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El
sufrimiento
como
modo de ser
de
Dios
Hoy
en día, subidos a las nubes rosadas de las teorías abstractas, hemos perdido
la capacidad del asombro. Nos parece normal la visión de la imagen del
Crucificado, y afirmamos con toda tranquilidad que ese crucificado es Dios que
"murió por nuestros pecados". Necesitamos redescubrir la vivencia de
la admiración y el asombro ante la verdad histórica de la muerte horrenda del
Hijo de Dios a manos de los que se decían creer en Dios.
1.
¿PUEDE SUFRIR DIOS?
Por
mucho tiempo, siguiendo los principios de la filosofía griega, casi todos los
cristianos han creído que Dios no puede sufrir. La divinidad, según ellos, no
puede padecer; si sufriera no sería Dios.
Pero
en la Biblia se presenta Dios de una manera muy diferente. El núcleo del
mensaje cristiano es la pasión y muerte de Jesús, y sabemos por la fe que el
Crucificado es Dios. Además, el sacrificio del Hijo de Dios por la reconciliación
del mundo se renueva cada día en la Eucaristía. La conmemoración de la pasión-resurrección
de Cristo por la palabra y sacramento ha alimentado siempre la fe cristiana en
Dios.
Pero,
¿de qué modo Dios está comprometido en la historia de la pasión de Cristo?
¿Cómo es posible que la fe cristiana considere la pasión de Cristo como
revelación de Dios, si la divinidad no puede padecer? ¿Dios hace sufrir al
hombre Jesús por nosotros o es que Dios mismo sufre en Cristo por nosotros?
Si
Dios fuera incapaz de padecer, la pasión de Jesús sería meramente una
tragedia humana. Es más, el que sólo vea en la pasión el sufrimiento de un
buen hombre, llamado Jesús de Nazaret, corre el peligro de considerar a Dios
como un poder celestial frío, antipático y cruel. Ello sería destruir la fe
cristiana.
Por
eso muchos teólogos actuales se ven obligados a implicar a Dios en la pasión
de Cristo y a descubrir esta pasión en el seno mismo de Dios. La misma piedad
cristiana tradicional siempre ha adorado al Crucificado como Dios y ha hablado
sin problemas de la "pasión de Dios".
Hagamos
algunas distinciones. Dios ciertamente no puede sufrir al estilo de los humanos.
A él no le puede venir ningún sufrimiento inesperado, como fatalidad o
castigo. El no está sujeto al dolor al modo de la criatura limitada y
perecedera.
Pero
esto no quiere decir que Dios no pueda padecer de ninguna manera. Si Dios fuera
impasible en absoluto, seguramente sería incapaz de amar. Sería capaz de
amarse a sí mismo, pero no a sus criaturas. Pero si Dios es capaz de amar a
otros, está expuesto a los sufrimientos que le acarreará este amor; aunque el
mismo amor no le permite sucumbir al dolor. Dios no sufre, como la criatura, por
faltarle algo. En ese sentido él es impasible. Dios padece por efecto de su
amor, que es el desbordamiento de su ser. En este sentido Dios parece estar
sujeto al sufrimiento.
Los
judíos en el Antiguo Testamento se tomaron en serio el tema del sufrimiento
divino. Dios es libre y no está sometido al destino. Pero, movido por el amor,
se comprometió en una Alianza. El es "Dios de los dioses" y al mismo
tiempo es el Dios aliado del pequeño pueblo de Israel. Reina en el cielo y vive
a la vez entre los seres inferiores y humillados. En la Alianza Dios se vuelve
vulnerable: vive las experiencias de Israel, sus triunfos, sus pecados, sus
sufrimientos. Su existencia y la historia del pueblo están estrechamente
ligadas. Dios tiene una relación libre y apasionada con sus criaturas.
