloria del cuerpo, que Jesús cohibió durante su vida mortal; pero ahora la deja como rezumar algo a través de su cuerpo, que por ello aparece unos momentos transfigurado.

Repentinamente se produce un nuevo episodio: ante los ojos atónitos de los Apóstoles se aparecieron dos varones de aspecto insólito: Y al momento se les aparecieron Moisés y Elías, en forma gloriosa, hablando con él. Moisés representaba la ley que preparó al pueblo de Dios para la venida del Mesías; al aparecer el gran Legislador junto a Jesús en este solemne momento, le rinde pleitesía como Legislador supremo y demuestra que no ha venido Él a derogar la ley, sino a cumplirla. Elías es el representante de los profetas: gran taumaturgo y celador de la gloria de Dios, aparece reverente ante quien ha venido con poder a instaurar el reino mesiánico. Conocieron los discípulos a estos personajes, sea por alguna señal exterior, como los rayos luminosos que salían de la cara de Moisés, o el carro de fuego de Elías, o porque se lo manifestase después Jesús.

Lucas nos da en este momento dos trazos especiales. Dice, en primer lugar, el objeto de la conversación de los santísimos personajes: Y hablaban de su salida (de este mundo), que había de cumplir en Jerusalén; por lo mismo, se ocupaban de la pasión y muerte, tal vez de la resurrección y ascensión del Señor, según estaba profetizado: alrededor de la muerte de Jesús gira toda historia y toda la economía de la revelación, de ambos Testamentos. En segundo lugar, es Lc. el único narrador que se refiere al sueño de los Apóstoles: Mas Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; y despertando, vieron la gloria de Él (Jesús), y a los dos varones que en pie con Él estaban. Dormitaban, mientras Jesús oraba; despiertos, en los esfuerzos para evitar el sueño, vieron la Transfiguración del Señor: quizás Jesús mismo les despertó; tal vez no llegaron a dormirse, según la interpretación que consiente el original, donde mas bien se significa esfuerzo y lucha contra el sueño.

Y, al apartarse de él, Moisés y Elías, es decir, al hacer ademán de despedirse los santos varones, tomando Pedro la palabra, arrebatado por la dulzura de aquella visión, dijo a Jesús, tratando de retener a los que se iban: Señor, Maestro, bueno es que nos estemos aquí. Y en su afán de prolongar la visión maravillosa y el deleite que de ella derivaba, continuó: Si quieres, hagamos aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Marcos nos refiere la turbación de Pedro, su maestro, debido al miedo que sintió en aquellos momentos: gozo intenso del magnifico espectáculo, que quisiera prolongar para siempre; y miedo de la majestad gloriosa de los tres personajes, que les sacó fuera de si: No sabiendo lo que se decía, pues estaban atónitos de miedo.

Un nuevo fenómeno se produce súbitamente, que deja a flor de labios las ultimas palabras del ardoroso apóstol: Aún estaba él hablando, cuando vino una nube luminosa que los cubrió, a Jesús, Moisés y Elías: y tuvieron miedo, al entrar ellos en la nube: Suele Dios valerse de una nube para manifestar su presencia (Ex. 16, 10; 19, 9; 24, 15; 3 Reg. 8, 10; Ps. 103, 3): el resplandor de la nube es expresivo de la gloria de Dios que en ella se manifiesta; la nube cubrió a los tres santos personajes, ocultándolos a la vista de los Apóstoles, que quedan espantados. Y del seno de la nube sale una voz, voz del Padre, que confirma la confesión de Pedro y la aseveración de Jesús: Y he aquí que salió de la nube una voz que decía: Este es mi Hijo amado, como Hijo Unigénito, en quien mucho me he complacido; esta voz de Dios es la aprobación divina de la pasión del Hijo, que de ella hablaba con Moisés y Elías. Y para que no temiesen de seguir a Jesús, hasta en las persecuciones, tormentos y muerte, sigue la voz: Escuchadle. Esta voz divina, que se oye en medio de la esplendida teofanía, en un momento en que en la cumbre del monte se halla representada, ante la misma presencia de Dios, toda la historia religiosa de la humanidad, es la consagración de la suprema ley del Cristianismo: la ley de las humillaciones y del dolor para llegar a la gloria. Al oírse esta voz, estaba Jesús solo: para que no les cupiese duda de que a el se refería la voz.

Sucumbió la humana debilidad en los Apóstoles ante el peso de tanta gloria, y dieron, espantados, con sus cuerpos rostro en tierra: Y al oírla, los discípulos, cayeron sobre sus rostros y tuvieron mucho miedo. Suele la presencia sensible de lo sobrenatural causar terror a los pobres mortales (Is. 6, 5; Ez. 2, 1; Lc. 1, 29). Cesó la manifestación de la divinidad mientras estaban postrados; y para ahuyentar su temor y dar fuerza a sus miembros, se les acerca Jesús, para que cobren valor con su presencia: les toca, para que se cercioren de que está con ellos, y les dice palabras de aliento: Mas Jesús se acercó, los tocó y les dijo: Levantaos, y no temáis. La gloriosa escena había terminado, volviendo todos a su estado normal: Y alzando ellos en seguida sus ojos, y mirando en torno suyo, a nadie vieron con ellos, sino solo a Jesús.

JESÚS IMPONE SILENCIO A SUS DISCÍPULOS (v 9). — Grabose profundamente el glorioso episodio en el alma de los tres discípulos; pasados muchos años, aún lo recordaran dos de ellos en sus escritos (2 Petr. 1, 16-18; Ioh. 1, 14; 1 Ioh. 1, 1 sigs.); ¿qué cosa mas humana que esperar con ansia el momento de referirlo a lo menos a sus compañeros? Jesús se lo prohíbe, como antes había prohibido dijesen que el era Jesucristo: Y al bajar ellos del monte, les mando Jesús, diciendo: No digáis a nadie la visión. No era ahora ocasión de divulgar lo que hubiese podido originar el escándalo de la cruz, después de tanta gloria; o que pudiese fomentar los prejuicios de aquel pueblo sobre el reino mesiánico. Cuando se haya consumado la obra de la redención y esté fundada la Iglesia, después de su resurrección, podrán predicar todos los misterios de Jesús: Hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. Cumplieron los Apóstoles fielmente el divino mandato: Y ellos callaron, y a nadie dijeron por entonces, mientras vivid Jesús vida mortal, nada

LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS

De lo que habían visto. Marcos, inspirado por Pedro, testigo del hecho, dice : Y guardaron el dicho dentro de si, siendo fieles al secreto que se les encomendó; y añade que, seguramente entre ellos, se comentaba la alusión que acababa de hacer Jesús a su resurrección: Discurriendo que querría decir: Cuando hubiere resucitado de entre los muertos: porque no comprendían que el Hijo de Dios, que de tal manera acababa de ser glorificado, tuviese que morir.

