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HOMILÍAS MÁS PARA EL DOMINGO II DE CUARESMA
35-41
35.
Fuente: Catholic.net
Autor: P. Octavio Ortíz
Nexo entre las lecturas
Nuestra mirada se dirige hoy al tema de "la llamada de Dios" como elemento que
unifica la liturgia. La llamada se dirige primero a Abraham. Lo invita a salir
de su tierra, a dejar a la espalda las apoyaturas humanas y a confiarse entera y
filialmente en el Señor y en su promesa: "en ti bendeciré todas las familias del
mundo" (1L). La llamada se dirige también a Timoteo por medio de Pablo: "toma
parte en los duros trabajos del evangelio con la fuerza que Dios te dé". Es
esencial en la vida del cristiano "tomar parte en la vida de Cristo",
especialmente en su misterio pascual: muerte y resurrección (2L). Pero esta
llamada de Dios en Cristo se hace más evidente en el evangelio: Cristo llama a
Pedro, Santiago y Juan a subir a una montaña alta y los invita a "tomar parte"
en la transfiguración. Poco después los llama a descender del monte y a
emprender decididos el camino de Jerusalén, camino de la Pasión (EV).
Mensaje doctrinal
1. La iniciativa de Dios. La historia de Abraham muestra claramente que
es Dios quien toma la iniciativa en relación con la vocación de los hombres. El
Señor le sale al paso y le muestra un plan sorprendente, inesperado y
desproporcionado a sus posibilidades. "Sal de tu tierra...". "Haré de ti un gran
pueblo". "En ti bendeciré todas las familias de la tierra". Abraham sale de su
tierra, se encamina por un sendero dejando atrás planes personales, posesiones,
y la seguridad de su tierra y de su parentela para emprender un camino que lo
conducirá a una nueva tierra, una nueva historia, una nueva descendencia.
Abraham es un personaje importante en la teología de la historia. Es el hombre
de la promesa, el hombre dócil a la iniciativa de Dios. El hombre que se deja
guiar por la Voluntad salvífica de Dios por encima de sus proyectos personales.
Sale de su tierra confiando sólo en la promesa de Dios. Su actitud es de una
obediencia y confianza absolutas y nos enseña que a Dios que se revela se le
debe el obsequio del entendimiento y el asentimiento de la voluntad. Así Abraham
se orienta hacia una grandeza que es la grandeza de Dios.
Por su fidelidad Abraham se convierte en sí mismo en una bendición de Dios. Se
hace de algún modo don de sí mismo para los demás. Será él el eslabón de una
cadena que llevará la bendición de Dios para los pueblos. En realidad todo aquel
que se abandona a la llamada de Dios se convierte en una bendición. En Abraham
comprendemos que el sacrificio que implica la obediencia fiel al plan de Dios es
fuente de fecundidad espiritual, de gracia y de bendición. Quien se confía
sinceramente a Dios no queda defraudado en nada. Dios es fiel.
2. El rostro de Cristo. La carta Nuovo Millennio Ineunte dice en el
número 23: "Señor, busco tu rostro" (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista
no podía recibir una respuesta mejor y sorprendente más que en la contemplación
del rostro de Cristo. En él Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho
"brillar su rostro sobre nosotros" (Sal 6766,3). Al mismo tiempo, Cristo, Dios y
hombre, nos revela también el auténtico rostro del hombre, "manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre". Es precisamente este rostro el que
contemplamos en el pasaje de la transfiguración. En el rostro de Cristo en el
monte resplandece la gloria del Padre, se percibe la profundidad de una amor
eterno e infinito que toca las raíces del ser. En este rostro transfigurado el
hombre reconoce la profundidad del misterio de Cristo. Los apóstoles descubren
con nueva claridad que en Cristo habita la plenitud de la divinidad, que Él es
verdadero hombre y verdadero Dios. El concilio de Calcedonia lo expresa en estos
términos: "Una sola persona en dos naturalezas. Sus dos naturalezas, sin
confusión alguna, pero sin separación alguna posible son la divina y la humana".
El hombre está invitado a descubrir en el rostro de Cristo el amor humano-divino
del redentor. Está invitado a descubrir, como los apóstoles en el Tabor, que "es
muy bueno permanecer junto a Él". Está invitado como San Pablo a hacer
experiencia de aquel que "me amó y se entregó a sí mismo por mí". El hombre que
desea comprenderse a fondo a sí mismo debe mirar a Cristo (Cfr. Redemptor
Hominis 10).
Sugerencias pastorales
1. El sufrimiento y el dolor son una experiencia humana que toca a todos los
hombres. Esta experiencia pone a dura prueba las convicciones profundas de
la persona humana. ¿Cómo puede un Dios omnipotente y soberano permitir o querer
esta noche de dolor que me oprime? ¿Por qué no interviene? Son preguntas
irrenunciables que el hombre debe plantearse y resolver. Es el escándalo de la
cruz. La meditación serena y profunda del rostro transfigurado de Cristo nos
ayuda a resolver el enigma de nuestra vida con sus penas y sufrimientos y a
vivir en la esperanza del encuentro definitivo con Dios. El fruto del Jubileo
del Año 2000 decía el Papa debe ser la "contemplación del rostro de Cristo" (Nuovo
Millennio Ineunte 15). Y en la carta a los jóvenes añadía: Al hombre le es
necesaria esta mirada amorosa de Cristo; le es necesario saberse amado, saberse
amado eternamente y haber sido elegido desde la eternidad. Al mismo tiempo, este
amor eterno de elección divina acompaña al hombre durante su vida como la mirada
de amor de Cristo. Y acaso con mayor fuerza en el momento de la prueba, de la
humillación, de la persecución, de la derrota, cuando nuestra humanidad es casi
borrada a los ojos de los hombres, es ultrajada y pisoteada; entonces la
conciencia de que el Padre nos ha amado siempre en su Hijo, de que Cristo ama a
cada uno y siempre, se convierte en un sólido punto de apoyo para toda nuestra
existencia humana. Cuando todo hace dudar de sí mismo y del sentido de la propia
existencia, entonces esta mirada de Cristo, esto es, la conciencia del amor que
en Él se ha mostrado más fuerte que todo mal y que toda destrucción, dicha
conciencia nos permite sobrevivir (Dilecti Amici).
2. En nuestra vida parroquial podemos promover esta contemplación del rostro
de Cristo por medio del amor a la Eucaristía. En ella Cristo está real,
verdadera y sustancialmente presente. La adoración eucarística en favor de las
vocaciones es algo que une a los fieles y les motiva para rogar al dueño de la
mies que nos envíe operarios. La promoción entre los niños y los jóvenes de los
15 minutos de visita a Jesús sacramentado. La comunión frecuente y la acción de
gracias. La formación del grupo de monaguillos. Las procesiones eucarísticas en
las misiones de evangelización. La colaboración en la catequesis de los niños
que se preparan a recibir su primera comunión. Todos estos son medios que nos
ayudan a contemplar y descubrir el rostro de Cristo.
36. INSTITUTO DEL VERBO ENCARNADO
Comentarios Generales
Génesis 12, 1-4:
La Vocación de Abraham constituye como el comienzo de una nueva Era. Los cc 1-11
del Génesis pueden llamarse “Prehistoria de la Salvación”. Abraham inicia la
“Historia”.
— Llamamos “Historia Salvífica” o “Teología de la Historia” a la manera
Providencial cómo Dios actúa en los acontecimientos humanos y en los hechos de
la naturaleza, ordenándolos de modo seguro y radiante a la “Salvación” de los
hombres. La Biblia narra los hechos a esta luz.
— De Abraham a Cristo, la “Promesa” Salvífica entra radiante en la Historia,
corre rectilínea y sin baches ni hiatos; y a cada momento crece en luminosidad y
en riqueza de contenido.
— El caso de Abraham es como el molde y modelo de cuanto representa la Promesa
de parte de Dios y de parte del hombre. De parte de Dios: Dios llama y elige.
Dios se abre en dones magníficos. Dones que toman el nombre denso de “Bendición”
divina y que adquieren una plenitud y una extensión que sobrepasan toda medida y
todo cálculo humano. Sólo cuando llegue la realización plena de esta
“Bendición”, cuando nos llegue el Mesías de la Promesa, conoceremos su valor
pleno. Ahora se le dice ya a Abraham que Dios tiene el plan de realizar esta
“Bendición” en él y por él. Es, pues, Abraham el Patriarca del linaje de Adán,
en quien se remansa la “Promesa” de Gn 3, 15; un eslabón en la cadena Salvífica.
Por Abraham llegará al mundo el Salvador y la Salvación. De parte del hombre,
dado que aquí todo es “Promesa”, Don o Gracia de Dios, se exige sólo
disponibilidad y docilidad, confianza y entrega total a Dios. Es lo que San
Pablo llama: “Fe”. La Salvación la “da” Dios. Y la da “graciosamente”. Pero el
hombre debe aceptarla. La sinceridad de esta aceptación se conoce en la
generosidad con que el hombre se apresta a todos los sacrificios que le exija la
elección que de él hace Dios. En la vocación de Abraham, Patriarca de los
creyentes de todos los siglos, vemos cómo le comporta muchos y grandes
sacrificios: Renuncia a su patria y familia. Abandono ciego y sereno a los
planes divinos (1). Abraham cree. Cree, confía y ama.
II Timoteo 1, 8-10:
San Pablo nos hace ver el papel que cada uno en particular desempeñamos en esta
Historia de la Salvación. Dios es Padre. Si en la Historia Universal podemos
pasar inadvertidos, como un grano de arena en la playa, en la Historia Salvífica
somos cada uno una pieza maestra. Somos hijos de Dios.
