10
La
victoria
de
Dios en Jesús
Jesús
había mostrado, con su vida y con su palabra, el amor sin límites del Padre
Dios. Cumplir la voluntad de su Padre había sido el ideal de su vida. El
Reinado de Dios fue el centro de su predicación. Pero contrariamente a lo que
se podía esperar de él (Lc 24,21), murió ajusticiado, preguntando: "Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34). ¿Abandonó
verdaderamente Dios a Jesús? ¿Fue la muerte más fuerte que su fe y su amor?
¿Sería la muerte y no la vida la última palabra de Dios sobre el destino de
Jesús de Nazaret? ¿Qué queda de esa pretensión suya de conocer al Padre y de
ser reconocido y amado como Hijo?
1.
DIOS RESUCITÓ A JESÚS DE ENTRE LOS MUERTOS
A
pesar del fracaso humano, desde su radical, brutal soledad, Jesús clamó la más
impresionante fórmula de fe desnuda: "Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu" (Lc 23,46). Moría, pues, esperando en Dios, esperanzado más
allá de cualquier posible esperanza y desesperanza. Fue entonces cuando el
Padre dijo la última palabra, la definitiva: un "sí" rotundo y
absoluto a la vida y a la predicación de Jesús. Jesús siempre había confiado
en Dios; tenía la conciencia de que, pasara lo que pasara, estaba en manos de
su Padre. Suceda lo que suceda, el "tercer día", está en manos de
Dios. Jesús contaba con que, antes de su muerte, en ella o después, su vida
sería renovada: "al tercer día", o sea, al final de todo, el Dios de
la salvación tendría la última palabra. Y así fue.
La
muerte había puesto fin a la comunión de vida entre los discípulos y el Jesús
histórico. Los discípulos se desanimaron en extremo y en cierto modo
abandonaron al Maestro. Pero unos días después, ellos mismos anunciaron con
todo descaro, sin miedo, que Jesús había resucitado de entre los muertos: "Ustedes,
por manos de paganos, lo mataron en una cruz. Pero Dios lo resucitó rompiendo
las ataduras de la muerte" (Hch 2,23-24). "Mataron al autor de
la vida, pero Dios lo resucitó" (Hch 3,15).
Los
mismos apóstoles, antes temerosos, se ofrecen a sí mismos como testigos de
este hecho inaudito: "Lo mataron colgándolo de un madero, pero Dios lo
resucitó al tercer día, e hizo que se dejara ver, no de todo el pueblo, sino
de los testigos que él había designado, de nosotros, que hemos comido y bebido
con él después que resucitó de la muerte" (Hch 10,40-41). Hasta
hacen curaciones en nombre del Resucitado y lo justifican con toda claridad: "Quede
bien claro... que ha sido por obra de Jesús Mesías, el Nazareno, a quien
ustedes crucificaron y a quien Dios resucitó de la muerte" (Hch 4,10).
La
realidad de que Jesús está vivo llena a plenitud la vida de los primeros
cristianos. Son numerosas las manifestaciones de esta fe. Las encontramos con
frecuencia a lo largo de todo el Nuevo Testamento. Algunos de estos actos de fe
son anteriores a la misma redacción del Nuevo Testamento. Veamos algunos de
ellos.
Las
palabras que dicen los discípulos a los que vuelven de Emaús, seguramente son
sacadas por Lucas de una fórmula tradicional conocida por todos: "¡Es
verdad!: ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón" (Lc
24,34).
Aproximadamente
unos diez años después de la ejecución de Jesús, corría ya por las
comunidades cristianas un "credo" oficial en el que confesaban la
resurrección. Lo encontramos así en San Pablo: "Lo que les transmití
fue, ante todo, lo que yo había recibido: que el Mesías murió por nuestros
pecados, como lo anunciaban las Escrituras..." (1 Cor 15,3-5). El ritmo
de la fórmula denota que se trataba de un canto o un rezo habitual, ya antiguo,
pues Pablo escribe hacia el año 55 haciendo alusión a su visita anterior que
fue el 51. La fórmula podría ser del 40, o quizás del 35. Pablo no trata de
demostrar que Jesús ha resucitado; sólo les recuerda esta buena nueva en la
que han creído y les razona a partir de esta fe.
La
formulación más antigua del mensaje pascual podría resumirse así: "Dios
resucitó a Jesús de entre los muertos". Tal vez esta es la voz de la fe
pascual en estado naciente. Se piensa que así expresaban los cristianos su fe
desde los orígenes y de forma unánime. Veamos algunos textos más: "Cristo
fue resucitado de la muerte por el poder del Padre..." (Rm 6,4). "Tenemos
fe en el que resucitó de la muerte a Jesús Señor nuestro..." (Rm
4,25). "Si tus labios profesan que Jesús es Señor y crees de corazón
que Dios lo resucitó de la muerte, te salvarás" (Rm 10,9). En otro
texto para decir en qué consiste la conversión cristiana, Pablo utiliza una
antigua confesión de fe, que recoge la misma fórmula que la anterior: "Servir
al Dios vivo y verdadero, y aguardar la vuelta desde el cielo de su Hijo Jesús,
al que resucitó de la muerte..." (1 Tes 1,10).