En la cima del monte Tabor, y en el lugar señalado por la tradición para la Transfiguración del Señor, se levanta hoy, recientemente construida, bellísima y amplia Basílica de estilo bizantino. En su cripta esta reproducido en mosaico el paso de la Transfiguración, en forma que la luz del sol naciente que se filtra por las vidrieras de los ventanales da a la escena extraordinaria luminosidad y relieve. Ha sido un feliz acierto del arte, que sugiere la representación del hecho glorioso. Nos permitirá el lector recordar, con gozo de nuestra alma, que un día del mes de mayo de 1928, celebrábamos solemne Misa Pontifical en aquel sagrado recinto y dábamos ante una devota peregrinación la homilía comentando el texto que acabamos de explicar, que es el del Evangelio de la misa que allí siempre se reza.

Lecciones morales. — A) v. 1. — Y llévalos aparte a un monte alto... - En ello nos enseña, dice San Remigio, que es preciso a todos aquellos que deseen contemplar a Dios abandonen los bajos placeres de la tierra y levanten el corazón a lo alto, empujado por el amor de las cosas celestiales; y que la gloria de la divina claridad no se goza en el valle profundo de la tierra, sino que es necesario buscarla en el reino de la felicidad, que es el cielo. Y los lleva aparte, para significar la necesidad de la absoluta separación del mal y de los malos para emprender con éxito el camino de la bienaventuranza.

B) v. 2.—Y se transfiguró. — Se transformó, dice San Jerónimo, sin perder su cuerpo verdadero, no tomando un cuerpo aéreo. El resplandor de su rostro y el candor de sus vestidos fue un cambio accidental determinado por la gloria del alma que en ellos se manifestaba. Es ello como las primicias y el gaje de nuestra transformación gloriosa en el cielo: sin perder nuestra personalidad ni nuestra naturaleza, adquiriremos las dotes gloriosas de sutilidad, agilidad y resplandor, lo que llama San Pablo el «cuerpo espiritual» (1 Cor. 15, 44), que nos harán semejantes al cuerpo transfigurado de Jesús, nuestro modelo en la tierra y en el cielo.

c) v. 4.— Bueno es que nos estemos aquí Si de tal manera inunda de gozo el corazón de Pedro la sola visión de la humanidad glorificada de Jesús, que no quiere separarse de allí, ¿qué será para aquellos que merezcan ver cara a cara los esplendores de la divinidad? Y si consideró como bien sumo ver el aspecto humano de Cristo transfigurado en el monte, con solos dos santos que le acompañaban, Moisés y Elías, ¿que lengua podrá ponderar, ni entendimiento comprender, el gozo de los justos cuando en el monte de la celestial Jerusalén puedan contemplar en su misma esencia al mismo Autor de la gloria acompañado de millares de Ángeles?, dice Rábano Mauro.

D) v. 7. — Jesús se acercó, los tocó y les dijo... — Porque estaban tendidos en el suelo y no podían levantarse, dice San Jerónimo, por esto se acerca con clemencia para que, tocándoles, se ahuyente su temor y se vigoricen sus miembros; y lo que hace con el gesto lo dice también la palabra: No temáis. Nos enseña ello a confiar siempre en Jesús mientras no nos hagamos indignos de su ayuda. Aunque estemos rendidos, por nuestra pequeñez, ante la grandeza de las cosas que nos rodean, o bien por haber incurrido en pecado, Jesús vendrá, nos tocará con su gracia, especialmente en la recepción de los Sacramentos, y pronunciará a los oídos de nuestra alma palabras de aliento. Que no quiere Dios que nos amilane nuestra miseria física o moral, sino que ella nos sirva de acicate para recurrir a él y llamarle en nuestro auxilio.

E) Lc. v. 36. — Y ellos callaron... — Callaron, pero sería durante toda su vida materia provechosísima de meditación el hecho estupendo de que acababan de ser testigos. Porque se encierran en el grandes lecciones. Por la Transfiguración de Jesús, dice un intérprete, se confirma con poderosos argumentos nuestra fe; se excita nuestra voluntad para el bien obrar, proponiéndosenos una gloria ingente e inacabable si imitamos a Cristo, siendo socios de sus padecimientos; se nos da un ejemplo de humildad profunda, por cuanto siendo esta gloria de Jesús connatural a la visión beatífica que gozaba, por la unión substancial de su alma al Verbo de Dios quiso cohibirla durante toda su vida, para hacerse compañero en nuestros dolores y redimirnos con acerbísima muerte.

(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona, 1967, p. 46-52)

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Fulton Sheen

LA TRANSFIGURACIÓN

Tres escenas importantes en la vida de nuestro Señor tuvieron efecto en las montañas. En una de ellas predicó las bienaventuranzas, la práctica de las cuales acarrearía la cruz de parte del mundo; en la segunda manifestó la gloria que aguardaba detrás de la cruz; en la tercera se ofreció a sí mismo a la muerte como preludio de su gloria y la de todos aquellos que habrían de creer en su nombre.

El segundo incidente ocurrió sólo unas pocas semanas antes del acontecimiento del Calvario, cuando llevó a una montaña a sus discípulos Pedro, Santiago y Juan; Pedro, la “Roca”; Santiago, el destinado a ser el primero de los apóstoles mártires, y Juan, el visionario de la futura gloria del Apocalipsis. Estos tres se hallaban presentes en el momento en que Jesús resucitó de entre los muertos a la hija de Jairo. Los tres necesitaban aprender la lección de la cruz y rectificar su falsa concepción del Mesías. Pedro protestado con vehemencia contra la cruz, mientras que Santiago y Juan habían ambicionado un trono en el futuro reino de los cielos. Los tres dormirían mas adelante en el huerto de Getsemaní, durante la agonía del Señor. Para creer en su Calvario tenían que ver la gloria que resplandecía detrás del escándalo de la cruz.