— Tenemos cada uno una vocación y elección por parte de Dios. Vocación singular
y personal. Vocación que es pura dádiva o gracia de Dios. Los esfuerzos humanos
pueden construir la Historia, pero no la Historia Salvífica: “Dios nos llamó con
vocación de santidad” (9). Vocación de Santidad significa que nos invita, llama
y destina a gozar su propia Vida Divina. La “Santidad” es la Vida de Dios. En
nosotros se llama: Gracia-Justificación-Santificación-Salvación. Y por ser
“Gracia” en esta obra todo es iniciativa y regalo divino: “No en atención a
nuestras buenas obras, sino en razón de su designio y de su gracia” (9). Todo es
Gracia, Dádiva, Amor de Dios.
— San Pablo concreta en qué consiste esta “Gracia Salvífica” de Dios: “Gracia
que nos fue otorgada en Cristo Jesús desde antes de todos los siglos. Gracia,
empero, manifestada ahora con la aparición de Cristo Salvador Nuestro” (10).
Cristo es el Hijo de Dios Encarnado. En este Hijo de Dios se nos va a dar la
Vida Divina (= Santidad); en Él, que es el Hijo del Amor del Padre, vamos a ser
“agraciados” nosotros, que éramos unos míseros pecadores. “Cristo destruyó la
muerte; y fulguró luz de vida y de inmortalidad” (10). Una vez nos insertamos e
integramos en Cristo por la fe y el amor, nos llega de lleno la Gracia y el Amor
del Padre. Ya no pesa sobre nosotros muerte ni condenación; ya quedamos inmersos
en la Luz y en la Vida de Dios.
— A esta dadivosidad suma de Dios, ¿cómo debemos responder nosotros? Como en el
caso de Abraham, en toda vocación que Dios hace, el hombre debe comportarse con
disponibilidad, docilidad y confianza abierta, ciega y total. Pueden hacer
fracasar la vocación (a la fe, al apostolado, etc.), la resistencia humana, la
desconfianza, el orgullo. Concretamente, en el v 8 San Pablo amonesta a Timoteo
que no sea pusilánime; que se abra con confianza y audacia a la gracia de su
vocación. Sólo es pusilánime quien se apoya en sí mismo. Quien confía en Dios
todo lo puede en Aquel que le llamó. Esto debemos aplicarlo por igual a nuestra
vocación a la Santidad que a la del Apostolado. Del Bautismo arrancan el don y
las exigencias de esta gracia. Y la Eucaristía es el clima comunitario en que se
realiza y se desarrolla. Cada celebración eucarística es gracia y
responsabilidad, don y compromiso.
MATEO 17, 1-9:
La escena de la Transfiguración nos permite penetrar un poco el misterio
insondable de la Persona y de la Obra de Cristo. A través del velo de su carne
deja Cristo transparentar la Luz de su gloria divina:
— En una alta montaña, a la vista de los tres Testigos predilectos, se realiza
la Transfiguración de Cristo, la Teofanía más gloriosa que jamás vio ningún
mortal. La Nube Gloriosa, signo de la Presencia Divina, y la voz que se oye en
la Nube, testifican que Jesús es el Mesías, el Salvador prometido en las
Escrituras. Moisés y Elías (que personifican la Ley y todos los Profetas) están
allí para rendir el mismo testimonio. Al darle Dios el título de “Hijo” (5), nos
orienta a ver en Jesús unas relaciones únicas y trascendentes con Dios:
Padre-Hijo. A la vez, esta Cristofanía pone en claro que el Mesías-Siervo de
Yahvé de Isaías (42, 1) es Jesús-Hijo de Dios.
— Al bajar de la montaña, Jesús intenta iluminar a los ojos de sus discípulos el
sentido Redentor que tiene su “Mesianismo” (12). Es Mesías-Redentor; por eso ha
de serlo con su muerte en la cruz. A nosotros la oración y la cruz, la Palabra
de Cristo y sus Sacramentos nos reforman, nos transfiguran y nos conforman a Él.
Ahora a Cristo crucificado; luego a Cristo Glorificado.
— En clima de preparación pascual, recordemos: “Cristo nuestro Señor manifestó
su gloria a unos testigos predilectos, y les dio a conocer en su cuerpo, en todo
semejante al nuestro, el resplandor de su divinidad. De esta forma ante la
proximidad de la Pasión, fortaleció la fe de los apóstoles, para que
sobrellevasen el escándalo de la cruz; y alentó la esperanza de la Iglesia, al
revelar en sí mismo la claridad que brillará un día en todo el cuerpo que le
reconoce como cabeza suya” (Fiesta de la Transfiguración: Prefacio).
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Dr. D. Isidro Gomá y Tomás
LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS
Explicación. — Circunstancias (v. I). — Considérase con razón este episodio como
el punto culminante del ministerio público de Jesús: desde este hecho, los
milagros de Jesús son más escasos, ya que sólo se cuentan seis hasta su pasión;
la predicación, menos frecuente y clamorosa; mas íntimo el trato con sus
discípulos, y más frecuentes las alusiones a su muerte.
Aun siendo la Transfiguración un hecho glorioso, está, por decirlo así, saturado
del pensamiento de la pasión. Antes de él, Jesús predice su pasión y muerte,
como hemos visto; durante él, y en la fase más culminante, platica Jesús con
Moisés y Elías sobre la pasión; después de él; alude otra vez a su muerte.
Los tres sinópticos narran minuciosamente el suceso: sus descripciones son de
una admirable concordia, bien que cada uno de ellos añada preciosos detalles al
fondo en que todos convienen. Precisan los tres, ante todo, el tiempo. Han
transcurrido seis días completos desde las solemnes palabras de Jesús y de Pedro
comentadas en él número anterior: Seis días después de dichas estas palabras...
Lc al decir transcurridos casi ocho días después, da sólo el número aproximado
de ello, si no es que queramos que Mt. y Mc. ponen los días completos
transcurridos, y Lc., además, el anterior y posterior, parte de los cuales entra
en la narración del suceso. En estos seis días que mediaron entre la promesa del
Primado y la Transfiguración, anduvo Jesús reposadamente con sus dos discípulos
los 70 kilómetros que hay desde Cesarea de Filipo al Tabor, entreteniéndose, sin
duda, en pláticas sobre la futura misión de evangelizar todo mundo.
En llegando al pie del monte, probabilísimamente el Tabor, Jesús dejó en el
valle a sus discípulos, excepto los tres predilectos que tomó consigo, y subió
al monte: Toma Jesús consigo a Pedro y a Santiago y a Juan, hermano de éste. Son
los únicos a quienes había impuesto sobrenombre; los solos admitidos a la
resurrección de la hija de Jairo (Mc. 5, 37; Lc. 8, 51) y a la oración del
huerto (Mt. 26, 37) los tres gozan de una preeminencia particular : Pedro es el
príncipe de todos ellos, Santiago el primer mártir del Colegio, Juan es el
Apóstol virgen.
Y llévalos aparte solos a un monte alto, sin duda por la senda antiquísima que
aún hoy se conserva, transformada en camino por donde trepan, más que andan, los
automóviles, y que, serpenteando entre la amena fronda de arbustos y árboles
frutales, lleva en tres cuartos de hora aproximadamente a la planicie que corona
el monte, ancha como de dos kilómetros, donde se verificó la gloriosa escena de
la Transfiguración. Iba Jesús, como muchas veces ocurría, al monte para
entregarse a la oración: Y subió al monte para orar.
¿Cuál fue el “alto monte” de la Transfiguración? La opinión más corriente,
fundada en tradición antiquísima, que se remonta por lo menos al siglo IV, ya
que San Jerónimo y Cirilo de Jerusalén lo señalan, admite para la
Transfiguración el Tabor, monte situado en la Galilea, a pocos kilómetros al
sudoeste del lago de Genesaret, cuya cumbre se eleva a unos 500 metros sobre la
risueña llanura de Esdrelón, 562 sobre el Mediterráneo y 770 sobre el mar de
Galilea, destacándose majestuoso, único, sobre los pequeños montículos que le
circundan, de donde pudo venirle el nombre de “monte alto”. Con todo, no son
pocos los exégetas modernos que se inclinan por el Hermón, magnífico monte
situado al nordeste de Cesarea de Filipo, donde tuvieron lugar los anteriores
episodios. Los argumentos no son tan perentorios que puedan destruir la
antiquísima tradición que sitúa este hecho en el Tabor.
La transfiguración (2-8). — Y mientras oraba, se transfiguró Jesús delante de
ellos: se metamorfoseó, dice el griego; no que su cuerpo se cambiara por otro
cuerpo, sino que, conservando su figura y su indumentaria las mismas líneas,
todo apareció en él brillante y luminoso. La transfiguración se obró en la misma
presencia de los Apóstoles; delante de ellos para que, si le viesen por primera
vez ya transformado, no creyesen que era otro. Dos detalles nos dan los tres
sinópticos de este fenómeno: uno relativo al rostro del Señor: Y resplandeció su
rostro como el sol; es éste lo más brillante que hay para el hombre en esta
creación: La figura de su rostro se hizo otra, por la gloria maravillosa que en
el resplandecía. Otro detalle se refiere a los vestidos de Jesús: Y sus
vestiduras tornáronse resplandecientes y en extremo blancas, como la nieve;
tampoco hay blancura como la de la nieve. El segundo evangelista tiene para
expresarlo una frase altamente ponderativa: Cuales ningún batanero de la tierra
podría blanquearlas; la locución es, seguramente, de Pedro, testigo del
fenómeno. Todo ello es el símbolo de la majestad divina de Jesús: su alma
santísima, hipostáticamente unida al Verbo, gozaba de la visión bienaventurada
de la divinidad; el efecto connatural de esta visión es la gloria del cuerpo,
que Jesús cohibió durante su vida mortal; pero ahora la deja como rezumar algo a
través de su cuerpo, que por ello aparece unos momentos transfigurado.
