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Apocalipsis:

el triunfo definitivo

de Dios en la historia

 

 

Después de la muerte y resurrección de Jesús, el Evangelio se esparció rápidamente. En poco tiempo, la Buena Nueva de Jesús se extendió hasta los límites del imperio romano. Al comienzo, no hubo problemas serios con el imperio. San Lucas en los Hechos de los Apóstoles presenta al imperio romano de manera atractiva a los cristianos (Hch 3,17; 18,12-15; 19,33-40; 25,13-27). Pablo, además, había escrito a los cristianos de Roma que ellos debían obedecer a las autoridades constituidas (Rm 13,1). Pero pronto cambió la situación y comenzaron los conflictos.

La escuela del imperio romano enseñaba que el emperador era el señor del mundo (Ap 13,4.14). Los cristianos decían lo contrario: Jesús "es Señor de señores y Rey de reyes" (Ap 17,4). El imperio tenía sus dioses (Ap 2,14), y en nombre de ellos el emperador se declaraba señor del mundo. Por ello todos debían rendirle culto (Ap 13,8-15). Así, ayudado por su religión, el emperador logró montar un sistema que controlaba la vida del pueblo (Ap 13,16-17) y explotaba a los pobres para aumentar el lujo de los grandes (Ap 18,3.9.11-19).

Por eso el pueblo cristiano se convirtió en un pueblo perseguido (Ap 1,9) violentamente (Ap 12,13.17; 13,7). Los cristianos iban presos (Ap 2,10) y muchos eran martirizados (Ap 2,13; 6,9-11; 7,13-14; 16; 17,6; 18,24; 20,4). Era muy difícil mantener la fe (Ap 2,3-4). El control de la policía era total: nadie podía escapar a su vigilancia (Ap 13,16). Quien no apoyaba al régimen del imperio, no podía vender ni comprar nada (Ap 13,17). La propaganda era enorme (Ap 13,13) y se infiltraba en las mismas comunidades (Ap 2,14.20). El emperador era presentado como si fuera un nuevo dios resucitado (Ap 13,3.12.14). La tierra entera lo adoraba como si fuera un dios y apoyaba su régimen (Ap 13,4. 12-14).

En el Apocalipsis el imperio romano es presentado como la bestia que combate a las comunidades cristianas (13,1-18). Su poder es insolente (13,5), pues ataca a Dios con blasfemias (13,6) y pretende ser dios y dueño del mundo entero con todos sus habitantes (13,7-8). Para poder engañar al mundo la bestia tiene la ayuda de los falsos profetas, que ponen su magia, su poder y su saber al servicio del imperio (16,3; 19,20; 20.10; 13,12). Ellos, con sus maravillas, seducen a la humanidad y consiguen que muchos adoren la imagen de la bestia (13,15).

En medio de estos problemas y de sus dificultades internas, el Apocalipsis viene a darle a aquellos cristianos un mensaje de consuelo y de esperanza. Les ayuda a encontrarse nuevamente con su Dios, consigo mismos y con su misión. Quiere animarles a no desistir de la lucha por la fe.

El Apocalipsis enfrenta el problema de la persecución revelando la otra cara de los acontecimientos, el lado oculto. Ilumina los hechos con la luz de la fe y descubre que Dios es Señor de la historia. El entregó todo su poder a Jesús. ¡Ahora Jesús conduce a su pueblo a la victoria final! Nadie, por más fuerte que sea, conseguirá cambiar el rumbo del plan de Dios. Los opresores del pueblo van a ser derrotados y condenados, todos. La resurrección de Jesús es la prueba que garantiza todo esto. Así el pueblo recupera la memoria perdida y descubre la Buena Nueva dentro de los acontecimientos. Y de este modo la nostalgia se convierte en esperanza.

Juan usa en el Apocalipsis continuamente un lenguaje simbólico, lleno de visiones. Con ello pretende instruir al pueblo de una manera gráfica y además es una táctica para defenderse de la vigilancia del imperio. Se trata de cuadros con dibujos y dramatizaciones, que son más instructivos para el pueblo que las meras ideas. No hay que pretender entender cada símbolo aisladamente, sino todo el conjunto.

            a) El Apocalipsis, que es una "revelación de Jesús Mesías" (1,1); comienza deseando al pueblo de las comunidades de Asia "gracia y paz de parte del que es, y era y ha de venir, de parte de los siete espíritus que están ante su trono, y de parte de Jesús el Mesías, el testigo fidedigno, el primero en nacer de la muerte y el soberano de los reyes de la tierra" (1,5).