Además
de las fórmulas de fe existen en los textos neotestamentarios diversos himnos
en los que se aclama en Jesús al Señor glorificado por Dios. Veamos el más
importante de ellos.
"Por
eso Dios lo encumbró sobre todo y le concedió el título que sobrepasa todo título;
de
modo que a ese título de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la
tierra y en el abismo, y toda boca proclame que Jesús, el Mesías,
es
Señor, para gloria de Dios Padre"
(Flp 2,9-11).
2.
EL HECHO DE LA RESURRECCIÓN
¿En
qué se fundamenta esta fe tan firme de los primeros cristianos? Nadie vio
directamente el hecho de la resurrección de Jesús, pues se trata de un hecho
que está más allá de la historia, tras la muerte, en la eternidad. Es un
hecho sólo captable en la fe. Jesús no volvió a la vida espacio-temporal que
tenía antes, como Lázaro o el joven de Naín.
Lo
que sucedió no fue la reanimación de un cadáver, sino la radical transformación
de la realidad terrestre de Jesús. Al resucitar, no recibe ya la misma vida de
la que disfrutó durante su existencia terrena. Resucitar no equivale a recobrar
la vida perdida, sino a disfrutar la vida en plenitud, la vida plena, que se
sustenta con la fuerza de Dios. En ese momento Jesús recibió, sin ninguna
limitación, la vida que le correspondía en cuanto Dios. Al morir, Jesús
"pasa al Padre", se sumerge en la vida del Padre, libre ya de toda
limitación que hasta ese momento lo circunscribía a un solo lugar y a un solo
tiempo.
La
resurrección de Jesús pertenece, pues, a los dominios exclusivos de la fe, no
constatable en sí misma por la experiencia humana. No existe ojo humano capaz
de percibir directamente la vida plena que fluye de Dios, que es la vida nueva
del Resucitado.
La
resurrección de Jesús tiene una conexión con la historia. Se trata de algo
realmente acontecido, cuyo protagonista fue Jesús muerto. Sin embargo, el
suceso rebasa por todas partes el puro plano histórico. La fuerza divina
infundida a Jesús muerto jamás podrá ser controlada por las ciencias
experimentales. Supera los horizontes de la historia, está más allá de la
historia, aunque ciertamente tiene una influencia decisiva en el proceso de la
historia humana. Pero para captar su contenido no basta apoyarse en datos históricos;
es preciso recurrir a la fe, fe que se nos da precisamente gracias al
Resucitado.
La
fe, pues, nos hace afirmar que Jesús vive hasta hoy y para siempre. Para ser
fieles al Nuevo Testamento esta afirmación ha de extenderse también a la
resurrección corporal de Jesús. El ser de Jesús ha sido devuelto
personalmente y por entero a la vida sin fin. El Resucitado es el mismo Jesús
de Nazaret, pero un Jesús plenamente realizado en la gloria. El alma inmortal
de Jesús volvió a tomar su cuerpo, con la particularidad de que, aunque
parezca tener una supervivencia que presenta analogías con la vida terrestre,
este cuerpo está dotado de propiedades que le hacen escapar a la condición
material y mortal.
Ciertamente
Jesús fue glorificado en su cuerpo histórico; por ello Cristo glorioso asumió
su cadáver, como parte que era de su cuerpo histórico. El modo preciso como lo
recuperó escapa a nuestro entendimiento. Tras la resurrección este cuerpo de
carne y hueso se transformó por completo en puro instrumento para su persona,
sin limitación de espacio, de tiempo, ni de materia. El cuerpo puesto en el
sepulcro no volvió al universo físico-químico al que pertenecía; fue asumido
plenamente por Cristo vivo que transforma el universo integrándolo en él.
Querer precisar más es aventurarse en el terreno de la hipótesis, olvidando
que la resurrección es objeto de fe y no de ciencia. El interés de la fe en
Cristo resucitado va por otro camino.
¿De
dónde nació la fe en Jesús resucitado? Ningún evangelista apoya esta fe en
el hecho del sepulcro vacío. El sepulcro vacío no era más que una invitación
a la fe. Pero nunca fue presentado como una prueba.