Repentinamente se produce un nuevo episodio: ante los ojos atónitos de los
Apóstoles se aparecieron dos varones de aspecto insólito: Y al momento se les
aparecieron Moisés y Elías, en forma gloriosa, hablando con él. Moisés
representaba la ley que preparó al pueblo de Dios para la venida del Mesías; al
aparecer el gran Legislador junto a Jesús en este solemne momento, le rinde
pleitesía como Legislador supremo y demuestra que no ha venido Él a derogar la
ley, sino a cumplirla. Elías es el representante de los profetas: gran
taumaturgo y celador de la gloria de Dios, aparece reverente ante quien ha
venido con poder a instaurar el reino mesiánico. Conocieron los discípulos a
estos personajes, sea por alguna señal exterior, como los rayos luminosos que
salían de la cara de Moisés, o el carro de fuego de Elías, o porque se lo
manifestase después Jesús.
Lucas nos da en este momento dos trazos especiales. Dice, en primer lugar, el
objeto de la conversación de los santísimos personajes: Y hablaban de su salida
(de este mundo), que había de cumplir en Jerusalén; por lo mismo, se ocupaban de
la pasión y muerte, tal vez de la resurrección y ascensión del Señor, según
estaba profetizado: alrededor de la muerte de Jesús gira toda historia y toda la
economía de la revelación, de ambos Testamentos. En segundo lugar, es Lc. el
único narrador que se refiere al sueño de los Apóstoles: Mas Pedro y sus
compañeros estaban rendidos de sueño; y despertando, vieron la gloria de Él
(Jesús), y a los dos varones que en pie con Él estaban. Dormitaban, mientras
Jesús oraba; despiertos, en los esfuerzos para evitar el sueño, vieron la
Transfiguración del Señor: quizás Jesús mismo les despertó; tal vez no llegaron
a dormirse, según la interpretación que consiente el original, donde mas bien se
significa esfuerzo y lucha contra el sueño.
Y, al apartarse de él, Moisés y Elías, es decir, al hacer ademán de despedirse
los santos varones, tomando Pedro la palabra, arrebatado por la dulzura de
aquella visión, dijo a Jesús, tratando de retener a los que se iban: Señor,
Maestro, bueno es que nos estemos aquí. Y en su afán de prolongar la visión
maravillosa y el deleite que de ella derivaba, continuó: Si quieres, hagamos
aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Marcos nos
refiere la turbación de Pedro, su maestro, debido al miedo que sintió en
aquellos momentos: gozo intenso del magnifico espectáculo, que quisiera
prolongar para siempre; y miedo de la majestad gloriosa de los tres personajes,
que les sacó fuera de si: No sabiendo lo que se decía, pues estaban atónitos de
miedo.
Un nuevo fenómeno se produce súbitamente, que deja a flor de labios las ultimas
palabras del ardoroso apóstol: Aún estaba él hablando, cuando vino una nube
luminosa que los cubrió, a Jesús, Moisés y Elías: y tuvieron miedo, al entrar
ellos en la nube: Suele Dios valerse de una nube para manifestar su presencia
(Ex. 16, 10; 19, 9; 24, 15; 3 Reg. 8, 10; Ps. 103, 3): el resplandor de la nube
es expresivo de la gloria de Dios que en ella se manifiesta; la nube cubrió a
los tres santos personajes, ocultándolos a la vista de los Apóstoles, que quedan
espantados. Y del seno de la nube sale una voz, voz del Padre, que confirma la
confesión de Pedro y la aseveración de Jesús: Y he aquí que salió de la nube una
voz que decía: Este es mi Hijo amado, como Hijo Unigénito, en quien mucho me he
complacido; esta voz de Dios es la aprobación divina de la pasión del Hijo, que
de ella hablaba con Moisés y Elías. Y para que no temiesen de seguir a Jesús,
hasta en las persecuciones, tormentos y muerte, sigue la voz: Escuchadle. Esta
voz divina, que se oye en medio de la esplendida teofanía, en un momento en que
en la cumbre del monte se halla representada, ante la misma presencia de Dios,
toda la historia religiosa de la humanidad, es la consagración de la suprema ley
del Cristianismo: la ley de las humillaciones y del dolor para llegar a la
gloria. Al oírse esta voz, estaba Jesús solo: para que no les cupiese duda de
que a el se refería la voz.
Sucumbió la humana debilidad en los Apóstoles ante el peso de tanta gloria, y
dieron, espantados, con sus cuerpos rostro en tierra: Y al oírla, los
discípulos, cayeron sobre sus rostros y tuvieron mucho miedo. Suele la presencia
sensible de lo sobrenatural causar terror a los pobres mortales (Is. 6, 5; Ez.
2, 1; Lc. 1, 29). Cesó la manifestación de la divinidad mientras estaban
postrados; y para ahuyentar su temor y dar fuerza a sus miembros, se les acerca
Jesús, para que cobren valor con su presencia: les toca, para que se cercioren
de que está con ellos, y les dice palabras de aliento: Mas Jesús se acercó, los
tocó y les dijo: Levantaos, y no temáis. La gloriosa escena había terminado,
volviendo todos a su estado normal: Y alzando ellos en seguida sus ojos, y
mirando en torno suyo, a nadie vieron con ellos, sino solo a Jesús.
JESÚS IMPONE SILENCIO A SUS DISCÍPULOS (v 9). — Grabose profundamente el
glorioso episodio en el alma de los tres discípulos; pasados muchos años, aún lo
recordaran dos de ellos en sus escritos (2 Petr. 1, 16-18; Ioh. 1, 14; 1 Ioh. 1,
1 sigs.); ¿qué cosa mas humana que esperar con ansia el momento de referirlo a
lo menos a sus compañeros? Jesús se lo prohíbe, como antes había prohibido
dijesen que el era Jesucristo: Y al bajar ellos del monte, les mando Jesús,
diciendo: No digáis a nadie la visión. No era ahora ocasión de divulgar lo que
hubiese podido originar el escándalo de la cruz, después de tanta gloria; o que
pudiese fomentar los prejuicios de aquel pueblo sobre el reino mesiánico. Cuando
se haya consumado la obra de la redención y esté fundada la Iglesia, después de
su resurrección, podrán predicar todos los misterios de Jesús: Hasta que el Hijo
del hombre resucite de entre los muertos. Cumplieron los Apóstoles fielmente el
divino mandato: Y ellos callaron, y a nadie dijeron por entonces, mientras vivid
Jesús vida mortal, nada
LA TRANSFIGURACIÓN DE JESÚS
De lo que habían visto. Marcos, inspirado por Pedro, testigo del hecho, dice : Y
guardaron el dicho dentro de si, siendo fieles al secreto que se les encomendó;
y añade que, seguramente entre ellos, se comentaba la alusión que acababa de
hacer Jesús a su resurrección: Discurriendo que querría decir: Cuando hubiere
resucitado de entre los muertos: porque no comprendían que el Hijo de Dios, que
de tal manera acababa de ser glorificado, tuviese que morir.
En la cima del monte Tabor, y en el lugar señalado por la tradición para la
Transfiguración del Señor, se levanta hoy, recientemente construida, bellísima y
amplia Basílica de estilo bizantino. En su cripta esta reproducido en mosaico el
paso de la Transfiguración, en forma que la luz del sol naciente que se filtra
por las vidrieras de los ventanales da a la escena extraordinaria luminosidad y
relieve. Ha sido un feliz acierto del arte, que sugiere la representación del
hecho glorioso. Nos permitirá el lector recordar, con gozo de nuestra alma, que
un día del mes de mayo de 1928, celebrábamos solemne Misa Pontifical en aquel
sagrado recinto y dábamos ante una devota peregrinación la homilía comentando el
texto que acabamos de explicar, que es el del Evangelio de la misa que allí
siempre se reza.
Lecciones morales. — A) v. 1. — Y llévalos aparte a un monte alto... - En ello
nos enseña, dice San Remigio, que es preciso a todos aquellos que deseen
contemplar a Dios abandonen los bajos placeres de la tierra y levanten el
corazón a lo alto, empujado por el amor de las cosas celestiales; y que la
gloria de la divina claridad no se goza en el valle profundo de la tierra, sino
que es necesario buscarla en el reino de la felicidad, que es el cielo. Y los
lleva aparte, para significar la necesidad de la absoluta separación del mal y
de los malos para emprender con éxito el camino de la bienaventuranza.
B) v. 2.—Y se transfiguró. — Se transformó, dice San Jerónimo, sin perder su
cuerpo verdadero, no tomando un cuerpo aéreo. El resplandor de su rostro y el
candor de sus vestidos fue un cambio accidental determinado por la gloria del
alma que en ellos se manifestaba. Es ello como las primicias y el gaje de
nuestra transformación gloriosa en el cielo: sin perder nuestra personalidad ni
nuestra naturaleza, adquiriremos las dotes gloriosas de sutilidad, agilidad y
resplandor, lo que llama San Pablo el «cuerpo espiritual» (1 Cor. 15, 44), que
nos harán semejantes al cuerpo transfigurado de Jesús, nuestro modelo en la
tierra y en el cielo.
c) v. 4.— Bueno es que nos estemos aquí Si de tal manera inunda de gozo el
corazón de Pedro la sola visión de la humanidad glorificada de Jesús, que no
quiere separarse de allí, ¿qué será para aquellos que merezcan ver cara a cara
los esplendores de la divinidad? Y si consideró como bien sumo ver el aspecto
humano de Cristo transfigurado en el monte, con solos dos santos que le
acompañaban, Moisés y Elías, ¿que lengua podrá ponderar, ni entendimiento
comprender, el gozo de los justos cuando en el monte de la celestial Jerusalén
puedan contemplar en su misma esencia al mismo Autor de la gloria acompañado de
millares de Ángeles?, dice Rábano Mauro.
