7
Venga
a nosotros
tu
Reinado
El
ministerio público de Jesús se centra en la proclamación solemne y decisiva
para la historia del Reinado de Dios. El centro mismo de la predicación y del
mensaje de Jesús es su enseñanza sobre el Reino de Dios. Jesús habla de este
tema con mucha frecuencia.
Desde
el principio hasta el fin, Jesús fue testimonio de este anuncio y vivió para
testimoniar esta esperanza: "Se ha cumplido el plazo:, decía;
“ya llega el Reinado de Dios. Cambien de vida y tengan fe en la Buena
Noticia" (Mc 1,15). Desde el comienzo "empezó Jesús a
proclamar: Cambien de vida, que ya llega el Reinado de Dios" (Mt 4,17).
"Recorría todos los pueblos y aldeas proclamando la Buena Noticia del
Reino" (Mt 9,35; 4,23).
El
era consciente de que el Padre lo había enviado para anunciar su Reinado (Lc
4,43-44). Y esta misma tarea dio él a sus discípulos (Lc 9,1-3).
1.
EL DIOS DEL REINO
Hemos
visto que Jesús se dedicó preferentemente durante su vida de predicador a
anunciar la Buena Noticia de un Dios Padre, enteramente bueno para con todos, y
de una manera muy especial para con los despreciados de este mundo.
Esta
paternidad, según Jesús, ha de llegar a realizarse efectivamente sobre toda la
humanidad. Todos hemos de llegar a vivir realmente como hijos de Dios. El
Reinado de su amor es una realidad que ya se comienza a vivir, aunque aún le
falta mucho para llegar a su plenitud. ¡Pero llegará!
El
Reino de Dios y el Dios del Reino son los dos temas preferentes de Jesús, que
en el fondo no son sino uno, pues todo el anuncio del Reino depende de la nueva
imagen del Padre que presenta Jesús. El amor del Padre se concentra en la
realidad incipiente pero ya en marcha del Reino. El "Abbá" de Jesús
es el Dios del Reino.
El
Reino da razón del ser de Dios como Abbá y la paternidad de Dios da fundamento
y razón de ser al Reino. Jesús cree y predica que no se llega a Dios fuera de
la búsqueda dolorosa del Reino y que no hay Reino posible sino en la paternidad
de Dios.
La
experiencia de la unión Abbá-Reino constituye toda la clave de lo que Jesús
personalmente vivía, todo el horizonte de lo que Jesús predicó y todo el
sentido del discipulado que, para Jesús, parece no ser más que una introducción
a esta experiencia. El que quiera seguir a Jesús tiene que poner su corazón en
la dualidad inseparable Abbá-Reino. Porque hemos aprendido a llamar a Dios
"Padre nuestro", por eso confesamos y pedimos la venida de su Reino,
pero no sólo de palabra, sino de una manera vivencial, comprometiéndonos en la
construcción de ese Reinado. Compromiso que ha de ser como el de Jesús y con
Jesús.
Jesús
no predicó simplemente a "Dios", tomado en un sentido abstracto. Lo
último para Jesús es Dios en su relación con la historia de los hombres,
concretada como Reinado de Dios. El busca construir una historia que sea según
Dios. Por ello podemos afirmar que lo que da sentido a la vida, actividad y
destino de Jesús es el Reino de Dios. Lo último para Jesús es la voluntad
realizada del Padre.
Lo
más original del mensaje de Jesús es justamente la unión indisoluble entre el
Abbá y el Reino. Un escrito muy antiguo conserva un dicho de Jesús que dice así:
"Quien conozca a Dios encontrará el Reino, porque conociendo a Dios se
conocerán a ustedes mismos y entenderán que son hijos del Padre".
Ciertamente es imposible conocer a Dios sin el Reino. Quien no se esfuerza por
entrar en el Reino no ha conocido a Dios, sino a un ídolo. Conocer a Dios como
Padre es conocerse como ciudadano del Reino.
2.
SIGNIFICADO DEL REINO DE DIOS
En
primer lugar aclaremos que la palabra Reino no se refiere a ningún territorio
concreto. Más exactamente deberíamos decir Reinado de Dios, pues a lo que Jesús
se refiere es al poderío de la acción divina en este mundo, que va
transformando lo viejo en nuevo, lo injusto en justo y lo enfermo en sano, y que
seguirá actuando así hasta que llegue a cumplirse su voluntad en todas las
cosas.