Jesús triunfante es el motivo de gozo y esperanza para todas las comunidades que luchan en esta vida. El Apocalipsis no se cansará de apoyarse continuamente en él. El es "el primero en nacer de la muerte", está vivo (1,18), realizando la promesa que el Padre hizo para nosotros. El es "soberano de los reyes de la tierra", con poder para dominarlos y vencerlos.

Este Jesús, fuerte, fiel y hermano, "nos ama". Llegó a derramar su sangre para liberarnos (1,5), y hacer de nosotros "sacerdotes para su Dios y Padre" (1,6). El tiene "el poder por los siglos de los siglos" (1,6). Al final de los tiempos, él volverá sobre las nubes: "todos lo verán con sus ojos, también aquellos que lo traspasaron" (1,7).

Juan, que es un artista, un poeta, tuvo una experiencia muy profunda del poder, del amor y de la santidad de Jesús. Por eso pinta a Jesús de una manera muy gráfica. Dice que vio "una figura humana vestida de larga túnica con una faja dorada a la altura del pecho. El pelo de su cabeza era blanco como lana, como nieve; sus ojos llameaban, sus pies parecían bronce incandescente en la fragua y era su voz como el estruendo del océano. Con la mano derecha sostenía siete estrellas, de su boca salía una espada aguda de dos filos y su semblante resplandecía como el sol en plena fuerza" (1,13-16). Una visión no puede ser tomada toda al pie de la letra, palabra por palabra. Lo importante es darse cuenta de la fuerza de este Jesús que "nos ama". Su túnica larga es señal de su sacerdocio. La faja dorada nos dice que él es rey. Los cabellos blancos sugieren su eternidad. Sus ojos como llama de fuego indican su ciencia divina. Los pies de bronce son señal de firmeza y estabilidad. Su voz fuerte revela majestad y poder. La espada que sale de su boca es su palabra que tiene el poder de Dios. Su rostro como el sol sugiere su autoridad.

Al ver así a Jesús, Juan cae como muerto a sus pies (1,17), señal de la debilidad y miedo que tenían las comunidades. Pero en este momento el cuadro inmóvil de Jesús se convierte en algo activo. Coloca su mano derecha sobre Juan y dice: "No temas, yo soy el primero y el último, el que vive. Estuve muerto, pero como ves estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del abismo" (1,18). Este gesto y esta frase de Jesús son como el centro del mensaje del Apocalipsis.

            b) El capítulo quinto trata de la visión del Cordero degollado. En la mano de Dios está un libro cerrado con siete sellos (5,1). Contiene el itinerario de la historia desde el año 33 hasta el fin. Nadie es capaz de abrir el libro (5,3). Juan llora (5,4). Es la situación de las comunidades. Ellos lloran porque creen que Dios ya no controla la historia. Alguien dice: "No llores, ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David; él abrirá el libro y sus siete sellos" (5,5). Juan ve entonces "un Cordero... como degollado" (5,6). Es Jesús, que acaba de entrar en el cielo, llevando en su cuerpo las señales de la pasión. Jesús recibe el libro de las manos de Dios (5,7), y se convierte así en el Señor de la historia (5,13). Es él el que va a asumir el control de los acontecimientos y a ejecutar el plan de Dios. Gracias a la sangre del Cordero la liberación está ya en camino. El está ya liberando al pueblo (5,9-10). Resucitando de la muerte, Jesús recibió todo el poder y asumió el liderazgo: a él "la gloria y el poder por los siglos de los siglos" (5,13). El imperio va a ser derrotado por el Cordero (17,14). Y como en el antiguo éxodo (Ex 15,1-22), también ahora todos estallan en un "cántico nuevo" de alabanza (5,9.12-14).

            c) En el capítulo XI se habla de la venida definitiva del Reino de Dios. Después de que el séptimo ángel toca la trompeta (11,15), se oye una aclamación que dice: "¡El reinado sobre el mundo ha pasado a nuestro Señor y a su Mesías, y reinará por los siglos de los siglos!" (11,15). Los veinticuatro ancianos, o sea, los representantes de todo el pueblo se arrodillan, adoran a Dios y dicen: "¡Gracias, Señor Dios, soberano de todo, el que eres y eras, por haber asumido tu gran potencia y haber empezado a reinar!" (11,17). Es el inicio de la celebración final de la historia. La venida de Dios en la historia de los hombres es el nuevo éxodo que acaba de terminar. ¡El fin llegó! ¡Dios probó para siempre que él es "Yavé", Dios con nosotros, Dios liberador!

            d) El capítulo XIV marca la oposición total que existe entre el Cordero y la bestia; entre los "que llevaban inscrito en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre" (14,1) y el mundo de gente marcada con el número de la bestia; entre el susurro del canto de victoria que alaba a Dios (14,2-3), y las palabras insolentes y blasfemas contra Dios; entre la fidelidad que resiste al imperio sin contaminarse (14,4), y la seducción del imperio que lleva a adorar a la bestia.

