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Padre nuestro

 

 

Jesús no sólo invoca a Dios como Padre suyo (Abbá), sino que además nos enseña también a nosotros a mirar a Dios como Padre de todos, con la misma confianza suya. Necesitamos crecer en la fe y en la esperanza para poder repetir con Jesús: "Padre nuestro". Si él no nos lo hubiera enseñado y pedido que rezásemos, jamás hubiéramos podido exclamar: ¡Padre querido! Pero esta enseñanza de Jesús nos hace herederos del manantial inagotable de su esperanza, a pesar del mundo de injusticias que nos oprime.

 

1. JESÚS ENSEÑA A SUS DISCÍPULOS A INVOCAR A DIOS COMO ABBA QUERIDO

 

En nuestro mundo, como también lo era en la época de Jesús, a veces se hace difícil ver a Dios como Padre bueno. La injusticia, la marginación y la explotación reinan por todos lados. Pero justamente metido en medio de este mundo cruel, es donde Jesús quiere hacernos entender la bondad de Dios, su paternidad universal y las consecuencias a que nos debe llevar a todos la fe en esta paternidad divina.

Jesús entrega a sus discípulos la oración del padrenuestro como un resumen en pocas palabras del corazón de su predicación. Y al entregarnos Jesús esta oración suya nos da el poder de decir como él: Abbá. Esto significa que nos hace participar de su relación con Dios.

Este Padre no lo es sólo de los fieles, como decía el salmo 103 ("como un padre siente cariño por sus hijos, siente el Señor cariño por sus fieles"), sino que es Padre de todos indistintamente, "porque él es bondadoso con los malos y desagradecidos" (Lc 6,35), "hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia sobre malos y buenos, justos e injustos" (Mt 5,45).

La enseñanza de Jesús sobre nuestro Padre Dios encierra una gran novedad. Ya hemos hablado de ello en capítulos anteriores. Pero nunca insistiremos lo suficiente.

La novedad está en la experiencia hecha por Jesús y transmitida a nosotros por los apóstoles de que Dios está aquí como Padre, cuidando de sus hijos, con un corazón sensible a nuestros problemas, con los ojos clavados en nuestros sufrimientos y con sus oídos atentos a nuestro clamor. El hombre no es un número sin nombre o una molécula perdida en los espacios, sino una persona, centro del amor entrañable de Dios. Con toda confianza podemos entregarnos a los cuidados de nuestro Abbá, hasta la entrega total de la vida y aun de la muerte, pues, gracias a Jesús, sabemos que él nos conoce y nos guarda en su corazón. Venga lo que viniere, él hará que todo sirva para nuestro bien (Rom 8,28-39).

La Iglesia primitiva, que hablaba el arameo, conservó la invocación "Abbá, Papa querido", y se la transmitió a las comunidades de lengua griega. Con esta sencilla invocación aquellos primeros cristianos recogieron el núcleo de su fe en el Dios de Jesús. Pablo indica con claridad lo que significaba esta invocación para aquellas comunidades:

"La prueba de que ustedes son hijos, es que Dios envió a su interior el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá! ¡Papá! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo" (Gál 4,6-7). "Recibieron un espíritu que los hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abbá! ¡Papá! Ese mismo espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios" (Rom 8,15-16).

Que nosotros podamos llamar a Dios Papá es algo que supera todas las posibilidades humanas. Esto no es posible sino dentro de la nueva relación con Dios que nos ha dado su Hijo Jesús. Dios mismo, a través de su espíritu, hace brotar en nosotros esa invocación, en la que toma vida, siempre que resuena, nuestro ser de hijos suyos. Siempre que gritamos Abbá, Dios nos da esta seguridad: ustedes son realmente hijos míos; pueden estar plenamente seguros de ello.

Se trata de una filiación siempre animada a la libertad y a la responsabilidad del adulto, a semejanza del hermano mayor, Jesucristo (ver Ef 4,14-15; 1 Cor 14,20).