El
Reino de Dios no es, pues, algo estático, ya hecho, sino algo dinámico, que
está sucediendo y que crece con fuerza (Mc 9,1-2).
a) El Reino de Dios es Buena Noticia para los
pobres
Para
entender lo que Jesús entendía por Reino de Dios hay que tener en cuenta que
él predicó su mensaje a un pueblo que vivía de las ideas y tradiciones del
Antiguo Testamento. Cada uno a su modo, todos esperaban la venida del Reino de
Dios: los fariseos en la fiel observancia de la Ley; los esenios, en el retiro
del desierto; los zelotes, por la violencia revolucionaria. Era una esperanza
común, heredada del pasado, pero agudizada por la situación presente. En ellos
el Reino de Dios tenía aspectos muy nacionalistas, políticos y un tanto
interesados. Jesús, partiendo del Antiguo Testamento, le da al Reino un
significado distinto.
Los
"pobres de Yavé" deseaban la venida de un rey, que por fin implantaría
en la tierra el ideal de la verdadera justicia (Sal 45;72; Is 11,3-5; 32,1-3.
15-18). La justicia de este rey esperado consistiría en defender eficazmente al
que por sí mismo no puede defenderse. "Que él defienda a los humildes
del pueblo, socorra a los hijos del pobre y quebrante al explotador... El librará
al pobre que pide auxilio, al afligido que no tiene protector; él se apiadará
del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él vengará sus
vidas de la violencia, su sangre será preciosa a sus ojos" (Sal 72 4.
12-14).
Por
eso, cuando Jesús dice que ya llega el Reino de Dios quiere decir que por fin
se va a implantar la situación anhelada por los marginados y despreciados del
mundo; por fin se va a realizar la justicia según Dios para todos los
desheredados de la tierra, para los pobres, los oprimidos, los débiles, los
indefensos. Por eso dice Jesús que el Reino es para los pobres (Lc 6,20), para
los pequeños (Mt 5,19), para los niños (Mc 10,14), o sea, para todos los que
la sociedad margina y desestima.
Cuando
Jesús anuncia que el Reino de Dios se acerca para esos pobres (Mt 11,5; Lc
4,18), y no para los "justos", hace una primera afirmación importante
sobre lo que significa que el Reino de Dios se acerca: Y este modo de acercarse
el Reino es lo que produce escándalo (Mt 11,6): que Dios dé una esperanza a
los que nunca la tuvieron.
Pero
el Reino de Dios no es sólo una esperanza para los pobres, al saberse amados
por Dios. Está claro que Jesús no se limitó a anunciar el amor escandaloso y
parcial de Dios hacia los pobres, sino que trató también de liberarlos de su
miseria real.
En
primer lugar, Jesús ejercitó una actividad liberadora con sus milagros y
exorcismos. Ellos no son sino una "señal de que ha llegado el Reinado
de Dios" (Mt 12,28). Son señales de la presencia del Reino. Son obras
en favor de quien está en necesidad. El poder del bien triunfa sobre los
poderes del mal; y eso justamente es el Reinado de Dios.
En
segundo lugar, Jesús promueve la solidaridad entre los hombres, pero no de
forma genérica, sino históricamente situada. Combate en concreto la falta de
solidaridad en su sociedad y, como contrapartida, se acerca a aquellos a quienes
la sociedad ha marginado: conversa con ellos, come con ellos, los defiende y los
alaba. Así va creando una nueva conciencia colectiva de solidaridad.
En
tercer lugar, Jesús denuncia toda acción, actitud o estructura que mantenga a
los hombres divididos en lobos y corderos, en "orgullosos" y
"despreciados". Condena a los ricos que sólo buscan consuelo (Lc
6,24). Llama "necio" al rico agricultor que se goza egoístamente en
la abundancia de su cosecha (Lc 12,16-21). Condena al rico Epulón, que no sabe
compartir con el necesitado (Lc 16,19-31). Y en nombre del Padre llama
"malditos" a todos los que no se preocupan de las necesidades vitales
del prójimo (Mt 25,41-45). "¡Con qué dificultad entran en el Reino de
Dios los que tienen el dinero!" (Lc 18,24), pues "nadie puede
servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24). Según Jesús, la única forma de
hacer justa "la riqueza injusta" (Lc 16,9), es dándola a los
pobres (Mt 19,21; Mc 10,21; Lc 18,22).
