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Creemos
que Jesús
es
Dios
La
fe en la divinidad de Jesús es precisamente la que nos ha llevado a querer
conocer más profundamente su humanidad. Si Jesús no fuera Dios, no pasaría de
ser un personaje histórico respetable, pero nada más. Pero el hecho de que
aquel hombre extraordinario esté hoy vivo, resucitado y resucitándonos, es
algo que nos toca en lo más íntimo de nuestro ser y nos llena de esperanzas.
¡Aquel íntimo de Dios es el mismo Dios hecho hombre! Esta verdad llenó de
gozo a las primeras comunidades cristianas, gozo que hemos de tener también
todos sus seguidores.
1.
CÓMO VEN LAS PRIMERAS COMUNIDADES A JESÚS RESUCITADO
La
resurrección de Cristo ocupa el centro de la fe, del testimonio y de la reflexión
de los primeros cristianos. El recuerdo de la vida y de la doctrina de Jesús,
fielmente conservado por los discípulos a la luz de la fe pascual, impulsa a
las primeras comunidades a profundizar en el misterio de su persona. Pero, como
si fuera una luz deslumbrante, impide comprender de un solo golpe de vista la
profundidad de este misterio. Poco a poco recorren un camino de continuos
descubrimientos.
A
semejanza de María, conservan todos su recuerdos en el corazón (Lc 2,51), los
meditan y los interpretan. Así va creciendo progresivamente su fe pascual.
Seguramente la celebración de la Cena del Señor, memorial y repetición de un
acontecimiento celosamente guardado, que actualizaba la presencia de Jesús,
suscitaría expresiones de alabanza, de bendición, de acción de gracias. De
este modo la oración se convertía en momento privilegiado para profesiones de
fe cada vez más significativas.
Como
un canto que se inicia suavemente y poco a poco se convierte en un coro
grandioso, la reflexión sobre Jesús se va ensanchando desde la primera
comunidad de Jerusalén hasta todas las comunidades que se van formando y
celebran la Cena: Antioquía, Éfeso, Corinto, Roma... Desde respuestas tímidas
y llenas de dudas van pasando a confesiones de fe cada vez más claras.
En
este camino, que se va descubriendo progresivamente, las comunidades cuentan con
el tesoro de las Escrituras, el Antiguo Testamento, que son releídas e
interpretadas a la luz del acontecimiento absolutamente nuevo del Resucitado. El
se convierte en la clave de lectura del Antiguo Testamento. Todos los grandes
acontecimientos de la experiencia religiosa de Israel aparecen orientados hacia
Jesús.
Jesús
es visto cada vez con más fuerza como "el esperado" de Israel,
"el Cristo", a quien Dios ha confirmado y lo ha exaltado "a
su derecha".
Con
imágenes sacadas de la Biblia tratan de comunicar las ricas experiencias
vividas junto a Jesús. Pero no hay imagen que logre expresar el misterio
manifestado en él. Por eso las imágenes se sobreponen unas a otras, sin que
lleguen nunca a abarcar por completo el misterio del Resucitado. Cada nuevo
descubrimiento ilumina un aspecto de la verdad, pero ninguno la revela
completamente. Así van dando a Jesús nombres y títulos ricos de doctrina y de
significado: Mesías, Cristo, Señor, Salvador, Imagen de Dios invisible, Primogénito
de la nueva creación, Cordero de Dios, Hijo de Dios, Palabra hecha hombre. Son
títulos que expresan la substancia del misterio revelado en Jesús, sin que
lleguen a abarcarla del todo.
Ven
cómo Adán no es sino una "figura del que había de venir" (Rm
5,14): Cristo es "el nuevo Adán". Jesús es el que realiza el
nuevo éxodo, el paso de la muerte a la vida. En él se cumple la Alianza
definitiva entre Dios y los hombres. El es "el nuevo Moisés" (Heb
3). Aquellas comunidades van descubriendo que Jesús es el centro de la historia
de la salvación. Desde el principio todo habla de él, se orienta hacia él;
todo espera ser recapitulado por él y en él.
Pocos
decenios después de la muerte de Jesús aquellas comunidades sintieron la
necesidad de poner por escrito la vida y la doctrina de Jesús, a la luz de su
creciente fe pascual. Y así fue naciendo el Nuevo Testamento, bajo la inspiración
del Espíritu de Jesús. Cada autor bíblico se sintió llamado a hablar de Jesús
teniendo en cuenta la mentalidad y el lenguaje de los diferentes pueblos a los
que se dirigían. Y cada uno interpretó a Jesús según la fe de las
comunidades en que vivían. Por eso, según la diversidad de ambientes, expresan
el misterio de Cristo con una cierta diferencia. Lo veremos más detalladamente
en los apartados siguientes.