Lo
que realmente dio origen a la fe fueron las apariciones. Cuántas fueron las
apariciones del Resucitado, su lugar exacto y quiénes fueron los privilegiados
es difícil de determinar históricamente. En cuanto al modo de estas
apariciones, los Evangelios nos transmiten los siguientes datos: Son descritas
como una presencia real y carnal de Jesús. El come, camina con los suyos, se
deja tocar, oír y dialoga con ellos. Su presencia es tan real, que puede ser
confundida con la de un viajero, con un jardinero o con un pescador. Pero al
mismo tiempo su presencia tiene algo de nuevo, pues no se le reconoce a primera
vista, atraviesa paredes, aparece y desaparece de pronto. El resumen de este
mensaje podría ser: es él mismo, está vivo, pero de otro modo.
La
fe, pues, en la resurrección, es el fruto del impacto recibido por los apóstoles
ante las apariciones del Señor vivo. Esos hombres, torpes y acobardados, no
podrían haber inventado aquello. Los discípulos de Jesús son sinceros cuando
nos aseguran haber tenido la certeza realmente de haber visto a Jesús después
de su muerte pleno de nueva vida. Sin la realidad de las apariciones y la fe que
nació de ellas, jamás hubieran podido predicar la resurrección del
Crucificado. Sin "ese algo" que aconteció en Jesús, jamás hubiera
existido la Iglesia, ni culto, ni alabanzas a este profeta ajusticiado; no
hubiera existido esa multitud de hombres y mujeres que en aquel tiempo derramó
su sangre por la fe en el Resucitado. No es la fe de los discípulos la que
resucitó a Jesús, sino que es el Resucitado quien provoca la total e
inesperada sorpresa, y quien les lleva a creer en él tan plenamente que no
dudarán en morir afirmándolo. Era algo superior a ellos: "Nosotros no
podemos menos de contar lo que hemos visto y oído" (Hch 4,20).
3.
LA RESURRECCIÓN CONFIRMA LA VERDAD DEL DIOS DE JESÚS
El
misterio pascual pone al descubierto la alternativa de las divinidades. Los
dioses de la opresión dan muerte a Jesús y el verdadero Dios lo resucita, lo
devuelve a la vida, a la vida en plenitud.
Del
escándalo de la cruz ha surgido la novedad de lo imposible. Los discípulos
entendieron la absoluta novedad que tenía para ellos el hecho de que Dios
hubiera resucitado a Jesús de entre los muertos. Esa absoluta novedad
experimentada en ellos hace que se formule en la Iglesia primitiva la fe en
Dios, su aceptación de Jesús y su esperanza del Reino de Dios. Lo que hay de
imposible en esa novedad hace que desde la resurrección de Jesús acepten la
suprema e irrevocable revelación de lo que es Dios, lo que es Jesús, y lo que
son ellos mismos. De ahí que paulatinamente fuesen formulando esa novedad como
Dios Padre, Hijo y Espíritu, como veremos en el próximo capítulo.
Los
discípulos afirman que la cruz no fue el final de Jesús: él "vive"
y ha sido "exaltado" a la gloria del Padre. De esta forma afirman que
la vida y la causa de Jesús fue verdadera, y que aquello de lo que Jesús
hablaba, Reino de Dios y Dios del Reino, no pueden ser entendidos sin Jesús.
Puesto que Cristo triunfó, ha de triunfar también el proyecto por el que
entregó su vida. La resurrección habla de la verdad del "camino" de
Jesús; de la verdad del amor sufriente, del amor servicio. Autentifica la cruz.
Realiza el triunfo del amor.
Por
la resurrección Dios se muestra fiel a Jesús. Es realmente el Padre que no
abandona definitivamente al Hijo, sino que lo acoge en absoluta cercanía. Dios
triunfa sobre la injusticia, pues resucita a quien "ustedes
asesinaron" (Hch 2,23); por una vez, y plenamente, la víctima triunfa
sobre el verdugo. Dios muestra su poder no ya sólo sobre la nada, como en la
creación; sino también sobre la muerte. Desde aquel momento Dios adquiere una
nueva definición: Dios es "el que resucitó de la muerte a Jesús"
(Rm 4,24); y, universalizando la definición: "El que da vida a los
muertos y llama a la existencia a lo que no existe" (Rm 4,17).
En
el misterio pascual aparece la dialéctica dentro de Dios: fidelidad a la
historia entregando a Jesús y poder sobre la historia resucitándolo; un amor
eficaz en la resurrección y un amor creíble en la cruz.
Lo
que revela a Dios no es ni sólo el abandono de Jesús en la cruz, ni sólo su
acción en la resurrección, sino la fidelidad de Dios a Jesús en estos dos
acontecimiento unidos. Lo que revela a Dios es la resurrección del Crucificado,
la cruz del Resucitado. Esta dualidad de aspectos es la que permite conocer a
Dios como proceso abierto, y la que permite dar, sin banalizarlo, el nuevo y
definitivo nombre de Dios: "Dios es amor" (1 Jn 4,8.16). Sin la
resurrección el amor no sería el auténtico poder: sin la cruz el poder no sería
amor.