Por
último, Jesús vive él mismo y propone la práctica del amor como ley de vida
en el Reino. De ello hemos hablado en capítulos anteriores. El Reino se
construye en la medida en que vivimos el amor fraterno. Y amándonos como
hermanos, nos sabemos amados por Dios mismo. Un mundo según Dios tiene que ser
un mundo según el amor, pues "Dios es amor" (1 Jn 4,7).
El
Reino de Dios es, pues, reino de justicia, de vida, de verdad y de amor. Por eso
se anuncia a aquellos que menos tienen de estos valores. Y en esto consiste la
novedad del anuncio de Jesús: en que los pobres vuelven a la vida, a la
justicia y a la dignidad del amor fraterno. Sólo desde la parcialidad de Dios
hacia los sin vida se garantiza que Dios sea un Dios de vida para todos.
La
razón del privilegio de los pobres no se encuentra en ellos mismos, sino en la
forma de ser de Dios y en la manera como él quiere ejercer su realeza en favor
de los débiles y desamparados. Dios quiere garantizar a través del Reino el
derecho de los hombres que son incapaces de hacerlo valer por sí mismos. Como
Rey justo, Dios no puede ser otra cosa que el protector de los desvalidos.
b) Para entrar en el Reino de Dios hay que cambiar
de vida.
Para
que podamos creer en la Buena Noticia del Reinado de Dios, Jesús llama a
conversión, o sea, a cambiar el modo de pensar y de actuar (Mc 1,15), pues según
el modo de pensar del mundo es imposible entender, ni menos aún vivir, el
Reinado de Dios. Es necesario un cambio profundo del corazón para poder conocer
y encontrar al Dios verdadero, el Dios de Jesús. Convertirse es, pues, volverse
al verdadero Dios.
El
hijo perdido de la parábola se encontró a sí mismo cuando a partir de su
miseria encontró en su propio interior la bondad del Padre (Lc 15,11-32). Sólo
el calor de la casa del Padre, sólo el poder de su amor que anida en el corazón
del hombre, nos puede dar coraje para enfrentarnos con nuestra vida, de manera
que cambiemos de forma de pensar y de actuar.
Para
participar, pues, en el Reinado de Dios, hay que hacer un gran esfuerzo
personal; hay que hacerse violencia (Mt 11,12). "Forcejeen para abrirse
paso por la puerta estrecha" (Lc 13,24). Esta es tarea difícil, pero
posible, ya que nunca estaremos solos en este esfuerzo personal: El Espíritu de
Jesús está siempre fortaleciendo nuestra debilidad (Rm 8,26). Pero a nadie se
le perdona el esfuerzo de vencerse a sí mismo y llevar su cruz para poder
seguir a Jesús. El que no lo haga no es digno de él (Mt 10,38).
Para
entrar en el Reino hay que aprender a pensar y a actuar según Dios. Hay que
convertirse a un nuevo modo de ser ante Dios y ante la novedad anunciada por Jesús.
Y ello no se hace sin dolor: hay que aprender a cargar esta cruz. Hay que
superar crisis muy reales para poder decidirse por el nuevo orden de cosas que
trae Jesús y que ya comienza a estar dentro de nosotros mismos (Lc 17,21). Hay
que estar dispuestos a perderlo todo con tal de adquirir esta piedra preciosa (Mt
13,45-46). El Reinado de Dios está antes que la propia familia (Mt 10,37). Es más
importante que nuestros ojos, nuestras manos (Mc 9,43), y que nuestra propia
vida (Lc 17,33).
La
exigencia de conversión hecha por Jesús es sumamente dura y exigente: "Si
no cambian, todos ustedes perecerán" (Lc 13,5). El desastre se
aproxima y ésta es la última hora para convertirse (Mt 24,37-44). El hacha está
colocada en la raíz del árbol y si no da fruto, será cortado (Lc 13,9). Si no
hay conversión, el dueño de la casa cerrará la puerta, y los atrasados habrán
de oír estas palabras: "No sé quiénes son ustedes" (Lc
13,25); ya es tarde para abrirles la puerta del Reino (Mt 25,11).