El
Eterno toma en serio a los hombres, hasta el punto de sufrir con ellos en sus
luchas y de sentirse herido por sus pecados. Según cuentan los profetas, Dios
siente amor por su pueblo como un amigo, como un padre (Os 11,1-9; Mal 3,17; Sal
102,13), o una madre (Is 49,15-16; 66,13), y hasta como un amante decepcionado (Ez
16; Is 54,4-10; Os 2,6-7). El Dios del universo se comporta como padre "paciente
y misericordioso" (Sal 102,8), que sabe sufrir a su modo. El sabe lo
que es padecer el sufrimiento del amor: "Cada vez que le reprendo... se
me conmueven las entrañas y cedo a la compasión" (Jer 31,20). "Me
da un vuelco el corazón y se me revuelven todas las entrañas" (Os
11,8), hacen decir los profetas al mismo Dios.
Decir
que Dios es amor es decir que es vulnerable. Dios ama y, por tanto, puede ser
correspondido o puede ser rechazado. Y la historia muestra duramente la gran
capacidad del hombre para rechazar el amor. Eso no le es indiferente a Dios. El
sufre por el rechazo del amor.
Sin
embargo, el amor no quiere el sufrimiento. El amor quiere la felicidad del otro
y sigue amándolo aunque él se niegue a amar. Asume su dolor porque lo ama y
quiere compartirlo con él. Tal es el sufrimiento de Dios, fruto del amor y de
su infinita capacidad de solidaridad.
Centrémonos
en el próximo apartado y en los siguientes en el misterio de amor que es la
cruz de Cristo.
2.
EL ESCÁNDALO DE UN DIOS CRUCIFICADO
En
el Antiguo Testamento descubrieron a Dios a través de la historia. Como
acabamos de insinuar, Dios acompañaba a su pueblo en su marcha y en su sufrir.
Pero con Jesús Dios viene a nuestro encuentro en la debilidad de una criatura,
que puede sufrir, que sabe lo que significa ser tentado, llorar la muerte de un
amigo, ocuparse de los hombres insignificantes; que puede ser calumniado e
insultado, condenado y ajusticiado.
El
rostro del Dios cristiano no es ya el de un todopoderoso, sino el de un tododébil,
porque su amor, la omnipotencia de su amor, lo ha introducido en la debilidad.
El Dios de Jesús es un Dios débil. El amor, que supone dar y darse, debilita.
De ahí que el símbolo del amor de Dios no sea el trono sino la cruz. Al Dios
cristiano se le juzga, se le escupe a la cara y se le ejecuta como a un
cualquiera. Y para convertirse a este Dios es necesario convertirse aquí y
ahora a los crucificados de este mundo. Pues el Dios llamado desde siempre
omnipotente se ha convertido en omnidébil. La omnipotencia de Dios consiste en
poder superarlo todo, no en poder evitarlo todo.
Hablar
del misterio cristiano es hablar de la cruz del Mesías, "la locura de
Dios" y "la debilidad de Dios" (1 Cor 1,25), que es
aceptada y vivida por "lo débil..., lo plebeyo... y lo despreciado del
mundo" (1 Cor 1,28).
La
cruz de Cristo cuestiona y desautoriza nuestro conocimiento "natural"
de la divinidad. La divinidad crucificada en Jesús se aparta y quiebra nuestras
concepciones del Dios de la naturaleza o de las religiones espontáneas. El Dios
de la cruz nos sorprende. Pone al revés las jerarquías de nuestros valores.
Choca con nuestra imaginación. Es el escándalo de la cruz. El corazón
inquieto, del que habla San Agustín, no es lo que nos hace encontrar a Dios: la
cruz de Jesús es lo que inquieta nuestro corazón. La teología natural se
mueve en la esfera de la pregunta por Dios. La cruz no es respuesta, sino
inquietar, abrir el corazón a otro modo de preguntar, a otro modo de conocer, a
otro modo de vivir.
La
cruz no es respuesta, sino una nueva forma de preguntar, la invitación hacia
una actitud radicalmente nueva hacia Dios. Desde la cruz no es tanto el hombre
quien pregunta por Dios, sino que en primer lugar el hombre es preguntado acerca
de sí mismo, de su interés en conocer y defender una determinada forma de
divinidad.