Decir Abbá, siguiendo el ejemplo de Jesús, es un privilegio, que hace cumplir de antemano la antigua promesa bíblica: "Seré un padre para ustedes y ustedes para mí, hijos e hijas" (2 Cor 6,18, citando a 2 Sam 7,14).

 


2. NO TODOS SON HIJOS DE DIOS

 

Dios es Padre de todos y con todos se comporta como buen Padre. Pero no todos los hombres merecen dar a Dios el nombre de Padre. Para ser considerados hijos de Dios tenemos siquiera que intentar vivir como hijos de Dios. Esta es una posibilidad que a todos nos brinda Jesús, pero no todo el mundo lo acepta en su vida.

Todos podemos llegar a ser hijos de Dios, pues el mismo Dios nos ofrece su Espíritu a través de Jesús, es decir, nos ofrece su misma vida.

Jesús nos llama a tener esta nueva relación con Dios. Se trata de una actitud básica de absoluta seguridad y confianza en el Padre. Una confianza que incluye la seguridad de sentirse comprendido y perdonado; esperanza en el futuro y certeza en el triunfo final.

Pero para vivir como hijos de Dios no es suficiente una actitud pasiva de confianza hacia él. Para ser hijos, en cierto sentido hay que tener una actitud parecida a la del Padre. Por eso dice Jesús: "Amen a sus enemigos y recen por los que les persiguen, para ser hijos de mi Padre del cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos... Por consiguiente, sean ustedes buenos del todo, como es bueno su Padre del cielo" (Mt 5,44-48). Porque Dios "es bondadoso con los malos y desagradecidos", por eso sus hijos deben ser "generosos como su Padre es generoso" (Lc 6,35-36).

Dios no se venga de nadie privándole del sol o de la lluvia. Pues al igual que él, ningún hijo suyo puede pensar en tomarse una revancha contra alguien. El que se reconoce como hijo del Padre del cielo no es capaz de hacerle daño a nadie, ni siquiera a un enemigo.

Se trata de comprender que la bondad desconcertante del Padre del cielo tiene que manifestarse en sus hijos de la tierra con una bondad semejante a la suya. Sólo así podrán ser hijos de tal Padre. Y los que no quieren comportarse como su Padre del cielo, en realidad no son hijos suyos. Porque los hijos se parecen al Padre.

Jesús en una discusión con los fariseos, les dice que ellos no son hijos de Abraham, ni de Dios, porque no hacen las obras de sus padres. El mensaje de Jesús "no les cabe en la cabeza" (Jn 8,37) a aquellos fariseos; y por eso quieren matarle. Jesús les dice: "Ustedes hacen lo mismo que su padre" (Jn 8,41). "Si Dios fuera su padre me querrían... Pero ustedes tienen por padre al diablo y quieren realizar los deseos de su padre. El fue un asesino desde el principio, y nunca ha estado con la verdad..." (Jn 8,42-44).

Jesús enfrenta a los fariseos por su modo de obrar. Ser hijo no es algo pasivo, sino algo activo, que lleva a honrar al padre comportándose de una forma parecida a la de él. Si ellos no se portan como se portaba Abraham, no son hijos suyos; un hijo aprende de su propio padre (Jn 5,19). Si no imitan a Abraham es porque no tienen al Dios de Abraham, sino que son idólatras. Si no tienen los mismos sentimientos ni el mismo modo de actuar de Dios, es porque no son hijos de Dios. Y el que no es hijo de Dios es hijo del demonio: homicida y mentiroso.

Dice San Juan: "Con esto queda claro quiénes son los hijos de Dios y quiénes los hijos del diablo: Quien no practica la justicia, o sea, quien no ama a su hermano, no es de Dios" (1 Jn 3,10-11).