Los
evangelistas no escribieron una historia científica de Jesús, tal como
entendemos hoy la historia. Ellos estaban más preocupados por ayudar a crecer
la fe de sus comunidades, que por conseguir precisión de hechos históricos.
Escribían desde su condición de creyentes en el Crucificado-Resucitado, y para
creyentes en él. Por eso no hay que extrañarse cuando le hacen decir a Jesús
afirmaciones que realmente él durante su vida mortal quizás no llegó nunca a
decir. Pero desde su fe, inspirados por el Espíritu Santo, así interpretan
ellos, con toda verdad, el significado de la vida y las palabras del Jesús histórico.
Esa es la realidad del Cristo pascual, viviente, actuando en ellos.
Tenemos
que afirmar, pues, que en el Nuevo Testamento hay diferentes interpretaciones de
Jesús. Y cuanto antes aprendamos a respetar estas diversas cristologías de los
autores neotestamentarios, tanto mejor los comprenderemos. Hay que aprender a
respetar las diferencias existentes entre el Jesucristo de Pablo, el Señor y
Salvador de Lucas y la Palabra-hecha-carne de Juan. No es igual el Jesús de
Mateo, que el que presenta la carta a los Hebreos o el Apocalipsis. Son como
diferentes retratos de Jesús esbozados por las primeras comunidades cristianas,
que conservamos como patrimonio para alimentar nuestra fe. Estas cristologías
inspiradas son la norma definitiva para hacer germinar la fe en Jesucristo a
través de todos los tiempos. Nosotros hemos de proseguir, según la problemática
de fe de nuestro tiempo, la misma línea de los primeros cristianos. Ellos
abrieron el camino. Y tras ellos, apoyados siempre en ellos, seguimos todos los
que creemos que Jesús es el Hijo de Dios, nuestro Salvador y Redentor.
Adentrémonos
un poco más en la fe de los primeros cristianos. Nos centramos, por brevedad,
en los títulos que dieron a Jesús de Mesías e Hijo de Dios.
2.
JESÚS ES EL MESÍAS ESPERADO
Hemos
visto que las primeras comunidades cristianas se apoyaron fuertemente en la
experiencia pascual. Constataban que Jesús, aunque muerto, seguía vivo, pues
cada creyente se sentía penetrado de su fuerza. ¿Pero cómo era Jesús
realmente después de su resurrección? ¿Qué función concreta ejercía en la
construcción del Reino de Dios tan esperado?
La
respuesta más categórica viene dada en el discurso que supuestamente pronunció
Pedro el día de pentecostés, que termina con una enérgica conclusión: "Entérese
bien todo Israel de que Dios ha constituido Señor y Mesías (=Cristo) al
mismo Jesús a quien ustedes crucificaron" (Hch 2,36). Esta profesión
de fe es quizás la más antigua de cuantas haya elaborado el cristianismo. La
comunidad pascual supo muy pronto que Jesús, en virtud de su resurrección,
reunía todas las cualidades exigidas por la teología de entonces al futuro Mesías
de Yavé. La esperanza del judaísmo se había convertido en realidad. Así nació
en ellos la conciencia de "nuevo pueblo de Dios", heredero del
Reino. Ellos estaban plenamente convencidos de que Jesús era el Mesías
prometido por Dios en el Antiguo Testamento. Y así lo predicaron con
insistencia, sobre todo al comienzo (Hch 2,38; 3,6.18.20; 4,10.27.33; 5,42;
8,5.12).
Esta
fue la fe de la comunidad, fe que revela una realidad. Jesús ciertamente era el
Mesías. ¿Pero fue él consciente durante su vida terrena de que era el Mesías
esperado? Parece que sí. Su conciencia mesiánica pudo ir fraguándose a lo
largo de su vida, hasta culminar en la experiencia del bautismo (Mt 3,13-17).
Quizás desde entonces tuvo conciencia plena de su condición de Mesías y por
ello se lanzó decididamente a cumplir el programa que los antiguos profetas
marcaban al Mesías.
Parece,
pues, que Jesús durante su actividad pública, se comprende a sí mismo como
Mesías. Está convencido de que con él ha llegado el Reino definitivo e
insuperable de Dios. Se siente enviado por Dios para ello.
Los
discípulos de Jesús, después de pascua, para formular su fe en él, no vieron
otra posibilidad que la de unirla con la esperanza mesiánica de su pueblo, tal
como ésta había sido señalada por la Escritura. Casi siempre que se habla de
Jesús se trata de él como Cristo o Mesías (=Ungido). A veces se igualan
expresamente ambos títulos: "el Mesías, el Cristo" (Jn 1,41;
4,25). O se usa indistintamente un nombre u otro, como en el capítulo 15 de la
primera carta a los Corintios. San Pablo llega a unir ambos títulos, haciendo
con ellos una sola palabra: "Jesucristo" o "Cristo Jesús".