En la cima de la montaña, después de orar, se transfiguró ante ellos cuando la gloria de su naturaleza divina atravesó los hilos de su ropaje terreno. No era tanto una luz que brillaba desde fuera como la belleza de la divinidad que refulgía desde dentro. No se trataba de la plena manifestación de la divinidad, que ningún hombre podía contemplar sobre la tierra, ni tampoco era su cuerpo glorificado, puesto que aún no había resucitado de entre los muertos, pero poseía una propiedad de gloria. Su pesebre, su oficio de carpintero, el oprobio recibido de sus enemigos fueron para Él otras tantas humillaciones, pero adecuadamente estuvo acompañada cada una de ellas de epifanía de gloria cuando los ángeles cantaron en su nacimiento y se oyó la voz del Padre durante el bautismo en el Jordán.

Ahora que se está acercando al Calvario, una nueva gloria le circunda. Nuevamente la voz le inviste con los ropajes del sacerdocio, para ofrecer el sacrificio. La gloria que brilló a su alrededor, como al Templo de Dios, no era algo con que estuviera investido externamente, sino más bien expresión natural de la hermosura inherente a aquel “que bajó del cielo”. El milagro no era aquella radiación momentánea de su persona, sino más bien el hecho de que en el resto del tiempo aquella radiación estuviera reprimida. De la misma manera que Moisés, después de haber hablado con Dios, puso un velo sobre su rostro para ocultarlo a la vista del pueblo de Israel, así había velado Cristo su gloria a los ojos de humanidad. Pero por aquellos breves instantes apartó el velo para que aquellos tres hombres pudieran contemplar su aspecto glorioso; y la radiación de aquella gloria fue la proclamación provisional del Hijo de la Justicia a todos los ojos humanos. A medida que la cruz se aproximaba, su gloria iba en aumento. Así, es posible que la venida del Anticristo, o la crucifixión final de la buena voluntad, vaya acompañada de una gloria extraordinaria de Cristo en sus miembros.

En el hombre, el cuerpo es una especie de jaula del alma. En Cristo, el cuerpo era el templo de la Divinidad. En el jardín del Edén, sabemos que el hombre y la mujer estaban desnudos, pero no sentían vergüenza. Ello es debido a que antes del pecado la gloria del alma atravesaba el cuerpo y le brindaba una especie de ropaje. De la misma manera, en la transfiguración la Divinidad brillaba a través de la naturaleza humana. Probablemente esto era para Cristo algo más natural que aparecer con otro aspecto, es decir, sin aquella gloria.

Y mientras oraba, el aspecto de su rostro

se hizo otro, y sus vestiduras se tornaron blancas

y resplandecientes;

y he aquí que dos hombres hablaban con Él,

los cuales eran Moisés y Elías,

que aparecieron en la gloria,

y hablaban de su muerte,

que había de cumplirse en Jerusalén.

Lc 9, 29-31

El Antiguo Testamento estaba acercándose al Nuevo. Moisés, el promulgador de la ley; Elías, el principal de los profetas. Ambos fueron vistos brillando en la luz del mismo Cristo, el cual, como Hijo de Dios, fue quien dictó la ley y envió a los profetas. El tema de la conversación de Moisés, Elías y Cristo no era lo que éste había enseñado, sino su muerte de sacrificio; esto era su deber como mediador, puesto que esta muerte de sacrificio era la consumación de la ley, los profetas y los eternos designios de Dios. Terminada su obra, Moisés y Elías señalaban hacia Él para ver cumplida la redención. Así se mantuvo en el propósito de ser “contado entre los transgresores”, como Isaías había ya profetizado. Incluso en este momento de gloria, la cruz es el tema de la conversación con sus visitantes celestiales. Pero se trataba de una muerte vencida, de un pecado expiado y de una tumba vacía. La luz de gloria que envolvía la escena era un gozo igual al del “ahora ya puedo morir” que Jacob pronunció al ver a José, o como el nunc dimittis pronunciado por Simeón al ver al divino Niño. Esquilo, en su Agamenón, describe un soldado que regresa a su tierra natal después de la guerra de Troya, el cual en su alegría dice que siente deseos de morir. Shakespeare pone las mismas gozosas palabras en boca de Otelo después de los peligros de un viaje:

Si ahora fuera preciso morir,

sería este el momento más dichoso; porque temo

que mi alma posee ahora un gozo tan absoluto,

que ninguna otra satisfacción como ésta

le reserva el ignorado sino.

Pero en el caso de nuestro Señor, como dijo san Pablo, “teniendo el gozo puesto ante sí, padeció la cruz”.

Lo que los apóstoles observaron como algo particularmente hermoso y resplandeciente de gloria fueron su faz y su vestido; la faz, que más adelante quedaría teñida en la sangre que manaría de una corona de espinas; y sus vestiduras, que serían luego un ropaje de escarnio con que Herodes le vestiría para mofarse de Él. El vestido de luz gloriosa que ahora cubría su cuerpo se convertiría en desnudez cuando su cuerpo fuera tan cruelmente maltratado en otra montaña.

Mientras los apóstoles se hallaban contemplando aquella visión en lo que parecía ser el mismo vestíbulo del cielo, formándose una nube que los cubrió con su sombra.

Y he aquí una voz de la nube que decía:

¡Éste es mi amado Hijo,

en quien tengo mi complacencia!

Oídle a Él.

Mt 17, 5

Cuando Dios hace aparecer una nube es para manifestar que existen límites que al hombre no le es dado trasponer. En su bautismo, los cielos se abrieron; ahora, en la transfiguración se abrieron de nuevo para presentar a Cristo como el mediador y para distinguirle de Moisés y de los profetas. Era el cielo mismo el que le estaba enviando, no la perversa voluntad de los hombres. En el bautismo, la voz del cielo era para Jesús mismo, y para los discípulos, en la colina de la transfiguración. Los gritos de “¡crucifícale!” habrían sido insoportables Para los oídos de ellos si no hubieran sabido que era necesario que el Hijo padeciera. No era a Moisés y a Elías a quienes tenían que oír, sino a aquel que en apariencia moriría como un maestro cualquiera, pero que era más que un profeta. La voz daba testimonio de la unión inquebrantable e indivisa de Padre e Hijo; recordaba también las palabras de Moisés de que a su debido tiempo suscitaría Dios de entre el pueblo de Israel a uno igual a Él mismo, al cual ellos tendrían que oír.

Al despertar los apóstoles de aquella radiante visión, hallaron su portavoz, como casi siempre, en su compañero Pedro.

Y sucedió que al tiempo que ellos se apartaban de Él,

Pedro dijo a Jesús:

Maestro, bueno es que nos estemos aquí.

Hagamos, pues, tres enramadas

una para ti, otra para Moisés,

y otra para Elías,

sin saber lo que decía.