Dios
se sigue revelando en la historia a través de esta dialéctica y por ello no
desaparece su misterio, ni su nombre es todavía absolutamente definitivo. Sólo
al final, cuando haya desaparecido el último enemigo, la muerte, "Dios
lo será todo para todos" (1 Cor 15,28); cuando aparezca "un
cielo nuevo y una tierra nueva", donde "ya no habrá muerte, ni
luto, ni llanto, ni dolor, pues lo de antes ha pasado" (Ap 21,1.4).
Dios sigue presente en la historia y a la manera histórica; pero a través de
la resurrección de Jesús ha inaugurado ya la realidad definitiva y ésta se ha
convertido en promesa irrevocable para todos.
En
la resurrección de Jesús aparece la verdad del mismo Jesús: ¡El es
verdaderamente el Cristo y el Hijo! Esto es lo que afirma el Nuevo Testamento de
muy diversas formas. Durante su vida terrena Jesús aparece íntimamente
relacionado con el Padre y con su Reinado; en su resurrección se revela hasta
lo más profundo lo que es Dios y el Reino. Esa profundidad es tan nueva y tan
radical, que no puede ser ya pensada ni existir sin Jesús. Jesús pertenece
absolutamente a Dios y al Reino. Pertenece realmente a Dios (divinidad) y Dios
se manifiesta realmente en Jesús (humanidad).
4.
EL QUE RESUCITA ES EL CRUCIFICADO
Queremos
insistir en una verdad fundamental para nuestra fe: el Resucitado no es otro que
Jesús de Nazaret crucificado. Esta es una verdad fundamental porque fundamenta
la realidad de la resurrección y, de ahí, cualquier interpretación teológica
de ella.
Ya
vimos al comienzo de este capítulo cómo los discípulos unen casi siempre la
doble realidad muerte-resurrección. Dios resucita al Crucificado. Dan gran
importancia a la identificación de quién ha sido resucitado por Dios. El
Resucitado es precisamente el hombre que predicó la venida del Reino de Dios a
los pobres, denunció y desenmascaró las falsas divinidades, fue por ello
perseguido, condenado a muerte y ejecutado, y mantuvo en todo ello una radical
fidelidad a la voluntad de Dios y una radical confianza en el Dios a quien
obedecía. Quien así ha vivido y quien por ello fue crucificado, ha sido
resucitado por Dios, precisamente como respuesta de Dios a la acción criminal e
injusta de los hombres. Es el triunfo de la justicia de Dios.
Por
ello podemos afirmar, junto con San Pablo, que lo definitivamente diferencial
del cristianismo es literalmente "Jesús, el Mesías, y éste
crucificado" (1 Cor 2,2). No es sólo en cuanto resucitado y
glorificado, sino en cuanto crucificado-resucitado como Jesús se diferencia
inconfundiblemente de los muchos dioses grandilocuentes y de los héroes
divinizados de la historia. La cruz del Resucitado es el gran distintivo que
diferencia radicalmente a esta fe y a su Señor de todas las otras religiones,
ideologías y utopías, y sus respectivos señores. La cruz hace que esa fe esté
arraigada en la realidad de la vida concreta y en sus conflictos. La cruz, de
esta manera, separa la fe cristiana de la incredulidad y la superstición. La
cruz siempre a la luz de la resurrección y la resurrección, al mismo tiempo, a
la sombra de la cruz.
Cuanto
más se ahonda en la cruz tanto más se ahonda en la resurrección; cuanto más
profunda es la "contra esperanza" de la cruz, más viva es la
"esperanza" de la resurrección. En cambio, el olvido de la cruz es la
manera más radical de descristianizar la esperanza de la resurrección.
La
esperanza cristiana no es el optimismo que espera ingenuamente más allá de la
muerte, más allá de la injusticia y la opresión, sino que es esperanza contra
la muerte, contra la injusticia y la opresión. Cuando San Pedro pide al
cristiano que dé "razón de su esperanza" (1 Pe 3,15) se está
refiriendo a un ambiente concreto de persecución: habla a gente que está
padeciendo por hacer el bien (3,17). Es que la esperanza cristiana surge
precisamente en el momento en que pareciera tener que desaparecer, en el momento
en que el bien y el amor no triunfan.
Sólo
así la resurrección de Jesús es una buena noticia para los crucificados del
mundo, una buena noticia concreta y cristiana, y no abstracta e idealista. Además,
los crucificados de la historia son los que pueden captar más cristianamente la
resurrección de Jesús. Ellos pueden ver mejor que nadie en Jesús resucitado
al primogénito de entre los muertos, porque en verdad, y no sólo a nivel de
ideas, lo reconocen como hermano mayor. Por ello podrán tener el coraje de
esperar su propia resurrección y podrán tener ánimo ya en la historia, lo
cual supone un "milagro" análogo a lo sucedido en la resurrección de
Jesús.