Y San Juan dice que "quien cree que Jesús es el Mesías ha nacido de
Dios" (1 Jn 5,1; véase 4,2; 2,22; 2 Jn 7). Justo con este fin confiesa
él haber escrito su Evangelio: "Hemos escrito... para que ustedes crean
que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios" (Jn 20,31). Todo ello no es
sino la profesión de fe de la primera época en todo su esplendor: "¡Jesucristo!".
3.
JESÚS ES EL HIJO DE DIOS
Como
acabamos de ver, para los primeros cristianos Jesús es "el Mesías, el
Hijo de Dios". ¿Qué intentaban expresar ellos cuando decían que Jesús
de Nazaret es el Hijo de Dios? No es esta tarea fácil. Para los apóstoles fue
largo el camino que les llevó de las primeras intuiciones hasta llegar a un
cierto conocimiento de la divinidad de Jesús. Para nosotros también es
trabajoso el camino que nos lleve a entender lo que significa hoy la fe en la
divinidad de Jesús.
Los
primeros cristianos expresaron su fe en Jesús llamándole "Hijo de
Dios". Este título no era solamente un nombre de Jesús. Era sobre
todo una confesión de fe: "Jesús es el Hijo de Dios".
Ellos
con su fe expresan un hecho: Proclamar que Jesús es Hijo de Dios y lo que esto
supone para la salvación de los hombres. No les interesa cómo se dio esta
filiación divina, ni cómo este Hijo de Dios existía ya desde antes en Dios.
Lo que les interesa a ellos es el hecho salvífico de la filiación divina de
Jesús.
Son
muy largos y profundos los estudios que se han hecho sobre la fe de las primeras
comunidades en la divinidad de Jesús . Nosotros, por brevedad, vamos a
centrarnos un poco en cómo ven este problema San Pablo y San Juan.
a)
El testimonio de Pablo
Algunas
cartas de San Pablo constituyen las primeras capas del Nuevo Testamento, pues
fueron escritas antes que los Evangelios. Y en ellas, además, Pablo recoge a
veces fórmulas de rezos o de himnos ya conocidos desde tiempo atrás por los
cristianos. Este es el caso de varias fórmulas de filiación divina de Jesús
que Pablo cita. Veamos algunas de ellas y, de la mano de teólogos actuales,
hagamos algunas reflexiones a partir de ellas.
La
primera fórmula es de la carta a los Gálatas: "Cuando se cumplió el
plazo Dios envió a su Hijo" (4,4; ver Rm 8,3).
En
esta frase se quieren expresar dos cosas: que la relación de Jesús con Dios es
la máxima posible y que esta relación supone un modo de ser de Dios y de Jesús.
Se trata del Hijo, que es tan "propio" y tan "amado", que en
adelante será imposible hablar de Dios sin tener presente a Jesús, pues él
pertenece al mismo ser de Dios. Jesús no es sólo un enviado, sino el Hijo
enviado. La relación que hay entre Padre e Hijo es la máxima posible, porque
Jesús pertenece intrínsecamente al ser de Dios: y pertenece al ser de Dios
como aquello en lo que Dios se expresa, en lo que Dios se da, se hace
cognoscible y accesible. Lo más íntimo del ser de Jesús es el mismo ser de
Dios y, precisamente por eso, Dios se puede expresar en esa inteligencia de Jesús,
en esa voluntad de Jesús, en esa libertad de Jesús y, en definitiva, en esa
persona y esa historia de Jesús. Dios hace intrínsecamente suyo el propio
vivir, la historia y la persona humana de aquel hombre. El ser de Dios se abre
en el Hijo, y en el Hijo el Padre se dice y se comunica: es él mismo desbordándose
y saliéndose de sí.
En
una segunda fórmula también recogida de su ambiente, dice Pablo, refiriéndose
al Padre, que "no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por
todos nosotros" (Rm 8,32).
Entregar
es mucho más serio que enviar. Que Dios entregue a su Hijo es realmente una
cosa muy seria y muy difícil de entender, y quizás de lo más extraño y
original que hay en el cristianismo. Pero esta frase debió tener bastante
resonancia en el primitivo cristianismo, pues muchos años después aparece de
nuevo en San Juan (Jn 3,16).
En
el Antiguo Testamento Dios no permitió que Abrahán entregara a su hijo, e
interviene para evitarlo. Y sin embargo, ahora el Dios del Nuevo Testamento
entrega a su propio Hijo. Dios es de tal manera que cuando los hombres le
arrebatan aquello que más quiere y más suyo es, lo cede o lo entrega. Esto
quiere decir que, ante el dolor del mundo, ante todo ese inmenso fuego de
maldad, sufrimiento y calamidad que baña constantemente nuestra historia, Dios
no lo evita, sino que lo sufre. Exactamente igual que ante el drama de su Hijo
en el Calvario: Dios no interviene, sino que lo sufre. Esto se convierte
entonces en clave de lectura de la presencia de Dios en la historia: Dios está
presente como Aquel que no evita el dolor del mundo sino que simplemente lo
soporta.