Lc 9, 33 ss

Una semana antes Pedro estaba tratando de encontrar un camino que condujera a la gloria sin necesidad de la cruz. Ahora imaginaba que la transfiguración era un buen atajo para llegar a la salvación, teniendo un monte de las Bienaventuranzas o un monte de la Transfiguración, sin el monte Calvario. Era la segunda vez Pedro intentaba disuadir a nuestro Señor de ir a Jerusalén a ser crucificado. Antes del Calvario, fue el que hablaba en nombre de todos aquellos que quisieran entrar en la gloria sin tener que comprarla mediante la abnegación y el sacrificio. En su vehemencia, creía Pedro que la gloria que Dios hacía bajar del cielo y que los ángeles habían cantado en Belén podía establecer su tabernáculo entre los hombres sin necesidad de librar una guerra contra el pecado. Pedro olvidaba que, así como la paloma sólo después del diluvio pudo poner los pies en la tierra, también ahora la verdadera paz viene sólo después de la crucifixión.

Igual que un niño, Pedro trataba de capitalizar y hacer que fuera permanente aquella gloria transitoria. Para el Salvador, era una anticipación de lo que se reflejaba desde el otro lado de la cruz; para Pedro, era una manifestación de una gloria mesiánica terrena que era preciso almacenar y conservar. El Señor, que llamó a Pedro “Satán” porque quería una corona sin una cruz, le perdonó ahora este sentimiento humano exento de cruz porque sabía que él “no sabía lo que decía”. Pero, después de la resurrección, Pedro lo sabría. Entonces evocaría aquella escena con estas palabras:

Con nuestros ojos hemos visto su majestad.

Porque recibió de Dios Padre

honra y gloria, cuando una voz descendió a Él

desde el esplendor de la gloria, diciendo:

Éste es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia.

Y esta voz la oímos nosotros

enviada desde el cielo,

estando con Él en el santo monte.

Y también tenemos, más firme,

la palabra profética;

a la cual hacéis bien en estar atentos,

como a una lámpara que luce

en lugar tenebroso,

hasta que el día esclarezca,

y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones.

2 Petr 1, 16-20.

(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1968, cap. 18, pp. 169-173)

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San Agustín


La ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo
En esta pieza maestra, San León Magno, interpretando los sentimientos de los apóstoles, expone la necesidad que los hombres sentimos de gloria, de alegría, de gozo para poder superar las pruebas y experiencias dolorosas de la vida. La contemplación de la gloria de Cristo, a la que el evangelio de este domingo nos invita, podría ser un buen estímulo para apetecer con más vehemencia la gloria del cielo. Pensemos que cualquiera de nosotros, transformado por el amor puede llegar a ser el que los discípulos contemplaron en el Tabor el hombre que todos nosotros estamos llamados a ser. Así, la experiencia de los apóstoles, de San León Magno, la nuestra, confirmada con los testimonios de Moisés y de Elías, van conformando una historia de hombres que procuran transfigurarse con Cristo.
El Señor descubre su gloria en presencia de unos testigos escogidos e ilumina con tan gran esplendor aquella forma corporal, que le es común con todos, que su rostro se pone brillante como el sol y sus vestidos blancos como la nieve.
Sin duda esta transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, 191 a fin de que la humillación de la pasión voluntariamente aceptada no perturbara la fe de aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de la dignidad oculta. Más, con igual providencia, daba al mismo tiempo un fundamento a la esperanza de la Iglesia, ya que todo el cuerpo de Cristo pudo conocer la transformación con que él también sería enriquecido, y todos sus miembros cobraron la esperanza de participar en el honor que había resplandecido en la cabeza.
A este respecto, el mismo Señor había dicho, refiriéndose a la majestad de su advenimiento: Los santos brillarán entonces como el sol en el reino de su Padre. Y el apóstol san Pablo afirma lo mismo, cuando dice: Considero que los trabajos de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá; y también: Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios: cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él revestidos de gloria.
Además, los apóstoles, que tenían que ser fortalecidos en su fe e iniciados en el conocimiento de todas las cosas, hallaron también en este milagro una nueva enseñanza. En efecto, Moisés y Elías, es decir, 4a ley y los profetas, se aparecieron, hablando con el Señor; y ello para que se cumpliera con toda perfección, por la presencia de estos cinco hombres, lo que está escrito: Sólo por la declaración de dos o tres testigos se podrá fallar una causa. ¿Qué más estable, qué más firme que esta causa? Para proclamarla, la doble trompeta del antiguo y del nuevo Testamento resuena concorde, y de todo lo que en tiempos pasados sirvió para testimoniarla coincide con la enseñanza evangélica.
Las páginas de una y otra alianza, en efecto, se confirman mutuamente, y el resplandor de la gloria presente muestra, de una manera manifiesta y cierta, lo que las antiguas figuras habían prometido bajo el velo del misterio; es que, como dice san Juan, la ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han venido por Jesucristo, ya que en él han llegado a su cumplimiento la promesa de las figuras mesiánicas y el significado de los preceptos de la ley; pues, con su presencia, enseña la verdad de la profecía y, con su gracia, hace posible la práctica de los mandamientos.
Que la proclamación del santo Evangelio sirva, pues, para fortalecer la fe de todos, y que nadie se avergüence de la cruz de Cristo, por la que el mundo ha sido redimido.
Nadie, por tanto, tema el sufrimiento por causa de la justicia, nadie dude que recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo es como se llega al reposo y a través de la muerte a la vida; el Señor ha asumido toda la debilidad propia de nuestra pobre condición, y, si nosotros perseveramos en su confesión y en su amor, vencemos lo que él ha vencido y recibimos lo que ha prometido.
Ya se trate. en efecto, de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad, debe resonar siempre en nuestros oídos la voz del Padre que se dejó oír desde el cielo: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo.


(Tomado de los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos)

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Juan Pablo II

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Domingo 24 de febrero de 2002

"Este es mi Hijo, el amado; escuchadle".

1. Con el apóstol san Pedro, yo también digo: "¡Qué hermoso es estar aquí!" (Mt 17, 4), reunidos, como sucede ahora, en torno al Señor Jesús. Su rostro resplandece como la luz que penetra en esta antigua basílica de Santa Pudenciana. Al proseguir la peregrinación cuaresmal hacia la Pascua, nos sentimos como envueltos por una nube luminosa. El Padre nos dice desde lo alto del cielo: Escuchad a Jesús. Sin embargo, como Pedro, Santiago y Juan, también nosotros a veces tenemos miedo. Preferimos otras voces, voces de la tierra, puesto que es más fácil escucharlas y parecen tener más sentido. Pero sólo Jesús puede conducirnos a la vida. Sólo su palabra es palabra de vida eterna. Con gratitud acojamos su invitación: ¡No tengáis miedo! ¡Escuchad mi voz!