La
resurrección de Jesús no sólo nos enfrenta con el problema de nuestra propia
muerte, sino con el de la muerte crucificada de muchos de nuestros hermanos. La
tragedia del hombre y el escándalo de la historia consiste en la realidad
existente hoy de muchos pueblos enteros convertidos en piltrafas y desechos
humanos, pueblos sin rostro ni figura, como el Crucificado. No hay que olvidar
que son hoy millones los que de diversas formas mueren como Jesús, "a mano
de los paganos", a mano de los modernos idólatras de la seguridad nacional
o de la absolutización de la riqueza. Muchos hombres mueren realmente
crucificados, asesinados, torturados, desaparecidos, por causa de la justicia. Y
otros muchos mueren la lenta crucifixión que les produce la injusticia
estructural.
La
necesaria esperanza, como condición de posibilidad de creer en la resurrección
de Jesús como futuro bienaventurado de la propia persona, pasa por la práctica
del amor histórico de dar ya vida a los que mueren en la historia. La lucha
decidida, perseverante, verdaderamente "contra esperanza", en favor de
la vida de los hombres, es la mediación cristiana para que se mantenga la
esperanza en la propia resurrección. La comunidad en la vida y destino de Jesús
es lo que da esperanza de que se realice también en nosotros lo que se realizó
en Jesús.
El
Reino de Dios se ha acercado y se ha hecho realidad en la resurrección de un
Crucificado; los crucificados en directo, y todos aquellos cuya muerte participe
de la semejanza de una crucifixión fruto del amor, pueden participar también
de la esperanza del Crucificado-Resucitado. Cuando la muerte propia es producto
de entrega por amor a los otros y a lo que en los otros hay de desvalido,
indefenso, producto de injusticia, sólo entonces se participa también en la
esperanza de la resurrección. No hay otro camino, que aceptar el escándalo de
Jesús: la Buena Nueva es para los pobres; la resurrección es para los
crucificados.
Por
ello para anunciar hoy la resurrección de Jesús hay que estar en verdad junto
a la cruz y junto a las innumerables cruces actuales. Desde los crucificados de
la historia, sin pactar con sus cruces, es desde donde hay que anunciar la
resurrección.
Cuando
la Iglesia está junto al Crucificado y los crucificados, sabe cómo hablar del
Resucitado, cómo suscitar una esperanza y cómo hacer que los cristianos vivan
ya como resucitados en la historia.
5.
VIVIR HOY LA RESURRECCIÓN DE CRISTO
La
resurrección de Jesús apunta al futuro absoluto, pero apunta también al
presente histórico. Su resurrección no le separa de la historia, sino que le
introduce en ella de una nueva forma; y los creyentes en el Resucitado deben
vivir ya como resucitados en las condiciones de la historia.
San
Pablo repite con frecuencia que la resurrección de Jesús lleva a nuestra
propia transformación, a partir de esta misma vida. "...Para que, así
como Cristo fue resucitado de la muerte por el poder del Padre, también
nosotros empezáramos una nueva vida... Así también ustedes ténganse por
muertos al pecado y vivos para Dios, mediante el Mesías Jesús" (Rm
6,4.11). "Murió por todos para que los que viven ya no vivan más para
sí mismos, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Cor
5,15).
Cuando
se trata de Cristo, Pablo habla ordinariamente de resurrección, e igualmente
cuando habla de la vida futura. Pero para el creyente que vive en este mundo
Pablo habla de "vida" y de "hombre nuevo". El no insiste
tanto en que el bautizado ha de "resucitar", sino en que ha de
"vivir" "una nueva vida". "Para eso murió el Mesías
y recobró la vida, para tener señorío sobre vivos y muertos" (Rm
14,9).
La
vida del creyente es la vida de Cristo. Jesús resucitado tiene relación
personal con cada uno de los creyentes. Por eso Pablo puede decir: "Vivo,
pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gál 2,20). Estas
palabras deben ser verdaderas para todo creyente. En cierto sentido, Pablo es
Cristo viviente. Se siente a sí mismo en relación íntima con Cristo, de quien
depende enteramente, sin el cual vivir ya no es vivir, y con el que todo se
vuelve amor.
Ahora
bien, este amor es el amor crucificado. He aquí lo que Pablo nunca olvida.
Rigurosamente hablando, no anuncia la resurrección; anuncia la cruz (1 Cor
1,23). Sólo que, para anunciar la cruz como acontecimiento de salvación, es
preciso que la resurrección haya tenido lugar y revele el sentido de la cruz.
Sin el activo y eficaz recuerdo del Crucificado, el ideal del hombre nuevo toma
un rumbo peligroso y anticristiano, como lo prueban ciertos movimientos carismáticos
que se salen de la historia o los hombres que miran la historia de arriba abajo
tratando de someterla a la fuerza. El camino hacia el hombre nuevo no puede ser
otro que el camino sufriente de Jesús hacia su resurrección.