El
Dios de Jesús no es el Dios de los triunfadores. Es el Dios de los que entregan
su vida a una causa y fracasan, el Dios de los torturados, el de los mártires,
el Dios de los profetas asesinados, el de los dirigentes encarcelados, el de los
pastores que entregan su vida por las ovejas. Sólo los que en la entrega total
pueden dar un grito desesperado de esperanza revelan cómo es Dios.
El
Dios de Jesucristo es el Dios que destruye y convierte en idolátricas todas las
imágenes de Dios al estilo de los poderosos. El Dios de Jesús sufre la muerte
de su Hijo en el dolor de su amor. Por tanto, en Jesús Dios es también
crucificado y muere. Esto es verdaderamente una locura para los sabios, un escándalo
para los piadosos y algo muy incómodo para los poderosos. "De hecho, el
mensaje de la cruz para los que se pierden resulta una locura" (1 Cor
1,18). "Nosotros predicamos un Mesías crucificado, para los judíos un
escándalo y para los paganos una locura" (1 Cor 1,23).
En
la historia de la Iglesia y de la teología con frecuencia ha habido una
tendencia a pasar por alto este escándalo de la cruz de Cristo. Muchas veces se
presupone una concepción de Dios que no se deriva de la cruz. Sin embargo ahora
y siempre, la muerte de Jesucristo en la cruz es la piedra de toque para la fe
cristiana. ¡Pero cuán difícil es mantener el escándalo de la cruz!
Para
que la cruz no escandalice, no cuestione, se le ha quitado su historia. Se
considera la muerte de Jesús aislada de su vida, sin tener en cuenta las causas
que le llevaron al patíbulo. Se ignora la relación íntima que existe entre el
anuncio del Dios de Jesús y su Reino, la denuncia de toda opresión y la muerte
de Jesús. Se presupone que la salvación consiste en el perdón de los pecados
solamente, sin mencionar la más amplia concepción bíblica de salvación como
Reino de Dios.
Es
horrendo que hablemos de la cruz más que del Crucificado. Nos quedamos en el
"culto" a la cruz, sin preocuparnos de seguir realmente a Jesús
crucificado: Así la cruz de Jesús queda desvirtuada, sin valor alguno; le
quitamos su fuerza. Se convierte en un adorno, en una alhaja y hasta en una señal
de poder.
El
mecanismo fundamental para quitar su fuerza a la cruz de Cristo consiste en
olvidar que quien muere en la cruz es el Hijo de Dios, y en este sentido en
ignorar cómo le afecta la cruz al mismo Dios.
En
la cruz de Jesús el mismo Dios está crucificado. El Padre sufre la muerte del
Hijo y asume en sí todo el dolor de la historia. Así, en esta íntima
solidaridad con el hombre se revela como el Dios del amor, que desde lo más
negativo de la historia abre un futuro y una esperanza.
La
única omnipotencia que Dios posee y que revela en Cristo es la omnipotencia del
amor doliente. Dios no es otra cosa que amor; por eso el Calvario es la revelación
ineludible de su amor en un mundo de males y sufrimientos. Dios es amor; el amor
capacita para el sufrimiento, y la capacidad de sufrimiento se consuma en la
entrega y en la inmolación.
En
Jesús se manifestó el Padre paciente y doliente, no el omnipotente; Dios Padre
con la congoja y la impotencia de todo Padre, que oculta la fuerza del amor; el
Dios generoso, doliente, crucificado: Cristo desnudo, llagado, ensangrentado,
pero invencible.
El
Dios vivo es el Dios amante, que demuestra su vitalidad en el sufrimiento. Dios
se nos revela porque sufre y porque sufrimos; porque sufre exige nuestro amor, y
porque sufrimos nos da el suyo y cubre nuestra congoja con su congoja eterna e
infinita.
Este
fue el escándalo del cristianismo entre judíos y griegos, y éste, que fue su
escándalo, el escándalo de la cruz, sigue siéndolo aún entre cristianos: el
de un Dios que se hace hombre para padecer y morir, y resucitar por haber
padecido y muerto; el de un Dios que sufre y muere. Y esta verdad de que Dios
padece, ante la que se sienten aterrados los hombres, es la revelación de las
entrañas mismas de Dios. Es la revelación de lo divino del dolor...