Esto
nos obliga a cambiar nuestras ideas sobre Dios. Porque si Dios no intervino en
el Calvario, entonces esa clásica pregunta que nos azota y muerde por dentro
constantemente de por qué Dios no interviene en los mil infiernos de este
planeta, esa pregunta pierde su sentido. Si no intervino en el Calvario, no va a
intervenir ahora.
Si
tomamos en serio esta concepción del Hijo de Dios, ya no podemos mirar a Dios
como Aquel que está llamado a evitar el sufrimiento del hombre en el mundo,
sino al revés: tenemos que mirarnos a nosotros los hombres como los que estamos
llamados a evitar el sufrimiento de Dios en la historia. Así entenderemos todo
aquello tan serio y tan cristiano de "a mí me lo hicieron" (Mt
25,40). Es que toda la cantidad de injusticia, de opresión, de sufrimiento que
el hombre siembra en la historia afecta verdaderamente a Dios.
Al
Dios que se reveló en su Hijo no se le reconoce por los caminos fáciles de la
piedad, las devociones y el cumplimiento de leyes. A Dios se le encuentra allí
donde el hombre no esperaría encontrarlo: en un ajusticiado, un echado fuera de
la ciudad, un condenado a muerte.
Una
tercera fórmula dice, hablando de nosotros, que "Dios nos destinó a
que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo que éste fuera el mayor de
una multitud de hermanos" (Rm 8,29).
Esto
quiere decir que somos "hijos en el Hijo". Cuando decimos que
Jesús es el Hijo de Dios, no sólo hablamos de él sino que estamos diciendo
también algo sobre nosotros, los hombres. Jesús ilumina el dinamismo humano al
decirnos que vamos caminando hacia la filiación, hacia un vivir como verdaderos
hijos de Dios, teniéndolo a él como hermano mayor.
Pero,
a la vez que ilumina, Jesús realiza esa fuerza humana que tiende a hacernos
hijos de Dios. Si él fue verdadero Hijo de Dios, también nosotros aunque de
modo distinto, podemos serlo. Confesar que Jesús es Hijo de Dios es afirmar que
Dios ha dado un sí absoluto e incondicional a ese proyecto humano que se llamó
Jesús, en el que estamos incluidos también todos nosotros. Pues la encarnación
no afectó exclusivamente al Jesús histórico, sino que por ella Dios se unió
de alguna manera con todos los hombres. El proyecto divino sobre esta historia
es hacer de todo este mundo como una Encarnación de Dios, no sólo en Jesús,
sino en todo. La Encarnación de Dios en Jesús es como la fecundación de la
historia para poner en marcha este proceso por el que Dios ha de ser todo en
todas las cosas: él verdadero Padre y todos verdaderos hijos.
Son
muchos más los textos de Pablo que hablan del Hijo. Como anteriores a él podrían
verse también Rm 1,3-4; 1 Tes 1,9-10; 1 Cor 15,28.
San
Pablo nos transmitió estos fragmentos preexistentes y a partir de ellos elaboró
una teología que pone de relieve la irrepetible relación de Jesús con el
Padre a partir de la revelación del Padre en la cruz de Jesús (1 Cor).
b)
El testimonio de Juan
El
plan que estructura el Evangelio de Juan es teológico. No se trata de una
biografía de Jesús (Jn 20,30-31), sino de una interpretación de su persona y
de su obra, hecha por aquellas comunidades a través de su experiencia de fe.
Uno de sus temas preferidos es precisamente el del Hijo.
Juan
escribe su obra en una época de polémicas, quizás a comienzos del siglo II.
Las comunidades estaban amenazadas tanto por quienes quitaban valor a la fe,
como por los que negaban que Jesús fuera hombre. Juan sale al quite de estas
herejías, dibujando una imagen "divinamente humana" de Jesús. Por
eso el Jesús de Juan está, en cierto modo, mitificado, no porque se desajuste
de la realidad, sino porque en su Evangelio los valores teológicos desplazan a
los puramente históricos.
Quizás
lo que más le interesa a Juan en la Filiación de Jesús es destacar el ser de
Jesús como referencia total al Padre, tal como seguramente se contenía ya en
Mateo 11,27 (Ver el último apartado del capítulo I).
Según
Juan, la conciencia de Jesús no parece terminar en sí mismo, sino en Dios. Es
toda relativa, diferencial. Al verse a sí mismo termina en Dios-como-su-Padre.