D) v. 7. — Jesús se acercó, los tocó y les dijo... — Porque estaban tendidos en
el suelo y no podían levantarse, dice San Jerónimo, por esto se acerca con
clemencia para que, tocándoles, se ahuyente su temor y se vigoricen sus
miembros; y lo que hace con el gesto lo dice también la palabra: No temáis. Nos
enseña ello a confiar siempre en Jesús mientras no nos hagamos indignos de su
ayuda. Aunque estemos rendidos, por nuestra pequeñez, ante la grandeza de las
cosas que nos rodean, o bien por haber incurrido en pecado, Jesús vendrá, nos
tocará con su gracia, especialmente en la recepción de los Sacramentos, y
pronunciará a los oídos de nuestra alma palabras de aliento. Que no quiere Dios
que nos amilane nuestra miseria física o moral, sino que ella nos sirva de
acicate para recurrir a él y llamarle en nuestro auxilio.
E) Lc. v. 36. — Y ellos callaron... — Callaron, pero sería durante toda su vida
materia provechosísima de meditación el hecho estupendo de que acababan de ser
testigos. Porque se encierran en el grandes lecciones. Por la Transfiguración de
Jesús, dice un intérprete, se confirma con poderosos argumentos nuestra fe; se
excita nuestra voluntad para el bien obrar, proponiéndosenos una gloria ingente
e inacabable si imitamos a Cristo, siendo socios de sus padecimientos; se nos da
un ejemplo de humildad profunda, por cuanto siendo esta gloria de Jesús
connatural a la visión beatífica que gozaba, por la unión substancial de su alma
al Verbo de Dios quiso cohibirla durante toda su vida, para hacerse compañero en
nuestros dolores y redimirnos con acerbísima muerte.
(Dr. D. Isidro Gomá y Tomás, El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed.,
Barcelona, 1967, p. 46-52)
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Fulton Sheen
LA TRANSFIGURACIÓN
Tres escenas importantes en la vida de nuestro Señor tuvieron efecto en las
montañas. En una de ellas predicó las bienaventuranzas, la práctica de las
cuales acarrearía la cruz de parte del mundo; en la segunda manifestó la gloria
que aguardaba detrás de la cruz; en la tercera se ofreció a sí mismo a la muerte
como preludio de su gloria y la de todos aquellos que habrían de creer en su
nombre.
El segundo incidente ocurrió sólo unas pocas semanas antes del acontecimiento
del Calvario, cuando llevó a una montaña a sus discípulos Pedro, Santiago y
Juan; Pedro, la “Roca”; Santiago, el destinado a ser el primero de los apóstoles
mártires, y Juan, el visionario de la futura gloria del Apocalipsis. Estos tres
se hallaban presentes en el momento en que Jesús resucitó de entre los muertos a
la hija de Jairo. Los tres necesitaban aprender la lección de la cruz y
rectificar su falsa concepción del Mesías. Pedro protestado con vehemencia
contra la cruz, mientras que Santiago y Juan habían ambicionado un trono en el
futuro reino de los cielos. Los tres dormirían mas adelante en el huerto de
Getsemaní, durante la agonía del Señor. Para creer en su Calvario tenían que ver
la gloria que resplandecía detrás del escándalo de la cruz.
En la cima de la montaña, después de orar, se transfiguró ante ellos cuando la
gloria de su naturaleza divina atravesó los hilos de su ropaje terreno. No era
tanto una luz que brillaba desde fuera como la belleza de la divinidad que
refulgía desde dentro. No se trataba de la plena manifestación de la divinidad,
que ningún hombre podía contemplar sobre la tierra, ni tampoco era su cuerpo
glorificado, puesto que aún no había resucitado de entre los muertos, pero
poseía una propiedad de gloria. Su pesebre, su oficio de carpintero, el oprobio
recibido de sus enemigos fueron para Él otras tantas humillaciones, pero
adecuadamente estuvo acompañada cada una de ellas de epifanía de gloria cuando
los ángeles cantaron en su nacimiento y se oyó la voz del Padre durante el
bautismo en el Jordán.
Ahora que se está acercando al Calvario, una nueva gloria le circunda.
Nuevamente la voz le inviste con los ropajes del sacerdocio, para ofrecer el
sacrificio. La gloria que brilló a su alrededor, como al Templo de Dios, no era
algo con que estuviera investido externamente, sino más bien expresión natural
de la hermosura inherente a aquel “que bajó del cielo”. El milagro no era
aquella radiación momentánea de su persona, sino más bien el hecho de que en el
resto del tiempo aquella radiación estuviera reprimida. De la misma manera que
Moisés, después de haber hablado con Dios, puso un velo sobre su rostro para
ocultarlo a la vista del pueblo de Israel, así había velado Cristo su gloria a
los ojos de humanidad. Pero por aquellos breves instantes apartó el velo para
que aquellos tres hombres pudieran contemplar su aspecto glorioso; y la
radiación de aquella gloria fue la proclamación provisional del Hijo de la
Justicia a todos los ojos humanos. A medida que la cruz se aproximaba, su gloria
iba en aumento. Así, es posible que la venida del Anticristo, o la crucifixión
final de la buena voluntad, vaya acompañada de una gloria extraordinaria de
Cristo en sus miembros.
En el hombre, el cuerpo es una especie de jaula del alma. En Cristo, el cuerpo
era el templo de la Divinidad. En el jardín del Edén, sabemos que el hombre y la
mujer estaban desnudos, pero no sentían vergüenza. Ello es debido a que antes
del pecado la gloria del alma atravesaba el cuerpo y le brindaba una especie de
ropaje. De la misma manera, en la transfiguración la Divinidad brillaba a través
de la naturaleza humana. Probablemente esto era para Cristo algo más natural que
aparecer con otro aspecto, es decir, sin aquella gloria.
Y mientras oraba, el aspecto de su rostro
se hizo otro, y sus vestiduras se tornaron blancas
y resplandecientes;
y he aquí que dos hombres hablaban con Él,
los cuales eran Moisés y Elías,
que aparecieron en la gloria,
y hablaban de su muerte,
que había de cumplirse en Jerusalén.
Lc 9, 29-31
El Antiguo Testamento estaba acercándose al Nuevo. Moisés, el promulgador de la
ley; Elías, el principal de los profetas. Ambos fueron vistos brillando en la
luz del mismo Cristo, el cual, como Hijo de Dios, fue quien dictó la ley y envió
a los profetas. El tema de la conversación de Moisés, Elías y Cristo no era lo
que éste había enseñado, sino su muerte de sacrificio; esto era su deber como
mediador, puesto que esta muerte de sacrificio era la consumación de la ley, los
profetas y los eternos designios de Dios. Terminada su obra, Moisés y Elías
señalaban hacia Él para ver cumplida la redención. Así se mantuvo en el
propósito de ser “contado entre los transgresores”, como Isaías había ya
profetizado. Incluso en este momento de gloria, la cruz es el tema de la
conversación con sus visitantes celestiales. Pero se trataba de una muerte
vencida, de un pecado expiado y de una tumba vacía. La luz de gloria que
envolvía la escena era un gozo igual al del “ahora ya puedo morir” que Jacob
pronunció al ver a José, o como el nunc dimittis pronunciado por Simeón al ver
al divino Niño. Esquilo, en su Agamenón, describe un soldado que regresa a su
tierra natal después de la guerra de Troya, el cual en su alegría dice que
siente deseos de morir. Shakespeare pone las mismas gozosas palabras en boca de
Otelo después de los peligros de un viaje:
Si ahora fuera preciso morir,
sería este el momento más dichoso; porque temo
que mi alma posee ahora un gozo tan absoluto,
que ninguna otra satisfacción como ésta
le reserva el ignorado sino.
Pero en el caso de nuestro Señor, como dijo san Pablo, “teniendo el gozo puesto
ante sí, padeció la cruz”.
Lo que los apóstoles observaron como algo particularmente hermoso y
resplandeciente de gloria fueron su faz y su vestido; la faz, que más adelante
quedaría teñida en la sangre que manaría de una corona de espinas; y sus
vestiduras, que serían luego un ropaje de escarnio con que Herodes le vestiría
para mofarse de Él. El vestido de luz gloriosa que ahora cubría su cuerpo se
convertiría en desnudez cuando su cuerpo fuera tan cruelmente maltratado en otra
montaña.
Mientras los apóstoles se hallaban contemplando aquella visión en lo que parecía
ser el mismo vestíbulo del cielo, formándose una nube que los cubrió con su
sombra.
Y he aquí una voz de la nube que decía:
¡Éste es mi amado Hijo,
en quien tengo mi complacencia!
Oídle a Él.
Mt 17, 5
Cuando Dios hace aparecer una nube es para manifestar que existen límites que al
hombre no le es dado trasponer. En su bautismo, los cielos se abrieron; ahora,
en la transfiguración se abrieron de nuevo para presentar a Cristo como el
mediador y para distinguirle de Moisés y de los profetas. Era el cielo mismo el
que le estaba enviando, no la perversa voluntad de los hombres. En el bautismo,
la voz del cielo era para Jesús mismo, y para los discípulos, en la colina de la
transfiguración. Los gritos de “¡crucifícale!” habrían sido insoportables Para
los oídos de ellos si no hubieran sabido que era necesario que el Hijo
padeciera. No era a Moisés y a Elías a quienes tenían que oír, sino a aquel que
en apariencia moriría como un maestro cualquiera, pero que era más que un
profeta. La voz daba testimonio de la unión inquebrantable e indivisa de Padre e
Hijo; recordaba también las palabras de Moisés de que a su debido tiempo
suscitaría Dios de entre el pueblo de Israel a uno igual a Él mismo, al cual
ellos tendrían que oír.
Al despertar los apóstoles de aquella radiante visión, hallaron su portavoz,
como casi siempre, en su compañero Pedro.