Sería
un grave error pensar que sólo para Jesús fueron necesarias la encarnación y
la fidelidad a la historia, como si se nos ahorrase a nosotros lo que no se le
ahorró a él. Sería como pretender llegar a la resurrección de Jesús, sin
recorrer las mismas etapas históricas que recorrió él. La vida del hombre
nuevo sigue siendo esencialmente un proceso de seguimiento de Jesús.
El
contenido de ese proceso debe ser ya bien conocido. Se trata de la encarnación
en el mundo de los pobres, de anunciarles la Buena Noticia de Dios y su Reino,
de salir en su defensa, de denunciar y desenmascarar las falsas divinidades tras
las que se esconden los poderosos, de asumir el destino de los pobres, y, la última
consecuencia de esa solidaridad, la cruz. En esto consiste el vivir ya como
resucitados. Esto es el "hacerse hijos en el Hijo", que vino "a
servir y a dar la vida" (Mt 20,28). El Reino de Cristo se hace real en
la medida en que hay servidores como él lo fue. El hombre nuevo cree en verdad
que más feliz es el que da que el que recibe (Hch 20,35), que es más grande el
que más se abaja para servir (Mt 20,26).
El
señorío de Jesús se ejerce repitiendo en la historia el gesto de Dios que
resucita a Jesús: dando vida a los crucificados de la historia; dando vida a
quienes están amenazados en su vida.
La
resurrección se presenta en medio de nosotros como "el paso de
condiciones inhumanas a condiciones más humanas". Cualquier adelanto
fraterno en una comunidad es ese paso, en pequeño, de la muerte a la vida.
Avanzar en ser más personas, más unidos, más libres, es un caminar hacia la
resurrección, junto con Cristo resucitado. Caminar doloroso preñado de
esperanza. Todo lo que sea amor comunitario es triunfo vivo sobre la muerte del
egoísmo. Es ya la gran resurrección empezada.
La
resurrección entendida así no tiene nada de pasividad. Bajo ningún concepto
es alienante. Es una negativa a detenerse, a vivir marginados y explotados; es
una negativa a dejarse morir. Es paso de todas las formas de muerte a todas las
formas de vida. Es no contentarse con arrastrar la existencia, sino luchar por
vivir con entera responsabilidad. Luchar por hombres nuevos y un mundo nuevo,
con renovadas esperanzas, a pesar de todas las dificultades, pues el fin de toda
esclavitud está ya firmado por Dios en la resurrección de Cristo.
En
el Nuevo Testamento se recalca que el hombre nuevo es el hombre libre, y esa
libertad la da Jesús resucitado: "Para que seamos libres nos liberó el
Mesías" (Gál 5,1) "El Señor es el Espíritu, y donde hay Espíritu
del Señor, hay libertad" (2 Cor 3,17). Esta libertad, evidentemente,
nada tiene que ver con el libertinaje (Gál 5,13; 1 Pe 2,16), ni con el salirse
de la historia.
La
presencia del Resucitado produce la libertad del amor para servir, sin que nada
ponga límites al servicio, ni miedos, ni prudencias mundanas. Consiste en tener
la actitud del mismo Jesús que da su vida libremente, sin que nadie se la
quite.
Una
vida radicalmente libre para servir trae consigo su propio gozo, aun en medio de
los horrores de la historia. Ese gozo es señal de la presencia del Resucitado.
Por ello Pablo repite exultante que "ninguna criatura podrá privarnos
de ese amor de Dios, presente en el Mesías Jesús, Señor nuestro" (Rm
8,39). Esa libertad y ese gozo son la expresión de que vivimos ya como hombres
nuevos, resucitados en la historia. Son la expresión histórica entre nosotros
de lo que hay de triunfo en la resurrección de Jesús.
6.
EL MESÍAS HA RESUCITADO COMO PRIMER FRUTO DE LOS QUE DUERMEN
Hemos
visto que la esperanza humana se apoya en Jesús resucitado y que ya se está
realizando en todo hombre que cree en él. Pero la fe en el Resucitado nos lleva
más allá de la muerte. Desde el comienzo, los cristianos creyeron en la
resurrección de los muertos.
Si
Pablo cita la fórmula catequética que hemos visto en el apartado 1º, es para
fundar sobre ella la fe en la resurrección de los muertos: "Si de
Cristo se proclama que resucitó de la muerte, ¿cómo dicen algunos de ustedes
que no hay resurrección de muertos?" (1 Cor 15,12) "El mismo
que resucitó al Mesías dará vida también a sus seres mortales" (Rm
8,11).
El
mismo Pablo se pregunta "¿Y cómo resucitarán los muertos?, ¿qué
clase de cuerpo tendrán?" (1 Cor 15,35). Teniendo ante los ojos a Jesús
resucitado responde diciendo que el cuerpo resucita "incorruptible,
glorioso,... fuerte" (1 Cor 15,42-43), con una realidad totalmente
llena de Dios. El llega a decir que "resucita cuerpo espiritual"
(1 Cor 15,44).