Jesús se ve a sí mismo como total procedencia de Dios (todo le es dado por el
Padre) y como total apertura hacia Dios mismo.
El
ser Hijo expresa dos cosas aparentemente contrarias: la total elevación de Jesús
y su total sumisión al Padre. Mientras, por un lado, el Jesús de Juan afirma
que el Padre y él son uno (10,30.38), insiste, por otro lado, en que él no
hace nada por sí mismo, sino por el Padre, y que ni siquiera su doctrina es
suya, sino de aquel que le envió (5,19.30; 7,16). En paralelismo con su
definición de Dios como amor, igualmente la designación de "el Hijo"
intenta describir el ser-relativo de Jesús: es procedencia y donación, puro
ser-de-Dios y puro ser-para-los-hombres. En esta pura transmisión radica la
existencia de Jesús: no tiene nada de por sí, hasta el extremo de que nunca es
él solo, sino él y el Padre (8,16); pero todo lo tiene para el hombre, porque
es "la puerta" (10,9) y del fondo de su ser brotan los ríos de
la vida donde beben los hombres (7,38).
En
capítulos anteriores hemos citado con frecuencia los escritos de San Juan. Quizás
ahora lo mejor sea comentar brevemente algunas afirmaciones claves del Jesús de
Juan.
"Yo
sí sé quién es, porque procedo de él y él me ha enviado"
(Jn 7,29).
Jesús
conoce a Dios, porque procede de él (1,18.32; 3,31), y ése es el fundamento de
su misión y actividad. Expresa aquí su propia experiencia de unión con el
Padre, la experiencia de vida (6,57) propia del Hijo (3,34). No se puede saber
quién es Dios sin ser hijo (17,3). Ahí radica la diferencia entre el saber de
Jesús y el que se atribuyen las escuelas de la Ley (1,18; 5,19). El ha
aprendido del Padre (5,19s) y es el único que puede hablar sobre su designio
sobre el hombre (6,39s; 3,11.32).
"Yo
y el Padre somos uno"
(Jn 10,30).
Jesús,
el nuevo santuario (2,19-21), hace presente al Padre. El Espíritu, el amor leal
que lo llena, es el principio de su actividad (1,14.32). El Padre está presente
y se manifiesta en Jesús y, a través de él, realiza su obra creadora, que
lleva a cumplimiento su designio (5,17.30; 6,38-40). Jesús se entrega a la
realización de este designio sin reservarse nada. Nada hay en él que se
mantenga fuera de la actividad del Espíritu. Todo él es expresión del Padre
(12,45; 14,9). La identificación entre él y el Padre excluye toda instancia
superior a él mismo. La crítica a Jesús es crítica a Dios; la oposición a
él es oposición a Dios. No pueden apoyarse en nada para juzgarlo. Ante él no
hay más que aceptación o rechazo, sabiendo que la una o el otro incluyen la
misma opción respecto a Dios. De las obras deben deducir la unidad entre Jesús
y el Padre; ambos tienen el mismo objetivo: dar vida al hombre. No hay fe en Jesús
sin que preceda la opción en favor del hombre.
"Cuando
uno me ve a mí ve al que me ha mandado" (Jn 12,45).
No
existe diferencia alguna entre Jesús y el Padre, pues la persona y actividad de
Jesús explican lo que es Dios (1,18). No se conoce a Dios si no se acepta a Jesús
(7,28; 8,19.54s), ni existe otro Dios más que el que se ve en Jesús: el Padre
que está a favor del hombre. El Dios reflejado por la Ley, en cuyo nombre los
dirigentes se oponen a Jesús (5,16-18; 8,19; 9,16.24.29; 10,33), es un dios
falso.
No
dice Jesús que él se parece o que es igual a Dios, sino al contrario, que Dios
es como él. No hay otro modo de conocer a Dios que mirar a Jesús. Hay que
renunciar a cualquier idea preconcebida de Dios. Este se ha manifestado
plenamente sólo en Jesús, a quien ha comunicado la plenitud de su gloria-amor
(1,14.18).
"Si
ustedes me conocen a mí, conocerán también a mi Padre, aunque ya desde ahora
lo conocen y lo están viendo"
(Jn 14,7).
El
término del camino y de la semejanza es el Padre, pero éste está presente en
Jesús. Los discípulos poseen ya un conocimiento de Jesús y, por tanto, ven en
él al Padre presente. Ese conocimiento, sin embargo, no es algo dado de una vez
para siempre. No es meramente intelectual ni exterior, sino relacional: la
familiaridad que crea el amor (10,14-15) y que se alcanza sólo por la práctica
del amor; supone la comunión en el Espíritu, que hace nacer de Dios. Progresar
en el conocimiento de Jesús, es decir, ahondar la comunión con él por la práctica
del amor, va haciendo al hombre hijo de Dios y dándole a conocer al Padre
(17,3).