Y sucedió que al tiempo que ellos se apartaban de Él,
Pedro dijo a Jesús:
Maestro, bueno es que nos estemos aquí.
Hagamos, pues, tres enramadas
una para ti, otra para Moisés,
y otra para Elías,
sin saber lo que decía.
Lc 9, 33 ss
Una semana antes Pedro estaba tratando de encontrar un camino que condujera a la
gloria sin necesidad de la cruz. Ahora imaginaba que la transfiguración era un
buen atajo para llegar a la salvación, teniendo un monte de las Bienaventuranzas
o un monte de la Transfiguración, sin el monte Calvario. Era la segunda vez
Pedro intentaba disuadir a nuestro Señor de ir a Jerusalén a ser crucificado.
Antes del Calvario, fue el que hablaba en nombre de todos aquellos que quisieran
entrar en la gloria sin tener que comprarla mediante la abnegación y el
sacrificio. En su vehemencia, creía Pedro que la gloria que Dios hacía bajar del
cielo y que los ángeles habían cantado en Belén podía establecer su tabernáculo
entre los hombres sin necesidad de librar una guerra contra el pecado. Pedro
olvidaba que, así como la paloma sólo después del diluvio pudo poner los pies en
la tierra, también ahora la verdadera paz viene sólo después de la crucifixión.
Igual que un niño, Pedro trataba de capitalizar y hacer que fuera permanente
aquella gloria transitoria. Para el Salvador, era una anticipación de lo que se
reflejaba desde el otro lado de la cruz; para Pedro, era una manifestación de
una gloria mesiánica terrena que era preciso almacenar y conservar. El Señor,
que llamó a Pedro “Satán” porque quería una corona sin una cruz, le perdonó
ahora este sentimiento humano exento de cruz porque sabía que él “no sabía lo
que decía”. Pero, después de la resurrección, Pedro lo sabría. Entonces evocaría
aquella escena con estas palabras:
Con nuestros ojos hemos visto su majestad.
Porque recibió de Dios Padre
honra y gloria, cuando una voz descendió a Él
desde el esplendor de la gloria, diciendo:
Éste es mi amado Hijo, en quien tengo mi complacencia.
Y esta voz la oímos nosotros
enviada desde el cielo,
estando con Él en el santo monte.
Y también tenemos, más firme,
la palabra profética;
a la cual hacéis bien en estar atentos,
como a una lámpara que luce
en lugar tenebroso,
hasta que el día esclarezca,
y el lucero de la mañana nazca en vuestros corazones.
2 Petr 1, 16-20.
(Fulton J. Sheen, Vida de Cristo, Ed. Herder, Barcelona, 1968, cap. 18, pp.
169-173)
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San Agustín
La ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y la verdad nos han
venido por Jesucristo
En esta pieza maestra, San León Magno, interpretando los sentimientos de los
apóstoles, expone la necesidad que los hombres sentimos de gloria, de alegría,
de gozo para poder superar las pruebas y experiencias dolorosas de la vida. La
contemplación de la gloria de Cristo, a la que el evangelio de este domingo nos
invita, podría ser un buen estímulo para apetecer con más vehemencia la gloria
del cielo. Pensemos que cualquiera de nosotros, transformado por el amor puede
llegar a ser el que los discípulos contemplaron en el Tabor el hombre que todos
nosotros estamos llamados a ser. Así, la experiencia de los apóstoles, de San
León Magno, la nuestra, confirmada con los testimonios de Moisés y de Elías, van
conformando una historia de hombres que procuran transfigurarse con Cristo.
El Señor descubre su gloria en presencia de unos testigos escogidos e ilumina
con tan gran esplendor aquella forma corporal, que le es común con todos, que su
rostro se pone brillante como el sol y sus vestidos blancos como la nieve.
Sin duda esta transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del
corazón de los discípulos el escándalo de la cruz, 191 a fin de que la
humillación de la pasión voluntariamente aceptada no perturbara la fe de
aquellos a quienes había sido revelada la excelencia de la dignidad oculta. Más,
con igual providencia, daba al mismo tiempo un fundamento a la esperanza de la
Iglesia, ya que todo el cuerpo de Cristo pudo conocer la transformación con que
él también sería enriquecido, y todos sus miembros cobraron la esperanza de
participar en el honor que había resplandecido en la cabeza.
A este respecto, el mismo Señor había dicho, refiriéndose a la majestad de su
advenimiento: Los santos brillarán entonces como el sol en el reino de su Padre.
Y el apóstol san Pablo afirma lo mismo, cuando dice: Considero que los trabajos
de ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá; y también:
Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios: cuando se
manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él
revestidos de gloria.
Además, los apóstoles, que tenían que ser fortalecidos en su fe e iniciados en
el conocimiento de todas las cosas, hallaron también en este milagro una nueva
enseñanza. En efecto, Moisés y Elías, es decir, 4a ley y los profetas, se
aparecieron, hablando con el Señor; y ello para que se cumpliera con toda
perfección, por la presencia de estos cinco hombres, lo que está escrito: Sólo
por la declaración de dos o tres testigos se podrá fallar una causa. ¿Qué más
estable, qué más firme que esta causa? Para proclamarla, la doble trompeta del
antiguo y del nuevo Testamento resuena concorde, y de todo lo que en tiempos
pasados sirvió para testimoniarla coincide con la enseñanza evangélica.
Las páginas de una y otra alianza, en efecto, se confirman mutuamente, y el
resplandor de la gloria presente muestra, de una manera manifiesta y cierta, lo
que las antiguas figuras habían prometido bajo el velo del misterio; es que,
como dice san Juan, la ley se nos dio por mediación de Moisés, pero la gracia y
la verdad nos han venido por Jesucristo, ya que en él han llegado a su
cumplimiento la promesa de las figuras mesiánicas y el significado de los
preceptos de la ley; pues, con su presencia, enseña la verdad de la profecía y,
con su gracia, hace posible la práctica de los mandamientos.
Que la proclamación del santo Evangelio sirva, pues, para fortalecer la fe de
todos, y que nadie se avergüence de la cruz de Cristo, por la que el mundo ha
sido redimido.
Nadie, por tanto, tema el sufrimiento por causa de la justicia, nadie dude que
recibirá la recompensa prometida, ya que a través del esfuerzo es como se llega
al reposo y a través de la muerte a la vida; el Señor ha asumido toda la
debilidad propia de nuestra pobre condición, y, si nosotros perseveramos en su
confesión y en su amor, vencemos lo que él ha vencido y recibimos lo que ha
prometido.
Ya se trate. en efecto, de cumplir sus mandamientos o de soportar la adversidad,
debe resonar siempre en nuestros oídos la voz del Padre que se dejó oír desde el
cielo: Éste es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escuchadlo.
(Tomado de los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos)
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Juan Pablo II
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
Domingo 24 de febrero de 2002
"Este es mi Hijo, el amado; escuchadle".
1. Con el apóstol san Pedro, yo también digo: "¡Qué hermoso es estar aquí!" (Mt
17, 4), reunidos, como sucede ahora, en torno al Señor Jesús. Su rostro
resplandece como la luz que penetra en esta antigua basílica de Santa Pudenciana.
Al proseguir la peregrinación cuaresmal hacia la Pascua, nos sentimos como
envueltos por una nube luminosa. El Padre nos dice desde lo alto del cielo:
Escuchad a Jesús. Sin embargo, como Pedro, Santiago y Juan, también nosotros a
veces tenemos miedo. Preferimos otras voces, voces de la tierra, puesto que es
más fácil escucharlas y parecen tener más sentido. Pero sólo Jesús puede
conducirnos a la vida. Sólo su palabra es palabra de vida eterna. Con gratitud
acojamos su invitación: ¡No tengáis miedo! ¡Escuchad mi voz!
2. ...
3. Esta mañana, Jesús nos habla de bendición. Señala la bendición suprema de la
Pascua, y evoca la bendición prometida a Abraham y a sus descendientes.
En la primera lectura, tomada del libro del Génesis, Dios promete a Abraham dos
cosas que parecen imposibles: un hijo y una tierra. Abraham era rico, pero, sin
la promesa del Señor, su vida hubiera terminado simplemente con la muerte. Al
bendecir a Abraham con un hijo y una tierra, Dios le ofrece una vida que es más
grande que la muerte. Dios asegura a "nuestro padre en la fe" que no será la
muerte, sino la vida, la que dirá la última palabra. Esta promesa encuentra su
cumplimiento definitivo en la Pascua, cuando Cristo resucita de entre los
muertos. No basta que el seno estéril de Sara dé a luz a Isaac, porque la muerte
seguirá dominando. La promesa hecha a Abraham sólo se cumple cuando la muerte
misma es destruida; y la muerte es destruida cuando Cristo resucita a una vida
nueva.
4. Debemos recordar, asimismo, que la promesa no sólo se hizo a Abraham, sino
también a su descendencia, es decir, ¡a nosotros! Por eso, durante la Cuaresma
presentamos a Dios todo lo que hay de estéril y muerto en nosotros, todos
nuestros sufrimientos y pecados, confiando en que Dios, que dio a Sara un hijo y
que resucitó a Jesús de entre los muertos, transformará todo lo que hay de
estéril y muerto en nuestra existencia en una vida nueva y maravillosa. Pero
esto significa que debemos renunciar a muchas cosas familiares.
Dios dice a Abraham: "¡Sal de tu tierra, de tu familia y de la casa de tu
padre!". Muchos de vosotros habéis hecho precisamente eso: habéis dejado vuestro
hogar y vuestra familia a fin de llegar a ser, a vuestro modo, una bendición
para vuestros seres queridos que están en Filipinas, contribuyendo a su sustento
y ofreciendo mayores oportunidades culturales y sociales a vuestros hijos y a
vuestras familias. La separación es dolorosa y el precio es elevado, pero es un
precio que estáis dispuestos a pagar en un mundo difícil y, a menudo, injusto.