El
convite del Reino es para todos. La mayoría, sin embargo, se encuentra atareada
de tal forma en sus quehaceres, que rechaza la invitación de Jesús para la
fiesta (Lc 14,16-24). El que se decide por la novedad de Jesús sólo debe mirar
hacia adelante; el pasado quedó atrás (Lc 9,62). La opción por seguir a Jesús
no puede quedar a medio camino (Lc 14,28-32). La decisión es muy seria. Decir
que "sí" de boca es cosa fácil; lo importante es realizar la
voluntad del Padre (Lc 6,46). Caso contrario, la última situación del hombre
es peor que la primera (Mt 12,43-45).
La
conversión misma es como el traje de una novia, como la cabeza perfumada (Mt
6,17), como la música y la danza (Lc 15,25), como la alegría del hijo que
regresa a la casa paterna (Lc 15,32).
c) En el Reino de Dios se construye una nueva
sociedad
La
predicación de Jesús sobre el Reinado de Dios no se dirige sólo a las
personas exigiéndoles conversión. Se dirige también al mundo de las personas.
El Reino de Dios busca la construcción de una sociedad digna del hombre, pues sólo
así será digna del Padre de todos los hombres: Una sociedad en cambio hacia la
verdadera fraternidad, la igualdad y la solidaridad entre todos. Una sociedad,
además, en la que si alguien es privilegiado o favorecido, ese sea precisamente
el débil y el marginado. De aquí que el Reinado de Dios, tal como lo presenta
Jesús, representa la transformación más radical de valores que jamás se haya
podido anunciar. Porque es la negación y el cambio, desde sus cimientos, del
sistema social establecido.
El
sistema actual, como sabemos de sobra, se basa en la competitividad, la lucha
del más fuerte contra el más débil y la dominación del poderoso sobre el que
no tiene poder (Mc 10,42). Frente a eso Jesús proclama que Dios es Padre de
todos por igual, y por ello todos somos hermanos con la misma dignidad y los
mismos derechos. En toda familia bien nacida, si a alguien se le privilegia, es
precisamente al menos favorecido, al enfermo, al indefenso. Este es el ideal de
lo que representa el Reinado de Dios en la predicación de Jesús.
Este
proyecto de Dios no se puede implantar por la fuerza. Tiene que realizarse poco
a poco mediante la conversión de las mentes y los corazones. El Reino de Dios
se va haciendo realidad en la medida en que haya hombres y mujeres que cambien
radicalmente su propia mentalidad, su escala de valores, su apreciación práctica
y concreta por el dinero, el poder y el prestigio. Este proyecto sólo es
realizable a partir de pequeñas comunidades, comunidades de base, que se ponen
a vivir en concreto el ideal evangélico de una plena igualdad fraterna,
impulsados por la libertad de sentirse hijos de Dios.
Pero
Jesús no se contenta con vivir él y sus comunidades los valores nuevos del
Reino de Dios. El, además, desenmascara y denuncia a todos y a todo lo que
oprime al hombre. La comunidad de Jesús jamás se comporta como un grupo que se
encierra en sí mismo para vivir aislados sus propios valores. Los seguidores de
Jesús han de ser "luz del mundo" (Mt 5,14) y "sal de
la tierra" (5,13). "El Reinado de Dios se parece a la
levadura... que acaba por fermentarlo todo" (Lc 13,21). A todo ha de
llegar el orden del Padre Dios, al mundo material, a todo lo humano, a todo lo
espiritual. Con Jesús comenzó ya el fin de este viejo mundo actual y todas sus
estructuras de pecado.
El
Reino de Dios que Jesús anuncia y hace presente no coincide sólo con la
liberación de éste o de aquel mal, de las injusticias, de la opresión o sólo
del pecado. El Reinado de Dios tiene que abarcarlo todo: mundo, hombre,
sociedad. Toda la realidad ha de ser transformada por Dios.
El
Reino es como una pequeña semilla que se va desarrollando poco a poco, pero con
firmeza (Mc 4,30-35); semilla buena, pero que por ahora crece junto a la mala
hierba (Mc 13,24-30). Este crecimiento del Reino se realiza continuamente a través
de los pequeños triunfos de liberación que se efectúan a través de la
historia.