No todo el mundo, pues, tiene derecho a llamar Padre a Dios. El fariseo orgulloso, idólatra, al que le gusta vivir en la mentira, "el que no practica la justicia", el que no quiere entender la buena nueva de Jesús, no es hijo de Dios, hasta que no cambie de actitud. En cambio, el pecador que acepta su condición y quiere buscar a Dios con sincero corazón, encontrará siempre en Dios un corazón de Padre, y podrá invocarlo siempre como Abbá querido.

 

3. EL DON DE SER HIJOS DE DIOS

 

Todo el que sinceramente quiera parecerse a su Padre, encontrará en él una continua ayuda para conseguirlo.

Los que comienzan a vivir los valores del Reino ya desde ahora tienen a Dios como Padre, y ya desde ahora están en la condición de hijos. Son los que en medio de sus pecados y sus limitaciones realmente quieren y buscan el Reinado de Dios. Ellos son los verdaderos discípulos de Jesús.

Este don de ser hijos de Dios marca un sello muy especial en la vida de los discípulos de Jesús. Lo podemos ver en tres aspectos:

a) El ser hijos da la certidumbre de que se es partícipe del triunfo futuro definitivo. Los hijos saben que es voluntad del Padre que ninguno de los pequeños se pierda (Mt 18,10.14). Con amor más que paternal, Dios les concede los dones del tiempo de salvación (Mt 7,9-11). Serán partícipes de la gloria real de Dios: "Tranquilícense, rebaño pequeño, que es decisión de su Padre reinar de hecho sobre ustedes" (Lc 12,32). Los discípulos de Jesús saben que Dios ha de concederles gratis la salvación, aunque ellos estén ante Dios como mendigos, más aún, precisamente porque ellos están ante Dios como mendigos.

b) Sentirse hijos de Dios no sólo da confianza en el más allá; da también seguridad en medio de la vida de cada día. El Padre sabe qué es lo que sus hijos necesitan (Mt 5,45). Nada es demasiado pequeño para Dios (Mt 10,29-30). Precisamente a los más pequeños es a quien Dios más protege. Por ello no hay que angustiarse ante los problemas de cada día -comer, beber, vestir-: "Ya sabe su Padre del cielo que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero que reine su justicia, y todo eso se les dará por añadidura" (Mt 6,32-33).

c) La fe en el Padre da valor para aceptar su voluntad en los momentos difíciles. Cuando uno se sabe hijo de Dios, el sufrimiento aparece con una luz nueva. Jesús se revela contra la idea judía de que todo sufrimiento era castigo de Dios (Lc 13,1-5; Jn 9,2). El sabe que el sufrimiento es un llamado a la conversión y que hay sufrimientos que sirven para la gloria de Dios (Jn 9,3;11,4). Sufrir por el Reinado del Padre es un motivo de gozo (Mt 5,11-12; Lc 6,23).

Hasta la muerte aparece con luz distinta para los hijos de Dios: "¿No se venden un par de pajaritos por unos centavos? Y, sin embargo, ni uno solo caerá al suelo sin que lo disponga el Padre. Pues de ustedes, hasta los pelos de la cabeza están contados. Así que no tengan miedo, que ustedes valen más que todos los pajaritos juntos" (Mt 10,29-31). Si ni siquiera un gorrión muere sin que el Padre Dios lo permita, ¡cuánto más estará en las manos de Dios la vida y la muerte de los suyos!

El Padre "no es Dios de muertos sino de vivos" (Mc 12,27). La fe en él encierra en sí la certeza de vencer a la muerte.

Para los que se sienten hijos de Dios, el enigma eternamente incomprensible del mal queda depositado confiadamente en sus manos. Nada sucede sin la permisión de Dios. Jesús así lo cree incondicionalmente. Hay en él una palabra que es más fuerte que todas las preguntas, que todos los enigmas y que todos los temores. Y esa palabra es "Abbá". El Padre está al tanto de todo.