Dado que vivimos en un mundo pecaminoso, también la Cuaresma debe llegar a ser
una especie de separación. Estamos llamados a dejar atrás nuestros antiguos
caminos de pecado, que hacen estéril nuestra vida y nos condenan a la muerte
espiritual. Sin embargo, a menudo esos caminos pecaminosos están tan
profundamente enraizados en nuestra vida, que es doloroso dejarlos para ir a la
tierra de bendición que promete Dios. Este arrepentimiento es difícil; pero es
el precio que se debe pagar, si queremos recibir la bendición que el Padre
promete a los que escuchan la voz de Jesús.
Recordad también la promesa de Dios según la cual en Abraham "serán bendecidas
todas las familias de la tierra". La bendición de vida abrazará al mundo entero.
Por tanto, en estos días de Cuaresma y en estos tiempos tan difíciles,
presentemos a Dios todo lo hay de estéril y muerto en el mundo. Presentémosle el
azote de las guerras, la violencia, las enfermedades, el hambre, la pobreza y la
injusticia al Dios de toda bendición. Pidámosle que toque estos males y los
transforme en vida.
5. Al escuchar a Jesús, nos disponemos a lo que san Pablo llama "la fuerza de
Dios, que nos ha salvado". Esta fuerza nos capacita para encontrarlo. Entonces,
podemos dar testimonio de él con nuestra vida, en virtud de la gracia que nos
transfigura interiormente. Resplandeceremos como el sol, "no por nuestras obras,
sino por su propia determinación [de Dios] y por su gracia", como el Apóstol
escribe a Timoteo (2 Tm 1, 9).
Amadísimos hermanos y hermanas, este es el significado de la Cuaresma: nuestra
existencia, renovada mediante la oración, la penitencia y la caridad, se abre a
la escucha de Dios y a la fuerza de su misericordia. Así, en la Pascua podremos
bajar de la montaña santa y disipar las tinieblas del mundo con la luz gloriosa
que resplandece en la faz de Cristo (cf. 2 Co 4, 6).
Esta es la promesa del Señor. Que Aquel que inició en nosotros la obra buena, la
lleve a término (cf. Flp 1, 6). Nos lo obtenga la Virgen María, Mujer de la
escucha dócil y modelo de santidad diaria.
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Catecismo de la Iglesia Católica
Una visión anticipada del Reino: La Transfiguración
A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios
vivo, el Maestro "comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a
Jerusalén, y sufrir... y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día" (Mt
16,21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este
contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre
una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El
rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y
Elías aparecieron y le "hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en
Jerusalén" (Lc 9,31). Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que
decía: "Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle" (Lc 9,35).
Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de
Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24,26), es necesario
pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en
la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías.
La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como
siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas
apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara" ("Apareció
toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la
nube luminosa").
En el monte te transfiguraste, Cristo
Dios, y tus discípulos
contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te
viesen crucificado, entenderían que padecías libremente y anunciarían
al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre.
[Liturgia]
En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la
Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús "fue manifestado el misterio de la
primera regeneración": nuestro bautismo; la Transfiguración "es el sacramento de
la segunda regeneración": nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros
participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los
sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión
anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable
cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3,21). Pero ella nos
recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para
entrar en el Reino de Dios" (Hch 14,22):
Pedro no había comprendido eso cuando
deseaba vivir con Cristo en la
montaña (cf. Lc 9,33). Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de
la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la
tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado
en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende
para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la
Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?
[San Agustín]
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EJEMPLOS PREDICABLES
Cristo centro de la vida
Un artista católico pinto un cuadro de la última cena. Alguien a quien le mostró
el cuadro de la última cena hizo notar la belleza de una lámpara colocada sobre
la mesa de la cena. Al oírlo el pintor, la cubrió rápidamente con una pincelada,
y dijo:
Lo que quiero es que la figura de nuestro señor sea la central del cuadro, de
manera que toda la atención del espectador deba necesariamente centrarse en Él.
Cualquier otra cosa que distraiga la atención de la figura debe desaparecer.
Así nosotros debemos sacrificar cualquier cosa que nos impida hacer de Dios el
centro de toda nuestra atención y nuestra vida.
Que El sea el centro de nuestra vida como lo fue Cristo para los apóstoles en el
monte de la transfiguración.
37. ROMA, viernes, 18 febrero 2005 (ZENIT.org).- En su comentario al Evangelio de la liturgia del domingo, el padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, revela el secreto para ser verdaderos cristianos: enamorarse de Jesús.
Mateo (17,1-9)
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano
Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su
rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la
luz. En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando
Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré
aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía
estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube
salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle».
¿Por qué la fe, las prácticas religiosas están en declive y no parecen
constituir, al menos para la mayoría, el punto de fuerza en la vida? ¿Por qué el
tedio, el cansancio, la molestia al cumplir los propios deberes de creyentes?
¿Por qué los jóvenes no se sienten atraídos? ¿Por qué, en resumen, este
abatimiento y esta falta de gozo entre los creyentes en Cristo? El episodio de
la transfiguración nos ayuda a dar una respuesta a estos interrogantes.
¿Qué significó la transfiguración para los tres discípulos que la presenciaron?
Hasta entonces habían conocido a Jesús en su apariencia externa, un hombre no
distinto a los demás, de quien conocían la procedencia, las costumbres, el tono
de voz... Ahora conocen a otro Jesús, al verdadero, que no se consigue ver con
los ojos de todos los días, a la luz normal del sol, sino que es fruto de una
revelación imprevista, de un cambio, de un don. Para que las cosas cambien
también para nosotros, como para aquellos tres discípulos en el Tabor, es
necesario que suceda en nuestra vida algo semejante a lo que ocurre a un joven o
a una muchacha cuando se enamoran. En el enamoramiento el otro, que antes era
uno de tantos, o tal vez un desconocido, de golpe se hace único, el único que
interesa en el mundo. Todo lo demás retrocede y se sitúa en un fondo neutro. No
se es capaz de pensar en otra cosa. Sucede una verdadera transfiguración. La
persona amada es vista como en un halo luminoso. Todo aparece bello en ella,
hasta los defectos. Si acaso, se siente indigno de ella. El amor verdadero
genera humildad.
Concretamente cambia algo incluso en los hábitos de vida. He conocido chicos a
los que por la mañana no lograban sacar de la cama sus padres para ir al
colegio; si se les encontraba un trabajo, en poco tiempo lo abandonaban; o bien
se descuidaban en los estudios sin licenciarse jamás... Después, cuando se han
enamorado de alguien y se han hecho novios, por la mañana saltan de la cama,
están impacientes por acabar los estudios, si tienen un trabajo lo cuidan mucho.
¿Qué ha ocurrido? Nada, sencillamente lo que antes hacían por constricción ahora
lo hacen por atracción. Y la atracción es capaz e hacer cosas que ninguna
constricción logra; pone alas a los pies. «Cada uno», decía el poeta Ovidio, «es
atraído por el objeto del propio placer».
Algo por el estilo, decía, debería suceder una vez en la vida para ser
verdaderos cristianos, convencidos, gozosos. «¡Pero la joven o el chico se ve,
se toca!». También Jesús se ve y se toca, pero con otros ojos y con otras manos:
los del corazón, de la fe. Él está resucitado y está vivo. Es un ser concreto,
no una abstracción, para quien tiene esta experiencia y este conocimiento. Más
aún, con Jesús las cosas van aún mejor. En el enamoramiento humano hay
artificio, atribuyendo al amado dotes que tal vez no tiene y con el tiempo
frecuentemente se está obligado a cambiar de opinión. En el caso de Jesús,
cuanto más se le conoce y se está juntos, más se descubren nuevos motivos para
estar orgullosos de Él y confirmados en la propia elección.
Esto no quiere decir que hay que estar tranquilos y esperar, también con Cristo,
el clásico «flechazo». Si un chico, o una chica, se queda todo el tiempo
encerrado en casa sin ver a nadie, nunca sucederá nada en su vida. ¡Para
enamorarse hay que frecuentarse! Si uno está convencido, o sencillamente
comienza a pensar que tal vez conocer a Jesús de este modo distinto,
trasfigurado, es bello y vale la pena, entonces es necesario que empiece a
«frecuentarlo», a leer sus escritos. Sus cartas de amor son el Evangelio: ahí Él
se revela, se «transfigura». Su casa es la Iglesia: ahí se le encuentra.
[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por
Zenit]
38. Vieron el cielo por un rato y querían
quedarse
Fuente: Catholic.net
Autor: P Mariano de Blas LC
Les hizo ver el cielo por un rato. Querían quedarse allí para siempre, pero no
era aún el momento. En el cielo querremos quedarnos para siempre, y será verdad,
y será posible.
Los condenados querrán ir al cielo por un rato al menos, y no irán ni siquiera
por un rato. ¡Qué mal se está aquí! Pero allí se quedarán eternamente, en el
lugar donde no se ama y donde la infelicidad ha puesto su morada eterna. ¡Qué
bien se está aquí! Cuando uno dice eso es porque lo siente.
Aquellos tres apóstoles se decían a sí mismos y nos decían a nosotros: ¡Qué bien
se está en el cielo! Todos los santos han tenido una experiencia semejante a la
del Tabor, es decir, han gustado anticipadamente el cielo. Y todos han dicho lo
mismo: ¡Qué bien se está aquí...!San Pablo: “Tengo por seguro que...” Santa
Teresa; “Vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero, que muero porque no
muero”. San Ignacio de Loyola: “¡Qué miserable me parece la tierra cuando
contemplo el cielo!” La aparición sirvió para fortalecerles en el momento de la
prueba. En los momentos de dificultad y de dolor conviene recordar los momentos
de luz. Las dificultades y problemas duran sólo esta vida, la felicidad del
cielo nunca termina. Todos necesitamos esta motivación, este ángel de luz que
nos sostenga en medio del dolor. Jesús quiso necesitarlo o simplemente lo
necesitó en el supremo dolor, cuando sudaba sangre en Getsemaní. Quiso tener en
la hora de su muerte a María como un nuevo ángel que le ofrecía su amor y su
presencia para resistir hasta el final. Con cuanto mayor razón necesitamos
nosotros la presencia de ese ángel.