El pueblo de las comunidades sigue al Cordero, sin contaminarse con el culto de los falsos dioses: son vírgenes (14,4). Alimentan su fe y perseverancia con la certeza de que Dios, y no el imperio, es el dueño del mundo (13,10). Se organizan de manera fraterna e igualitaria, como antiguamente las doce tribus (7,3-8). Es la lucha resistente del pueblo perseguido que, a largo plazo, va a derrotar al imperio (17,14). El tercer ángel anuncia la derrota final de todos los adoradores de la bestia (14,9-11). Y esta certeza da fuerza a las comunidades para continuar resistiendo (14,12-13).

            e) Desde el capítulo XVII al XIX, 10 sigue una nueva visión de Babilonia y su caída. Juan recibe una invitación: "Ven acá, voy a mostrarte la sentencia de la gran prostituta" (17,1). El ve una mujer ricamente ataviada (17,3-4). Su nombre es: "La gran Babilonia, madre de las prostitutas y de los abominables ídolos de todo el mundo" (17,5). Ella está "borracha... de la sangre de los testigos de Jesús" (17,6). Juan deja claro que se trata de la ciudad de Roma, capital del imperio (17,9): "La mujer que viste es la gran ciudad, emperatriz de los reyes de la tierra" (17,18). La causa de la maldad del imperio fue su deseo de lujo y su afán de acumulación planificada y organizada (18,3.7.9-20.23). Por eso se volvió "en morada de demonios" (18,2).

Después del juicio a la gran prostituta, llega el tiempo de "las bodas del Cordero" (19,7). Su esposa, el pueblo de Dios, ya está lista. Ya se distribuyen las invitaciones para la fiesta (19,9). Pero antes de la fiesta final, viene la derrota total de los adoradores de la bestia.

            f) Desde el 19,11 al 20,15 habla el Apocalipsis de la derrota final del dragón, de la bestia y de sus adoradores. Se trata de visiones, de símbolos, que no se deben tomar al pie de la letra. Lo que quieren enseñar es que al final el mal será totalmente derrotado: la victoria será del bien y de la justicia.

En la primera derrota contra el mal (19,11-21) aparece "un caballo blanco" (19,11). Su jinete tiene varios nombres: "El fiel y el leal", "Palabra de Dios", "Rey de reyes y Señor de señores" (19,11.13.16). ¡Es Cristo Jesús! Acompañado por los ejércitos celestiales (19,14), él viene a juzgar y combatir con justicia (19,11).

En la segunda derrota y juicio final (20,7-15), después de dura lucha, finalmente el dragón es tomado preso y arrojado al lago de fuego, donde ya se hallaban la bestia y el falso profeta (20,10). Y allá se quedarán por los siglos de los siglos. Enseguida Juan ve el trono blanco de Dios (20,11), quien obliga a la muerte a devolver a todos los que por ella fueron engullidos en el correr de la historia (20,13). Todos son juzgados, cada uno conforme a sus obras (20, 12-13). Terminado el juicio, la propia muerte, ya vencida, es arrojada en el lago de fuego (20,14). Y junto con ella van todos los que no estaban inscritos en el libro de la vida (20,15). Es la "segunda muerte" (20,14). ¡La muerte a la propia muerte! ¡Al final sólo va a quedar la vida y vida en abundancia! (Jn 10,10). ¡Todo está listo para la fiesta final!.

            g) El futuro que Dios ofrece es una nueva creación (21,1-22,5), "un cielo nuevo y una tierra nueva" (21,1). El mar, símbolo del poder del mal, ya no existe. En la primera creación Dios inició su trabajo creando la luz, pero quedó la noche (Gén. 1,3.5). Aquí, en la nueva creación del futuro, vence la luz; la noche, la oscuridad, ya no existen más (21,25; 22,5). ¡Todo es luz! El mismo Dios brilla sobre su pueblo (22,5). La ciudad de Dios está iluminada por "la gloria de Dios y su lámpara es el Cordero" (21,23). Del dolor antiguo nada quedó (21,1.4). Y Dios proclama: Sí, ahora "todo lo hago nuevo" (21,5). "Allí no habrá ya nada maldito" (22,3). "Dios en persona estará con ellos y será su Dios. El enjugará las lágrimas de sus ojos; ya no habrá muerte, ni luto ni dolor, pues lo de antes ha pasado" (21,3-4).