3.
EN LA CRUZ DIOS REVELA LA FORMA MÁS SUBLIME DEL AMOR
Sin
la cruz, Dios estaría por una parte y nosotros por otra. Pero por la cruz Dios
se pone al lado de las víctimas, de los torturados, de los angustiados, de los
pecadores. La respuesta de Dios al problema del mal es el rostro desfigurado de
su Hijo, "crucificado por nosotros".
La
cruz nos enseña que Dios es el primero que se ve afectado por la libertad que
él mismo nos ha dado: muere por ella. Nos descubre hasta dónde llega el
pecado, pero al mismo tiempo nos descubre hasta dónde llega el amor. Dios no
aplasta la rebeldía del hombre desde fuera, sino que se hunde dentro de ella en
el abismo del amor. En vez de tropezar con la venganza divina, el hombre sólo
encuentra unos brazos extendidos.
El
pecado tiende a eliminar a Dios; Dios se deja eliminar, sin decir nada. En
ninguna parte Dios es tan Dios como en la cruz: rechazado, maldecido, condenado
por los hombres, pero sin dejar de amarlos, siempre fiel a la libertad que nos
dio, siempre "en estado de amor". En ninguna parte Dios es tan
poderoso como en su impotencia. Si el misterio del mal es indescifrable, el del
amor de Dios lo es más todavía.
Cristo
en cruz logra poner en el mundo un amor mucho más grande que todo el odio que
podemos acumular los hombres a lo largo de la historia. La cruz nos lleva hasta
un mundo situado más allá de toda justicia, al universo del amor, pero de un
amor completamente distinto, que es misterio, porque está hecho "a la
medida de Dios".
La
cruz de Cristo y la muerte de Dios son el colmo de la sinrazón; la victoria más
asombrosa de las fuerzas del mal sobre aquél que es la vida. Pero al mismo
tiempo es la revelación de un amor que se impone al mal, no por la fuerza, no
por un exceso de poder, sino por un exceso de amor que consiste en recibir la
muerte de manos de las personas amadas y en sufrir el castigo que se merecen con
la esperanza de convertir al amor su amor rebelde. La omnidebilidad de Dios se
convierte entonces en su omnipotencia. "Las aguas torrenciales no podrán
apagar el amor, ni anegarlo los ríos" (Cant 8,7).
Dios
Padre no destroza a los hombres que atacan a su Hijo porque los ama a pesar de
todo. Y por eso el Nuevo Testamento dice que el Padre "no se reservó a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros" (Rm 8,32). A
pesar de los pesares, Dios está de tal forma de parte de los hombres, que el
mismo gesto que el hombre realiza contra él, la misma mano que el hombre
levanta contra él, las convierte en bendición para el mismo hombre.
Por
eso la cruz de Cristo nos enseña que no se trata de cerrar los ojos a la
realidad negativa del mundo, sino de negar la realidad con los ojos bien
abiertos. Porque, en definitiva, la sabiduría de la cruz enseña simplemente
esto: que el objeto del amor de Dios no es el superhombre, sino estos hombres
concretos y pobres que somos nosotros. El mundo nuevo no lo crea Dios
destruyendo este mundo viejo, sino que lo está haciendo con este mundo y a
partir de él. El hombre nuevo no lo realiza creando a otros hombres, sino con
nuestro barro de hombres viejos. Es a este hombre así desenmascarado a quien
Dios ama. Y el realismo de la cruz lleva entonces a no extrañarse de nada, pero
nunca lleva a rendirse. La desconfianza nos hace críticos, pero nos hace
igualmente tesoneros.
La
seguridad de la aceptación de nuestra miseria por parte de Dios facilita la
salida de ella, porque nos la pide la experiencia del amor de Dios: "Ninguno
te ha condenado" porque "tampoco yo te condeno"; por
eso "en adelante no vuelvas a pecar" (Jn 8,10-11).