En
el apartado 5 de este capítulo seguiremos profundizando en el futuro de la
nueva sociedad, que ya se está construyendo a lo largo de la historia. El Reino
de Dios es un proceso que empieza en la historia y que acabará en la escatología
final. Jesús anuncia un triunfo final, pero ese triunfo se va anticipando en la
historia concreta de cada día. Por ello a cada liberación parcial realizada en
la historia se le abre el horizonte del triunfo total, cuando el Reinado de Dios
haya llegado a su plenitud. El Reino de Dios "ya" está en medio de
nosotros, pero "todavía no" se ha completado su construcción.
3.
EL REINO DE DIOS NO ES ANUNCIADO A TODOS
El
Reino no es proclamado a todos. No por decisión de Jesús, sino por la esencia
misma del Reino. No se trata tanto de que Jesús establezca diferencias entre
hacerse oír por unos o por otros, aunque a veces parece que sí hace estas
diferencias (Mc 4,10-12). Pero lo básico está en que el Reino mismo no puede
ser predicado indistintamente como Buena Noticia para todos. Según Jesús el
Reino está destinado a los pobres; es de ellos; les pertenece. Sólo para ellos
será causa de alegría. Y, de acuerdo con Jesús, la línea divisoria entre la
alegría y la pena que habrá de producir el Reino pasa entre pobres y ricos.
Las
bienaventuranzas de Jesús están dirigidas exclusivamente a los pobres,
llorosos y hambrientos (Lc 6,22-23). Pero el Reino de Dios es una mala noticia
-la causa de un "¡ay!"- para "los ricos", "los que
ahora están satisfechos", "los que ahora ríen" (Lc
6,24-25). La venida del Reino significa el fin de estos privilegios. Para estas
personas el Reino no puede ser una Buena Noticia si es que no están dispuestas
a un cambio profundo de mentalidad y de vida. Por ello Jesús prevé que el
anuncio del Reino había de ser motivo de escándalo para algunos. Con toda razón
Jesús mismo concluye la cita de Isaías "los pobres son
evangelizados" con "dichoso el que no se escandalice de mí"
(Lc 7,23 y Mt 11,6). Los que se escandalizan y se indignan son los
despreciadores de los pobres, pues están convencidos de que "esa gente,
que no entiende de la Ley, están bajo la maldición de Dios" (Jn
7,49).
El
Reino viene para los pobres y para hacerlos felices. Y esta noticia no puede
sino ser mala para aquellos a quienes el Reino encuentre egoístamente apegados
a "sus" riquezas. Sólo la conversión a la causa del pobre podrá
hacer que los valores del Reino sean ocasión de alegría para ellos. Pero el
caso es que muchos de ellos no quieren cambiar, ni quieren tampoco que cambien
los pobres. "Viendo no ven y oyendo no entienden" (Lc 8,10). "Escuchan
sin oír ni entender" (Mt 13,14), pues en el fondo no quieren "ni
convertirse, ni que yo los cure" (Mt 13,15), dice Jesús.
Los
opresores, los orgullosos, los ricos egoístas no sirven para el Reino. En
Israel muchos de ellos se consideraban "justos" ante Dios. La actitud
de Jesús le llevó a un serio conflicto con ellos, de tinte político-religioso.
Hablaremos de esto en el capítulo octavo.
Pero
digamos ahora que la exclusión es tan radical que Jesús previene a sus
seguidores para que se cuiden de inficionarse del veneno de los excluidos del
Reino. Jesús exige con insistencia a sus discípulos la comprensión del
mecanismo de opresión ideológica y religiosa que aparta del Reino. Hay que
conocer "los misterios del Reino" para aprender a desenmascarar y
desmantelar todo mecanismo ideológico-religioso opresor.
Es
necesario conocer "los secretos del Reino" para poder guardarse de una
mentalidad opuesta y errónea, propia de los enemigos del Reinado de Dios. "Atención,
cuidado con la levadura del pan de los fariseos y con la de Herodes"
(Mc 8,15). Los discípulos han de estar atentos para no dejarse engañar por la
mentalidad opuesta al Reino, por más que ciertos fariseos y gobernantes la
pinten de lindos colores religiosos.
4.
LO QUE NO ES EL REINO
De
todo lo dicho hasta ahora se desprenden algunas consecuencias negativas
importantes, pues a veces hay quienes llaman Reino de Dios a lo que nada tiene
que ver con él y hasta a proyectos contrarios al Reino.