"Cuerpo"
para la mentalidad de Pablo no significa la parte "material", distinta
al "alma". Cuerpo es el hombre todo entero (cuerpo-alma) como persona,
en su relación con los otros. Cuerpo es el hombre en su capacidad de comunicación.
Entendiéndolo
así, San Pablo insiste: "Esto corruptible tiene que vestirse de
incorrupción y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad" (1 Cor
15,53). A todo "esto", pues, a la totalidad de la existencia con sus
relaciones y proyectos, a todo lo que en "esto" vale, se le inyectará
una vida nueva. No es que Dios sustituya lo nuevo en lugar de lo viejo, sino que
lo viejo lo hace nuevo. Pablo pretende que a lo temporal, histórico y
perecedero se le cambien las propiedades para que lo mismo entre en lo
definitivo. No se trata de cambiar "nuestra morada terrestre, esta tienda
de campaña", por "una morada eterna". Por más raro que suene a
nuestros oídos, no. No es una sustitución, sino una añadidura: se trata de "revestirnos
encima la morada que viene del cielo... Sí, los que vivimos en tiendas de campaña
suspiramos angustiados, porque no querríamos quitarnos lo que tenemos puesto,
sino vestirnos encima, de modo que lo mortal quede absorbido por la vida"
(2 Cor 5,1-5).
La
resurrección potencializa al máximo el "cuerpo" humano como
capacidad de comunicación. Ya en la situación terrestre del hombre-cuerpo es
comunión y presencia, donación y apertura para los otros, pero de una manera
limitada: no podemos estar en dos lugares; estamos presos en el espacio y en el
tiempo; nos comunicamos a través de palabras y signos ambiguos. Por la
resurrección todos estos obstáculos son destruidos: reina total comunión;
absoluta comunicación con las personas y las cosas. El hombre-cuerpo se
transfigura en espíritu-corporal, hecho total apertura y comunicación. "Resucita
cuerpo espiritual", dice San Pablo, o sea, con una personalidad
plenamente realizada en todas sus dimensiones por el aliento vital y creador de
Dios; con una vida no problemática, no fallida en su realización; una vida en
la que es realidad plena la comunicación, la igualdad, la libertad, el amor.
Como
decíamos al comienzo de este apartado, la fe en nuestra resurrección se apoya
totalmente en la fe en la resurrección de Jesús. "De hecho, el Mesías
ha resucitado de entre los muertos como primer fruto de los que duermen"
(1 Cor 15,20). "Todos recibirán la vida...; como primer fruto el Mesías;
después, los del Mesías..." (1 Cor 15,23).
Jesús
resucitado es la "primicia", "el primer fruto", que anuncia
la cercanía de toda la cosecha. Pero en este caso no se trata de una
"primicia", un don que el hombre hace a Dios, sino de un regalo de
Dios a los hombres. Jesús resucitado es "primer fruto de los que
duermen", es decir, la primicia anunciadora de la resurrección de
todos los muertos. La resurrección de Jesús no sólo "representa" a
todas las resurrecciones, sino que las precede; abre el futuro en cuanto futuro
de vida, y no meramente en cuanto simple tiempo por llegar. Lo definitivo se ha
hecho ya futuro y la utopía se ha hecho promesa. Por eso, Cristo al resucitar
se hace "primogénito". Así se entiende la frase de Pablo: "si
no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado" (1 Cor
15,13). Quiere decir que si no hay cosecha, es que tampoco ha habido primicias,
puesto que en ellas ha de estar toda la cosecha. Pero si hubo primicias, ya está
segura la cosecha.
Gozamos
de la resurrección porque Jesús, que es primicia, ya la ha alcanzado
plenamente. Si el Primogénito ya ha nacido a una vida nueva, nosotros, a pesar
de que todavía damos patadas en el vientre materno deseando nacer a la vida
nueva, constatamos que ya desde ahora estamos encaminados hacia la plenitud, no
solamente "a ejemplo" de lo que le ha sucedido a Jesús, sino
precisamente porque ya le ha sucedido a Jesús: en el Primogénito está
presentado y ofrecido todo el pueblo. Jesús es primicia resucitada y, por tanto
"no le es posible no resucitar" a la totalidad contenida en él. La
plenitud de vida del Resucitado Primogénito tiene que vivificarnos, porque en
él se encuentra la totalidad del pueblo.
Por
Jesús y en Jesús todos estamos encaminados a vivir plenamente. Sólo si
libremente nos separamos de él, estamos muertos-para-siempre.