En
la cruz no sólo aparece la crítica de Dios al mundo, sino su última
solidaridad con él. Dios se deja afectar por lo negativo, la injusticia y la
muerte. "Abandona" a su Hijo (Mc 15,34) pero no abandona a la
humanidad. En la cruz de Jesús Dios estaba presente (2 Cor 5,19-21), estando al
mismo tiempo ausente. Estando ausente para el Hijo, estaba presente para los
hombres. Y esa dialéctica de presencia y ausencia explica en lenguaje humano
que Dios es amor; un amor no expresado idealísticamente, sino bajo condiciones
históricas muy concretas.
En
la muerte del Hijo la muerte le afecta a Dios mismo, no porque él mismo muera,
sino porque sufre la muerte del Hijo. Pero Dios sufre para que viva el hombre, y
esa es la expresión más acabada del amor. En la resurrección de Jesús se
revelará Dios como plenitud de gozo, pero en la cruz el amor se hace creíble.
La
cruz es el lugar en el que se revela la forma más sublime del amor; donde se
manifiesta su esencia. Amar al enemigo, al pecador, poder estar en él,
asumirlo, es obra del amor, es amar de la forma más sublime.
En
la cruz aparece la estructura interna de Dios mismo. El amor eterno entre el
Padre y el Hijo se ve mediado históricamente en presencia del mal y por ello
toma forma paradógica del abandono. Pero de ese amor trinitario, hecho
historia, surge la fuerza para que la historia externa pueda ser historia de
amor y no de dominación. Por eso el Espíritu, que en Dios mismo es el fruto
del amor entre el Padre y el Hijo, se hace presente como Espíritu de amor para
liberar en la historia como la forma histórica del amor.
La
obra del Espíritu es introducir a los hombres en la misma actitud de Dios hacia
el mundo, que es actitud de amor, pero en un mundo dominado por el pecado, y por
ello conflictivo. Obra del Espíritu es hacernos participar en la vida misma de
Dios, siguiendo el camino de Jesús; es hacer real en la historia el amor de
Dios manifestado en la cruz.
El
Espíritu se hace historia de liberación, que es la forma histórica que toma
el amor. Este Espíritu incorpora a los hombres al Hijo y los hace como él. Es
decir, pone en el hombre la misma actitud de Dios hacia el mundo, que es actitud
de liberación y amor. Pero como el mundo está en conflicto, participamos históricamente
en la lucha contra la injusticia desde dentro, es decir, en solidaridad con los
explotados y golpeados por el mal.
El
seguimiento de Jesús, el tomar "su camino", es estar en el proceso
trinitario. Lo que nos hace hijos de Dios es el participar en el proceso de Dios
por el seguimiento de Jesús. Por eso se dice justamente que "por la cruz
hemos sido salvados". Esto no se puede entender sólo por las ideas. Es
necesario conocerlo desde dentro. El amor salvífico de Dios se conoce solamente
participando históricamente en la cruz de Cristo. Ahí conocemos la vocación a
que hemos sido llamados. No se conoce a Dios fuera del proceso de liberación.
El hombre que participa en la praxis por la justicia ese es el seguidor de
Cristo.
Dios
permitió el pecado para que su amor apareciera y superara todo lo previsible. "Así
demostró Dios su amor al mundo: dando a su Hijo único" (Jn 3,16).
Este amor se comprende desde la cruz. En la solidaridad de Dios con el dolor
humano. Así se comprende que "Dios es amor" (1 Jn 4,8). Al
interior del proceso liberador. Ahí es donde se comprende la gratuidad del don
de Dios. Gratuitamente tomó nuestra debilidad y pobreza para enriquecernos. Una
gratuidad y don que se capta cuando el hombre se hace donación; cuando el
hombre participa en el sufrimiento del explotado. En esa donación está el don
gratuito de Dios.
4.
LA ESPIRITUALIDAD DE LA CRUZ EN EL SEGUIMIENTO DE JESÚS
Lo
que solemos llamar "la cruz" o "las cruces" no es otra cosa
que los sufrimientos y contradicciones de la vida. Cruz es lo que limita la vida
(las cruces de la vida), lo que hace sufrir y dificulta el caminar a causa de la
imperfección o la mala voluntad humana.