En
primer lugar hay que afirmar que el Reinado de Dios, tal como lo presenta Jesús,
no es el resultado de aplicar y vivir al pie de la letra la ley religiosa de
Israel. Ni es el resultado de una práctica fiel y observante de obras
religiosas: el culto, la piedad, los sacrificios... Jesús no se refiere a eso
en su predicación. Con lo cual defraudó las ideas y aspiraciones de muchos
hombres de su pueblo y de su tiempo.
Jesús
no creó comunidades de puros y santones, sino de creyentes, conscientes de su
pecado y del amor sin límites del Padre. Ellos no expresan su fe en obras
legales, sino en una nueva mentalidad y en actitudes sinceras.
En
segundo lugar: el Reino que predica Jesús no es el reino del poder. Cuando el
diablo le ofreció el poder terreno, él rehusó en seguida (Mt 4,8-10). Cuando
el pueblo quiso nombrarlo rey, él huyó hacia el monte (Jn 6,15). Cuando Pilato
le preguntó si él era rey, Jesús contestó: yo no soy rey de este mundo como
ustedes; mi poder es diferente (Jn 18,36). El poder de Jesús no es el de este
mundo corrompido. En este mundo no se respeta a la gente porque sea gente; se
les respeta por su plata, por su puesto, porque usa uniforme o lleva
condecoraciones, o por el color de su piel. En cambio Jesús cuando le
preguntaron quién era más importante, él abrazó a uno de esos niños
malolientes y sucios de la calle y dijo: éste (Lc 9,46-48).
Jesús
sufrió durante su vida la tentación del poder (Lc 4,1-13). La tentación
consistía en reducir la idea del Reinado universal y total de Dios. Reducir el
Reino a una forma concreta de dominación política: la tentación en el cerro
desde donde el diablo le mostró los reinos del mundo. Reducir el Reino al poder
religioso: la tentación en el pináculo del templo. O reducirlo a la satisfacción
de las necesidades fundamentales del hombre: el transformar las piedras en pan.
Eran tres tentaciones del poder que correspondían a los tres modelos del Reino
que esperaba la gente de entonces. De acuerdo con ellos, Jesús se vio tentado
de usar su poder para imponer la transformación radical de este mundo. Pero
nunca se dejó llevar de estos deseos, pues en ese caso hubiera manipulado la
voluntad de los hombres y les habría quitado la responsabilidad de construir un
mundo justo de hermanos.
Jesús
se negó rotundamente a inaugurar un reino de poder. El encarna el amor y no el
poder de Dios en el mundo; mejor dicho, hace visible el poder propio del amor de
Dios, que consiste en construir un mundo fraterno sin tener que forzar a nadie y
sin quitarle a nadie su responsabilidad. Jesús rechaza todo poder dominador
como algo propio del diablo.
Por
todo ello podemos concluir que el Reinado de Dios predicado por Jesús no
coincidía con las ideas nacionalistas que tenían entonces algunos israelitas,
como los zelotes. Y nadie podrá jamás identificar con justicia el Reino de
Dios con ninguna situación socio-política determinada. Ningún partido político
tiene derecho a llamarse "cristiano", pues el proyecto del Reino de
Dios es mucho más grande que todos ellos. No hay proyecto político que se
iguale al ideal predicado por Jesús. El Reino de Dios va mucho más lejos que
ningún proyecto humano.
De
aquí que sea absolutamente imposible implantar el Reino de Dios por medio de la
fuerza de las armas o el poderío de los ejércitos. El Reinado de Dios no
consiste en una especie de golpe militar, que por la fuerza haga que las cosas
cambien. Todo eso no tiene que ver absolutamente nada con el Reinado de Dios.
Con
toda razón dijo Jesús: "Mi Reino no es de este mundo" (Jn
18,36). No quiere decir Jesús que su Reino sea del "otro mundo". Lo
que quiere decir es que su Reino no es de este "sistema", de este
"orden establecido". Su Reino no tiene nada que ver con los medios, ni
con los fines, ni con los intereses de este mundo, mundo de mentira explotación
e injusticia. Su Reino es de la verdad, de la justicia, de la libertad, y está
ya en esta vida, chocando contra los intereses y privilegios creados por este
mundo que se resiste a desaparecer.
5.