Dios se ha adelantado a dárnoslo en María Santísima, el mismo ángel que a Él le
consoló como nadie en este mundo. Cuando uno experimenta a Dios tan
intensamente, lo demás desaparece. Se quiere únicamente ser de Dios. Ser de Dios
felizmente y para siempre. ¡Quién pudiera decirlo, sentirlo y que fuera verdad!:
Soy de Dios, pertenencia suya, nada mío, todo de Él, esclavo, siervo, hijo,
consagrado.
Los santos lo saben, lo empezaron a saber desde este mundo, desde que se
despojaron de sus ricas ropas y se vistieron el sayal del siervo. “Mi Dios y mi
todo”, es una frase que decían en un suspiro de amor. Todos los santos han
subido al Tabor desde este mundo, y antes de subir al Calvario. “Este es mi Hijo
amado; escuchadle”. ¡Con qué amor diría el Padre estas palabras! Con parecido
amor dice de los buenos hijos: “Éstos son mis hijos predilectos”: Los que
escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Sed santos.
Todos los caminos se han recorrido en busca de lo mismo: la felicidad; y de
todos han vuelto sin respuesta muchos, muchísimos hombres; sólo los santos nos
han dicho algo diferente: “no me arrepiento”. Luego, ¿han hallado lo que otros
no? Tal parece. Son felices. Y, ¿por qué?. Porque han servido al mejor Señor que
los ha convertido en reyes; porque han salido de su cueva a mejorar el mundo;
han amado a su prójimo, han dejado atrás su sucio egoísmo, han vivido de fe y
amor; han luchado duramente por mejorar su mundo, la han hecho más pura, más
fuerte, más generosa; éstos son los felices. Quién lo creyera, porque han
quebrado y hecho pedazos todas las reglas de la lógica humana: Han matado su
vida para vivir. “El mundo espera el paso de los santos” –dijo un sabio, Pablo
VI-, porque los demás arreglan, si es que arreglan, los problemas materiales:
pan y circo; pero el hombre requiere de curación para su alma, doctores del alma
que sepan manejar la medicina celestial: Los santos la tienen y la dan; dan y,
con Dios, la paz íntima, el por qué de la vida y de todo el peregrinar humano;
ofrecen fortaleza y amor. Ellos mismos, con su ejemplo, ofrecen un estímulo a
superarse, a elevarse del barro para volar a las alturas.
"Escuchadle". No escuchéis a los falsos profetas, no sigáis la voz del tentador
que os presenta la felicidad en forma de drogas, sexo desenfrenado, borracheras,
dinero, poder...
"Escuchadle". En las bienaventuranzas, en la invitación a la conversión, en el
amor a Dios y a los hombres, en la invitación a la santidad. “Hoy, si escucháis
su voz, no endurezcáis el corazón”. Hoy no queremos escuchar, no queremos
obedecer a nadie: ni a Dios, ni a la Iglesia, ni al Papa; ni a los padres, ni
aún a la autoridad civil. Se requiere cierta humildad para orar y obedecer. El
hombre de hoy, tal vez, se está volviendo progresivamente más soberbio, más
seguro de sí y, por eso, no quiere escuchar, Pero el Padre le sigue pidiendo que
escuche a quien es el Camino, la Verdad y la Vida. Porque el mismo hombre que no
escucha a Dios, si escucha al Padre de la mentira, ese desobediente obedece a
sus pasiones, a sus caprichos, hasta el punto de decir: “He aquí el esclavo del
pecado, de los vicios. Hágase en mí según vuestros mandatos” Dios dice a los
tres apóstoles:
"Escuchadle". Se lo dice en buena forma. Tiempo habrá en que la dura claridad de
sus palabras se convierta en encrucijada de salvación o condenación. “Vayan por
todo el mundo y proclamen la buena noticia a toda criatura. El que crea y se
bautice, se salvará; pero el que no crea se condenará”. Mc.16,15-16
39.
Ángelus dominical
El Papa propone “los dos pilares” de la Cuaresma
VATICANO, 17 Feb. 08 / 08:55 am (ACI).- Al reflexionar sobre el pasaje de la
Transfiguración del Señor durante la oración del Ángelus de este domingo al
mediodía, el Papa Benedicto XVI propuso este pasaje, junto al del primer domingo
de Cuaresma, como los “pilares” de este tiempo y de toda la vida cristiana.
“Prosiguiendo el camino penitencial, la liturgia, después de habernos presentado
el domingo pasado las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a
reflexionar sobre el evento extraordinario de la Transfiguración en el monte”,
dijo el Pontífice.
El Papa señaló que mientras el pasaje de la tentación es “preludio del gran
duelo final de la Pasión, la Transfiguración “anticipa la gloria de la
Resurrección”.
Por un lado “vemos a Jesús plenamente hombre”, por otro; “contemplamos al Hijo
de Dios, que diviniza nuestra humanidad”.
“De esta manera –prosiguió- podemos decir que estos dos domingos fungen de
columnas sobre las cuales se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la
Pascua, e incluso toda la estructura de la vida cristiana, que consiste
esencialmente en el dinamismo pascual: de la muerte a la vida”.
El monte Tabor, explicó el Santo Padre, “es el lugar elevado respecto a la
existencia cotidiana, donde se respira el aire puro de la creación”. “Es el
lugar de la oración, donde se está en la presencia del Señor”, agregó.
“La Transfiguración es un acontecimiento de oración: orando Jesús se sumerge en
Dios, se une íntimamente a Él, adhiere con su propia voluntad la voluntad de
amor del Padre, y así la luz lo invade y aparece visiblemente la verdad de su
ser: Él es Dios, Luz de Luz”; señaló el Papa, al indicar la relación de las
vestiduras blancas y radiantes de Jesús en el Bautismo.
“Aquí está el punto crucial: la Transfiguración es anticipo de la resurrección,
pero ésta presupone la muerte. Jesús manifiesta a los Apóstoles su gloria, para
que tengan la fuerza de enfrentar el escándalo de la cruz, y comprendan que es
necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar al Reino de Dios”,
dijo el Papa.
El Pontífice concluyó: “Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a
Jesús, seguirlo por el camino de la cruz, llevando como Él la esperanza de la
resurrección. ‘Spe salvi’, salvados por la esperanza. Hoy podemos decir:
‘Transfigurados por la esperanza’”.
40. Homilía de
Benedicto XVI en la parroquia romana de San Corbiniano
Visita pastoral en la diócesis de Roma
ROMA, lunes 21 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos a continuación la
homilía pronunciada ayer domingo por el Papa Benedicto XVI al celebrar la Santa
Misa por la dedicación de la parroquia de San Corbiniano all’Infernetto, en el
sector sur de la diócesis de Roma.
* * *
¡Queridos hermanos y hermanas!
Estoy muy contento de estar entre vosotros para celebrar un acontecimiento tan
significativo como la Dedicación a Dios y al servicio de la comunidad de esta
iglesia dedicada a san Corbiniano. La Providencia ha querido que este encuentro
nuestro suceda en el II Domingo de Cuaresma, caracterizado por el Evangelio de
la Transfiguración de Jesús. Por ello hoy tenemos el acercamiento entre dos
elementos, ambos muy importantes: por una parte, el misterio de la
Transfiguración, y por la otra, el del templo, es decir, de la casa de Dios en
medio de vuestras casas. Las lecturas bíblicas que hemos escuchado han sido
elegidas para iluminar estos dos aspectos.
La Transfiguración. El evangelista Mateo nos ha narrado lo que sucedió cuando
Jesús subió a un monte alto llevando consigo a tres de sus discípulos: Pedro,
Santiago y Juan. Mientras estaban allí arriba, ellos solos, el rostro de Jesús
se volvió deslumbrante, y así también sus vestidos. Es lo que llamamos
“Transfiguración”: un misterio luminoso, confortante. ¿Cuál es su significado?
La Transfiguración es una revelación de la persona de Jesús, de su realidad
profunda. De hecho, los testigos oculares del acontecimiento, es decir, los tres
Apóstoles, fueron envueltos por una nube, también ésta luminosa – que en la
Biblia anuncia siempre la presencia de Dios – y oyeron una voz que decía: “Este
es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: Escuchadle” (Mt
17,5). Con este acontecimiento, los discípulos son preparados al misterio
pascual de Jesús: a superar la terrible prueba de la pasión y también a
comprender bien el hecho luminoso de la resurrección.
El relato habla también de Moisés y de Elías, que aparecieron y conversaban con
Jesús. Efectivamente, este episodio tiene una relación con otras dos
revelaciones divinas. Moisés había subido al monte Sinaí, y allí había tenido la
revelación de Dios. Había pedido ver su gloria, pero Dios le había respondido
que no lo vería de cara sino solo de espaldas (cfr Ex 33,18-23). De forma
análoga, también Elías tuvo una revelación de Dios en el monte: una
manifestación más íntima, no con una tempestad, con un terremoto, o con el
fuego, sino con una brisa ligera (cfr 1 Re 19,11-13). A diferencia de estos dos
episodios, en la Transfiguración no es Jesús quien tiene la revelación de Dios,
sino es precisamente en Él donde Dios se revela y revela su rostro a los
Apóstoles. Por tanto, quien quiere conocer a Dios, debe contemplar el rostro de
Jesús, su rostro transfigurado: Jesús es la perfecta revelación de la santidad y
de la misericordia del Padre.