"Hemos
escrito éstas para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios,
y con esta fe tengan vida gracias a él" (Jn 20,31).
El
objetivo de la obra es suscitar la fe de los lectores. La selección que ha
hecho el autor es, por tanto, significativa; piensa que el relato ha presentado
los rasgos de Jesús que pueden mover a esa fe y que bastan para llegar a ella.
El
título de Hijo de Dios que apareció por primera vez en boca de Juan Bautista
(1,34; 1,18.49) y que Jesús mismo se ha aplicado explícitamente (6,40; 10,36)
e implícitamente cada vez que ha llamado a Dios Padre suyo (5,17, etc.),
adquiere toda su fuerza después de la confesión de Tomás: es el que ha nacido
de Dios (1,18), que está identificado con el Padre (10,38), que actúa como él
(5,17), y es uno con él (10,30), que es Dios, la presencia del Padre entre los
hombres (12,45; 14,9).
El
fundamento de la fe o adhesión incondicional a Jesús se encuentra en este
doble aspecto: él es el Mesías, el ejecutor del designio de Dios que forma la
nueva comunidad; pero cumple esa misión en cuanto es en el mundo la presencia y
actividad de Dios mismo, que despliega en él y a través de él su amor al
hombre.
4.
CONOCER A DIOS DESDE JESÚS
En
Jesús ha tenido lugar una manifestación tan plena e irrepetible de Dios a los
hombres, que nos ha llevado a confesar que él es Dios. El es el Hijo de Dios
porque por su medio Dios se ha hecho presente entre nosotros de un modo nuevo y
único. Jesús no está "poseído" por Dios, sino que el mismo hombre
Jesús es la presencia y la revelación de Dios. El Dios cristiano no es sólo
el Padre que está por encima de nosotros, sino que también está en Jesús
junto a nosotros, a nuestro lado. Podemos afirmar que Dios se hace en Jesús
nuestro Dios. El es la revelación única y excepcional de Dios, ya que en las
expresiones de su actuar humano se vuelve visible el Dios invisible. En sus
palabras y gestos tomamos conciencia de lo que Dios es para el hombre: amor y
perdón, denuncia y exigencia, donación y presencia, elección y envío,
compromiso y fuerza.
El
Nuevo Testamento no dice simplemente que Jesús es el Hijo de Dios, dando por
supuesto que ya se supiese lo que es la filiación divina con independencia de
Jesús, sino que dice que el Hijo de Dios, ese es Jesús. Por ello, además del
movimiento de comprender a Jesús desde Dios, se mantiene el movimiento de
comprender a Dios desde Jesús.
Jesús
no revela a Dios sólo desde su resurrección, sino desde siempre, es decir,
durante toda su vida. Sólo así se puede afirmar que su amor, su solidaridad
con los pobres, sus denuncias, son acciones de Dios y que Dios estuvo cercano a
los hombres en Jesús. Especialmente desde la cruz Jesús revela la verdadera y
escandalosa realidad nueva de Dios. Sin volver a la cruz de Jesús nada se ha
avanzado en el conocimiento de Dios. Decir que Cristo es realmente divino
significa automáticamente afirmar que la divinidad sólo es conocida desde él.
La
única forma de que nosotros conozcamos a Dios es reconociéndolo en el mismo
Jesús. El no revela "cosas" sobre Dios, sino que Jesús es la forma
humana, vital, de decírsenos Dios. En el decir y actuar de Jesús se
transparenta, realiza y comunica humanamente Dios. Jesús es la humanidad de
Dios. En Jesús, Dios se manifiesta plenamente "en favor-del-pueblo".
Por
esto dice San Juan que Jesús es "la Palabra" (Jn 1,1); no
"una" palabra más sobre Dios o una palabra de Dios. Y San Pablo dice
que Jesús es "la imagen de Dios" (Col 1,15; 2 Cor 4,4). Dios
se nos hace plenamente presente y activo en la humanidad de Jesús; no "a
pesar de" o "al margen de" su humanidad, sino en su misma
humanidad (Heb 1,1-4).
"A
Dios nadie lo ha visto jamás; es el Hijo único, que es Dios y está al lado
del Padre, quien lo ha explicado"
(Jn 1,18). Todas las explicaciones de Dios dadas antes de Jesucristo eran
parciales o falsas. Lo que se dice en el Antiguo Testamento no es sino anuncio,
preparación o figura del tiempo del Mesías: una esperanza que se cumple en Jesús.