De
suyo, las cruces no tienen ningún valor en sí. Son una experiencia humana
negativa, de la que nadie se puede escapar. Pero con Jesús el sufrimiento
humano ha encontrado sentido. No es que él nos haya enseñado a eliminar la
cruz o le haya dado un valor a la cruz en sí misma, sino porque le ha dado un
valor santificante liberador. Desde Jesús toda cruz puede encontrar un lugar en
la construcción del Reino de Dios.
Gracias
a Jesucristo, el hecho de la cruz puede ser tomado como una dimensión de la
espiritualidad. Por eso su llamado a "cargar la cruz" (Mt
10,38) para poder seguirle: "Quien no carga con su cruz y se viene detrás
de mí, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,27). Sólo siguiendo a
Cristo, la cruz nos hace crecer en la vida según el Espíritu. Por eso podemos
afirmar que no existe propiamente una espiritualidad de la cruz, sino una
espiritualidad de seguimiento del Crucificado. La espiritualidad de la cruz no
es meramente la aceptación de la tristeza, del dolor; no es pasividad y
resignación. La cruz no se busca en sí misma; pero se la encuentra ciertamente
en la medida en que seguimos a Jesús. Nuestras cruces no tienen sentido si no
nos incorporamos por ellas a la cruz de Cristo. No todo sufrimiento es específicamente
cristiano, sino el que nace del seguimiento de Jesús.
Por
eso es de suma importancia entender cómo soportó Jesús la cruz.
El
no buscó la cruz por la cruz. Buscó el espíritu que hace evitar que se
produzca la cruz para uno mismo y para los demás. Predicó y vivió el amor.
Quien ama y sirve no crea cruces para los demás con su egoísmo. El anunció la
Buena Nueva de un Dios que es amor para todos, especialmente para con los
despreciados. Se comprometió por el Reinado de este Dios. Y el mundo se cerró
a él; puso cruces en su camino y acabó alzándolo en el madero de la cruz. La
cruz fue la consecuencia de un anuncio que cuestionaba y de una acción
liberadora. El no huyó, no contemporizó, no dejó de anunciar y testimoniar,
aunque eso le costase ser crucificado. Siguió amando a pesar del odio. Asumió
la cruz en señal de fidelidad a Dios y a los hombres.
Según
el ejemplo de Jesús, ¿en qué, cosiste, pues, la espiritualidad cristiana de
la cruz?
a) En primer lugar se trata de comprometerse,
siguiendo a Jesús, a fin de que se vaya construyendo un mundo en el que sea
menos difícil el amar, la paz, la fraternidad, la apertura y la entrega a Dios.
Esto implica la denuncia de situaciones que engendran odio, división y ateísmo
en términos de estructuras, valores, prácticas e ideologías. Implica también
el anuncio y la realización, con hechos concretos, de la justicia, la
solidaridad y el amor en la familia, en las escuelas, en el sistema económico,
en las relaciones políticas. Este compromiso acarrea como consecuencia crisis,
confrontaciones y sufrimientos. Aceptar la cruz proveniente de esta lucha y
cargar con ella lo mismo que cargó con ella el Señor, forma parte integral del
compromiso cristiano. La cruz que hay que soportar en este empeño, la cruz con
la que hay que cargar en ese camino, son un sufrimiento y un martirio por Dios y
por los hermanos.
b) Cargar con la cruz tal como lo hizo Jesús
significa, por consiguiente, solidarizarse con los crucificados de este mundo:
los que sufren violencia, los que son empobrecidos, deshumanizados y ofendidos
en sus derechos. Defenderlos, ayudarles a abrir los ojos y organizarse, atacar
todo lo que los convierte en infrahombres, asumir la causa de su liberación,
sufrir por ella: en eso consiste cargar con la cruz de Jesús. La cruz de Jesús
y su muerte fueron consecuencia de ese compromiso a favor de los desheredados de
este mundo.
Sólo
en la solidaridad con los crucificados se puede luchar contra la cruz; sólo
desde la identificación con los atribulados por la vida se puede efectivamente
liberar de las tribulaciones. No fue otro el camino de Jesús, la vía del Dios
encarnado.