2. ...

3. Esta mañana, Jesús nos habla de bendición. Señala la bendición suprema de la Pascua, y evoca la bendición prometida a Abraham y a sus descendientes.

En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, Dios promete a Abraham dos cosas que parecen imposibles: un hijo y una tierra. Abraham era rico, pero, sin la promesa del Señor, su vida hubiera terminado simplemente con la muerte. Al bendecir a Abraham con un hijo y una tierra, Dios le ofrece una vida que es más grande que la muerte. Dios asegura a "nuestro padre en la fe" que no será la muerte, sino la vida, la que dirá la última palabra. Esta promesa encuentra su cumplimiento definitivo en la Pascua, cuando Cristo resucita de entre los muertos. No basta que el seno estéril de Sara dé a luz a Isaac, porque la muerte seguirá dominando. La promesa hecha a Abraham sólo se cumple cuando la muerte misma es destruida; y la muerte es destruida cuando Cristo resucita a una vida nueva.

4. Debemos recordar, asimismo, que la promesa no sólo se hizo a Abraham, sino también a su descendencia, es decir, ¡a nosotros! Por eso, durante la Cuaresma presentamos a Dios todo lo que hay de estéril y muerto en nosotros, todos nuestros sufrimientos y pecados, confiando en que Dios, que dio a Sara un hijo y que resucitó a Jesús de entre los muertos, transformará todo lo que hay de estéril y muerto en nuestra existencia en una vida nueva y maravillosa. Pero esto significa que debemos renunciar a muchas cosas familiares.

Dios dice a Abraham: "¡Sal de tu tierra, de tu familia y de la casa de tu padre!". Muchos de vosotros habéis hecho precisamente eso: habéis dejado vuestro hogar y vuestra familia a fin de llegar a ser, a vuestro modo, una bendición para vuestros seres queridos que están en Filipinas, contribuyendo a su sustento y ofreciendo mayores oportunidades culturales y sociales a vuestros hijos y a vuestras familias. La separación es dolorosa y el precio es elevado, pero es un precio que estáis dispuestos a pagar en un mundo difícil y, a menudo, injusto.

Dado que vivimos en un mundo pecaminoso, también la Cuaresma debe llegar a ser una especie de separación. Estamos llamados a dejar atrás nuestros antiguos caminos de pecado, que hacen estéril nuestra vida y nos condenan a la muerte espiritual. Sin embargo, a menudo esos caminos pecaminosos están tan profundamente enraizados en nuestra vida, que es doloroso dejarlos para ir a la tierra de bendición que promete Dios. Este arrepentimiento es difícil; pero es el precio que se debe pagar, si queremos recibir la bendición que el Padre promete a los que escuchan la voz de Jesús.

Recordad también la promesa de Dios según la cual en Abraham "serán bendecidas todas las familias de la tierra". La bendición de vida abrazará al mundo entero. Por tanto, en estos días de Cuaresma y en estos tiempos tan difíciles, presentemos a Dios todo lo hay de estéril y muerto en el mundo. Presentémosle el azote de las guerras, la violencia, las enfermedades, el hambre, la pobreza y la injusticia al Dios de toda bendición. Pidámosle que toque estos males y los transforme en vida.

5. Al escuchar a Jesús, nos disponemos a lo que san Pablo llama "la fuerza de Dios, que nos ha salvado". Esta fuerza nos capacita para encontrarlo. Entonces, podemos dar testimonio de él con nuestra vida, en virtud de la gracia que nos transfigura interiormente. Resplandeceremos como el sol, "no por nuestras obras, sino por su propia determinación [de Dios] y por su gracia", como el Apóstol escribe a Timoteo (2 Tm 1, 9).

Amadísimos hermanos y hermanas, este es el significado de la Cuaresma: nuestra existencia, renovada mediante la oración, la penitencia y la caridad, se abre a la escucha de Dios y a la fuerza de su misericordia. Así, en la Pascua podremos bajar de la montaña santa y disipar las tinieblas del mundo con la luz gloriosa que resplandece en la faz de Cristo (cf. 2 Co 4, 6).

Esta es la promesa del Señor. Que Aquel que inició en nosotros la obra buena, la lleve a término (cf. Flp 1, 6). Nos lo obtenga la Virgen María, Mujer de la escucha dócil y modelo de santidad diaria.

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Catecismo de la Iglesia Católica

Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Mt 16,21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén" (Lc 9,31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle" (Lc 9,35).

Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24,26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara" ("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa").

En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos

contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te

viesen crucificado, entenderían que padecías libremente y anunciarían

al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre.

[Liturgia]


En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración "es el sacramento de la segunda regeneración": nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,21). Pero ella nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14,22):

Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la

montaña (cf. Lc 9,33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de

la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la

tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado

en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende

para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la

Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?


[San Agustín]


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EJEMPLOS PREDICABLES

Cristo centro de la vida

Un artista católico pinto un cuadro de la última cena. Alguien a quien le mostró el cuadro de la última cena hizo notar la belleza de una lámpara colocada sobre la mesa de la cena. Al oírlo el pintor, la cubrió rápidamente con una pincelada, y dijo:

Lo que quiero es que la figura de nuestro señor sea la central del cuadro, de manera que toda la atención del espectador deba necesariamente centrarse en Él. Cualquier otra cosa que distraiga la atención de la figura debe desaparecer.

Así nosotros debemos sacrificar cualquier cosa que nos impida hacer de Dios el centro de toda nuestra atención y nuestra vida.

Que El sea el centro de nuestra vida como lo fue Cristo para los apóstoles en el monte de la transfiguración.


37. ROMA, viernes, 18 febrero 2005 (ZENIT.org).- En su comentario al Evangelio de la liturgia del domingo, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, revela el secreto para ser verdaderos cristianos: enamorarse de Jesús.

Mateo (17,1-9)

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle».

¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen constituir, al menos para la mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el tedio, el cansancio, la molestia al cumplir los propios deberes de creyentes? ¿Por qué los jóvenes no se sienten atraídos? ¿Por qué, en resumen, este abatimiento y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de la transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.

¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron? Hasta entonces habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no distinto a los demás, de quien conocían la procedencia, las costumbres, el tono de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al verdadero, que no se consigue ver con los ojos de todos los días, a la luz normal del sol, sino que es fruto de una revelación imprevista, de un cambio, de un don. Para que las cosas cambien también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el Tabor, es necesario que suceda en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un joven o a una muchacha cuando se enamoran. En el enamoramiento el otro, que antes era uno de tantos, o tal vez un desconocido, de golpe se hace único, el único que interesa en el mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa en un fondo neutro. No se es capaz de pensar en otra cosa. Sucede una verdadera transfiguración. La persona amada es vista como en un halo luminoso. Todo aparece bello en ella, hasta los defectos. Si acaso, se siente indigno de ella. El amor verdadero genera humildad.

Concretamente cambia algo incluso en los hábitos de vida. He conocido chicos a los que por la mañana no lograban sacar de la cama sus padres para ir al colegio; si se les encontraba un trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o bien se descuidaban en los estudios sin licenciarse jamás... Después, cuando se han enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana saltan de la cama, están impacientes por acabar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan mucho. ¿Qué ha ocurrido? Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora lo hacen por atracción. Y la atracción es capaz e hacer cosas que ninguna constricción logra; pone alas a los pies. «Cada uno», decía el poeta Ovidio, «es atraído por el objeto del propio placer».

Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser verdaderos cristianos, convencidos, gozosos. «¡Pero la joven o el chico se ve, se toca!». También Jesús se ve y se toca, pero con otros ojos y con otras manos: los del corazón, de la fe. Él está resucitado y está vivo. Es un ser concreto, no una abstracción, para quien tiene esta experiencia y este conocimiento. Más aún, con Jesús las cosas van aún mejor. En el enamoramiento humano hay artificio, atribuyendo al amado dotes que tal vez no tiene y con el tiempo frecuentemente se está obligado a cambiar de opinión. En el caso de Jesús, cuanto más se le conoce y se está juntos, más se descubren nuevos motivos para estar orgullosos de Él y confirmados en la propia elección.

Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo, el clásico «flechazo». Si un chico, o una chica, se queda todo el tiempo encerrado en casa sin ver a nadie, nunca sucederá nada en su vida. ¡Para enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está convencido, o sencillamente comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo distinto, trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a «frecuentarlo», a leer sus escritos. Sus cartas de amor son el Evangelio: ahí Él se revela, se «transfigura». Su casa es la Iglesia: ahí se le encuentra.

[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit]


38.  Vieron el cielo por un rato y querían quedarse

Fuente: Catholic.net
Autor: P Mariano de Blas LC

Les hizo ver el cielo por un rato. Querían quedarse allí para siempre, pero no era aún el momento. En el cielo querremos quedarnos para siempre, y será verdad, y será posible.

Los condenados querrán ir al cielo por un rato al menos, y no irán ni siquiera por un rato. ¡Qué mal se está aquí! Pero allí se quedarán eternamente, en el lugar donde no se ama y donde la infelicidad ha puesto su morada eterna. ¡Qué bien se está aquí! Cuando uno dice eso es porque lo siente.

Aquellos tres apóstoles se decían a sí mismos y nos decían a nosotros: ¡Qué bien se está en el cielo! Todos los santos han tenido una experiencia semejante a la del Tabor, es decir, han gustado anticipadamente el cielo. Y todos han dicho lo mismo: ¡Qué bien se está aquí...!San Pablo: “Tengo por seguro que...” Santa Teresa; “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. San Ignacio de Loyola: “¡Qué miserable me parece la tierra cuando contemplo el cielo!” La aparición sirvió para fortalecerles en el momento de la prueba. En los momentos de dificultad y de dolor conviene recordar los momentos de luz. Las dificultades y problemas duran sólo esta vida, la felicidad del cielo nunca termina. Todos necesitamos esta motivación, este ángel de luz que nos sostenga en medio del dolor. Jesús quiso necesitarlo o simplemente lo necesitó en el supremo dolor, cuando sudaba sangre en Getsemaní. Quiso tener en la hora de su muerte a María como un nuevo ángel que le ofrecía su amor y su presencia para resistir hasta el final. Con cuanto mayor razón necesitamos nosotros la presencia de ese ángel.

Dios se ha adelantado a dárnoslo en María Santísima, el mismo ángel que a Él le consoló como nadie en este mundo. Cuando uno experimenta a Dios tan intensamente, lo demás desaparece. Se quiere únicamente ser de Dios. Ser de Dios felizmente y para siempre. ¡Quién pudiera decirlo, sentirlo y que fuera verdad!: Soy de Dios, pertenencia suya, nada mío, todo de Él, esclavo, siervo, hijo, consagrado.

Los santos lo saben, lo empezaron a saber desde este mundo, desde que se despojaron de sus ricas ropas y se vistieron el sayal del siervo. “Mi Dios y mi todo”, es una frase que decían en un suspiro de amor. Todos los santos han subido al Tabor desde este mundo, y antes de subir al Calvario. “Este es mi Hijo amado; escuchadle”. ¡Con qué amor diría el Padre estas palabras! Con parecido amor dice de los buenos hijos: “Éstos son mis hijos predilectos”: Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Sed santos.

Todos los caminos se han recorrido en busca de lo mismo: la felicidad; y de todos han vuelto sin respuesta muchos, muchísimos hombres; sólo los santos nos han dicho algo diferente: “no me arrepiento”. Luego, ¿han hallado lo que otros no? Tal parece. Son felices. Y, ¿por qué?. Porque han servido al mejor Señor que los ha convertido en reyes; porque han salido de su cueva a mejorar el mundo; han amado a su prójimo, han dejado atrás su sucio egoísmo, han vivido de fe y amor; han luchado duramente por mejorar su mundo, la han hecho más pura, más fuerte, más generosa; éstos son los felices. Quién lo creyera, porque han quebrado y hecho pedazos todas las reglas de la lógica humana: Han matado su vida para vivir. “El mundo espera el paso de los santos” –dijo un sabio, Pablo VI-, porque los demás arreglan, si es que arreglan, los problemas materiales: pan y circo; pero el hombre requiere de curación para su alma, doctores del alma que sepan manejar la medicina celestial: Los santos la tienen y la dan; dan y, con Dios, la paz íntima, el por qué de la vida y de todo el peregrinar humano; ofrecen fortaleza y amor. Ellos mismos, con su ejemplo, ofrecen un estímulo a superarse, a elevarse del barro para volar a las alturas.

"Escuchadle". No escuchéis a los falsos profetas, no sigáis la voz del tentador que os presenta la felicidad en forma de drogas, sexo desenfrenado, borracheras, dinero, poder...