Solamente Jesús, por su experiencia personal e íntima, puede expresar lo que
es Dios (Jn 6,46). Hay que desaprender lo que se sabía de Dios para aprender de
Jesús, que es su explicación. Sólo en Jesús podemos conocer el verdadero ser
de la misteriosa divinidad. Pero sin partir de una idea preconcebida de Dios,
para concluir que Jesús es exactamente igual a él, como si pudiera tenerse un
concepto verdadero de Dios independientemente de Jesús. Juan afirma que el
punto de partida es Jesús Mesías. Dios, el Padre, es como Jesús, único dato
de experiencia al alcance del hombre. Toda idea de Dios que no pueda verificarse
en Jesús, es un invento humano sin valor alguno. Jesús el hombre-Dios, el Dios
engendrado, hace presente al Padre y es la única fuente para conocerlo como es.
5.
VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE
El
Nuevo Testamento contiene la fe profesada por los apóstoles. Detrás de ellos
la reflexión de la Iglesia sobre Cristo continúa, especialmente a través de
los que hoy llamamos los Santos Padres. A la reflexión sobre lo que Jesús
hizo, sigue una profunda meditación acerca de quién es Jesucristo. Al
encontrarse la revelación con las distintas culturas entre las que se difunde
el cristianismo, en seguida se manifiestan opiniones diferentes acerca de
Jesucristo. Entonces la Iglesia se ve obligada a tomar posición ante las
tendencias erróneas.
Los
errores contra los que tiene que luchar la fe de la Iglesia provienen o de la
negación de la divinidad de Jesús o de la negación de su humanidad; unos
dicen que Jesús no es Dios y otros afirman que no es verdadero hombre. Otra
serie de errores vienen de la mala comprensión de la unión entre estas dos
maneras de ser de Jesús, la humana y la divina. Entre uno y otro extremo ha
habido cantidad de opiniones.
Desde
los siglos IV al IX la Iglesia en diversos Concilios Ecuménicos va creciendo en
la comprensión y en la formulación clara y concreta de la fe cristiana en el
misterio de Cristo.
La
lectura de la Escritura lleva a la Iglesia a descubrir nuevos e importantes
aspectos del misterio de Cristo. La defensa de la fe contra los errores obliga a
reformular lo que es necesario creer y lo que es accesorio. El encuentro con
nuevas formas de pensar (la griega, la romana, la germana), lleva a la necesidad
de explicar el misterio de Cristo en nuevas culturas, y hacer frente a nuevas
preguntas. Con todo ello se fue ampliando cada vez más la visión sobre
Jesucristo.
No
vamos a detenernos a detallar los avances cristológicos hechos por la Iglesia
en sus primeros siglos, manifestados a través de los Concilios. No es ése el
fin de esta obra. Pero sí vamos a destacar brevemente lo más importante.
De
forma muy reducida podemos decir que la Iglesia cree y profesa en Jesucristo:
-
Una persona única, la del Hijo, Palabra de Dios.
-
Dos naturalezas: la divina que lo hace igual y "consubstancial" al
Padre y al Espíritu Santo; y la humana, que lo hace igual y
"con-substancial" a María su madre, y a todos los hombres.
El
año 325, en el Concilio de Nicea, los obispos reunidos lo dijeron así:
"Jesús es Hijo de Dios, Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero del Dios
verdadero, nacido, no creado, de la misma substancia del Padre". Y en el año
451, el Concilio de Calcedonia dijo: "Uno y el mismo Hijo nuestro Señor
Jesucristo es perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad,
verdaderamente Dios y verdaderamente hombre".
La
verdad fundamental, pues, es que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios,
total y al mismo tiempo. El hablar correcto a partir de Jesús debe ser de tal
manera que no se dé ni de más a Dios ni de más al hombre; ni disminuya al
hombre, ni disminuya a Dios.
La
piedad popular tiende a acentuar la naturaleza divina de Jesús, dejando a un
lado la realidad histórica de su humanidad. A veces "los suyos"
no le quieren recibir como él quiso presentarse, como hombre, hermano y partícipe
de nuestra vida sufriente y frágil.
En
cambio, otros grupos, que se creen "concientizados", a veces acentúan
tanto la parte humana de Jesús, que olvidan la realidad de su divinidad y todo
lo que ella significa.
Siempre
hay que estar haciendo esfuerzos por unir los dos extremos, por escandaloso que
resulte: Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Y por ello es necesario
encontrar hoy expresiones y palabras que respondan a la cultura de nuestro
tiempo.
6.
DESDE JESÚS, DIOS ES PADRE, HIJO Y ESPÍRITU
A
partir de Jesús, Dios no puede ser concebido sino como Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Después de la resurrección de Cristo se radicaliza, explicita y
sistematiza la estructura trinitaria de la salvación, y por ello, de la
experiencia y de la realidad de Dios.
Desde
los primeros Concilios con toda claridad Dios es afirmado como Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Y lo es de forma jerarquizada. El Padre es el origen sin origen dentro de
Dios. El Hijo es la Palabra que el Padre se dice de sí mismo. El Espíritu es
el amor que une al Padre y al Hijo.