El
cristiano solidario con los pobres es el que como Pablo ama la cruz de Cristo,
es decir, la lucha por la justicia a través del amor sufriente. Amor sufriente
que entraña la radicalidad de un dar la vida por el otro. La praxis de liberación
tiene sabor de cruz y de eficacia que sólo conoce el que ama al prójimo.
c) La solidaridad con los crucificados de este
mundo, en los que está presente Jesús, lleva consigo la necesidad de dar
vuelta a lo que el sistema opresor considera como bueno. El sistema dice: los
que asumen la causa de los pobres son gente subversiva, enemigos de la
"justicia y del orden", maldecidos por la religión y abandonados por
Dios. Los que cargan la cruz de Cristo se oponen tenazmente a este sistema y
denuncian sus falsos valores y prácticas, que no son sino un ordenamiento del
desorden. Lo que el sistema llama justo y bueno, en realidad es injusto,
discriminatorio y malo.
El que sigue a Jesús desenmascara el sistema y por
eso sufre violencia de su parte. Sufre a causa de una injusticia mayor, sufre en
razón de otro orden: la justicia y el orden de Dios. Sufre sin odiar; soporta
la cruz sin huir de ella. La carga por amor a la verdad y a los crucificados por
los que ha arriesgado la seguridad personal y la vida. Así hizo Jesús. Su
seguidor sufre también como "maldito", cuando en realidad está
siendo bendecido; muere "abandonado", cuando en verdad ha sido acogido
por Dios. De este modo Dios confunde la sabiduría y la justicia de este mundo.
d) La cruz tiene una significación particular para
los sufrientes, los oprimidos y sufridos. Para ellos, el mensaje de la crucifixión
consiste en que Jesús nos enseña a sufrir y a morir de una manera diferente,
no a la manera de la resignación, sino en la fidelidad a una causa llena de
esperanza. No basta cargar la cruz; la novedad cristiana es cargarla como
Cristo, llevando el compromiso hasta el extremo: "No hay amor más
grande que dar la vida por los amigos" (Jn 15,13).
Las
dos palabras que quizás más utiliza el Nuevo Testamento cuando habla de la
vida práctica son audacia y aguante. Aguante a prueba de bomba, como del que ya
no espera nada. Audacia también a toda prueba, como del que ya ha pasado todo
lo malo. La cruz, efectivamente, lleva a la resignación, pero es la resignación
del que no se resigna.
e) No se puede cargar la cruz de Cristo si uno no
se domina a sí mismo. "El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí
mismo, que cargue con su cruz y entonces me siga" (Mt 16,24). Porque
estamos arraigados en el egoísmo y la tendencia al pecado, el camino para
seguir a Jesús es un camino de superación, de "muerte al hombre
viejo" (Rm 6,6), de renunciar a vivir "según la carne"
(Mt 18,8). No es posible la cruz del compromiso, sin esta otra forma de cruz que
es la renuncia a nosotros mismos. No es posible un amor extremo a los demás si
uno no está totalmente descentrado de sí mismo. El centro ha de ser Dios, y no
uno mismo; y eso no se consigue sin "negarse a sí mismo".
f) Sufrir y morir siguiendo de este modo al
Crucificado es ya vivir. Al interior de esta muerte en cruz existe una vida que
no puede ser aniquilada. Está oculta en la muerte. No es que venga después de
la muerte, sino que está ya dentro de la vida de amor, de la solidaridad y de
la valentía para soportar y morir. Por eso la elevación de Jesús en la cruz
es también su glorificación. Vivir y ser crucificado de este modo por la causa
de la justicia, que es la causa de Dios, es vivir. Por eso el mensaje de la pasión
va siempre unido al mensaje de la resurrección. Los que murieron por la
insurrección en contra del sistema de este mundo y se negaron a entrar "en
los esquemas de este mundo" (Rm 12,2), son los que experimentan la
resurrección. Pues la insurrección por la causa de Dios y del prójimo es ya
resurrección.