"Escuchadle". En las bienaventuranzas, en la invitación a la conversión, en el amor a Dios y a los hombres, en la invitación a la santidad. “Hoy, si escucháis su voz, no endurezcáis el corazón”. Hoy no queremos escuchar, no queremos obedecer a nadie: ni a Dios, ni a la Iglesia, ni al Papa; ni a los padres, ni aún a la autoridad civil. Se requiere cierta humildad para orar y obedecer. El hombre de hoy, tal vez, se está volviendo progresivamente más soberbio, más seguro de sí y, por eso, no quiere escuchar, Pero el Padre le sigue pidiendo que escuche a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Porque el mismo hombre que no escucha a Dios, si escucha al Padre de la mentira, ese desobediente obedece a sus pasiones, a sus caprichos, hasta el punto de decir: “He aquí el esclavo del pecado, de los vicios. Hágase en mí según vuestros mandatos” Dios dice a los tres apóstoles:

"Escuchadle". Se lo dice en buena forma. Tiempo habrá en que la dura claridad de sus palabras se convierta en encrucijada de salvación o condenación. “Vayan por todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se bautice, se salvará; pero el que no crea se condenará”. Mc.16,15-16


39.

Ángelus dominical
El Papa propone “los dos pilares” de la Cuaresma

VATICANO, 17 Feb. 08 / 08:55 am (ACI).- Al reflexionar sobre el pasaje de la Transfiguración del Señor durante la oración del Ángelus de este domingo al mediodía, el Papa Benedicto XVI propuso este pasaje, junto al del primer domingo de Cuaresma, como los “pilares” de este tiempo y de toda la vida cristiana.

“Prosiguiendo el camino penitencial, la liturgia, después de habernos presentado el domingo pasado las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el evento extraordinario de la Transfiguración en el monte”, dijo el Pontífice.

El Papa señaló que mientras el pasaje de la tentación es “preludio del gran duelo final de la Pasión, la Transfiguración “anticipa la gloria de la Resurrección”.

Por un lado “vemos a Jesús plenamente hombre”, por otro; “contemplamos al Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad”.

“De esta manera –prosiguió- podemos decir que estos dos domingos fungen de columnas sobre las cuales se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, e incluso toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida”.

El monte Tabor, explicó el Santo Padre, “es el lugar elevado respecto a la existencia cotidiana, donde se respira el aire puro de la creación”. “Es el lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor”, agregó.

“La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando Jesús se sumerge en Dios, se une íntimamente a Él, adhiere con su propia voluntad la voluntad de amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su ser: Él es Dios, Luz de Luz”; señaló el Papa, al indicar la relación de las vestiduras blancas y radiantes de Jesús en el Bautismo.

“Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipo de la resurrección, pero ésta presupone la muerte. Jesús manifiesta a los Apóstoles su gloria, para que tengan la fuerza de enfrentar el escándalo de la cruz, y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al Reino de Dios”, dijo el Papa.

El Pontífice concluyó: “Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando como Él la esperanza de la resurrección. ‘Spe salvi’, salvados por la esperanza. Hoy podemos decir: ‘Transfigurados por la esperanza’”.


40. Homilía de Benedicto XVI en la parroquia romana de San Corbiniano
Visita pastoral en la diócesis de Roma

ROMA, lunes 21 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la homilía pronunciada ayer domingo por el Papa Benedicto XVI al celebrar la Santa Misa por la dedicación de la parroquia de San Corbiniano all’Infernetto, en el sector sur de la diócesis de Roma.

* * *

¡Queridos hermanos y hermanas!

Estoy muy contento de estar entre vosotros para celebrar un acontecimiento tan significativo como la Dedicación a Dios y al servicio de la comunidad de esta iglesia dedicada a san Corbiniano. La Providencia ha querido que este encuentro nuestro suceda en el II Domingo de Cuaresma, caracterizado por el Evangelio de la Transfiguración de Jesús. Por ello hoy tenemos el acercamiento entre dos elementos, ambos muy importantes: por una parte, el misterio de la Transfiguración, y por la otra, el del templo, es decir, de la casa de Dios en medio de vuestras casas. Las lecturas bíblicas que hemos escuchado han sido elegidas para iluminar estos dos aspectos.

La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que sucedió cuando Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. Mientras estaban allí arriba, ellos solos, el rostro de Jesús se volvió deslumbrante, y así también sus vestidos. Es lo que llamamos “Transfiguración”: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado? La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad profunda. De hecho, los testigos oculares del acontecimiento, es decir, los tres Apóstoles, fueron envueltos por una nube, también ésta luminosa – que en la Biblia anuncia siempre la presencia de Dios – y oyeron una voz que decía: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: Escuchadle” (Mt 17,5). Con este acontecimiento, los discípulos son preparados al misterio pascual de Jesús: a superar la terrible prueba de la pasión y también a comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.

El relato habla también de Moisés y de Elías, que aparecieron y conversaban con Jesús. Efectivamente, este episodio tiene una relación con otras dos revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido que no lo vería de cara sino solo de espaldas (cfr Ex 33,18-23). De forma análoga, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una manifestación más íntima, no con una tempestad, con un terremoto, o con el fuego, sino con una brisa ligera (cfr 1 Re 19,11-13). A diferencia de estos dos episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios, sino es precisamente en Él donde Dios se revela y revela su rostro a los Apóstoles. Por tanto, quien quiere conocer a Dios, debe contemplar el rostro de Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y de la misericordia del Padre.

Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez mandamientos. Y, siempre en el monte, Elías tuvo de Dios la revelación divina de una misión que llevar a cabo. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo sabe; son más bien los Apóstoles quienes escuchan, en la nube, la voz de Dios que manda: “Escuchadlo”. La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiere vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharle, acoger sus palabras, y con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, sea como individuos, sea como comunidad parroquial, encontradle en la Eucaristía, en la escucha de su palabra, en la oración, en la caridad

41.

TRANSFIGURADOS EN LA ESPERANZA
Ángelus, Domingo 16 de febrero de 2008
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, segundo Domingo de Cuaresma, continuando con el camino penitencial, la liturgia, tras habernos presentado el Domingo pasado el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración en el monte. Considerados juntos ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preanuncia el gran duelo final de la Pasión, mientras la Luz de su Cuerpo Transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por otra, le contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad.

De esta manera, podemos decir que estos dos Domingos constituyen pilares sobre los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, es más, toda la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida.