Aunque no todos, pues, vivimos como hijos de Dios, y aunque hay gente que se porta como hijo del diablo, todos los humanos tenemos la posibilidad de mirar a Dios como Padre, esperando su comprensión y su ayuda bondadosa. Basta querer creer con humildad en este Padre bueno...

 

4. LA FE EN EL MISMO PADRE NOS HACE HERMANOS

 

Hemos visto ya cómo Jesús nos presenta el verdadero rostro del Padre, principalmente a través de su actitud de amor para con todos.

Para ahondar en la actitud de amor de Jesús hacia todos, es bueno comenzar haciendo notar que él no fue ningún ingenuo frente al corazón del hombre. No se pueden encontrar en Jesús huellas de romanticismo. El Evangelio de Juan afirma que Jesús no se dejaba impresionar fácilmente por rápidas muestras de adhesión, porque tenía una profunda experiencia, típica de su carácter de profeta, de la volubilidad humana: "No necesitaba de informes de nadie; él conocía al hombre por dentro" (Jn 2,25). El sabía muy bien que "nadie es bueno más que uno, Dios" (Mc 10,18). Todo lo que hay de bondad en los hombres viene de Dios. Ni siquiera el amor con que normalmente trata un padre a su hijo engaña a Jesús sobre el corazón humano: "Si ustedes, malos como son, saben dar cosas buenas a sus niños, cuánto más su Padre del cielo se las dará a los que se las pidan" (Mt 7,11).

Pero a pesar de todo ello, según Jesús el Padre Dios nunca deja de creer y de esperar en nosotros. El sabe muy bien lo que hace. Y si él, conociéndonos como nos conoce, sigue amando al hombre es porque el hombre merece ser amado. O mejor dicho: el hombre ha sido hecho digno de ser amado por Dios.

Puesto que Dios es verdadero Padre, él no quiere reclamar ningún derecho para sí que no sea el amor eficaz hacia sus hijos. El verdadero servicio a Dios tiene que ser servicio al hombre porque así lo quiere el mismo Dios. Quien se sabe amado por Dios y quiere corresponder a ese amor es llamado por Jesús a hacer lo que Dios hace: amar a la gente. La fe que predicó Jesús afirma que es imposible "amar a Dios" en directo, sin que ese amor pase por un amor histórico y concreto a los que Dios ama. Fue Jesús el que nos descubrió en su profundidad que cuando se habla de amor a Dios, entonces materialmente se está hablando de amor al prójimo, del amor histórico y real a los hombres y mujeres de nuestro mundo. Esta es una de las grandes novedades que trae Jesús con respecto a Dios. No hay, ni puede haber conflicto entre los "derechos de Dios" y los "derechos del hombre".

La realidad de Dios Padre nace cuando el hombre es capaz de descubrir en el otro un hijo de Dios y un hermano suyo. Este es un dato característico de la experiencia de Dios en Jesús. El no usa la palabra Dios sin unirla concretamente al hombre. Los judíos usaban la palabra Dios justificando con ella su odio a los enemigos (Mt 5,43) y las divisiones entre "justos" y "pecadores". Pero para Jesús Dios emerge exactamente dentro de la vida y en relación con los otros. Cada hombre vale más que todo (Mt 6,26); es más importante que la observancia del sábado (Mc 2,27), más importante que el servicio del culto (Lc 10,30-37), que el sacrificio (Mt 5,23-24; Mc 12,33), que la piedad y la observancia de las leyes (Mt 23,23). Por eso San Juan une tan maravillosamente el amor al prójimo con el amor a Dios (1 Jn 4,19-21).

Dios está presente de tal manera en el misterio del hombre, que el amor al prójimo es también amor a Dios. Por perversa que sea una persona, no consigue destrozar la belleza que encierra en sí misma por el hecho de que Dios siempre la quiere. Es ese amor divino el que hace amable incluso al enemigo, al ingrato y al pecador.

