COMENTARIO A LA SEGUNDA LECTURA
El autor responde a los incrédulos que se burlan de la venida del Señor, tantas veces anunciada y que no acaba de llegar; pero esa demora es también un problema para los fieles. No debemos olvidar que Dios es eterno y que su grandeza trasciende todas las medidas humanas, que para él un día es como mil años, y mil años como un solo día; esto es, que Dios no siente la premura, él, que puede hacerlo todo en un instante. Si Dios tarda, no es porque le cueste mucho cumplir lo que promete.
Es porque tiene misericordia y da tiempo a los que necesitan tiempo para convertirse. Así que Dios es grande y su misericordia infinita, su amor a los hombres inagotable (cf. Ex 34. 6). Lo que a nosotros nos parece tardanza no es otra cosa que paciencia y misericordia con los pecadores, pues "Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva".
Sin embargo, los hombres no debemos abusar de tanta misericordia y perder el tiempo que Dios nos da para convertirnos. Pues lo cierto es que el día del Señor llegará cuando menos se piense, repentinamente, como llega un ladrón sin pasar aviso. Hay que vigilar en todo momento.
No sólo debemos esperar vigilantes el día del Señor, podemos también y debemos anticiparlo; pues, si Dios tarda para que nosotros nos convirtamos, nuestra conversión acelera su venida. Claro que esa conversión debe acreditarse como una profunda transformación del mundo, en que vivimos.
El fin no será la destrucción y la nada, sino una realidad nueva. Porque está más allá de cuanto nosotros podemos hacer e incluso pensar, porque es la realidad sorprendente en la que sueñan todos los que vigilan. La promesa escatológica fundamental es ésta: "He aquí que yo hago nuevas todas las cosas" (Ap 21, 5). En la plenitud final del banquete de la vida, de la "nueva vida", habrá un "vino nuevo" (Mc 15. 25), y un "nombre nuevo" para los vencedores (Ap 2. 17; 3. 12), y un "canto nuevo" (Ap 5. 9; 14, 3) para celebrar la victoria, y una "nueva Jerusalén" (Ap 21. 2)...; habrá "una nueva tierra y un nuevo cielo".
Y la gran novedad será que, al fin habitará la justicia sobre la tierra. Los profetas llamaron "justo" al Mesías prometido, pues de él se esperaba la justicia (23. 5ss; Jr 23. 5; Za 9. 9; Sb 2. 18). En el NT se dice que Jesús es el "Santo" y el "Justo" (Hch 3. 13ss; 7. 52). Este Jesús, que con su primera venida hizo posible la justicia (Mt 5. 6; Rm 3. 21), la establecerá definitivamente cuando vuelva con poder y majestad (Hch 17. 21; Ap 19. 11). Entonces todo será como Dios quiere: "un cielo nuevo y una tierra nueva en la que habite la justicia"
EUCARISTÍA 1987, nº 56