La montaña, el Tabor como el Sinaí, es el lugar de la cercanía con Dios. Es el lugar elevado respecto a la existencia cotidiana en el que se respira el aire puro de la Creación. Es el lugar de la oración, donde se está en presencia del Señor, como Moisés y como Elías, que aparecen junto a Jesús Transfigurado y hablan con Él del «éxodo» que le espera en Jerusalén, es decir, de su Pascua. La Transfiguración es un acontecimiento de oración: al rezar, Jesús se sumerge en Dios, se une íntimamente a Él, adhiere con su propia voluntad humana a la Voluntad de Amor del Padre, y de este modo la Luz le penetra y aparece visiblemente la verdad de su Ser: Él es Dios, Luz de Luz. Incluso los vestidos de Jesús se vuelven blancos y resplandecientes.

Esto recuerda al Bautismo, el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien renace en el Bautismo es revestido de Luz, anticipando la existencia celestial, que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (Cf. Apocalipsis 7, 9.13). Aquí está el punto crucial: la Transfiguración anticipa la Resurrección, pero ésta presupone la muerte. Jesús manifiesta a los apóstoles su gloria para que tengan la fuerza de afrontar el escándalo de la cruz, y comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al Reino de Dios.

La Voz del Padre, que resuena en lo alto, proclama a Jesús como su Hijo predilecto, como en el Bautismo del Jordán, añadiendo: «Escuchadle» (Mateo 17, 5). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirle por el camino de la cruz, llevando en el corazón como Él la esperanza de la resurrección. «Spe salvi», salvados en la esperanza. Hoy podemos decir: «Transfigurados en la esperanza».

Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconocemos en Ella a la criatura humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo y encomendémonos a su guía para recorrer con fe y generosidad el camino de la Cuaresma.

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«En aquellos días, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar» (Lucas 9, 28). Así comienza el Evangelio de la Transfiguración de Cristo, que caracteriza al II Domingo de Cuaresma. San Lucas subraya que Jesús se transfiguró «mientras oraba» en la cumbre de un monte elevado, sumergido en el diálogo íntimo y profundo con Dios Padre. De su Persona se irradia una luz fulgurante, anticipación de la Gloria de la Resurrección.

Todos los años, en preparación de la Pascua, la Cuaresma nos invita a seguir a Cristo en el misterio de su oración, manantial de luz y de fuerza en la hora de la prueba. Rezar, de hecho, significa sumergirse con el Espíritu en Dios, en actitud de humilde adhesión a su Voluntad. De este abandono confiado en Dios deriva la luz interior que transfigura al hombre, haciendo de él un testigo de la Resurrección de Cristo. Pero esto sólo puede tener lugar si escuchamos y seguimos a Cristo fielmente hasta la Pasión y la Cruz. Al respecto leermos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21)
Pero nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22)» (C.I.C, 556).
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"...Jesús quería infundir en sus Apóstoles una gran fortaleza de ánimo y de una constancia que les permitirían tomar su cruz sin temor, a pesar de su aspereza. También quería que no se avergonzaran de sus suplicios, que no consideraran como una vergüenza la paciencia con la que aceptaría su pasión tan cruel, sin perder nada de la gloria de su poder. Jesús “tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos.” (cf Mt 17,2ss) Aunque habían comprendido que la majestad divina estaba en Él, ignoraban todavía su poder ..."

"...El Señor manifiesta su gloria delante de testigos que había escogido, y sobre su Cuerpo, parecido al nuestro, se extiende un resplandor tal “que Su Rostro parecía brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz.” (cf Mt 17,4ss) Sin duda, esta Transfiguración tenía por meta quitar del corazón de sus discípulos el escándalo de la Cruz, no hacer tambalear su fe por la humildad de la pasión voluntariamente aceptada... Pero esta revelación también infundía en su Iglesia la esperanza que tendría que sostener a lo largo del tiempo. Todos lo miembros de la Iglesia, su Cuerpo, comprenderían así la transformación que un día se realizaría en ellos, ya que los miembros van a participar de la gloria de su Cabeza. El mismo Señor había dicho, hablando de la majestad de su venida: “Entonces, los justos brillarán como el sol en el Reino de Mi Padre.” (Mt 13,43) Y el Apóstol Pablo afirma: “Los sufrimientos del mundo presente no pesan lo que la gloria que se revelará en nosotros.” (cf Rm 8,18)... También exclamó: “Habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando aparezca Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.” (Col 3,3-4)." (San León Magno, Papa (hacia 461) doctor de la Iglesia Homilía 51/38, sobre la Transfiguración)
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"...El Señor Jesús de entre todos los discípulos, es sólo a Pedro, a Santiago y a Juan, a quienes ha revelado la gloria de su Resurrección. Quiso con ello que su misterio quedara escondido, y frecuentemente les advertía que no dieran a conocer a cualquiera lo que habían visto, a fin de que un auditor demasiado débil no encontrara en ello un obstáculo que dificultara a su espíritu inconstante el recibir esos misterios con toda su fuerza. Porque el mismo Pedro “no sabía lo que se decía”, ya que creía que era preciso levantar allí tres tiendas para el Señor y sus compañeros. Seguidamente, no pudiendo soportar el resplandor de la gloria del Señor que se transfiguraba, cayó al suelo (Mt 17,6), al igual que cayeron también “los hijos del trueno” (Mc 3,17), Santiago y Juan, cuando la nube les cubrió...

Entraron, pues, en la nube para conocer lo que es secreto y está escondido, y es allí que oyeron la voz de Dios que decía: “Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo” ¿Qué significa: “Este es mi Hijo, el amado”? Esto quiere decir –Simón Pedro, ¡no te equivoques!- que no debes colocar al Hijo de Dios al mismo nivel que sus siervos. “Este es mi Hijo: Moisés no es ‘mi Hijo’, Elías no es ‘mi Hijo’, a pesar de que uno abrió el Cielo y el otro lo cerró”. En efecto, uno y otro, por la palabra del Señor, vencieron a un elemento de la naturaleza (Ex 14; 1R 17,1), Pero es que ellos no hicieron otra cosa que ser ministros de Aquél que ha consolidado las aguas y las ha cerrado secando el Cielo, las ha disuelto en lluvia cuando ha querido.

Allí donde se trata de un simple anuncio de la Resurrección, se apela al ministerio de los siervos, pero allí donde se muestra la Gloria del Señor que resucita, la gloria de los siervos cae en la oscuridad. Porque el sol, al levantarse, oscurece las estrellas, y todas las luces desaparecen frente al resplandor del eterno Sol de justicia (Ml 3,20) (San Ambrosio (hacia 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia . Sobre el salmo 45, 2; CSEL 64, 6, 330-331 ).

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