CONSTRUIR EL PRESENTE DESDE EL FUTURO
Para
nuestra mentalidad el presente es siempre un resultado del pasado, y son el
pasado y el presente los que determinan un futuro u otro. Para Jesús, por el
contrario, el futuro de Dios tiene prioridad, y es la certeza del triunfo del
futuro lo que determina el comportamiento humano.
Jesús
habla del presente del Reino como de un futuro que se aproxima al hombre, de tal
manera que presente y futuro están unidos íntimamente entre sí.
Lo
que da sentido a la vida del hombre no es su situación actual, sino lo que está
llamado a ser. Al afirmar que el Reino de Dios está ya en medio de nosotros,
Jesús dice que el triunfo futuro está ya en condiciones de actuar en el corazón
del hombre como una realidad presente salvadora.
El
Reino de Dios está ya entre nosotros porque el futuro ha comenzado ya con Jesús.
Los hijos de Dios tienen ya lo futuro en sus corazones, aunque el mundo visible
parezca que no varía, porque el grano de mostaza es mínimo con relación al árbol
frondoso que está llamado a ser. A partir del futuro la realidad presente
adquiere todo su sentido. Jesús descubre la importancia del momento presente en
relación con la plenitud final del Reino. Dios es para Jesús el poder del
futuro actuando ya en el presente.
Jesús
anuncia con toda decisión el triunfo final de la causa de Dios. El futuro
pertenece a Dios. Su Reinado no ha de quedarse en el inicio actual: llegará a
su implantación definitiva y total. Es desde esta esperanza desde la que el
hombre debe luchar en el presente. Desde esta esperanza el mundo y la sociedad
actuales deben ser interpretados y cambiados. Jesús no quiso dar enseñanzas
sobre el fin. El nos enseña a abrirnos al futuro de Dios por medio de
posibilidades siempre nuevas que florecen en el acontecer diario.
El
hombre de fe no vive instalado en un presente que no cambia, temerosos siempre
de un futuro que cuestione sus seguridades. El creyente en Jesús está en
actitud constante de abertura hacia el futuro, viviendo el presente como
liberación de sucesos que pertenecen al futuro del Reino. En la experiencia de
su fe sabe que "Dios viene" (Ap 1,4), más, que "Dios
existe". El hombre que se cierra frente al futuro aborda el sentido de su
existencia, que está en "el poder del futuro", es decir, en Dios.
Es
característico de Jesús su poco interés por el pasado pecaminoso de una
persona. El no condena a nadie; solo le interesan las posibilidades de futuro
que la conversión tiene en el presente.
Jesús
anunció un Reino futuro, cosa que ya había hecho mucha gente. Pero lo original
en él fue anticipar ya el futuro, convirtiéndolo en realidad comenzada.
El
Reino anunciado por Jesús tiene un doble aspecto. Por un lado proclama la
esperanza del triunfo absoluto de Dios; por otro, abre caminos en el presente.
Si predicase sólo el triunfo futuro sin su anticipación dentro de la historia,
estaría alimentando ilusiones vanas; si sólo buscara liberaciones parciales,
sin perspectiva de totalidad y de futuro, frustraría esperanzas y caería en un
inmediatismo sin consistencia. Jesús mantiene esta doble tensión: por un lado,
el Reino está ya en medio de nosotros, fermentando al viejo mundo; por otro, el
Reino es todavía futuro, es objeto de esperanza y de construcción conjunta del
hombre y de Dios. Por un lado anuncia la liberación total de la historia; por
otro, anticipa la totalidad en un proceso de pequeñas liberaciones concretas,
siempre abiertas a la totalidad.
El
Reino de Dios jamás se identifica con las estructuras del mundo, pero está
metido dentro de ellas y se desenvuelve en ellas como un proceso. No coincide
totalmente con ninguna alternativa histórica concreta: se sitúa siempre
adentro y siempre más allá, abierto hacia adelante. Dios está constantemente
delante de nosotros llamándonos a más. Ello le da al cristiano una esperanza
sumamente atrevida, audaz y valiente, y le pone más allá de todo cambio y de
toda revolución.