Como antiguamente, después de la salida de Egipto, también ahora Dios viene a vivir con su pueblo (21,3), y hace con ellos su Alianza: con todos y con cada uno en particular (21,3; 21,7). ¡Es la perfecta armonía del pueblo entre sí y del pueblo con Dios! ¡Del individuo con la comunidad y de la comunidad con el individuo! Nadie se pierde ni en el anonimato de la masa del pueblo, ni en el individualismo de una fe que sólo piensa en sí mismo.

El futuro que Dios ofrece es también un pueblo renovado, bello como una novia. La ciudad del imperio era una prostituta; la ciudad de Dios es una novia, toda arreglada para su marido (21.2). Su esposo es el Cordero (21,9). Ella es la hija de Sión, imagen del pueblo de Dios. Es la mujer que luchó contra la muerte y contra el dragón. Aquí, en el futuro de Dios, la lucha terminó. La serpiente, sus falsos ídolos y sus falsos profetas, ya no molestan más. La novia, el pueblo, se prepara para la unión definitiva con Dios, para el casamiento con el Cordero (19,7.9; 21,9). Es la fiesta final y definitiva.

El futuro principal que Dios ofrece es él mismo, Dios presente para siempre en medio de nosotros. El cielo desciende a la tierra, transformada para siempre en morada de Dios (21,2). Dios es la fuente de la vida (21,6; 22,1). Es el principio y el fin de todo (21,5). Yavé, Dios con nosotros, Dios liberador, será nuestro Dios para siempre (21,3). El mismo será nuestra luz; su gloria ilumina a su pueblo (21,23) y brillará sobre él (22,5). Dios es luz, Dios es Padre (21,7). Y todos, para siempre, contemplarán su rostro: "Lo verán cara a cara y llevarán su nombre en la frente" (22,4).

¡Será el triunfo definitivo de Dios en la historia! A la luz de la seguridad de la victoria final, los cristianos de entonces y los de ahora nos sentimos animados para seguir tras las huellas de Jesús en busca del rostro del Dios verdadero. ¡Sabemos que el Dios de Jesús, Dios de vida, ha de triunfar contra todas las falsas divinidades de la muerte!


 

Bibliografía

 

CARLOS MESTERS, Cielo nuevo y Tierra nueva, Esperanza de un Pueblo que lucha, La Paz, 1985.

 


 

SALMO AL DIOS ENTERAMENTE BUENO

Señor, Dios nuestro te queremos dar gracias  
porque en Jesús te has revelado  
como un Dios Enteramente Bueno.

En esto no te pareces a nosotros;  
en esto te diferencias de todas las imágenes  
que, sublimándonos, nos hacemos los hombres de ti.

Tú amas todo lo que has creado;  
tú has establecido con nosotros una alianza eterna  
y nada podrá quebrantarla.

Por eso no te enfureces con nuestros pecados  
ni tomas venganza de los que obran el mal;  
no matas a los que matan  
sino que los proteges, como a Caín, de sus vengadores.

Porque eres enteramente bueno  
haces salir el sol sobre justos y pecadores.

Es que amas a cada uno  
y no quieres la muerte del pecador  
sino que se convierta y viva.

A todos nos perdonas los pecados  
y haces sentar a la misma mesa  
al que llegó a última hora  
y al que trabajó desde el amanecer.

Te damos gracias porque en todo esto te revelas  
como Enteramente Bueno.

Estás tan apartado del mal  
estás tan ajeno a todos los mecanismos del mal  
que ni siquiera castigas a los transgresores  
para no añadir violencia a nuestras violencias.

Tú no tienes el poder de matar  
porque ese no es un poder divino.

Tu poder es amar sin medida  
crear, sanar, perdonar  
y hasta triunfar de la muerte.

Tu justicia no es tasar y medir  
sino hacernos justos  
y reconciliarnos por fin en esa justicia de vida.

Dios nuestro, estamos contentos  
de que tú seas nuestro Padre,  
y puesto que nos hiciste a tu medida  
danos un corazón generoso como el tuyo.

(Pedro Trigo, Salmos del Dios Enteramente Bueno,  
Gumilla, Caracas 1983, pgs. 11-12)

 


 

 

Bibliografía selecta

 

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