Dios,
en cuanto es el insondable Misterio, origen de todo siendo él mismo sin origen,
se llama Padre. Este mismo y único Dios en cuanto se abre permanentemente a
todos, se revela en su Verdad, deja manifestar su misterio, está presente en el
mundo, se llama Palabra o Hijo. Este mismo y único Dios en cuanto se entrega
como don, como amor, como fuerza unificante y como vida que lo renueva todo, se
llama Espíritu Santo.
Dios
se ha revelado como Padre, es decir, como el Ser que da la vida al hombre y está
siempre en favor del hombre. Dios se ha revelado como Hijo, es decir, como el
amigo cercano y familiar al hombre, que traza el camino que debe seguir el
creyente. Dios se ha revelado como Espíritu, es decir, como amor absoluto y
libertad soberana, que describe cuáles tienen que ser las opciones
fundamentales del hombre en la vida. Así se ha manifestado Dios, y así es Dios
en sí mismo.
A
partir de esto se intuye en qué puede consistir nuestra experiencia trinitaria,
nuestra auténtica experiencia de Dios. Es la experiencia de la seguridad y la
confianza total en Dios como Padre. Es la experiencia del seguimiento a Jesús,
como Hijo. Y es la esperanza del amor sin límites y de la liberación total
frente a los poderes e instituciones de este mundo. Porque es la experiencia de
lo que Dios es en sí mismo.
Creer
en el Padre significa la entrega confiada y obediente a lo que en Dios hay de
misterio absoluto, origen gratuito y futuro bienaventurado. Creer en el Hijo
significa creer que en Jesús se ha acercado y dicho el Padre; que el misterio
del Padre es realmente amor, en la escandalosa dialéctica de amor resucitante y
amor crucificado; es creer que en el seguimiento de Jesús, y no fuera de él,
se da el acceso al Padre. Creer en el Espíritu significa la realización de la
entrega al Padre y del seguimiento a Jesús.
La
fe es entrega al Dios que se revela, pero como Dios es trinitario, la fe tiene
también su propia estructura trinitaria. Por ser Dios así, la salvación histórica,
personal y social, se realiza manteniendo una estructura trinitaria. Si se
mutila ésta, se mutila también al hombre individual y las relaciones entre los
hombres.
El
pecado por consiguiente, es también trinitario.
Se
peca contra el Padre, cuando el hombre se considera salvador absoluto de sí
mismo. Entonces aparecen los totalitarismos políticos y los paternalismos
eclesiásticos. Se confunde el libre designio del Padre con la imposición de
una voluntad arbitraria; la absolutez del Padre con el despotismo. Se ignora que
el misterio de Dios se ha concretado en Jesús y produce la libertad del Espíritu.
Se
peca contra el Hijo, cuando desaparece lo concreto, histórico, normativo y
escandaloso de Jesús. En su lugar se pone la pura trascendencia o el sólo
sentimiento , como si Jesús fuese lo provisional y no el definitivo
acercamiento de Dios a los hombres y de los hombres a Dios. Pero se peca también,
cuando se le exclusiviza o absolutiza. Entonces surge la imitación voluntarista,
la ley sin espíritu, la secta cerrada en lugar de la fraternidad abierta. Se
ignora entonces el gozo de la gratitud del Padre y la inventiva imaginación del
Espíritu.
Se
peca contra el Espíritu, cuando desaparece la apertura a la novedad histórica
como manifestación de Dios o la voluntad de seguir dando vida en la historia,
-en lugar de sólo juzgarla desde fuera-; cuando se ahoga el movimiento interior
que nos libera y nos hace salir de nosotros mismos. Pero se peca también cuando
se le exclusiviza y absolutiza. Entonces surge el anarquismo, el olvido de lo
concreto de Jesús y el rechazo de lo que de peligroso tiene su recuerdo.
Todo
esto tiene abundantes repercusiones prácticas comprobadas por la historia. Una
fe y una vida que mutilen en su realización concreta su estructura trinitaria
mutilan o anulan la salvación. La realidad trinitaria de Dios es el recuerdo
constante de cómo debe ser la fe y la vida para que sean salvíficas.
Fuimos
creados a imagen de Dios. Y, puesto que Dios es comunidad, la perfección de la
persona humana se ha de realizar también en la comunidad, en la unión con los
demás, en el amor. Por ello podemos afirmar, siguiendo al Concilio Vaticano II,
que la Trinidad es la meta y el modelo de la vivencia cristiana: "El Señor,
cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno, (Jn
27,21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una
semejanza entre la unión de las Personas Divinas y la unión de los hijos de
Dios en la verdad y en la caridad" (Vaticano II, Gaudium et spes, 24).
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