SAN AGUSTÍN COMENTA EL EVANGELIO

 

Mt 11,2-11: Mis palabras son mis obras

¿Qué dijo Cristo de Juan? Acabamos de oírlo: Comenzó a decir a las turbas acerca de Juan: ¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña movida por el viento? No por cierto; Juan no giraba según cualquier viento de doctrina. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido de holandas? No; Juan lleva un vestido áspero; tenia un vestido de pelos de camello, no de plumas. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Eso es, y más que un profeta (Mt 11,7-9). ¿Por qué más que un profeta? Porque los profetas anunciaron al Señor, a quien deseaban ver y no vieron, y a éste se le concedió lo que ellos codiciaron. Juan vio al Señor. Tendió el índice hacia él y dijo: He ahí el Cordero de Dios, he aquí quien quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Helo ahí. Ya había venido y no lo reconocían; por eso se engañaban con el mismo Juan. Y ahí está aquel a quien deseaban ver los patriarcas, a quien anunciaron los profetas, a quien anticipó la ley. He ahí el cordero de Dios, he ahí quien quita los pecados del mundo.

Él dio un excelente testimonio del Señor y el Señor de él al decir: Entre los nacidos de mujer no surgió nadie mayor que Juan Bautista, pero el menor en el reino de los cielos es mayor que él (Mt 11,11). Menor por el tiempo, mayor por la majestad. Al decir eso se refería a si mismo. Muy grande ha de ser Juan entre los hombres, cuando sólo Cristo es mayor que él entre ellos. También puede distinguirse y resolverse el problema de este modo: Entre los nacidos de mujer no surgió nadie mayor que Juan Bautista, pero el que es menor, en el reino de los cielos es mayor que él. Es una solución diferente de la que antes dije. El que es menor, en el reino de los cielos es mayor que él: Llama reino de los cielos al lugar en que están los ángeles; el que es menor entre los ángeles es mayor que Juan. Recomendó ese reino que hemos de desear; presentó la ciudad cuyos ciudadanos debemos desear ser. ¿Qué ciudadanos hay allí? ¡Qué grandes ciudadanos! El menor de ellos es mayor que Juan. ¿Qué Juan? Aquel mayor que el cual no surgió nadie entre los nacidos de mujer.

Hemos oído el testimonio de Cristo sobre Juan y el de Juan sobre Cristo. ¿Qué significa entonces el que Juan encarcelado y ya próximo a la muerte enviase sus discípulos a Jesús con esta orden?: Id y preguntadle: ¿Eres tú el que ha de venir o esperamos a otro? (Mt 11,3). ¿A eso se reduce toda la alabanza? ¿Qué dices, Juan? ¿A quién hablas? ¿Qué hablas? Hablas al juez y hablas como pregonero. Tú extendiste el dedo, tú lo mostraste, tú dijiste: He ahí el Cordero de Dios; he ahí quien quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Tú dijiste: Todos nosotros recibimos de su plenitud (Jn 1,16). Tú dijiste: No soy digno de desatar la correa de su calzado (Jn 1,27). ¿Y ahora preguntas: Eres tú el que vienes o esperamos a otro? (Mt 11,3). ¿No es el mismo? ¿Y tú quién eres? ¿No eres tú su precursor? ¿No eres tú aquel de quien se profetizó: He ahí que envío mi ángel ante tu faz, y preparará tu camino? (ib., 10). ¿Cómo preparas el camino si te desvías? Llegaron, pues, los discípulos de Juan y el Señor les respondió: Id y decid a Juan: los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los leprosos curan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (ib., 5-6) ¿Y preguntas si soy yo? Mis palabras, dice, son mis obras. Id y contestad. Y tras haberse marchado ellos. Para que nadie diga quizá: Juan era antes bueno, pero el Espíritu de Dios lo abandonó, dijo lo antes mencionado una vez que se habían ido los discípulos enviados por Juan. Ya ausentes ellos, Cristo alabó a Juan.

¿Qué significa, entonces, este oscuro problema? Que nos alumbre el sol en que se encendió aquella vela. De ese modo la solución resultará evidente. Juan tenía sus propios discípulos; no estaba separado, sino que era un testigo dispuesto a dar su testimonio. Convenía que diese testimonio de Cristo, que reunía también sus propios discípulos; podía sentir celos, si no podía verlo. Y como los discípulos de Juan estimaban tanto a su maestro, oían de él el testimonio sobre Cristo y se maravillaban; a punto de morir quiso que él los confirmara. Sin duda decían ellos dentro de sí: Juan dice de él cosas tan grandes que él no las dice de sí mismo. Id y decidle, no porque yo dude, sino para que vosotros os instruyáis. Id y decidle, lo que yo suelo decir, oídselo a él; habéis oído al heraldo, oíd ahora al juez la confirmación. Id y decidle: ¿Eres tú el que vienes o esperamos a otro? (ib., 3). Fueron y se lo preguntaron; por ellos, no por Juan. Y por ellos contestó Cristo: Los ciegos ven, los sordos oyen, los cojos andan, los leprosos curan, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados (ib., 5). Ya me veis, reconocedme. Veis los hechos, reconoced al hacedor. Y bienaventurado quien no se escandalizare de mí (ib., 6). Y me refiero a vosotros, no a Juan. Por eso, para que viéramos lo que se refería a Juan, dijo: Tras haberse marchado ellos, comenzó a decir a las turbas acerca de Juan (ib., 7). Y el veraz, la verdad, cantó sus alabanzas verdaderas.

Pienso que ha quedado suficientemente resuelta la dificultad. Basta, pues, haber prolongado el discurso hasta la solución. Parad mientes en los pobres; hacedlo los que aún no lo hicisteis. Creedme, no perderéis; o, mejor, sólo perdéis lo que lleváis al vagón. Hay que entregar ya a los pobres lo que habéis reunido los que lo reunisteis. Y esta vez tenemos mucho menos de la suma habitual. Sacudid la pereza. Yo soy ahora mendigo de los mendigos, para que vosotros seáis contados en el número de los hijos.

Sermón 66,2-5