Predicar
hoy el seguimiento de Jesús en la cruz es anuncio de que se acerca la
resurrección, la victoria que llegará por hacer cada vez más imposible el que
unos hombres continúen crucificando a otros hombres. Es vivir a partir de una
Vida que la cruz no puede ya crucificar. Lo único que la cruz puede hacer es
convertirla en más victoriosa.
Predicar
la cruz, pues, significa seguir a Jesús. Y seguir a Jesús es per-seguir su
camino, pro-seguir su causa y con-seguir su victoria.
5.
LA CERCANÍA DE LA CRUZ HACE CREÍBLE EL PODER DEL RESUCITADO
Los
crucificados de la historia esperan la salvación. Y saben que para ello es
necesario el poder; pero desconfían de lo que sea puro poder, ya que éste
siempre se les ha mostrado contrario a lo largo de la historia. Lo que desean es
un poder que sea realmente creíble. Ellos no creen en simples promesas: no les
dan esperanza.
¿Es
creíble el poder de Dios para el pueblo crucificado? Para responder a esto es
necesario volver de nuevo a Jesús crucificado y reconocer en él la presencia
de Dios y la expresión del amor de Dios que entrega a su Hijo por amor.
En
la cruz de Jesús aparece en primer lugar la impotencia de Dios. Esa impotencia,
por sí misma, no causa esperanza, pero hace creíble el poder de Dios que se
mostrará en la resurrección. La razón está en que la impotencia de Dios es
expresión de su absoluta cercanía a los pobres y de que comparte hasta el
final sus sufrimientos. Si Dios estuvo en la cruz de Jesús, si compartió de
ese modo los horrores de la historia, entonces su acción en la resurrección es
creíble, al menos para los crucificados. El silencio de Dios en la cruz no es
escándalo para los crucificados, pues a ellos lo que realmente les interesa
saber es si Dios estuvo también en la cruz de Jesús. Si así es, ha llegado a
su cumbre la cercanía de Dios a los hombres, iniciada en la encarnación. La
cruz es la afirmación tajante de que nada en la historia ha puesto límites a
la cercanía de Dios a los hombres. Sin esa cercanía, el poder de Dios en la
resurrección correría el peligro de no ser creíble para los crucificados de
este mundo. Pero con esa cercanía pueden realmente creer que el poder de Dios
es Buena Nueva, porque es amor.
Dios
asume la cruz en solidaridad y amor con los crucificados, con los que sufren la
cruz. Les dice: aunque absurda, la cruz puede ser camino para la liberación,
con tal que la asuman en libertad y amor. Entonces liberarán a la cruz de su
absurdo y se liberarán a ustedes mismos. La libertad y el amor son mayores que
todos los absurdos y más fuertes que la muerte; podemos hacer de ellos otros
tantos caminos hacia Dios.
La
cruz de Jesús es la demostración más acabada del inmenso amor de Dios a los
crucificados. La cruz de Jesús dice, de un modo creíble, que Dios ama a los
hombres, y que él mismo se dice y se da como amor y como salvación. En la cruz
Dios ha pasado la prueba del amor, para que después podamos también creer en
su poder, el poder triunfador de su resurrección. Así la resurrección de Jesús
se puede convertir para los crucificados en símbolo de esperanza.
La
identificación entre el Crucificado y el Resucitado alimenta la esperanza de
que el futuro no está al lado de los opulentos, de los que no tienen corazón,
de los criminales, sino del lado de los humillados, de los ofendidos y de los
crucificados injustamente.
La
resurrección dice en último término a los crucificados que su esperanza es sólida,
que está bien cimentada; y lo dice porque es manifestación no sólo del poder,
sino del amor de Dios. Sólo el poder no genera necesariamente esperanza, sino
un optimismo calculado. El amor, sin embargo, transforma las expectativas en
esperanza. El Dios crucificado es lo que hace creíble al Dios que "da
vida a los muertos" (Rm 4,17), porque lo muestra como un Dios de amor
y, por ello, como esperanza para los crucificados.
Bibliografía
1.
JURGEN MOLTMANN, Trinidad y Reino de Dios, La Doctrina sobre Dios, Sígueme,
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-Experiencia
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