Además, recordemos que en el monte Sinaí Moisés tuvo también la revelación de la voluntad de Dios: los diez mandamientos. Y, siempre en el monte, Elías tuvo de Dios la revelación divina de una misión que llevar a cabo. Jesús, en cambio, no recibe la revelación de lo que deberá realizar: ya lo sabe; son más bien los Apóstoles quienes escuchan, en la nube, la voz de Dios que manda: “Escuchadlo”. La voluntad de Dios se revela plenamente en la persona de Jesús. Quien quiere vivir según la voluntad de Dios, debe seguir a Jesús, escucharle, acoger sus palabras, y con la ayuda del Espíritu Santo, profundizarlas. Esta es la primera invitación que deseo haceros, queridos amigos, con gran afecto: creced en el conocimiento y en el amor a Cristo, sea como individuos, sea como comunidad parroquial, encontradle en la Eucaristía, en la escucha de su palabra, en la oración, en la caridad
41.
TRANSFIGURADOS EN LA ESPERANZA
Ángelus, Domingo 16 de febrero de 2008
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, segundo Domingo de Cuaresma, continuando con el camino penitencial, la
liturgia, tras habernos presentado el Domingo pasado el Evangelio de las
tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a reflexionar sobre el
acontecimiento extraordinario de la Transfiguración en el monte. Considerados
juntos ambos episodios anticipan el misterio pascual: la lucha de Jesús con el
tentador preanuncia el gran duelo final de la Pasión, mientras la Luz de su
Cuerpo Transfigurado anticipa la gloria de la Resurrección. Por una parte, vemos
a Jesús plenamente hombre, que comparte con nosotros incluso la tentación; por
otra, le contemplamos como Hijo de Dios, que diviniza nuestra humanidad.
De esta manera, podemos decir que estos dos Domingos constituyen pilares sobre
los que se apoya todo el edificio de la Cuaresma hasta la Pascua, es más, toda
la estructura de la vida cristiana, que consiste esencialmente en el dinamismo
pascual: de la muerte a la vida.
La montaña, el Tabor como el Sinaí, es el lugar de la cercanía con Dios. Es el
lugar elevado respecto a la existencia cotidiana en el que se respira el aire
puro de la Creación. Es el lugar de la oración, donde se está en presencia del
Señor, como Moisés y como Elías, que aparecen junto a Jesús Transfigurado y
hablan con Él del «éxodo» que le espera en Jerusalén, es decir, de su Pascua. La
Transfiguración es un acontecimiento de oración: al rezar, Jesús se sumerge en
Dios, se une íntimamente a Él, adhiere con su propia voluntad humana a la
Voluntad de Amor del Padre, y de este modo la Luz le penetra y aparece
visiblemente la verdad de su Ser: Él es Dios, Luz de Luz. Incluso los vestidos
de Jesús se vuelven blancos y resplandecientes.
Esto recuerda al Bautismo, el vestido blanco que llevan los neófitos. Quien
renace en el Bautismo es revestido de Luz, anticipando la existencia celestial,
que el Apocalipsis representa con el símbolo de las vestiduras blancas (Cf.
Apocalipsis 7, 9.13). Aquí está el punto crucial: la Transfiguración anticipa la
Resurrección, pero ésta presupone la muerte. Jesús manifiesta a los apóstoles su
gloria para que tengan la fuerza de afrontar el escándalo de la cruz, y
comprendan que es necesario pasar a través de muchas tribulaciones para llegar
al Reino de Dios.
La Voz del Padre, que resuena en lo alto, proclama a Jesús como su Hijo
predilecto, como en el Bautismo del Jordán, añadiendo: «Escuchadle» (Mateo 17,
5). Para entrar en la vida eterna es necesario escuchar a Jesús, seguirle por el
camino de la cruz, llevando en el corazón como Él la esperanza de la
resurrección. «Spe salvi», salvados en la esperanza. Hoy podemos decir:
«Transfigurados en la esperanza».
Dirigiéndonos ahora con la oración a María, reconocemos en Ella a la criatura
humana transfigurada interiormente por la gracia de Cristo y encomendémonos a su
guía para recorrer con fe y generosidad el camino de la Cuaresma.
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«En aquellos días, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte
a orar» (Lucas 9, 28). Así comienza el Evangelio de la Transfiguración de
Cristo, que caracteriza al II Domingo de Cuaresma. San Lucas subraya que Jesús
se transfiguró «mientras oraba» en la cumbre de un monte elevado, sumergido en
el diálogo íntimo y profundo con Dios Padre. De su Persona se irradia una luz
fulgurante, anticipación de la Gloria de la Resurrección.
Todos los años, en preparación de la Pascua, la Cuaresma nos invita a seguir a
Cristo en el misterio de su oración, manantial de luz y de fuerza en la hora de
la prueba. Rezar, de hecho, significa sumergirse con el Espíritu en Dios, en
actitud de humilde adhesión a su Voluntad. De este abandono confiado en Dios
deriva la luz interior que transfigura al hombre, haciendo de él un testigo de
la Resurrección de Cristo. Pero esto sólo puede tener lugar si escuchamos y
seguimos a Cristo fielmente hasta la Pasión y la Cruz. Al respecto leermos en el
Catecismo de la Iglesia Católica: «La Transfiguración nos concede una visión
anticipada de la gloriosa venida de Cristo "el cual transfigurará este miserable
cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21)
Pero nos recuerda también que "es necesario que pasemos por muchas tribulaciones
para entrar en el Reino de Dios" (Hch 14, 22)» (C.I.C, 556).
"...Jesús quería infundir en sus Apóstoles una gran fortaleza de ánimo y de una
constancia que les permitirían tomar su cruz sin temor, a pesar de su aspereza.
También quería que no se avergonzaran de sus suplicios, que no consideraran como
una vergüenza la paciencia con la que aceptaría su pasión tan cruel, sin perder
nada de la gloria de su poder. Jesús “tomó a Pedro, Santiago y Juan y los llevó
a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos.” (cf Mt 17,2ss) Aunque
habían comprendido que la majestad divina estaba en Él, ignoraban todavía su
poder ..."
"...El Señor manifiesta su gloria delante de testigos que había escogido, y
sobre su Cuerpo, parecido al nuestro, se extiende un resplandor tal “que Su
Rostro parecía brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz.” (cf Mt
17,4ss) Sin duda, esta Transfiguración tenía por meta quitar del corazón de sus
discípulos el escándalo de la Cruz, no hacer tambalear su fe por la humildad de
la pasión voluntariamente aceptada... Pero esta revelación también infundía en
su Iglesia la esperanza que tendría que sostener a lo largo del tiempo. Todos lo
miembros de la Iglesia, su Cuerpo, comprenderían así la transformación que un
día se realizaría en ellos, ya que los miembros van a participar de la gloria de
su Cabeza. El mismo Señor había dicho, hablando de la majestad de su venida:
“Entonces, los justos brillarán como el sol en el Reino de Mi Padre.” (Mt 13,43)
Y el Apóstol Pablo afirma: “Los sufrimientos del mundo presente no pesan lo que
la gloria que se revelará en nosotros.” (cf Rm 8,18)... También exclamó: “Habéis
muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios; cuando aparezca
Cristo, vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con Él.”
(Col 3,3-4)." (San León Magno, Papa (hacia 461) doctor de la Iglesia Homilía
51/38, sobre la Transfiguración)
"...El Señor Jesús de entre todos los discípulos, es sólo a Pedro, a Santiago y
a Juan, a quienes ha revelado la gloria de su Resurrección. Quiso con ello que
su misterio quedara escondido, y frecuentemente les advertía que no dieran a
conocer a cualquiera lo que habían visto, a fin de que un auditor demasiado
débil no encontrara en ello un obstáculo que dificultara a su espíritu
inconstante el recibir esos misterios con toda su fuerza. Porque el mismo Pedro
“no sabía lo que se decía”, ya que creía que era preciso levantar allí tres
tiendas para el Señor y sus compañeros. Seguidamente, no pudiendo soportar el
resplandor de la gloria del Señor que se transfiguraba, cayó al suelo (Mt 17,6),
al igual que cayeron también “los hijos del trueno” (Mc 3,17), Santiago y Juan,
cuando la nube les cubrió...
Entraron, pues, en la nube para conocer lo que es secreto y está escondido, y es
allí que oyeron la voz de Dios que decía: “Este es mi Hijo, el amado, mi
predilecto, escuchadlo” ¿Qué significa: “Este es mi Hijo, el amado”? Esto quiere
decir –Simón Pedro, ¡no te equivoques!- que no debes colocar al Hijo de Dios al
mismo nivel que sus siervos. “Este es mi Hijo: Moisés no es ‘mi Hijo’, Elías no
es ‘mi Hijo’, a pesar de que uno abrió el Cielo y el otro lo cerró”. En efecto,
uno y otro, por la palabra del Señor, vencieron a un elemento de la naturaleza
(Ex 14; 1R 17,1), Pero es que ellos no hicieron otra cosa que ser ministros de
Aquél que ha consolidado las aguas y las ha cerrado secando el Cielo, las ha
disuelto en lluvia cuando ha querido.
Allí donde se trata de un simple anuncio de la Resurrección, se apela al
ministerio de los siervos, pero allí donde se muestra la Gloria del Señor que
resucita, la gloria de los siervos cae en la oscuridad. Porque el sol, al
levantarse, oscurece las estrellas, y todas las luces desaparecen frente al
resplandor del eterno Sol de justicia (Ml 3,20) (San Ambrosio (hacia 340-397),
obispo de Milán y doctor de la Iglesia . Sobre el salmo 45, 2; CSEL 64, 6,
330-331 ).
.