Esto no quiere decir que para Jesús, Dios no sea lo más importante de todo. Sino que, porque Dios es amor con todos, y de una manera especial para con los marginados y despreciados, es imposible llegar a él si no es respondiendo a esa realidad de amor. Puesto que Dios es para los hombres, no puede haber culto a Dios, ni puede haber "sábado", ni nada sagrado, que no sea para los hombres, para su servicio y su promoción integral. Así es la novedad de la revelación de Jesús.

Desde Jesús, para convertirse a Dios y a su Reino, es necesario convertirse, acá y ahora, al hombre y sus problemas. El amor a Dios se hace realidad en la lucha de la liberación del hombre (Mt 25). El que sigue a Cristo toma en serio los problemas concretos del prójimo.

Como consecuencia, pues, de esta fe en el Padre, nace un nuevo tipo de comunidades de los hermanos y hermanas en el Hermano mayor que es Jesús; todos somos hijos en el Hijo, animados con la misma exclamación del Hijo Jesús; ¡Abbá!, ¡Papá de todos nosotros!

Sólo se puede saber qué es realmente un padre cuando se acepta al otro como hermano. El hermano mayor de la parábola del hijo pródigo no entiende qué es un padre porque no reconoce al otro como hermano.

Sólo en el perdón y el amor fraterno se puede conocer al Padre Dios. Una relación con Dios que pretenda ser individual y separada de todo compromiso fraterno, por más piadosa que sea, será totalmente vana e inútil: Si llamamos a Dios Padre, debemos llamar hermanos a todos sus hijos.

En el Nuevo Testamento es tan clara esta enseñanza, que bastaría meditar unas cuantas citas, que se comentan por sí mismas y entre sí. No pretendo extenderme en ellas. Es un tema bastante conocido. Solamente quiero recordarlas.

En primer lugar está el mandamiento nuevo de Jesús. El, que amó a los suyos hasta el máximo (Jn 13,1), mandó a sus discípulos que el amor de hermanos fuera parecido a su propio amor (Jn 13,35; 15,12-14.17).

San Juan comenta estas palabras de Jesús, sacando de ellas unas consecuencias muy lógicas, ¡lógicas para el amor, claro!: "Amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor" (1 Jn 4,7-8). "Amigos míos, si Dios nos ha amado tanto, es deber nuestro amarnos unos a otros... Quien ama al que le dio el ser, ama también a todo el que ha nacido de él" (1 Jn 5,1).

Las consecuencias de esta "religión pura y sin mancha a los ojos de Dios Padre" (Sant 1,27), son muy serias en nuestro continente creyente y oprimido. Acá "los huérfanos y las viudas", los marginados y despreciados se cuentan por millones... ¡Y decimos todos creer en Dios! ¿En qué Dios?

Jesús nos trajo la capacidad de amar de una manera nueva (Rom 5,4-5; 15,5; Ef 5,2). En la medida en que nos dejemos llevar por esta novedad, el Padre Dios irá dejando de ser un desconocido para nosotros. Sólo con Cristo seremos capaces de ser realmente hijos de Dios, hermanos todos unos con otros. Estamos destinados a ser uno solo en él, un solo cuerpo, teniéndole a él por cabeza (Ef 4,15). El es el hermano "mayor de una multitud de hermanos" (Rom 8,29).

Nosotros, por ahora, "gemimos en lo íntimo a la espera de la plena condición de hijos..., pues con esta esperanza nos salvaron" (Rom 8,23). Se trata de una esperanza que no puede defraudar, pues se apoya en el amor de Dios a toda la humanidad. Sobre este amor, absolutamente fiel, experimentado en la oración, Jesús afirma que se puede afrontar con éxito, a través de la historia, la construcción de una verdadera fraternidad.

No se podrá construir la verdadera fraternidad si no es a partir del amor del Padre. El amor del que debe estar cargada toda acción verdaderamente revolucionaria-liberadora, no se sostiene sin la experiencia alegre y dolorosa de un diálogo explícito con el Padre de Jesucristo.



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