La
meta puesta por Dios a todo este proceso es "llevar la historia a su
plenitud: hacer la unidad del universo por medio del Mesías, de lo terrestre y
de lo celestial" (Ef 1,10). Todo ha de quedar sometido a Cristo (1 Cor
15,28). El mundo, aplastado por la fuerza del pecado, dejará de existir cuando
en él todo pertenezca a Cristo, o sea, cuando el amor imponga por completo su
ley. Entonces se habrá restaurado el orden de la creación, ocupando Dios su
primacía absoluta. Ya no habrá sitio para el pecado. Siendo ya todo de Dios,
el mundo presente, regido por el pecado, dejará de existir, para dar paso a un
mundo nuevo, donde reine a plenitud la fuerza del amor. Dios reinará como Padre
verdadero y Jesús resucitado, nuestro hermano, será todo en todos. Es esta una
esperanza inquebrantable, incapaz de defraudarnos (Rm 5,4). La plenitud del
Reino es "una magnífica esperanza" (2 Tes 2,17), pues "estaremos
siempre con el Señor" (1 Tes 4,17), felices para siempre con él (Jn
16,22-24; 17,24).
"De
acuerdo con su promesa, aguardamos un cielo nuevo y una tierra nueva en los que
habite la justicia"
(2 Pe 3,13).
6.
UNA IGLESIA PARA EL REINO
Decir
Iglesia no es lo mismo que decir Reino de Dios. No son dos realidades
exactamente iguales, pero están íntimamente ligadas entre sí, pues la Iglesia
tiene que anunciar y hacer presente el Reino de Dios entre los hombres. Según
palabras del Concilio Vaticano II, ella "constituye en la tierra el
germen y el principio del Reino" (L.G. 5). "Este Reino, sin ser
una realidad desligable de la Iglesia, trasciende sus límites visibles, porque
se da en cierto modo dondequiera que Dios esté reinando mediante su gracia y su
amor" (Puebla 226).
Para
comprender, pues, lo que es la Iglesia, es necesario haber comprendido
previamente lo que es el Reino de Dios. La Iglesia tiene que acomodarse al Reino
de Dios y hacerlo presente entre los hombres. Por lo tanto, la Iglesia es lo que
tiene que ser en la medida en que ella misma vive la realidad del Reino y así
lo hace presente en el mundo y en la sociedad. Y, por el contrario, una Iglesia
que no viva el Reino de Dios no puede ser la verdadera Iglesia que Jesús quiso.
La
misión de la Iglesia se realiza no sólo desde el Reino de Dios, sino más
concretamente desde la cercanía de ese Reino. El único camino para aprender cómo
se sirve históricamente a la cercanía del Reino es el seguimiento de Jesús, y
no su mera imitación mecánica. De Jesús aprende la Iglesia que Dios es
"mayor" que cualquier conflicto histórico de ella misma; y que Dios
es también "menor", porque su rostro aparece en los más pequeños y
oprimidos.
Siguiendo
a Jesús aprende que el pecado tiene nombres concretos en la historia, y se
manifiesta no sólo en el individuo, sino en la sociedad también. Siguiendo a
Jesús comprende la Iglesia que la praxis del amor es lo más importante que
tiene que realizar; y que ese amor tiene que ser eficaz, realmente
transformador, y por ello debe llegar no sólo a las personas, sino a la
sociedad como tal, a las mayorías oprimidas; es decir, debe ser justicia. El
seguimiento de Jesús es parcial hacia los pobres y oprimidos; y para poderlo
realizar al estilo de Jesús hay que estar dispuesto a cambiar, a convertirse, a
pasar por una ruptura, a dejar a Dios ser Dios. Hay que estar dispuesto a la
entrega, al sacrificio, a la persecución, a dar la vida propia y no guardarla
para sí.
Dentro
de este cauce del seguimiento de Jesús la Iglesia va aprendiendo desde su
interior, con riesgos y equivocaciones, qué mediaciones concretas acercan hoy más
al Reino de Dios; qué sistemas sociales, económicos y políticos hacen más
iluminadora la cercanía del Reino; dónde aletea el Espíritu de Jesús, si en
los centros de poder o en el rostro de los oprimidos; dónde comprender el
misterio de Dios, o desde lo que sea poder o desde lo que sea pobreza. Se trata
de aprender de Jesús cómo vivir, cómo ser Iglesia en la fe de que el Reino se
acerca; y en esa cercanía se debe transformar el hombre y la sociedad. Y la
cercanía del Reino se entiende en la cercanía a Jesús, en su seguimiento.
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