Resurrección
significa, pues, absoluta realización humana, pero ello se realizará gracias a
la total posesión de la persona por parte de Dios. Dios se hará carne en cada
uno de nosotros. En el cielo se concretizará la suprema vocación humana:
renunciar totalmente a sí mismo para ser todo de Dios.
7.
JESÚS RESUCITADO SIGUE VIVIENDO UNA ESPERANZA
Hemos
visto que la cruz no es la última palabra sobre Jesús, pues Dios lo resucitó
de entre los muertos. Pero su resurrección tampoco es la última palabra sobre
la historia, pues Dios no es todavía "todo para todos" (1 Cor
15,28).
Jesús
resucitado vive aún una esperanza. Sus hermanos y la patria humana (el
universo) todavía no han sido transfigurados como él. La lucha con el poder
del mal en el conflicto de la historia demuestra con claridad que todavía Dios
no es "todo para todos". Estamos aún en camino, rodeados de
flaquezas, ignominias y sufrimientos.
Pero
Jesús resucitado espera que el Reino de Dios que se concretó y empezó con él
llegue a un feliz término. El es Cabeza de la humanidad (Col 1,18; Ef 1,22-23);
y el cuerpo de la humanidad todavía no ha alcanzado la plenitud nueva y
definitiva de su Cabeza.
El
Resucitado es primogénito de una creación nueva, y ha de llegar a ejercer su
dominio sobre toda la creación, no sólo de derecho, sino también de hecho.
Mientras la primogenitura de Cristo no se ejerza sobre toda la creación, su
resurrección no habrá explotado todas sus posibilidades liberadoras. Ello
quiere decir que el hecho pascual continúa en cierto modo haciéndose. La
fuerza liberadora del Resucitado, lejos de agotarse, se va activando con el
tiempo, y nada ni nadie queda fuera de su radio de acción. Todo el mundo está
llamado a respirar aires crísticos.
Así
como los santos del cielo, según las palabras del Apocalipsis (6,11), tienen
que esperar "hasta que se complete el número de sus consiervos y
hermanos", así también espera Jesús a los suyos. El está preparándonos
un sitio en la casa de su Padre (Jn 14,2). Glorificado junto a Dios, "está
siempre vivo para interceder en su favor" (Heb 7,25), por su salvación
y por la transformación del cosmos. De este modo, Jesús resucitado sigue
viviendo una esperanza. Sigue esperando el crecimiento del Reino entre los
hombres. Jesús sigue esperando que la revolución por él iniciada, en el
sentido de una comprensión entre los hombres y Dios, del amor indiscriminado a
todos, penetre cada vez más profundo en las estructuras, del pensar, el actuar
y el planear humanos. Sigue esperando que el rostro del hombre futuro que
permanece obscurecido por el hombre presente se haga cada vez más claro. Espera
"llevar la historia a su plenitud: hacer la unidad del universo..., de
lo terrestre y de lo celeste" (Ef 1,10). Espera la construcción de "un
cielo nuevo y una tierra nueva en los que habite la justicia" (2 pe
3,13) de Dios. Mientras todo esto no haya triunfado aun totalmente, Jesús sigue
viviendo esta esperanza. Por eso todavía existe un futuro para el Resucitado.
Jesús
espera aún algo más, algo todavía no acabado ni realizado plenamente: la
resurrección de los muertos, hermanos suyos, la reconciliación de todas las
cosas con ellas mismas y con Dios y la transfiguración del cosmos. San Juan podía
decir con toda razón: "Todavía no se ve lo que vamos a ser"
(1 Jn 3,2). La muerte, con sus dragones y sus bestias, todavía no ha sido
derrotada del todo. Pero llegarán a oírse estas palabras verdaderas: "Lo
de antes ha pasado... Ahora todo lo hago nuevo" (Ap 21,4-5). Lo que ya
está fermentado en la creación se hará realidad.
La
situación de éxodo, que es la permanente en este mundo en cambio, será
transformada en una situación de casa paterna con Dios: "Noche no habrá
más, ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará
luz sobre ellos y serán reyes por los siglos de los siglos" (Ap 22,5).
A través de Jesucristo tenemos esta esperanza y esta certeza porque "en
su persona se ha pronunciado el sí a todas las promesas de Dios" (2
Cor 1,20).
Mientras
seguimos este camino, tenemos el rostro vuelto al futuro, hacia el Señor que
llega, repitiendo las palabras del primer catecismo de la Iglesia primitiva, la
Didajé: "¡Que venga tu gracia y pase por este mundo! Amén... ¡Maranatá!
¡Ven, Señor Jesús! ¡Amén!" (Ap 22,20).
También
nosotros debemos vivir de esta misma esperanza de Cristo, convencidos de que lo
importante no es el presente solo, ni el futuro solo; lo importante es el
presente en función del futuro, que ya ha empezado a ser realidad en
Jesucristo. Para ello contamos con la fuerza del Espíritu del Resucitado (Rm
8,11).
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